Junio-septiembre de 1915
Mientras el barco arribaba al puerto de Nueva York, a Lev Peshkov se le ocurrió la posibilidad de que América no fuera tan maravillosa como decía su hermano Grigori. Se armó de valor para afrontar una decepción tremenda. América representaba todo aquello que anhelaba: era un país rico, bullicioso, fascinante y libre.
Tres meses después, una calurosa tarde de junio, trabajaba en un hotel de Buffalo, en las cuadras, cepillando el caballo de un huésped. El lugar era propiedad de Josef Vyalov, que había colocado una cúpula bulbosa en lo alto de la vieja Central Tavern y la había rebautizado como hotel San Petersburgo, tal vez por nostalgia de la ciudad de la que se había marchado siendo niño.
Lev trabajaba para Vyalov, al igual que muchos de los inmigrantes rusos de Buffalo, pero no lo había conocido en persona. Si algún día llegaba a conocerlo, no estaba seguro de qué le diría. En Rusia, la familia Vyalov lo había engañado y había acabado plantándolo en Cardiff, y eso le dolía. Por otra parte, los documentos que los Vyalov de San Petersburgo le habían proporcionado le permitieron pasar el control de inmigración sin el menor contratiempo. Y la mera mención del apellido Vyalov en un bar de Canal Street le había granjeado de inmediato un empleo.
Llevaba ya un año hablando inglés, desde que había desembarcado en Cardiff, y empezaba a hacerlo con fluidez. Los estadounidenses le decían que tenía acento británico, y no estaban familiarizados con expresiones que él había aprendido en Aberowen, como «en aquí», «en allí» o «¿verdad?» y «¿vale?» a final de frase. Pero prácticamente sabía decir todo cuanto necesitaba.
A pocos minutos de las seis, a punto de acabar la jornada laboral, su amigo Nick entró en el cercado de las cuadras con un cigarrillo entre los labios.
—Fatima —dijo. Exhaló el humo con exagerada satisfacción—. Tabaco turco. Fantástico.
El nombre completo de Nick era Nicolái Davídovich Fomek, pero todos le llamaban Nick Forman. Ocasionalmente asumía el papel que antes habían desempeñado Spiria y Rhys Price en las timbas de cartas de Lev, aunque esencialmente era ladrón.
—¿Cuánto? —preguntó Lev.
—En las tiendas, cincuenta centavos la lata de cien cigarrillos. Para ti, diez. Véndelos por veinticinco.
Lev sabía que Fatima era una marca conocida. Sería fácil venderlos a mitad de precio. Paseó la mirada por el cercado. El jefe no estaba a la vista.
—Hecho.
—¿Cuántos quieres? Tengo un cargamento.
Lev llevaba un dólar en el bolsillo.
—Veinte latas —dijo—. Te daré un dólar ahora y otro después.
—No fío.
Lev sonrió y posó una mano en el hombro de Nick.
—Vamos, tío, puedes confiar en mí. Somos colegas, ¿no?
—Vale, veinte. Vuelvo enseguida.
Lev encontró un viejo saco de forraje en un rincón. Nick volvió con veinte latas verdes y alargadas, en cuya tapa aparecía la imagen de una mujer con velo. Lev guardó las latas en el saco y le dio un dólar a Nick.
—Siempre es agradable echar una mano a un compatriota ruso —dijo Nick, y se alejó pausadamente.
Lev lavó la almohaza y el limpiacascos. A las seis y cinco se despidió del mozo de cuadra al cargo y se encaminó hacia First Ward. Tenía la sensación de que llamaba la atención, cargando con un saco de forraje por las calles, y se preguntó qué diría si algún poli lo paraba y le exigía que le mostrara lo que llevaba en él. Pero no estaba demasiado preocupado: gracias a su labia, era capaz de salir airoso de la mayoría de las situaciones.
Se dirigió a un bar grande y popular llamado Irish Rover. Se abrió paso entre el gentío, pidió una jarra de cerveza y se bebió la mitad con avidez, de un solo trago. Luego se sentó junto a un grupo de obreros que hablaban en una mezcla de polaco e inglés. Al rato, preguntó:
—¿Alguno de vosotros fuma Fatima?
Un hombre calvo que llevaba un mandil de cuero contestó:
—Sí, yo siempre fumo Fatima.
—¿Te interesa comprar una lata a mitad de precio? Veinticinco centavos cien cigarrillos.
—¿Dónde está el truco?
—Se extraviaron. Alguien los encontró.
—Parece un poco arriesgado.
—Hagamos una cosa. Deja el dinero en la mesa. No lo cogeré hasta que tú me digas.
Los hombres mostraron entonces más interés. El calvo rebuscó en un bolsillo y sacó una moneda de veinticinco centavos. Lev cogió una lata del saco y se la tendió. El hombre la abrió; sacó de ella un pequeño rectángulo de papel doblado, lo abrió y vio que se trataba de una fotografía.
—¡Eh! ¡Pero si viene con un cromo de béisbol y todo! —exclamó. Se llevó un cigarrillo a la boca y lo encendió—. Muy bien —le dijo a Lev—. Coge el dinero.
Otro hombre observaba la escena por encima del hombro de Lev.
—¿Cuánto? —preguntó.
Lev se lo dijo, y el hombre compró dos latas.
En la siguiente media hora Lev vendió todos los cigarrillos. Estaba encantado: había convertido dos dólares en cinco en menos de una hora. Trabajando tardaba un día y medio en ganar tres dólares. Quizá le comprara a Nick más latas robadas.
Pidió otra cerveza, se la tomó y salió tras dejar el saco vacío en el suelo. Una vez fuera, se encaminó hacia Lovejoy, un barrio pobre de Buffalo donde vivían la mayoría de los rusos, junto con numerosos italianos y polacos. Podría comprar un filete de camino a casa y freírlo con patatas. O podría recoger a Marga y llevarla a bailar. O podría regalarse un traje nuevo.
En realidad, debería ahorrar para el pasaje de Grigori a América, pensó con sentimiento de culpa, a sabiendas de que no iba a hacerlo. Tres dólares eran una gota en el océano. Lo que de verdad necesitaba era un gran golpe. Entonces podría enviar todo el dinero a Grigori de una sola vez, antes de sucumbir a las tentaciones de gastárselo.
Le arrancó de su ensimismamiento un golpecito en el hombro.
Le dio un vuelco el corazón. Se volvió, casi esperando ver un uniforme de policía. Pero la persona que lo había parado no era un policía. Era un hombre muy corpulento y ataviado con un mono, con el tabique nasal torcido y una mirada ceñuda y agresiva. Lev se tensó: un hombre así solo tenía una función.
El hombre dijo:
—¿Quién te ha dado permiso para vender cigarrillos en el Irish Rover?
—Solo intento ganarme unos cuantos pavos —contestó Lev con una sonrisa—. Espero no haber ofendido a nadie.
—¿Ha sido Nicky Forman? He oído que Nick hizo volcar un camión cargado de cigarrillos.
Lev no tenía intención de ofrecer esa información a un extraño.
—No conozco a nadie con ese nombre —dijo, empleando aún un tono de voz afable.
—¿No sabes que el propietario del Irish Rover es el señor V?
Lev sintió un arrebato de cólera. El señor V tenía que ser Josef Vyalov. Abandonó el tono conciliador.
—Pues que cuelgue un cartel.
—No se puede vender nada en los bares del señor V a menos que él dé permiso.
Lev se encogió de hombros.
—No lo sabía.
—Te daré algo que te ayudará a recordar —dijo el hombre, y le lanzó un puñetazo.
Lev esperaba el golpe y retrocedió rápidamente. El brazo atravesó el aire y el matón renqueó a punto de perder el equilibrio. Lev se adelantó y le asestó una patada en la espinilla. El puño solía ser un arma débil, ni de lejos tan dura como un pie enfundado en una bota. Lev le había dado con todas sus fuerzas, pero no bastó para romperle un hueso. El hombre, enfurecido, rugió y volvió a intentar asestarle un puñetazo, pero falló de nuevo.
No tenía sentido golpear a ese bruto en la cara; probablemente la tendría ya insensible. Lev le propinó una patada en la ingle. El hombre, con el aliento entrecortado, se llevó ambas manos a la entrepierna y se dobló sobre sí mismo. Lev le dio otra patada en el estómago. El hombre boqueaba como un pececillo, incapaz de respirar. Lev se apartó a un lado y le dio otro puntapié por detrás. El hombre cayó de espaldas. Lev apuntó con esmero y le pateó una rodilla, para que cuando se levantara no pudiera correr.
—Dile al señor V que debería ser más amable —le espetó, entre jadeos, a causa del esfuerzo.
Se alejó, aún con la respiración agitada. Oyó que alguien decía a sus espaldas:
—Eh, Ilya, ¿qué cojones ha pasado?
Dos calles más allá, Lev volvía a respirar ya con normalidad y su ritmo cardíaco se había ralentizado. «¡Al infierno con Josef Vyalov —pensó—. Ese malnacido me estafó y ahora no va a intimidarme.»
Vyalov no sabría quién había golpeado a Ilya. Nadie conocía a Lev en el Irish Rover.
Lev empezó a sentirse eufórico. «He derribado a Ilya —pensó—, ¡y no he sufrido ni un rasguño!»
Seguía teniendo un bolsillo lleno de dinero. Paró para comprar dos filetes y una botella de ginebra.
Vivía en una calle de casas de ladrillo en estado ruinoso y subdivididas en pequeños apartamentos. Sentada en el portal de la casa contigua, Marga se limaba las uñas. Era una joven rusa, hermosa, morena, de unos diecinueve años y sonrisa provocativa. Trabajaba como camarera, pero confiaba en labrarse un futuro como cantante. Él la había invitado a una copa en un par de ocasiones y la había besado en una. Ella le había devuelto el beso con entusiasmo.
—¡Hola, niña! —gritó él.
—¿A quién llamas niña?
—¿Qué haces esta noche?
—Tengo una cita —contestó ella.
Lev no la creyó. Ella nunca admitía que no tenía nada que hacer.
—Déjalo plantado —dijo él—. Le apesta el aliento.
Ella sonrió.
—¡Ni siquiera sabes quién es!
—Ven luego. —Levantó la bolsa de papel—. Voy a hacer filetes.
—Me lo pensaré.
—Trae hielo. —Lev entró en el edificio.
Vivía en un apartamento de renta baja, para el promedio del país, pero a Lev le parecía amplio y lujoso. Tenía una sala de estar dormitorio y una cocina, con agua corriente y luz eléctrica, ¡y todo era para él! En San Petersburgo un apartamento como aquel habría alojado a diez personas o más.
Se quitó la chaqueta, se arremangó y se lavó las manos y la cara en el fregadero. Confiaba en que Marga fuera a verlo. Era su tipo de chica, siempre dispuesta a reírse, bailar o montar una fiesta, nunca demasiado preocupada por el futuro. Peló y cortó varias patatas, puso una sartén sobre el hornillo y añadió un pedazo de manteca. Mientras se freían las patatas, Marga llegó con una jarra llena de hielo picado. Preparó las bebidas con ginebra y azúcar.
Lev tomó un sorbo de la suya, y luego le dio un beso fugaz en los labios.
—¡Está buena! —exclamó.
—Eres un fresco —repuso ella, pero no era una protesta seria. Él empezó a preguntarse si lograría llevársela a la cama más tarde.
Comenzó a freír los filetes.
—Estoy impresionada —comentó ella—. No hay muchos chicos que sepan cocinar.
—Mi padre murió cuando yo tenía seis años, y mi madre cuando tenía once —dijo Lev—. Me crió mi hermano, Grigori. Lo aprendimos a hacer todo solos. Aunque la verdad es que en Rusia nunca teníamos filetes.
Ella le preguntó acerca de Grigori, y él le narró su vida durante la cena. A la mayoría de las chicas les conmovía la historia de dos muchachos huérfanos que luchaban por salir adelante, trabajando en una gigantesca fábrica de locomotoras y viviendo en un piso minúsculo. Omitió, con sentimiento de culpa, la parte de la historia en que abandonaba a su novia embarazada.
Tomaron una segunda copa. Para cuando empezaron la tercera, ya anochecía y ella estaba sentada en el regazo de él. Entre trago y trago, Lev la besaba. Cuando ella abrió la boca para recibir su lengua, él le acarició los senos.
En ese instante, la puerta se abrió de golpe.
Marga gritó.
Entraron tres hombres. Marga se levantó de un salto del regazo de Lev, sin dejar de gritar. Uno de los hombres le dio una bofetada con el dorso de la mano y le ordenó:
—Cierra la puta boca, zorra.
Ella corrió hacia la puerta cubriéndose con las manos los labios sangrantes. Los intrusos la dejaron marchar.
Lev se levantó de un brinco y la emprendió a golpes contra el hombre que había agredido a Marga; uno de sus puñetazos le acertó en un ojo. Entonces los otros dos lo aferraron por los brazos. Eran fuertes y no podía zafarse. Mientras lo sujetaban, el primer hombre, que parecía ser el cabecilla, le asestó un puñetazo en la boca, y luego varios en el estómago. Lev escupió sangre y vomitó el filete.
Debilitado y terriblemente dolorido, lo obligaron a bajar la escalera y a salir del edificio. Un Hudson azul esperaba en el bordillo con el motor en marcha. Los hombres lo arrojaron al suelo en la parte posterior del vehículo. Dos de ellos se sentaron con los pies apoyados en él, y el otro se puso al volante.
Sentía demasiado dolor para pensar a dónde lo llevaban. Supuso que aquellos hombres trabajaban para Vyalov, pero ¿cómo lo habían encontrado? ¿Y qué iban a hacer con él? Intentó no sucumbir al miedo.
Minutos después, el coche se detuvo y lo sacaron a rastras. Se encontraban frente a un almacén. La calle estaba desierta y en penumbra. Lev percibió el olor del lago, por lo que supo que estaban cerca de él. Era un buen lugar para matar a alguien, concluyó con lúgubre fatalismo. No habría testigos, y el cuerpo podría acabar en el lago Erie, atado dentro de un saco junto con varios ladrillos para garantizar que se hundiera hasta el fondo.
Lo arrastraron al interior del edificio. Lev intentó calmarse. Aquel era el peor aprieto en el que se había encontrado nunca. No estaba seguro de que pudiera salir airoso de él gracias a su labia. «¿Por qué hago estas cosas?», se preguntó.
El almacén estaba lleno de neumáticos nuevos, en pilas de quince o veinte cada una. Le condujeron entre ellas a la parte trasera y se pararon frente a una puerta que estaba vigilada por otro hombre corpulento, que alzó un arma para detenerlos.
No se medió palabra.
Al cabo de un minuto, Lev dijo:
—Parece que vamos a tener que esperar un rato. ¿Alguien ha traído una baraja?
Nadie sonrió siquiera.
Finalmente, la puerta se abrió y Nick Forman salió por ella. Tenía el labio superior hinchado y un ojo cerrado. Al ver a Lev, dijo:
—He tenido que hacerlo. Me habrían matado.
«Así que me han encontrado por medio de Nick», pensó Lev.
Un hombre delgado con anteojos salió a la puerta de la oficina. No podía tratarse de Vyalov de ninguna de las maneras, dedujo Lev: era demasiado enclenque.
—Llévalo adentro, Theo —dijo.
—Enseguida, señor Niall —contestó el cabecilla de los matones.
El despacho recordó a Lev la cabaña de campo en la que había nacido: también allí hacía demasiado calor y el aire estaba saturado de humo. En un rincón había una mesa pequeña con iconos de santos.
Detrás de un escritorio de acero estaba sentado un hombre de mediana edad con las espaldas insólitamente anchas. Llevaba un terno de calle con cuello y corbata, y lucía dos anillos en la mano con que sujetaba el cigarrillo.
—¿Qué es ese puto olor? —preguntó.
—Lo siento, señor V. Es vómito —contestó Theo—. Dio guerra y tuvimos que calmarlo un poco, y después vomitó la comida.
—Soltadlo.
Obedecieron pero permanecieron a su lado.
El señor V lo observó.
—Recibí tu mensaje —dijo—, el mensaje en el que me decías que debería ser más amable.
Lev hizo acopio de todo su valor. No iba a morir lloriqueando.
—¿Es usted Josef Vyalov?
—Vaya, sin duda tienes coraje, para preguntarme quién soy —dijo el hombre.
—Lo he estado buscando.
—¿Tú me has estado buscando a mí?
—La familia Vyalov me vendió un pasaje de San Petersburgo a Nueva York, pero me dejó tirado en Cardiff —dijo Lev.
—¿Y?
—Quiero recuperar mi dinero.
Vyalov lo escrutó largo rato y entonces se echó a reír.
—No puedo evitarlo —dijo—. Me caes bien.
Lev contuvo el aliento. ¿Significaba eso que Vyalov no iba a matarlo?
—¿Tienes trabajo? —preguntó Vyalov.
—Trabajo para usted.
—¿Dónde?
—En el hotel San Petersburgo, en las cuadras.
Vyalov asintió.
—Creo que podemos ofrecerte algo mejor —dijo.
En junio de 1915, Estados Unidos se acercó un paso más a la guerra.
Gus Dewar estaba consternado. No creía que Estados Unidos debiera participar en la guerra europea. El pueblo norteamericano opinaba lo mismo, y también el presidente Woodrow Wilson. Pero, de algún modo, el peligro acechaba cada vez más cerca.
La crisis llegó en mayo, cuando un submarino alemán torpedeó el Lusitania, un transatlántico británico que transportaba ciento setenta y tres toneladas de fusiles, munición y granadas de metralla. También llevaba a bordo a dos mil pasajeros, entre ellos ciento veintiocho ciudadanos estadounidenses.
La noticia conmocionó a los norteamericanos como si de un asesinato se hubiera tratado. Los periódicos estallaron en proclamas de indignación.
—¡El pueblo le está pidiendo que haga lo imposible! —le dijo irritado Gus al presidente, que se encontraba en el Despacho Oval—. Quieren que sea duro con los alemanes, pero sin arriesgarse a entrar en guerra.
Wilson convenía con él y asintió. Alzó la mirada de la máquina de escribir y dijo:
—No hay ninguna ley que afirme que la opinión pública tenga que ser coherente.
La calma de su superior le parecía admirable, si bien algo frustrante.
—¿Cómo demonios va a solucionar esto?
Wilson sonrió, dejando a la vista su mala dentadura.
—Gus, ¿te ha dicho alguien que la política fuera fácil?
Al final, Wilson envió un severo comunicado al gobierno alemán, exigiéndole que detuviera los ataques a buques. Sus asesores, entre ellos Gus, y él confiaban en que los alemanes accederían a llegar a algún acuerdo. Pero si optaban por una actitud desafiante, Gus no veía cómo Wilson iba a poder evitar el aumento de la tensión. Era un juego peligroso, y Gus se dio cuenta de que era incapaz de mantener una actitud fría y distante, como el presidente, con respecto al riesgo que corrían.
Mientras los telegramas diplomáticos cruzaban el Atlántico, Wilson fue a su casa de veraneo, en New Hampshire, y Gus, a Buffalo, donde se alojó en la mansión que sus padres tenían en Delaware Avenue. Su padre poseía también una casa en Washington, pero Gus vivía en un apartamento propio, y cuando volvía a Buffalo disfrutaba enormemente de las comodidades de una casa gobernada por su madre: el cuenco de plata con capullos de rosa en la mesilla de noche de su dormitorio, los panecillos calientes del desayuno, la mantelería blanca impoluta en cada comida, la aparición de un traje lavado con esponja y planchado en su ropero sin que él hubiese advertido que nadie se lo hubiera llevado de allí.
La casa estaba amueblada con deliberada sencillez, la reacción de su madre contra las modas decorativas de su propia generación. Gran parte del mobiliario era Biedermeier, un estilo alemán funcional que empezaba a resurgir. El comedor lucía un exquisito cuadro en cada una de sus cuatro paredes, y un único candelabro de tres brazos sobre la mesa. Durante el almuerzo del primer día, su madre dijo:
—Supongo que tienes previsto ir a los suburbios a ver peleas.
—No hay nada malo en el boxeo —repuso Gus.
Era su gran pasión. Incluso había llegado a probarlo, siendo un temerario chico de dieciocho años; sus largos brazos le habían granjeado un par de victorias, pero carecía de instinto asesino.
—Bah, canaille —dijo ella con desdén. Era una expresión esnob que había aprendido en Europa y que significaba «clase baja».
—Me gustaría evadirme un poco de la política internacional, si puedo.
—Esta tarde dan una conferencia sobre Tiziano, con proyección de transparencias con una linterna mágica, en el Albright —le informó ella. El Albright Art Gallery, un edificio clásico blanco situado en Delaware Park, era una de las instituciones culturales más importantes de Buffalo.
Gus había crecido rodeado de cuadros renacentistas, y le gustaban en particular los retratos de Tiziano, pero no le interesaba demasiado asistir a la conferencia. No obstante, era la clase de acto que solían frecuentar los hombres y las mujeres jóvenes de buena familia y, por tanto, una oportunidad para retomar antiguas amistades.
El Albright estaba a un breve trayecto en coche de Delaware Avenue. Entró en el atrio y tomó asiento. Tal como esperaba, entre los asistentes había varias personas a las que conocía. De pronto se sorprendió al ver que a su lado estaba sentada una chica de belleza extraordinaria que le resultaba conocida.
La miró y esbozó una sonrisa vaga, y ella dijo alegremente:
—Has olvidado quién soy, ¿no es así, señor Dewar?
Él se sintió como un tonto.
—Eh… He estado un tiempo fuera de la ciudad.
—Soy Olga Vyalov —dijo, y le tendió una mano enguantada.
—Por supuesto —dijo él.
Su padre era un inmigrante ruso cuyo primer empleo había consistido en echar a los borrachos de un bar de Canal Street. En ese momento era ya propietario de toda la calle. Era concejal del ayuntamiento y un pilar de la Iglesia ortodoxa rusa. Gus había visto a Olga en varias ocasiones, aunque no recordaba que fuera tan atractiva; tal vez había crecido de golpe… Tenía unos veinte años, supuso él, la tez pálida y los ojos azules, y llevaba una chaqueta rosa con cuello vuelto y un sombrero cloché con flores de seda rosa.
—He oído que trabajas para el presidente —comentó—. ¿Qué opinas del señor Wilson?
—Lo admiro enormemente —respondió Gus—. Es un político pragmático que sigue siendo fiel a sus ideales.
—Qué emocionante debe de ser estar en el centro del poder.
—Es emocionante pero, por extraño que parezca, uno no se siente allí en el centro del poder. En una democracia, el presidente depende de los electores.
—Pero sin duda no se limita a hacer lo que los ciudadanos quieren.
—No exactamente, no. El presidente Wilson dice que un líder debe tratar a la opinión pública del mismo modo en que un marinero se aprovecha del viento, utilizándolo para impulsar la nave en una dirección u otra, pero nunca intentando ir directamente contra él.
Olga suspiró.
—Me habría encantado estudiar esas cosas, pero mi padre no me deja ir a la universidad.
Gus sonrió.
—Supongo que cree que aprenderías a fumar cigarrillos y a beber ginebra.
—Y a algo peor, no me cabe duda —dijo ella. Era un comentario subido de tono para una mujer soltera, y el rostro de él debió de delatar su sorpresa, pues ella añadió—: Lo siento, te he incomodado.
—En absoluto. —De hecho, se sentía cautivado. Con la voluntad de que siguiera hablando, le preguntó—: ¿Qué estudiarías si pudieras ir a la universidad?
—Historia, creo.
—Adoro la historia. ¿Alguna época en particular?
—Me gustaría entender mi propio pasado. ¿Por qué tuvo que marcharse de Rusia mi padre? ¿Por qué Estados Unidos es mucho mejor? Debe de haber motivos para estas cosas.
—¡Exacto!
A Gus le emocionaba que una joven hermosa compartiera su curiosidad intelectual. De pronto se imaginó a ambos como una pareja casada, en el vestidor después de una fiesta, charlando sobre acontecimientos del mundo mientras se preparaban para acostarse, él en pijama, sentado y contemplándola mientras ella se quitaba pausadamente las joyas y se desnudaba… Luego la miró a los ojos; tuvo la impresión de que ella había adivinado lo que tenía en la cabeza y se sintió azorado. Intentó pensar en algo que decir, pero se había quedado mudo.
En ese momento llegó el conferenciante, y el público guardó silencio.
Disfrutó de la charla más de lo que había esperado. El orador había preparado transparencias Autochrome a color de algunos lienzos de Tiziano, y su linterna mágica las proyectaba sobre una gran pantalla blanca.
Cuando la conferencia acabó, quiso seguir hablando con Olga, pero no pudo hacerlo. Chuck Dixon, un hombre a quien conocía de la escuela, se acercó a ellos. Chuck poseía un encanto natural que Gus envidiaba. Tenían la misma edad, veinticinco años, pero Chuck lo hacía sentir como un colegial torpe.
—Olga, tienes que conocer a mi primo —dijo Dixon con aire jovial—. Te ha estado mirando desde el otro extremo de la sala. —Dedicó una sonrisa cordial a Gus—. Siento privarte de una compañía tan cautivadora, Dewar, pero, ya sabes, no puede ser solo tuya toda la tarde. —Rodeó a Olga por la cintura con un brazo en un gesto posesivo y se la llevó.
Gus se sintió despojado. Tenía la sensación de haber congeniado tan bien con ella… Para él, esas primeras conversaciones con una chica solían ser las más arduas, pero con Olga le había sido fácil charlar. Y entonces Chuck Dixon, que en la escuela siempre había sido el último de la clase, se alejaba con ella con la misma desenvoltura con que habría cogido una copa de la bandeja de un camarero.
Mientras Gus buscaba con la mirada a algún conocido, se le acercó una chica tuerta.
La primera vez que vio a Rosa Hellman —en una cena benéfica para la Orquesta Sinfónica de Buffalo, en la que tocaba el hermano de esta— creyó que ella le guiñaba un ojo. En realidad, tenía un ojo cerrado permanentemente. Por lo demás, su rostro era hermoso, lo que hacía que su defecto fuera más llamativo. Además, siempre vestía con elegancia, como en una actitud desafiante. Ese día llevaba un canotier de paja extrañamente ladeado, pese a lo cual seguía estando guapa.
La última vez que la había visto dirigía un periódico radical de poca tirada llamado Buffalo Anarchist, y Gus le preguntó:
—¿A los anarquistas les interesa el arte?
—Ahora trabajo para el Evening Advertiser —contestó ella.
Gus se sorprendió.
—¿Está al corriente el director de tus opiniones políticas?
—Mis opiniones ya no son tan extremistas como antes, pero conoce mi historial.
—Supongo que dedujo que, si eres capaz de convertir un periódico anarquista en un éxito, debes de ser buena.
—Dice que me dio el empleo porque tengo más pelotas que cualquiera de los hombres que tiene en plantilla.
Gus sabía que a ella le gustaba impactar, pero aun así se quedó boquiabierto.
Rosa se rió.
—Pero sigue enviándome a cubrir exposiciones de arte y desfiles de moda. —Cambió de tema—. ¿Qué se siente trabajando en la Casa Blanca?
Gus era consciente de que cualquier cosa que dijera podría aparecer en su periódico.
—Mucha emoción —contestó—. Creo que Wilson es un gran presidente, tal vez el mejor de la historia.
—¿Cómo puedes decir eso? Está peligrosamente cerca de meternos en una guerra europea.
La actitud de Rosa era común entre la comunidad alemana, que obviamente solo veía la vertiente alemana de la historia, y entre los izquierdistas, que querían ver al zar derrocado. Sin embargo, muchas personas que no eran alemanas ni izquierdistas compartían su opinión. Gus contestó, precavido:
—Mientras submarinos alemanes sigan matando a ciudadanos estadounidenses, el presidente no puede… —Estuvo a punto de decir «hacer la vista gorda». Vaciló, se sonrojó y dijo—: obviarlo.
Ella no pareció reparar en su azoramiento.
—Pero los ingleses están bloqueando los puertos alemanes, violando la legislación internacional, y a consecuencia de ello las mujeres y los niños alemanes se están muriendo de hambre. Mientras tanto, la guerra en Francia está en un punto muerto: ningún bando ha variado su posición en más de unos pocos metros en los últimos seis meses. Los alemanes tienen que hundir barcos británicos; de lo contrario perderán la guerra.
Tenía una capacidad impresionante para captar las complejidades; esa era la razón por la que Gus disfrutaba hablando con ella.
—He estudiado derecho internacional —dijo él—. Desde un punto de vista estricto, los ingleses no están actuando de forma ilegal. Los bloqueos navales se prohibieron en la Declaración de Londres de 1909, aunque nunca fue ratificada.
No era fácil hacerla cambiar de tema.
—Olvídate de la legalidad. Los alemanes advirtieron a los estadounidenses que no viajaran en transatlánticos británicos. ¡Por el amor de Dios, pero si publicaron un anuncio en los periódicos! ¿Qué más pueden hacer? Imagina que estuviéramos en guerra con México y que el Lusitania hubiese sido un barco mexicano cargado con armamento destinado a matar a soldados norteamericanos. ¿Se le habría permitido pasar?
Era una buena pregunta, y Gus no tenía una respuesta razonable.
—Bien, al menos el secretario de Estado Bryan opinaba como tú. —William Jennings Bryan había dimitido tras el envío del comunicado de Wilson a los alemanes—. Creyó que lo único que teníamos que hacer era advertir a los estadounidenses de que no viajaran en los barcos de los países beligerantes.
Ella no estaba dispuesta a dejarle salir del atolladero.
—Bryan ve que Wilson ha asumido un grave riesgo —dijo—. Si los alemanes no reculan ahora, difícilmente podremos evitar la guerra contra ellos.
Gus no admitiría ante una periodista que compartía sus recelos. Wilson había exigido al gobierno alemán que pusiera fin a los ataques contra la marina mercante, ofreciera compensaciones por los ya cometidos e impidiera que volvieran a producirse. En otras palabras: concedía a los británicos libertad para navegar mientras aceptaba que los barcos alemanes estuvieran varados en puerto debido al bloqueo. Resultaba difícil imaginar a algún gobierno accediendo a tales demandas.
—Pero la opinión pública aprueba lo que el presidente ha hecho.
—La opinión pública puede equivocarse.
—Pero el presidente no puede pasarla por alto. Mira, Wilson está en la cuerda floja. Desea mantenernos al margen de la guerra, pero no quiere que Estados Unidos dé una imagen débil en la diplomacia internacional. Creo que ha conseguido el equilibrio correcto en el momento actual.
—Pero ¿y en el futuro?
Era una pregunta inquietante.
—Nadie puede predecir el futuro —contestó Gus—. Ni siquiera Woodrow Wilson.
Ella se rió.
—La respuesta de un político. Llegarás lejos en Washington. —Alguien le habló y ella se volvió.
Gus se alejó, con la ligera sensación de haber participado en un combate de boxeo que había acabado en tablas.
Parte del público estaba invitado a tomar el té con el ponente. Gus se contaba entre los privilegiados porque su madre era mecenas del museo. Dejó a Rosa y se encaminó a una sala privada. Cuando entró, se regocijó de ver allí a Olga. Sin duda su padre también donaba dinero.
Cogió una taza de té y se acercó a ella.
—Si algún día vas a Washington, me encantaría enseñarte la Casa Blanca —le dijo.
—¡Oh! ¿Podrías presentarme al presidente?
A Gus le dieron ganas de contestar: «¡Sí, todo lo que quieras!», pero dudó antes de prometer algo que tal vez no podría cumplir.
—Es probable —dijo—. Dependerá de lo ocupado que esté. Cuando se sienta frente a la máquina de escribir y empieza a redactar discursos o comunicados de prensa, nadie puede molestarle.
—Me entristeció mucho la muerte de su esposa —dijo Olga.
Ellen Wilson había muerto hacía algo menos de un año, poco después del estallido de la guerra en Europa.
Gus asintió.
—Se quedó desolado.
—Pero he oído que ya corteja a una viuda acaudalada.
Gus se sintió desconcertado. En Washington era un secreto a voces que Wilson se había enamorado con una pasión adolescente, solo ocho meses después de que su esposa falleciera, de la voluptuosa señora Edith Galt. El presidente tenía cincuenta y ocho años; su amada, cuarenta y uno. Justo en esos momentos estaban juntos en New Hampshire. Gus formaba parte del reducido grupo que también sabía que Wilson le había propuesto matrimonio hacía un mes, y que la señora Galt aún no le había dado una respuesta.
—¿Quién te ha contado eso? —le preguntó a Olga.
—¿Es cierto?
Estaba desesperado por impresionarla con la información confidencial de que disponía, pero consiguió resistir la tentación.
—No puedo hablar de esas cosas —contestó, a regañadientes.
—Oh, qué desilusión. Confiaba en que me revelarías algún que otro chisme confidencial.
—Siento decepcionarte de este modo.
—No seas tonto. —Le tocó un brazo, y su tacto provocó en él un estremecimiento similar a una descarga eléctrica—. Mañana por la tarde jugaré un partido de tenis —dijo—. ¿Tú juegas?
Gus tenía los brazos y las piernas largas; era un deporte que se le daba bastante bien.
—Sí —contestó—. Me encanta el tenis.
—¿Vendrás?
—Iré encantado —declaró.
Lev aprendió a conducir en un día. Dominar la otra habilidad principal de un chófer, cambiar neumáticos pinchados, le llevó un par de horas. Cuando acabó la semana también sabía llenar el depósito, cambiar el aceite y ajustar los frenos. Si el coche no funcionaba, sabía comprobar si la batería se había descargado o si el conducto del combustible se había atascado.
Los caballos eran ya el transporte del pasado, le dijo Josef Vyalov. Los mozos de cuadra cobraban poco: había demasiados. Los chóferes escaseaban, y tenían buenos salarios.
Además, a Vyalov le gustaba disponer de un conductor que fuera lo bastante duro para hacer las veces de guardaespaldas.
El coche de Vyalov era un Packard Twin Six nuevo, una limusina de siete plazas. Los otros chóferes se quedaban impresionados. El modelo había salido al mercado apenas hacía unas semanas, y su motor de doce cilindros era la envidia incluso de los conductores del Cadillac V8.
A Lev no le impresionó tanto la mansión ultramoderna de Vyalov. En su opinión, parecía la vaqueriza más grande del mundo. Era alargada y baja, con grandes aleros voladizos. El jardinero jefe le dijo que era una «casa campestre» a la última moda.
—Si yo tuviera una casa tan grande, querría que pareciera un palacio —dijo Lev.
Pensó en escribir a Grigori y hablarle de todo aquello, de Buffalo, del empleo y del coche, pero dudó. Le habría gustado decirle que había apartado dinero para su pasaje, pero en realidad no había ahorrado nada. En cuanto tuviera un pellizco le escribiría, se prometió. Mientras tanto, Grigori no podría escribirle a él porque no conocía su dirección.
La familia Vyalov estaba compuesta por tres miembros: el propio Josef; su esposa, Lena, que apenas hablaba, y Olga, su hija, una bella joven de aproximadamente la edad de Lev y mirada audaz. Josef era atento y afable con su esposa, aunque pasaba la mayoría de las veladas fuera, con sus compinches. Con su hija, era afectuoso pero estricto. A menudo volvía a casa al mediodía para almorzar con ellas. Después, Lena y él echaban una siesta.
Mientras Lev esperaba para llevar de vuelta a Josef al centro, a veces charlaba con Olga.
A ella le gustaba fumar cigarrillos, algo que le tenía prohibido su padre, que había tomado la firme determinación de que fuera una dama respetable y se casara con algún miembro de la élite social. Había algunos lugares de la finca a los que Josef nunca iba, y el garaje era uno de ellos, por lo que Olga acudía allí para fumar. Se sentaba en el asiento trasero del Packard, su vestido de seda sobre el cuero nuevo, y Lev se apoyaba contra la portezuela, con un pie sobre el estribo, y hablaba con ella.
Era consciente de que estaba atractivo con el uniforme de chófer, y se echaba la gorra atrás. Pronto descubrió que la manera de complacer a Olga era halagarla por su pertenencia a la clase alta. A ella le encantaba que le dijera que caminaba como una princesa, que hablaba como la esposa del presidente y que vestía como una figura de la alta sociedad parisina. Era una esnob, como su padre. La mayor parte del tiempo, Josef era un bruto y un matón, pero Lev observó que se tornaba cortés, y adoptaba una actitud casi deferente, cuando se dirigía a hombres de condición elevada, como presidentes de banco y congresistas.
Lev tenía una intuición ágil, y pronto captó a Olga. Era una chica rica sobreprotegida que no daba rienda suelta a sus impulsos naturales románticos y sentimentales. A diferencia de las chicas que Lev había conocido en los suburbios de San Petersburgo, Olga no podía escabullirse para encontrarse con un chico al anochecer y dejar que la manoseara en la penumbra del portal de una tienda. Tenía veinte años y era virgen. Era incluso posible que nunca la hubieran besado.
Lev vio el partido de tenis desde cierta distancia, sin quitarle el ojo al cuerpo fuerte y esbelto de Olga, y al modo en que sus senos se movían bajo el algodón fino del vestido mientras corría por la pista. Jugaba contra un hombre muy alto que llevaba pantalones blancos de franela. De pronto, a Lev le pareció reconocerlo. Lo observó un rato y finalmente recordó dónde lo había visto antes. Había sido en la fábrica Putílov. Lev le timó un dólar y Grigori le preguntó si Josef Vyalov era de verdad un hombre poderoso en Buffalo. ¿Cómo se llamaba? Tenía el mismo nombre que una marca de whisky… Dewar, eso era. Gus Dewar.
Un grupo de media docena de jóvenes miraban el partido, las chicas con alegres vestidos veraniegos, los hombres con canotiers de paja. La señora Vyalov observaba el encuentro bajo un parasol con una sonrisa complacida. Una doncella uniformada le servía limonada.
Gus Dewar venció a Olga y ambos abandonaron la pista, donde otra pareja los reemplazó de inmediato. Olga aceptó osadamente el cigarrillo que le ofreció su oponente. Lev vio cómo él se lo encendía. Ansiaba ser uno de ellos, jugar al tenis con aquella bonita ropa y beber limonada.
Un golpe errado envió la pelota en su dirección. Él la recogió y, en lugar de lanzarla, la llevó hasta la pista y se la dio a uno de los jugadores. Miró a Olga. Estaba absorta en una animada conversación con Dewar, cautivándolo con una actitud coqueta, como hacía con Lev en el garaje. Sintió una punzada de celos y le dieron ganas de darle un puñetazo en la boca al tipo alto. Olga lo miró y él le brindó su sonrisa más encantadora, pero ella apartó la mirada sin saludarlo. Los demás jóvenes no le hicieron el menor caso.
Era perfectamente normal, se dijo: una chica podía mostrarse simpática con el chófer mientras fumaban en el garaje y luego tratarlo como a un mueble cuando estaba rodeada de sus amigos. Aun así, se sintió herido en el orgullo.
Se dio la vuelta… y vio al padre de Olga acercándose a la pista de tenis por el sendero de grava. Vyalov llevaba un elegante traje con chaleco. Había ido a saludar a los invitados de su hija antes de volver a sus negocios en el centro, supuso Lev.
En cualquier instante vería a Olga fumando, y el castigo sería inimaginable.
Lev no lo pensó dos veces: en dos zancadas cruzó hasta donde Olga estaba sentada y, con un gesto raudo, le arrebató el cigarrillo encendido de entre los dedos.
—¡Eh! —protestó ella.
Gus Dewar arrugó la frente y le preguntó:
—¿Qué diablos te propones?
Lev se dio la vuelta y se llevó el cigarrillo a la boca. Un instante después, Vyalov lo alcanzó.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le espetó con sequedad—. Saca el coche.
—Sí, señor —obedeció Lev.
—Y apaga el maldito cigarrillo cuando hables conmigo.
Lev descabezó la colilla y se la guardó en el bolsillo.
—Discúlpeme, señor Vyalov. Ha sido un descuido.
—Asegúrate de que no se repita.
—Sí, señor.
—Y ahora, vete.
Lev se alejó precipitadamente, y luego volvió la mirada atrás. El joven se había puesto en pie de un salto y Vyalov estrechaba una mano tras otra con aire jovial. Olga, con aspecto de sentirse culpable, le presentaba a sus amigos. Habían estado a punto de sorprenderla in fraganti. Sus ojos se cruzaron con los de Lev, y le dirigió una mirada de agradecimiento.
Lev le guiñó un ojo y siguió andando.
En el salón de Ursula Dewar había pocos muebles, todos muy valiosos en diferentes sentidos: un busto de mármol obra de Elie Nadelman, una primera edición de la Biblia de Ginebra, una única rosa en un jarrón de cristal tallado y una fotografía enmarcada de su abuelo, que había abierto uno de los primeros grandes almacenes de Estados Unidos. Cuando Gus entró, a las seis en punto, su madre estaba sentada, ataviada con un vestido de noche de seda, y leía una novela titulada El buen soldado.
—¿Qué tal está el libro? —le preguntó.
—Es extraordinariamente bueno, aunque, paradójicamente, he oído que el autor es un auténtico canalla.
Gus le preparó un Old Fashioned como a ella le gustaba, con angostura pero sin azúcar. Estaba nervioso. «A mi edad no debería temer a mi madre», pensó. Pero la mujer podía ser mordaz. Le tendió la copa.
—Gracias —dijo ella—. ¿Estás disfrutando tu descanso estival?
—Mucho.
—Temía que por estas fechas estuvieras ya ansioso por regresar a la emoción de Washington y de la Casa Blanca.
Gus también había esperado eso, pero las vacaciones le habían proporcionado placeres inesperados.
—Volveré en cuanto lo haga el presidente, pero mientras tanto me estoy divirtiendo mucho.
—¿Crees que Woodrow va a declararle la guerra a Alemania?
—Confío en que no. Los alemanes están dispuestos a recular, pero quieren que nosotros dejemos de vender armas a los aliados.
—¿Y dejaremos de hacerlo? —Ursula era de ascendencia alemana, al igual que aproximadamente la mitad de la población de Buffalo, pero al hablar en plural se refería a los estadounidenses y se contaba entre ellos.
—Por supuesto que no. Nuestras fábricas están ganando mucho dinero con los pedidos británicos.
—Entonces, ¿la situación está en un punto muerto?
—No, todavía. Seguimos tanteándonos. Mientras tanto, como para recordarnos las presiones a las que están sometidos los países neutrales, Italia se ha unido a los aliados.
—¿Cambiará eso algo?
—No lo suficiente. —Gus respiró hondo—. Esta tarde he ido a jugar al tenis a la finca de los Vyalov —dijo. El tono de su voz no resultó tan despreocupado como había pretendido.
—¿Has ganado, querido?
—Sí. Tienen una casa campestre. Es impresionante.
—Los nouveau riches…
—Supongo que hubo un tiempo en que nosotros también fuimos nouveau riches, ¿no es así? ¿Cuando tu abuelo abrió su almacén, tal vez?
—Resultas tedioso cuando hablas como un socialista, Angus, aunque sé que no es tu intención hacerlo. —Tomó un sorbo del cóctel—. Mmm, es perfecto.
Gus inspiró una larga bocanada de aire.
—Madre, ¿me harías un favor?
—Por supuesto, querido, siempre que esté en mis manos.
—No va a gustarte.
—¿De qué se trata?
—Quiero invitar al té a la señorita Vyalov.
Su madre bajó la copa con un movimiento pausado y cuidado.
—Entiendo —dijo.
—¿No vas a preguntar por qué?
—Sé por qué —repuso ella—. Solo hay una razón posible. He conocido a la deslumbrante y cautivadora hija.
—No tienes por qué enojarte. Vyalov es un hombre prominente en esta ciudad, y muy poderoso. Y Olga es un ángel.
—Si no un ángel, al menos sí cristiana.
—Los Vyalov son rusos ortodoxos —dijo Gus. «Quizá debería poner todas las malas noticias sobre la mesa», pensó—. Van a la iglesia de los Santos Pedro y Pablo, en Ideal Street. —Los Dewar eran episcopalianos.
—Pero no judía, gracias a Dios. —La madre había temido durante algún tiempo que Gus se casara con Rachel Abramov, que le había gustado mucho a su hijo pero a la que nunca había llegado a amar—. Y supongo que podemos estar agradecidos de que Olga no sea una cazafortunas.
—En efecto, no lo es. Diría incluso que Vyalov es más rico que papá.
—No tengo la menor idea.
Se suponía que las mujeres como Ursula no entendían de dinero. Gus, en cambio, sospechaba que todas sabían hasta el último centavo que poseían sus respectivos esposos y los de las demás, pero tenían que fingir ignorancia.
Su madre no parecía tan enojada como él había esperado.
—Entonces, ¿lo harás? —preguntó él, ansioso.
—Por supuesto. Enviaré una nota a la señorita Vyalov.
Gus se sintió eufórico, pero un nuevo temor lo asaltó.
—Por cierto, no invitarás a tus amigas esnobs para que hagan sentirse inferior a la señorita Vyalov…
—Yo no tengo amigas esnobs.
El comentario era demasiado absurdo siquiera para replicar.
—Invita a la señora Fischer, es simpática. Y a tía Gertrude.
—Muy bien.
—Gracias, mamá. —Gus experimentó un gran alivio, como si hubiese sobrevivido a una ordalía—. Sé que Olga no es la prometida que habrías soñado para mí, pero estoy seguro de que le tomarás cariño enseguida.
—Mi querido hijo, tienes casi veintiséis años. Tal vez hace cinco habría intentado convencerte de que no te casaras con la hija de un turbio empresario. Pero últimamente me he preguntado si llegaré a tener nietos. Si en estos momentos anunciases que deseas casarte con una camarera polaca divorciada, me temo que mi principal preocupación radicaría en si sería lo bastante joven para tener hijos.
—No te precipites… Olga no ha accedido aún a casarse conmigo. Ni siquiera se lo he pedido.
—¿Cómo se va a resistir a ti? —Se puso en pie y le besó—. Y ahora, prepárame otra copa.
—¡Me has salvado la vida! —le dijo Olga a Lev—. Papá me habría matado.
Lev sonrió.
—Lo vi llegar. Tuve que reaccionar deprisa.
—Te estoy tan agradecida… —dijo Olga, y le besó en los labios.
Lev se quedó perplejo. Ella se apartó antes de que él pudiera aprovecharse, pero Lev sintió de pronto que su relación había cambiado por completo. Nervioso, echó un vistazo a su alrededor en el garaje, pero estaban solos.
Ella sacó una cajetilla de cigarrillos y se llevó uno a los labios. Él lo encendió, emulando lo que Gus Dewar había hecho el día anterior. Era un gesto íntimo, que obligaba a la mujer a agachar la cabeza y permitía al hombre mirarle fijamente los labios. Tenía algo de romántico.
La joven se recostó contra el respaldo del asiento trasero del Packard y exhaló el humo. Lev subió al coche y se sentó a su lado. Ella no puso objeción. Él se encendió también un cigarrillo. Permanecieron sentados un rato en la penumbra; el humo de sus cigarrillos se mezclaba con el olor a aceite, a cuero y al perfume floral que Olga se había puesto.
—Espero que hayas disfrutado del partido de tenis —comentó Lev para romper el silencio.
Ella suspiró.
—Todos los chicos de esta ciudad temen a mi padre —dijo—. Creen que les pegaría un tiro si me besaran.
—¿Les pegaría un tiro?
Olga se rió.
—Es probable.
—Yo no lo temo. —Lev no mentía. No era que no le tuviera miedo, tan solo intentaba no hacer caso de sus temores, con la esperanza de que su labia le permitiría salir airoso de cualquier apuro.
Pero ella parecía incrédula.
—¿De veras?
—Por eso me contrató. —Aquella afirmación tampoco era una mentira—. Pregúntaselo.
—Lo haré.
—Le gustas mucho a Gus Dewar.
—A mi padre le encantaría que me casara con él.
—¿Por qué?
—Es rico, su familia pertenece a la rancia aristocracia de Buffalo, y su padre es senador.
—¿Siempre haces lo que tu papá quiere?
Ella dio una larga calada al cigarrillo.
—Sí —contestó, y exhaló el humo.
—Me encanta mirarte los labios cuando fumas —dijo Lev.
Ella no respondió, pero le dirigió una mirada especulativa.
Para Lev, aquello fue una invitación, y la besó.
Ella emitió un leve gemido y lo empujó débilmente con una mano contra el pecho, pero ninguna de esas protestas fue lo bastante firme. Él arrojó el cigarrillo fuera del coche y posó la mano sobre sus pechos. Ella le aferró la muñeca, como para apartársela, pero en lugar de hacerlo la apretó aún más contra su tierna carne.
Lev acarició con la lengua sus labios cerrados. Ella apartó la cabeza y lo miró atónita. Él comprendió que Olga no sabía nada de aquella clase de besos. Realmente no tenía experiencia.
—No pasa nada —dijo él—. Confía en mí.
Ella tiró también el cigarrillo, atrajo a Lev contra sí, cerró los ojos y lo besó con la boca abierta.
Después de eso, todo transcurrió muy deprisa. Había en el deseo de la chica un anhelo desesperado. Lev había estado con varias mujeres, y prefería dejar que fueran encontrando su ritmo. No se podía apremiar a una mujer titubeante, ni frenar a una impaciente. Cuando su mano se abrió paso entre la ropa interior de Olga y acarició el suave montículo de su sexo, ella se excitó de tal modo que sollozó. Si era cierto que había llegado a los veinte años sin ser besada por ninguno de los tímidos chicos de Buffalo, debía de haber acumulado gran cantidad de frustración, supuso él. Levantó las caderas con ganas para que él le bajara las calzas. Cuando la besó entre las piernas, ella soltó un grito de sorpresa y excitación. Tenía que ser virgen, pero él también estaba demasiado excitado para que tal pensamiento le hiciera vacilar.
Olga estaba tendida de espaldas, con un pie sobre el asiento y el otro en el suelo, la falda enrollada a la cintura, los muslos separados, preparados para él. Tenía la boca abierta y la respiración agitada. Lo miró con ojos anhelantes mientras él se desabotonaba. La penetró con cuidado, consciente de la delicadeza de esa parte de la anatomía femenina, pero ella lo agarró por las caderas y lo apretó contra sí impaciente, como si temiera que en el último momento fueran a privarla de lo que deseaba. Él sintió cómo la membrana de su virginidad se le resistía brevemente y luego se rompía con facilidad, provocando en ella apenas un gemido, como una punzada de dolor que remitía con la misma rapidez con que había llegado. Ella se movía a su propio ritmo, y de nuevo Lev dejó que Olga lo impusiera, percibiendo que estaba respondiendo a una llamada que no le sería denegada.
Aquel fue el acto amoroso más apasionante de todos cuantos había experimentado. Algunas chicas eran expertas; otras, inocentes, pero fáciles de complacer; algunas ponían esmero en satisfacer al hombre antes de buscar su propio placer. Pero Lev nunca había topado con un ansia tan salvaje como la de Olga, y eso lo encendía sin mesura.
Se contuvo. Olga gritó y él le tapó la boca con una mano para silenciar el chillido. Ella corcoveó como un potro, y luego hundió la cara en el hombro de él. Con un grito sofocado, alcanzó el clímax, y un instante después él la siguió.
Lev se echó a un lado y se sentó en el suelo. Ella se quedó inmóvil, jadeando. Ninguno de los dos habló durante unos instantes. Al final, ella se sentó.
—Oh, Dios —dijo—. No sabía que sería así.
—No suele serlo —respondió él.
Hubo un silencio largo, reflexivo, y luego ella dijo, con voz más tenue:
—¿Qué he hecho?
Él no contestó.
Ella recogió las calzas del suelo y se las puso. Se quedó sentada un momento más, recuperando el aliento, y después bajó del coche.
Lev la miró, esperando a que dijera algo, pero no lo hizo. Se encaminó a la puerta trasera del garaje, la abrió y se marchó.
Pero al día siguiente volvió.
Edith Galt aceptó la propuesta de matrimonio del presidente Wilson el 29 de junio. En julio, el presidente regresó temporalmente a la Casa Blanca.
—Tengo que volver a Washington unos días —le dijo Gus a Olga mientras paseaban por el zoológico de Buffalo.
—¿Cuántos días?
—Los que me necesite el presidente.
—¡Es fascinante!
Gus asintió.
—Es el mejor trabajo del mundo, pero me impide ser dueño de mí mismo. Si la crisis con Alemania se agrava, podría pasar mucho tiempo antes de que pudiera volver a Buffalo.
—Te echaremos de menos.
—Yo te echaré de menos a ti. Nos hemos hecho muy amigos desde que volví.
Habían montado en barca en Delaware Park y se habían bañado en Crystal Beach; habían remontado el río hasta Niágara en los vapores y cruzado el lago hasta la orilla canadiense, y habían jugado al tenis día sí día no… siempre con un grupo de amigos y siempre bajo la atenta mirada de al menos una madre que hacía las veces de carabina. Ese día, la señora Vyalov iba con ellos, unos pasos por detrás y charlando con Chuck Dixon.
—Me pregunto si te haces una idea de cuánto te echaré de menos —prosiguió Gus.
Olga sonrió, pero no contestó.
—Ha sido el verano más feliz de mi vida —añadió él.
—¡Para mí también! —dijo ella, haciendo girar la sombrilla de topos de color rojo y blanco.
Aquel comentario colmó de alegría a Gus, aunque no estaba convencido de que fuera su compañía lo que la había hecho feliz. No lograba comprender a Olga. Ella siempre parecía alegrarse de verlo, y disfrutar charlando con él hora tras hora. Pero él no había percibido ninguna emoción, ninguna muestra de que sus sentimientos hacia él fueran apasionados y no meramente amistosos. Ninguna chica respetable, claro está, debía dar tales muestras, al menos hasta que estuviera prometida, pero aun así Gus estaba desconcertado. Quizá eso fuera parte del atractivo de la joven.
Recordó nítidamente que Caroline Wigmore le había comunicado sus necesidades con una inequívoca claridad. Se sorprendió pensando mucho en ella, la única otra mujer a la que había amado en la vida. Si ella era capaz de verbalizar lo que necesitaba, ¿por qué Olga no? Pero Caroline era una mujer casada, mientras que Olga era una chica virgen que había crecido bien protegida.
Gus se detuvo frente al foso de los osos, y ambos contemplaron un pequeño ejemplar marrón que estaba sentado y que también los miraba.
—Me pregunto si todos nuestros días serán así de felices —dijo Gus.
—¿Por qué no? —repuso ella.
¿Lo estaba alentando? Él la miró. Ella siguió observando al oso sin devolverle la mirada. Él escrutó sus ojos azules, la tenue curva de su mejilla rosada, la piel delicada de su cuello.
—Ojalá fuera Tiziano —dijo—. Te pintaría.
Su madre y Chuck pasaron por su lado y siguieron caminando, dejando a Gus y a Olga atrás. Tendrían pocas oportunidades de volver a quedarse solos.
Ella lo miró al fin, y a Gus le pareció ver algo parecido al cariño en sus ojos. Eso le infundió coraje. Pensó: «Si un presidente que hace menos de un año que ha enviudado puede, sin duda yo también».
—Te amo, Olga —declaró
Ella no respondió, pero siguió mirándolo.
Él tragó saliva. Seguía sin saber comprenderla.
—¿Existe alguna posibilidad…? ¿Puedo albergar la esperanza de que algún día tú también me ames? —Mantuvo la mirada clavada en sus ojos y contuvo el aliento. En ese momento, ella tenía su vida en las manos.
Hubo una larga pausa. ¿Estaba meditando? ¿Sopesándolo? ¿O tan solo dudaba ante una decisión trascendental para su vida?
Finalmente, Olga sonrió y dijo:
—Oh, sí.
Él apenas daba crédito.
—¿De veras?
Ella se rió con alegría.
—De veras.
Gus tomó una de sus manos.
—¿Me amas?
Ella asintió.
—Tienes que decirlo.
—Sí, Gus. Te amo.
Él le besó la mano.
—Hablaré con tu padre antes de irme a Washington.
Ella sonrió.
—Creo que sé lo que dirá.
—Después podremos decírselo a todos.
—Sí.
—Gracias —dijo fervientemente—. Me has hecho muy feliz.
Gus llamó al despacho de Josef Vyalov por la mañana y pidió permiso formalmente para proponer matrimonio a su hija. Vyalov se declaró encantado. Aunque esa era la respuesta que Gus había esperado, el alivio que sintió al oírla le provocó cierta flojera.
Gus se encontraba ya camino de la estación para tomar el tren a Washington, por lo que convinieron en celebrar el enlace en cuanto pudiera regresar. Mientras tanto, Gus accedió de buen grado a dejar la planificación de la boda en manos de la madre de Olga.
Al entrar en la Estación Central por Exchange Street, se encontró a Rosa Hellman, que salía de ella con un sombrero rojo y un pequeño bolso de viaje.
—Hola —dijo—. ¿Puedo ayudarte con el equipaje?
—No, gracias, no pesa —contestó ella—. Solo he pasado fuera una noche. He ido a una entrevista en una agencia de noticias.
Gus arqueó las cejas.
—¿Para un trabajo como reportera?
—Sí… y me lo han dado.
—¡Enhorabuena! Disculpa que parezca sorprendido… Creía que no contrataban a mujeres…
—No es habitual, pero tampoco soy la primera. The New York Times contrató a su primera periodista en 1869. Se llamaba Maria Morgan.
—¿De qué te encargarás?
—Seré la ayudante de su corresponsal en Washington. La verdad es que la vida amorosa del presidente les ha llevado a creer que necesitan a una mujer allí. Los hombres son propensos a pasar por alto historias románticas.
Gus se preguntó si habría mencionado su amistad con uno de los asesores más próximos a Wilson. Supuso que lo habría hecho: los reporteros nunca se andaban con remilgos. Sin duda eso habría contribuido a que le dieran el empleo.
—Yo vuelvo ahora —dijo él—. Supongo que nos veremos allí.
—Eso espero.
—También tengo buenas noticias —añadió el joven con alegría—. Le he propuesto matrimonio a Olga Vyalov… y ha aceptado. Vamos a casarnos.
Ella lo miró largo rato, y al final dijo:
—Idiota.
Si en lugar de insultarlo lo hubiera abofeteado, Gus no se habría quedado más sorprendido. La miró fijamente, boquiabierto.
—Maldito idiota —le espetó ella, y se alejó.
Dos estadounidenses más murieron el 19 de agosto cuando los alemanes torpedearon otro gran transatlántico británico, el Arabic.
Gus lamentaba las víctimas, pero le horrorizaba aún más que Estados Unidos se viera arrastrado inexorablemente al conflicto europeo. Tenía la impresión de que el presidente estaba al límite. Gus quería casarse en un mundo de paz y felicidad; le aterraba un futuro asolado por el caos, la crueldad y la destrucción de la guerra.
Siguiendo las instrucciones de Wilson, Gus informó a varios periodistas, de forma extraoficial, de que el presidente estaba a punto de romper las relaciones diplomáticas con Alemania. Mientras tanto, el nuevo secretario de Estado, Robert Lansing, trataba de llegar a algún acuerdo con el embajador alemán, el conde Johann von Bernstorff.
Podía ser un grave error, pensó Gus. Los alemanes podían poner a Wilson en evidencia y desafiarlo. Y entonces, ¿qué haría él? Si no hacía nada, quedaría como un necio. Le dijo a Gus que romper las relaciones diplomáticas no conduciría necesariamente a la guerra. Gus se quedó con la aterradora sensación de que la crisis estaba fuera de control.
Pero el káiser no quería entrar en guerra con Estados Unidos y, para inmenso alivio de Gus, la apuesta de Wilson mereció la pena. A finales de agosto, los alemanes prometieron no atacar barcos de pasajeros sin previa advertencia. Aquello no suponía una tranquilidad del todo satisfactoria, pero puso fin a la situación de punto muerto.
Los periódicos estadounidenses, que obviaron los matices, se mostraron eufóricos. El 2 de septiembre, Gus le leyó a Wilson con aire triunfal un párrafo de un artículo muy elogioso de aquel mismo día, publicado en el Evening Post de Nueva York.
—«Sin movilizar un regimiento ni reunir una flota, gracias a una perseverancia tenaz e inquebrantable para defender el bien, ha forzado la rendición de la más ufana, la más arrogante y la mejor armada de las naciones.»
—Todavía no se han rendido —dijo el presidente.
Una tarde de finales de septiembre, llevaron a Lev al almacén, lo desnudaron y le ataron las manos a la espalda. Acto seguido, Vyalov salió de su despacho.
—Canalla —dijo—. Maldito canalla.
—¿Qué he hecho? —se defendió Lev.
—Ya sabes lo que has hecho, perro sarnoso —contestó Vyalov.
Lev estaba aterrado. No podía salir airoso de aquella situación gracias a su labia si Vyalov no lo escuchaba.
Su jefe se quitó la chaqueta y se arremangó la camisa.
—Tráemelo —ordenó.
Norman Niall, su enclenque contable, fue al despacho y volvió con un knut.
Lev lo miró fijamente. Era el típico modelo ruso, tradicionalmente utilizado para castigar a los criminales. Tenía una empuñadura larga de madera y tres correas de cuero, cada una de ellas rematada por una bola de plomo. Lev nunca había sido azotado, pero había visto hacerlo. En las regiones rurales era un castigo habitual para el hurto y el adulterio. En San Petersburgo, el knut se empleaba a menudo con transgresores políticos. Veinte latigazos lisiaban a un hombre; cien lo mataban.
Vyalov, ataviado aún con el chaleco, del que colgaba la cadena de oro del reloj, sopesó el knut. Niall soltó una risilla nerviosa. Ilya y Theo miraban con interés.
Lev se encogió de miedo, se volvió de espaldas y se agarró a la pila de neumáticos. El látigo llegó con un silbido cruel y le mordió el cuello y los hombros. Lev aulló de dolor.
Vyalov volvió a restallar el látigo. Esta vez dolió más.
Lev no podía creer lo insensato que había sido. Se había acostado con la hija virgen de un hombre poderoso y violento. ¿En qué había pensado? ¿Por qué nunca conseguía resistir la tentación?
Vyalov volvió a darle un latigazo. En esta ocasión, Lev se hizo a un lado para intentar eludir el knut. Solo le rozaron los extremos de las correas, que se clavaron sin piedad en su carne, y él volvió a gritar de dolor. Intentó zafarse, pero los hombres de Vyalov lo devolvieron a su sitio, riéndose.
Vyalov alzó de nuevo el látigo, empezó a bajarlo… y se detuvo a medio camino cuando Lev trató de esquivarlo; entonces le dio el latigazo. Lev tenía las piernas rajadas, y las heridas sangraban. Cuando Vyalov lo azotó otra vez, se apartó desesperadamente, tropezó y cayó al suelo de cemento. Se quedó tumbado de espaldas, perdiendo fuerzas por momentos, y Vyalov le fustigó y le alcanzó en el vientre y los muslos. Lev rodó sobre sí mismo, demasiado mortificado y aterrado para ponerse en pie, pero el knut siguió torturándolo. Hizo acopio de energía para gatear unos pasos como un bebé, pero resbaló con su propia sangre, y el látigo cayó de nuevo sobre él. Dejó de gritar: no le quedaba aliento. Concluyó que Vyalov lo azotaría hasta matarlo. Empezó a desear que el final llegara pronto.
Pero Vyalov le negó tal alivio. Soltó el knut, jadeando por el esfuerzo.
—Debería matarte —dijo cuando recuperó la respiración—, pero no puedo.
Lev estaba desconcertado. Yacía en un charco de sangre, con la mirada clavada en su torturador.
—Está embarazada —reveló Vyalov.
Aturdido por el miedo y el dolor, Lev intentó pensar. Había usado preservativo. Era fácil comprarlos en cualquier ciudad grande del país. Siempre lo había usado… excepto aquella vez, claro, cuando él no esperaba que ocurriera nada… y tampoco cuando ella le enseñó la casa, en la que no había nadie, y lo hicieron en la gran cama de la habitación de invitados… ni aquel otro día, en el jardín al anochecer…
Cayó en la cuenta de que habían sido varias veces.
—Iba a casarse con el hijo del senador Dewar —dijo Vyalov, y él captó la acritud y también la ira en su voz áspera—. Mi nieto podría haber sido presidente.
A Lev le costaba pensar con claridad, pero comprendió que tendrían que suspender la boda. Gus Dewar no se casaría con una chica embarazada de otro, por mucho que la amara. A menos que…
Lev consiguió gruñir unas cuantas palabras.
—No tiene por qué tener el bebé… En esta misma ciudad hay médicos que…
Vyalov levantó el knut con un gesto raudo y Lev se ovilló.
—¡Ni se te ocurra pensar en eso! ¡Va contra la voluntad de Dios! —gritó Vyalov.
Lev se sorprendió. Todos los domingos llevaba a la familia Vyalov a la iglesia, pero él había dado por hecho que la religión era una impostura de Josef. El hombre vivía de la deshonra y la violencia. ¡Y, con todo, no soportaba oír hablar del aborto! Le dieron ganas de preguntarle si la Iglesia no prohibía el soborno y la tortura.
—¿Puedes imaginar la humillación que me estás causando? —espetó Vyalov—. Todos los periódicos de la ciudad han anunciado el enlace. —Su rostro se encendió y su voz se transformó en un rugido—. ¿Qué voy a decirle al senador Dewar? ¡He reservado la iglesia! ¡He contratado cocineros! ¡Las invitaciones están en la imprenta! Ya estoy viendo a la señora Dewar, esa vieja orgullosa y malnacida, riéndose de mí, con la cara oculta tras sus arrugadas manos… ¡Y todo por culpa de un maldito chófer!
Volvió a levantar el knut, pero lo arrojó al suelo con violencia.
—No puedo matarte. —Se volvió hacia Theo—. Lleva al médico a este imbécil —ordenó—. Que lo remienden. Va a casarse con mi hija.