Febrero de 1915
—He ido al médico —dijo la mujer que estaba sentada al lado de Ethel—. Le he dicho que me pica el conejo.
Un estallido de risas inundó la sala. Estaba en la planta alta de una pequeña casa del este de Londres, cerca de Aldgate. En ella había veinte mujeres sentadas frente a sendas máquinas de coser, en dos apretadas hileras a ambos lados de una larga mesa de trabajo. No había chimenea, y la única ventana de la estancia estaba cerrada a cal y canto para que no entrara el frío de febrero. Los tablones del suelo estaban desnudos. El revoque encalado de las paredes empezaba a desmenuzarse por efecto de los años, y en ciertos puntos se entreveían los listones que apenas cubría ya. Con veinte mujeres respirando el mismo aire, la sala resultaba sofocante, pero parecía no caldearse nunca, y las mujeres llevaban puestos gorros y abrigos.
Acababan de iniciar un descanso, y los pedales guardaron silencio brevemente bajo sus pies. Ethel estaba sentada al lado de Mildred Perkins, una mujer de su misma edad y natural de esa zona de la ciudad. Mildred también era inquilina de Ethel. Unos incisivos prominentes restaban belleza a un rostro que, por lo demás, podría haber sido hermoso. Los chistes verdes eran su especialidad. Siguió hablando:
—Y va el médico y me dice: «No debería hablar así, esa es una palabra grosera».
Ethel sonrió. Mildred se las ingeniaba para crear momentos alegres durante la lóbrega jornada laboral de doce horas. Ethel nunca había oído esa clase de lenguaje. El personal de Ty Gwyn había sido refinado. Aquellas mujeres londinenses eran capaces de decir cualquier cosa. Comprendían todas las edades y varias nacionalidades, y algunas apenas hablaban inglés, entre ellas dos refugiadas de la Bélgica ocupada por los alemanes. Lo único que todas tenían en común era que estaban lo bastante desesperadas para querer aquel trabajo.
—Y yo le pregunto: «Entonces, ¿qué debería decir, doctor?». Y él me responde: «Diga que le pica un dedo».
Cosían uniformes del ejército británico, miles de ellos, guerreras y pantalones. Día tras día llegaban piezas de gruesa tela caqui procedentes de un taller de corte situado en la calle de al lado, grandes cajas de cartón llenas de mangas, espaldas y perneras, y aquellas mujeres las montaban y las enviaban a otro pequeño taller donde añadirían los ojales y los botones. Se les pagaba por prenda acabada.
—Y él me dice: «El dedo, ¿le pica a todas horas, señorita Perkins, o solo de cuando en cuando?».
Mildred hizo una pausa y las mujeres guardaron silencio, esperando el desenlace.
—Y yo le digo: «No, doctor, solo cuando meo por él».
Las mujeres estallaron en carcajadas y vítores.
Una muchacha delgada de doce años de edad entró en la sala con una vara al hombro. De ella colgaban grandes tazones y picheles. Posó con cuidado la vara en la mesa de trabajo. Los tazones contenían té, chocolate caliente, caldo y café aguado. Todas las mujeres tenían un tazón propio. Dos veces al día, a media mañana y a media tarde, daban las monedas de penique y medio penique a la chica, Allie, y ella iba a llenar los tazones a la cafetería que tenían al lado.
Mientras se tomaban las bebidas a sorbos, las mujeres estiraban los brazos y las piernas y se frotaban los ojos. No era un trabajo tan duro como el de la mina, pensó Ethel, pero sí cansado, pues obligaba a estar inclinada sobre la máquina de coser hora tras hora, mirando fijamente las puntadas. Y tenía que hacerse bien. El jefe, Mannie Litov, inspeccionaba las prendas una por una, y si encontraba algún fallo en alguna no la pagaba, aunque Ethel sospechaba que también expedía los uniformes defectuosos.
Cinco minutos después, Mannie entró en el taller dando palmadas y diciendo:
—Vamos, volved al trabajo ya.
Todas apuraron los tazones y se colocaron de nuevo frente a la mesa.
Mannie era un negrero, pero no el peor, según decían las mujeres. Al menos no las manoseaba ni les exigía favores sexuales. Rondaba los treinta años, tenía los ojos oscuros y lucía una barba negra. Su padre era un sastre que había emigrado de Rusia y abierto una tienda en Mile End Road, en la que se dedicaba a la confección de trajes baratos para empleados de banca y corredores de bolsa. Mannie había aprendido el oficio de su padre y fundado después una ambiciosa empresa.
La guerra era buena para el negocio. Un millón de hombres se habían alistado en el ejército como voluntarios entre agosto y Navidad, y cada uno de ellos necesitaba un uniforme. Mannie estaba contratando a todas las costureras que podía encontrar. Por suerte, Ethel había aprendido a usar una máquina de coser en Ty Gwyn.
Necesitaba un empleo. Aunque su casa estaba pagada y recibía el arriendo de Mildred, tenía que ahorrar para cuando llegara el bebé. Pero la experiencia de buscar trabajo la había frustrado e irritado.
Las mujeres empezaban a tener acceso a toda clase de empleos nuevos, pero Ethel no había tardado en advertir que la desigualdad entre ellas y los hombres seguía existiendo. Puestos en los que los hombres ganaban tres o cuatro libras se ofrecían a las mujeres por una libra semanal. E incluso en tal caso ellas tenían que soportar hostilidades y acosos. Los pasajeros varones de los autobuses se negaban a mostrar el billete a las revisoras; los ingenieros vertían aceite en la caja de herramientas de sus compañeras, y a las obreras se les prohibía el acceso al pub que había a la entrada del taller. Lo que enfurecía aún más a Ethel era que esos mismos hombres llamarían vaga y holgazana a la mujer que llevara a sus hijos vestidos con harapos.
Al final, reticente y enojada, había optado por una industria que tradicionalmente había empleado a mujeres, prometiéndose que no moriría antes de cambiar aquel sistema injusto.
Se frotó la espalda. El bebé llegaría en una o dos semanas, y ella iba a tener que dejar de trabajar cualquier día. Se sentía torpe cosiendo con un vientre tan abultado, pero lo que le resultaba más arduo era el cansancio, que amenazaba ya con derrotarla.
Dos mujeres entraron en el taller, una de ellas con una mano vendada. Era frecuente que las costureras se pincharan con las agujas de coser o se cortaran con las afiladas tijeras que utilizaban para rematar su trabajo.
—Oiga, Mannie; aquí deberíamos tener un mínimo botiquín, una lata con vendas y un frasco de yodo y otras cosas —dijo Ethel.
—¿Creéis que me sale el dinero por las orejas? —era la invariable respuesta de él ante cualquier petición de sus empleados.
—Pero seguro que pierde dinero cada vez que alguna nos hacemos daño —repuso Ethel con un tono de dulce sensatez—. Esas dos mujeres, sin ir más lejos, se han ausentado de sus puestos casi una hora porque han tenido que ir a la botica a que les curaran la herida.
La mujer de la mano vendada sonrió y dijo:
—Además, he tenido que parar en el Dog and Duck para templar los nervios.
—Supongo que también querrás que incluya una botella de ginebra en el botiquín —le dijo sarcásticamente Mannie a Ethel.
Ethel obvió aquello.
—Haré una lista y averiguaré cuánto costaría cada cosa, y luego usted podría reconsiderarlo. ¿Le parece bien?
—No prometo nada —contestó Mannie, que era lo máximo que se acercaba a una promesa.
—Muy bien. —Ethel regresó a su máquina de coser.
Siempre era ella quien pedía a Mannie pequeñas mejoras en el lugar de trabajo, o quien protestaba cuando él hacía algún cambio perjudicial, como exigirles que pagaran por la afiladura de las tijeras. Sin pretenderlo, parecía haber asumido la misma función que había desempeñado su padre.
Al otro lado de la mugrienta ventana, la breve tarde se oscurecía. Las últimas tres horas de la jornada eran las más pesadas para Ethel. Le dolía la espalda, y la intensidad de las luces del techo le provocaba jaqueca.
No obstante, cuando llegaban las siete no quería volver a casa. La idea de pasar el resto de la noche sola le resultaba demasiado deprimente.
Cuando Ethel llegó a Londres, varios jóvenes se interesaron por ella, ninguno de los cuales llegó a gustarle. No obstante, aceptó invitaciones para ir al cine, al teatro de variedades, a recitales y a algún pub, y llegó a besar a uno, aunque sin demasiada pasión. Sin embargo, en cuanto su embarazo empezó a hacerse evidente todos perdieron el interés. Una chica guapa era una cosa, y una mujer con un bebé, otra muy distinta.
Afortunadamente, aquella noche el Partido Laborista celebraba un mitin. Ethel se había afiliado a la delegación de Aldgate del Partido Laborista Independiente poco después de comprar la casa. A menudo se preguntaba qué habría opinado al respecto su padre de haberlo sabido. ¿Querría expulsarla de su partido como lo había hecho de su casa? ¿O se sentiría complacido en secreto? Probablemente nunca lo sabría.
La ponente prevista para esa noche era Sylvia Pankhurst, una de las máximas representantes de las sufragistas, defensoras del derecho a voto de las mujeres. La guerra había escindido a la familia Pankhurst. Emmeline, la madre, había abandonado la campaña mientras durase la guerra. Una de sus hijas, Christabel, apoyaba a la madre, pero la otra, Sylvia, había roto con ellas y proseguido con la campaña. Ethel respaldaba a Sylvia: las mujeres estaban oprimidas tanto en la guerra como en la paz, y no conseguirían justicia hasta que pudieran votar.
Al salir se despidió de las otras mujeres. La calle, iluminada por lámparas de gas, estaba concurrida por obreros que volvían a casa, clientes que hacían la compra para la cena y parranderos camino de una noche de juerga. Un soplo de aire cálido y trivial brotaba por la puerta abierta del Dog and Duck. Ethel comprendía a las mujeres que pasaban la noche en lugares como aquel. Los pubs eran más bonitos que las casas de la mayoría de la gente, y allí encontraban compañía agradable y el barato anestésico de la ginebra.
Al lado del pub había una abacería llamada Lippmann’s, pero estaba cerrada; la había destrozado un grupo de patriotas exaltados debido a su nombre alemán, y desde entonces estaba tapiada con tablones. Irónicamente, el propietario era un judío de Glasgow con un hijo en la Infantería Ligera Highland.
Ethel cogió un autobús. Solo eran dos paradas, pero estaba demasiado cansada para caminar.
El mitin se celebraba en el Calvary Gospel Hall, el lugar donde lady Maud tenía su clínica. Ethel había ido a Aldgate porque era el único barrio de Londres del que había oído hablar: Maud lo había mencionado numerosas veces.
La sala estaba iluminada por alegres manguitos incandescentes colocados a lo largo de las paredes, y en el centro una estufa de carbón caldeaba la estancia. Frente a una mesa y un atril se habían dispuesto hileras de sencillas sillas plegables. A Ethel la recibió el secretario de la delegación, Bernie Leckwith, un hombre de buen corazón, atento y pedante. En aquel momento parecía preocupado.
—La ponente ha cancelado el acto —dijo.
Ethel se sintió decepcionada.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó. Miró a su alrededor—. Ya tienes aquí a más de cincuenta personas.
—Han enviado a una suplente, pero aún no ha llegado, y no sé qué tal lo hará. Ni siquiera está afiliada al partido.
—¿Quién es?
—Se llama lady Maud Fitzherbert. —Bernie añadió con aire reprobatorio—: Tengo entendido que viene de una familia propietaria de explotaciones de carbón.
Ethel se rió.
—¡Mira por dónde! —dijo—. Yo trabajé para ella.
—¿Es buena oradora?
—Ni idea.
Ethel estaba intrigada. No había vuelto a ver a Maud desde el fatídico martes en que se casó con Walter von Ulrich y Gran Bretaña declaró la guerra a Alemania. Ethel aún guardaba el vestido que Walter había comprado para ella, esmeradamente envuelto en papel de seda y colgado en el armario ropero. Era de seda rosa, con una sobrefalda vaporosa, y sin duda lo más hermoso que jamás había tenido. Obviamente, en su estado ya no le valdría. Además, era demasiado bueno para lucirlo en un mitin del Partido Laborista. También conservaba aún el sombrero, en el estuche original de la tienda de Bond Street.
Se sentó, agradecida de poder aliviar la sensación de pesadez en los pies, y se acomodó esperando al comienzo del mitin. Nunca olvidaría la visita al Ritz, después de la boda, acompañada por el apuesto primo de Walter, Robert von Ulrich. Al entrar en el restaurante fue el objetivo de la severa mirada de una o dos mujeres, y Ethel supuso que, aunque llevaba un vestido caro, había algo en ella que delataba su condición obrera. Pero apenas le importó. Robert la hizo reír con comentarios maliciosos sobre la ropa y las joyas que lucían las otras mujeres, y ella le habló de su vida en una ciudad minera de Gales, una vida que a él le pareció más extraña que la de los esquimales.
¿Dónde estarían en esos momentos? Tanto Walter como Robert habían ido a la guerra, por supuesto, Walter con el ejército alemán y Robert con el austríaco, y Ethel no tenía modo de saber si estaban vivos o muertos. Tampoco sabía más de Fitz. Imaginaba que lo habrían destinado a Francia con los Fusileros Galeses, pero ni siquiera estaba segura de eso. Aun así, repasaba las listas de bajas que publicaban los periódicos, buscando temerosa el nombre Fitzherbert. Lo odiaba por cómo la había tratado, pero pese a ello se sentía profundamente agradecida de no encontrar su nombre.
Podría haberse mantenido en contacto con Maud solo con ir a la clínica, pero ¿cómo habría justificado su visita? Aparte de un susto leve en julio —una pequeña mancha de sangre en la ropa interior por la que el doctor Greenward le aseguró que no tenía por qué preocuparse—, no tenía ningún problema.
Pero Maud no había cambiado en seis meses. Entró en la sala vestida del mismo modo espectacular que siempre, con un enorme sombrero de ala ancha de cuya cinta asomaba una larga pluma que asemejaba el mástil de un yate. Ethel se sintió de pronto andrajosa con su viejo abrigo marrón.
Maud la vio y se acercó a ella.
—¡Hola, Williams! Perdona, quería decir Ethel. ¡Qué agradable sorpresa!
Ethel le estrechó la mano.
—Disculpa que no me levante —dijo, llevándose una mano al abultado vientre—. Ahora mismo creo que no podría hacerlo ni en presencia del rey.
—Ni se te ocurra intentarlo. ¿Probamos a encontrar un momento después del mitin para charlar?
—Me encantaría.
Maud se encaminó a la mesa, y Bernie dio comienzo al mitin. Bernie era un judío ruso, como tantos otros habitantes del East End. De hecho, había pocos ingleses en aquella zona de la ciudad y, sin embargo, abundaban galeses, escoceses e irlandeses. Antes de la guerra, también había habido muchos alemanes; su lugar lo ocupaban ya miles de refugiados belgas. El East End era donde desembarcaban y, como es natural, donde se establecían.
Aunque tenían a una invitada especial, Bernie insistió en empezar disculpándose por la ausencia de la ponente programada, leyó el acta del mitin anterior y otras rutinas tediosas. Trabajaba para el ayuntamiento, en el departamento de bibliotecas, y estaba obsesionado con los detalles.
Finalmente presentó a Maud, que habló con seguridad y erudición sobre la opresión de las mujeres.
—La mujer que hace el mismo trabajo que un hombre debe cobrar lo mismo que él —dijo—, pero a menudo nos dicen que el hombre tiene que mantener a una familia.
Varios hombres del público asintieron con actitud empática: eso era lo que siempre decían ellos.
—Pero ¿qué hay de las mujeres que tienen que mantener a una familia?
Esto despertó murmullos de acuerdo entre las mujeres.
—La pasada semana, en Acton, conocí a una joven que está intentando alimentar y vestir a sus cinco hijos con dos libras semanales, mientras que su esposo, que la abandonó y se fugó, está cobrando cuatro libras y diez chelines fabricando hélices para barcos en Tottenham, ¡y gastándose el dinero en el pub!
—¡Bien dicho! —dijo una mujer sentada detrás de Ethel.
—Hace poco, en Bermondsey, hablé con una mujer cuyo marido había muerto en Ypres. Tiene que criar a sus cuatro hijos, pero le pagan un salario de mujer.
—¡Qué vergüenza! —exclamaron varias de las presentes.
—Si al empresario le sale a cuenta pagar a un hombre un chelín por cada bulón que fabrica, también le sale a cuenta pagar a una mujer la misma tarifa.
Los hombres se removieron incómodos en sus sillas.
Maud barrió a la concurrencia con una mirada acerada.
—Cuando oigo a hombres socialistas argumentar en contra de la igualdad de jornal, les pregunto: «¿Permiten que empresarios codiciosos traten a las mujeres como mano de obra barata?».
Ethel pensó que se precisaba mucho valor e independencia para que una mujer con la educación de Maud albergara esas opiniones. También la envidiaba. Se sentía celosa de sus bonitos vestidos y de su fluida oratoria. Y, como guinda del pastel, Maud estaba casada con el hombre al que amaba.
Después de la charla, Maud fue sometida a un agresivo turno de preguntas por parte de los hombres del Partido Laborista. El tesorero de la delegación, un escocés rubicundo llamado Jock Reid, dijo:
—¿Cómo puede seguir quejándose de que las mujeres no tengan derecho a voto cuando nuestros chicos están muriendo en Francia?
Se oyó un fuerte murmullo de aprobación.
—Me alegro de que me pregunte eso, porque es una cuestión que molesta a muchos hombres, y también a muchas mujeres —contestó Maud. Ethel admiró el tono conciliador de su respuesta, que contrastaba claramente con la hostilidad de Jock Reid—. ¿Debe proseguir la actividad política normal durante la guerra? ¿Debería estar usted asistiendo a un mitin del Partido Laborista? ¿Deberían los sindicatos seguir luchando contra la explotación de los obreros? ¿Ha cerrado sus puertas el Partido Conservador durante la guerra? ¿Se han suspendido temporalmente la injusticia y la opresión? Yo digo no, camarada. No debemos permitir que los enemigos del progreso se aprovechen de la guerra. La guerra no debe convertirse en una excusa para que los tradicionalistas nos refrenen. Como dice el señor Lloyd George, aquí no ha pasado nada.
Finalizado el mitin, prepararon té —las mujeres, por descontado—; Maud se sentó al lado de Ethel y se quitó los guantes para sostener con sus suaves manos una taza y un platillo de recia loza azul. Ethel pensó que sería desconsiderado confesarle a Maud la verdad sobre su hermano, por lo que le refirió la última versión de su historia ficticia: que «Teddy Williams» había muerto en combate en Francia.
—Le digo a la gente que estábamos casados —confesó, tocándose el anillo barato que llevaba—, aunque en estos tiempos tampoco le importa a nadie. Cuando los chicos se van a la guerra, las chicas quieren complacerles, estén casados o no. —Bajó la voz—. Supongo que no habrás tenido noticias de Walter.
Maud sonrió.
—Ha ocurrido un hecho inverosímil. ¿Has leído algo en los periódicos sobre la tregua de Navidad?
—Sí, claro; ingleses y alemanes intercambiando regalos y jugando al fútbol en tierra de nadie. Es una lástima que no prolonguen la tregua y se nieguen a combatir.
—Desde luego. Pero… ¡Fitz se encontró con Walter!
—¡Vaya! ¡Es fantástico!
—Obviamente, Fitz no sabe que estamos casados, de modo que Walter tuvo que hablar con cautela. Pero le pidió que me dijera que pensó en mí el día de Navidad.
Ethel le apretó la mano.
—¡Así que está bien!
—Ha estado combatiendo en Prusia Oriental, y ahora está en Francia, en primera línea, pero ileso.
—¡Gracias a Dios! Aunque no creo que vuelvas a saber de él. Un golpe de suerte así no se repite.
—No. Mi única esperanza es que, por algún motivo, le envíen a un país neutral como Suecia o Estados Unidos desde donde pueda enviarme una carta. De lo contrario, tendré que esperar a que acabe la guerra.
—¿Y el conde?
—Fitz está bien. Pasó las primeras semanas de la guerra dándose la gran vida en París.
«Mientras yo buscaba trabajo en un taller de explotadores», pensó Ethel, resentida.
Maud prosiguió:
—La princesa Bea ha tenido un bebé, un varón.
—Fitz debe de estar muy contento por tener un heredero.
—Todos estamos contentos —dijo Maud, y Ethel recordó que, además de rebelde, Maud era aristócrata.
Los asistentes al mitin se dispersaron. Un taxi esperaba por Maud, y ambas se despidieron. Bernie Leckwith subió al autobús con Ethel.
—Lo ha hecho mejor de lo que esperaba —comentó—. De clase alta, por supuesto, pero íntegra. Y simpática, especialmente contigo. Supongo que se llega a conocer bien a una familia cuando se sirve en su casa.
«Ni te imaginas hasta qué punto», pensó ella.
Ethel vivía en una calle tranquila de casas pequeñas y adosadas, viejas pero robustas, en su mayoría habitadas por obreros, artesanos y supervisores con sus familias, algo más acomodadas que ella. Bernie la acompañó hasta la puerta. Ella sospechó que, probablemente, él quería darle un beso de buenas noches. Jugó con la idea de dejar que lo hiciera, solo porque se sentía agradecida de que hubiera un hombre en el mundo que aún la encontraba atractiva. Pero se impuso el sentido común: no quería darle falsas esperanzas.
—Buenas noches, camarada —le dijo con aire jovial, y entró en casa.
Arriba no se oía ruido ni se veía luz: Mildred y sus hijas ya dormían. Ethel se desvistió y se acostó. Estaba cansada, pero su mente seguía activa y no conseguía conciliar el sueño. Al cabo de un rato, se levantó y preparó té.
Decidió que escribiría a su hermano. Cogió el papel de carta y se dispuso a hacerlo.
«Querida hermanita Libby, recibe mi cariño…»
Según el código que compartían en su infancia, solo se leía una de cada tres palabras y los nombres familiares se alteraban, de modo que esta frase significaba simplemente: «Billy, cariño».
Recordaba que el método que había empleado en el pasado era escribir el mensaje que quería enviar y después rellenar los espacios en blanco. Así, escribió: «Sentada sola, con sensación de absoluta desdicha».
A continuación lo codificó: «Donde estoy sentada, ya esté sola o bien con compañía, la sensación nunca es de una felicidad absoluta, tampoco de desdicha».
De niña le encantaba este juego, inventar un mensaje imaginario para ocultar el auténtico. Ella y Billy habían ideado prácticos ardides: las palabras tachadas contaban, mientras que las subrayadas no.
Decidió escribir el mensaje completo y codificarlo al final.
«Las calles de Londres no están pavimentadas con oro, al menos no en Aldgate.»
Se le pasó por la cabeza la idea de escribir una carta alegre, de restar importancia a sus problemas. Luego pensó: «¡Al cuerno con eso! A mi hermano puedo decirle la verdad».
«Antes me consideraba especial, no me preguntes por qué. “Se cree demasiado buena para Aberowen”, decían, y tenían razón.»
Tuvo que pestañear para contener las lágrimas al pensar en aquella época: el uniforme impoluto, las suculentas comidas en el reluciente comedor del servicio, y, sobre todo, el esbelto y hermoso cuerpo que en una ocasión había sido suyo.
«Mírame ahora. Trabajo doce horas al día en el taller del explotador de Mannie Litov. Sufro jaqueca todas las noches y un dolor permanente en la espalda. Voy a tener un bebé al que nadie quiere. Tampoco nadie me quiere a mí, salvo un tedioso bibliotecario con gafas.»
Mordisqueó el extremo del lápiz durante un largo y reflexivo lapso, y luego escribió: «Más me valdría estar muerta».
El segundo domingo de cada mes, un sacerdote ortodoxo llegaba de Cardiff en el tren que ascendía por el valle hasta Aberowen, con una maleta llena de candeleros e iconos pulcramente envueltos que emplearía en la celebración de la Divina Liturgia para los rusos.
Lev Peshkov odiaba a los sacerdotes, pero siempre asistía a la santa misa; había que hacerlo para conseguir después el almuerzo gratis. La misa tenía lugar en la sala de lectura de la biblioteca pública. Era una biblioteca Carnegie, construida con el donativo del filántropo norteamericano, según informaba una placa en el vestíbulo. Lev sabía leer, pero en realidad no entendía a los que encontraban placer en ello. Allí los periódicos estaban sujetos a robustas pinzas de madera para que nadie pudiese robarlos, y había carteles que decían: SILENCIO. ¿Cuánto podía divertirse uno en un lugar así?
A Lev le desagradaba casi todo en Aberowen.
Los caballos eran iguales en todas partes, pero detestaba trabajar bajo tierra, siempre en semipenumbra y donde el denso polvo del carbón le hacía toser. En el exterior llovía a todas horas. Nunca había visto tanta lluvia. No llegaba en forma de tormenta o chaparrones repentinos con el consiguiente alivio del cielo despejado y el tiempo seco. Se trataba más bien de una llovizna fina que no cesaba en todo el día, a veces en toda la semana, que le trepaba por las perneras de los pantalones y le bajaba por la espalda de la camisa.
La huelga había cesado en agosto, después del estallido de la guerra, y los mineros habían vuelto, reticentes, al trabajo. A buena parte de ellos los contrataron de nuevo y les devolvieron sus antiguas casas. Las excepciones fueron aquellos a quienes la dirección consideraba alborotadores, la mayoría de los cuales se marcharon para alistarse en los Fusileros Galeses. Las viudas desalojadas habían encontrado otros lugares donde vivir. Los rompehuelgas ya no eran víctimas del ostracismo: los lugareños habían constatado que también los extranjeros habían sido manipulados por el sistema capitalista.
Pero no era ese el motivo por el que Lev había huido de San Petersburgo. Gran Bretaña era mejor que Rusia, por supuesto: estaban permitidos los sindicatos, la policía no estaba completamente fuera de control, incluso los judíos eran libres. De todos modos, él no iba a conformarse con un trabajo agotador en una ciudad minera situada en medio de la nada. Aquello no era lo que Grigori y él habían soñado. Aquello no era América.
Aun en el caso de que se hubiera sentido tentado a quedarse, tenía que seguir adelante por Grigori. Sabía que había tratado mal a su hermano, pero había jurado enviarle el dinero para que pudiera comprarse el billete. Lev había roto un sinfín de promesas a lo largo de su corta vida, pero estaba decidido a mantener aquella.
Ya había ahorrado casi la totalidad del pasaje de Cardiff a Nueva York. El dinero estaba escondido debajo de una losa, en la cocina de su casa de Wellington Row, junto con su revólver y el pasaporte de su hermano. No lo había ahorrado del jornal que cobraba todas las semanas, claro está, pues este apenas le daba para costearse la cerveza y el tabaco. Sus ahorros procedían de las timbas de cartas semanales.
Spiria ya no era su compinche. El joven se había marchado de Aberowen después de varios días y había regresado a Cardiff para buscar un trabajo menos duro. Pero nunca era difícil encontrar a un hombre codicioso, y Lev había trabado amistad con un ayudante de capataz llamado Rhys Price. Lev se aseguraba de que Rhys ganara de forma regular, y después compartían las ganancias. Era importante no excederse: de cuando en cuando debían ganar otros. Si los mineros descubrían lo que se llevaban entre manos, no solo darían al traste con las timbas amañadas sino que probablemente también matarían a Lev. De modo que iba atesorando el dinero muy poco a poco, y no podía permitirse rechazar una comida gratis.
El coche del conde iba siempre a recibir al sacerdote a la estación y luego lo llevaba a Ty Gwyn, donde se le ofrecía jerez y pastel. Si la princesa Bea se encontraba allí, lo acompañaba a la biblioteca, donde procuraba entrar varios segundos antes que él para ahorrarse tener que esperar demasiado con el populacho.
Ese día faltaban unos minutos para las once, según el gran reloj que colgaba de la pared de la sala de lectura, cuando ella entró, ataviada con un abrigo y un sombrero de pieles para protegerse del frío de febrero. Lev contuvo un escalofrío: no podía mirarla sin volver a sentir el terror puro de un niño de seis años viendo cómo ahorcan a su padre.
El sacerdote la siguió con su hábito de color crema con fajín dorado. Ese día, por primera vez, lo acompañaba otro hombre ataviado de novicio… y a Lev le conmocionó y horrorizó reconocer en él a su antiguo cómplice: Spiria.
La mente de Lev bullía mientras los dos clérigos preparaban las cinco hogazas de pan y aguaban el vino tinto para el oficio. ¿Había encontrado Spiria a Dios y se había enmendado? ¿O aquel atuendo eclesiástico no era sino otra tapadera para seguir robando y estafando?
El sacerdote de mayor edad entonó la bendición. Varios de los hombres más devotos habían formado un coro —una novedad que sus vecinos galeses aprobaban fervientemente— y cantaron el primer «amén». Lev se persignó cuando los demás lo hicieron, pero sus angustiados pensamientos se centraban en Spiria. Sería propio de un sacerdote desvelar la verdad y dar al traste con todo: las timbas de cartas, el pasaje a América, el dinero para Grigori.
Lev recordó el último día a bordo del Ángel Gabriel, cuando amenazó despiadadamente a Spiria con arrojarlo por la borda por el mero hecho de plantearle la posibilidad de traicionarlo. Spiria bien podría recordar aquel hecho en esos momentos. Lev deseó no haberlo humillado.
Lo observó atentamente durante toda la misa, tratando de interpretar su semblante. Cuando se acercó al frente de la sala para recibir la comunión, intentó que su mirada se encontrara con la de su amigo, pero no advirtió el menor indicio siquiera de que lo reconociera: Spiria estaba totalmente absorto en el rito, o fingía estarlo.
Después, los dos clérigos se marcharon en el coche con la princesa, y la treintena aproximada de rusos cristianos los siguieron a pie. Lev se preguntó si Spiria le hablaría en Ty Gwyn, y le consumía imaginar lo que pudiera decirle. ¿Fingiría que su timo nunca había ocurrido? ¿Levantaría la liebre y provocaría que la ira de los mineros cayera sobre él? ¿Pondría precio a su silencio?
Lev sintió la tentación de abandonar de inmediato la ciudad. Había trenes a Cardiff cada hora o cada dos horas. De haber tenido más dinero, se habría largado sin pensárselo. Pero no tenía suficiente para el billete, por lo que subió penosamente por la ladera de la colina en dirección al palacio del conde para asistir al almuerzo.
Les dieron de comer en las dependencias del servicio. La comida era sustanciosa: estofado de cordero con todo el pan que uno pudiera comer, y cerveza para acompañarlo. Nina, la doncella de la princesa, rusa y de mediana edad, se sumó a ellos e hizo las veces de intérprete. Tenía debilidad por Lev, y se aseguró de que le sirvieran más cerveza.
El sacerdote comió con la princesa, pero Spiria fue al comedor del servicio y se sentó al lado de Lev. Este esbozó su sonrisa más cordial.
—¡Vaya, viejo amigo! ¡Menuda sorpresa! —dijo en ruso—. ¡Enhorabuena!
Spiria no se dejó embelesar.
—¿Sigues jugando a las cartas, hijo mío? —contestó.
Lev conservó la sonrisa pero bajó la voz.
—Mantendré el pico cerrado con respecto a eso si tú también lo haces. ¿Te parece justo?
—Hablaremos después de comer.
Lev se sintió frustrado. ¿Qué camino tomaría Spiria: hacia la rectitud o hacia el chantaje?
Cuando el almuerzo concluyó, Spiria salió por la puerta trasera y Lev lo siguió. Sin pronunciar palabra, Spiria lo precedió hasta un templo griego blanco en miniatura, similar a una rotonda. Desde su plataforma elevada podían ver si alguien se acercaba. Llovía y el agua se escurría por las columnas de mármol. Lev se quitó la gorra, la sacudió y volvió a ponérsela.
—¿Recuerdas que en el barco te pregunté qué harías si me negaba a darte la mitad del dinero? —dijo Spiria.
Lev había empujado a Spiria por encima de la borda hasta dejarle medio cuerpo en el vacío, y había amenazado con romperle el cuello y arrojarlo al mar.
—No, no lo recuerdo —mintió.
—No importa —repuso Spiria—. Solo quería perdonarte.
«Rectitud, pues», pensó Lev aliviado.
—Lo que hicimos fue pecaminoso —prosiguió Spiria—. He confesado y he recibido la absolución.
—En tal caso, no le pediré a tu sacerdote que juegue conmigo a las cartas.
—No bromees.
A Lev le dieron ganas de agarrar a Spiria por el cuello, como lo había hecho en el barco, pero este ya no daba la impresión de poder ser intimidado. Irónicamente, el hábito le había infundido agallas.
Spiria continuó:
—Debería informar de tu delito a aquellos a quienes robaste.
—No te lo agradecerán. Y probablemente no solo querrían vengarse de mí, sino también de ti.
—Mi hábito sacerdotal me protegerá.
Lev negó con la cabeza.
—La mayoría de las personas a las que robamos eran judíos pobres. Es posible que recuerden a los sacerdotes que miraban con una sonrisa en los labios mientras los cosacos los apaleaban. Podrían matarte a patadas con más ansia aún precisamente por llevar hábito.
La sombra de la ira enturbió un instante el joven rostro de Spiria, pero este se obligó a esbozar una sonrisa benévola.
—Me preocupas más tú, hijo mío. No quisiera despertar la violencia contra ti.
Lev sabía cuándo lo amenazaban.
—¿Qué vas a hacer?
—La cuestión es qué vas a hacer tú.
—¿Mantendrás la boca cerrada si paro?
—Si confiesas, te arrepientes de corazón y cejas en tu pecado, Dios te perdonará… y entonces ya no tendré que castigarte yo.
«Y así tú también quedarás impune», pensó Lev.
—Muy bien, lo haré —dijo, pero al instante comprendió que había cedido demasiado deprisa.
Las siguientes palabras de Spiria confirmaron que no se le engañaba tan fácilmente.
—Lo comprobaré —repuso—. Y si descubro que rompes la promesa que nos has hecho a Dios y a mí, desvelaré tus delitos a tus víctimas.
—Y ellas me matarán. Buen trabajo, padre.
—En mi humilde opinión, es la mejor salida a un dilema moral. Y mi sacerdote conviene conmigo. De modo que o lo tomas o lo dejas.
—No tengo elección.
—Que Dios te bendiga, hijo mío —dijo Spiria.
Lev se alejó.
Salió del recinto de Ty Gwyn y se encaminó bajo la lluvia de vuelta a Aberowen, furioso.
Nada como un sacerdote, pensó resentido, para acabar con la posibilidad de prosperar de un hombre. Spiria llevaba una vida desahogada, con la comida, la ropa y el alojamiento suministrados, de por vida, por la Iglesia y por los fieles hambrientos que donaban un dinero que en absoluto les sobraba. Durante el resto de su vida, Spiria no tendría más que hacer que cantar en las misas y jugar con los monaguillos.
¿Qué podía hacer Lev? Si dejaba las timbas de cartas, tardaría una eternidad en ahorrar lo necesario para el pasaje. Estaría condenado a pasar años ocupándose de ponis a ochocientos metros bajo tierra. Y nunca se redimiría enviándole a Grigori el dinero para el pasaje a América.
Nunca había elegido el camino fácil.
Se dirigió al pub Two Crowns. En Gales, donde se respetaba el día del Señor, los pubs no podían abrir en domingo, pero en Aberowen no se cumplían las normas a rajatabla. Solo había un policía en la ciudad y, como la mayoría de la población, se tomaba los domingos libres. El Two Crowns cerraba la puerta principal, para salvar las apariencias, pero los asiduos entraban por la cocina, y el negocio funcionaba como de costumbre.
Los hermanos Ponti, Joey y Johnny, estaban en la barra bebiendo whisky, algo insólito, pues los mineros tomaban cerveza. El whisky era un brebaje de ricos, y en el Two Crowns una botella probablemente duraba de una Navidad hasta la siguiente.
Lev pidió un jarra de cerveza y saludó al hermano mayor.
—¿Qué hay, Joey?
—¿Qué hay, Grigori? —Lev seguía utilizando el nombre de su hermano, que era el que figuraba en el pasaporte.
—Parece que hoy te sobra el dinero, Joey.
—Sí. Ayer fui con el chaval a Cardiff para ver el boxeo.
Ellos sí que parecían boxeadores, pensó Lev: dos hombres de espaldas anchas, cuello de toro y grandes manos.
—¿Estuvo bien?
—Darkie Jenkins contra Roman Tony. Apostamos por Tony, porque es italiano como nosotros. Las apuestas estaban a trece a uno, y dejó fuera de combate a Jenkins en tres asaltos.
Lev a veces tenía dificultades con el inglés formal, pero entendió perfectamente lo de «trece a uno».
—Deberías venir a jugar a las cartas —dijo—. Estás… —vaciló, y al cabo dio con la frase—: estás en racha.
—Ah, no quiero perder el dinero tan rápido como lo gané —dijo Joey.
Sin embargo, cuando empezó la timba en el granero media hora después, Joey y Johnny estaban allí. Los demás jugadores eran una mezcla de rusos y galeses.
Jugaron a una versión local del póquer llamada three-card brag. A Lev le gustaba. Después de las tres cartas iniciales, ya no se repartían ni se cambiaban más, por lo que la partida era rápida. Si un jugador subía la apuesta, el siguiente tenía que igualarla inmediatamente —no podía seguir en la partida quedándose en la apuesta original—, y eso hacía que el bote aumentara deprisa. Se seguía apostando hasta que solo quedaban dos jugadores, y entonces uno de ellos podía zanjar la partida duplicando la apuesta anterior, lo que obligaba a su contrincante a enseñar sus cartas. La mejor mano era el trío, conocida como prial, y la más alta de estas era la prial of trays, un trío de treses.
Lev tenía un instinto natural para las apuestas y por lo general ganaba a las cartas sin hacer trampas, pero eso era demasiado lento.
El reparto de cartas avanzaba hacia la izquierda con cada mano, por lo que Lev solo podía amañarlas de cuando en cuando. No obstante, había mil maneras de hacer trampas, y Lev había ideado un sencillo código mediante el que Rhys le indicaba cuándo tenía una buena mano. Lev seguía entonces apostando, al margen de lo que tuviera, para forzar que las apuestas subieran y aumentaran el bote. La mayoría de las veces los demás se retiraban, y Lev perdía frente a Rhys.
Mientras se repartía la primera mano, Lev decidió que aquella sería su última partida. Si desplumaba a los hermanos Ponti, probablemente podría comprar el pasaje. El domingo siguiente Spiria indagaría para averiguar si Lev seguía organizando timbas, pero para entonces Lev pretendía estar ya en el mar.
Durante las siguientes dos horas, Lev vio cómo las ganancias de Rhys iban aumentando y pensó que con cada penique América se acercaba un poco más. Por lo general no le gustaba desplumar a nadie, porque le interesaba que todos volvieran la semana siguiente. Pero ese día tenía que ir a por todas.
Cuando la tarde empezaba a oscurecer, le tocó repartir. Dio tres ases a Joey Ponti y un trío de treses a Rhys. En ese juego, los treses superaban a los ases. Con la pareja de reyes que tenía él, tenía excusa para apostar alto. Siguió apostando hasta que Joey casi estaba arruinado; no quería aceptar pagarés. Joey invirtió lo último que le quedaba en ver la mano de Rhys. El semblante de Joey cuando Rhys enseñó un trío de treses fue tan cómico como lastimoso.
Rhys recogió el dinero. Lev se puso en pie y dijo:
—Estoy pelado.
La timba concluyó y todos volvieron a la barra, donde Rhys pidió una ronda para templar los ánimos de los perdedores. Los hermanos Ponti volvieron a la cerveza, y Joey dijo:
—Ah, tal como viene se va, ¿verdad?
Minutos después, Lev salió del local y Rhys lo siguió. No había retrete en el Two Crowns, de modo que los hombres utilizaban el callejón que quedaba en la parte trasera del granero, apenas iluminado por una farola alejada. Rhys entregó rápidamente a Lev la mitad de sus ganancias, una parte en monedas y la otra en billetes nuevos de intensos colores, verdes los de una libra y marrones los de diez chelines.
Lev sabía exactamente lo que le debía. Tenía una facilidad pasmosa con la aritmética, como le ocurría con las apuestas. Después contaría el dinero, pero estaba seguro de que Rhys no lo engañaría. Lo había intentado en una ocasión. Lev vio que en su parte faltaban cinco chelines, una cantidad que cualquier hombre descuidado habría pasado por alto. Lev fue a casa de Rhys, le embutió el cañón del revólver en la boca y lo amartilló. Rhys se manchó los pantalones de puro terror. Después de aquello, jamás había faltado un solo penique en las cuentas.
Lev se guardó el dinero en el bolsillo del abrigo y volvió al local.
En cuanto entró, vio a Spiria.
Spiria se había quitado el hábito y llevaba el mismo abrigo que en el barco. Estaba en la barra, no bebiendo sino charlando animadamente con un grupo de rusos, entre ellos varios de los participantes en la timba.
Su mirada se cruzó por un instante con la de Lev.
Lev dio media vuelta y salió, pero sabía que era demasiado tarde.
Se alejó a paso ligero colina arriba, en dirección a Wellington Row. Spiria lo traicionaría, estaba seguro. Tal vez en aquel preciso instante estaría ya explicando cómo se las arreglaba Lev para hacer trampas a las cartas y aun así dar la impresión de que perdía. Los hombres se pondrían furiosos, y los hermanos Ponti querrían que les devolviera su dinero.
Ya cerca de su casa vio a un hombre que caminaba en la dirección opuesta con una maleta, y a la luz de la farola lo identificó como un joven vecino conocido como Billy de Jesús.
—¿Qué hay, Grigori?
El chico parecía estar a punto de marcharse de la ciudad, y Lev sintió curiosidad.
—¿Te vas a algún sitio?
—A Londres.
El interés de Lev se acrecentó.
—¿En qué tren?
—En el de las seis a Cardiff. —Los pasajeros con destino a Londres tenían que cambiar de tren en Cardiff.
—¿Qué hora es ahora?
—Menos veinte.
—Vale, hasta luego. —Lev entró en su casa. Decidió que cogería el mismo tren que Billy.
Encendió la luz eléctrica de la cocina y levantó la losa. Sacó los ahorros, el pasaporte con el nombre y la fotografía de su hermano, una caja con balas de latón y el revólver, un Nagant M1895 que le había ganado en una timba de cartas a un capitán del ejército. Inspeccionó el tambor para asegurarse de que en cada recámara hubiera una bala nueva; el revólver no expulsaba las usadas de forma automática, sino que había que retirarlas manualmente cuando se volvía a cargar. Se guardó el dinero, el pasaporte y el arma en los bolsillos del abrigo.
En el piso de arriba encontró la maleta de cartón de Grigori con el orificio de bala. La abrió y dentro puso la munición junto con su otra camisa, una muda y dos barajas de cartas.
No tenía reloj, pero calculó que habían transcurrido cinco minutos desde que había visto a Billy. Eso le dejaba quince minutos para llegar a pie a la estación; era suficiente.
Oyó las voces de varios hombres, procedentes de la calle.
No quería un enfrentamiento. Él era duro, pero los mineros también. Aunque ganara en la pelea, perdería el tren. Podría emplear el arma, claro, pero en aquel país la policía se tomaba muy en serio el apresamiento de los asesinos, incluso cuando las víctimas no eran nadie. Cuando menos, revisarían a los pasajeros en la estación y tendría problemas para comprar el billete. En todos los sentidos, era preferible abandonar la ciudad sin violencia.
Salió por la puerta trasera y echó a caminar rápidamente por el sendero con todo el sigilo que le permitían las pesadas botas que llevaba. El suelo estaba embarrado, como ocurría prácticamente siempre en Gales, por lo que afortunadamente sus pasos hacían poco ruido.
Al final del sendero dobló por un callejón y salió a las luces de la calle. Los retretes en mitad de la calle le ocultaban de la vista de quien estuviera frente a su casa. Se alejó de allí a toda prisa.
Dos calles más adelante cayó en la cuenta de que el camino a la estación le haría pasar junto al Two Crowns. Se detuvo y pensó unos instantes. Conocía el trazado de la ciudad y que la única ruta alternativa lo obligaba a retroceder. Pero los hombres cuyas voces había oído podían seguir cerca de su casa.
Tenía que arriesgarse con el Two Crowns. Dobló por otro callejón y enfiló el sendero que pasaba por detrás del pub.
Mientras se acercaba al granero donde habían jugado a las cartas, oyó voces y divisó a dos o más hombres, cuyo tenue perfil iluminaba la luz de la farola que había al final del sendero. Se le acababa el tiempo, pero aun así se detuvo y esperó a que los hombres volvieran adentro. Se quedó junto a una cerca alta de madera para pasar inadvertido.
Los hombres parecían demorarse eternamente.
—Vamos —susurró—. ¿Es que no queréis volver a entrar en calor? —La gorra le goteaba, empapada por la lluvia, y le mojaba el cuello.
Al fin entraron, y Lev emergió de las sombras y reemprendió el camino a paso ligero. Pasó junto al granero sin incidentes, pero al dejarlo atrás oyó más voces. Maldijo para sí. Los clientes llevaban bebiendo cerveza desde el mediodía, y a esas horas de la tarde necesitaban visitar a menudo el callejón. Oyó que alguien le decía:
—¿Qué hay, compañero?
Era la palabra que empleaban cuando no reconocían a alguien.
Fingió no oírles y siguió andando.
Oyó una conversación entre murmullos. La mayoría de las palabras eran ininteligibles, pero Lev creyó oír que uno de los hombres decía: «Parece un russki». La indumentaria rusa era diferente de la británica, y Lev supuso que habían atisbado la forma de su abrigo y de su gorro bajo la luz de la farola a la que se acercaba rápidamente. No obstante, las necesidades fisiológicas solían ser apremiantes para los hombres que salían de un pub, y pensó que no lo seguirían antes de haberlas satisfecho.
Dobló por el siguiente callejón y desapareció del campo de visión de los hombres. Por desgracia, dudó de si habría desaparecido también de sus pensamientos. Spiria debía de haber aireado ya su historia, y pronto alguien sospecharía de un hombre ataviado con ropa rusa y caminando hacia el centro de la ciudad con una maleta en la mano.
Tenía que subir a aquel tren.
Echó a correr.
La línea ferroviaria transcurría por la vaguada del valle, por lo que todo el camino a la estación era en descenso. Lev corría con soltura, a grandes zancadas. Alcanzaba a ver, por encima de los tejados, las luces de la estación, cada vez más próximas, y el vapor de la chimenea de un tren detenido en las vías.
Cruzó la plaza y entró en el vestíbulo. Las manecillas del gran reloj marcaban uno o dos minutos para las seis. Se precipitó a la ventanilla y rebuscó el dinero en el bolsillo.
—Un billete, por favor.
—¿Adónde desea ir esta tarde? —preguntó afablemente el expendedor.
Lev señaló hacia el andén con un gesto perentorio.
—¡Ese tren!
—Ese tren para en Aberdare, Pontypridd…
—¡Cardiff! —Lev alzó la mirada y vio la manecilla de los minutos saltar el último segmento y detenerse, trémula, en las doce.
—¿Solo ida, o ida y vuelta? —preguntó el expendedor con parsimonia.
—¡Solo ida! ¡Deprisa!
Lev oyó el pitido. Desesperado, barajó las monedas que tenía en la mano. Conocía la tarifa —había ido a Cardiff dos veces en los últimos seis meses— y dejó el dinero sobre el mostrador.
El tren empezó a moverse.
El expendedor le dio el billete.
Lev lo cogió y se dio la vuelta.
—¡No olvide el cambio! —dijo el hombre.
Lev recorrió el corto espacio que lo separaba de la barrera.
—Billete, por favor —le dijo el revisor, aunque acababa de ver cómo Lev lo compraba.
Lev vio que, tras la barrera, el tren ganaba velocidad.
El revisor perforó el billete y dijo:
—¿No quiere usted el cambio?
La puerta del vestíbulo se abrió de golpe y los hermanos Ponti irrumpieron en él.
—¡Allí está! —gritó Joey, y se precipitó hacia Lev.
Lev lo sorprendió embistiéndolo y le asestó un puñetazo en plena cara. Joey se detuvo en seco. Johnny se estampó contra la espalda de su hermano, y ambos cayeron de rodillas al suelo.
Lev arrebató el billete al revisor y salió corriendo al andén. El tren avanzaba ya deprisa. Corrió junto a él un momento. De pronto, una puerta se abrió y Lev vio la simpática cara de Billy de Jesús.
—¡Salta! —gritó Billy.
Lev saltó al tren y posó un pie en el estribo. Billy lo agarró de un brazo. Ambos titubearon un instante mientras el ruso trataba de subir a bordo. Entonces Billy tiró de él hacia dentro.
Lev se desplomó agradecido en un asiento.
Billy cerró la puerta y se sentó frente a él.
—Gracias —dijo Lev.
—Has apurado mucho —dijo Billy.
—Pero lo he conseguido —repuso Lev sonriendo—. Eso es lo único que cuenta.
La mañana siguiente, en la estación de Paddington, Billy preguntó las señas para ir a Aldgate. Un afable londinense le ofreció un raudal de instrucciones detalladas, pero hasta la última palabra le resultó al joven del todo incomprensible. Dio las gracias al hombre y salió de la estación.
Nunca había estado en Londres, pero sabía que Paddington se encontraba en la zona oeste y que los pobres vivían en el este, de modo que se encaminó hacia el sol de media mañana. La ciudad era incluso más grande de lo que había imaginado, mucho más bulliciosa y desconcertante que Cardiff, pero lo deleitó: el ruido, el tráfico, el gentío y, sobre todo, las tiendas. No tenía idea de que hubiese tantas en el mundo. ¿Cuánto se gastaba a diario en las tiendas de Londres?, se preguntó. Debían de ser miles de libras… tal vez millones.
Lo invadió una sensación de libertad vertiginosa. Nadie allí lo conocía. En Aberowen, o incluso en sus viajes ocasionales a Cardiff, siempre cabía la posibilidad de que lo vieran amigos o parientes. En Londres podría caminar por la calle de la mano de una chica bonita y sus padres nunca llegarían a saberlo. No tenía intención de hacerlo, pero la sola idea de saber que podía —y el hecho de que hubiera tantas chicas bonitas y bien vestidas a su alrededor— resultaba embriagadora.
Al rato vio un autobús en cuya parte frontal se leía «Aldgate», y subió a él. Ethel mencionaba Aldgate en su carta.
Cuando acabó de decodificar la carta, se quedó consternado. Obviamente, no podía hablar de aquello con sus padres. Había esperado hasta que se marcharon para acudir al servicio vespertino en el templo de Bethesda —al que él ya no asistía— y luego había escrito una nota.
Querida mamá:
Estoy preocupado por Eth y me voy a buscarla. Siento marcharme así, pero no deseo discutir.
Tu hijo que te quiere,
BILLY
Como era domingo, ya se había bañado, afeitado y vestido con su mejor ropa. El traje, ya raído, lo había heredado de su padre, pero tenía una camisa blanca limpia y una corbata negra de punto. Había dormitado en la sala de espera de la estación de Cardiff y tomado el tren lechero a primera hora de la mañana.
El conductor del autobús lo avisó cuando llegaron a Aldgate, y Billy se apeó. Era una barriada pobre, con casuchas ruinosas, tenderetes callejeros en los que se vendía ropa de segunda mano, y niños descalzos jugando en malolientes huecos de escalera. No sabía dónde vivía Ethel; en su carta no figuraba dirección alguna. La única pista de la que disponía era: «Trabajo doce horas al día en el taller del explotador de Mannie Litov».
Estaba impaciente por compartir con Ethel todas las noticias de Aberowen. Ella sabría por los periódicos que la Huelga de las Viudas había fracasado. A Billy le hervía la sangre al pensar en eso. Los jefes podían comportarse de forma indignante porque tenían todas las cartas en su poder. Eran dueños de las minas y las casas, y actuaban como si también lo fueran de la gente. Debido a varias y complejas reglas del sufragio, la mayoría de los mineros no tenían derecho a voto, de modo que el parlamentario de Aberowen era un conservador que invariablemente secundaba a la compañía. El padre de Tommy Griffiths dijo que nada cambiaría nunca sin una revolución como la que habían tenido en Francia. El padre de Billy dijo que necesitaban un gobierno laborista. Billy no sabía cuál de ellos tenía razón.
Se acercó a un joven de aspecto cordial y le preguntó:
—¿Sabes cómo se llega al taller de Mannie Litov?
El hombre contestó en un idioma que parecía ruso.
Volvió a intentarlo, y en esta ocasión dio con un anglófono que nunca había oído hablar de Mannie Litov. Aldgate no era como Aberowen, donde todos los viandantes conocían el camino a todos los comercios y empresas de la ciudad. ¿Había ido hasta allí, y se había gastado todo aquel dinero en el billete del tren, para nada?
Sin embargo, aún no estaba dispuesto a rendirse. Buscó por la concurrida calle a personas de aspecto británico que parecieran estar haciendo alguna clase de trabajo, que llevaran herramientas o empujaran carretas. Preguntó a otras cinco, sin éxito, hasta que encontró a un limpiacristales que cargaba una escalera de mano.
—¿De Mannie Li’ov? —repitió el hombre. Consiguió articular «Litov» sin pronunciar la «t» y emitiendo en su lugar un sonido gutural similar a un carraspeo—. ¿El taller de ropa?
—¿Cómo dice? —preguntó cortésmente Billy—. ¿Le importaría repetirlo?
—El taller de ropa. El sitiese dond’hacen ropa: chaquetas y pantones y to’eso.
—Hum… probablemente, sí —concluyó Billy, desesperado.
El limpiacristales asintió.
—Todo retto, cuatrocinto metos, luego ala drecha, po’ Ark Rav Ra.
—¿Todo recto? —repitió Billy—. ¿Cuatrocientos metros?
—Sasto, ala drecha.
—¿Doblo a la derecha?
—Ark Rav Ra.
—¿Ark Rav Road?
—No tié pérdida.
La calle resultó ser Oak Grove Road. No había ninguna arboleda y menos aún robles, tal y como sugería su nombre. Se trataba de un callejón angosto y sinuoso flanqueado por ruinosos edificios de ladrillo y repleto de gente, caballos y carretillas. Dos consultas más llevaron a Billy hasta una casa embutida entre el pub Dog and Duck y una tienda tapiada con tablones y llamada Lippmann’s. La puerta principal de la casa estaba abierta. Billy subió la escalera que llevaba a la planta superior, donde se encontró en una sala con unas veinte mujeres cosiendo uniformes del ejército británico.
Todas siguieron trabajando, accionando los pedales sin atisbo de haber reparado en él, hasta que finalmente una dijo:
—Entra, cariño, no vamos a comerte… Aunque, pensándolo bien, podríamos darte un mordisquito para probarte. —Todas rompieron a reír.
—Estoy buscando a Ethel Williams —dijo él.
—No está —contestó la mujer.
—¿Por qué? —preguntó él, angustiado—. ¿Está enferma?
—¿Y a ti qué te incumbe? —La mujer se puso en pie—. Soy Mildred. ¿Quién eres tú?
Billy la miró atentamente. Era guapa, pese a tener los incisivos prominentes. Llevaba los labios pintados de un rojo brillante, y del sombrero asomaban rizos rubios. Iba arropada con un abrigo gris, grueso e informe, pero, pese a ello, Billy vio cómo le temblaban los labios mientras se dirigía hacia él. Estaba demasiado fascinado por aquella mujer para hablar.
—No serás el malnacido que le hizo el bombo y después se largó, ¿eh?
Billy recuperó la voz.
—Soy su hermano.
—¡Oh! —exclamó ella—. ¡Joder! ¿Eres Billy?
Billy se quedó boquiabierto. Nunca había oído a ninguna mujer emplear esa expresión.
Ella lo escrutó con una mirada audaz.
—Eres su hermano, sí, ya lo veo, aunque parece que tengas más de dieciséis años. —El tono de su voz se había suavizado y él sintió cómo su interior se templaba—. Tienes los mismos ojos oscuros y el mismo pelo rizado.
—¿Dónde puedo encontrarla? —preguntó.
Ella lo miró desafiante.
—Da la casualidad de que sé que no quiere que su familia sepa dónde vive.
—Le tiene miedo a nuestro padre —repuso Billy—, pero me ha escrito una carta. Estoy preocupado por ella y por eso he venido en tren.
—¿Desde ese poblacho de Gales de donde es ella?
—No es un poblacho —replicó Billy indignado. Luego se encogió de hombros y dijo—: Bueno, sí, supongo que sí lo es.
—Me encanta tu acento —dijo Mildred—. Para mí es como oír a alguien cantando.
—¿Sabes dónde vive?
—¿Cómo has encontrado esto?
—Me dijo que trabajaba en el taller de Mannie Litov, en Aldgate.
—Ya. Así que eres el puñetero Sherlock Holmes, ¿eh? —dijo ella, no sin una nota de admiración a su pesar.
—Si no me dices dónde está, algún otro lo hará —declaró él con más confianza de la que sentía—. No pienso volver a casa hasta que la vea.
—Me matará, pero vale —accedió Mildred—. Número 23 de Nutley Street.
Billy le preguntó cómo se llegaba allí. Le pidió que hablara despacio.
—No me des las gracias —añadió ella cuando él se disponía a marcharse—. Solo protégeme si Ethel intenta matarme.
—Muy bien —dijo Billy, imaginando lo emocionante que sería proteger a Mildred de algo.
Las otras mujeres se despidieron de él a voces y le lanzaron besos, situación que lo abochornó.
La calle Nutley era un remanso de paz. Las casas adosadas estaban construidas siguiendo una disposición que, tras solo un día en Londres, a Billy ya le resultaba conocida. Eran mucho más grandes que las chozas de los mineros, con pequeños jardines delanteros en lugar de una puerta directa a la calle. El efecto general de orden y regularidad se desprendía de las ventanas de guillotina idénticas, cada una de ellas con nueve paneles de vidrio y dispuestas en hileras a lo largo de toda la calle.
El joven llamó a la puerta del número 23, pero nadie contestó.
Estaba preocupado. ¿Por qué no habría ido a trabajar? ¿Estaría enferma? Si no lo estaba, ¿por qué no se encontraba en casa?
Atisbó por la ranura del buzón y vio un pasillo con el suelo de madera pulida y un perchero del que colgaba un abrigo marrón viejo, que reconoció de inmediato. Hacía frío aquel día; Ethel no habría salido sin el abrigo.
Se acercó a la ventana, pero no consiguió ver nada a través del visillo.
Regresó a la puerta y volvió a mirar por la ranura del buzón. En el interior todo permanecía igual, pero esta vez oyó un ruido. Fue un gemido largo, agónico. Acercó la boca a la ranura y gritó:
—¡Eth! ¿Eres tú? ¡Soy Billy!
Hubo un silencio largo, y luego el gemido se repitió.
—¡Maldita sea!
La puerta tenía una cerradura cilíndrica Yale. Eso significaba que el pasador probablemente estaba sujeto al marco con dos tornillos. Dio unos toques en la puerta con la base de la mano. No parecía especialmente recia; supuso que era de madera de pino de mala calidad. Retrocedió un paso, alzó el pie derecho y la golpeó con el talón de su pesada bota de minero. Oyó un astillazo. Le asestó varias patadas más, pero la puerta no cedía.
Deseó haber tenido un martillo.
Miró a un lado y al otro de la calle con la esperanza de ver a algún obrero con herramientas, pero la vía estaba desierta salvo por dos niños con la cara sucia que lo observaban con interés.
Retrocedió hasta la cancela por el corto sendero del jardín, dio media vuelta y echó a correr hacia la puerta; la golpeó con el hombro derecho. La puerta se abrió con el golpe y él cayó dentro.
Se recompuso, frotándose el hombro dolorido, y cerró la desvencijada puerta. La casa parecía sumida en el silencio.
—¿Eth? ¿Dónde estás?
Volvió a oír otro gemido y siguió el sonido, que lo llevó a la estancia principal de la planta baja. Era un dormitorio femenino, con objetos decorativos de porcelana en la repisa de la chimenea y cortinas floreadas en la ventana. Ethel estaba en la cama, con un vestido gris que la cubría como una tienda. No estaba tendida, sino a cuatro pies, gimiendo.
—¿Qué te pasa, Eth? —preguntó Billy, cuya voz brotó como un chillido aterrado.
Ella recuperó el aliento.
—Ya viene el bebé.
—¡Oh, mierda! Será mejor que vaya a buscar a un médico.
—Demasiado tarde, Billy. Cielos, duele mucho…
—¡Da la impresión de que te estés muriendo!
—No, Billy, así es el parto. Acércate y dame la mano.
Billy se arrodilló junto a la cama y Ethel le tomó una mano. La apretó y empezó a gemir de nuevo. El gemido fue más largo y angustioso que antes, y ella le apretaba tanto que pensó que le rompería algún hueso. El gemido concluyó en un grito, y luego Ethel jadeó como si hubiera corrido un kilómetro.
Al cabo de un minuto, dijo:
—Lo siento, Billy, pero vas a tener que levantarme la falda.
—¡Oh! —exclamó él—. Ah, vale. —En realidad no entendía aquello, pero creyó que era mejor que hiciera lo que Ethel le pedía. Levantó el bajo del vestido de Ethel—. ¡Oh, Dios! —exclamó. La sábana bajera estaba empapada en sangre. Allí, en el centro, había algo diminuto y rosa cubierto de baba. Distinguió una cabeza grande con los ojos cerrados, dos pequeños brazos y dos piernas—. ¡Es un bebé! —dijo.
—Cógelo, Billy —dijo Ethel.
—¿Qué? ¿Yo? —balbuceó—. Ah, bueno, vale.
Se inclinó sobre la cama. Colocó una mano bajo la cabeza y la otra bajo el culito. Vio que era un niño. El bebé estaba viscoso y resbaladizo, pero Billy consiguió levantarlo. Un cordón lo unía a Ethel.
—¿Lo tienes? —preguntó ella.
—Sí —contestó él—. Lo tengo. Es un niño.
—¿Respira?
—No lo sé. ¿Cómo puedo saberlo? —Billy trató de dominar el pánico—. No, no respira. Creo que no.
—Dale una palmada en el culo, no demasiado fuerte.
Billy dio la vuelta al bebé, lo sostuvo diestramente con una mano y le dio una palmada en las nalgas. Al instante, el niño abrió la boca, inhaló y protestó rompiendo a llorar. Billy estaba deleitado.
—¡Vaya! ¡Escucha eso! —exclamó.
—Quédatelo un momento mientras me doy la vuelta. —Ethel se sentó con esfuerzo y se estiró el vestido—. Dámelo.
Billy se lo tendió con cuidado. Ethel se colocó al bebé sobre un brazo y le limpió la cara con una manga.
—Es guapo —dijo.
Billy no estaba seguro.
El cordón unido al ombligo del bebé, antes azul y tenso, empezaba a marchitarse y palidecer.
—Abre ese cajón de ahí y tráeme las tijeras y una bobina de hilo —le dijo su hermana.
Ethel ató dos nudos en el cordón, y luego lo cortó con las tijeras por el medio.
—Bueno —dijo, y se desabotonó la pechera del vestido—. Supongo que no te dará vergüenza, después de lo que has visto. —Se sacó un seno y acercó la boca del bebé al pezón. El pequeño empezó a succionar.
Tenía razón: a Billy no le daba vergüenza. Una hora antes se habría sentido abochornado ante la visión del pecho desnudo de su hermana, pero ese sentimiento le parecía ya banal. Lo único que sentía era un alivio inmenso porque el bebé estaba bien. Lo contempló, vio cómo mamaba, se maravilló con sus deditos. Se sentía como si hubiese presenciado un milagro. Advirtió que tenía las mejillas húmedas por las lágrimas, y se preguntó cuándo había llorado en su vida: no recordaba haberlo hecho jamás.
El bebé no tardó en dormirse. Ethel se abotonó el vestido.
—Enseguida lo lavaremos —dijo. Y cerró los ojos—. Dios mío —añadió—, no sabía que iba a ser tan doloroso.
—¿Quién es el padre, Eth? —preguntó Billy.
—El conde Fitzherbert —contestó ella. Y abrió los ojos—. Oh, mierda, no quería decírtelo.
—Maldito canalla —dijo Billy—. Lo mataré.