Agosto de 1914
Katerina estaba angustiada. Cuando los carteles que anunciaban la movilización de las tropas empapelaron San Petersburgo, se quedó llorando sentada en la habitación de Grigori, peinándose su larga y rubia melena con los dedos, como si estuviera loca, y repitiendo: «¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?».
Al verla, Grigori sintió ganas de estrecharla entre sus brazos, besar sus lágrimas hasta enjugarlas y prometerle que jamás la abandonaría. Sin embargo, no podía prometerle tal cosa y, además, ella estaba enamorada de su hermano, no de él.
Grigori había hecho el servicio militar y, por tanto, era reservista; en teoría, un soldado listo para entrar en combate. De hecho, gran parte de su instrucción había consistido en practicar la marcha y la construcción de carreteras. No obstante, creía que iba a estar entre los primeros llamados a filas.
Aquello lo hacía sentirse furioso. La guerra era algo tan estúpido y descabellado como todo lo que hacía el zar Nicolás. Se había cometido un asesinato en Bosnia, y un mes después, ¡Rusia estaba en guerra con Alemania! Miles de trabajadores y campesinos perderían la vida en ambos bandos, y no se lograría nada. Para Grigori y para todos sus conocidos, aquella era la prueba de que la nobleza rusa era demasiado idiota para gobernar.
Incluso en el caso de que Grigori sobreviviera, la guerra daría al traste con sus planes. Estaba ahorrando para comprar otro pasaje a América. Con su salario de la fábrica Putílov podría lograrlo en dos o tres años, pero con la paga del ejército tardaría una eternidad. ¿Cuántos años más tendría que sufrir las injusticias y la brutalidad del gobierno zarista?
Estaba incluso más preocupado por Katerina. ¿Qué haría ella si él tenía que ir a la guerra? Compartía habitación con otras tres chicas en el edificio y trabajaba en la fábrica Putílov, embalando cartuchos de fusil en cajas de cartón. Pero tendría que dejar de trabajar cuando naciera el niño, al menos durante un tiempo. Sin Grigori, ¿de qué vivirían el bebé y ella? Se vería en una situación desesperada, y él sabía lo que hacían las chicas de pueblo en San Petersburgo cuando estaban necesitadas de dinero. No quisiera Dios que Katerina vendiera su cuerpo en las calles.
No obstante, no lo llamaron a filas el primer día, ni la primera semana. Según los periódicos, el último día del mes de julio se había movilizado a dos millones y medio de reservistas, pero no era más que una patraña. Era imposible reunir a tantos hombres, repartirles los uniformes y distribuirlos en los trenes con destino al frente de batalla en un solo día o, para el caso, en un mes. Fueron llamándolos en grupos, a algunos antes y a otros después.
A medida que transcurrían los primeros y calurosos días de agosto, Grigori empezó a pensar que debería haberse marchado. Era una posibilidad tentadora. El ejército era una de las instituciones peor gestionadas en un país totalmente desorganizado, y seguramente habría miles de hombres cuya ausencia sería pasada por alto debido a una profunda incompetencia.
Katerina había tomado la costumbre de entrar en la habitación de Grigori a primera hora de la mañana, mientras él estaba preparando el desayuno. Era el mejor momento del día. A esas horas, Grigori ya estaba aseado y vestido, aunque ella se presentaba bostezando, con la combinación con la que dormía y el pelo alborotado, lo que le daba un aire encantador. La prenda le quedaba pequeña porque había aumentado unos kilos. Grigori calculó que debía de estar de unos cuatro meses o cuatro y medio de embarazo. Le habían crecido los senos, se le habían ensanchado las caderas y tenía en el vientre un bulto pequeño, aunque vistoso. Su voluptuosidad era una tortura deliciosa. Grigori intentaba no mirarle el cuerpo.
Una mañana, ella entró mientras él estaba preparando dos huevos revueltos en una sartén que tenía al fuego. Grigori ya no se limitaba a las gachas de avena para el desayuno: el futuro bebé de su hermano necesitaba alimentarse en condiciones para crecer fuerte y sano. La mayoría de los días, Grigori conseguía algún alimento nutritivo para compartir con Katerina: jamón, arenques, o el plato favorito de ella, salchichas.
La futura madre siempre tenía hambre. Se sentaba a la mesa, se cortaba una gruesa rebanada de pan negro y empezaba a comer, demasiado impaciente para esperar a nadie.
—Cuando un soldado muere, ¿quién recibe las pagas que no ha cobrado? —preguntó con la boca llena.
Grigori recordó que había dado el nombre y dirección de su pariente más cercano.
—En mi caso, Lev —respondió.
—Me gustaría saber si ya está en Estados Unidos.
—Ya tiene que estar allí. No se tardan ocho semanas en llegar.
—Espero que haya encontrado trabajo.
—No tienes que preocuparte. Estará perfectamente. Es un chico que cae bien a todo el mundo.
Grigori sintió una punzada de amargo resentimiento al mencionar a su hermano. Tendría que haber sido Lev el que estuviera allí, en Rusia, cuidando de Katerina y de su futuro hijo y preocupándose por la llamada a filas, mientras Grigori iniciaba la nueva vida que había planeado y para la que había ahorrado. Pero era Lev quien había aprovechado esa oportunidad. Y, a pesar de todo, Katerina se preocupaba por el hombre que la había abandonado, no por el que se había quedado a su lado.
—Estoy segura de que está yéndole bien en Estados Unidos, pero, aun así, me gustaría recibir carta de él —dijo ella.
Grigori ralló un pedazo de queso duro sobre los huevos y añadió la sal. Se preguntó con tristeza si llegarían a tener noticias de allende los mares. Lev jamás había sido un sentimental y bien podría haber decidido desprenderse de su pasado, como un lagarto que se deshace de su vieja piel. Sin embargo, Grigori no lo expresó en voz alta, por respeto a Katerina, quien todavía albergaba la esperanza de que Lev la mandase a buscar.
—¿Crees que entrarás en combate? —preguntó ella.
—No si puedo evitarlo. ¿Por qué luchamos?
—Por Serbia, dicen.
Grigori sirvió los huevos en dos platos y los puso en la mesa.
—Lo que importa es si Serbia quedará bajo la tiranía del emperador austríaco o del zar ruso. Dudo que los serbios tengan alguna preferencia por uno u otro. Sinceramente, creo que les da igual. —Empezó a comer.
—Entonces, que sea el zar.
—Yo lucharía por ti, por Lev, por mí o por tu niño… pero ¿por el zar? Ni hablar.
Katerina se comió el huevo a toda prisa y rebañó el plato con una nueva rebanada de pan.
—¿Qué nombres de niño te gustan?
—Mi padre se llamaba Serguéi, y su padre era Tijon.
—Me gusta Mijaíl —dijo ella—. Como el arcángel.
—Le gusta a mucha gente. Por eso es un nombre muy común.
—Tal vez debería ponerle Lev. O Grigori incluso.
Grigori se sintió conmovido por el gesto. Le habría encantado tener un sobrino que llevase su nombre. Sin embargo, no quería que ella se sintiera obligada.
—Lev estaría muy bien —comentó.
Sonó la sirena de la fábrica —era un ruido que podía oírse por todo el barrio de Narva—, y Grigori se levantó para marcharse.
—Yo lavaré los platos —dijo Katerina. No entraba a trabajar hasta las siete, una hora más tarde que Grigori.
Ella lo miró, le acercó una mejilla y Grigori la besó. No fue más que un beso breve, y no dejó posados los labios durante mucho tiempo; aun así, él disfrutó de la suave tersura de su piel y del cálido perfume a recién despertada que emanaba su cuello.
Luego se puso el sombrero y salió.
El tiempo estival era cálido y húmedo, pese a ser la primera hora del día. Grigori empezó a sudar a medida que recorría las calles con paso enérgico.
Durante los dos meses que hacía que Lev se había marchado, Grigori y Katerina habían entablado una tensa amistad. Ella confiaba en él y él la cuidaba, pero eso no era lo que querían ni uno ni otro. Grigori quería amor, no amistad. Katerina quería a Lev, no a Grigori. Sin embargo, Grigori se sentía realizado hasta cierto punto gracias al empeño que ponía en asegurarse de que ella se alimentara en condiciones. Era la única forma que tenía de expresar su amor. Difícilmente podía ser una situación sostenible durante mucho tiempo, aunque, en ese preciso instante, era complicado hacer planes a largo plazo. Él seguía pensando en huir de Rusia y dar con la forma de llegar a la tierra prometida: Estados Unidos.
A la entrada de la fábrica habían pegado nuevos carteles anunciando la movilización de tropas, y los hombres se amontonaban para leerlos; los analfabetos pedían a sus compañeros que se los leyeran en voz alta. Grigori se quedó junto a Isaak, el capitán de fútbol. Tenían la misma edad y habían coincidido como reservistas. Grigori echó un vistazo rápido al aviso en busca del nombre de su unidad.
Ese día sí que figuraba en el cartel.
Lo miró para cerciorarse, pero no cabía duda: regimiento de Narva.
Consultó la lista de nombres y encontró el suyo.
En realidad no lo había imaginado como una posibilidad real. Pero había estado engañándose a sí mismo. Tenía veinticinco años, estaba en forma y era fuerte, era perfecto como soldado. Por supuesto que iba a ir a la guerra.
¿Qué ocurriría con Katerina? ¿Y con su bebé?
Isaak blasfemó en voz alta. Su nombre también constaba en la lista.
Alguien que estaba detrás de ellos dijo:
—No tenéis de qué preocuparos.
Se volvieron y vieron la alargada y delgada silueta de Kanin, el afable supervisor de la sección de fundición, un ingeniero de treinta y tantos.
—¿Que no tenemos que preocuparnos? —preguntó Grigori con escepticismo—. Katerina va a tener al hijo de Lev y no queda nadie que la cuide. ¿Qué voy a hacer?
—He ido a ver al encargado de la movilización de este barrio —anunció Kanin—. Me ha prometido la excedencia para cualquiera de mis trabajadores. Solo tendrán que ir los alborotadores.
A Grigori volvió a llenársele el corazón de esperanza. Parecía demasiado bueno para ser cierto.
—¿Qué tenemos que hacer? —preguntó Isaak.
—Basta con que no vayáis a los barracones. Eso es todo. Ya está arreglado.
Isaak tenía un carácter agresivo —sin duda, eso era lo que lo convertía en un buen deportista— y no quedó satisfecho con la respuesta de Kanin.
—¿Arreglado cómo? —exigió saber.
—El ejército entrega a la policía una lista de los hombres que no se presentan a filas, y la policía tiene que marcarlos con un círculo. Sencillamente, vuestro nombre no estará en la lista.
Isaak emitió un gruñido de disgusto. A Grigori tampoco le gustaban aquellos arreglillos que no acababan de ser oficiales —quedaban demasiados cabos sueltos que podían terminar dando problemas—, aunque las negociaciones con el gobierno siempre eran así. Kanin o bien había sobornado a algún oficial o había hecho algún tipo de favor. No tenía sentido reaccionar con grosería ante aquel gesto.
—Eso es fantástico —dijo Grigori a Kanin—. Gracias.
—A mí no me lo agradezcas —respondió Kanin con amabilidad—. Lo he hecho por mí… y por Rusia. Necesitamos hombres cualificados para construir trenes, no para parar las balas alemanas… eso puede hacerlo cualquier campesino analfabeto. El gobierno aún no lo ha pensado, pero ya se les ocurrirá y entonces me lo agradecerán.
Grigori e Isaak atravesaron las puertas de la fábrica.
—Será mejor que confiemos en él —dijo Grigori—. ¿Qué podemos perder? —Se colocaron en la cola para fichar echando en una caja una pieza cuadrada y metálica con un número—. Son buenas noticias —concluyó.
Isaak no estaba convencido.
—Ojalá estuviera más seguro —respondió.
Se dirigieron hacia el taller de fabricación de ruedas. Grigori apartó a un lado las preocupaciones y se preparó para la jornada laboral. La planta Putílov estaba fabricando más trenes que nunca. El ejército debía de calcular que las locomotoras y los vagones quedarían destruidos por los bombardeos y que, por tanto, necesitarían recambios en cuanto empezase la contienda. El grupo de Grigori trabajaba bajo la presión de producir ruedas a mayor velocidad.
Empezó a arremangarse al entrar al taller. Se trataba de un cobertizo de dimensiones reducidas y la caldera lo calentaba en invierno, pero, en pleno verano, era un verdadero horno. El metal chirriaba y tañía mientras los tornos le daban forma y lo pulían.
Grigori vio a Konstantín de pie junto a su torno; la postura de su amigo le hizo fruncir el ceño. La cara del operario anunciaba problemas: algo iba mal. Isaak también se dio cuenta. Reaccionó antes que Grigori, se detuvo, lo agarró por el brazo y le dijo:
—¿Qué…?
No terminó la pregunta.
Una silueta ataviada con un uniforme negro y verde apareció por detrás de la caldera y golpeó a Grigori en la cara con un mazo.
Él intentó esquivar el golpe, pero reaccionó con demasiada lentitud y no lo consiguió por un segundo. Aunque se agachó, la cabeza de madera de la herramienta lo golpeó en un pómulo y lo dejó tendido en el suelo. Sintió un dolor atroz en la cabeza y empezó a gritar.
Tardó bastante en recuperar la visión. Al final alzó la vista y vio la fornida figura de Mijaíl Pinski, el capitán de la policía local.
Grigori debería de haberlo imaginado. Se había librado tras aquella pelea en febrero. Los policías jamás olvidan algo así.
También vio a Isaak luchando con el ayudante de Pinski, Ilia Kozlov, y otros dos policías.
Grigori siguió tendido en el suelo. No pensaba devolver el golpe si podía evitarlo. Que Pinski se cobrara su venganza, así quizá quedara satisfecho.
Sin embargo, en cuestión de segundos, tuvo que actuar en contra de aquella decisión.
Pinski levantó el mazo. Como en una imagen que pasó de forma fugaz, Grigori reconoció la herramienta como propia: era la que utilizaba para encajar los moldes en la arena de fundición. En ese momento descendía hacia su cabeza.
Se desplazó rápidamente hacia la derecha, pero Pinski desvió el golpe y la pesada herramienta de madera de roble aterrizó en el hombro izquierdo de Grigori. Bramó de dolor y de rabia. Mientras su atacante recuperaba el equilibrio, él se levantó de un salto. Tenía el brazo izquierdo muerto e inutilizado, pero no le ocurría nada en el derecho, y echó hacia atrás el puño para golpear a Pinski, sin pensar en las consecuencias.
No llegó a dar el golpe. Dos siluetas que no había visto se materializaron a ambos lados de él con sus uniformes negros y verdes; sintió cómo lo agarraban por los brazos y lo sujetaban con firmeza. Intentó zafarse de sus captores, pero no tuvo éxito. A través de un velo de ira vio cómo Pinski echaba el mazo hacia atrás y le golpeaba. El golpe le impactó en el pecho y oyó cómo se le rompían las costillas. El siguiente porrazo fue más bajo y le dio en el vientre. Se convulsionó y vomitó el desayuno. Un nuevo impacto le golpeó en la cabeza. Quedó inconsciente unos instantes y al despertar se encontró colgando en el aire, agarrado por los dos policías. Isaak también estaba atrapado por otros dos.
—¿Ya estás más tranquilo? —preguntó Pinski.
Grigori escupió sangre. Su cuerpo era una maraña de dolor y no podía pensar con claridad. ¿Qué estaba ocurriendo? Pinski lo odiaba, pero debía de haber ocurrido algo que hubiera actuado como detonante. Y era un atrevimiento por parte del agente de policía el actuar ahí, en medio de la fábrica, rodeado de trabajadores a los que no tenía por qué gustarles la policía. Por algún motivo, su atacante se sentía seguro.
Pinski levantó el mazo y adoptó un gesto reflexivo, como si estuviera planteándose el volver o no a golpearle. Grigori se dispuso a recibir el mazazo y a combatir la tentación de suplicar piedad. Entonces Pinski preguntó:
—¿Cómo te llamas?
Grigori intentó hablar. Al principio no le salía más que sangre de la boca. Pero al final consiguió decir:
—Grigori Serguéievich Peshkov.
Pinski volvió a golpearle en el estómago. Grigori gruñó y vomitó sangre.
—Mentiroso —dijo Pinski—. ¿Cómo te llamas? —Volvió a levantar el mazo.
Konstantín se apartó de su torno y dio un paso al frente.
—Agente, ¡este hombre es Grigori Peshkov! —protestó—. ¡Todos lo conocemos desde hace años!
—¡No me mientas! —advirtió Pinski, que levantó el mazo—. O tú también probarás esto.
La madre de Konstantín, Varia, intervino.
—No es mentira, Mijaíl Mijaílovich —dijo. El hecho de que hubiera utilizado el patronímico indicaba que conocía a Pinski—. Es quien dice ser. —Se quedó con los brazos cruzados sobre su generoso busto como si desafiara al policía a que pusiera en duda su palabra.
—Entonces explica esto —dijo Pinski, y se sacó del bolsillo una hoja—. Grigori Serguéievich Peshkov salió de San Petersburgo hace dos meses a bordo del Ángel Gabriel.
Kanin, el supervisor, apareció y dijo:
—¿Qué está pasando aquí? ¿Por qué no hay nadie trabajando?
Pinski señaló a Grigori.
—Este hombre es Lev Peshkov, el hermano de Grigori, ¡buscado por el asesinato de un agente de policía!
Todos empezaron a gritar a coro. Kanin levantó una mano para silenciarlos y dijo:
—Agente, conozco a Grigori y a Lev Peshkov, y durante años los he visto a ambos casi a diario. Se parecen, como suele ocurrir entre hermanos, pero puedo asegurarle que este es Grigori. Y usted está obstaculizando el trabajo de esta sección.
—Si este es Grigori —soltó Pinski como si estuviera sacándose un as de la manga—¿quién embarcó en el Ángel Gabriel?
En cuanto formuló la pregunta, la respuesta resultó evidente. Pasados unos minutos, Pinski también cayó en la cuenta y quedó como un idiota.
—Me robaron el pasaporte y el billete —dijo Grigori.
El agente de policía empezó a ponerse bravucón.
—¿Por qué no denunciaste el robo a la policía?
—¿Y para qué? Lev había salido del país. No pueden obligarlo a regresar, ni tampoco recuperar mis posesiones.
—Eso te convierte en cómplice de la fuga.
Kanin intervino de nuevo.
—Capitán Pinski, ha empezado acusando a este hombre de asesinato. Quizá ese fuera un buen motivo para detener la producción de ruedas. Pero luego ha reconocido que estaba equivocado y ahora lo único de lo que le acusa es de no haber informado del robo de unos papeles. Mientras tanto, su país está en guerra y usted está retrasando la fabricación de locomotoras que el ejército ruso necesita desesperadamente. A menos que desee que su nombre salga mencionado en el próximo informe remitido al alto mando militar, le sugiero que ponga fin a sus asuntos aquí lo antes posible.
Pinski miró a Grigori.
—¿En qué unidad de reservistas estás?
Sin pensarlo, Grigori respondió:
—En el regimiento de Narva.
—¡Ja! —exclamó Pinski—. Hoy mismo los han llamado a filas. —Miró a Isaak—. Apuesto a que a ti también.
Isaak no dijo nada.
—Soltadlos —ordenó Pinski.
Grigori se tambaleó cuando le soltaron los brazos, aunque consiguió mantenerse en pie.
—Será mejor que os aseguréis de estar en la estación como dictan las órdenes —dijo Pinski a Grigori y a Isaak—. En caso contrario, yo mismo iré a buscaros. —Se volvió sobre los talones y salió con la poca dignidad que le había quedado. Sus hombres lo siguieron.
Grigori se dejó caer con pesadez sobre un taburete. Tenía una migraña que le provocaba incluso ceguera, le dolían las costillas y estaba saliéndole un hematoma en el abdomen. Necesitaba quedarse hecho un ovillo en un rincón y perder el conocimiento. El pensamiento que lo mantenía consciente era el deseo feroz de destruir a Pinski y la totalidad del sistema del que este formaba parte. No paraba de pensar que, uno de esos días, acabarían con el policía, con el zar y con todo cuanto ellos representaban.
—El ejército no os perseguirá; ya me he asegurado de eso —dijo Kanin. Pero me temo que no puedo hacer nada para detener a la policía.
Grigori asintió, disgustado. Ya se lo había imaginado. El golpe más brutal de Pinski, peor que cualquier impacto propinado por el mazo, sería asegurarse de que Grigori e Isaak se incorporasen al ejército.
—Sentiré perderte —aseguró Kanin. Has sido un buen trabajador.
Parecía sinceramente conmovido, pero tenía las manos atadas. Hizo una nueva pausa, levantó las manos con gesto de impotencia y salió de la nave.
Varia apareció delante de Grigori con un cuenco de agua y un trapo limpio. Le limpió la sangre de la cara. Era una mujer corpulenta, pero sus manazas se movían con delicadeza.
—Deberías ir a los barracones de la fábrica. Busca una cama vacía y túmbate una hora.
—No —respondió Grigori—. Me voy a casa.
Varia se encogió de hombros y se dirigió hacia Isaak, quien no estaba tan mal herido.
Haciendo un esfuerzo, Grigori se levantó. Todo le dio vueltas durante un instante y Konstantín lo agarró del brazo cuando se tambaleó; aunque al final se sintió con fuerzas para permanecer de pie sin ayuda.
Konstantín le recogió la gorra del suelo y se la entregó.
Se sintió inseguro al empezar a caminar, aunque rechazó con un gesto los ofrecimientos de ayuda y, tras dar un par de pasos, recuperó el equilibrio habitual. El esfuerzo le despejó la mente, pero el dolor en las costillas lo obligó a avanzar con cuidado. Poco a poco fue abriéndose paso entre la maraña de bancos y tornos, calderas y presas, hasta el exterior de la nave para dirigirse, a continuación, hacia la puerta de la fábrica.
Allí se encontró con Katerina, que estaba entrando.
—¡Grigori! —exclamó—. ¡Te han llamado a filas! ¡He visto tu nombre en el cartel! —Entonces vio su cara magullada—. ¿Qué ha ocurrido?
—Un encuentro con tu capitán de policía favorito.
—Ese cerdo de Pinski. ¡Estás herido!
—Los golpes se curan.
—Te llevaré a casa.
Grigori estaba sorprendido. Habían cambiado los papeles. Katerina jamás se había ofrecido a cuidar de él.
—Puedo hacerlo solo —respondió.
—Te acompañaré de todas formas.
Lo agarró del brazo y avanzaron por las angostas calles contra la corriente de miles de trabajadores que se dirigían en tropel hacia la fábrica. A Grigori le dolía el cuerpo y se encontraba mal, pero le daba igual, porque era un placer estar paseando agarrado del brazo de Katerina mientras el sol se alzaba sobre las casas ruinosas y las calles mugrientas.
No obstante, el paseo familiar lo cansó más de lo que hubiera imaginado, y cuando llegaron a casa, se desplomó con pesadez sobre la cama; poco después, tuvo que tumbarse.
—Tengo una botella de vodka escondida en el dormitorio de las chicas —dijo Katerina.
—No, gracias, pero sí me apetece una taza de té.
No tenía samovar, pero preparó el té en un cazo y se lo sirvió con un montoncito de azúcar. Tras bebérselo, Grigori se sentía algo mejor.
—Lo peor de todo esto es que podría haber evitado acudir a la llamada del ejército, pero Pinski ha jurado que se aseguraría de que no pudiera hacerlo.
Katerina se sentó en la cama junto a él y se sacó un folleto del bolsillo.
—Una de las chicas me ha dado esto.
Grigori le echó un vistazo. Parecía un texto aburrido y oficial, una especie de publicación del gobierno. Se titulaba: «Ayuda a los familiares de los soldados».
—Si eres esposa de un soldado, tienes derecho a un subsidio mensual del ejército —dijo Katerina—. No es solo para los pobres, se lo pagan a todo el mundo.
Grigori recordaba vagamente haber escuchado algún comentario al respecto. No había prestado mucha atención, porque a él no le afectaba.
Katerina prosiguió:
—Hay más. Te hacen descuentos al comprar carbón, billetes de tren y te ayudan con los gastos del colegio de los niños.
—Eso está bien —comentó Grigori. Tenía ganas de dormir—. No es muy típico del ejército ser tan considerado.
—Pero tienes que estar casado.
Grigori prestó más atención. Estaba claro que ella no podía estar pensando en…
—¿Por qué me cuentas todo eso? —preguntó.
—En mi situación, no recibiría nada.
Grigori se incorporó apoyándose en un codo y se quedó mirándola. Tenía el corazón desbocado.
—Si estuviera casada con un soldado, me las arreglaría mejor. Y también mi bebé.
—Pero… si amas a Lev.
—Ya lo sé. —Empezó a llorar—. Pero Lev está en Estados Unidos y no se preocupa lo suficiente por mí como para escribir y preguntar cómo estoy.
—Entonces… ¿Qué quieres hacer? —Grigori conocía la respuesta, pero deseaba escucharla.
—Quiero casarme —dijo ella.
—Solo para poder recibir las ayudas a las esposas de soldados.
Ella asintió en silencio y, con ese gesto, eliminó de un plumazo la tonta y fugaz esperanza que él había albergado durante un instante.
—Supondría tanto para mí… —dijo ella—. Podría recibir algo de dinero cuando nazca el bebé… Sobre todo, teniendo en cuenta que tú estarás en el frente.
—Lo entiendo —respondió él con un nudo en la garganta.
—¿Podemos casarnos? —preguntó Katerina—. ¿Por favor?
—Sí —respondió él—. Por supuesto.
Cinco parejas se casaban al mismo tiempo en la iglesia de la Santísima Virgen. El sacerdote ofició la ceremonia a toda prisa, y Grigori observó, irritado, que ni siquiera los miraba a la cara. El hombre no se habría dado ni cuenta si una de las novias hubiera sido un gorila.
A Grigori no le importaba mucho. Siempre que pasaba por delante de una iglesia recordaba al cura que había intentado abusar sexualmente del pequeño Lev de once años. El desprecio que sentía hacia el cristianismo se había reforzado más tarde gracias a la asistencia a charlas sobre el ateísmo del Círculo de Debate Bolchevique de Konstantín.
El enlace de Grigori y Katerina se celebró de forma muy precipitada, como el de las otras cuatro parejas. Todos los hombres iban de uniforme. La movilización había causado una oleada de matrimonios, y la iglesia trabajaba a marchas forzadas para responder a la alta demanda. Grigori odiaba el uniforme por ser símbolo de servidumbre.
No había contado a nadie lo de la boda. No lo sentía como un motivo de celebración. Katerina había dejado claro que era únicamente una medida práctica, un medio para recibir la ayuda del ejército. Como tal era una buena idea, y Grigori podría sentirse menos preocupado cuando se marchara al frente, con la certeza de que ella contaba con esa seguridad económica. De todas formas, no podía evitar sentir que había algo terriblemente absurdo en aquella boda.
Katerina no fue tan reservada, y todas las chicas del edificio estaban en la ceremonia, así como varios trabajadores de la fábrica Putílov.
Después de la ceremonia, se celebró una fiesta en el inmueble, en el dormitorio de las chicas, con cerveza, vodka y un violinista que tocaba melodías populares que todos conocían. Cuando los invitados empezaron a estar borrachos, Grigori se escapó a su habitación. Se quitó las botas y se tumbó en la cama con los pantalones y la camisa del uniforme puestos. Apagó la llama de la vela de un soplido, pero seguía viendo gracias a las luces de la calle. Todavía estaba dolorido por la paliza de Pinski: el brazo izquierdo le dolía cada vez que intentaba usarlo y las costillas rotas se le clavaban como un puñal cada vez que se volvía sobre la cama.
Al día siguiente estaría embarcado en un tren con dirección al oeste. Los disparos empezarían cualquier día a partir de entonces. Estaba asustado: solo un loco no lo estaría. Pero era un tipo inteligente y decidido, e intentaría por todos los medios seguir vivo, que era lo que había hecho desde la muerte de su madre.
Todavía estaba despierto cuando Katerina entró.
—Te has marchado muy pronto de la fiesta —se quejó.
—No quería emborracharme.
Ella se levantó la falda del vestido.
Él se quedó pasmado. Le miró el cuerpo perfilado por la luz de las farolas de la calle: las infinitas curvas de sus muslos y los rizos rubios de su vello púbico. Se sintió excitado y confuso.
—¿Qué haces? —le preguntó.
—Meterme en la cama, claro.
—Aquí no.
Katerina se quitó los zapatos y les dio una patada.
—Pero ¿qué dices? Estamos casados.
—Solo para que tú puedas recibir las ayudas.
—Aun así, te mereces algo a cambio. —Se tumbó en la cama y lo besó en los labios con el aliento apestando a vodka.
Él no pudo evitar el deseo que le quemaba las entrañas, y se ruborizó de pasión y vergüenza. De todas formas consiguió articular un ahogado «no».
Ella le tomó una mano y se la puso en un seno. Contra su voluntad, Grigori la acarició, y apretujó con suavidad la tersa piel, rebuscando con los dedos el pezón por encima de la tosca tela del vestido.
—¿Lo ves? —dijo ella—. Lo deseas.
Ese tono de triunfalismo lo exasperó.
—¡Claro que lo deseo! —replicó—. Te he amado desde el día que te conocí. Pero tú amas a Lev.
—Pero ¡bueno!, ¿por qué estás siempre pensando en Lev?
—Es una costumbre que adquirí cuando él era pequeño e indefenso.
—Bien, pues ahora ya es un hombre adulto y tú, o yo, no le importamos ni dos cópecs. Se llevó tu pasaporte, tu billete y tu dinero y nos dejó solos con el bebé.
Katerina tenía razón, Lev siempre había sido un egoísta.
—Pero uno no quiere a su familia porque sea amable y considerada. Se la quiere porque es la familia.
—¡Venga ya! ¡Date un gusto! —le espetó ella con irritación—. Mañana te vas al frente. No querrás morir arrepintiéndote de no haberte acostado conmigo cuando pudiste hacerlo.
Grigori se sintió poderosamente tentado. Aunque ella estaba medio borracha, su cuerpo estaba caliente y dispuesto junto a él. ¿Es que no tenía derecho a una noche de placer?
Katerina ascendió por su pierna con una mano y le agarró el pene erecto.
—Vamos, te has casado conmigo, toma aquello que te pertenece.
Grigori pensó que ese era precisamente el problema. Ella no lo amaba. Estaba ofreciéndose como pago a cambio de lo que él había hecho. Eso era prostitución. Grigori se sintió insultado hasta el punto de enfurecer, y el hecho de estar deseando dejarse llevar no hacía más que empeorar esa sensación.
Ella empezó a acariciarle el pene subiendo y bajando la mano. Enfadadísimo y excitado, él la empujó. El empujón fue más fuerte de lo que había pretendido, y Katerina se cayó de la cama.
La chica soltó un grito de sorpresa y de dolor.
Grigori no lo había hecho a propósito, pero estaba demasiado furioso para disculparse.
Durante unos minutos interminables, ella se quedó tendida en el suelo, gimoteando y blasfemando al mismo tiempo. Él resistió la tentación de ayudarla. Ella se levantó a duras penas, tambaleándose por el vodka.
—¡Eres un cerdo! —exclamó—. ¿Cómo puedes ser tan cruel? Se bajó el vestido y cubrió sus hermosas piernas—. ¡Menuda noche de bodas para una chica! ¡Su marido va y la tira de una patada de la cama!
Grigori se sintió herido por sus palabras, pero se quedó quieto y sin decir nada.
—Jamás creí que pudieras ser tan frío —siguió despotricando ella—. ¡Vete al infierno! ¡Vete al infierno! —Recogió sus zapatos, abrió la puerta de golpe y salió hecha una furia de la habitación.
Grigori se quedó hundido en la miseria. En su último día como civil había discutido con la mujer a la que adoraba. Ahora, si moría en el frente, moriría infeliz. «¡Qué mundo tan miserable —pensó—, qué vida tan estúpida!»
Se dirigió hacia la puerta para cerrarla. Al hacerlo, escuchó a Katerina en la habitación contigua, hablando con alegría forzada.
—A Grigori no se le empina ¡está demasiado borracho! —exclamó—. ¡Servidme más vodka y que siga el baile!
Grigori cerró de un portazo y se dejó caer en la cama.
Logró dormirse, aunque bastante inquieto. A la mañana siguiente se despertó temprano. Se aseó, se puso el uniforme y comió algo de pan.
Cuando asomó la cabeza por el dormitorio de las chicas, las vio profundamente dormidas; el suelo estaba cubierto de botellas y el aire cargado por el olor a humo del tabaco y cerveza derramada. Se quedó mirando durante largo rato a Katerina, que dormía con la boca abierta. Luego salió del edificio, sin saber si volvería a ver a la chica alguna vez, convenciéndose de que no le importaba.
Sin embargo, se sintió animado por la emoción y la confusión de presentarse ante su regimiento, recibir un arma y munición, encontrar el tren correcto y conocer a sus nuevos camaradas. Dejó de pensar en Katerina y se centró en el futuro inmediato.
Embarcó en un tren con Isaak y otros varios cientos de reservistas ataviados con sus guerreras y sus pantalones verdes nuevos. Como todos los demás, llevaba un fusil de fabricación rusa Mosin-Nagant, tan alto como él y equipado con una alargada y puntiaguda bayoneta. El enorme cardenal que le había dejado el mazo, que le cubría casi todo un lado de la cara, hizo que los demás pensaran que se trataba de una especie de matón, y lo trataban con respeto por precaución. El tren abandonó San Petersburgo entre una nube de vapor y avanzó con brío y ritmo constante pasando por campos y bosques.
El sol del ocaso quedaba siempre por delante de la máquina y a su derecha, así que debían de dirigirse al sudoeste, hacia Alemania. A Grigori le pareció algo evidente, aunque cuando lo comentó a sus compañeros, ellos se sorprendieron y se mostraron impresionados: la mayoría ni siquiera sabía en qué dirección quedaba Alemania.
Aquel no era más que el segundo viaje en tren de Grigori y recordaba con toda nitidez el primero. Cuando tenía once años, su madre los había llevado a Lev y a él a San Petersburgo. Habían ahorcado a su padre unos días antes, y la joven cabecita de Grigori estaba llena de miedo y tristeza, aunque, como cualquier niño, le había embargado la emoción por el viaje: el olor a combustible de la poderosa locomotora, las gigantescas ruedas, la camaradería de los campesinos en el vagón de tercera clase y la embriagadora velocidad a la que pasaba el campo. Parte de esa sensación de júbilo volvía a invadirlo en ese momento y no pudo evitar sentir que estaba viviendo una aventura que podía ser a un tiempo emocionante y terrible.
Esta vez, no obstante, viajaba en un vagón para el ganado, en el que iban todos menos los oficiales. El coche transportaba a unos cuarenta hombres: obreros de fábricas con la piel pálida y la mirada astuta procedentes de San Petersburgo; campesinos de largas barbas y pronunciación pausada que lo miraban todo con una asombrada curiosidad; y media docena de judíos de cabello y ojos oscuros.
Uno de los judíos se sentó junto a Grigori y se presentó como David. Según dijo, su padre fabricaba cubos de acero en el patio trasero de su casa y él viajaba de aldea en aldea vendiéndolos. Había muchísimos judíos en el ejército, le explicó, porque era más difícil para ellos que les concedieran la excedencia del servicio militar.
Estaban todos al mando del sargento Gávrik, un militar de carrera que parecía ansioso, que vociferaba las órdenes y usaba un gran número de tacos. Al parecer creía que todos los hombres eran campesinos y los llamaba «enculavacas». Tenía aproximadamente la misma edad que Grigori, era demasiado joven para haber estado en la guerra japonesa de 1904-1905, y Grigori supuso que, bajo esa apariencia de gallito, había un tipo asustado.
Cada pocas horas, el tren se detenía en una estación de pueblo y los hombres se apeaban. Algunas veces les servían sopa y cerveza, otras, solo agua. Entre parada y parada, permanecían sentados en el vagón. Gávrik se aseguró de que sabían limpiar el fusil y les recordó los rangos militares y cómo debían dirigirse a los oficiales. A los tenientes y capitanes había que llamarles «señor», pero para hablar con los oficiales de rango superior se requería toda una serie de tratamientos de cortesía cuya máxima expresión era «excelencia» para aquellos que, además, eran miembros de la aristocracia.
Llegado el segundo día, Grigori calculó que debían de encontrarse en el territorio ruso de Polonia.
Preguntó al sargento a qué parte del ejército pertenecían. Grigori sabía que eran el regimiento de Narva, pero nadie les había dicho cuál era exactamente su papel en el esquema general.
—Eso no es asunto tuyo, enculavacas —le respondió Gávrik. Tú limítate a ir a donde te envíen y a hacer lo que te digan.
Grigori supuso que el joven oficial desconocía la respuesta.
Tras un día y medio, el tren se detuvo en una ciudad llamada Ostrolenka. Grigori jamás había oído hablar de ella, pero sí advirtió que allí acababa la vía y supuso que el lugar debía de estar próximo a la frontera con Alemania. Estaban descargando cientos de vagones. Hombres y caballos sudaban y bufaban durante las maniobras de descarga de enormes metralletas de los trenes. Miles de soldados andaban dando vueltas mientras oficiales malhumorados intentaban organizarlos en secciones y compañías. Al mismo tiempo, toneladas de suministros tenían que ser cargados en carromatos tirados por caballos: medias reses, sacos de harina, barriles de cerveza, cajones de munición, embalajes de proyectiles y toneladas de forraje para todos los caballos.
En cierto momento, Grigori vio la detestada cara del príncipe Andréi. Vestía un uniforme espléndido —Grigori no estaba lo bastante familiarizado ni con los galones ni con las insignias como para identificar el regimiento ni el rango— y montaba un alto caballo zaino. A la zaga le iba, caminando, un cabo que portaba una jaula con un canario. «Podría pegarle un tiro ahora mismo —pensó Grigori—, y vengar a mi padre.» Era una idea estúpida, por supuesto, pero acarició el gatillo de su fusil mientras el príncipe y su pájaro enjaulado se confundían entre la multitud.
El ambiente era caluroso y seco. Esa noche, Grigori durmió en el suelo con los demás hombres de su vagón. Se dio cuenta de que formaban un pelotón, y de que estarían juntos en el futuro próximo. A la mañana siguiente conocieron a su oficial, un teniente segundo de juventud desconcertante apellidado Tomchak. Los sacó de Ostrolenka por un camino que llevaba al noroeste.
El teniente segundo Tomchak dijo a Grigori que eran el XIII Cuerpo, que estaban a las órdenes del general Kliuev, y que formaban parte del II Ejército ruso, cuyo comandante era el general Samsonov. Cuando Grigori transmitió esa información a los demás hombres, estos se asustaron, porque el número trece daba mala suerte, y el sargento Gávrik dijo:
—Ya te dije que no era asunto tuyo, Peshkov, maldito marica chupapollas.
No se habían alejado mucho de la ciudad cuando terminó el camino de grava para dar paso a una senda arenosa que atravesaba el bosque. Los carros de avituallamiento quedaron encallados, y los conductores vieron que un solo caballo no podía tirar de un carromato del ejército por la arena. Tuvieron que desenjaezar todas las bestias y enjaezar dos por carromato, y hubo que abandonar a la vera del camino todos los carros que iban a remolque.
Marcharon el día entero y volvieron a dormir bajo las estrellas. Todas las noches, al acostarse, Grigori pensaba: «Un día más y sigo vivo para cuidar de Katerina y del bebé».
Esa noche Tomchak no recibió órdenes, así que se quedaron sentados bajo los árboles hasta la mañana siguiente. Grigori se alegró; le dolían las piernas por la marcha del día anterior y los pies por las botas nuevas. Los campesinos estaban acostumbrados a caminar todo el día y se reían de la debilidad de los soldados de ciudad.
A mediodía un mensajero les llevó órdenes de partir a las ocho de la mañana, cuatro horas antes de lo previsto.
No había provisiones para suministrar agua a los hombres que iniciaban la marcha, así que tendrían que saciar la sed en los pozos o cauces que encontrasen en el camino. Pronto aprendieron a beber hasta hartarse siempre que tenían la ocasión y a mantener la cantimplora reglamentaria llena hasta arriba. Tampoco contaban con medios para cocinar, y la única comida que tenían eran unas galletas secas, elaboradas con harina, agua y sal, a las que llamaban pan duro. Cada pocos kilómetros los reunían a todos para empujar un cañón encallado en algún pantano o banco de arena.
Marchaban hasta que se ponía el sol y volvían a dormir bajo los árboles.
Al mediodía de la tercera jornada salieron de un bosque y encontraron una granja en medio de unos campos de trigo y avena maduros. Era un edificio de dos plantas con un tejado inclinadísimo. En el patio había un cabezal de pozo de cemento y una estructura baja que tenía aspecto de pocilga, salvo por el hecho de que estaba limpia. El lugar parecía el hogar de un acaudalado terrateniente o, quizá, del hijo pequeño de un noble. Estaba cerrado con llave y deshabitado.
Kilómetro y medio más allá, para asombro de todos, el camino atravesaba una aldea con edificaciones similares, todas abandonadas. El descubrimiento empezó a hacer pensar a Grigori que habían cruzado la frontera y se habían adentrado en Alemania, y que aquellas lujosas casas eran los hogares de granjeros alemanes que habían huido, con sus familias y sus cabezas de ganado, escapando de la inminente llegada del ejército ruso. Pero ¿dónde estaban las casuchas de los campesinos pobres? ¿Qué había pasado con las boñigas de los cerdos y las vacas? ¿Por qué no había vaquerizas en ruinas con las paredes llenas de agujeros tapados con tablones y techos plagados de boquetes?
Los soldados estaban exultantes.
—¡Están huyendo de nosotros! —exclamó un campesino—. Nos tienen miedo, a nosotros, a los rusos. ¡Tomaremos Alemania sin pegar ni un solo tiro!
Grigori sabía, gracias al círculo de debate de Konstantín, que el plan de los alemanes era conquistar primero Francia y luego ocuparse de Rusia. Los alemanes no se habían batido en retirada, estaban escogiendo el mejor momento para luchar. Aun así, habría sido sorprendente que hubieran entregado aquel excelente territorio sin combatir.
—¿Qué parte de Alemania es esta, señor? —preguntó a Tomchak.
—Lo llaman Prusia Oriental.
—¿Es la parte más rica del país?
—No creo —respondió Tomchak—. No veo ningún palacio.
—¿La gente corriente de Alemania es lo bastante rica como para vivir en casas como estas?
—Supongo que sí.
A todas luces, Tomchak, quien parecía recién salido del colegio, no sabía mucho más que Peshkov.
Grigori siguió avanzando, aunque se sentía desmoralizado. Siempre se había considerado un hombre bien informado, pero no tenía ni idea de que los alemanes vivieran tan bien.
Fue Isaak quien expresó sus dudas en voz alta.
—Nuestro ejército ya está teniendo problemas para alimentarnos, aunque no hemos pegado ni un solo tiro —dijo en voz baja—. ¿Cómo se supone que podemos combatir contra un pueblo que está tan bien organizado que tiene a los cerdos en casas de piedra?
Walter estaba eufórico por los acontecimientos acaecidos en Europa. Había muchas probabilidades de que estallara una guerra de corta duración y resultara en una victoria rápida para Alemania. Podría reunirse con Maud en Navidad.
A menos que muriera, por supuesto. Aunque, si eso ocurría, moriría feliz.
Se estremecía de alegría cada vez que recordaba la última noche que habían pasado juntos. No habían perdido ni un minuto de su valioso tiempo en dormir. Habían hecho el amor tres veces. La dificultad inicial, descorazonadora, había servido en realidad para intensificar su euforia. Entre acto y acto habían dormido juntos, hablando y acariciándose como sin darse cuenta. Fue una conversación sin igual. Cualquier cosa que Walter pudiera decirse a sí mismo, podía decírsela también a Maud. Jamás se había sentido tan unido a una persona.
Al rayar el alba, habían vaciado el frutero y se habían comido todos los bombones. Y, al final, habían tenido que marcharse: Maud para regresar a hurtadillas a la casa de Fitz, fingiendo ante el servicio que había salido a pasear temprano; y Walter a su apartamento, para cambiarse de ropa, preparar la bolsa de viaje y dar a su criado instrucciones de que enviara el resto de sus posesiones a su casa de Berlín.
En el taxi en el que hicieron el breve recorrido desde Knightsbridge a Mayfair fueron fuertemente agarrados de la mano sin apenas decir nada. Walter hizo detenerse al conductor antes de doblar la esquina y llegar a casa de Fitz. Maud lo besó una vez más, buscando con su lengua la de Walter, con una pasión desesperada. Se marchó y lo dejó preguntándose si volvería a verla alguna vez.
La guerra había empezado bien. El ejército alemán cruzaba Bélgica como una exhalación. Al sur, los franceses —movidos por el instinto más que por la estrategia— habían invadido Lorena, y lo único que habían logrado era que los acribillase la artillería alemana. En ese momento se batían en retirada total.
Japón se había puesto del lado de los aliados británicos y franceses, que, por desgracia, habían liberado a los soldados rusos del frente de Extremo Oriente para enviarlos al campo de batalla europeo. Sin embargo, los estadounidenses ya habían confirmado su neutralidad, lo que supuso un gran alivio para Walter. Reflexionó sobre lo pequeño que se había vuelto el mundo: Japón estaba en el extremo más oriental del planeta y Estados Unidos en el más occidental. La guerra abarcaba todo el globo.
Según los servicios secretos alemanes, los franceses habían enviado una serie de telegramas a San Petersburgo, en los que rogaban al zar que atacara con la esperanza de distraer la atención de los alemanes. Y los rusos habían avanzado más deprisa de lo que nadie esperaba. Su I Ejército había asombrado al mundo al cruzar la frontera con Alemania en apenas doce días a contar desde el inicio de la movilización. Mientras tanto, el II Ejército invadió los frentes situados más al sur, desde la cabeza de estación de Ostrolenka. De este modo, los rusos describieron una trayectoria envolvente cuyos flancos se cerraron en tenaza en las proximidades de una ciudad llamada Tannenberg. Ambos ejércitos se encontraron sin oposición.
El atípico letargo de los alemanes que permitió que esto ocurriera estaba a punto de tocar a su fin. El comandante en jefe de la región, el general Prittwitz, conocido como der Dicke, el Gordo, fue convenientemente despedido por el alto mando y sustituido por el dúo formado por Paul von Hindenburg, reincorporado de su jubilación, y Erich Ludendorff, uno de los pocos militares de carrera sin un aristocrático «von» en el nombre. Con cuarenta y nueve años, Ludendorff se encontraba entre los generales más jóvenes. Walter lo admiraba por haber llegado tan alto gracias exclusivamente a sus méritos, y estaba encantado de ser su oficial de enlace del servicio secreto.
El domingo 23 de agosto, en su viaje desde Bélgica a Prusia, hicieron una breve parada en Berlín, donde Walter pasó un momento fugaz con su madre en el andén de la estación. La nariz afilada de la mujer estaba enrojecida por un resfriado de verano. Abrazó a su hijo con fuerza, temblando de emoción.
—Estás a salvo —afirmó la dama.
—Sí, madre, estoy a salvo.
—Me preocupa muchísimo Zumwald. ¡Los rusos están tan cerca! —Zumwald era la finca campestre que los Von Ulrich tenían en la zona oriental del país.
—Estoy seguro de que allí todo va bien.
Pero a su madre no se la engañaba tan fácilmente.
—He hablado con la mujer del káiser. —La conocía bien—. Otras muchas damas también lo han hecho.
—No debería molestar a la familia real —la reprendió Walter—. Ya tienen muchas preocupaciones tal como están las cosas.
Su madre hizo un amago de sollozo.
—¡No podemos abandonar nuestras fincas y dejarlas a merced del ejército ruso!
Walter lo entendía. Él también detestaba imaginar a los primitivos campesinos rusos y sus bárbaros señores, que lo hacían todo látigo en mano, invadiendo las tierras de pastura y las huertas tan bien mantenidas del legado de los Von Ulrich. Los laboriosos granjeros alemanes, con sus musculosas mujeres, sus pulcros hijos lavados con estropajo y sus gordas reses, merecían protección. ¿No consistía en eso la guerra? Y él planeaba llevar a Maud a Zumwald algún día y enseñar el lugar a su esposa.
—Ludendorff detendrá el avance ruso, madre —dijo Walter. Esperaba estar en lo cierto.
Antes de que su madre pudiera responder, sonó la bocina del tren; Walter la besó y subió al vagón.
Von Ulrich sintió la presión de la responsabilidad personal por los reveses que estaba sufriendo Alemania en el frente oriental. Él era uno de los expertos de los servicios secretos que había previsto que los rusos no podrían atacar con tanta celeridad desde la orden de movilización de las tropas. Ese pensamiento lo mortificaba. Aunque tenía la sospecha de que no se había equivocado del todo, y de que los rusos estaban enviando tropas sin mucha formación en avanzadilla sin el avituallamiento necesario.
Esa sospecha se confirmó cuando llegó a Prusia Oriental a última hora de ese domingo con el séquito de Ludendorff, gracias a los informes que relataban que el I Ejército ruso, situado en el norte, había detenido la marcha. Habían entrado en Alemania, estaban a unos pocos kilómetros de la frontera, y la lógica militar dictaba que debían seguir avanzando a cualquier precio. ¿A qué estaban esperando? Walter se preguntó si estarían quedándose sin víveres.
Sin embargo, el brazo de la tenaza que quedaba situado más al sur seguía avanzando, y la prioridad de Ludendorff era detenerlo.
A la mañana siguiente, el lunes 24 de agosto, Walter entregó a Ludendorff dos informes valiosísimos. Ambos eran telegramas rusos, interceptados y traducidos por los servicios secretos alemanes.
El primero, enviado a las cinco y media de esa misma mañana por el general Rennenkampf, daba órdenes de marchar al I Ejército ruso. Al final Rennenkampf volvía a moverse, pero, en lugar de virar hacia el sur para cerrar la tenaza al reunirse con el II Ejército, inexplicablemente se dirigía hacia el oeste siguiendo una línea que no constituía amenaza alguna para las tropas germanas.
El segundo mensaje había sido remitido una hora después por el general Samsonov, comandante del II Ejército ruso. Ordenó que los XIII y el XV Cuerpos rusos fueran tras el XX Cuerpo alemán, que él creía que estaba en retirada.
—¡Esto es asombroso! —exclamó Ludendorff—. ¿Cómo hemos conseguido esta información? —Parecía sospechar algo, como si Von Ulrich pudiera haberlo traicionado. Walter tenía la sensación de que su superior desconfiaba de él como miembro de la rancia aristocracia militar—. ¿Conocemos sus códigos? —exigió saber Ludendorff.
—No usan códigos —respondió Walter.
—¿Envían las órdenes decodificadas? ¡Por el amor de Dios!, ¿por qué?
—Los soldados rusos no tienen la formación suficiente como para saber utilizar los códigos —explicó Walter—. Los informes de nuestro servicio secreto de preguerra indicaban que apenas están lo bastante formados como para saber utilizar los transmisores de telégrafo.
—Y, entonces, ¿por qué no usan los teléfonos de campaña? Una llamada de teléfono no puede ser interceptada.
—Seguramente se habrán quedado sin cable telefónico.
Ludendorff tenía la barbilla prominente y las comisuras de la boca hacia abajo; siempre parecía como si tuviera el gesto torcido con agresividad.
—Esto no será una trampa, ¿verdad?
Walter negó con la cabeza.
—La simple idea resulta inconcebible, señor. Los rusos apenas son capaces de organizar las comunicaciones más corrientes. El uso de falsos telegramas para engañar al enemigo es una posibilidad tan remota como la de que el hombre vaya a la Luna.
Ludendorff agachó la cabeza, que empezaba a ralear, sobre el mapa de la mesa que tenía delante. Era un trabajador incansable, aunque a menudo se sentía afligido por terribles dudas, y Walter se preguntó si se sentiría forzado a actuar por miedo al fracaso. Ludendorff puso un dedo en el mapa.
—El XIII y el XV Cuerpos de Samsonov desde el centro de la línea rusa —señaló—. Si avanzan…
Walter entendió de inmediato lo que estaba pensando Ludendorff: los rusos caerían en una «trampa sobre»; acabarían rodeados por tres flancos.
—A nuestra derecha tenemos a Von François y su I Cuerpo —prosiguió Ludendorff—. En el centro, a Scholtz y el XX Cuerpo, que se han replegado pero no están en retirada, al contrario de lo que creen los rusos, por lo visto. Y, a nuestra izquierda, aunque a cincuenta kilómetros al norte, tenemos a Mackensen y el XVII Cuerpo. Mackensen vigila el brazo septentrional de la tenaza rusa, pero si esos rusos se dirigen al lugar que no es, tal vez podamos ignorarlos, por el momento, y hacer que Mackensen vire hacia el sur.
—Una maniobra clásica —comentó Walter.
Era sencilla, pero a él no se le había ocurrido hasta que Ludendorff lo había señalado. Esa era la razón, pensó con admiración, de que Ludendorff fuera adjunto del jefe del Estado Mayor.
—Pero solo funcionará si Rennenkampf y el I Ejército ruso siguen avanzando en la dirección inadecuada —sentenció el general.
—Ya ha visto los telegramas interceptados, señor. Las órdenes rusas ya se han enviado al frente.
—Esperemos que Rennenkampf no cambie de opinión.
El batallón de Grigori no tenía comida, pero les había llegado una carretada de palas para que pudieran cavar una trinchera. Los hombres cavaban por turnos, relevándose cada media hora, así que no tardaron mucho en terminar. El resultado no quedó muy pulido, pero serviría.
Más temprano, ese mismo día, Grigori, Isaak y sus camaradas se habían topado con una posición alemana abandonada, y Grigori se había fijado en que sus trincheras describían una especie de zigzag a intervalos regulares, motivo por el cual no se podía ver bien a lo largo. El teniente segundo Tomchak dijo que el zigzag se llamaba través, pero que no sabía para qué servía. No ordenó a sus hombres que copiaran el diseño germano. Pero Grigori estaba seguro de que debía de tener alguna finalidad.
Grigori todavía no había disparado su fusil. Había escuchado tiroteos, fusiles, ametralladoras y fuego de artillería, y su unidad había tomado una parte importante del territorio alemán, pero, hasta el momento, no había disparado a nadie y nadie le había disparado a él. Adondequiera que llegaba el XIII Cuerpo, descubría que los alemanes acababan de marcharse.
Aquello no tenía ninguna lógica. Grigori empezaba a darse cuenta de que todo en la guerra resultaba confuso. Nadie estaba muy seguro de dónde se encontraban o de dónde se hallaba el enemigo. Habían muerto dos hombres del pelotón de Grigori, pero no a manos de los alemanes: uno se había pegado un tiro por accidente en el muslo con su propio fusil y se había desangrado hasta morir increíblemente rápido, y el otro había sido arrollado por un caballo desbocado y no había recuperado el conocimiento.
Llevaban días sin ver un carromato de cocina. Habían terminado con las raciones de emergencia e incluso se había acabado el «pan duro». Ninguno de ellos había comido nada desde la mañana del día anterior. Después de cavar la trinchera, se durmieron con hambre. Por suerte era verano, así que al menos no pasaron frío.
El tiroteo empezó al amanecer del día siguiente.
Se inició a cierta distancia hacia la izquierda de Grigori, aunque él veía las nubes de metralla estallando en lo alto y la tierra que se levantaba como en una erupción cuando los proyectiles impactaban contra ella. Sabía que debía de haber estado asustado, pero no lo estaba. Sentía hambre, sed, cansancio, dolor y aburrimiento, pero no miedo. Se preguntó si los alemanes se sentirían igual.
Se oyeron fuertes cañonazos a su derecha, a unos cuantos kilómetros al norte, pero donde estaban ellos permanecía todo en silencio.
—Como el ojo del huracán —sentenció David, el vendedor de cubos judío.
No tardaron en llegar las órdenes de avanzar. Agotados, salieron de la trinchera y empezaron a caminar.
—Supongo que deberíamos estar agradecidos —dijo Grigori.
—¿Por qué? —preguntó Isaak.
—Marchar es mejor que luchar. Nos han salido ampollas, pero seguimos vivos.
Por la tarde se acercaban a la ciudad que el teniente segundo Tomchak les había dicho que se llamaba Allenstein. Se dispusieron en formación de marcha a la entrada de la población y así llegaron al centro.
Para su asombro, Allenstein estaba llena de ciudadanos alemanes bien vestidos, encargándose de sus quehaceres normales de un jueves por la tarde: enviando cartas y comprando alimentos, paseando a sus bebés en los cochecitos. La unidad de Grigori se detuvo en un pequeño parque donde los hombres se sentaron a la sombra de unos árboles altos. Tomchak entró a una barbería que había por allí cerca y salió afeitado y con el pelo cortado. Isaak fue a comprar vodka, pero regresó contando que el ejército había puesto unos carteles en el exterior de todas las bodegas donde daban la orden de prohibir la entrada a los soldados.
Al final, llegó un carromato tirado por un caballo con un barril de agua fresca. Los hombres hicieron cola para llenar sus cantimploras. A medida que la tarde refrescaba y se acercaba la noche, fueron llegando más carros cargados con barras de pan, compradas o requisadas en las panaderías de la ciudad. Cayó la noche y durmieron bajo los árboles.
Al amanecer no hubo desayuno. Dejando un batallón atrás para mantener la posición en la ciudad, Grigori y los demás hombres del XIII Cuerpo recibieron la orden de abandonar Allenstein, en dirección sudoeste por el camino hacia Tannenberg.
Aunque no había visto acción, Grigori apreció un cambio de humor entre los oficiales. Recorrían la línea de arriba abajo al galope y se consultaban entre ellos apiñándose en grupitos y preocupados. Levantaban la voz al discutir: un comandante señalaba hacia un punto y un capitán hacía gestos en la dirección opuesta. Grigori seguía oyendo el estallido de la artillería pesada al norte y al sur, aunque parecía que se dirigía hacia el este mientras que el XIII Cuerpo avanzaba hacia el oeste.
—¿De quién es el fuego que se oye? —preguntó el sargento Gávrik—. ¿Nuestro o de ellos? ¿Y por qué se dirige hacia el este si nosotros vamos hacia el oeste? —El hecho de que no usara ninguna blasfemia hizo pensar a Grigori que estaba seriamente inquieto.
A unos pocos kilómetros de la salida de Allenstein, dejaron un batallón para vigilar la retaguardia, lo que sorprendió a Grigori, ya que él suponía que el enemigo iba por delante, no por detrás de ellos. Pensó, con el gesto torcido, que el XIII Cuerpo no daba abasto.
Alrededor del mediodía, su batallón se separó del de la marcha principal. Mientras sus camaradas siguieron en dirección sudoeste, a ellos los dirigieron hacia el sudeste, por un ancho sendero que cruzaba un bosque.
Allí, por fin, Grigori se topó con el enemigo.
Se detuvieron a descansar junto a un arroyo, y los hombres llenaron sus cantimploras. Grigori se metió entre los árboles para responder a una llamada de la naturaleza. Estaba de pie, oculto tras el grueso tronco de un pino, cuando oyó un ruido a su izquierda y se quedó atónito al ver, a un par de metros de distancia, a un oficial alemán, con su casco acabado en punta y todo, a lomos de un hermoso caballo negro. El alemán estaba mirando por un telescopio hacia el lugar donde se había detenido el batallón. Grigori se preguntó qué estaría mirando: el hombre no podría ver mucho a través de los árboles. Tal vez intentaba imaginar si los uniformes eran rusos o alemanes. Estaba sentado con la quietud de una estatua de la plaza de San Petersburgo, pero su caballo no estaba tan quieto, y se movía y repetía el ruido que había puesto en alerta a Grigori.
El joven se abrochó con cuidado la bragueta, agarró su fusil y se retiró caminando de espaldas, manteniendo siempre el árbol entre el alemán y él.
De pronto, el hombre se movió. Grigori sufrió un instante de pavor pues creía que lo habían visto; pero el alemán hizo un experto viraje con el caballo y se dirigió hacia el oeste al trote.
Grigori regresó corriendo junto al sargento Gávrik.
—¡He visto un alemán! —dijo.
—¿Dónde?
Grigori señaló con el dedo.
—Por allí… yo estaba meando.
—¿Estás seguro de que era un alemán?
—Llevaba un casco acabado en punta.
—¿Qué estaba haciendo?
—Estaba sentado sobre su caballo, mirando por un telescopio.
—¡Era de la unidad de reconocimiento! —exclamó Gávrik—. ¿Le has disparado?
Fue en ese momento cuando Grigori recordó que se suponía que debía matar soldados alemanes, no huir de ellos.
—Se me ocurrió que tenía que venir a contárselo —respondió, apocado.
—¡Eres un maldito cagado! ¿Para qué crees que te hemos dado un arma, imbécil? —gritó Gávrik.
Grigori miró el fusil cargado que llevaba en las manos, con su bayoneta de aspecto amenazante. Claro que debería de haber disparado. ¿En qué estaría pensando?
—Lo siento —dijo.
—Ahora que lo has dejado escapar, ¡el enemigo sabrá dónde estamos!
Grigori se sentía humillado. Durante su formación como reservista jamás habían hablado de esa situación, aunque debería haber sido capaz de imaginársela.
—¿En qué dirección se ha ido? —exigió saber Gávrik.
Al menos, Grigori sí podía responder a eso.
—Hacia el oeste.
Gávrik se volvió y se dirigió a toda prisa hacia el teniente segundo Tomchak, que estaba apoyado contra un árbol, fumando. Unos minutos después, Tomchak tiró el cigarrillo y se dirigió hacia el comandante Bobrov, un atractivo oficial de más edad y melena canosa.
Después de aquello, todo sucedió muy deprisa. No tenían artillería, pero la sección de ametralladoras descargó sus armas de los carros. Los seiscientos hombres del batallón fueron distribuidos en una línea irregular que iba de norte a sur y que cubría una extensión de novecientos metros. Escogieron un par de hombres para ir por delante. A continuación, los demás avanzaron lentamente hacia el oeste, en dirección a la puesta de sol, agachados entre la maleza.
Pasados unos minutos, empezaron a caer los proyectiles. Producían una especie de chillido al cruzar el aire, luego impactaban contra la cúpula del bosque para acabar aterrizando en el suelo a unos metros por detrás de Grigori y explotaban con una ruidosa deflagración que sacudía la tierra.
—Ese soldado de reconocimiento les ha dado nuestra posición y el alcance de tiro —dijo Tomchak—. Disparan al lugar donde estábamos. Menos mal que nos hemos movido.
Pero los alemanes también sacaban sus conclusiones y, al parecer, se dieron cuenta de su error, porque el siguiente proyectil cayó justo enfrente de la trayectoria en la que avanzaban los rusos.
Los hombres que rodeaban a Grigori estaban con los nervios de punta. Miraban a su alrededor constantemente, sostenían el fusil en alto, listo para disparar, y se insultaban a la menor provocación. David no dejaba de mirar al cielo como si hubiera podido ver cómo caía el proyectil y agacharse para esquivarlo. Isaak tenía una expresión agresiva, como la que ponía en el campo de fútbol cuando el equipo contrario empezaba a jugar sucio. Grigori descubrió que la certeza de que alguien estaba haciendo todo lo posible por matarte resultaba terriblemente angustiante. Se sentía como si le hubieran dado una malísima noticia pero no pudiera recordar cuál. Tenía la alocada fantasía de cavar un agujero en el suelo y esconderse dentro.
Se preguntó qué verían los francotiradores enemigos. ¿Había un vigilante apostado en una colina o batiendo el bosque con un par de potentes binoculares alemanes? No se veía a ningún otro hombre en el bosque, aunque tal vez hubiera seiscientos agrupados moviéndose entre los árboles.
Alguien había decidido que el alcance de tiro era el adecuado, porque durante los segundos que siguieron impactaron varios proyectiles en ese punto, y algunos dieron en el blanco. Se producían explosiones ensordecedoras a ambos lados de Grigori; surtidores de tierra se elevaban en el aire, los hombres gritaban y salían volando partes de cuerpos desmembrados. Grigori temblaba, aterrorizado. No se podía hacer nada, no había forma de protegerse: todo dependía de que te alcanzara un proyectil o no te alcanzara. Apretó el paso, como si ir más deprisa pudiera ayudar. Los demás hombres debían de haber pensado lo mismo, porque, sin orden previa, todos empezaron a avanzar a paso ligero.
Grigori agarró su fusil con las manos sudorosas e intentó no dejarse llevar por el miedo. Cayeron más proyectiles, por delante y por detrás de él, a derecha e izquierda. Corrió más deprisa.
El fuego de artillería se intensificó de tal manera que ya no era capaz de distinguir los proyectiles por separado: no había más que un ruido continuo como de un centenar de trenes expresos. Luego fue como si el batallón penetrase en la zona de tiro de los francotiradores, porque los impactos empezaron a producirse detrás de ellos. Pronto, la lluvia de proyectiles fue disminuyendo. Pasados unos minutos, Grigori se dio cuenta del porqué. Delante de él apareció una ametralladora y entendió, angustiado y aterrorizado, que estaba cerca de la línea enemiga.
Ráfagas de ametralladora barrían el bosque, desgarrando el follaje y astillando los pinos. Grigori escuchó una explosión a su lado y vio caer a Tomchak. Se arrodilló junto al teniente segundo, y vio la sangre en su cara y en la pechera de la guerrera. Con horror, observó que uno de sus ojos había quedado destrozado. Tomchak intentó moverse, pero entonces chilló de dolor. Grigori se preguntó en voz alta: «¿Qué hago? ¿Qué hago?». Podría haber vendado una herida en la piel, pero ¿cómo podía ayudar a un hombre al que habían disparado en el ojo?
Sintió un golpe en la cabeza y vio que Gávrik pasaba por su lado corriendo y gritando:
—Sigue moviéndote, Peshkov, ¡maldito estúpido!
Se quedó mirando durante un rato más a Tomchak. Le pareció que el oficial había dejado de respirar. No podía estar seguro, pero de todas formas se puso en pie y salió disparado.
El fuego se intensificó. El miedo de Grigori se tornó rabia. Las balas del enemigo producían una sensación de indignación. En su fuero interno, sabía que se trataba de un pensamiento irracional, pero no podía evitarlo. De pronto quiso matar a esos bastardos. Un par de cientos de metros por delante, pasado el claro, vio uniformes grises y cascos acabados en punta. Hincó una rodilla en el suelo detrás de un árbol, echó un vistazo por un lado del tronco, levantó el fusil, avistó un alemán y, por primera vez, apretó el gatillo.
No ocurrió nada, y entonces recordó el seguro.
No era posible quitar el seguro de un Mosin-Nagant si se tenía apoyado en el hombro. Bajó el fusil, se sentó en el suelo detrás del árbol y se apoyó la culata en la cara interior del codo; luego giró el enorme cerrojo curvo con el que se quitaba el seguro.
Echó un vistazo a su alrededor. Sus camaradas habían dejado de correr y se habían puesto a cubierto como él. Algunos estaban disparando, otros recargando sus fusiles, otros se retorcían de dolor por las heridas, y otros estaban tendidos, paralizados por la muerte.
Grigori se asomó por un lado del tronco, se apoyó el arma en el hombro y entrecerró un ojo para mirar por el cañón. Vio un fusil que sobresalía por detrás de un arbusto y un casco acabado en punta justo por encima. Tenía el corazón henchido de odio y apretó el gatillo a toda velocidad, cinco veces seguidas. El fusil al que apuntaba se retiró a toda prisa, pero no cayó, y Grigori supuso que había fallado. Se sintió decepcionado y frustrado.
El Mosin-Nagant solo tenía cinco disparos. Sacó sus cartuchos y recargó el fusil. En ese momento quería matar tantos alemanes como pudiera.
Volvió a mirar por un lado del árbol y localizó a un alemán escapando por un claro del bosque. Vació el cargador, pero el hombre siguió corriendo y desapareció tras una arboleda.
Grigori se dio cuenta de que no todo consistía en disparar. Abatir al enemigo era difícil; mucho más difícil en la contienda real que en la reducida cantidad de prácticas de tiro que había hecho durante su formación. Tendría que intentarlo con más ahínco.
Mientras volvía a recargar, oyó los disparos de una ametralladora y la vegetación que lo rodeaba quedó arrasada. Pegó la espalda al tronco del árbol y encogió las piernas, para convertirse en un blanco más pequeño. Su oído le indicó que la ametralladora debía de estar a unos cientos de metros a su derecha.
Cuando el arma dejó de disparar, Grigori escuchó gritar a Gávrik:
—¡Apuntad a esa ametralladora, imbéciles! ¡Disparadles mientras están recargando!
Grigori asomó la cabeza y buscó el nido de ametralladoras. Localizó el trípode colocado entre dos grandes árboles. Apuntó con su fusil y luego hizo una pausa. Se recordó que no todo consistía en disparar. Respiró con calma, equilibró el pesado cañón y apuntó al casco que tenía en el punto de mira. Bajó un poco el arma hasta apuntar al pecho del hombre. La guerrera del uniforme estaba desabrochada a la altura del tórax: el hombre estaba acalorado por el esfuerzo.
Grigori apretó el gatillo.
Falló. Por lo visto, el alemán no se había percatado del disparo. Grigori no tenía ni idea de adónde podía haber ido a parar la bala.
Volvió a disparar y vació el cargador sin obtener resultados. Era una locura. Esos cerdos intentaban matarlo y él era incapaz de darle siquiera a uno. Tal vez estuviera demasiado lejos. O tal vez, simplemente, era mal tirador.
La ametralladora reanudó los disparos y todo el mundo se quedó de piedra.
Apareció el comandante Bobrov, avanzando a cuatro patas sobre el manto del bosque.
—¡Hombres! —gritó—. ¡A mi orden, carguen contra esa ametralladora!
«Debes de estar loco —pensó Grigori—. Pues yo no lo estoy.»
El sargento Gávrik repitió la orden.
—¡Preparaos para cargar contra ese nido de ametralladoras! ¡Esperad la orden!
Bobrov se enderezó y corrió en cuclillas a lo largo de la línea. Grigori lo escuchó gritar la misma orden un poco más allá. «Pierdes el tiempo —pensó Grigori—. ¿Te has creído que somos suicidas?»
El traqueteo de la ametralladora se acalló, y el comandante se puso en pie y quedó expuesto sin remedio. Había perdido la gorra y su pelo cano lo convertía en un blanco muy visible.
—¡Adelante! —gritó.
Gávrik repitió la orden.
—¡Vamos, vamos, vamos!
Tanto Bobrov como Gávrik dieron ejemplo y salieron corriendo entre los árboles y en dirección hacia el nido de ametralladoras. De pronto, Grigori se encontró haciendo lo mismo, pisoteando los matojos y las hojas caídas, corriendo medio agachado e intentando que no se le cayera su fusil pesado y difícil de manejar. La ametralladora permanecía en silencio, pero los alemanes disparaban con todas sus demás armas, y el efecto de docenas de fusiles disparando al mismo tiempo resultaba casi enloquecedor, pero Grigori siguió corriendo como si fuera lo único que pudiera hacer. Vio al equipo de tiradores de la ametralladora recargando desesperado, toqueteando torpemente el cañón, con el rostro desencajado por el miedo. Algunos soldados rusos estaban disparando, pero Grigori no tuvo tanta presencia de ánimo; se limitaba a seguir corriendo. Seguía a cierta distancia de la ametralladora cuando vio a tres alemanes ocultos tras un arbusto. Parecían terriblemente jóvenes, y se quedaron mirándolo, asustados. Los encañonó con su fusil de bayoneta levantado ante sí, como si fuera una lanza medieval. Oyó que alguien gritaba y se dio cuenta de que había sido él mismo. Los tres jóvenes salieron huyendo.
Grigori fue tras ellos, pero estaba débil por el hambre y ellos no tardaron en escaparse. Recorridos unos cientos de metros, se detuvo, agotado. Por todos lados había alemanes a la fuga y rusos persiguiéndolos. El grupo de la ametralladora había abandonado el arma. Grigori supuso que debía de ponerse a disparar, pero, por el momento, no tenía fuerzas ni para levantar el fusil.
El comandante Bobrov reapareció corriendo a lo largo de la línea rusa.
—¡Avancen! —gritó—. ¡No los dejen escapar!, ¡mátenlos a todos o ellos volverán a matarlos algún día! ¡Adelante!
Exhausto, Grigori empezó a correr. Pero giraron las tornas. Estalló el caos a su izquierda: tiros, gritos, insultos. De pronto aparecieron soldados rusos procedentes de esa dirección corriendo para salvar la vida. Bobrov, quien estaba de pie junto a Grigori, exclamó:
—Pero ¿qué demonios…?
Grigori se dio cuenta de que estaban atacándolos por un flanco.
—¡Manténganse firmes! —gritó Bobrov—. ¡A cubierto y disparen!
Nadie lo escuchaba. Los recién llegados salieron corriendo hacia el bosque, muertos de miedo, y los compañeros de Grigori empezaron a unirse al grupo en desbandada, que se volvía hacia la derecha y salía corriendo en dirección al norte.
—¡Conserven la posición, soldados! —gritó Bobrov. Sacó su pistola—. ¡He dicho que mantengan la posición! —Apuntó al grupo de soldados rusos que pasó corriendo junto a él—. ¡Se lo advierto, dispararé a los desertores!
Se oyó un estallido y la sangre le manchó el pelo. Cayó al suelo. Grigori no sabía si había caído por una bala perdida alemana o por una de su propio bando.
Se volvió para huir corriendo con los demás.
Llegaban tiros de todas partes. Grigori no sabía quién disparaba a quién. Los rusos se dispersaron por el bosque, y, poco a poco, le pareció que iba dejando el fragor de la batalla atrás. Siguió corriendo mientras pudo, pero al final cayó sobre un lecho de hojas, agotado, incapaz de continuar. Se quedó allí tirado durante largo rato, con la sensación de estar paralizado. Vio que seguía llevando el fusil, lo que le sorprendió: no sabía por qué no lo había soltado.
Al final se levantó como pudo. Advirtió que hacía ya un rato que le dolía la oreja derecha. Se la tocó y chilló de dolor. Le quedaron los dedos pegajosos por la sangre. Volvió a palparse la oreja con cuidado. Espantado, descubrió que gran parte del cartílago había desaparecido. Lo habían herido y no se había dado cuenta. En algún momento, una bala le había arrancado media oreja.
Revisó su fusil. El cargador estaba vacío. Lo recargó, aunque no estaba seguro de por qué lo hacía: parecía incapaz de dar a nadie. Puso el seguro.
Supuso que los rusos habían caído en una emboscada. Los habían hecho avanzar hasta quedar rodeados y, entonces, los alemanes habían cerrado la trampa.
¿Qué debía hacer? No había nadie a la vista; no recibiría órdenes de ningún oficial. Sin embargo, no podía quedarse donde estaba. El cuerpo estaba en retirada, eso era seguro, así que pensó que debía retroceder. Si quedaba alguna tropa rusa, seguramente estaría al este.
Se volvió, dejando el sol de poniente a su espalda, y empezó a caminar. Avanzó por el bosque con el mayor sigilo posible, sin saber dónde podrían estar los alemanes. Se preguntó si la totalidad del II Ejército habría sido abatida o si habría huido. Comprendió que podía morir de hambre en el bosque.
Después de una hora de recorrido se detuvo a beber en un arroyo. Pensó en limpiarse la herida, pero decidió que sería mejor no tocarla. Tras saciar su sed, descansó, acurrucado en el suelo, con los ojos cerrados. No tardaría en anochecer. Por suerte, el clima era seco y podía dormir a ras de suelo.
Estaba medio dormido cuando oyó un ruido. Levantó la mirada y se quedó impactado al ver que se trataba del oficial alemán a caballo, que avanzaba entre los árboles a unos diez metros de distancia. El hombre había pasado sin ver a Grigori tendido junto al arroyo.
Con sigilo, Peshkov agarró su fusil y quitó el seguro. Se arrodilló, se lo apoyó en el hombro y apuntó con cuidado al centro de la espalda del alemán. El hombre se encontraba en ese momento a unos trece metros: un blanco perfecto para un fusil.
En el último momento, el alemán percibió el peligro gracias a su sexto sentido y se volvió sobre la silla de montar.
Grigori apretó el gatillo.
El tiro sonó ensordecedor en el silencio del bosque. El caballo dio un salto hacia delante. El oficial cayó hacia un lado y golpeó contra el suelo, pero le quedó un pie enganchado en el estribo. El caballo lo arrastró sobre el manto del bosque durante unos cien metros, luego deceleró y se detuvo.
Grigori permaneció escuchando atentamente por si el ruido del disparo había atraído a alguien más. Solo se oía la suave brisa que revolvía las hojas.
Se dirigió hacia el caballo. A medida que se acercaba se puso el fusil al hombro y apuntó al oficial, aunque fue una precaución innecesaria. El hombre estaba tendido sin moverse, boca arriba, con los ojos muy abiertos y su casco acabado en punta tirado junto a él. Tenía el pelo rubio y muy corto, y unos ojos verdes bastante bonitos. Podía ser el hombre que Grigori había visto antes; no podía asegurarlo. Lev sí lo habría sabido, se habría acordado del caballo.
Grigori destapó las alforjas. En una iban los mapas y el telescopio. En la otra, había una salchicha y un trozo de pan negro. Grigori estaba muerto de hambre. Le dio un mordisco a la salchicha. Era un embutido de fuerte sabor especiado, con pimienta, finas hierbas y ajo. La pimienta le subió los colores y le hizo sudar. Masticó a toda prisa, tragó y luego se metió un montón de pan en la boca. La comida estaba tan buena que podría haber roto a llorar. Se quedó ahí de pie, apoyado contra el flanco del enorme caballo, comiendo todo lo rápido que podía, mientras el hombre al que había matado lo miraba con sus ojos verdes de muerto.
—Calculamos unas treinta mil bajas rusas, general —indicó Walter a Ludendorff. Intentaba que su entusiasmo no resultara muy evidente, pero la victoria alemana era sobrecogedora y no podía dejar de sonreír.
Ludendorff mantenía fríamente sus emociones bajo control.
—¿Prisioneros?
—En el último recuento eran unos noventa y dos mil, señor.
Eran unas cifras asombrosas, pero Ludendorff se tomaba las cosas con calma.
—¿Algún general?
—El general Samsonov se ha suicidado. Tenemos su cuerpo. Martos, comandante del XV Cuerpo ruso, ha sido hecho prisionero. Hemos requisado quinientas armas de artillería.
—En resumen —dijo Ludendorff, que al final levantó la mirada de su escritorio de campaña—. El II Ejército ruso ha sido borrado del mapa. Ya no existe.
Walter no podía evitar sonreír.
—Sí, señor.
Ludendorff no correspondió la sonrisa. Agitó la hoja de papel que había estado estudiando.
—Lo que hace que estas noticias resulten aún más irónicas.
—¿Señor?
—Nos envían refuerzos.
Walter se quedó boquiabierto.
—¿Qué? Disculpe, general… ¿refuerzos?
—Estoy tan sorprendido como usted. Tres cuerpos de infantería y una división de caballería.
—¿Desde dónde?
—Desde Francia, donde necesitamos hasta al último hombre si queremos que el Plan Schlieffen funcione.
Walter recordó que Ludendorff había trabajado en los detalles del Plan Schlieffen, con su acostumbrada energía y meticulosidad, y sabía lo que era necesario en Francia, hasta el último hombre, caballo y bala.
—Pero ¿cómo se ha tomado esa decisión? —preguntó Walter.
—No lo sé, pero lo puedo suponer. —El tono de Ludendorff se tornó más amargo—. Es una cuestión política. Las princesas y las condesas de Berlín han estado lloriqueando y suplicando a la esposa del káiser por la protección de sus fincas familiares, de las que se están apoderando los rusos. El alto mando ha cedido a la presión.
Walter sintió que se ruborizaba. Su propia madre era una de las damas que habían estado dando la lata a la esposa del káiser. Porque el hecho de que las mujeres se preocupasen y pidiesen protección era algo comprensible, pero que el ejército cediera a sus súplicas y se arriesgase a hacer descarrilar toda la estrategia de ataque, resultaba imperdonable.
—¿Eso no es exactamente lo que quieren los aliados? —preguntó, indignado—. Los franceses convencieron a los rusos para que invadieran con un ejército que no estaba preparado del todo, con la esperanza de que a nosotros nos entrara el miedo y corriéramos a enviar refuerzos al frente oriental, y ¡así dejar debilitadas a nuestras filas en Francia!
—Exacto. Los franceses se están retirando: están superados en número, en armamento, se sienten moralmente derrotados. Su única esperanza era que pudiéramos distraernos. Y han visto su deseo cumplido.
—Y bien —dijo Walter con desesperación—, pese a nuestra gran victoria en el este, ¡los rusos han logrado la ventaja estratégica que sus aliados necesitaban en el oeste!
—Sí —corroboró Ludendorff—. Exacto.