13

Septiembre-diciembre de 1914

I

El llanto de una mujer despertó a Fitz.

Al principio pensó que era Bea. Luego recordó que su mujer estaba en Londres y que él se encontraba en París. La chica tendida en la cama junto a él no era una princesa embarazada de veintitrés años, sino una camarera francesa de diecinueve con cara de ángel.

Se incorporó apoyándose en un codo y la miró. Tenía unas pestañas rubias que reposaban sobre sus mejillas como mariposas sobre pétalos. En ese momento estaban húmedas por las lágrimas.

J’ai peur —dijo gimoteando—. Tengo miedo.

Él le acarició el pelo.

Calme-toi —le dijo—. Tranquilízate. —Había aprendido más francés con mujeres como Gini que en el colegio.

Gini era el diminutivo de Ginette, pero aun así sonaba a nombre inventado. Seguramente la habían bautizado con un apelativo tan prosaico como Françoise.

Era una mañana agradable, una brisa cálida entró soplando por la ventana abierta de la habitación de Gini. Fitz no oyó disparos, ni las pisadas de las botas militares marchando en formación sobre los adoquines.

—París todavía no ha caído —dijo él murmurando con un tono que pretendía calmarla.

Pero la afirmación no cumplió su cometido, pues intensificó el llanto.

Fitz se miró el reloj de pulsera. Eran las ocho y media. Tenía que estar de regreso en el hotel a las diez sin falta.

—Si llegan los alemanes, ¿me protegerás? —preguntó Gini.

—Por supuesto, chérie —respondió, intentando soslayar una ligera sensación de culpabilidad. Lo habría hecho de haber podido, pero ella no era lo más prioritario en su vida.

—¿Llegarán? —preguntó ella con un hilillo de voz.

Fitz deseó poder saberlo. El ejército alemán doblaba en número la cifra que había predicho el servicio secreto francés. Había irrumpido como un torbellino en el noreste de Francia y había ganado todas las batallas. En ese momento, la avalancha había alcanzado una línea que se encontraba al norte de París, aunque Fitz no sabría a qué distancia exacta hasta pasadas un par de horas.

—Algunos dicen que nadie defenderá la ciudad —balbució Gini entre sollozos—. ¿Es verdad?

Fitz tampoco conocía ese dato. Si París resistía, sería destrozada por la artillería alemana. Sus magníficos edificios quedarían en ruinas, sus amplios bulevares, llenos de cráteres, sus bistros y boutiques, reducidos a escombros. Resultaba tentador imaginar que la ciudad se entregaría y se libraría de todo eso.

—Podría ser mejor para ti —dijo a Gini con falso entusiasmo—. Te acostarás con un gordo general prusiano que te llamará Liebling.

—No quiero a ningún prusiano. —Su voz quedó convertida en un susurro—. Te quiero a ti.

Y él pensó que tal vez fuera cierto, o que, tal vez, solo lo veía como su billete para huir de allí. Todo el que podía estaba abandonando la ciudad, pero no era fácil. La mayoría de los coches particulares habían sido requisados por el ejército. Con los trenes ocurría lo mismo sin previo aviso, y los pasajeros civiles quedaban tirados en medio de la nada. Un taxi hasta Burdeos costaba mil quinientos francos, el precio de una casa pequeña.

—Puede que no ocurra —le dijo Fitz—. A estas alturas, los alemanes deben de estar agotados. Llevan un mes de marcha y lucha continuadas. No pueden mantener el mismo ritmo eternamente.

Creía solo a medias en lo que decía. Los franceses habían luchado con denuedo en la retaguardia. Los soldados estaban exhaustos, muertos de hambre y desmoralizados, pero pocos habían sido hechos prisioneros y no habían perdido más que un puñado de armas. El imperturbable comandante en jefe, el general Joffre, había mantenido las fuerzas aliadas unidas y se había retirado a una línea del frente al sudeste de París, donde estaba reagrupando a las tropas. Además, había despedido sin ningún tipo de miramientos a los oficiales profesionales franceses que sencillamente no daban la talla: dos comandantes del ejército, siete comandantes de diversos cuerpos y docenas de otros rangos a los que había echado sin piedad.

Los alemanes no eran conscientes de ello. Fitz había leído mensajes decodificados de los que se podía deducir que los germanos se sentían exageradamente seguros. De hecho, el alto mando alemán había ordenado la retirada de tropas de Francia y las había enviado como refuerzo a Prusia Oriental. Fitz creía que eso podía ser un error. Los franceses todavía no habían terminado.

No estaba muy seguro de los movimientos de los ingleses.

La Fuerza Expedicionaria Británica era un grupo reducido: cinco divisiones y media, en comparación con las setenta divisiones francesas ya en el frente. Habían luchado con valentía en Mons, lo que llenaba a Fitz de orgullo; pero en cinco días habían perdido a quince mil de sus cien mil hombres y se habían batido en retirada.

Los Fusileros Galeses formaban parte de la fuerza británica, pero Fitz no estaba con ellos. Al principio le decepcionó que lo destinaran a París como oficial de enlace: anhelaba combatir con su regimiento. Estaba seguro de que los generales lo trataban como a un aficionado que había sido enviado a otro lugar para que no pudiera perjudicar mucho al conjunto. Sin embargo, él conocía París y hablaba francés, así que no se podía negar que estaba muy bien cualificado.

Al final resultó que su cometido era más importante de lo que había imaginado. Las relaciones entre los altos mandos franceses y sus homólogos británicos estaban peligrosamente deterioradas. La Fuerza Expedicionaria Británica estaba dirigida por un maniático demasiado susceptible cuyo nombre, ligeramente confuso, era sir John French. En un momento bastante inicial de la contienda, se sintió ofendido por lo que él consideró una falta de consulta por parte del general Joffre, y se enfurruñó. Fitz se esforzaba por mantener un flujo constante de información general y secreta entre los dos comandantes aliados pese a la atmósfera de hostilidad.

Todo esto resultaba embarazoso y un tanto vergonzoso, y Fitz, como representante de los ingleses, se sentía mortificado por el desdén mal disimulado de los oficiales franceses. Sin embargo, la situación había empeorado sobremanera hacía cuestión de una semana. Sir John había dicho a Joffre que sus hombres necesitaban dos jornadas de descanso. Al día siguiente cambió su petición y la aumentó a diez días. Los franceses se quedaron horrorizados, y Fitz se sintió profundamente avergonzado de su propio país.

Había mantenido una acalorada discusión con el coronel Hervey, un adulador asesor de sir John, pero sus quejas encontraron por toda respuesta la indignación y la negación. Al final, Fitz habló por teléfono con lord Remarc, subsecretario del Ministerio de Guerra. Habían sido compañeros en Eton, y Remarc era uno de los chismosos amigos de Maud. Fitz no se sintió bien al actuar a espaldas de sus oficiales superiores de aquel modo, pero la lucha por París pendía de un hilo tan fino que creyó que debía tomar cartas en el asunto. Había aprendido que el patriotismo no era algo sencillo.

El resultado de sus quejas fue explosivo. El primer ministro Asquith envió al nuevo ministro de Guerra, lord Kitchener, a toda prisa a París, y el jefe de sir John le echó la bronca el día antes. Fitz tenía grandes esperanzas de ser sustituido en breve. Si eso no sucedía, al menos saldría de golpe del letargo en que se encontraba.

No tardaría en descubrirlo.

Volvió la espalda a Gini y apoyó los pies en el suelo.

—¿Te vas? —preguntó ella.

Él se levantó.

—Tengo trabajo pendiente.

Ella se retiró la sábana de una patada. Fitz contempló sus senos perfectos. Gini captó su mirada, sonrió a pesar de las lágrimas y separó las piernas de forma provocativa.

Él resistió la tentación.

—Prepara café, chérie —dijo.

La chica se puso un batín de seda de color verde claro y calentó agua mientras Fitz se vestía. La noche anterior había cenado en la embajada británica con el uniforme de gala de su regimiento, pero, después de la cena, había cambiado la guerrera militar de color escarlata, que habría levantado demasiadas sospechas, por un chaqué corto para visitar los bajos fondos.

Ella le sirvió un café bastante cargado en una gran taza del tamaño de un cuenco.

—Te esperaré esta noche en el Albert’s Club —dijo ella.

Los clubes nocturnos estaban oficialmente cerrados, al igual que los cines y los teatros. Incluso el Folies Bergère estaba a oscuras. Las cafeterías cerraban a las ocho y los restaurantes, a las nueve y media. Sin embargo, no era tan fácil echar el cierre a la vida nocturna de una gran ciudad, y personalidades empresariales como Albert no habían tardado en abrir garitos clandestinos donde podían vender champán a precios abusivos.

—Intentaré estar allí a medianoche —aseguró él.

El café era amargo, pero acabó con los últimos rastros de la somnolencia que sentía. Dio a Gini un soberano de oro británico. Era un pago generoso por una noche y, en aquella época, el dorado metal era mucho más preciado que los billetes.

Cuando él le dio un beso de despedida, ella se le abrazó con fuerza.

—Te presentarás allí esta noche, ¿verdad? —preguntó.

Él sintió lástima por la chica. Su mundo se venía abajo y ella no sabía qué hacer. A Fitz le habría gustado cobijarla bajo su ala y prometerle que la protegería, pero era imposible. Tenía una esposa embarazada y, si Bea se disgustaba, podía perder el bebé. Aunque hubiera sido un hombre soltero, cargar con una fulana francesa lo hubiera convertido en un hazmerreír. En cualquier caso, Gini no era más que una entre un millón. Todo el mundo tenía miedo, salvo los que estaban muertos.

—Haré lo que pueda —respondió y se zafó del abrazo.

Su Cadillac azul estaba aparcado en la acera. Llevaba una pequeña bandera británica ondeando en el capó. Quedaban pocos coches particulares en las calles, y la mayoría llevaba un banderín, normalmente, una insignia tricolor o una de la Cruz Roja, como prueba de que se utilizaban para cometidos de guerra esenciales.

El conseguir que el coche llegase hasta allí desde Londres había costado a Fitz el uso indiscriminado de sus contactos y una pequeña fortuna en sobornos, pero estaba contento de haberse tomado tantas molestias. Necesitaba desplazarse a diario entre los cuarteles generales británicos y franceses, y era un alivio no tener que suplicar para que le prestasen un coche o un caballo a los ejércitos que ya de por sí se veían en apuros.

Presionó el mando de encendido automático, el motor empezó a girar e hizo ignición. Las calles estaban prácticamente desiertas de vehículos. Incluso los autobuses habían sido requisados para servir al ejército en el frente. Tuvo que detenerse por un enorme rebaño de ovejas que cruzaba la ciudad, supuestamente de camino a la Gare de l’Est, para ser enviadas por tren como carne para las tropas.

Le intrigó ver a un pequeño grupo de gente reunida alrededor de un cartel recién pegado en la fachada del Palais Bourbon. Estacionó el coche y se unió a las personas que estaban leyéndolo.

EJÉRCITO DE PARÍS

CIUDADANOS DE PARÍS

Fitz dirigió la vista al final del bando y vio que estaba firmado por el general Galliéni, el gobernador militar de la ciudad. Galliéni, un viejo soldado gruñón, había sido recuperado de la jubilación. Era conocido por celebrar reuniones en las que nadie tenía permiso para sentarse: creía que las personas tomaban decisiones con mayor rapidez de esa forma.

El cuerpo del mensaje rezumaba su característico tono lacónico.

Los miembros del gobierno de la República han abandonado París para dar un nuevo empuje a la defensa nacional.

Fitz estaba consternado. ¡El gobierno había huido! Hacía unos días que se rumoreaba que los ministros se esfumarían para irse a Burdeos, pero los políticos habían tenido ciertas dudas, pues no querían abandonar la capital. Sin embargo, se habían marchado. Era una muy mala señal.

El resto del comunicado tenía un tono desafiante.

Me han encomendado la misión de defender París contra el invasor.

«Así que, al final, París no se entregará —pensó Fitz—. La ciudad luchará. ¡Bien!» Eso era sin duda lo que interesaba a los británicos. Si la capital tenía que caer, que al menos el enemigo pagara cara su conquista.

Debo llevar a cabo esta misión hasta sus últimas consecuencias.

Fitz no pudo evitar sonreír. ¡Que Dios bendijera a los viejos soldados!

Al parecer, las personas que lo rodeaban tenían sentimientos encontrados. Algunos comentarios expresaban admiración. Alguien dijo con satisfacción que Galliéni era un luchador; no permitiría que tomasen París. Otros se mostraban más realistas. «El gobierno nos ha abandonado —dijo una mujer—. Eso significa que los alemanes estarán aquí hoy mismo o mañana.» Un hombre con un maletín comentó que había enviado a su mujer y a sus hijos a la casa que su hermano tenía en el campo. Una elegante dama explicó que tenía treinta kilos de alubias secas almacenados en la despensa de la cocina.

Fitz se limitó a sentir que la contribución británica a la campaña de la contienda, y la parte que él había tomado en la misma, se había vuelto más importante que nunca.

Con una intensa sensación de estar yendo en pos de su destino, condujo hasta el Ritz.

Entró en el vestíbulo de su hotel favorito y fue directo a una cabina de teléfono. Una vez dentro, llamó a la embajada británica y dejó un mensaje para el embajador, en el que le hablaba del comunicado de Galliéni, solo por si la noticia no había llegado todavía a la rue du Faubourg Saint-Honoré.

Al salir de la cabina se topó con el asesor de sir John, el coronel Hervey.

Hervey miró el chaqué de Fitz y dijo:

—¡Comandante Fitzherbert! ¿Por qué demonios va vestido así?

—Buenos días, coronel —dijo Fitz, sin responder de forma deliberada a la pregunta. Resultaba evidente que había estado fuera toda la noche.

—¡Son las nueve de la mañana, diantre! ¿Es que no sabe que estamos en guerra?

Esa era otra pregunta que no precisaba respuesta. Fitz contestó con frialdad:

—¿Puedo hacer algo por usted, señor?

Hervey era un matón que odiaba a todo aquel al que no pudiera intimidar.

—No sea tan insolente, comandante —respondió—. Ya tenemos bastante trabajo tal como están las cosas, para encima tener que aguantar a los malditos visitantes metomentodo de Londres.

Fitz enarcó una ceja.

—Lord Kitchener es el ministro de Guerra.

—Los políticos deberían dejarnos hacer nuestro trabajo. Pero alguien con amigos en las altas esferas ha hecho que se larguen. —Miró a Fitz con recelo, pero no tuvo el valor de decirlo en voz alta.

—No creo que le haya sorprendido que el Ministerio de Guerra esté preocupado —dijo Fitz—. ¡Un descanso de diez días con los alemanes a las puertas!

—¡Los hombres están agotados!

—En diez días podría haber terminado la guerra. ¿Para qué estamos aquí si no es para salvar París?

—Kitchener se ha llevado a sir John de su cuartel general en un día fundamental para la batalla —bramó Hervey.

—Vi que sir John no tenía mucha prisa por volver con sus tropas —replicó Fitz—. Lo encontré cenando aquí en el Ritz esa misma noche. —Sabía que estaba siendo insolente, pero no podía contenerse.

—¡Fuera de mi vista! —espetó Hervey.

Fitz dio media vuelta sobre los talones y subió la escalera.

No era tan indiferente como había fingido. Nada lo haría doblegarse ante idiotas como Hervey, aunque para él era importante tener una carrera militar de éxito. Odiaba pensar que la gente pudiera decir que no era un hombre como fue su padre. Hervey no era un personaje muy útil para el ejército porque se pasaba el tiempo promocionando a sus favoritos y desprestigiando a sus enemigos. No obstante, por esa misma razón, podía acabar con las trayectorias de hombres que se concentraban en otros asuntos, como ganar la guerra.

Fitz estuvo rumiándolo mientras se bañaba, se afeitaba y se vestía con el uniforme caqui de comandante de los Fusileros Galeses. Como sabía que era posible que no comiera nada hasta la cena, pidió al servicio de habitaciones una tortilla y más café.

A las diez en punto de la mañana empezaba su jornada laboral, y se quitó de la cabeza al malicioso Hervey. El teniente Murray, un simpático joven escocés, llegó del cuartel general británico, y llevó a la habitación de Fitz el polvo del camino y el informe del reconocimiento aéreo de la mañana.

Fitz no tardó en traducir el documento al francés y lo transcribió con su clara caligrafía cursiva en el papel de carta celeste del Ritz. Todas las mañanas, los aviones británicos sobrevolaban las posiciones alemanas y tomaban nota de la dirección en que se movían las fuerzas enemigas. El cometido de Fitz era transmitir la información lo antes posible al general Galliéni.

Al salir al vestíbulo, el botones principal le avisó de que tenía una llamada telefónica.

La voz que se encontraba al otro lado de la línea dijo:

—Fitz, ¿eres tú? —Se oía lejos y con interferencias, pero, para asombro de Fitz, era, sin lugar a dudas, su hermana, Maud.

—¿Cómo diantre has conseguido llamar aquí? —preguntó.

Solo el gobierno y los militares podían llamar a París desde Londres.

—Estoy en el despacho de Johnny Remarc, en el Ministerio de Guerra.

—Me alegro de escuchar tu voz —dijo Fitz—. ¿Cómo estás?

—Por aquí todo el mundo está muy preocupado —respondió ella—. Al principio, los periódicos solo publicaban buenas noticias. Solo las personas con ciertos conocimientos de geografía eran conscientes de que después de cada aguerrida victoria francesa, los alemanes avanzaban otros ochenta kilómetros más por territorio francés. Pero el domingo, The Times publicó una edición especial. Qué curioso, ¿no? El periódico de la semana está plagado de mentiras, así que, para decir la verdad, tienen que publicar una edición especial.

Intentaba sonar ocurrente y cínica, pero Fitz se percató del miedo y la rabia subyacentes en sus palabras.

—¿Qué decía la edición especial?

—Hablaba de nuestro «ejército abatido y en retirada». Asquith está furioso. Ahora, todo el mundo espera que París caiga cualquier día. —El muro que había levantado se resquebrajó, y se mezcló el sollozo con su voz mientras decía—: Fitz, ¿estarás bien?

No podía mentirle.

—No lo sé. El gobierno se ha trasladado a Burdeos. A sir John French le han leído la cartilla, pero sigue aquí.

—Sir John se ha quejado al Ministerio de Guerra de que Kitchener se fue a París con el uniforme de mariscal de campo, y que eso contrariaba las normas de etiqueta, porque ahora es ministro del gobierno y, por tanto, un civil.

—¡Por el amor de Dios! En un momento como este, ¡y él está pensando en la etiqueta! ¿Por qué no lo han echado?

—Johnny dice que eso sería como admitir un error.

—¿Y qué parecerá si París cae en manos de los alemanes?

—¡Oh, Fitz! —Maud empezó a llorar—. ¿Y qué ocurre con el bebé que está esperando Bea… tu hijo?

—¿Cómo está Bea? —preguntó Fitz, al tiempo que recordaba con sentimiento de culpa dónde había pasado la noche.

Maud se sorbió la nariz y tragó saliva. Con más serenidad, dijo:

—Bea está radiante, y ya no sufre esas agotadoras náuseas matutinas.

—Dile que la echo de menos.

Se produjo una interferencia, y se oyó otra voz por la línea durante unos segundos, luego dejó de oírse. Eso significaba que podían cortarles la llamada en cualquier momento. Cuando Maud volvió a hablar, lo hizo con un tono lastimero.

—Fitz, ¿cuándo terminará?

—Dentro de un par de días —respondió Fitz—. De una forma u otra.

—Por favor, ¡cuídate!

—Por supuesto.

Se cortó la comunicación.

Fitz colgó el teléfono, dio una propina al jefe de mozos y salió a la Place Vendôme.

Se subió al coche y se puso en marcha. Maud lo había disgustado al hablarle del embarazo de Bea. Fitz estaba deseando morir por su país y esperaba hacerlo como un valiente, pero también quería conocer a su bebé. Todavía no había sido padre y estaba ansioso por conocer a su hijo, por verlo aprender y crecer, por ayudarlo a convertirse en un hombre adulto. No quería que su hijo o hija creciera sin un padre.

Cruzó con el coche uno de los puentes del Sena en dirección al complejo de edificios del ejército conocido con el nombre de Les Invalides. Galliéni había establecido su cuartel general en una escuela cercana a la zona llamada Lycée Victor-Duruy, que quedaba oculta tras unos árboles. La entrada estaba celosamente vigilada por centinelas con guerreras de un intenso color azul y pantalones rojos con gorras del mismo color; mucho más elegante que el caqui de tono terroso de los ingleses. Los franceses todavía no se habían dado cuenta de que los avanzados fusiles de precisión eran una señal de que el soldado moderno pretendía confundirse con el paisaje.

Fitz era un viejo conocido de los guardias y entró sin problemas en el recinto. Se trataba de un colegio femenino, con cuadros de mascotas y flores, y verbos en latín conjugados en pizarras que habían sido quitadas del paso. Los fusiles de los centinelas y las botas de los oficiales parecían una ofensa a la amabilidad de lo que allí había sucedido antes.

Fitz fue directamente a la sala de profesores. En cuanto entró, se apercibió de la atmósfera de entusiasmo. En la pared había un gran mapa del centro de Francia en el que las posiciones de los ejércitos se habían marcado con alfileres. Galliéni era alto, delgado y permanecía siempre muy erguido pese al cáncer de próstata que lo había obligado a jubilarse en febrero. En ese momento, de nuevo ataviado de uniforme, miraba con agresividad el mapa a través de sus quevedos.

Fitz saludó y luego, muy al estilo francés, estrechó la mano a su homólogo, el coronel Dupuys, y le preguntó entre susurros qué estaba ocurriendo.

—Estamos intentando localizar a Von Kluck —dijo Dupuys.

Galliéni tenía un escuadrón de nueve aviones antiguos que utilizaba para seguir los movimientos del ejército invasor. El general Von Kluck estaba al mando del I Ejército, la fuerza alemana más próxima a París.

—¿Qué han conseguido? —preguntó Fitz.

—Dos informes. —Dupuys señaló el mapa—. Nuestro reconocimiento aéreo indica que Von Kluck está avanzando en dirección sudeste, en dirección al río Marne.

Aquello fue una confirmación de la información que habían dado los ingleses. Siguiendo esa trayectoria, el I Ejército se trasladaría hasta el este de París. Y, puesto que Von Kluck estaba al mando del ala derecha alemana, todas sus fuerzas evitarían el paso por la ciudad. ¿Acabaría París librándose de la invasión?

Dupuys prosiguió:

—Y tenemos un informe de un soldado de la patrulla de reconocimiento de la división de caballería que sugiere lo mismo.

Fitz asintió con expresión reflexiva.

—La teoría militar alemana se basa en destruir el ejército enemigo y tomar posesión de las ciudades más adelante.

—Pero ¿es que no lo ve? —preguntó Dupuys de forma exaltada—. ¡Están dejando expuesto su flanco!

Fitz no había pensado en eso. Se había concentrado en el destino de París. En ese momento se dio cuenta de que Dupuys estaba en lo cierto, y de que esa era la razón de tanta euforia. Si el servicio secreto no se equivocaba, Von Kluck había cometido un error militar clásico. El flanco de un ejército era más vulnerable que su cabecera. Un ataque por el flanco era como una puñalada por la espalda.

¿Por que había cometido un error así Von Kluck? Debía de creer que la debilidad de los franceses era tal que no podían contraatacar.

En tal caso, estaba equivocado.

Fitz se dirigió al general.

—Creo que esto puede interesarle mucho, señor —dijo, y le pasó el sobre que llevaba encima—. Es nuestro informe del reconocimiento aéreo de esta mañana.

—¡Ajá! —exclamó Galliéni con entusiasmo.

Fitz se acercó al mapa.

—¿Me permite, general?

El militar hizo un gesto de asentimiento. Los ingleses no eran populares, pero cualquier información secreta era bienvenida.

Tras consultar el original en inglés, Fitz dijo:

—Los nuestros han situado al ejército de Von Kluck aquí. —Clavó un nuevo alfiler en el mapa—. Y moviéndose en esta dirección. —Aquello confirmaba lo que ya pensaban los franceses.

Durante un instante, los presentes en la sala permanecieron en silencio.

—Entonces es cierto —comentó Dupuys en voz baja—. Han dejado expuesto el flanco.

Al general Galliéni le brillaron los ojos bajo sus quevedos.

—Pues bien —dijo—, es nuestro momento de atacar.

II

Fitz se puso de un humor terriblemente pesimista a las tres de la madrugada, acostado junto al delgado cuerpo de Gini, cuando terminó el acto sexual con la chica y descubrió que añoraba a su esposa. Entonces pensó, muy abatido, que, seguramente, Von Kluck se habría dado cuenta de su error y habría dado marcha atrás.

Sin embargo, a la mañana siguiente, el viernes 4 de septiembre, para deleite de los defensores de los franceses, Von Kluck siguió avanzando hacia el sudeste. Con eso bastó al general Joffre. Dio órdenes al VI Ejército francés de salir de París a la mañana siguiente y atacar a Von Kluck por la retaguardia.

Pero los ingleses siguieron batiéndose en retirada.

Esa noche, Fitz estaba desesperado cuando se encontró con Gini en Albert’s.

—Esta es nuestra última oportunidad —explicó a la chica mientras bebía un cóctel de champán que estaba consiguiendo de todo menos animarlo—. Si ahora podemos debilitar con contundencia a los alemanes, cuando están agotados y sus líneas de abastecimiento ya no dan más de sí, conseguiremos detener su avance. Pero si este contraataque falla, París caerá.

Ella estaba sentada en un taburete de la barra, y cruzó sus largas piernas provocando el susurro de sus medias de seda.

—Pero ¿por qué estás tan triste?

—Porque, en un momento como este, los ingleses se baten en retirada. Si París cae ahora, jamás nos libraremos de la vergüenza que eso supondría.

—¡El general Joffre tiene que enfrentarse a sir John y exigirle que los ingleses luchen! ¡Tienes que hablar en persona con Joffre!

—No concede citas a los comandantes ingleses. Además, seguramente creería que se trata de alguna jugarreta de sir John. Y yo me metería en un buen lío, y no es que me interese mucho.

—Entonces habla con uno de sus asesores.

—Supondría el mismo problema. No puedo presentarme en el cuartel general de los franceses y anunciar que los ingleses están traicionándolos.

—Pero podrías hablar de forma confidencial con el general Lourceau, sin que nadie se enterase.

—¿Cómo?

—Está sentado ahí.

Fitz siguió su mirada y vio a un francés de unos sesenta años vestido de civil y acomodado en una mesa con una joven de vestido rojo.

—Es muy simpático —añadió Gini.

—¿Lo conoces?

—Fuimos amigos durante un tiempo, pero prefirió a Lizette.

Fitz dudó un instante. Una vez más consideraba la posibilidad de actuar a espaldas de sus superiores. Aunque aquel no era momento para andarse con muchos miramientos. París estaba en juego. Tenía que hacer lo que estuviera en su mano.

—Preséntamelo —dijo.

—Dame unos minutos. —Gini bajó deslizándose con elegancia del taburete y cruzó el club, contoneándose ligeramente al ritmo de la música ragtime del piano, hasta llegar a la mesa del coronel. Lo besó en los labios, sonrió a su acompañante y se sentó. Pasado un rato de animada conversación hizo un gesto a Fitz.

Lourceau se levantó, y ambos se estrecharon la mano.

—Es un honor conocerle, señor —dijo Fitz.

—Este no es lugar para mantener una conversación seria —comentó el general—. Pero Gini me ha asegurado que lo que tiene que decirme es de máxima urgencia.

—Desde luego que lo es —afirmó Fitz, y se sentó.

III

Al día siguiente, Fitz fue al campamento británico en Melun, a unos cuarenta kilómetros al sudeste de París, y se enteró, para su desesperación, de que la Fuerza Expedicionaria seguía batiéndose en retirada.

Tal vez su mensaje no había llegado a Joffre. O tal vez sí le había llegado, y Joffre había creído, sencillamente, que no podía hacer nada al respecto.

Fitz entró en Vaux-le-Penil, el magnífico castillo de Luis XV que sir John utilizaba como cuartel general, y se topó con el coronel Hervey en el vestíbulo.

—Si me permite la pregunta, señor, ¿por qué estamos batiéndonos en retirada cuando nuestros aliados están lanzando un contraataque? —preguntó con la mayor educación posible.

—No, no le permito la pregunta —respondió Hervey.

Fitz insistió, conteniendo la rabia.

—Los franceses tienen la sensación de que los alemanes y ellos están igualados en fuerzas, y que incluso nuestra pequeña guarnición podría desequilibrar la balanza.

Hervey rió con desdén.

—Estoy seguro de que eso es lo que creen. —Hablaba como si los franceses no tuvieran derecho a exigir ayuda de sus aliados.

Fitz sintió que empezaba a perder la paciencia.

—¡Podemos perder París por culpa de nuestra timidez!

—¡No se atreva a usar esa palabra, comandante!

—Nos enviaron aquí para salvar Francia. Esta puede ser la batalla decisiva. —Fitz no pudo evitar levantar la voz—. Si perdemos París y, con la capital, Francia ¿cómo explicaremos, ya en casa, que pasamos el tiempo descansando?

En lugar de contestar, Hervey miró a Fitz por encima del hombro. Fitz se volvió y vio una pesada y lenta figura ataviada con el uniforme francés: una guerrera negra desabrochada por la amplia cintura, unos bombachos rojos demasiado ajustados, unas polainas estrechas, y una gorra roja y dorada de general muy calada hacia delante. Unos ojos incoloros miraron a Fitz y a Hervey enmarcados por unas cejas de vellos blancos y negros. Fitz reconoció al general Joffre.

Cuando el general hubo pasado con sus andares cansinos, seguido por su séquito, Hervey preguntó:

—¿Es usted responsable de esto?

Fitz era demasiado orgulloso para mentir.

—Es posible —respondió.

—Pues todavía no se ha dicho la última palabra —sentenció Hervey, que se volvió y salió corriendo a la zaga de Joffre.

Sir John recibió a Joffre en una pequeña sala con la única presencia de un par de oficiales, y Fitz no se encontraba entre ellos. Él esperaba en el comedor de oficiales, preguntándose qué estaría diciendo Joffre y pensando en si podría convencer a sir John de que pusiera fin a la vergonzosa retirada británica y se uniera al ataque.

Obtuvo la respuesta dos horas después a través del teniente Murray.

—Dicen que Joffre lo ha intentado todo —le informó Murray—. Que ha suplicado, ha llorado y hasta ha insinuado que el honor de los ingleses corría peligro de quedar manchado para siempre. Y les ha convencido. Mañana viraremos hacia el norte.

Fitz sonrió de oreja a oreja.

—¡Aleluya! —exclamó.

Un minuto después se acercó el coronel Hervey. Fitz se levantó con cortesía.

—Ha ido usted demasiado lejos —dijo Hervey—. El general Lourceau me ha contado lo que ha hecho. Él creyó que estaba haciéndole un cumplido.

—No seré yo quien lo niegue —repuso Fitz—. El resultado sugiere que fue una decisión acertada.

—Escúcheme, Fitzherbert —respondió Hervey, bajando la voz—. Está usted acabado, imbécil. Ha sido desleal a un oficial superior. Hay una mancha negra sobre su nombre que jamás se borrará. No conseguirá un ascenso, ni aunque la guerra siga un año más. Es usted comandante y con esa graduación se quedará.

—Gracias por su sinceridad, coronel —respondió Fitz—. Pero entré en el ejército para ganar batallas, no para que me ascendieran.

IV

Fitz tuvo la sensación de que el avance dirigido por sir John el domingo fue de una prudencia vergonzosa, pero, para su alivio, bastó para obligar a que Von Kluck respondiera a la amenaza enviando a la zona soldados que no podía permitirse desperdiciar a la ligera. En ese momento, el germano estaba luchando en dos frentes, el del oeste y el del sur: la pesadilla de cualquier comandante.

Fitz se despertó el lunes por la mañana tras pasar la noche sobre una manta en el suelo del castillo, sintiéndose optimista. Desayunó en el comedor de oficiales y luego esperó con impaciencia que llegaran los aviones de reconocimiento de su recorrido matutino. La guerra podía ser o una carrera de locos o de una inactividad fútil. En los terrenos pertenecientes al castillo había una iglesia que decían databa del año 1000. Fitz fue a visitarla, aunque jamás había entendido qué le veía la gente a las iglesias antiguas.

El parte de la misión de reconocimiento se dio en un magnífico salón con vistas al parque y al río. Los oficiales se sentaron en sillas de campamento frente a una vulgar mesa compuesta por un tablón y unos caballetes situada en el espléndido decorado dieciochesco que los rodeaba. Sir John tenía la barbilla prominente y una boca, bajo su mostacho de morsa, que parecía estar siempre retorcida en un gesto de orgullo herido.

Los aviadores informaron de que, por delante de las fuerzas británicas, el terreno estaba despejado, ya que las columnas alemanas avanzaban en dirección norte.

Fitz estaba eufórico. El contraataque de los aliados se había producido de forma inesperada y, al parecer, había pillado a los alemanes con la guardia baja. Resultaba claro que no tardarían en reagruparse, pero, por el momento, estaban metidos en un buen lío.

Fitz esperaba que sir John ordenase un avance rápido, pero, para su decepción, el comandante solo confirmó los apocados objetivos marcados con anterioridad.

Fitz redactó el informe en francés y luego se dirigió a su coche. Condujo los cuarenta kilómetros hasta París a la máxima velocidad posible luchando contra el flujo de camiones, coches y carromatos que abandonaban la ciudad, abarrotados de personas y cargados hasta los topes de equipaje, en dirección al sur, para escapar de los alemanes.

Una vez en la capital francesa, lo retrasó una formación de soldados argelinos que marchaba por la ciudad de una estación de tren a otra. Sus oficiales iban montados en mulas y vestían capotes de un rojo intenso. A su paso, las mujeres los obsequiaban con flores y fruta, y los dueños de las cafeterías les servían bebidas frías.

En cuanto hubieron pasado, Fitz siguió su camino hasta Les Invalides y entregó su informe en el colegio.

Una vez más, el reconocimiento aéreo de los ingleses quedó confirmado por los informes franceses. Algunas fuerzas alemanas se batían en retirada.

—¡Debemos forzar el ataque! —exclamó el viejo general—. ¿Dónde están los ingleses?

Fitz se acercó al mapa y señaló la posición británica y los objetivos de la marcha que había establecido sir John para antes de que finalizara la jornada.

—¡Con eso no basta! —replicó Galliéni, airado—. ¡Tiene que ser más agresivo! Necesitamos que ataque y así Von Kluck estará demasiado ocupado para reforzar su flanco. ¿Cuándo cruzará el río Marne?

Fitz no lo sabía. Se sintió avergonzado. Estaba de acuerdo con las cáusticas palabras que había pronunciado Galliéni, pero no podía reconocerlo, así que se limitó a decir:

—Haré hincapié en ello al hablar con sir John, general.

Sin embargo, Galliéni ya estaba pensando en cómo compensar la lasitud de los ingleses.

—Enviaremos la 7.ª División del VII Cuerpo como refuerzo para el ejército de Manoury, quien estará en el río Ourcq esta tarde —dijo con decisión.

De inmediato, su personal empezó a redactar las órdenes.

Entonces el coronel Dupuys dijo:

—General, no tenemos trenes suficientes para conseguir que estén todos allí esta tarde.

—Pues utilicen coches —ordenó Galliéni.

—¿Coches? —Dupuys parecía perplejo—. ¿De dónde vamos a sacar tantos coches?

—¡Consigan taxis!

Todos los presentes se quedaron mirándolo. ¿Es que el general se había vuelto loco?

—Llame al jefe de policía —dijo Galliéni—. Dígale que ordene a sus hombres detener a todos los taxis de la ciudad, que saquen a los pasajeros a patadas y que los conductores vengan hasta aquí. Los cargaremos de soldados y los enviaremos al campo de batalla.

Fitz sonrió de oreja a oreja cuando se dio cuenta de que Galliéni hablaba en serio. Esa era la actitud que a él le gustaba. Hacer lo que sea necesario siempre que el resultado sea la victoria.

Dupuys se encogió de hombros y levantó el teléfono.

—Por favor, póngame con el jefe de policía de inmediato —dijo.

«Esto tengo que verlo», pensó Fitz.

Salió de la sala y encendió un cigarro. No tuvo que esperar mucho. Pasados un par de minutos, un taxi rojo de la marca Renault llegó cruzando el puente de Alejandro III, rodeó el enorme jardín ornamental y aparcó delante del edificio principal. A ese coche lo siguieron dos más, luego una docena y más adelante, una centena.

En un par de horas, varios cientos de taxis igualmente rojos estaban aparcados en Les Invalides. Fitz jamás había visto nada parecido.

Los taxistas aguardaban apoyados en sus coches, fumando en pipa y hablando animadamente, esperando instrucciones. Cada conductor tenía una teoría diferente sobre la razón por la que se encontraban allí.

Al final, Dupuys salió de la escuela y cruzó la calle con un megáfono en una mano y un fajo de formularios del ejército para los requisamientos oficiales en la otra. Se subió al capó de un taxi y los conductores se quedaron callados.

—El comandante militar de París necesita quinientos taxis para ir desde aquí hasta Blagny —gritó a través del megáfono.

Los conductores se quedaron mirándolo, incrédulos y en silencio.

—Allí, cada coche recogerá a cinco soldados y los llevará hasta Nanteuil.

Nanteuil estaba a unos cincuenta kilómetros al este y muy cerca de la primera línea del frente. Los conductores empezaron a entenderlo todo. Se miraron entre sí, sonriendo y asintiendo. Fitz supuso que les alegraba tomar parte en la campaña de guerra, sobre todo, de una forma tan peculiar.

—Por favor, recojan uno de estos formularios antes de partir y rellénenlo con sus datos para poder recibir el pago correspondiente a su regreso.

La reacción fue un murmullo de agitación. ¡Iban a pagarles! Eso reforzó las ganas que ya tenían de ayudar.

—Cuando los quinientos coches hayan salido, daré instrucciones a los siguientes quinientos. Vive Paris! Vive la France!

Los taxistas estallaron de júbilo. Se agolparon alrededor de Dupuys para conseguir un formulario. Fitz, encantado, ayudó a distribuir los documentos.

Pronto empezaron a salir los coches: daban la vuelta ante el gran edificio y se dirigían hacia el puente bajo la luz del sol, tocando el claxon con entusiasmo. Formaban una alargada cuerda de salvamento de color rojo intenso que llegaría hasta el frente de batalla.

V

Los ingleses tardaron tres días en avanzar cuarenta kilómetros. Fitz estaba desesperado. En gran medida, no habían encontrado oposición a su paso: de haberse movido más rápido, podrían haber dado un golpe decisivo.

No obstante, la mañana del miércoles 9 de septiembre, encontró a los hombres de Galliéni de muy buen ánimo. Von Kluck estaba batiéndose en retirada.

—¡Los alemanes están asustados! —exclamó el coronel Dupuys.

Fitz no creía que los alemanes estuvieran asustados, y el mapa ofrecía una explicación más convincente. Los ingleses, pese a lo lentos y tímidos que eran, habían entrado en un hueco que había aparecido entre el I y el II Ejército alemán, un hueco creado cuando Von Kluck había empujado sus fuerzas hacia el oeste para enfrentarse al ataque procedente de París.

—Hemos encontrado un punto débil, y estamos abriendo una brecha en él —dijo Fitz, y le tembló la voz a causa de la esperanza.

Se obligó a tranquilizarse. Hasta el momento, los alemanes habían ganado todas las batallas. Por otro lado, sus líneas de abastecimiento habían sido aprovechadas hasta el límite, sus hombres estaban agotados y su número había quedado reducido por la necesidad de enviar refuerzos a Prusia Oriental. En comparación, los franceses que se encontraban en esa zona habían recibido refuerzos y supuestamente no tenían que preocuparse por las líneas de abastecimiento, pues estaban en casa.

Las esperanzas de Fitz recibieron un revés cuando los ingleses se detuvieron a ocho kilómetros al norte del río Marne. ¿Por qué paraba sir John? ¡Si no podía haber encontrado oposición alguna!

Sin embargo, los alemanes no se percataban de la timidez de los ingleses, porque seguían con su retirada, y la esperanza volvió a recuperarse en el lycée.

A medida que se alargaban las sombras de los árboles al otro lado de las ventanas de la escuela, y los últimos informes del día iban llegando, una sensación de alegría contenida empezó a invadir a todos los oficiales de Galliéni. Al final de la jornada, los alemanes estaban huyendo.

Fitz apenas daba crédito. La desesperación de una semana atrás se había convertido en esperanza. Se sentó en una silla demasiado estrecha para él y se quedó mirando el mapa de la pared. Hacía siete días, la línea alemana se le antojaba un trampolín para su ataque definitivo; en ese momento, parecía un muro desde el que los habían obligado a regresar.

Cuando el sol se puso tras la torre Eiffel, los aliados no habían logrado exactamente la victoria, pero, por primera vez, el avance alemán se había detenido.

Dupuys abrazó a Fitz, luego le plantó dos besos en las mejillas; y, por una vez, al conde no le molestó en absoluto.

—Los hemos detenido —dijo Galliéni y, ante el asombro de Fitz, unas lágrimas asomaron tras los quevedos del viejo general—. Los hemos detenido.

VI

Poco después de la batalla del Marne, ambos bandos empezaron a cavar trincheras.

El calor de septiembre dio paso a la fría y triste lluvia de octubre. El punto muerto en el extremo oriental de la línea se extendió de forma irremediable hacia el oeste, como una parálisis que avanzaba por el cuerpo de un hombre moribundo.

La batalla decisiva del otoño se produjo en la ciudad belga de Ypres, en el extremo más occidental de la línea, a treinta kilómetros del mar. Los alemanes atacaron con bravura en un intento desesperado de obligar a realizar un cambio de marcha al flanco inglés. Fueron cuatro semanas de lucha encarnizada. A diferencia de todas las batallas anteriores, ambos bandos permanecían ocultos en las trincheras, protegiéndose de la artillería enemiga, y salían solo para lanzar ataques suicidas contra las ametralladoras enemigas. Al final, los ingleses se salvaron por los refuerzos, entre los que se incluía un cuerpo de indios de piel cetrina, muertos de frío con su uniforme tropical. Al término de la contienda, habían fallecido setenta y cinco mil soldados ingleses, y la Fuerza Expedicionaria estaba destruida; pero los aliados habían levantado una barricada defensiva desde la frontera suiza hasta el canal de la Mancha y habían logrado detener a los invasores alemanes.

El 24 de diciembre, Fitz se encontraba en el cuartel general de los ingleses en la ciudad de Saint-Omer, no muy lejos de Calais, de un ánimo bastante abatido. Recordaba la palabrería que él y otros habían utilizado para contar a sus hombres que estarían en casa por Navidad. En ese momento, parecía que la guerra pudiera prolongarse durante un año o más tiempo. Los ejércitos enemigos permanecían sentados en sus trincheras un día tras otro, alimentándose con comida en descomposición, contrayendo disentería y pie de trinchera, llenándose de piojos y matando con desgana las ratas que merodeaban por los cuerpos amontonados en tierra de nadie de los soldados muertos. En algún momento a Fitz le había parecido muy clara la razón por la que Inglaterra debía ir a la guerra, aunque ahora ya no podía recordar el porqué.

Ese día dejó de llover y el tiempo se tornó frío. Sir John envió un mensaje a todas las unidades advirtiendo que el enemigo estaba planteándose la posibilidad de un ataque por Navidad. Fitz sabía que eran solo imaginaciones suyas: no había un servicio secreto que lo confirmase. La verdad era que sir John no quería que los hombres relajasen la vigilancia el día 25 de diciembre.

Todos los soldados recibirían un regalo de la princesa María, la hija de diecisiete años del rey y la reina. Era una caja de latón repujada que contenía tabaco de liar y cigarrillos, una foto de la princesa y una felicitación de Navidad del rey. Había otra clase de regalo para los no fumadores, los sijs y las enfermeras: todos ellos recibirían chocolate o caramelos en lugar de tabaco. Fitz ayudó a distribuir las cajas entre los Fusileros Galeses. Al acabar el día, demasiado tarde para regresar a la comodidad relativa de Saint-Omer, se encontraba en el cuartel general del 4.º Batallón, un húmedo refugio subterráneo a medio kilómetro de la primera línea del frente, leyendo un relato de Sherlock Holmes y fumándose uno de los pequeños y finos cigarros que había llevado hasta allí. No eran tan buenos como sus panetelas, aunque en aquella época era difícil encontrar un momento para fumarse un cigarro puro más grande. Estaba con Murray, quien había sido ascendido a capitán tras la batalla de Ypres. A Fitz no lo habían ascendido: Hervey estaba cumpliendo su promesa.

Acababa de caer la noche, cuando le sorprendió oír unos disparos perdidos de fusil. Resultó que los hombres habían visto unas luces y habían creído que el enemigo estaba intentando un ataque por sorpresa. En realidad, las luces eran unos farolillos de colores con los que los alemanes estaban decorando su parapeto.

Murray, que llevaba un tiempo en primera línea, hablaba sobre los soldados indios que defendían el sector siguiente.

—Los pobres idiotas llegaron con sus uniformes de verano, porque alguien les había dicho que la guerra acabaría antes de que el tiempo refrescase —comentó—. Pero te diré algo, Fitz: esos morenos son tipos ingeniosos. ¿Sabías que hemos estado pidiendo al Ministerio de Guerra que nos envíe a las trincheras morteros como los que tienen los alemanes, de esos que lanzan una granada en parábola sobre el parapeto? Bueno, pues los indios se han fabricado el suyo con piezas desechadas de hierro fundido. Parece una chapuza de fontanería del baño de un pub, ¡pero funciona!

La mañana despertó con una niebla helada y la tierra estaba dura. Fitz y Murray entregaron los regalos de la princesa al alba. Algunos de los hombres estaban apelotonados en torno a los braseros, intentando entrar en calor, aunque decían que agradecían el frío, pues era mejor que el barro, sobre todo para los que padecían pie de trinchera. Fitz se dio cuenta de que algunos hablaban en galés, aunque con los oficiales siempre utilizaban el inglés.

La línea alemana, a casi cuatrocientos metros de distancia, quedaba camuflada por una neblina matutina que era del mismo color que los uniformes germanos: un apagado azul grisáceo llamado «gris militar». Fitz oyó una musiquilla a lo lejos: los alemanes estaban cantando villancicos. Él no era muy melómano, pero le pareció reconocer la melodía de Noche de paz.

Regresó al refugio subterráneo para tomar un magro desayuno consistente en pan duro y jamón en lata con los demás oficiales. Al terminar, salieron a fumar. Jamás se había sentido tan triste en su vida. Pensó en el desayuno que estarían sirviendo en ese instante en Ty Gwyn: salchichas calientes, huevos frescos, riñones en salsa picante, arenques salados y ahumados, tostadas con mantequilla y un aromático café con leche. Soñaba con ropa interior limpia, con una camisa recién planchada, y tan almidonada que crujiera, y un terso traje de lana. Quería sentarse junto al reluciente fuego y sus ascuas en la sala de estar sin otra cosa que hacer que leer los chistes malos de la revista Punch.

Murray lo siguió al exterior del refugio y dijo:

—Le llaman por teléfono, comandante. Es del cuartel general.

Fitz estaba sorprendido. Alguien se había tomado muchas molestias para localizarlo. Esperó que no fuera la noticia de alguna contienda iniciada entre franceses e ingleses mientras él había estado repartiendo los regalos de Navidad. Con el ceño fruncido por la preocupación, se agachó para entrar al refugio y levantó el teléfono de campaña.

—Fitzherbert al habla.

—Buenos días, comandante —dijo una voz que no reconoció—. Capitán Davies al aparato. Usted no me conoce, pero me han pedido que le transmita un mensaje de su casa.

¿De su casa? Fitz esperó que no fueran malas noticias.

—Es usted muy amable, capitán —dijo—. ¿Qué dice el mensaje?

—Su esposa ha dado a luz un hermoso niño, señor. Madre e hijo se encuentran en perfecto estado de salud.

—¡Oh! —Fitz cayó desplomado de la sorpresa sobre una caja.

Al bebé todavía no le tocaba nacer… debía de haberse adelantado una o dos semanas. Los niños prematuros eran más débiles. Pero el mensaje decía que estaba bien de salud. Y Bea también.

Fitz tenía un hijo, y el título de conde, un heredero.

—¿Sigue ahí, comandante? —preguntó el capitán Davies.

—Sí, sí —dijo Fitz—. Solo un poco sorprendido. Todavía es pronto.

—Como es Navidad, señor, hemos pensado que la noticia le alegraría.

—Y así es, ¡se lo aseguro!

—Permítame ser el primero en felicitarlo.

—Muy amable —respondió Fitz—. Gracias. —Pero el capitán Davies ya había colgado.

Pasado un rato, Fitz se dio cuenta de que los demás oficiales del refugio estaban mirándolo en silencio. Al final, uno de ellos preguntó:

—¿Buenas o malas noticias?

—¡Buenas! —exclamó Fitz—. Estupendas, de hecho. He sido padre.

Todos le estrecharon la mano y le dieron palmaditas en la espalda. Murray sacó la botella de whisky, pese a lo temprano que era, y bebieron a la salud del bebé.

—¿Cómo va a llamarse? —preguntó Murray.

—Vizconde Aberowen, mientras yo viva —respondió Fitz, pero entonces se dio cuenta de que Murray no preguntaba por el título nobiliario del niño, sino por su nombre de pila—. George, por mi padre, y William por mi abuelo. El padre de Bea se llamaba Petr Nikolaiévich, así que, a lo mejor, también añadimos esos dos.

A Murray le hizo gracia.

—George William Peter Nicholas Fitzherbert, vizconde Aberowen —dijo—. ¡Son bastantes nombres!

Fitz asintió de buen humor.

—Sobre todo porque no debe de pesar más de tres kilos.

Se sentía rebosante de orgullo y alegría, y tenía la urgencia de compartir la noticia con todos.

—Podría ir a primera línea —dijo cuando hubieron acabado con el whisky—. Y repartir unos cuantos cigarros entre los hombres.

Salió del refugio y caminó hacia la trinchera de comunicaciones. Se sentía eufórico. No había disparos, y el aire estaba fresco y limpio, salvo cuando pasó junto a la letrina. Descubrió que estaba pensando no en Bea, sino en Ethel. ¿Ya habría tenido a su bebé? ¿Estaría feliz en la casa que se habría comprado con el dinero que le había sacado a Fitz con su chantaje? Se sentía desconcertado al pensar en cómo había negociado con él, pero no podía evitar recordar que la criatura que llevaba en su vientre era hijo suyo. Esperaba que pudiera dar a luz a salvo, como lo había hecho Bea.

Todos esos pensamientos abandonaron su mente cuando llegó a primera línea. Al doblar la esquina y llegar al frente se quedó impresionado.

No había ni un alma.

Recorrió toda la trinchera, zigzagueando por un travesaño, luego por el otro, y no vio a nadie. Era como una historia de fantasmas, o uno de esos barcos flotando intacto sin tripulantes a bordo.

Tenía que existir alguna explicación. ¿Es que se había producido algún ataque del que Fitz, por algún motivo, no se había enterado?

Se le ocurrió echar un vistazo al otro lado de un parapeto.

Aquello no podía ser una casualidad. Muchos hombres habían muerto el primer día en el frente por echar un vistazo rápido asomándose por la trinchera.

Fitz agarró una de las palas de mango corto llamadas «herramienta de trinchera». Metió la hoja de la pala por el borde del parapeto. Luego se subió al saliente de tierra en forma de escalón en el que se apoyaban los soldados para disparar y, poco a poco, fue asomando la cabeza para mirar a través de la pequeña ranura abierta con la hoja de la pala.

Lo que vio lo dejó atónito.

Los hombres se encontraban en el territorio lleno de cráteres que era tierra de nadie. Pero no estaban combatiendo. Estaban agrupados en corrillos, charlando.

Había algo curioso en su aspecto, pasados unos segundos, Fitz se dio cuenta de que algunos uniformes eran de color caqui y otros, gris militar.

Los hombres estaban hablando con el enemigo.

Fitz tiró la pala de trinchera, sacó la cabeza por el parapeto y se quedó mirando. Había cientos de soldados en tierra de nadie, que llegaban hasta donde alcanzaba la vista, a derecha e izquierda, británicos y alemanes entremezclados.

¿Qué demonios estaba pasando?

Encontró una escalerilla de mano para salir de la trinchera y subió como pudo por el parapeto. Avanzó por la tierra revuelta. Los hombres enseñaban las fotos de sus familias y sus novias, ofrecían cigarrillos e intentaban comunicarse entre ellos, diciendo cosas como: «Yo Robert, ¿tú quién?».

Fitz localizó a dos sargentos, uno inglés y el otro alemán, totalmente enfrascados en la conversación. Dio un golpecito en el hombro al inglés.

—¡Eh, usted! —exclamó—. ¿Se puede saber qué demonios está haciendo?

El hombre le respondió con el acento gutural de los muelles de Cardiff.

—No sé cómo ha ocurrido exactamente, señor. Un par de kartoffel se asomaron por su parapeto, desarmados, y gritaron: «¡Feliz Navidad!», y uno de los nuestros hizo lo mismo y empezaron a acercarse unos a otros caminando y, antes de poder decir esta boca es mía, todo el mundo estaba haciendo lo mismo.

—Pero ¡si no hay nadie en las trincheras! —dijo Fitz, enfadado—. ¿Es que no cree que puede ser una trampa?

El sargento echó un vistazo a ambos lados de la línea.

—No, señor, si le soy sincero, no puedo decirle que lo crea —respondió con frialdad.

El sargento tenía razón. ¿Cómo iba a aprovecharse el enemigo del hecho de que los soldados de primera línea de ambos bandos se hubieran hecho amigos?

El sargento señaló al alemán.

—Este es Hans Braun, señor —dijo—. Era camarero en el hotel Savoy de Londres. ¡Habla inglés!

El alemán saludó a Fitz.

—Es un placer conocerle, comandante —dijo—. Le deseo una feliz Navidad. —Tenía un acento menos marcado que el inglés de Cardiff. Le ofreció una petaca—. ¿Le apetece un trago de schnapps?

—¡Por el amor de Dios! —espetó Fitz, y se marchó.

No había nada que pudiera hacer. Aquella situación era difícil de detener incluso con la ayuda de los suboficiales como el sargento galés. Sin su ayuda era imposible. Decidió que lo mejor sería informar a un superior de lo ocurrido y pasarle la patata caliente a otro.

Sin embargo, antes de poder dejar atrás aquella escena oyó que alguien lo llamaba.

—¡Fitz! ¡Fitz! ¿De verdad eres tú?

La voz le sonó familiar. Se volvió y vio que se le acercaba un alemán. A medida que el hombre se aproximaba, lo reconoció.

—¿Von Ulrich? —preguntó, asombrado.

—¡El mismo!

Walter sonrió de oreja a oreja y alargó la mano. Fitz la estrechó sin pensarlo. Walter correspondió el apretón con vigor. A Fitz le pareció más delgado y su piel clara se había arrugado. «Supongo que yo también he cambiado», pensó.

—Esto es increíble —exclamó Walter—. ¡Qué coincidencia!

—Me alegro de verte en plena forma —respondió Fitz—. Aunque supongo que no debería alegrarme.

—¡Lo mismo digo!

—¿Qué vamos a hacer con esto? —Fitz hizo un gesto con la mano en dirección a los soldados que habían confraternizado—. Me parece preocupante.

—Estoy de acuerdo. Mañana puede que no quieran disparar a sus nuevos amigos.

—¿Y qué haremos entonces?

—Debemos librar pronto una batalla para que vuelvan a la normalidad. Si ambos bandos empiezan a dispararse por la mañana, no tardarán en volver a odiarse.

—Espero que tengas razón.

—¿Cómo estás tú, viejo amigo?

Fitz recordó la buena noticia que le habían dado y se alegró.

—Ya soy padre —dijo—. Bea ha dado a luz un varón. Toma un cigarro.

Encendieron los pitillos. Walter había estado en el frente oriental, según confesó.

—Los rusos son unos corruptos —comentó con desprecio—. Los oficiales venden los suministros en el mercado negro y dejan que la infantería pase hambre y frío. La mitad de la población de Prusia Oriental lleva botas del ejército ruso que han comprado por nada, mientras los soldados rusos marchan descalzos.

Fitz le explicó que había estado en París.

—Tu restaurante favorito, Voisin’s, sigue abierto —le contó.

Los hombres empezaron un partido de fútbol, Inglaterra contra Alemania, y usaron pilas de gorras para delimitar las porterías.

—Tengo que informar de esto —dijo Fitz.

—Yo también —repuso Walter—. Pero, primero dime, ¿cómo está lady Maud?

—Bien, creo.

—Tengo un especial interés en que le transmitas mis recuerdos.

Fitz quedó impactado por el énfasis que puso Walter en esa manida frase de cortesía.

—Claro —respondió—. ¿Por algún motivo en especial?

Walter apartó la mirada.

—Justo antes de irme de Londres… bailé con ella en el baile de lady Westhampton. Fue el último acto civilizado del que disfruté antes de esta verdammte guerra.

Walter parecía estar embargado por la emoción. Le temblaba la voz y era muy poco frecuente en él decir algo en alemán cuando hablaba otro idioma. Tal vez le afectara también la atmósfera navideña que se respiraba.

Von Ulrich prosiguió:

—Me gustaría enormemente que ella supiera que estaba recordándola el día de Navidad. —Miró a Fitz con los ojos húmedos—. ¿Te asegurarás de decírselo, viejo amigo?

—Lo haré —respondió Fitz—. Estoy seguro de que se alegrará mucho de oírlo.