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4 de agosto de 1914

I

Al amanecer, Maud se levantó y se sentó a su tocador para escribir una carta. Tenía una pila del papel azul de Fitz en el cajón, y cada día le llenaban el tintero de plata. «Cariño mío», empezó a escribir, pero entonces se detuvo a pensar.

Vio su reflejo en el óvalo del espejo. Llevaba el pelo alborotado y el camisón arrugado. Tenía la frente surcada de arrugas y un gesto triste. Se quitó un trocito de verdura verde de entre los dientes. «Si pudiera verme ahora —pensó—, a lo mejor no querría casarse conmigo.» Entonces se dio cuenta de que, si seguía adelante con su plan, así sería exactamente como la vería al día siguiente por la mañana. Era un pensamiento extraño, que le suscitaba miedo y emoción al mismo tiempo.

Escribió:

Sí, con todo mi corazón, deseo casarme contigo. Pero ¿qué plan tienes? ¿Dónde viviremos?

Había pasado la mitad de la noche pensando en ello. Los obstáculos parecían insalvables.

Si te quedas en Gran Bretaña, te encerrarán en un campo de prisioneros. Si nos vamos a Alemania, jamás te veré porque estarás lejos de casa, con el ejército.

Además, sus familias podían suponer más problemas que las autoridades.

¿Cuándo les hablaremos de la boda a nuestros familiares? No con antelación, por favor, porque Fitz encontrará la forma de detenernos. Incluso después tendremos dificultades con él y con tu padre. Dime qué piensas.

Te quiero muchísimo.

Selló el sobre y escribió la dirección del apartamento de Walter, que quedaba a unos cuatrocientos metros de allí. Tocó la campanilla y, unos minutos después, su doncella llamó a la puerta. Sanderson era una muchacha regordeta y con una sonrisa enorme.

—Si el señor Ulrich ha salido, ve a la embajada alemana, que está en Carlton House Terrace —dijo Maud—. De cualquier forma, espera su respuesta. ¿Está claro?

—Sí, milady.

—Y no hace falta que le cuentes a nadie más del servicio lo que vas a hacer.

Una expresión de preocupación tiñó el joven rostro de Sanderson. Muchas doncellas participaban en las intrigas de sus señoras, pero Maud nunca había tenido amoríos secretos, y Sanderson no estaba acostumbrada al engaño.

—¿Qué digo cuando el señor Grout me pregunte a dónde voy?

Maud lo pensó un momento.

—Dile que tienes que comprarme ciertos artículos femeninos. —El bochorno pondría freno a la curiosidad de Grout.

—Sí, milady.

Sanderson salió de la habitación y Maud se vistió.

No estaba segura de cómo iba a mantener una apariencia de normalidad delante de su familia. Puede que Fitz no percibiera su estado de ánimo —los hombres rara vez eran capaces de hacerlo—, pero tía Herm no era ajena por completo a cuanto la rodeaba.

Bajó a la hora del desayuno, aunque estaba demasiado nerviosa para tener hambre. Tía Herm estaba dando buena cuenta de un arenque ahumado, y a Maud el olor le revolvió un poco el estómago. Dio unos sorbitos de café.

Fitz apareció un minuto después. Se sirvió un arenque del aparador y abrió The Times. «¿Qué hago yo normalmente? —se preguntó Maud—. Hablo de política, así que eso es lo que debo hacer ahora.»

—¿Pasó algo anoche? —dijo.

—Vi a Winston después de la reunión del gabinete —contestó Fitz—. Vamos a pedirle al gobierno alemán que retire su ultimátum a Bélgica. —Imprimió un énfasis desdeñoso a la palabra «pedirle».

Maud no se atrevió a sentir esperanza.

—¿Significa eso que no hemos dejado por completo de trabajar por la paz?

—Como si lo hubiéramos hecho —repuso él con desprecio—. No sé qué se traerán entre manos los alemanes, pero no parece probable que cambien de opinión por recibir una petición educada.

—A veces hay que agarrarse a un clavo ardiendo.

—No nos estamos agarrando a ningún clavo ardiendo. Estamos siguiendo el ritual preliminar a una declaración de guerra.

Maud, consternada, pensó que su hermano tenía razón. Todos los gobiernos querrían decir que ellos no habían deseado la guerra, pero que se habían visto obligados a entrar en ella. Fitz no daba muestras de que hubiera peligro alguno para él mismo, en ningún momento había dado a entender que esas escaramuzas diplomáticas pudieran resultar en una herida mortal para él. Maud deseaba protegerlo y, al mismo tiempo, tenía ganas de estrangularlo por su necia obstinación.

Para distraerse, hojeó un poco el Manchester Guardian. Contenía un anuncio a toda plana publicado por la Liga de la Neutralidad con la siguiente consigna: «Británicos, cumplid con vuestro deber y no permitáis que vuestro país entre en una guerra infame y estúpida». A Maud le gustó saber que todavía quedaba gente que pensaba igual que ella, aunque no tuvieran posibilidad alguna de prevalecer.

Sanderson llegó con un sobre en una bandejita de plata. Sobresaltada, Maud reconoció la letra de Walter. Sintió terror. ¿En qué estaba pensando la doncella? ¿Acaso no se daba cuenta de que, si la nota original debía mantenerse en secreto, la respuesta debía ser tratada de la misma forma?

No podía leer la nota de Walter delante de Fitz. Con el corazón acelerado, la cogió fingiendo despreocupación, la dejó caer junto a su plato y después le pidió a Grout un poco más de café.

Se puso a mirar su periódico para ocultar el pánico. Fitz no le censuraba el correo, pero, como cabeza de familia, tenía derecho a leer toda carta dirigida a cualquier mujer emparentada con él que viviera en su casa. Ninguna dama respetable pondría objeciones a eso.

Tenía que acabarse el desayuno lo más deprisa posible y llevarse el sobre de allí sin abrir. Intentó comer un pedazo de tostada y tuvo que esforzarse para hacer pasar las migas por su garganta seca.

Fitz apartó la vista de The Times.

—¿Es que no piensas leer tu carta? —preguntó. Y luego, para horror de Maud, añadió—: Parece que sea la letra de Von Ulrich.

No tenía alternativa. Rasgó el sobre con un cuchillo de la mantequilla limpio e intentó que su cara mostrara una expresión neutra.

Nueve de la mañana

Amor mío:

A todos los de la embajada nos han dicho que hagamos la maleta, paguemos nuestras cuentas y estemos listos para abandonar Gran Bretaña avisados con unas horas de antelación.

Tú y yo no debemos hablarle a nadie de nuestro plan. Después de esta noche regresaré a Alemania y tú te quedarás aquí, viviendo con tu hermano. Todo el mundo coincide en que esta guerra no puede durar más que unas cuantas semanas o, como mucho, unos meses. En cuanto haya terminado, si los dos seguimos vivos, haremos partícipe al mundo de nuestras noticias y comenzaremos una nueva vida juntos.

Y, por si no logramos sobrevivir a la guerra, oh, por favor, disfrutemos de una noche de felicidad como marido y mujer.

Te quiero.

W.

P. D. Alemania ha invadido Bélgica hace una hora.

A Maud le daba vueltas la cabeza. ¡Casados en secreto! Nadie tendría noticia. Los superiores de Walter seguirían confiando en él sin saber que estaba casado con una enemiga; y él podría luchar tal como le exigía su honor, e incluso trabajar en los servicios secretos. Los hombres seguirían cortejando a Maud, creyéndola soltera, pero ella sería capaz de manejar la situación: llevaba años dando calabazas a sus pretendientes. Vivirían separados hasta el final de la guerra, que se produciría al cabo de unos cuantos meses, a más tardar.

Fitz interrumpió el hilo de sus pensamientos.

—¿Qué dice?

Maud se quedó en blanco. No podía contarle a Fitz nada de eso. ¿Cómo iba a responder a su pregunta? Bajó la mirada hacia la hoja de papel color crema y la recta caligrafía, y sus ojos se toparon con la posdata.

—Dice que Alemania ha invadido Bélgica a las ocho en punto de esta mañana.

Fitz dejó el tenedor.

—Entonces, ya está. —Por una vez, incluso parecía conmocionado.

—¡Pobre Bélgica, con lo pequeñita que es! Me parece que esos alemanes son unos matones de mucho cuidado —dijo tía Herm. Entonces pareció desconcertada y añadió—: Salvo herr Von Ulrich, desde luego. Él es encantador.

—Adiós a la educada petición del gobierno británico —dijo Fitz.

—Es una locura —replicó Maud, desolada—. Miles de hombres van a morir en un conflicto que nadie desea.

—Creía que apoyarías la guerra —dijo Fitz, con ganas de discutir—. A fin de cuentas, estaremos defendiendo a Francia, que es la única democracia auténtica que hay en Europa, aparte de nosotros. Y nuestros enemigos serán Alemania y Austria, cuyos parlamentos electos carecen prácticamente de poder.

—Pero nuestro aliado será Rusia —adujo Maud con amargura—. Así que estaremos luchando para preservar también la monarquía más brutal y retrógrada de Europa.

—Entiendo lo que quieres decir.

—En la embajada les han dicho a todos que hagan las maletas —siguió explicando Maud—. Puede que no volvamos a ver a Walter. —Dejó la carta en la mesa, como sin darle más importancia.

No sirvió de nada.

—¿Puedo verla? —preguntó Fitz.

Maud se quedó de piedra. No podía enseñársela de ninguna manera. No solo la encerraría: si leía esa frase de «una noche de felicidad», puede que se hiciera con una pistola y fuese a matar a Walter.

—¿Puedo? —repitió Fitz, tendiendo una mano.

—Desde luego —convino ella. Dudó un segundo más y entonces cogió la carta. En el último instante recibió una inspiración y volcó su taza, con lo que el café se derramó sobre el papel—. Ay, vaya por Dios —dijo, comprobando con alivio que el café había hecho que la tinta azul se corriera y que las palabras resultaran ya ilegibles.

Grout se acercó enseguida y empezó a limpiar el estropicio. Fingiendo querer ser de ayuda, Maud cogió la carta y la dobló, asegurándose de que la letra que pudiera haber escapado al café quedara esta vez bien empapada.

—Lo siento, Fitz —dijo—. Pero la verdad es que no había más información que esa.

—No importa —repuso él, y siguió leyendo su periódico.

Maud se llevó las manos al regazo para ocultar su temblor.

II

Aquello no fue más que el principio.

A Maud iba a resultarle difícil salir de casa sola. Igual que todas las damas de clase alta, se suponía que no debía ir a ninguna parte sin acompañante. Los hombres fingían que era porque les preocupaba mucho la protección de sus mujeres, pero en realidad se trataba de una forma de control. No cabía duda de que seguiría siendo así hasta que las mujeres consiguieran el voto.

Maud se había pasado la mitad de la vida buscando formas de desobedecer esa regla. Tendría que salir a hurtadillas, sin ser vista, lo cual era bastante complicado. Aunque en la mansión de Fitz en Mayfair solo vivían cuatro miembros de la familia, en todo momento había en la casa por lo menos una docena de criados.

Además, tendría que pasar toda la noche fuera sin que nadie se diera cuenta.

Preparó su plan con sumo cuidado.

—Tengo jaqueca —dijo cuando terminaron de comer—. Bea, ¿me disculparás si no bajo a cenar esta noche?

—Faltaría más —dijo Bea—. ¿Puedo ayudarte en algo? ¿Quieres que envíe a buscar al profesor Rathbone?

—No, gracias, no es nada grave. —Una jaqueca que no era grave era el eufemismo habitual para referirse al período menstrual, y todo el mundo lo aceptaba sin más comentarios.

Hasta ahí, todo bien.

Subió a su habitación y llamó a su doncella.

—Me voy a acostar, Sanderson —dijo, poniendo en práctica la pantomima que había ensayado con esmero—. Seguramente me quedaré guardando cama lo que queda del día. Por favor, dile al resto del servicio que no deseo que me molesten por ningún motivo. A lo mejor llamo para que me suban la cena en una bandeja, pero lo dudo. Me siento como si pudiera dormir un día entero.

Con eso se aseguraba de que nadie notase su ausencia durante el resto del día.

—¿Se encuentra mal, milady? —preguntó Sanderson con cara de preocupación. Había señoras que guardaban cama a menudo, pero en Maud no era habitual.

—No es más que la común dolencia femenina, solo que más fuerte que otras veces.

Maud se dio cuenta de que Sanderson no la creía. Ese mismo día ya había hecho salir a la doncella con un mensaje secreto, algo que nunca antes había sucedido. Sanderson sabía que ocurría algo fuera de lo normal, pero a las doncellas no se les permitía interrogar a sus señoras. La muchacha tendría que quedarse con la curiosidad.

—Y no me despierte por la mañana —añadió Maud. No sabía a qué hora regresaría, ni cómo entraría en la casa sin que nadie la viera.

Sanderson se marchó. Eran las tres y cuarto. Maud se desvistió deprisa y luego miró en su armario.

No estaba acostumbrada a sacar de allí su propia ropa; normalmente lo hacía Sanderson. Su vestido de paseo de color negro tenía un sombrero con velo a juego, pero no podía ir de negro en su boda.

Miró la hora en el reloj que había encima de la chimenea: las tres y veinte. No tenía tiempo para titubeos.

Escogió un elegante conjunto francés. Se puso una blusa ceñida con encajes blancos y cuello alto para realzar su cuello estilizado y, encima de la blusa, un vestido de un azul cielo tan pálido que era casi blanco. Siguiendo la última moda más atrevida, llegaba solo hasta cuatro o cinco centímetros por encima de los tobillos. Lo combinó con un sombrero de paja de ala ancha azul oscuro que llevaba un velo del mismo color, y un alegre parasol azul con forro blanco. También tenía un bolso de terciopelo con cierre de cordón que hacía juego con el conjunto. En él metió un peine, un frasquito de perfume y un par de calzones limpios.

El reloj dio las tres y media. Walter ya estaría fuera, esperando. Maud sintió que el corazón le palpitaba con fuerza.

Se bajó el velo y se contempló en un espejo de cuerpo entero. No es que fuera un vestido de novia, pero daría el pego, supuso, en un registro civil. Nunca había asistido a una boda no religiosa, así que no estaba muy segura.

Sacó la llave de la cerradura y se quedó un momento junto a la puerta cerrada, aguzando el oído. No quería encontrarse con nadie que pudiera hacerle preguntas. Quizá no pasara nada si la veía un lacayo o un limpiabotas, a quienes no les importaría lo que hiciera, pero a esas alturas todas las doncellas sabrían ya que se suponía que estaba indispuesta y, si se cruzaba con alguien de la familia, su engaño quedaría descubierto al instante. El bochorno era lo que menos le importaba, lo que temía era que intentaran detenerla.

Estaba a punto de abrir la puerta cuando oyó unos pasos vigorosos y percibió un olor a humo. Debía de ser Fitz, terminándose aún el puro de después de comer mientras salía hacia la Cámara de los Lores, o quizá al White’s Club. Maud esperó con impaciencia.

Al cabo de unos momentos, asomó la cabeza. El amplio pasillo estaba desierto. Salió, cerró la puerta, giró la llave y luego la guardó en su bolso de terciopelo. Así, cualquiera que intentara abrir daría por sentado que estaba durmiendo dentro.

Caminó sin hacer ruido por el pasillo enmoquetado hacia lo alto de la escalera y miró abajo. No había nadie en el vestíbulo. Bajó los escalones a toda prisa. Cuando llegó al descansillo de la mitad, oyó un ruido y se quedó inmóvil. La puerta del sótano se abrió de pronto y salió Grout. Maud contuvo la respiración. Miró hacia abajo y vio la cúpula pelada de la cabeza del mayordomo, que cruzaba el vestíbulo con dos decantadores de oporto. Caminaba de espaldas a la escalera y entró en el comedor sin mirar arriba.

Cuando cerró la puerta tras de sí, Maud bajó corriendo el último tramo de la escalera, mandando a paseo toda precaución. Abrió la puerta principal, salió y cerró de golpe. Demasiado tarde, deseó entonces haber sido más cuidadosa al cerrar.

La tranquila calle de Mayfair se caldeaba al sol de agosto. Maud miró a uno y otro lado, vio el carro de un pescadero tirado a caballo, a una niñera con un cochecito de paseo y a un chófer cambiando la rueda de un taxi a motor. A un centenar de metros, del otro lado de la calle, había un coche blanco con cubierta de lona azul. A Maud le gustaban los automóviles y reconoció ese: era un Benz 10/30 que pertenecía a Robert, el primo de Walter.

Mientras cruzaba la calle, vio a Walter bajar del coche y el corazón se le llenó de dicha. Llevaba un traje de mañana de color gris claro con un clavel rojo. Sus miradas se encontraron y, al ver su expresión, Maud supo que hasta ese momento no estuvo seguro de que ella acudiera a la cita. Aquella idea hizo que se le saltara una lágrima.

Sin embargo, el rostro de Walter enseguida se iluminó con deleite. Qué extraño y maravilloso era, pensó Maud, ser capaz de provocarle tanta felicidad a otra persona.

Se volvió con inquietud para mirar hacia la casa. Grout estaba en el umbral, mirando a un lado y a otro de la calle y arrugó la frente, extrañado. Maud supuso que había oído el portazo. Miró hacia delante con decisión, y lo que le vino entonces a la cabeza fue: «¡Libre al fin!».

Walter le besó la mano. Ella quería darle un beso de verdad, pero el velo se interponía entre ambos. Además, no era apropiado antes de la boda. Tampoco había necesidad de tirar por la ventana todas las convenciones.

Vio entonces que Robert iba al volante. Se llevó una mano al sombrero de copa gris para saludarla. Walter confiaba en él. Sería uno de los testigos.

Walter abrió la puerta y Maud subió al asiento de atrás. Ya había alguien en el interior, y la joven reconoció al ama de llaves de Ty Gwyn.

—¡Williams! —exclamó.

Williams sonrió.

—Será mejor que ahora me llames Ethel —dijo—. Voy a ser tu testigo de boda.

—Desde luego… lo siento. —Impulsivamente, Maud le dio un abrazo—. Gracias por venir.

El coche arrancó.

Maud se inclinó hacia delante para hablar con Walter.

—¿Cómo has encontrado a Ethel?

—Me dijiste que había ido a la maternidad. Le pedí su dirección al doctor Greenward. Sabía que confiabas en ella porque la elegiste para que fuera nuestra carabina en Ty Gwyn.

Ethel le dio a Maud un pequeño ramillete de flores.

—Tu ramo.

Eran rosas de color coral: la flor de la pasión. ¿Conocía Walter el lenguaje de las flores?

—¿Quién las ha elegido?

—Ha sido sugerencia mía —dijo Ethel—. Y a Walter le ha gustado cuando le he explicado lo que significan. —Se ruborizó.

Maud comprendió entonces que Ethel sabía lo apasionados que eran porque los había visto besarse.

—Son perfectas —dijo.

Ethel llevaba un vestido rosa pálido que parecía nuevo y un sombrero decorado con más rosas de color rosa. Walter debía de habérselo pagado. Qué considerado era.

Avanzaron por Park Lane y se dirigieron hacia Chelsea. «Voy a casarme», pensó Maud. En el pasado, siempre que había imaginado su boda había supuesto que sería como las de todas sus amigas, un largo día de tediosa ceremonia. Esa era una forma mejor de hacer las cosas. No había planificación, lista de invitados ni servicio de restauración. No habría himnos ni discursos, y nada de familiares borrachos intentando besarla: solo la novia y el novio, y dos personas de su agrado en quienes confiaban.

Desterró de su mente todo pensamiento sobre el futuro. Europa estaba en guerra y podía suceder cualquier cosa. Ella simplemente disfrutaría de ese día… y de esa noche.

Estaban ya en King’s Road cuando de repente sintió nerviosismo. Apretó la mano de Ethel para infundirse valor. Tuvo una visión como salida de una pesadilla en la que Fitz los seguía en su Cadillac y gritaba: «¡Detengan a esa mujer!». Miró atrás. Por supuesto, no había ni rastro de su hermano ni de su coche.

Aparcaron frente a la clásica fachada del ayuntamiento de Chelsea. Robert tomó a Maud del brazo y subió con ella los escalones hasta la entrada; Walter los siguió con Ethel. Los transeúntes se detenían a mirarlos: a todo el mundo le gustaban las bodas.

Por dentro, el edificio tenía una extravagante decoración de estilo victoriano, con suelos de coloridas baldosas y molduras de yeso en las paredes. Daba la impresión de ser el sitio adecuado para casarse.

Tuvieron que esperar en el vestíbulo: a las tres y media había tenido lugar otra boda y todavía no había terminado. Los cuatro se quedaron de pie formando un pequeño corro; a nadie se le ocurría nada que decir. Maud inhaló el aroma de sus rosas, el perfume se le subió a la cabeza y le hizo sentir como si hubiera dado un sorbo a una copa de champán.

Al cabo de unos minutos salieron los de la boda anterior. La novia llevaba un vestido de diario y el novio iba engalanado con un uniforme de sargento del ejército. A lo mejor también ellos habían tomado la decisión repentinamente a causa de la guerra.

Maud y sus acompañantes entraron. El secretario del registro civil estaba sentado a una mesa sencilla, llevaba chaqué y una corbata de color plata. Se había puesto un clavel en el ojal; un toque bonito, pensó Maud. A su lado había un empleado en traje de calle. Ellos le indicaron que sus nombres eran «el señor Von Ulrich y la señorita Maud Fitzherbert». Maud se levantó el velo.

—Señorita Fitzherbert, ¿puede presentar pruebas de su identidad? —dijo el secretario.

Maud no sabía de qué le estaba hablando.

Al ver su mirada de incomprensión, el funcionario añadió:

—¿Su partida de nacimiento, quizá?

No tenía su partida de nacimiento. No sabía que fuera a necesitarla, y, aunque así hubiera sido, no habría sido capaz de hacerse con ella, ya que Fitz la guardaba en la caja fuerte junto con otros documentos de la familia, como su testamento. La invadió el pánico.

Entonces Walter dijo:

—Creo que esto servirá. —Sacó de su bolsillo un sobre sellado y franqueado, dirigido a la señorita Maud Fitzherbert y a la dirección postal de la maternidad. Debía de haberla conseguido al ir a ver al doctor Greenward. ¡Qué listo era!

El secretario le pasó el sobre al otro empleado sin mediar palabra. Después dijo:

—Es mi deber recordarles la naturaleza solemne y vinculante de los votos que están a punto de pronunciar.

Maud se sintió algo ofendida por la insinuación de que tal vez no supiera lo que estaba haciendo, pero después se dio cuenta de que era algo que el funcionario tenía que decirle a todo el mundo.

Walter se irguió más. «Ha llegado el momento —pensó Maud—, ya no hay vuelta atrás.» Estaba bastante segura de que deseaba casarse con Walter… pero, más que eso, era plenamente consciente de que había llegado a la edad de veintitrés años sin haber conocido a ningún otro a quien hubiera considerado ni remotamente como posible marido. Todos los hombres a los que había conocido la habían tratado, tanto a ella como a las demás mujeres, como si fueran niñas grandes. Solo Walter era diferente. Era él o nadie más.

El secretario estaba declamando unas palabras que Walter tenía que repetir.

—Declaro solemnemente que no conozco ningún impedimento legal para que yo, Walter von Ulrich, no pueda unirme en matrimonio a Maud Elizabeth Fitzherbert. —Pronunció su propio nombre a la inglesa, «Wall-ter», en lugar de con la correcta pronunciación alemana, «Val-ter».

Maud no dejaba de mirar su rostro mientras hablaba. Su voz era firme y clara.

Cuando le llegó el turno a ella, también él la observó con solemnidad mientras pronunciaba esa misma declaración. Adoraba esa seriedad suya. La mayoría de los hombres, aun los que eran muy inteligentes, parecían volverse algo bobos cuando conversaban con mujeres. Walter le hablaba con la misma inteligencia como cuando hablaba con Robert o con Fitz, y (lo que era aún más infrecuente) escuchaba sus respuestas.

A continuación vinieron los votos. Walter la miró a los ojos al tomarla por esposa, y esta vez ella percibió un ligero temblor de emoción en su voz. Esa era la otra cosa que adoraba de él: sabía que podía minar su seriedad. Podía hacerlo temblar de amor, felicidad o deseo.

Maud hizo el mismo voto.

—Requiero a los aquí presentes para que sean testigos de que yo, Maud Elizabeth Fitzherbert, te tomo a ti, Walter von Ulrich, para que seas mi legítimo esposo.

No hubo titubeos en la voz de ella, y se sintió algo avergonzada por no haberse emocionado visiblemente… pero es que ese no era su estilo. Prefería parecer serena aunque no lo estuviera. Walter lo entendía, y él más que nadie sabía de las tormentas de pasión que arreciaban en su corazón.

—¿Tienen anillo? —preguntó el secretario.

Maud ni siquiera había pensado en ello; pero Walter sí. Sacó una sencilla alianza de oro del bolsillo de su chaleco, le tomó la mano y la deslizó en su dedo. Debía de haber escogido el tamaño a ojo, pero casi había acertado, quizá era solo una o dos tallas mayor. Puesto que su matrimonio tenía que ser secreto, Maud no se la pondría durante una buena temporada después de ese día.

—Yo los declaro marido y mujer —dijo el secretario—. Puede besar a la novia.

Walter la besó en los labios con ternura. Ella le pasó un brazo por la cintura y lo acercó más.

—Te quiero —le susurró.

El secretario dijo:

—Y ahora vamos con el certificado de matrimonio. Quizá quiera usted sentarse… señora Ulrich.

Walter sonrió, Robert soltó una risita y a Ethel se le escapó un pequeño grito de alegría. Maud supuso que al secretario le gustaba ser la primera persona que llamaba a la novia por su nombre de casada. Todos tomaron asiento, y el asistente del secretario empezó a cumplimentar el certificado. Walter hizo constar la ocupación de su padre como oficial del ejército y su lugar de nacimiento como Danzig. Maud consignó a su padre como George Fitzherbert, granjero —lo cierto es que sí había un pequeño rebaño de ovejas en Ty Gwyn, de modo que la descripción no era del todo falsa—, y Londres como su ciudad natal. Robert y Ethel firmaron como testigos.

De repente ya habían terminado y estaban saliendo de la sala y cruzando el vestíbulo… donde otra hermosa novia esperaba con un novio nervioso para contraer un compromiso de por vida. Mientras bajaban los escalones agarrados del brazo hacia el coche que estaba aparcado en la acera, Ethel lanzó un puñado de confeti sobre ellos. Entre los curiosos, Maud se fijó en una mujer de clase media y de su misma edad que iba cargada con un paquete de una tienda. La mujer miró a Walter muy fijamente, después volvió su mirada hacia Maud, y lo que esta vio en sus ojos fue envidia. «Sí —pensó—, soy una chica con mucha suerte.»

Walter y Maud se sentaron en el asiento de atrás del coche, y Robert y Ethel fueron delante. Mientras arrancaban, Walter le tomó la mano y se la besó. Se miraron a los ojos y se echaron a reír. Maud había visto a otras parejas hacer eso, y siempre había pensado que era una reacción estúpida y almibarada, pero de pronto le parecía la cosa más natural del mundo.

Al cabo de unos minutos llegaron al hotel Hyde. Maud se bajó el velo. Walter la tomó del brazo y juntos cruzaron el vestíbulo en dirección a la escalera.

—Yo pediré el champán —anunció Robert.

Walter había reservado la mejor suite y la había llenado de flores. Debía de haber un centenar de rosas de color coral. A Maud se le saltaron las lágrimas, y Ethel ahogó una exclamación de asombro. Había un enorme frutero en un aparador, y una caja de bombones. El resplandeciente sol de la tarde entraba por los grandes ventanales y caía sobre las mesas y los sofás tapizados con alegres tejidos.

—¡Pongámonos cómodos! —exclamó Walter con jovialidad.

Mientras Maud y Ethel inspeccionaban la suite, llegó Robert, seguido de un camarero que llevaba el champán y las copas en una bandeja. Walter descorchó la botella y sirvió. Cuando todos tuvieron la copa llena, Robert dijo:

—Quisiera proponer un brindis. —Se aclaró la garganta, y Maud, divertida, se dio cuenta de que iba a dar un discurso.

—Mi primo Walter es un hombre poco corriente. Siempre ha parecido mayor que yo, aunque de hecho somos de la misma edad. Cuando estudiábamos juntos en Viena, nunca se emborrachaba. Si salíamos en grupo por la noche a frecuentar ciertos establecimientos de la ciudad, él se quedaba en casa a estudiar. Pensé entonces que quizá fuera la clase de hombre al que no le gustan las mujeres. —Robert sonrió con ironía—. Lo cierto es que era yo quien era así… pero esa es otra historia, como dicen los ingleses. Walter ama a su familia, ama su trabajo y ama Alemania, pero nunca había amado a una mujer… hasta ahora. Ha cambiado. —Esbozó una sonrisa picarona—. Se compra corbatas nuevas. Me hace preguntas: cuándo se besa a una chica, si los hombres deben ponerse colonia, qué colores le favorecen… como si yo supiera algo de lo que les gusta a las mujeres. Y… lo más terrible de todo, a mi modo de ver… —Robert hizo una pausa teatral—. ¡Toca ragtime!

Todos rieron. Robert alzó la copa.

—Brindemos por la mujer que ha provocado todos esos cambios: ¡la novia!

Bebieron, y entonces, para sorpresa de Maud, Ethel tomó la palabra.

—Es cosa mía proponer el brindis por el novio —dijo, como si llevara toda la vida dando discursos.

¿De dónde había sacado esa seguridad una criada de Gales? Entonces Maud recordó que su padre era predicador y activista político, así que la muchacha había tenido un ejemplo que seguir.

—Lady Maud es diferente a todas las demás mujeres de su clase que haya conocido —empezó a decir Ethel—. Cuando llegué a Ty Gwyn para trabajar de doncella, ella fue el único miembro de la familia que se fijó en mí. Aquí, en Londres, cuando una joven soltera tiene un hijo, las damas más respetables mascullan con descontento sobre la decadencia moral… pero Maud les ofrece una ayuda práctica de verdad. En el East End de Londres la consideran una santa. Sin embargo, también tiene sus defectos, y son graves.

«¿Y esto a qué viene?», pensó Maud.

—Es demasiado seria para atraer a un hombre normal —siguió diciendo Ethel—. Todos los mejores partidos de Londres se han sentido atraídos hacia ella por su espectacular belleza y su personalidad vivaz, pero solo han hecho que huir espantados por su cerebro y su crudo realismo político. Hace algún tiempo me di cuenta de que haría falta un hombre fuera de lo común para ganarse su corazón. Tendría que ser inteligente, pero abierto de miras; de una moral estricta, pero no ortodoxo; fuerte, pero no dominante. —Ethel sonrió—. Pensé que era imposible. Y entonces, en enero, ese hombre subió por la loma de Aberowen en el taxi de la estación y entró en Ty Gwyn, y la espera llegó a su fin. —Levantó la copa—. ¡Por el novio!

Todos volvieron a beber, y entonces Ethel tomó a Robert del brazo.

—Y ahora ya puede usted llevarme a cenar al Ritz, Robert —dijo.

Walter parecía sorprendido.

—Había supuesto que cenaríamos aquí todos juntos —dijo.

Ethel le dirigió una mirada maliciosa.

—No sea tonto, hombre —repuso, y caminó hasta la puerta, tirando consigo de Robert.

—Buenas noches —dijo este, aunque no eran más que las seis de la tarde. Los dos salieron y cerraron la puerta.

Maud se echó a reír.

—Esa ama de llaves es de lo más inteligente —dijo Walter.

—Me entiende —repuso Maud. Se acercó a la puerta y cerró con llave—. Bueno… —dijo—. Al dormitorio.

—¿Prefieres desvestirte en privado? —preguntó Walter, que parecía preocupado.

—La verdad es que no —contestó Maud—. ¿Quieres mirar?

Él tragó saliva y, cuando habló, la voz le salió algo ronca.

—Sí, por favor —dijo—. Me gustaría. —Le abrió la puerta del dormitorio y ella pasó dentro.

A pesar de su exhibición de osadía, estaba nerviosa y se sentó en el borde de la cama para descalzarse. Nadie la había visto desnuda desde que tenía ocho años. No sabía si su cuerpo era hermoso, porque nunca había visto el de nadie más. Comparada con los desnudos de los museos, tenía unos pechos pequeños y las caderas anchas. Y entre las piernas le crecía un vello que nunca salía en las pinturas. ¿Pensaría Walter que su cuerpo era feo?

Él se quitó la chaqueta y el chaleco y los colgó con naturalidad. Maud supuso que algún día se acostumbrarían a eso. Todo el mundo lo hacía continuamente. Pero de momento era extraño, en cierto modo, y más intimidante que excitante.

Se bajó las medias y se quitó el sombrero. No le quedaba nada más que fuera superfluo. El siguiente paso era el grande. Se puso de pie.

Walter dejó de desatarse la corbata.

Deprisa, Maud se desabrochó el vestido y lo dejó caer al suelo. Después se deshizo de la enagua y se quitó la blusa con encaje por la cabeza. Se quedó de pie delante de él en ropa interior y observó su rostro.

—Eres preciosa —dijo Walter casi en un susurro.

Maud sonrió. Siempre acertaba con sus palabras.

La estrechó entre sus brazos y la besó. Maud empezó a sentirse menos nerviosa, casi relajada. Disfrutó del roce de su boca sobre la de ella, sus suaves labios y el cosquilleo de su bigote. Le acarició las mejillas, le apretó el lóbulo de la oreja con los dedos y pasó la mano por la columna de su cuello, sintiéndolo todo con una intensidad suprema, pensando: «Ahora todo esto es mío».

—Tumbémonos —dijo Walter.

—No. Todavía no. —Se apartó de él—. Espera. —Se quitó la camisola y mostró que llevaba uno de esos sostenes modernos. Se llevó las manos a la espalda, desabrochó el cierre y lo dejó caer al suelo. Lo miró en actitud desafiante, retándolo a que no le gustaran sus pechos.

—Son preciosos… ¿Puedo besarlos? —dijo él

—Puedes hacer todo lo que quieras —contestó ella, que se sentía deliciosamente descocada.

Él inclinó la cabeza hacia sus pechos y besó primero uno, luego el otro, dejando que sus labios rozaran delicadamente los pezones, que de repente se irguieron, como si el aire se hubiera vuelto frío. Maud sintió el súbito impulso de hacerle lo mismo a él, y se preguntó si le parecería extraño.

Walter le habría besado los pechos toda la eternidad. Ella lo apartó con delicadeza.

—Quítate el resto de la ropa —le dijo—. Deprisa.

Él se quitó los zapatos, los calcetines, la corbata, la camisa, la camiseta y los pantalones; entonces vaciló un instante.

—Me da vergüenza —repuso, riendo—. No sé por qué.

—Yo primero —dijo Maud.

Desanudó el cordón de sus calzones y se los quitó. Cuando levantó la mirada, también él estaba desnudo, y vio con asombro que su pene sobresalía erecto de entre la mata de pelo de la entrepierna. Se acordó de cuando lo había asido por entre su ropa en la ópera, y entonces deseó tocarlo otra vez.

—¿Podemos tumbarnos ya? —dijo Walter.

Fue una petición tan educada que Maud se echó a reír. Una expresión de dolor asomó al rostro del hombre, y ella enseguida quiso disculparse.

—Te quiero —le dijo, y la expresión de él se relajó—. Por favor, tumbémonos. —Estaba tan excitada que se sentía a punto de explotar.

Al principio se quedaron echados uno junto al otro, besándose y tocándose.

—Te quiero —volvió a decir Maud—. ¿Cuánto tardarás en aburrirte de que te lo diga?

—Nunca —contestó él con gallardía.

Maud lo creyó.

Al cabo de un rato, Walter preguntó:

—¿Ahora?

Y ella asintió con la cabeza.

Separó las piernas. Él se tumbó encima de ella, descansando su peso sobre los codos. Maud estaba tensa a causa de la expectación. Cargando todo su peso sobre el brazo izquierdo, Walter metió una mano entre los muslos de ella, que sintió cómo sus dedos le abrían los húmedos labios, y luego notó algo más grande. Él empujó, y de repente ella sintió un dolor y gritó.

—¡Lo siento! —dijo él—. Te he hecho daño. Lo siento muchísimo.

—Espera un momento. —El dolor no era tan terrible. Estaba más sorprendida que otra cosa—. Inténtalo otra vez —dijo—. Pero con más cuidado.

Sintió que la cabeza de su pene volvía a rozarle los labios y supo que no entraría: era demasiado grande, o el agujero era demasiado pequeño, o las dos cosas. Pero le dejó empujar, esperando lo mejor. Le dolía, pero esta vez apretó los dientes y reprimió los gritos. Su estoicismo no servía de nada. Al cabo de unos momentos, Walter se detuvo.

—No entro —dijo.

—¿Qué sucede? —preguntó ella con tristeza—. Pensaba que esto era algo que ocurría con naturalidad.

—Tampoco yo lo entiendo —dijo Walter—. No tengo experiencia.

—Ni yo, desde luego. —Alargó una mano y le agarró el pene.

Le encantaba sentirlo en su mano, duro pero sedoso. Intentó hacerlo entrar en su cuerpo levantando las caderas para que resultara más fácil, pero al cabo de un momento él se echó atrás.

—¡Ay! ¡Lo siento! A mí también me duele.

—¿Crees que la tienes más grande de lo normal? —preguntó, insegura.

—No. Cuando estaba en el ejército vi a muchos hombres desnudos. Algunos la tienen grandísima, y se sienten muy orgullosos, pero yo soy de la media, y de todas formas nunca oí que ni uno solo de ellos se quejara de estas dificultades.

Maud asintió. El único pene que había visto ella era el de Fitz, y, por lo que podía recordar, era más o menos del mismo tamaño que el de Walter.

—A lo mejor soy yo la que lo tiene muy pequeño.

Walter negó con la cabeza.

—Cuando tenía dieciséis años, pasé una temporada en el castillo que posee la familia de Robert en Hungría. Allí había una doncella, Greta, que era muy… vivaracha. No tuvimos relaciones sexuales, pero sí que experimentamos. Yo la tocaba igual que te toqué a ti en la biblioteca de Sussex House. Espero que no te enfades porque te cuente esto.

Ella le besó la barbilla.

—Ni mucho menos.

—Greta no era muy diferente a ti en esa zona.

—Entonces, ¿qué estamos haciendo mal?

Walter suspiró y se retiró de encima de ella. Puso el brazo bajo la cabeza de Maud y la acercó hacia sí para besarle la frente.

—He oído decir que las parejas recién casadas pueden tener dificultades. A veces el hombre está tan nervioso que no consigue una erección. También he oído hablar de hombres que se excitan demasiado y eyaculan aun antes de que tenga lugar la relación. Me parece que debemos ser pacientes, amarnos y esperar a ver qué pasa.

—¡Pero es que solo tenemos una noche! —Maud se echó a llorar.

Walter le dio unas palmaditas cariñosas.

—Tranquila, tranquila.

Pero no sirvió de nada. Maud se sentía fracasada. «Me creía tan lista —pensó—, escapando de mi hermano y casándome con Walter en secreto, y ahora ha resultado ser todo un desastre.» Estaba decepcionada por ella misma, pero más aún por Walter. ¡Qué horrible para él tener que esperar hasta la edad de veintiocho años para casarse con una mujer que no podía satisfacerlo!

Deseó poder hablar con alguien de eso, con otra mujer, pero… ¿con quién? La idea de comentárselo a tía Herm era ridícula. Había mujeres que compartían secretos con sus doncellas, pero Maud nunca había disfrutado de esa clase de relación con Sanderson. Tal vez podía hablar con Ethel. Ahora que lo pensaba, era ella quien le había dicho que era normal tener vello entre las piernas. Pero Ethel se había ido con Robert.

Walter se sentó en la cama.

—Pidamos la cena, y quizá también una botella de vino —dijo—. Nos sentaremos juntos como marido y mujer y hablaremos un rato de esto y de aquello. Después, más tarde, lo intentaremos otra vez.

Maud no tenía apetito y no lograba imaginarse charlando «de esto y de aquello», pero tampoco tenía una idea mejor, así que accedió. Abatida, volvió a ponerse la ropa. Walter se vistió deprisa, fue a la habitación contigua y tocó la campanilla para llamar a un camarero. Maud oyó cómo pedía fiambres, pescado ahumado, ensaladas y una botella de vino blanco del Rin.

Se sentó junto a una ventana abierta y miró a la calle de abajo. Un cartel de anuncio de un periódico decía: ULTIMÁTUM BRITÁNICO A ALEMANIA. Puede que Walter muriera en esa guerra. No quería que muriera virgen.

Walter la llamó cuando llegó la cena, y ella se reunió con él en la otra habitación. El camarero había extendido un mantel blanco y había servido salmón ahumado, lonchas de jamón, lechuga, tomates, pepino y pan blanco en rebanadas. Maud no tenía hambre, pero bebió a sorbitos el vino blanco que le ofreció Walter, y también mordisqueó un poco de salmón para dar muestras de buena voluntad.

Al final sí que hablaron de esto y de aquello. Walter estuvo recordando su infancia, a su madre y su época en Eton. Maud le habló de las fiestas que daban en Ty Gwyn cuando aún vivía su padre. Sus invitados eran los hombres más poderosos del país, y su madre tenía que reorganizar la asignación de habitaciones para que todos ellos pudieran estar cerca de sus amantes.

Al principio, Maud se esforzaba conscientemente por darle conversación, como si fueran dos personas que apenas se conocían; pero no tardaron en relajarse y recuperar su habitual intimidad, y entonces empezó a decir simplemente lo que se le pasaba por la cabeza. El camarero recogió la cena y ellos se trasladaron al sofá, donde siguieron charlando agarrados de la mano. Especularon sobre la vida sexual de otras personas: sus padres, Fitz, Robert, Ethel, incluso la duquesa. A Maud le fascinó saber acerca de hombres como Robert: dónde se encontraban, cómo se reconocían unos a otros y qué hacían. Se besaban igual que un hombre besa a una mujer, le explicó Walter, y hacían lo que ella le había hecho a él en la ópera, y otras cosas… Dijo que no estaba muy seguro de conocer los detalles, pero a ella le dio la impresión de que sí lo sabía, aunque le daba demasiada vergüenza decirlo.

Se sorprendió cuando el reloj de la chimenea tocó la medianoche.

—Vayamos a acostarnos —dijo—. Quiero dormir en tus brazos, aunque las cosas no sucedan tal y como se suponía que debían hacerlo.

—Está bien. —Walter se levantó—. ¿Te importa que antes me ocupe de algo? Hay un teléfono para uso de los clientes en el vestíbulo. Quisiera llamar a la embajada.

—Desde luego.

Walter salió. Maud fue al baño que había al final del pasillo y luego regresó a la suite. Se quitó la ropa y se metió en la cama desnuda. Casi sentía que ya no le importaba lo que ocurriera. Se amaban y estaban juntos, y si eso era todo lo que tenían, sería suficiente.

Walter volvió unos minutos después. Traía una expresión sombría, y Maud supo de inmediato que le habían dado malas noticias.

—Gran Bretaña le ha declarado la guerra a Alemania —dijo él.

—¡Oh, Walter, lo siento muchísimo!

—La embajada ha recibido el mensaje hace una hora. El joven Nicolson lo ha traído desde el Foreign Office y ha sacado de la cama al príncipe Lichnowsky.

Sabían que era prácticamente seguro que iba a suceder, pero, aun así, la realidad golpeó a Maud como un mazo. También Walter, vio ella entonces, estaba alterado.

Se quitó la ropa con movimientos automáticos, como si llevara años desvistiéndose delante de su mujer.

—Nos vamos mañana —dijo. Se quitó los calzones, y ella vio que su pene en estado normal era pequeño y arrugado—. Tengo que estar en la estación de Liverpool Street con la maleta hecha a las diez en punto. —Apagó la luz eléctrica y se metió en la cama con ella.

Se quedaron tumbados uno junto al otro, sin tocarse, y durante unos horribles instantes Maud pensó que se quedaría dormido así; entonces Walter se volvió hacia ella, la abrazó y le dio un beso en la boca. A pesar de todo, ella se sentía embriagada de deseo por él; de hecho, era casi como si sus problemas le hubieran hecho amarlo con más intensidad y más desesperación. Maud sintió cómo su pene crecía y se endurecía contra su suave barriga. Un momento después, se puso sobre ella. Igual que antes, se inclinó sobre el brazo izquierdo y la tocó con la mano derecha. Igual que antes, Maud sintió su pene erecto que intentaba abrirse paso entre sus labios. Igual que antes, le dolió… pero solo un momento. Esta vez se deslizó dentro de ella.

Se produjo un momento más de resistencia, y entonces perdió la virginidad; de repente, él había entrado hasta el fondo y quedaron unidos en el abrazo más antiguo del mundo.

—Oh, gracias al cielo —dijo Maud.

Después, el alivio dio paso al placer, y empezó a moverse con él a un ritmo feliz. Y así, por fin, hicieron el amor.