1-3 de agosto de 1914
Maud se sentía desesperada. Era sábado por la mañana, estaba sentada en la sala del desayuno de la casa de Mayfair, y todavía no había podido probar bocado. El sol de verano penetraba por los ventanales. Se suponía que la decoración debía ser relajante —alfombras persas, cuadros verde nilo, cortinas azul pastel—, pero nada lograba tranquilizarla. La guerra estaba a punto de estallar y nadie parecía capaz de detenerla, ni el káiser, ni el zar, ni sir Edward Grey.
Bea entró en la habitación, vestida con un vaporoso vestido veraniego y un chal de encaje. Grout, el mayordomo, le sirvió el café con las manos enguantadas y la princesa escogió un melocotón de una bandeja de fruta.
Maud hojeaba el periódico, pero era incapaz de leer más allá de los titulares, pues estaba demasiado nerviosa para concentrarse. Apartó a un lado el ejemplar y Grout lo recogió y lo dobló ordenadamente.
—No se preocupe, milady —dijo—. Les daremos a los alemanes una buena tunda, ya lo verá.
Ella lo fulminó con la mirada, pero no dijo nada. Era inútil discutir con los sirvientes, siempre terminaban dándoles la razón a sus amos, por deferencia.
Tía Herm se libró de él con suma delicadeza.
—Estoy segura de que tienes razón, Grout —dijo—. Trae más bollos, ¿quieres?
Fitz entró en la sala. Le preguntó a Bea cómo se encontraba y esta se encogió de hombros. Maud percibió que algo en su relación había cambiado, pero estaba demasiado absorta en sus propias preocupaciones para darle más importancia. Le preguntó a Fitz inmediatamente:
—¿Qué sucedió anoche? —Sabía que había asistido a una reunión con dirigentes conservadores en una casa de campo llamada Wargrave.
—F. E. llegó con un mensaje de Winston. —F. E. Smith, un parlamentario conservador, era amigo íntimo del liberal Winston Churchill—. Ha propuesto un gobierno de coalición liberal-conservador.
Maud se quedó perpleja. Normalmente sabía lo que se tramaba en los círculos liberales, pero el primer ministro Asquith había mantenido aquello en secreto.
—¡Eso es indignante! —dijo—. Eso hace la guerra más probable.
Con una calma exasperante, Fitz extrajo unas salchichas calientes del bufet que había en el aparador.
—El sector izquierdista del Partido Liberal viene a ser prácticamente un hatajo de pacifistas recalcitrantes. Imagino que Asquith teme que intenten atarle las manos, pero no cuenta con el apoyo suficiente en el seno de su propio partido para poder prescindir de ellos, de modo que ¿a quién puede recurrir? Solo a los conservadores. De ahí la propuesta de una coalición.
Era eso precisamente lo que Maud se temía.
—¿Qué ha dicho Bonar Law sobre la oferta? —Andrew Bonar Law era el jefe de los conservadores.
—La ha rechazado.
—Gracias a Dios.
—Y yo lo he secundado.
—¿Por qué? ¿Es que no quieres que Bonar Law ocupe un escaño en el gobierno?
—Apunto aún más alto: si Asquith quiere la guerra y Lloyd George encabeza una rebelión de la izquierda radical, los liberales podrían estar demasiado divididos para gobernar. ¿Y qué pasa entonces? Pues que nosotros, los conservadores, tenemos que asumir el poder… y que Bonar Law se convierte en primer ministro.
Furiosa, Maud dijo:
—¿Te das cuenta de que todo conspira en favor de la guerra? Asquith quiere una coalición con los conservadores porque son más agresivos; si Lloyd George encabeza una rebelión contra Asquith, los conservadores se harán con el poder igualmente. ¡Todo el mundo trata de ganar posiciones en lugar de intentar alcanzar acuerdos para mantener la paz!
—¿Y tú? —preguntó Fitz—. ¿Fuiste a Halkyn House anoche? —La casa del conde de Beauchamp era el cuartel general del sector pacifista.
A Maud se le iluminó la cara. Aún había un rayo de esperanza.
—Asquith ha convocado un consejo de ministros esta mañana. —Aquello era insólito tratándose de un sábado—. Morley y Burns quieren una declaración de que Gran Bretaña no se enfrentará a Alemania bajo ninguna circunstancia.
Fitz negó con la cabeza.
—No pueden hacer esa clase de exigencias así, de antemano. Grey tendría que dimitir.
—Grey siempre está amenazando con dimitir, pero nunca lo hace.
—Aun así, ahora mismo no pueden arriesgarse a que haya una escisión en el gabinete ministerial, sobre todo con mi grupo esperando entre bastidores, ansiosos por hacerse con el poder.
Maud sabía que Fitz tenía razón. Le entraron ganas de gritar de frustración.
Bea soltó el cuchillo y emitió un extraño ruido.
—¿Estás bien, querida? —dijo Fitz.
La princesa se levantó, llevándose la mano al vientre. Tenía la cara muy pálida.
—Perdón —dijo, y salió precipitadamente de la habitación.
Maud se levantó, preocupada.
—Será mejor que la acompañe.
—Iré yo —dijo Fitz, sorprendiendo a su hermana—. Tú termina el desayuno.
La curiosidad de Maud no le permitía dejar las cosas así, de modo que cuando Fitz ya estaba en la puerta, le preguntó:
—¿Tiene Bea náuseas matutinas?
Fitz se detuvo en el umbral.
—No se lo digas a nadie —dijo.
—Enhorabuena, me alegro mucho por ti.
—Gracias.
—Pero el niño… —A Maud se le atragantaron las palabras.
—¡Ah! —exclamó tía Herm, cayendo en la cuenta entonces—. ¡Qué maravilla!
Maud continuó, haciendo un gran esfuerzo:
—¿Ese niño nacerá en un mundo en guerra?
—Oh, cielo santo… —exclamó tía Herm—. No había pensado en eso.
Fitz se encogió de hombros.
—A un recién nacido, eso le dará igual.
Maud sintió que se le escapaban las lágrimas.
—¿Para cuándo lo esperáis?
—Para enero —respondió Fitz—. ¿Por qué estás tan disgustada?
—Fitz —dijo Maud, y ya no pudo contener más el llanto—. Fitz, ¿estarás vivo todavía para entonces?
El sábado por la mañana, la embajada alemana era un hervidero de actividad. Walter estaba en el despacho del embajador, atendiendo llamadas telefónicas, llevando telegramas y tomando notas. Habrían sido los días más emocionantes de su vida de no haber estado tan preocupado por su futuro con Maud. No podía disfrutar de la excitación de participar de forma activa en el importantísimo juego de poder que se libraba en el tablero internacional, porque le consumía el miedo de que él y la mujer a la que amaba se convirtieran en enemigos de guerra.
No hubo más mensajes amistosos entre Willy y Nicky. La tarde del día anterior, el gobierno alemán había enviado un frío ultimátum a los rusos, dándoles doce horas para detener la movilización de su monumental ejército.
El plazo había expirado sin que hubiera habido respuesta por parte de San Petersburgo.
A pesar de todo, Walter aún creía que la guerra podía limitarse al este de Europa, y de ese modo, Alemania y Gran Bretaña seguirían siendo naciones amigas. El embajador Lichnowsky compartía su optimismo, e incluso Asquith había dicho que Francia y Gran Bretaña podían ser meros espectadores. Después de todo, ninguno de los dos países estaba especialmente implicado en el futuro de Serbia y la región de los Balcanes.
Francia era la clave: Berlín había enviado un segundo ultimátum la tarde anterior, esta vez a París, instando a los franceses a que se declararan neutrales. Era una esperanza más bien remota, aunque Walter se aferraba a ella desesperadamente. El ultimátum expiraba a mediodía. Entretanto, el jefe del Estado Mayor, Joseph Joffre, había exigido la movilización inmediata de las tropas francesas y el consejo de ministros se reunía esa mañana para deliberar. Como en todos los países, pensó Walter con tristeza, los oficiales del ejército estaban presionando a sus dirigentes políticos para que encaminaran sus pasos hacia la guerra.
Era extremadamente difícil, además de frustrante, hacer conjeturas acerca de la respuesta de los franceses.
A las once menos cuarto, cuando faltaban setenta y cinco minutos para que a Francia se le acabara el tiempo, Lichnowsky recibió una visita inesperada: sir William Tyrrell. Secretario personal de sir Edward Grey, Tyrrell era una figura clave, un militar con una dilatada experiencia en asuntos exteriores. Walter lo condujo de inmediato al despacho del embajador, y Lichnowsky le hizo señas para que se quedase.
Tyrrell habló en alemán.
—El secretario del Foreign Office me ha pedido que le informe de que en estos precisos instantes se está celebrando un consejo de ministros que podría culminar en una declaración dirigida a usted.
Era evidente que se trataba de un discurso ya ensayado previamente, y Tyrrell hablaba alemán con perfecta fluidez, pero pese a todo, a Walter se le escapaba el significado de aquellas palabras. Miró a Lichnowsky y vio que también el príncipe parecía perplejo.
Tyrrell siguió hablando.
—Una declaración que, tal vez, podría resultar de gran ayuda para impedir el desarrollo de la catástrofe.
Todo aquello era muy esperanzador, pero demasiado vago. A Walter le entraron ganas de exclamar: «¡Vaya al grano!».
Lichnowsky respondió con la misma formalidad diplomática forzada.
—¿Qué indicación podría darme acerca de la naturaleza de dicha declaración, sir William?
«¡Por el amor de Dios —pensó Walter—, estamos hablando de una cuestión de vida o muerte!»
El funcionario habló con meticulosa precisión.
—Cabría la posibilidad de que, si Alemania se abstuviese de atacar Francia, tanto París como Londres podrían considerar si verdaderamente están obligadas a intervenir en el conflicto en el este de Europa.
Walter estaba tan conmocionado que se le cayó el lápiz. Francia y Gran Bretaña podrían mantenerse al margen del conflicto… ¡justo lo que él quería! Miró fijamente a Lichnowsky, quien también estaba asombrado y complacido a la vez.
—Eso es muy prometedor —señaló.
Tyrrell levantó una mano en señal de advertencia.
—Por favor, entienda que no estoy haciendo ninguna promesa.
«De acuerdo —pensó Walter—, pero tampoco has venido hasta aquí para una charla insustancial.»
—Baste decir, simplemente —intervino Lichnowsky—, que una propuesta de confinar la guerra a la parte oriental de Europa sería examinada con gran interés por Su Majestad el káiser Guillermo y el gobierno alemán.
—Gracias. —Tyrrell se levantó—. Informaré a sir Edward conforme a lo expuesto aquí.
Walter mostró a Tyrrell la salida. Estaba exultante de alegría; si Francia y Gran Bretaña se mantenían al margen de la guerra, no habría nada que le impidiera casarse con Maud. ¿Era un sueño?
Regresó al despacho del embajador. Antes de que tuvieran ocasión de hablar de la iniciativa de Tyrrell, sonó el teléfono. Walter respondió y oyó una voz familiar hablando en inglés:
—Soy Grey. ¿Puedo hablar con Su Excelencia?
—Por supuesto, señor. —Walter pasó el teléfono al embajador—. Sir Edward Grey.
—Lichnowsky al habla. Buenos días… Sí, sir William acaba de irse…
Walter no apartó la mirada del embajador, escuchando atentamente la mitad de su conversación y tratando de interpretar las distintas expresiones de su rostro.
—Una sugerencia muy interesante… Permítame que le deje clara nuestra posición: Alemania no tiene ninguna disputa con Francia o Gran Bretaña.
Parecía que Grey abordaba el tema con la misma cautela que Tyrrell, andándose con pies de plomo. Era evidente que los ingleses iban en serio.
—La movilización de las tropas rusas —dijo Lichnowsky— representa una amenaza que, evidentemente, no podemos soslayar, pero se trata de una amenaza para nuestra frontera oriental, así como para nuestro aliado, el Imperio austrohúngaro. Hemos pedido a Francia garantías de neutralidad. Si Francia puede garantizarnos eso o, como alternativa, si Gran Bretaña puede garantizar la neutralidad de los franceses, no habría razones para extender la guerra al oeste de Europa… Gracias, señor. Perfecto… Iré a verlo esta tarde a las tres. —Colgó el teléfono.
Miró a Walter y ambos esbozaron una sonrisa triunfal.
—¡Caramba! —exclamó Lichnowsky—. ¡Eso sí que no lo esperaba!
Maud estaba en Sussex House, donde un grupo de parlamentarios conservadores y de pares se había reunido en la sala de estar de la duquesa a tomar el té, cuando Fitz entró por la puerta, hecho una furia.
—¡Asquith y Grey se están viniendo abajo! —exclamó. Señaló una bandeja de plata donde se exhibían varios pedazos de tartas y dulces—. Se están viniendo abajo como ese maldito pastel de pasas de ahí. Van a traicionar a nuestros amigos. ¡Me avergüenzo de ser británico!
Maud temía que llegase ese momento: Fitz no sabía alcanzar soluciones negociadas, creía que Gran Bretaña debía dar órdenes y los demás, limitarse a obedecerlas, sin más. La idea de que el gobierno pudiese tener que negociar con otras partes, de igual a igual, le parecía una aberración. Y por desgracia, había muchos otros que pensaban como él.
—Cálmate, Fitz, y cuéntanos qué ha pasado —dijo la duquesa.
—Asquith ha enviado una carta esta mañana a Douglas —explicó Fitz. Maud supuso que se refería al general sir Charles Douglas, jefe del Estado Mayor General Imperial—. ¡Nuestro primer ministro quería dejar constancia oficialmente de que el gobierno nunca ha prometido enviar soldados británicos a Francia en caso de una guerra con Alemania!
Maud, la única partidaria de los liberales presente en la estancia, se sintió obligada a defender al gobierno.
—Pero es verdad, Fitz. Asquith solo está dejando claro que seguimos teniendo abiertas todas nuestras opciones.
—¡Maldita sea! Entonces, ¿se puede saber para qué eran todas esas conversaciones que hemos mantenido con los militares franceses?
—¡Para explorar las distintas posibilidades! ¡Para elaborar planes de emergencia! Las conversaciones no son contratos… sobre todo en política internacional.
—Los amigos son los amigos. Gran Bretaña es una potencia mundial. Una mujer no tiene por qué entender de esas cosas, pero la gente espera que defendamos a nuestros vecinos. Como caballeros, aborrecemos el engaño bajo cualquiera de sus formas, y deberíamos hacer lo mismo como país.
Esas eran precisamente la clase de palabras que podían hacer que Gran Bretaña se viera implicada en una guerra, pensó Maud con un escalofrío. Era imposible que consiguiera que su hermano comprendiese el peligro. El amor que sentían el uno por el otro siempre había sido más fuerte que sus diferencias políticas, pero ahora estaban tan enfadados que, si discutían, podían llegar a palabras mayores, y cuando Fitz se enemistaba con alguien, nunca hacía las paces. Y eso que, a pesar de todo, sería él quien tendría que ir al frente y luchar y tal vez hasta morir, víctima de un disparo, de la embestida de una bayoneta o incluso hecho pedazos tras el estallido de un obús… Fitz, y también Walter. ¿Por qué no pensaba Fitz en todo eso? Maud sintió ganas de gritar de rabia.
Mientras la joven trataba por todos los medios de encontrar los términos adecuados, uno de los otros invitados terció en la conversación, y Maud lo reconoció como al jefe de la sección de Internacional de The Times, un hombre llamado Steed.
—Puedo decirle que ha habido un burdo intento por parte de un entramado financiero internacional judío-germánico de forzar a mi periódico para que respalde la neutralidad —dijo.
La duquesa frunció los labios: detestaba el lenguaje de la prensa sensacionalista.
—¿Qué le hace decir eso? —preguntó Maud fríamente a Steed.
—Lord Rothschild habló ayer con nuestro director financiero —dijo el periodista—. Quiere que moderemos el tono antigermánico de nuestros artículos en el interés de la paz.
Maud conocía a Natty Rothschild, que era liberal.
—¿Y qué opina lord Northcliffe de la propuesta de Rothschild? —inquirió ella. Northcliffe era el propietario de The Times.
Steed esbozó una sonrisa maliciosa.
—Nos ha ordenado publicar hoy un editorial aún más contundente. —Recogió un ejemplar de una mesa auxiliar y lo mostró ante todos—. «La paz no obra a favor de nuestros intereses» —citó textualmente.
A Maud no se le ocurría nada más execrable que abogar públicamente por la guerra, y vio que incluso Fitz despreciaba la actitud frívola del periodista. Estaba a punto de decir algo cuando su hermano, haciendo gala de su exquisita cortesía habitual aun con los más cretinos, cambió de tema.
—Acabo de entrevistarme con el embajador francés, Paul Cambon, a la salida del Ministerio de Exteriores —explicó—. Estaba tan blanco como ese mantel de ahí. Me ha dicho: «Ils vont nous lacher. Nos van a abandonar a nuestra suerte». Había estado con Grey.
—¿Y sabes qué le había dicho Grey para disgustar a monsieur Cambon de ese modo? —preguntó la duquesa.
—Sí, Cambon me lo ha contado. Por lo visto, los alemanes están dispuestos a dejar en paz a Francia si promete mantenerse al margen de la guerra… y si los franceses rechazan esa oferta, los británicos no se sentirán obligados a defender el territorio francés.
Maud sintió lástima por el embajador francés, pero el corazón le dio un brinco de alegría ante la perspectiva de que Gran Bretaña pudiese quedar al margen de la contienda.
—Pero Francia no tiene más remedio que rechazar esa oferta —afirmó la duquesa—. Firmó un tratado con Rusia según el cual ambos países deben acudir en auxilio del otro en caso de guerra.
—¡Exactamente! —exclamó Fitz, furioso—. ¿Qué sentido tienen las alianzas internacionales si se rompen cuando surge una crisis?
—Eso es absurdo —dijo Maud, sabiendo que estaba actuando con insolencia, pero le traía sin cuidado—. Las alianzas internacionales se rompen cada vez que resulta conveniente. Esa no es la cuestión.
—¿Y cuál es la cuestión, si puede saberse? —replicó Fitz en tono glacial.
—Creo que, sencillamente, Asquith y Grey tratan de asustar a los franceses enfrentándolos a la realidad: Francia no puede derrotar a Alemania sin nuestra ayuda. Si creen que tienen que ir solos a la guerra, entonces tal vez los franceses cambien de idea y se conviertan en defensores de la paz y presionen a sus aliados rusos para que no respalden la guerra con Alemania.
—¿Y qué ocurre con Serbia?
—Todavía no es demasiado tarde para que Rusia y Austria se sienten a una mesa a negociar y buscar una solución para los Balcanes que resulte satisfactoria para ambas partes —dijo Maud.
Se produjo un silencio que se prolongó varios segundos y entonces Fitz añadió:
—Dudo mucho que llegue a pasar algo así.
—Pero sin duda —dijo Maud, y hasta ella percibió la desesperación en su propia voz—, sin duda debemos mantener viva la esperanza, ¿no es así?
Sentada en su cuarto, Maud no lograba reunir las fuerzas necesarias para vestirse para la cena. Su doncella le había preparado un vestido y algunas joyas, pero la joven se limitaba a contemplarlos con la mirada perdida.
Asistía a fiestas prácticamente todas las noches durante la temporada de Londres, porque buena parte de las actividades políticas y diplomáticas que tanto le fascinaban se daban cita en aquella clase de reuniones sociales. Sin embargo, aquella noche no se sentía con ánimos para hacerlo, no podía estar glamurosa ni encantadora, ni engatusar a los hombres más poderosos del país para que le confiasen sus pensamientos; no podía jugar al juego de hacerles cambiar de parecer sin que llegasen a sospechar siquiera que los estaba manipulando.
Walter iba a ir a la guerra, se vestiría un uniforme y llevaría un arma, y los soldados enemigos le lanzarían proyectiles, granadas y ráfagas de ametralladora con la intención de matarlo o de herirlo gravemente, tanto como para que le resultara imposible volver a caminar. Le costaba mucho pensar en cualquier otra cosa, y constantemente se hallaba al borde del llanto. Hasta había intercambiado palabras agrias con su amado hermano.
Llamaron a la puerta. Era Grout, el mayordomo.
—Herr Von Ulrich está aquí, milady —anunció.
Aquello era una sorpresa; no esperaba a Walter. ¿Para qué había ido a verla?
Al advertir su gesto de asombro, Grout añadió:
—Cuando le he dicho que el señor no estaba en casa, ha preguntado por usted.
—Gracias —dijo Maud, y sorteó a Grout y corrió escaleras abajo.
Grout la llamó:
—Herr Von Ulrich está en el salón. Le diré a lady Hermia que acuda a reunirse con ustedes.
Hasta Grout sabía que se suponía que Maud no debía quedarse a solas con un hombre joven, pero tía Herm no se movía con demasiada agilidad, por lo que aún tardaría varios minutos en llegar.
Maud se precipitó en el interior del salón y se arrojó en brazos de Walter.
—¿Qué vamos a hacer? —exclamó, entre sollozos—. Walter, ¿qué vamos a hacer?
La abrazó con fuerza y luego le dirigió una mirada grave. Tenía el rostro demacrado y estaba ojeroso.
—Francia no ha respondido al ultimátum alemán.
—¿No han dicho nada en absoluto? —exclamó ella.
—Nuestro embajador en París ha insistido en que exigía una respuesta. El mensaje del primer ministro Viviani fue: «Francia tendrá que velar por sus propios intereses». No van a prometer neutralidad.
—Pero puede que todavía haya tiempo…
—No. Han decidido movilizar sus tropas. Joffre ganó la discusión, como el resto de los militares en todos los países. Los telegramas fueron enviados a las cuatro de la tarde, hora de París.
—¡Tiene que haber algo que podáis hacer!
—Alemania se ha quedado sin alternativas —repuso él—. No podemos luchar contra Rusia con una Francia hostil a nuestra espalda, armada y ansiosa por recuperar los territorios de Alsacia y Lorena. Así que debemos atacar a Francia. El Plan Schlieffen ya se ha puesto en marcha. En Berlín, las multitudes cantan el Kaiserhymne por las calles.
—Tendrás que incorporarte a tu regimiento —dijo ella, y no pudo contener el llanto.
—Por supuesto.
Maud se enjugó las lágrimas. Su pañuelo era demasiado pequeño, un trozo ridículo de batista bordada, de modo que se limpió con la manga
—¿Cuándo? —preguntó—. ¿Cuándo tendrás que abandonar Londres?
—Todavía me quedan unos días. —Maud vio que él también estaba luchando por reprimir las lágrimas—. ¿Hay alguna posibilidad, por remota que sea, de que Gran Bretaña se mantenga al margen del conflicto? En ese caso al menos no tendría que combatir contra tu país.
—No lo sé —contestó ella—. Lo sabremos mañana. —Lo atrajo hacia sí—. Por favor, abrázame fuerte. —Apoyó la cabeza en su pecho y cerró los ojos.
El domingo por la tarde, Fitz se irritó sobremanera al ver una manifestación en contra de la guerra en Trafalgar Square. Keir Hardie, el parlamentario del Partido Laborista, era el encargado de leer el discurso, vestido con un traje de tweed, como si fuera un vulgar guarda de caza, pensó Fitz. Se había encaramado al pedestal de la Columna de Nelson, y estaba desgañitándose con su acento escocés, profanando la memoria del héroe que había muerto por Gran Bretaña en la batalla de Trafalgar.
Hardie decía que la guerra inminente iba a ser la mayor catástrofe que había presenciado el mundo. Representaba una circunscripción minera, Merthyr, en las proximidades de Aberowen. Era el hijo ilegítimo de una doncella, y había sido minero del carbón hasta que se había metido en política. ¿Qué sabría él de la guerra?
Fitz pasó de largo sintiéndose profundamente indignado y fue a tomar el té a casa de la duquesa. En el salón principal encontró a Maud absorta en una conversación con Walter, y Fitz pensó con una gran tristeza que aquella crisis lo estaba alejando de ambos. Quería a su hermana y se consideraba un buen amigo de Walter, pero Maud era una liberal y Walter era alemán, y en aquellos tiempos revueltos le resultaba difícil el mero hecho de hablar con ellos. Sin embargo, hizo todo lo posible por aparentar afabilidad cuando se dirigió a Maud.
—Tengo entendido que la reunión del consejo de ministros de esta mañana ha sido muy tormentosa.
Ella asintió.
—Churchill movilizó la flota anoche sin consultárselo a nadie. John Burns ha dimitido esta mañana como protesta.
—No puedo fingir que lo lamento. —Burns era un viejo radical, el más enconado detractor de la guerra de todo el gabinete ministerial—. Entonces, el resto debe de haber secundado la acción de Winston.
—De mala gana.
—Bueno, podría ser peor. —Era una desgracia, pensó Fitz, que en aquellos momentos de enorme peligro para el país, el gobierno estuviera en manos de aquella panda de indecisos de izquierdas.
—Pero rechazaron la propuesta de Grey de un compromiso para defender a Francia —dijo Maud.
—Entonces, todavía actúan como cobardes —señaló Fitz. Sabía que estaba siendo muy brusco con su hermana, pero se sentía demasiado irritado para contenerse.
—No del todo —replicó Maud sin alterarse—. Acordaron impedir el paso de la armada alemana a través del canal de la Mancha para invadir Francia.
A Fitz se le iluminó el rostro.
—Bueno, algo es algo…
—El gobierno alemán —terció Walter— ha respondido diciendo que no tenemos intención de enviar buques de guerra al canal de la Mancha.
—¿Ves lo que pasa cuando te mantienes firme? —le dijo Fitz a Maud.
—No seas tan engreído, Fitz —le recriminó ella—. Si al final vamos a la guerra será porque personas como tú no habrán puesto suficiente empeño por intentar impedirla.
—Ah, conque eso crees, ¿eh? —Estaba ofendido—. Bueno, pues deja que te diga una cosa: anoche hablé con sir Edward Grey, en el club Brooks’s. Les ha pedido tanto a los franceses como a los alemanes que respeten la neutralidad de Bélgica. Los franceses aceptaron de inmediato. —Fitz lanzó una mirada desafiante a Walter—. Los alemanes, en cambio, no han respondido.
—Es cierto. —Walter se encogió de hombros a modo de disculpa—. Mi querido Fitz, como soldado, entenderás perfectamente que no podíamos responder a esa petición, en un sentido o en otro, sin desvelar nuestros planes.
—Lo entiendo, pero teniendo en cuenta eso que dices, me gustaría saber por qué mi hermana opina que soy un belicista mientras que a ti te considera un pacifista.
Maud rehuyó la pregunta.
—Lloyd George cree que Gran Bretaña debería intervenir únicamente si el ejército alemán viola el territorio belga de forma sustancial. Podría sugerirlo en la reunión del consejo de ministros de esta noche.
Fitz sabía lo que eso significaba.
—Entonces, ¿vamos a dar permiso a los alemanes para que ataquen Francia a través del extremo sur de Bélgica? —exclamó, enfurecido.
—Supongo que eso es exactamente lo que significa.
—Lo sabía —dijo Fitz—. Traidores… Están planeando eludir sus responsabilidades. ¡Son capaces de hacer cualquier cosa con tal de evitar la guerra!
—Ojalá tengas razón —comentó Maud.
Maud tenía que ir a la Cámara de los Comunes el lunes por la tarde a escuchar el discurso de sir Edward Grey ante los miembros del Parlamento. Todos estaban de acuerdo en que aquel discurso iba a suponer un punto de inflexión. Acompañada de tía Herm, Maud se alegró, por una vez en la vida, de contar con la reconfortante compañía de una dama de edad.
El destino de Maud iba a decidirse esa tarde, al igual que el de miles de hombres en edad de combatir. De las palabras de Grey y de la reacción del Parlamento dependía que las mujeres de toda Europa fuesen a convertirse en viudas, y sus hijos, en huérfanos.
Maud ya no estaba enfadada, quizá había dejado de estarlo por puro agotamiento. Ahora solo estaba asustada: la guerra o la paz, el matrimonio o la soledad, la vida o la muerte… su destino.
Era una jornada festiva, de modo que el enorme grueso de la población de empleados bancarios, funcionarios, abogados, corredores de bolsa y comerciantes de la ciudad se había tomado el día libre. Al parecer, la mayoría de ellos se había reunido en las inmediaciones de los edificios de los distintos departamentos gubernamentales de Westminster con la esperanza de ser los primeros en enterarse de las noticias. El chófer se abrió paso despacio con la limusina Cadillac con capacidad para siete pasajeros a través de las hordas de gente de Trafalgar Square, Whitehall y Parliament Square. El día estaba nublado pero hacía calor, y los hombres jóvenes que vestían a la moda lucían sombreros canotier. Maud se fijó en un letrero del Evening Standard donde se leía: AL BORDE DE LA CATÁSTROFE.
La multitud empezó a lanzar gritos de entusiasmo cuando el automóvil se detuvo frente al palacio de Westminster, y entonces se oyó un leve murmullo de decepción cuando del interior no surgió nada más interesante que dos damas. Los espectadores querían ver a sus héroes, hombres como Lloyd George y Keir Hardie.
Maud pensó que el palacio era el paradigma de la obsesión victoriana por la ornamentación: la piedra estaba labrada con intrincados diseños, había frisos de madera tallada por todas partes, las baldosas del suelo eran de múltiples colores, las vidrieras exhibían una gran variedad de tonalidades y las alfombras estaban estampadas.
A pesar de que era un día festivo, la cámara se había reunido y el lugar estaba abarrotado de parlamentarios y pares, la mayoría de ellos con el uniforme de rigor: chaqué negro y sombrero de copa de seda también negro. Solo los parlamentarios laboristas desafiaban la etiqueta luciendo trajes de tweed o de paseo.
El sector pacifista seguía siendo mayoritario en el gabinete, de eso Maud estaba segura. Lloyd George había conseguido lo que quería la noche anterior, y el gobierno se mantendría al margen si Alemania cometía una mera violación técnica del espacio territorial belga.
Por suerte, los italianos se habían declarado neutrales, afirmando que su tratado con Austria los obligaba a participar únicamente en una guerra defensiva, mientras que la acción de Austria contra Serbia era a todas luces agresiva. Hasta entonces, pensó Maud, Italia era el único país que había mostrado un poco de sentido común.
Fitz y Walter esperaban en el vestíbulo central, de forma octagonal. Maud los abordó de inmediato:
—No he oído qué ha ocurrido esta mañana en la reunión del gabinete, ¿y vosotros?
—Tres dimisiones más —contestó Fitz—: Morley, Simon y Beauchamp.
Los tres estaban en contra de la guerra. Maud se sintió desanimada, además de desconcertada.
—¿Y Lloyd George no?
—No.
—Qué raro… —Maud tuvo un mal presentimiento. ¿Acaso había una división en el sector que estaba a favor de la paz?—. ¿Qué estará tramando Lloyd George?
—No lo sé, pero me lo imagino —repuso Walter. Estaba muy serio—. Anoche, Alemania exigió el libre paso de nuestras tropas a través de territorio belga. —Maud dio un respingo y Walter siguió hablando—: El consejo de ministros belga estuvo reunido desde las nueve de la noche de ayer hasta las cuatro de esta madrugada, y luego rechazó la exigencia y dijo que se enfrentarían en combate.
Aquello era terrible.
—Entonces, Lloyd George se equivocaba —dijo Fitz—: el ejército alemán no va a cometer una mera violación técnica de la soberanía territorial alemana…
Walter no dijo nada, pero extendió las manos en un gesto de impotencia.
Maud temía que el rudo ultimátum alemán y el temerario desafío del gobierno belga hubiesen minado la determinación del sector pacifista del gabinete. Bélgica y Alemania recordaban demasiado a David y Goliat. Lloyd George tenía olfato para sondear a la opinión pública: ¿habría detectado que el sentir general de la población británica estaba a punto de cambiar?
—Tenemos que ocupar nuestros sitios —señaló Fitz.
Acongojada y consumida por la angustia, Maud pasó por una portezuela y subió una larga escalera hasta llegar a la galería para los espectadores, que daba a la Cámara de los Comunes. Allí se reunía el gobierno soberano del Imperio británico; en aquella sala se decidían asuntos de vida o muerte para los 444 millones de personas que vivían bajo alguna forma de mandato británico. Cada vez que acudía allí, Maud siempre se asombraba de ver lo pequeño que era, con mucho menos espacio que cualquiera de las iglesias de Londres.
El gobierno y la oposición se sentaban enfrentados en hileras escalonadas de bancos, separados por un hueco que, según la leyenda, medía la longitud de dos espadas, para que los oponentes no pudieran enfrentarse en la lucha cuerpo a cuerpo. En la mayoría de los debates, la cámara estaba casi siempre vacía, con poco más de una docena de parlamentarios arrellanados cómodamente en la tapicería de cuero verde. Sin embargo, ese día, los bancos estaban llenos hasta los topes, y los parlamentarios que no habían encontrado sitio estaban sentados en la entrada. Solo las filas delanteras estaban libres, unos sitios reservados por tradición para los ministros del gabinete, en el lado que ocupaba el gobierno, y los líderes de la oposición, en el otro.
A Maud le pareció significativo que el debate de esa jornada fuese a tener lugar en aquella cámara, y no en la Cámara de los Lores. De hecho, muchos de los pares estaban, como Fitz, allí en la galería, observando. La Cámara de los Comunes poseía la autoridad que le confería el haber sido elegida por el pueblo, a pesar de que poco más de la mitad de los hombres adultos tenía derecho al voto, y ninguna de las mujeres. Asquith había pasado buena parte de su mandato como primer ministro peleándose con los lores, en especial por el plan de Lloyd George de dar una pequeña pensión a todos los ancianos. Las peleas habían sido encarnizadas, pero al final, los comunes habían ganado todas y cada una de ellas. La razón subyacente, a juicio de Maud, era que la aristocracia inglesa temía que la Revolución francesa fuese a repetirse allí, de modo que al final siempre alcanzaban un acuerdo.
Llegaron los ocupantes de los asientos delanteros, y a Maud le sorprendió de inmediato el ambiente que se respiraba entre los liberales. El primer ministro, Asquith, estaba sonriendo por algo que había dicho el cuáquero Joseph Pease, y Lloyd George departía con sir Edward Grey.
—Oh, Dios… —murmuró Maud.
Walter, sentado a su lado, le preguntó:
—¿Qué ocurre?
—Míralos —dijo ella—. Ahora son todos amigos. Han salvado todas sus diferencias.
—No puedes saber eso solo con mirarlos.
—Sí, sí que puedo.
El presidente de la Cámara de los Comunes entró tocado con una anticuada peluca y se sentó en el trono elevado. Llamó al jefe del Foreign Office y Grey se levantó, con la cara pálida, demacrada y con el semblante preocupado.
No era un buen orador, pues tenía tendencia a la verborrea y resultaba sobremanera cargante. A pesar de todo, los parlamentarios seguían el hilo de sus palabras pegados a sus asientos y los visitantes de la galería escuchaban con atención a la espera de que llegara la parte verdaderamente importante.
Estuvo hablando durante tres cuartos de hora antes de mencionar a Bélgica, y luego, por fin, desveló los detalles del ultimátum alemán del que Walter le había hablado a Maud una hora antes. Los parlamentarios se quedaron petrificados. Maud vio que, tal como ella se temía, aquello lo cambiaba todo: ambas facciones del Partido Liberal, tanto los imperialistas de extrema derecha como los defensores izquierdistas de los derechos de las pequeñas naciones, estaban absolutamente indignados.
Grey citó las palabras de Gladstone, al preguntar:
—Teniendo en cuenta las circunstancias, este país, dotado como está de influencia y poder, ¿se quedará discretamente al margen y se limitará a presenciar la comisión del crimen más terrible que haya manchado jamás las páginas de la historia, y se convertirá así en cómplice del pecado?
Todo aquello era una solemne tontería, pensó Maud. La invasión de Bélgica no sería el crimen más terrible de la historia; ¿qué era entonces la matanza de Kanpur? ¿Y el comercio de esclavos? Gran Bretaña no intervenía cada vez que un país era invadido. Era ridículo afirmar que su pasividad convertía al pueblo británico en cómplice del pecado.
Sin embargo, muy pocos de los presentes compartían el punto de vista de Maud; los miembros de ambos sectores aplaudían, y la joven observó consternada el banco delantero, ocupado por los componentes del gobierno. Todos los ministros que hasta el día anterior se habían opuesto fervientemente a la guerra asentían ahora con entusiasmo: el joven Herbert Samuel, Lewis «Lulu» Harcourt, el cuáquero Joseph Pease, que era presidente de la Asociación por la Paz, y, lo que era aún peor, el mismísimo Lloyd George. Maud dedujo, con desesperación, que el hecho de que Lloyd George apoyase a Grey significaba que la batalla política había terminado; la amenaza alemana a Bélgica había unido a las dos facciones enfrentadas.
Grey no sabía aprovecharse de las emociones de su público, como hacía Lloyd George, ni sabía hablar como un profeta del Antiguo Testamento, como hacía Churchill, pero ese día no le hacía falta ninguna de las dos cosas: los hechos se encargaban por méritos propios de hacer todo el trabajo. Maud se volvió hacia Walter y dijo con un susurro cargado de rabia:
—¿Por qué? ¿Por qué ha hecho esto Alemania?
El joven torció el gesto con una expresión de angustia, pero respondió con la serena lógica que lo caracterizaba.
—El sur de Bélgica, la frontera entre Alemania y Francia, está fuertemente fortificada. Si atacáramos por ahí, ganaríamos, pero tardaríamos demasiado, y Rusia tendría tiempo de movilizar sus tropas y atacarnos por la retaguardia. El único modo que tenemos de asegurarnos una victoria rápida es avanzando a través de territorio belga.
—¡Pero eso también implica que Gran Bretaña os declare la guerra!
Walter asintió con la cabeza.
—Pero el ejército británico es muy pequeño. Dependéis de vuestras fuerzas navales, y esta no es una guerra marítima. Nuestros generales creen que Gran Bretaña no influirá demasiado en el resultado.
—¿Y tú estás de acuerdo?
—Yo opino que convertir en enemigo a un vecino rico y poderoso nunca es una maniobra inteligente. Pero no logré convencerlos.
«Y eso es lo que ha pasado en repetidas ocasiones a lo largo de las últimas dos semanas», pensó Maud con consternación. En todos los países, quienes estaban a favor de la guerra habían acabado por imponer su opinión. Los austríacos habían atacado Serbia cuando podrían haberse contenido; los rusos se habían movilizado en lugar de negociar; los alemanes se habían negado a asistir a una conferencia internacional para encontrar una solución dialogada al conflicto; a los franceses les habían ofrecido la ocasión de permanecer neutrales y la habían rechazado, y ahora los británicos estaban a punto de tomar parte activa cuando podrían haberse quedado fácilmente al margen.
Grey había llegado al final de su discurso.
—He presentado ante esta cámara los hechos fundamentales y si, tal como parece probable, nos vemos obligados, rápidamente además, a adoptar una postura firme al respecto, entonces creo que, cuando el país se percate de lo que está en juego, de cuáles son los verdaderos problemas y cuál la magnitud de los inminentes peligros que se ciernen sobre el oeste de Europa y que he intentado transmitir hoy a esta cámara, obtendremos un apoyo unánime, no solo por parte de la Cámara de los Comunes, sino en virtud de la determinación, la resolución, el coraje y la capacidad de resistencia del país entero.
Cuando se sentó, se vio obsequiado con una intensa ovación procedente de todos los bancos. No había habido ninguna votación, y Grey ni siquiera había propuesto nada concreto, pero era evidente por la reacción generalizada que los parlamentarios estaban listos para ir a la guerra.
El jefe de la oposición, Andrew Bonar Law, tomó la palabra para decir que el gobierno podía contar con el apoyo de los conservadores. Aquello no supuso ninguna sorpresa para Maud, pues siempre eran más belicistas que los liberales, pero se quedó perpleja, al igual que el resto de los presentes, cuando vio al líder nacionalista irlandés anunciar lo mismo. Maud se sintió como si todo el mundo a su alrededor hubiese enloquecido. ¿Es que era la única persona del mundo que quería la paz?
Solo el dirigente del Partido Laborista mostró su disconformidad.
—Creo que se equivoca —dijo Ramsay MacDonald, hablando de Grey—. Creo que el gobierno al que representa y en nombre del que habla se equivoca. Creo que el veredicto de la historia será que se equivocan.
Sin embargo, nadie lo escuchaba. Algunos de los parlamentarios ya estaban abandonando la cámara, y la galería de los espectadores también empezaba a quedarse vacía. Fitz se levantó y el resto de su grupo hizo lo propio. Maud los siguió, desanimada y sin fuerzas. Abajo en la cámara, MacDonald decía:
—Si un caballero justo y honorable hubiese venido hoy aquí y nos hubiese dicho que nuestro país corre un grave peligro, no me importa a qué partido hubiese apelado, ni a qué clase se hubiese dirigido, nosotros estaríamos con él… ¿Qué sentido tiene hablar de acudir en auxilio de Bélgica cuando, en realidad, se trata de intervenir en una guerra que engloba a toda Europa?
Maud salió de la galería y ya no oyó nada más.
Aquel era el peor día de su vida. Su país iba a participar en una guerra innecesaria, su hermano y el hombre al que amaba iban a arriesgar sus vidas, y ella iba a separarse de su prometido, tal vez para siempre. Había perdido toda esperanza y se hallaba sumida en la desesperación más absoluta.
Cuando bajaron las escaleras, Fitz encabezaba el grupo.
—Muy interesante, Fitz querido —dijo tía Herm educadamente, como si la hubiesen llevado a una exposición de arte que le hubiese gustado más de lo que esperaba.
Walter agarró a Maud del brazo y la retuvo. La joven dejó que la adelantaran otras tres o cuatro personas para que Fitz no pudiese oírlos, pero no estaba preparada para lo que vino a continuación.
—Cásate conmigo —dijo él en voz baja.
A la joven se le aceleró el corazón.
—¿Qué? —susurró—. ¿Cómo?
—Cásate conmigo, por favor, mañana.
—No puede ser…
—Tengo un permiso especial. —Se dio unos golpecitos en el bolsillo delantero de su levita—. Esta mañana he ido al Registro Civil de Chelsea.
La cabeza le daba vueltas, y lo único que se le ocurrió decir fue:
—Habíamos acordado esperar. —En cuanto hubo pronunciado aquellas palabras, ya se estaba arrepintiendo.
Sin embargo, él se apresuró a responder.
—Y hemos esperado. La crisis ha terminado. Tu país y el mío van a entrar en guerra mañana o al día siguiente. Tendré que marcharme de Gran Bretaña y quiero casarme contigo antes de irme.
—¡Pero no sabemos lo que va a pasar! —exclamó ella.
—Desde luego que no, pero sea lo que sea lo que nos depare el futuro, quiero que te conviertas en mi esposa.
—Pero… —Maud se calló. ¿Por qué estaba poniendo objeciones? Él tenía razón. Nadie sabía lo que iba a suceder, pero ¿qué importancia tenía aquello entonces? Ella también quería ser su esposa, y nada de lo que pasase en el futuro podía cambiarlo.
Antes de que pudiera decir algo más, llegaron al pie de la escalera y salieron al vestíbulo central, inundado de gente que bullía de nerviosismo en agitada conversación. Maud quería desesperadamente hacerle más preguntas a Walter, pero Fitz insistió con galantería en acompañarlas afuera a ella y a tía Herm, a causa del gentío. En Parliament Square, Fitz ayudó a ambas mujeres a subir al coche. El chófer accionó la manivela automática, el motor emitió un rugido y el vehículo se alejó deslizándose suavemente por la calzada; Fitz y Walter se quedaron en la acera, con la multitud de espectadores esperando a escuchar su destino.
Maud quería ser la esposa de Walter, era de lo único de lo que estaba segura. Se aferró a ese pensamiento mientras un sinnúmero de preguntas y especulaciones se agolpaban en su cerebro. ¿Debía seguir el plan de Walter o era mejor esperar? Si accedía a casarse con él al día siguiente, ¿a quién se lo diría? ¿Adónde irían después de la ceremonia? ¿Vivirían juntos? Y si así era, ¿dónde?
Esa noche, antes de la cena, su doncella le trajo un sobre en una bandeja de plata. Contenía una sola hoja de papel color crema con la letra precisa e impoluta de Walter en tinta azul.
Seis en punto de la tarde
Amada mía:
Mañana a las tres y media te estaré esperando en un coche al otro lado de la calle, frente a la casa de Fitz. Llevaré conmigo los dos testigos pertinentes. Tenemos cita en el registro a las cuatro en punto. He reservado una suite en el hotel Hyde. Yo ya he dejado allí mi equipaje, para que podamos subir a nuestra habitación directamente sin necesidad de demorarnos en la recepción. Seremos el señor y la señora Woolridge. Lleva un velo.
Te quiero, Maud.
Tu prometido,
W.
Con mano temblorosa, dejó la hoja de papel en la superficie de madera de caoba de su tocador. Sintió que se le había acelerado el pulso. Se quedó mirando el papel pintado de las paredes y trató de serenarse para pensar con claridad.
Walter había escogido bien la hora, porque a las tres y media de la tarde era un buen momento para que Maud pudiese salir de la casa sin que nadie reparara en ello. Su tía Herm echaba la siesta después de comer y Fitz estaría en la Cámara de los Lores.
Fitz no debía sospechar nada, porque intentaría detenerla. Podía encerrarla en su cuarto, sencillamente, y podía llegar incluso a hacer que la internasen en un manicomio. Cualquier hombre adinerado de clase alta podía lograr que encerrasen a una mujer de su familia sin demasiada dificultad, lo único que Fitz tendría que hacer sería encontrar dos médicos dispuestos a convenir con él que debía de estar loca para querer casarse con un alemán.
No se lo diría absolutamente a nadie.
El nombre falso y el velo indicaban que Walter quería que fuese una boda secreta. El Hyde era un hotel discreto de Knightsbridge, donde no era muy probable que se tropezasen con algún conocido. Sintió un escalofrío de emoción al pensar que iba a pasar la noche con Walter.
Pero ¿qué harían al día siguiente? Una boda no podía mantenerse en secreto toda la vida. Walter se marcharía de Gran Bretaña al cabo de dos o tres días. ¿Iría ella con él? Temía arruinar su carrera. ¿Cómo le creerían capaz de luchar por su país si estaba casado con una inglesa? Y si realmente iba al frente, se iría lejos de su casa, y entonces, ¿qué sentido tenía que ella lo acompañara a Alemania?
Pese a todas las incógnitas, sentía una ilusión y un entusiasmo desbordantes.
—La señora Woolridge —dijo, sola en el dormitorio, y se abrazó las rodillas, radiante de felicidad.