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Finales de julio de 1914

I

Walter von Ulrich no sabía tocar ragtime.

Sabía tocar las melodías, que eran sencillas, y también los acordes más característicos, que solían emplear el intervalo de la séptima disminuida. Y podía tocar las dos cosas a la vez… solo que no sonaba a música de ragtime. No lograba reproducir el compás. Su versión recordaba más a la clase de música que se podía oír en los parques de Berlín, y para alguien capaz de tocar sonatas de Beethoven prácticamente sin esfuerzo, aquello resultaba frustrante.

Ese sábado por la mañana en Ty Gwyn, Maud había intentado enseñarle, sentados frente al Bechstein vertical entre las palmeras de la pequeña sala de estar, mientras la luz del sol de verano se filtraba por los altos ventanales. Se habían sentado pegados el uno junto al otro en el taburete del piano, con los brazos entrelazados, y Maud se había reído de sus vanos intentos. Había sido un momento de dorada felicidad.

El humor de Walter se agrió cuando ella le explicó que su padre había tratado de convencerla para que rompiese su compromiso con él. Si hubiese visto a su padre la noche que volvió a Londres, habrían tenido una bronca monumental, pero Otto se había ido a Viena, y Walter había tenido que tragarse toda su rabia. No había vuelto a ver a su padre desde entonces.

Había estado de acuerdo con la sugerencia de Maud de que mantuviesen su compromiso en secreto hasta que terminase la crisis de los Balcanes, que aún seguía abierta, aunque las aguas empezaban a volver a su cauce. Habían pasado casi cuatro semanas desde el atentado en Sarajevo, pero el emperador austríaco no había enviado aún a los serbios la nota cuyo contenido llevaba meditando tanto tiempo. El retraso le permitió a Walter albergar la esperanza de que los ánimos se hubiesen templado y la sensatez y la moderación hubiesen prevalecido en Viena.

Sentado ante el piano de media cola del sobrio salón de su piso de soltero en Piccadilly, meditó sobre las muchas alternativas a la guerra a las que podían recurrir los austríacos como medio para castigar a los serbios y restituir su orgullo herido. Por ejemplo, podían obligar al gobierno serbio a cerrar los periódicos antiaustríacos y purgar a los nacionalistas del ejército serbio y la administración pública. Los serbios podían claudicar ante aquellas exigencias, sería algo humillante para ellos, pero mejor que una guerra que no podían ganar.

Luego, los líderes de las grandes potencias europeas se tranquilizarían y se concentrarían en sus problemas nacionales. Los rusos podrían sofocar su huelga general, los ingleses podrían apaciguar a los rebeldes protestantes irlandeses y los franceses podrían disfrutar del juicio por asesinato a madame Caillaux, que le había pegado un tiro al director de Le Figaro por haber publicado las cartas de amor de su marido.

Y Walter podría casarse con Maud.

Aquella era entonces su máxima preocupación, y cuanto más pensaba en las dificultades, más decidido estaba a superarlas. Tras haber pasado unos días contemplando la triste perspectiva de una vida sin ella, se había reafirmado aún más en su propósito de casarse con la joven, fuera cual fuese el precio que ambos tuvieran que pagar. Mientras seguía con atención la partida diplomática que se estaba librando en el tablero de Europa, analizaba todos y cada uno de los movimientos para evaluar las posibles repercusiones que podían tener sobre él y Maud, primero, y solo en segundo término, sobre Alemania y el mundo.

Iba a verla esa noche, en la cena del baile de la duquesa de Sussex. Iba vestido con frac, pues ya era la hora de salir. Sin embargo, cuando cerró la tapa del piano, sonó el timbre de la puerta, y su sirviente anunció al conde Robert von Ulrich.

Robert tenía el gesto hosco y taciturno, una expresión muy habitual en él. Su primo ya era un muchacho atormentado e infeliz cuando ambos estudiaban en Viena. Sus sentimientos se veían irresistiblemente atraídos hacia un grupo que, por la educación recibida, se suponía que debía condenar. Entonces, cada vez que regresaba a casa después de una velada con hombres iguales que él, siempre lucía esa misma expresión en la cara, de culpa pero desafiante. Con el tiempo, había descubierto que la homosexualidad, como el adulterio, estaba oficialmente castigada pero, al menos en los círculos más sofisticados, se toleraba extraoficialmente, y al final se había resignado a la idea de ser como era. Sin embargo, ese día estaba huraño por otras razones.

—Acabo de ver el texto de la nota del emperador —dijo Robert de inmediato.

A Walter se le aceleró el corazón, lleno de esperanza. Aquella podía ser la solución pacífica que había estado esperando.

—¿Y qué dice?

Robert le dio un trozo de papel.

—He copiado la parte principal.

—¿Se la han entregado ya al gobierno serbio?

—Sí, a las seis en punto, hora de Belgrado.

Había diez exigencias. Walter comprobó aliviado que las primeras de ellas seguían las pautas que él mismo ya había vaticinado: Serbia tenía que suprimir los periódicos liberales, desmantelar la organización secreta conocida como Mano Negra y tomar medidas contundentes contra la propaganda nacionalista. Tal vez los moderados de Viena habían ganado la batalla, después de todo, pensó, agradecido.

El cuarto punto parecía razonable al principio —los austríacos exigían una purga de nacionalistas en el cuerpo de funcionarios públicos serbios—, pero era una propuesta envenenada: serían los propios austríacos quienes proporcionarían los nombres.

—Eso parece un poco excesivo —señaló Walter con angustia—. El gobierno serbio no puede echar a quienes les dicten los austríacos.

Robert se encogió de hombros.

—Pues tendrán que hacerlo.

—Supongo que sí. —Por el bien de un final pacífico a la crisis, Walter esperaba que lo hiciesen.

Sin embargo, lo peor estaba por llegar.

El punto cinco exigía que Austria ayudase al gobierno serbio a aplastar la subversión, y el punto número seis —leyó Walter con consternación— insistía en que las autoridades austríacas tomasen parte en la investigación judicial que Serbia iba a llevar a cabo sobre el asesinato.

—¡Pero los serbios no lo aceptarán jamás! —protestó Walter—. Eso equivaldría a renunciar a su soberanía.

El rostro de Robert se ensombreció más aún.

—No opino lo mismo —repuso malhumoradamente.

—Ningún país del mundo aceptaría semejante condición.

—Pues Serbia tendrá que hacerlo. O será destruida.

—¿En una guerra?

—Si es necesario.

—¡Que implicaría a toda Europa!

Robert blandió un dedo amenazador.

—No si los demás gobiernos actúan con sensatez.

«A diferencia del tuyo», pensó Walter, pero se abstuvo de expresarlo en voz alta. Los puntos restantes estaban formulados de forma muy arrogante, pero a buen seguro los serbios podían vivir con aquello: detención de los conspiradores, prohibición de introducir armas en territorio austríaco y medidas contundentes contra todos aquellos funcionarios serbios que hiciesen declaraciones públicas en contra de Austria.

Sin embargo, había un plazo de cuarenta y ocho horas para responder.

—Dios santo, esto es muy duro… —dijo Walter.

—Es lo que cabe esperar para todos aquellos que desafían al emperador austríaco.

—Lo sé, lo sé, pero ni siquiera les ha dado tiempo para salvar la cara.

—¿Y por qué iba a hacerlo?

Walter no disimuló más su exasperación.

—Por el amor de Dios, ¿es que acaso quiere la guerra?

—La familia del emperador, la dinastía de los Habsburgo, ha extendido sus dominios sobre gran parte de Europa durante siglos. El emperador Francisco José sabe que es la voluntad de Dios que gobierne a los pueblos eslavos inferiores. Es su destino por voluntad divina.

—Que Dios nos libre de los hombres con un destino dictado por la voluntad divina —masculló Walter—. ¿Ha visto esto mi embajada?

—Lo verán de un momento a otro.

Walter se preguntó cómo reaccionarían los demás. ¿Lo aceptarían sin más, tal como había hecho Robert, o se indignarían como Walter? ¿Habría un clamor internacional de protesta o solo una reacción diplomática de indiferencia e impotencia? Lo averiguaría esa misma noche. Consultó el reloj de la repisa de la chimenea.

—Llego tarde a la cena. ¿Vas a asistir al baile de la duquesa de Sussex, después?

—Sí. Nos vemos allí.

Salieron del edificio y se separaron al llegar a Piccadilly. Walter siguió en dirección a casa de Fitz, donde iba a cenar. Se había quedado sin aliento, como si acabasen de derribarlo al suelo de un puñetazo. La guerra que tanto temía estaba cada vez más peligrosamente cerca.

Llegó justo a tiempo para saludar con una reverencia a la princesa Bea —que lucía un vestido color malva festoneado con lazos de seda—, y para estrechar la mano de Fitz —extremadamente apuesto con un cuello de camisa de frac y una pajarita blanca—, en el momento preciso en que anunciaban la cena. Se alegró al ver que le asignaban acompañar a Maud al interior del comedor. La joven llevaba un vestido rojo oscuro de alguna tela muy suave que se ceñía a su cuerpo de un modo que a Walter le resultaba irresistible. Cuando le retiraba la silla para que se sentase, le dijo:

—Qué vestido tan bonito…

—Paul Poiret —dijo ella, nombrando a un couturier tan famoso que hasta Walter había oído hablar de él. Bajó un poco más la voz—. Pensé que te gustaría.

El comentario no era de una intimidad exagerada, pero le provocó, pese a todo, un estremecimiento en todo el cuerpo, seguido de una punzada de temor ante la posibilidad de perder a aquella extraordinaria mujer.

La casa de Fitz no era exactamente un palacio. Su alargado salón comedor, en la esquina de la calle, daba a dos vías muy transitadas. Las arañas de cristal eléctricas estaban encendidas pese a la luminosa tarde de verano que imperaba en el exterior, y los reflejos de las luces brillaban en las copas de cristal y la cubertería de plata, colocada en el sitio de cada comensal. Al mirar a su alrededor en la mesa a las otras mujeres presentes, Walter se asombró de nuevo ante la indecente cantidad de busto que enseñaban las inglesas de clase alta en las cenas de etiqueta.

Pero semejantes observaciones eran más propias de un adolescente, mientras que a él ya le había llegado la hora de casarse.

En cuanto se sentó, Maud se descalzó y desplazó la punta del pie, enfundada en el sedoso tejido de las medias, por la pernera del pantalón de él, en sentido ascendente. Walter le respondió con una sonrisa, pero ella vio de inmediato que su cabeza estaba en otra parte.

—¿Qué pasa? —le dijo.

—¿Podrías dar pie a una conversación sobre el ultimátum de Austria? —le pidió él con un murmullo—. Di que has oído que ya lo han entregado.

Maud se dirigió a Fitz, que presidía la mesa.

—Tengo entendido que el emperador austríaco ya ha enviado al fin su nota a Belgrado —anunció—. ¿Tú has oído algo de eso, Fitz?

Fitz soltó la cuchara de la sopa.

—Lo mismo que tú, pero nadie sabe lo que dice la nota.

—Creo que se trata de una nota muy dura —terció Walter—. Los austríacos insisten en tomar parte activa en el proceso judicial serbio.

—¡Tomar parte activa! —exclamó Fitz—. Pero si el presidente serbio accediese a una cosa así… ¡tendría que dimitir!

Walter asintió con la cabeza. Fitz preveía las mismas consecuencias que él.

—Es casi como si los austríacos quisiesen la guerra. —Estaba a punto de hablar con deslealtad acerca de uno de los aliados de Alemania, pero también estaba lo suficientemente nervioso para que le trajera sin cuidado. Vio que Maud lo miraba. Estaba pálida y muy callada; ella también había comprendido de inmediato la magnitud de aquella amenaza.

—Por supuesto, uno no puede por menos de comprender la postura de Francisco José —dijo Fitz—. La subversión nacionalista puede desestabilizar un imperio si no se ataca con mano dura. —Walter supuso que estaba pensando en los defensores del independentismo irlandés y en los bóers sudafricanos, y en la amenaza que representaban para el Imperio británico—. Pero no hace falta matar moscas a cañonazos —sostuvo el conde.

Los sirvientes retiraron los platos de sopa y ofrecieron un vino distinto. Walter no probó su copa. Iba a ser una velada muy larga, y necesitaba tener la cabeza despejada.

—Hoy he visto por casualidad al primer ministro Asquith —dijo Maud, con toda naturalidad—. Ha dicho que podríamos estar ante un auténtico apocalipsis. —Parecía asustada—. En ese momento no me lo he tomado muy en serio… pero ahora veo que podría llevar razón.

—Eso es justo lo que todos tememos —dijo Fitz.

Como siempre, Walter se quedó impresionado con la clase de contactos de Maud, pues se relacionaba como si tal cosa con los hombres más poderosos de Londres. Walter recordó que, cuando era una cría de once o doce años, y su padre era ministro del gobierno conservador, interrogaba con aire solemne a sus colegas de gabinete cada vez que estos visitaban Ty Gwyn, y ya entonces, aquellos hombres de semejante estatura política escuchaban atentamente a la niña y respondían a todas sus preguntas haciendo gala de una enorme paciencia.

—Por el lado positivo —siguió diciendo Maud—, si estalla una guerra, Asquith cree que Gran Bretaña no tiene por qué implicarse.

Walter sintió que se le aceleraba el corazón: si Gran Bretaña permanecía ajena a la contienda, la guerra no tenía por qué separarlo de Maud.

Sin embargo, Fitz no parecía tan contento.

—¿De veras? —exclamó—. Aunque… —Miró a Walter—. Perdóname, Von Ulrich… ¿aunque Francia fuese invadida por Alemania?

—Asquith dice que seremos espectadores —contestó Maud.

—Tal como yo me temía —repuso Fitz con pomposidad—, el gobierno no entiende el equilibrio de poder en Europa.

Como conservador, el conde desconfiaba del gobierno liberal, y personalmente, detestaba a Asquith, quien había mermado el poder de decisión de la Cámara de los Lores, pero, lo que era más importante, no estaba del todo horrorizado ante la perspectiva de entrar en guerra. En cierto modo, puede que hasta acariciase la idea, al igual que Otto, pensó Walter. Y desde luego, seguro que la guerra le parecía sin duda preferible a cualquier posible debilitamiento del poder de Gran Bretaña.

—¿Estás seguro, mi querido Fitz —preguntó Walter—, de que una victoria alemana sobre Francia descompensaría el equilibrio de poder? —Aquella línea de argumentación era bastante delicada para una cena distendida, pero el asunto era demasiado importante para esconderlo bajo la costosa alfombra de Fitz.

—Con el debido respeto por tu honorable país y por Su Majestad el káiser Guillermo, me temo que Gran Bretaña no podría tolerar que Alemania asumiese el control sobre Francia.

Ese era precisamente el problema, pensó Walter, haciendo un gran esfuerzo por disimular la ira y la frustración que le provocaban aquellas palabras insustanciales. Un ataque de Alemania sobre la aliada de Rusia, Francia, sería en realidad una maniobra defensiva, pero los ingleses hablaban como si Alemania pretendiese hacerse con el dominio de toda Europa. Con una sonrisa forzada, dijo:

—Derrotamos a Francia hace cuarenta y tres años en el conflicto que vosotros llamáis la guerra franco-prusiana. Gran Bretaña ya fue una mera espectadora en aquel entonces, y nuestra victoria no supuso para vosotros ningún motivo de sufrimiento.

—Eso es lo mismo que dijo Asquith —añadió Maud.

—Hay una diferencia —objetó Fitz—. En 1871, Francia fue derrotada por Prusia y por un grupo de pequeños reinos alemanes. Después de la guerra, esa coalición se convirtió en un solo país, la Alemania moderna, y estoy seguro en que convendrás conmigo, querido Von Ulrich, amigo mío, que la Alemania de hoy es una presencia mucho más formidable que la vieja Prusia.

Los hombres como Fitz eran tan peligrosos… se dijo Walter para sus adentros. Con sus formas y sus modales impecables serían capaces de llevar el mundo a la destrucción. Hizo todo cuanto pudo por conservar un tono amigable.

—Tienes razón, por supuesto… pero tal vez formidable no sea lo mismo que hostil.

—Esa es la cuestión, ¿no te parece?

En el otro extremo de la mesa, Bea se puso a toser, en un gesto de reproche. Sin duda aquel tema le parecía demasiado polémico para una conversación educada, de modo que preguntó con tono alegre:

—¿Tiene ganas de acudir al baile de la duquesa, herr Von Ulrich?

Walter sintió que le recriminaba su conducta.

—Estoy seguro de que el baile será absolutamente extraordinario —respondió con un entusiasmo desmesurado, y Bea lo recompensó con un asentimiento agradecido.

—¡Es usted un bailarín estupendo! —intervino tía Herm.

Walter sonrió con calidez a la anciana.

—¿Me concedería usted el honor del primer baile, lady Hermia?

La mujer se sintió halagada.

—¡Oh, cielos! Soy demasiado mayor para bailes… Además, ustedes los jóvenes tienen pasos que ni siquiera existían cuando yo era una debutante.

—La última moda es la zarda, una danza popular húngara. Tal vez debería enseñársela.

—¿Y no crees que eso constituiría un incidente diplomático? —inquirió Fitz.

No era muy gracioso, pero todos se echaron a reír y la conversación siguió otros cauces más triviales pero menos peligrosos.

Después de cenar, los asistentes se subieron a los coches de caballos para recorrer los cuatrocientos metros que los separaban de Sussex House, el palacio del duque en Park Lane.

Ya había anochecido, y en las ventanas brillaban todas las luces: la duquesa se había rendido al fin y había instalado la electricidad. Walter subió la majestuosa escalera y entró en el primero de tres fastuosos salones. La orquesta estaba tocando la canción más popular en esos momentos, «Alexander’s Ragtime Band», de Irving Berlin, y a Walter se le iba la mano izquierda: la síncopa era el elemento crucial.

Hizo honor a su promesa y bailó con tía Herm. Esperaba que tuviese multitud de parejas de baile, porque en realidad lo que quería era que la mujer danzase hasta caer rendida y se fuese a dormitar a un rincón para que así Maud pudiese librarse de su carabina. No podía dejar de pensar en lo que él y Maud habían hecho en la biblioteca de aquella casa unas pocas semanas antes, y se moría de ganas de tocarla y recorrer con las manos la ceñida tela de aquel vestido.

Pero antes tenía trabajo que hacer. Se separó de tía Herm con una reverencia, tomó una copa de champán rosado que le ofrecía un lacayo y empezó a pasearse por las distintas estancias de la casa. Recorrió el salón de baile pequeño, la sala principal y el salón de baile grande, hablando con los políticos y los diplomáticos allí presentes. Todos los embajadores de Londres habían sido invitados, y muchos de ellos habían acudido, incluido el jefe de Walter, el príncipe Lichnowsky. También se hallaban allí numerosos parlamentarios, la mayoría de ellos conservadores, como la duquesa, aunque había algunos liberales, entre los que se incluían varios ministros del gobierno. Robert estaba enfrascado en una conversación con lord Remarc, un subsecretario del Ministerio de Guerra. No había ningún parlamentario del Partido Laborista: la duquesa se consideraba a sí misma una mujer de mente abierta, pero todo tenía un límite.

Walter descubrió que los austríacos habían enviado copias de su ultimátum a las principales embajadas de Viena, y que el mensaje sería transmitido por cablegrama y traducido a lo largo de la noche, por lo que a la mañana siguiente, todo el mundo estaría al corriente de su contenido. Casi todos los presentes estaban conmocionados por las exigencias de Austria, pero nadie sabía cómo reaccionar al respecto.

Hacia la una de la madrugada, Walter ya había averiguado todo cuanto pudo y se fue en busca de Maud. Bajó la escalera y salió al jardín, donde habían servido un bufet en un toldo de rayas. ¡Cuánta comida se servía en la alta sociedad inglesa! Encontró a Maud jugueteando con unas uvas y comprobó con gran alivio que no había ni rastro de tía Herm.

Walter decidió olvidar sus preocupaciones durante un rato.

—¿Cómo podéis comer tanto los ingleses? —le dijo a Maud en tono jovial—. La mayoría de esta gente ya se ha tomado un opíparo desayuno, un almuerzo de cinco o seis platos, té con pastas y sándwiches y una cena de al menos ocho platos. ¿De veras necesitan ahora comer sopa, codornices rellenas, langosta, melocotones y helado?

Ella se echó a reír.

—Te parecemos vulgares, ¿a que sí?

No era eso lo que pensaba de ellos, pero decidió tomarle un poco el pelo fingiendo que había acertado.

—Bueno, veamos, ¿qué cultura tienen los ingleses? —La tomó del brazo y, caminando aparentemente sin rumbo fijo, la llevó fuera del toldo, al jardín. Los árboles estaban engalanados con guirnaldas de luces que proveían una iluminación más bien escasa. Otras parejas paseaban por los senderos serpenteantes entre los arbustos, algunas charlando y otras cogidas discretamente de la mano bajo la penumbra. Walter volvió a ver a Robert en compañía de lord Remarc y se preguntó si ellos también habrían encontrado el amor—. ¿Compositores ingleses? —dijo, tratando todavía de provocar a Maud—. Gilbert y Sullivan. ¿Pintores? Mientras los impresionistas franceses estaban cambiando la forma en que el mundo se ve a sí mismo, los ingleses retrataban a niños de mejillas sonrosadas jugando con sus cachorros. ¿Ópera? Toda italiana, cuando no alemana. ¿El ballet? Ruso.

—Y a pesar de todo eso, dominamos medio mundo —repuso ella con una sonrisa burlona.

Él la tomó en brazos.

—Y sabéis tocar el ragtime.

—Es fácil, una vez que coges el ritmo.

—Esa es la parte que me resulta más difícil.

—Porque necesitas que alguien te la enseñe.

Walter le acercó la boca al oído y murmuró:

—¿Y tú me la enseñarás, por favor?

El murmullo se convirtió en un gemido cuando ella lo besó y, después de eso, se quedaron sin palabras durante largo rato.

II

Todo eso ocurría la madrugada del viernes 24 de julio. A la noche siguiente, cuando Walter asistió a otra cena y a otro baile, el rumor de que los serbios iban a aceptar todas y cada una de las exigencias de los austríacos, salvo por una aclaración de los puntos quinto y sexto, circulaba en boca de todo el mundo. Eufórico, Walter pensó que sin duda los austríacos no podían rechazar una respuesta tan sumamente servil… a menos, por supuesto, que estuviesen decididos a lanzarse de lleno a una guerra a cualquier precio.

De camino a casa, al alba del sábado, se detuvo en la embajada para escribir una nota sobre lo que había descubierto esa noche. Estaba sentado a su mesa cuando el embajador en persona, el príncipe Lichnowsky, apareció vestido de manera impecable con un chaqué, la vestimenta protocolaria para los actos diurnos, y un sombrero de copa de color gris. Sorprendido, Walter se levantó de un salto, hizo una reverencia y dijo:

—Buenos días, alteza.

—Llega muy temprano, Von Ulrich —contestó el embajador, pero entonces, fijándose en el traje de etiqueta de Walter, dijo—: O mejor dicho, muy tarde. —Era un hombre apuesto a su particular manera, con unas facciones muy marcadas y una enorme nariz aguileña encima del bigote.

—Estaba escribiéndole una nota acerca de los acontecimientos de anoche. ¿Puedo hacer algo por usted, alteza?

—Sir Edward Grey me ha mandando llamar. Puede acompañarme y tomar notas, si es que dispone de algún otro traje

Walter no cabía en sí de gozo. El secretario del Foreign Office británico era uno de los hombres más poderosos sobre la faz de la tierra. Walter ya lo había conocido, por supuesto, en el reducido círculo de la diplomacia de Londres, pero nunca había intercambiado más que unas pocas palabras con él. Ahora, gracias a la invitación típicamente informal de Lichnowsky, Walter iba a estar presente en una reunión extraoficial de dos de los hombres que decidían el destino de Europa. Gottfried von Kessel se pondría verde de envidia, pensó.

Se reprendió a sí mismo por ser tan frívolo y mezquino. Aquel podía ser un encuentro decisivo. A diferencia del emperador austríaco, tal vez Grey no quisiera una guerra. ¿Habría convocado aquella reunión con el objetivo de buscar un modo de impedirla? Era difícil hacer predicciones con Grey. ¿Por dónde iba a salir? Si estaba en contra de la guerra, Walter aprovecharía la menor oportunidad para ayudarlo.

Guardaba una levita en un perchero detrás de la puerta para casos de emergencia como aquel. Se quitó el traje de etiqueta de noche y se abotonó la indumentaria de día por encima del chaleco blanco. Cogió una libreta y salió del edificio junto al embajador.

Los dos hombres atravesaron St. James’s Park rodeados del frío de primera hora de la mañana. Walter le contó a su jefe el rumor sobre la respuesta serbia, y el embajador le confió a su vez el rumor que había llegado a sus oídos.

—Albert Ballin cenó anoche con Winston Churchill —dijo. Ballin, un magnate naviero alemán, se movía en los círculos íntimos del káiser, a pesar de ser judío. Churchill estaba al frente de la Royal Navy—. Me encantaría saber qué se dijo durante esa cena —concluyó Lichnowsky.

Obviamente, temía que el káiser estuviese pasando por encima de él y enviando mensajes a los británicos a través de Ballin.

—Trataré de averiguarlo —contestó Walter, complacido ante la oportunidad.

Entraron en el Foreign Office, un edificio neoclásico que recordó a Walter la imagen de una tarta nupcial. Los condujeron al opulento despacho del secretario Grey, con vistas al parque. «Los británicos somos el pueblo más rico del mundo —parecía querer decir el ostentoso edificio— y podemos haceros a los demás lo que nos venga en gana.»

Sir Edward Grey era un hombre enjuto con una cara huesuda como una calavera. Sentía aversión hacia los extranjeros y casi nunca viajaba fuera del país: a ojos de los británicos, eso lo convertía en el secretario del Foreign Office perfecto.

—Muchas gracias por venir —dijo con afabilidad. Estaba acompañado únicamente por un ayudante pertrechado con un cuaderno. En cuanto se sentaron, fueron directos al grano—. Tenemos que hacer todo lo posible por calmar la situación en los Balcanes.

Walter sintió renacer sus esperanzas; aquellas palabras sonaban pacíficas, era evidente que Grey no quería la guerra.

Lichnowsky asintió con la cabeza. El príncipe formaba parte de la facción pacífica del gobierno alemán, y había enviado un contundente telegrama a Berlín instando a que contuviesen a los austríacos. No estaba de acuerdo con el padre de Walter y otros que sostenían que, para Alemania, una guerra en esos momentos era mejor que otras más adelante, cuando Rusia y Francia pudiesen haberse fortalecido.

—Sea lo que sea lo que hagan los austríacos —prosiguió Grey—, no debe suponer para Rusia una amenaza capaz de provocar una respuesta militar del zar.

«Exacto», pensó Walter, entusiasmado.

Saltaba a la vista que Lichnowsky era de la misma opinión.

—Si me lo permite, señor, ha dado usted en el clavo.

Grey era inmune a los cumplidos.

—Mi sugerencia es que ustedes y nosotros, es decir, Alemania y Gran Bretaña, solicitemos de forma conjunta a los austríacos que amplíen el plazo. —Miró con aire reflexivo al reloj de la pared: eran poco después de las seis de la mañana—. Han exigido una respuesta para las seis de esta tarde, hora de Belgrado. No podrán negarse a dar a los serbios un día más.

Walter se llevó una decepción. Esperaba que Grey contase con un plan para salvar el mundo, pero aquella prórroga era un pequeño parche inútil: seguramente no serviría para nada. Además, en opinión de Walter, los austríacos eran tan beligerantes que cabía la posibilidad, en absoluto remota, de que sí se negasen a acceder a aquella petición, por inocua que fuera. Sin embargo, nadie le preguntó su opinión, y ante tan excelsa compañía, no pensaba hablar a menos que se dirigiesen directamente a él.

—Una idea magnífica —señaló Lichnowsky—. La transmitiré a Berlín junto con mi recomendación.

—Gracias —dijo Grey—, pero por si eso falla, tengo otra propuesta.

De modo que, en el fondo, Grey no confiaba en que los austríacos fueran a darle más tiempo a Serbia, pensó Walter.

—Propongo que Gran Bretaña, Alemania, Italia y Francia —prosiguió Grey— actúen todos juntos como mediadores y convoquen una conferencia a cuatro bandas a fin de buscar una solución que satisfaga a Austria sin amenazar a Rusia.

«Eso me parece más razonable», pensó Walter con alborozo.

—Por supuesto, Austria no aceptará de antemano someterse a la resolución que se alcance en la conferencia —continuó Grey—. Pero eso no es necesario. Podríamos pedirle al emperador austríaco que al menos no tome ninguna determinación hasta que oiga las conclusiones de la conferencia.

Walter estaba encantado. Austria tendría dificultades para rechazar un plan que le ofrecían sus aliados además de sus rivales.

Lichnowsky también parecía complacido.

—Se lo recomendaré encarecidamente a Berlín.

—Les agradezco mucho que hayan venido a verme a una hora tan temprana —dijo Grey.

Lichnowsky interpretó aquellas palabras como una señal de que la reunión había concluido y se levantó.

—En absoluto, no tiene que darnos las gracias —repuso—. ¿Irá hoy a Hampshire?

Las aficiones de Grey eran la pesca con mosca y el avistamiento de aves, y donde más a gusto se encontraba era en su casa del río Itchen, en Hampshire.

—Esta noche, espero —contestó Grey—. Hace un tiempo fabuloso para la pesca.

—Le deseo que pase usted un domingo estupendo —dijo Lichnowsky, y se marcharon.

Cuando volvían a atravesar el parque andando, Lichnowsky comentó:

—Los ingleses son asombrosos: Europa al borde de la guerra y el secretario del Foreign Office se va de pesca.

Walter estaba exultante de alegría. Puede que Grey no supiese distinguir lo que era apremiante de lo que no lo era, pero se trataba de la primera persona a la que se le había ocurrido una solución plausible. Walter se sentía agradecido. «Lo invitaré a mi boda —se dijo— y le daré las gracias en mi discurso.»

Cuando volvieron a la embajada, se llevó una sorpresa al ver a su padre. Otto llamó a Walter a su despacho. Gottfried von Kessel se encontraba de pie junto al escritorio. Walter estaba ansioso por hablar cara a cara con su progenitor sobre lo ocurrido con Maud, pero no pensaba comentar esa clase de cosas delante de Von Kessel, de modo que dijo:

—¿Cuándo ha llegado?

—Hace unos minutos. He viajado de noche en el tren-barco de París. ¿Qué hacías con el embajador?

—Nos han llamado para reunirnos con sir Edward Grey. —Walter se alegró al ver aflorar al rostro de Von Kessel una expresión de envidia.

—¿Y qué os ha dicho? —quiso saber Otto.

—Ha propuesto celebrar una conferencia a cuatro bandas para mediar entre Austria y Serbia.

—Una pérdida de tiempo —sentenció Von Kessel.

Walter hizo caso omiso de su comentario y se dirigió a su padre.

—¿Qué opina usted?

Otto entrecerró los ojos.

—Interesante… —comentó—. Ese Grey es muy hábil.

Walter no pudo disimular su entusiasmo.

—¿Cree que el emperador austríaco aceptará?

—En absoluto. Por supuesto que no.

Von Kessel soltó una risotada burlona.

Walter se quedó desolado.

—Pero ¿por qué?

—¿Y si la conferencia propone una solución y Austria la rechaza? —preguntó Otto.

—Grey ha mencionado esa posibilidad. Ha dicho que Austria no estaría obligada a aceptar la recomendación de la conferencia.

Otto negó con la cabeza.

—Claro que no… pero ¿y entonces? Si Alemania forma parte de una conferencia que elabora una propuesta de paz y Austria rechaza nuestra propuesta, ¿cómo podríamos dar nuestro apoyo a los austríacos cuando vayan a la guerra?

—No podríamos.

—En ese caso, al realizar esa propuesta, el propósito de Grey es enemistar a Austria y Alemania.

—Ah. —Walter se sintió como un idiota. No había reparado en nada de eso, y todo su optimismo se vino abajo. Con tono desolado, añadió—: Entonces, ¿no vamos a secundar el plan de paz de Grey?

—Imposible —contestó su padre.

III

La propuesta de sir Edward Grey quedó en agua de borrajas y Walter y Maud vieron cómo, hora tras hora, el mundo se iba acercando cada vez más al borde del desastre.

Al día siguiente era domingo, y Walter se reunió con Antón. Una vez más, todos estaban ansiosos por saber qué harían los rusos. Los serbios habían claudicado ante casi la totalidad de las exigencias de Austria, y solo habían pedido un poco más de tiempo para discutir las dos cláusulas más duras, pero los austríacos habían anunciado que tal pretensión era inaceptable, y Serbia había empezado a movilizar a su reducido ejército. Habría contienda, pero ¿participaría Rusia?

Walter fue a la iglesia de St. Martin-in-the-Fields que, a diferencia de lo que sugería su nombre, no se hallaba en ningún campo sino en Trafalgar Square, el cruce con más tráfico de todo Londres. La iglesia era un edificio del siglo XVIII de estilo palladiano, y Walter pensó que, además de información sobre las intenciones de Rusia, merced a sus encuentros con Antón estaba descubriendo infinidad de detalles acerca de la historia de la arquitectura inglesa.

Subió los escalones y pasó a través de las inmensas columnas hacia la nave central. Miró a su alrededor con nerviosismo: aun en las mejores condiciones, siempre tenía el temor de que Antón no acudiera a sus citas, y aquel sería el peor momento de todos para que el hombre hubiese optado por acobardarse y no aparecer. El interior estaba fuertemente iluminado por una ventana veneciana en el extremo más oriental, y vio a Antón de inmediato. Con gran alivio, se sentó junto al vengativo espía segundos antes de que comenzase el oficio.

Como de costumbre, hablaron durante el transcurso de los himnos.

—El consejo de ministros se reunió el viernes —dijo Antón.

Walter ya lo sabía.

—¿Qué fue lo que decidieron?

—Nada. Solo hacen recomendaciones. Es el zar quien decide.

Eso también lo sabía, pero logró dominar su impaciencia.

—Perdón. ¿Qué fue lo que recomendaron, entonces?

—Permitir que cuatro distritos militares rusos se preparen para movilizarse.

—¡No! —El grito de Walter fue involuntario, y los feligreses que en esos momentos entonaban los himnos junto a él, se volvieron y le lanzaron miradas recriminatorias. Aquellas eran las maniobras preliminares antes de la guerra. Haciendo un gran esfuerzo por tranquilizarse, Walter dijo—: ¿Y el zar ha dado su consentimiento?

—Ratificó la decisión ayer.

—¿Qué distritos? —quiso saber Walter, con un deje de desesperación.

—Moscú, Kazán, Odesa y Kiev.

Durante la oración, Walter dibujó un mapa de Rusia. Moscú y Kazán estaban en medio del inmenso país, a más de mil kilómetros de sus fronteras europeas, pero Odesa y Kiev estaban en el sudoeste, cerca de los Balcanes. En el siguiente himno, dijo:

—Se están movilizando contra Austria.

—No es una movilización, es una preparación para la movilización.

—Sí, ya lo entiendo —dijo Walter pacientemente—. Pero ayer hablábamos de la posibilidad de que Austria atacase Serbia, un conflicto menor limitado a la zona de los Balcanes. Hoy hablamos de Austria y Rusia, y de una guerra europea de primera magnitud.

El himno terminó y Walter aguardó con impaciencia al siguiente. Había sido educado por una devota madre protestante, y siempre sentía remordimientos por el hecho de utilizar el oficio en la iglesia como tapadera para su trabajo clandestino. Oró en silencio para pedir perdón.

Cuando la congregación empezó a cantar de nuevo, Walter preguntó:

—¿Por qué tienen tanta prisa por realizar todos esos preparativos para la guerra?

Antón se encogió de hombros.

—Los generales le dicen al zar: «Cada día de retraso es un día de ventaja para el enemigo». Siempre la misma canción.

—¿Es que acaso no ven que los preparativos hacen la guerra más probable?

—Los soldados quieren ganar las guerras, no evitarlas.

El himno terminó, poniendo punto final al oficio. Cuando Antón se levantó, Walter lo sujetó del brazo.

—Tengo que verle con más frecuencia —dijo.

Antón parecía presa del pánico.

—Ya lo hemos hablado…

—No me importa. Europa está al borde de una guerra. Dice que los rusos están preparándose para movilizarse en algunos distritos. ¿Y si autorizan a otros distritos más para prepararse? ¿Qué otras medidas tomarán? ¿Cuándo se convierten los preparativos en algo más serio? Necesito informes diarios; cada hora sería aún mejor.

—No puedo asumir ese riesgo. —Antón intentó retirar el brazo.

Walter lo sujetó con más fuerza.

—Nos reuniremos en la abadía de Westminster todas las mañanas antes de que acuda a trabajar a la embajada. En el Poet’s Corner, en la nave lateral del crucero. La iglesia es tan grande que nadie reparará en nuestra presencia.

—Absolutamente imposible.

Walter lanzó un suspiro. No le quedaba más remedio que amenazarlo, algo que no le gustaba nada, sobre todo porque se arriesgaba a que el espía no volviese a aparecer nunca más, pero tenía que correr ese riesgo.

—Si no está allí mañana, iré a su embajada y preguntaré por usted.

Antón palideció.

—¡No puede hacer eso! ¡Me matarán!

—¡Necesito esa información! Estoy tratando de impedir una guerra.

—¡Pues yo espero con toda mi alma que la guerra estalle! —replicó el funcionario, rabioso. Bajó la voz y prosiguió en un susurro—: Espero que el ejército alemán aplaste y destruya a mi país. —Walter lo miró incrédulo—. Espero que muera el zar, que sea brutalmente asesinado, y con él toda su familia. Y espero que todos vayan al infierno, tal como merecen.

Giró sobre sus talones y salió apresuradamente del templo para sumergirse en el bullicio de Trafalgar Square.

IV

La princesa Bea estaba «en casa» los martes por la tarde, a la hora del té, momento en que sus amigas iban a visitarla para comentar las fiestas a las que habían acudido y para lucir sus trajes de paseo. Maud estaba obligada a asistir a esas reuniones, al igual que tía Herm, siendo ambas parientes pobres que vivían de la generosidad de Fitz. Ese día, a Maud la conversación le parecía especialmente tediosa, cuando lo único de lo que quería hablar era de si iba a haber guerra o no.

La sala de estar de la casa de Mayfair era moderna, pues Bea seguía con atención las últimas tendencias en decoración: había sillones y sofás de bambú a juego dispuestos en pequeños grupos, con gran amplitud de espacio entre ellos para que la gente pudiese desplazarse sin dificultad. La tapicería exhibía un discreto estampado en color malva y la alfombra era de color marrón claro. Las paredes no estaban empapeladas, sino pintadas de un relajante beige. No había rastro de la obsesión victoriana por acumular fotografías enmarcadas, adornos, cojines y jarrones, pues según los aficionados a la moda, no hacía falta alardear de la boyante situación económica de uno abarrotando todos los salones de cacharros… Y Maud estaba de acuerdo con ellos.

Bea estaba hablando con la duquesa de Sussex, chismorreando sobre la amante del primer ministro, Venetia Stanley. «Bea tiene que estar preocupada —pensó Maud—: si Rusia participa en la guerra, su hermano, el príncipe Andréi, tendrá que combatir.» Sin embargo, Bea no parecía en absoluto inquieta, y de hecho, esa tarde estaba especialmente radiante. A lo mejor tenía un amante, algo que no era raro en los círculos sociales más selectos, donde muchos matrimonios eran de conveniencia. Había quienes reprobaban el comportamiento de los adúlteros —la propia duquesa sería capaz de borrar de su lista de invitados a una mujer adúltera para el resto de la eternidad—, pero hacían la vista gorda. Sin embargo, en el fondo Maud no creía que Bea fuese de esa clase de mujeres.

Fitz entró a tomar el té, tras haber escapado una hora de la Cámara de los Lores, y Walter apareció tras él. Ambos estaban muy elegantes con sus trajes grises y sus chalecos cruzados. De forma involuntaria, Maud se los imaginó a los dos vestidos con el uniforme del ejército. Si la guerra se extendía a los demás países, cabía la posibilidad de que ambos tuvieran que entrar en combate y luchar… casi con toda certeza en bandos opuestos. Serían oficiales, pero ninguno de los dos aceptaría arreglárselas para conseguir un trabajo sin riesgos en algún cuartel general: querrían liderar a sus hombres en el frente. Los dos hombres a los que más quería podían acabar disparándose el uno al otro. Maud sintió un escalofrío, pues no podía soportar esa idea.

Maud rehuyó la mirada de Walter. Tenía la sensación de que las mujeres más intuitivas del círculo de amistades de Bea habían advertido la cantidad de tiempo que pasaba hablando con él. Le traían sin cuidado sus sospechas, pues tarde o temprano acabarían por enterarse, pero no deseaba que los rumores llegaran a oídos de Fitz antes de que se lo comunicaran oficialmente. Se enfadaría muchísimo, de modo que estaba intentando no dejar traslucir sus sentimientos.

Fitz se sentó a su lado. Tratando de pensar en algún tema de conversación que no tuviese nada que ver con Walter, Maud pensó en Ty Gwyn y preguntó:

—¿Qué le ha pasado a tu ama de llaves galesa, Williams? Ha desaparecido, y cuando les pregunto a los demás sirvientes, me salen con evasivas.

—Tuve que librarme de ella —contestó Fitz.

—¡Ah! —Maud estaba sorprendida—. No sé, pero tenía la impresión de que te gustaba cómo trabajaba esa chica.

—No especialmente. —Parecía incómodo.

—¿Qué fue lo que hizo para que estés tan disgustado con ella?

—Sufrió las consecuencias de la falta de castidad.

—¡Fitz, no seas pedante! —Maud se echó a reír—. ¿Quieres decir que se quedó embarazada?

—Baja la voz, por favor. Ya sabes cómo es la duquesa.

—Pobre Williams… ¿Y quién es el padre?

—Querida mía, ¿crees que se lo pregunté?

—No, por supuesto que no. Espero que no la deje en la estacada y se preste a «ayudarla», como suele decirse.

—No tengo ni idea. Es una sirvienta, por el amor de Dios.

—No acostumbras a ser cruel con los criados.

—No se puede recompensar la inmoralidad.

—Me gustaba esa chica, Williams. Era más inteligente e interesante que la mayoría de estas mujeres de la alta sociedad.

—No seas ridícula.

Maud se rindió. Por alguna razón, Fitz fingía que Williams le traía sin cuidado, pero lo cierto es que nunca le había gustado dar explicaciones, y era inútil presionarlo.

Walter se acercó, haciendo equilibrios con una taza y un plato de pastel en una mano. Dedicó una sonrisa a Maud, pero se dirigió a Fitz.

—¿Conoces a Churchill, verdad?

—¿Al pequeño Winston? —preguntó Fitz—. Desde luego. Empezó en mi partido, pero se pasó a los liberales. Sin embargo, me parece que su corazón sigue aún con nosotros, los conservadores.

—El viernes pasado cenó con Albert Ballin. Me encantaría saber lo que le dijo Ballin.

—Puedo complacerte, Winston se lo ha dicho a todo el mundo. Si estalla la guerra, Ballin ha dicho que Gran Bretaña se mantendrá al margen, Alemania prometerá dejar Francia intacta después, sin anexionarse ningún territorio… a diferencia de la última vez, cuando se quedaron con Alsacia y Lorena.

—Ah —exclamó Walter con satisfacción—. Gracias. Llevo días intentando averiguarlo.

—¿Es que tu embajada no lo sabe?

—Obviamente, se suponía que ese mensaje debía sortear los canales diplomáticos habituales.

Maud estaba intrigada. Parecía una fórmula esperanzadora para mantener a Inglaterra ajena a cualquier guerra europea. Puede que, a fin de cuentas, Fitz y Walter no tuvieran que dispararse el uno al otro.

—¿Cómo respondió Winston?

—Con evasivas —dijo Fitz—. Refirió la conversación al consejo de ministros, pero no discutieron nada al respecto.

Maud estaba a punto de preguntar, indignada, por qué no lo habían hecho cuando Robert von Ulrich hizo su aparición, con el semblante desencajado, como si acabasen de darle la noticia de la muerte de un ser querido.

—Pero ¿se puede saber qué le pasa a Robert? —dijo Maud mientras el austríaco hacía una reverencia ante Bea.

Se volvió para hablar ante todos los presentes en la reunión.

—Austria ha declarado la guerra a Serbia —anunció.

Por un momento, Maud sintió como si el mundo se hubiese detenido. Nadie se movió ni pronunció una sola palabra. La joven se quedó mirando la boca de Robert, bajo aquel bigote imperial, exhortándolo mentalmente a que se desdijese de sus palabras. Acto seguido, el reloj de la repisa dio la hora, y un murmullo de consternación se extendió entre los hombres y las mujeres de la estancia.

Las lágrimas afloraron a los ojos de Maud, y Walter le ofreció un pañuelo de hilo blanco perfectamente doblado. La joven se dirigió a Robert:

—Tendrás que combatir.

—Desde luego que sí —repuso Robert. Pronunció aquellas palabras en tono brusco, como subrayando lo evidente, pero parecía asustado.

Fitz se levantó.

—Será mejor que vuelva a la Cámara de los Lores y averigüe qué sucede.

Varias personas más se fueron también. En medio de la conmoción general, Walter se dirigió en voz baja a Maud.

—De repente, la propuesta de Albert Ballin se ha hecho diez veces más importante.

Maud pensaba lo mismo.

—¿Hay algo que podamos hacer?

—Necesito saber qué piensa realmente el gobierno británico de la propuesta.

—Intentaré averiguarlo. —Maud se alegraba de poder hacer algo útil.

—Tengo que volver a la embajada.

Maud vio marcharse a Walter, deseando poder haberle dado un beso de despedida. La mayoría de los invitados se fueron al mismo tiempo, y Maud subió a su cuarto.

Se quitó el vestido y se tumbó en la cama. La idea de pensar que Walter iba a irse a la guerra le provocó un intenso llanto, lágrimas de rabia e impotencia, y siguió llorando un buen rato hasta quedarse dormida.

Cuando se despertó, era ya la hora de salir. Estaba invitada a la velada musical de lady Glenconner, y aunque sentía la tentación de quedarse en casa, se le ocurrió que tal vez allí habría algún ministro del gobierno. Puede que averiguase alguna información útil para Walter. Se levantó y se vistió.

Ella y tía Herm atravesaron Hyde Park en el carruaje de Fitz hasta llegar a Queen Anne’s Gate, donde vivían los Glenconner. Entre los invitados se encontraba un amigo de Maud, Johnny Remarc, subsecretario del Ministerio de Guerra, pero lo que era aún más importante, sir Edward Grey estaba allí.

Maud estaba decidida a hablar con él sobre Albert Ballin, pero la música empezó antes de que tuviera oportunidad de hacerlo, de modo que se sentó a escuchar. Campbell McInnes estaba cantando un repertorio de Händel, un compositor alemán que había vivido la mayor parte de su vida en Londres, pensó Maud con ironía.

Observó discretamente a sir Edward durante el recital. No sentía especial predilección por aquel hombre: pertenecía a un grupo político llamado la Liga Imperialista Liberal, más tradicional y conservador que la mayoría del partido. Pese a todo, sintió una punzada de compasión por él. Nunca estaba demasiado alegre, pero aquella noche, su rostro habitualmente cadavérico se veía aún más pálido, como si tuviera todo el peso del mundo sobre sus hombros… cosa que además era verdad, por supuesto.

McInnes cantaba bien, y Maud pensó con tristeza en lo mucho que le habría gustado a Walter asistir, si no hubiese tenido que irse corriendo a la embajada.

En cuanto terminó el concierto, acorraló al secretario del Foreign Office.

—Me ha contado el señor Churchill que le transmitió a usted un mensaje harto interesante de parte de Albert Ballin —dijo. Vio que Grey se ponía tenso, pero siguió hablando pese a todo—. Si nos mantenemos al margen de una guerra europea, los alemanes prometen que no se anexionarán ningún territorio francés.

—Sí, algo así —repuso Grey fríamente.

Saltaba a la vista que había sacado a relucir un tema incómodo, y el protocolo dictaba que lo abandonase de inmediato, pero aquello no era una mera maniobra diplomática, de aquello dependía que Fitz y Walter fueran o no al frente. Maud siguió insistiendo.

—Tenía entendido que nuestra mayor preocupación era no alterar el equilibro de poder en Europa, y supuse que la propuesta de herr Ballin iba en ese sentido y podría satisfacernos. ¿Acaso me equivoco?

—Desde luego que se equivoca —contestó—. Es una propuesta infame. —Casi le había provocado una reacción visceral.

Maud se quedó destrozada. ¿Cómo podía rechazar una propuesta así? ¡Era lo único que ofrecía un resquicio de esperanza!

—¿Podría explicarle a una mujer incapaz de comprender esos conceptos tan rápido como usted, por qué dice eso de una forma tan tajante?

—Hacer lo que sugiere Ballin sería ofrecer a Francia en bandeja de plata para que Alemania la invada. Seríamos cómplices. Supondría la traición inmunda de una nación amiga.

—Ah —exclamó ella—. Creo que ahora lo entiendo. Es como si alguien dijera: «Voy a robar a tu vecino, pero si te mantienes al margen y no te inmiscuyes, te prometo que no le quemaré la casa además», ¿es eso?

Grey se mostró más cordial.

—Una buena analogía —comentó con una leve sonrisa—. La emplearé yo mismo.

—Gracias —dijo Maud. Sentía una inmensa decepción, y sabía que se le notaba en la cara, pero no podía disimularlo. Con tono lúgubre, añadió—: Por desgracia, eso nos acerca peligrosamente al precipicio de la guerra.

—Me temo que así es —admitió el ministro.

V

Como la mayoría de los parlamentos del mundo, el británico contaba con dos cámaras. Fitz pertenecía a la Cámara de los Lores, que incluía a la aristocracia más ilustre, los obispos y los jueces veteranos. La Cámara de los Comunes, por su parte, estaba compuesta por representantes electos conocidos como parlamentarios. Ambas cámaras se reunían en el palacio de Westminster, un edifico gótico victoriano construido a tal efecto con una torre con un reloj cuyo nombre era Big Ben, aunque a Fitz le gustaba recalcar que ese era, en realidad, el nombre de la gigantesca campana.

Cuando el Big Ben anunció las doce del mediodía el miércoles 29 de julio, Fitz y Walter pidieron un jerez como aperitivo en la terraza a orillas del maloliente río Támesis. Fitz contempló el palacio con orgullo, como siempre: era extraordinariamente grande, opulento y sólido, como el imperio que se gobernaba desde sus cámaras y pasillos. El edificio tenía todo el aspecto de durar mil años, pero ¿sobreviviría el imperio? Fitz se echaba a temblar cada vez que pensaba en las amenazas que se cernían sobre él: sindicalistas agitadores, mineros en huelga, el káiser, el Partido Laborista, los irlandeses, las feministas militantes… incluso su propia hermana.

Sin embargo, no puso voz a esos pensamientos tan oscuros, sobre todo teniendo en cuenta que su acompañante era extranjero.

—Este lugar es como un club —explicó animadamente—. Tiene bares, comedores y una estupenda biblioteca; y solo se permite la entrada a la clase de gente adecuada. —Justo en ese momento, un parlamentario laborista pasó por su lado junto a un par liberal, y Fitz puntualizó—: Aunque de vez en cuando se cuela algún que otro indeseable.

Walter estaba impaciente por contarle las últimas noticias.

—¿Ya lo sabes? —dijo—. El káiser ha dado un vuelco radical a los acontecimientos.

Fitz no sabía de qué hablaba.

—¿En qué sentido?

—Dice que la respuesta serbia ya no da motivos para comenzar una guerra y que los austríacos deben detenerse en Belgrado.

Los planes de paz siempre despertaban las suspicacias de Fitz. Su máxima preocupación era que Gran Bretaña mantuviese su posición hegemónica como la nación más poderosa del mundo. Temía que el gobierno liberal pudiese hacer que perdiesen esa hegemonía, por culpa del absurdo principio según el cual todas las naciones eran igualmente soberanas. Sir Edward Grey era un hombre bastante sensato, pero el sector de izquierdas en el seno de su partido —encabezado con toda probabilidad por Lloyd George— podía destituirlo, y entonces podía pasar cualquier cosa.

—Detenerse en Belgrado… —repitió con aire reflexivo. La capital estaba en la frontera: para capturarla, el ejército austríaco solo tenía que adentrarse un kilómetro y medio en territorio serbio, y se podía convencer a los rusos para que interpretasen ese movimiento como una acción policial de ámbito local que no suponía ninguna amenaza para ellos—. Me pregunto…

Fitz no quería la guerra, pero en el fondo, una parte de él acariciaba en secreto aquella posibilidad: sería su oportunidad de demostrar su valor. Su padre había ganado una distinción por su participación en contiendas navales, pero Fitz nunca había intervenido en ningún combate. Había ciertas cosas que se tenían que hacer antes de poder llamarse a sí mismo realmente un hombre, y luchar por su rey y su país era una de ellas.

Se les acercó un mensajero de librea, con pantalones bombachos de terciopelo y medias blancas de seda.

—Buenas tardes, conde Fitzherbert —dijo—. Ya han llegado sus invitados y han pasado directamente al comedor, milord.

Cuando se hubo marchado, Walter preguntó:

—¿Por qué los obligáis a vestirse de esa manera?

—Por tradición —respondió Fitz.

Apuraron sus copas y pasaron adentro. En el pasillo había una gruesa alfombra roja y las paredes estaban revestidas con un friso de madera tallada. Se dirigieron al comedor de los pares. Maud y tía Herm ya estaban sentadas.

El almuerzo había sido idea de Maud, quien utilizó el pretexto de que Walter nunca había estado en el interior del palacio. Cuando Walter hizo una reverencia y Maud lo obsequió con una cálida sonrisa, a Fitz le pasó por la cabeza un curioso pensamiento: ¿no habría algo de tendresse entre ellos? No, era ridículo. Maud era capaz de cualquier disparate, claro, pero Walter era un hombre demasiado sensato para plantearse un matrimonio entre una inglesa y un alemán en aquella época de convulsión política. Además, su hermana y su amigo eran casi como hermanos.

—Esta mañana he estado en tu maternidad, Fitz —dijo Maud cuando ambos se sentaron.

El conde arqueó las cejas.

—¿Es que acaso es mi maternidad?

—Pagas por ella.

—Si la memoria no me falla, me dijiste que debería haber una maternidad en el East End para madres con hijos que no contasen con el apoyo económico de ningún hombre, y yo te contesté que desde luego que debería haberla. Y la siguiente noticia que tuve, fue cuando empezaron a llegarme las facturas.

—Es que eres tan generoso…

A Fitz no le importaba. Un hombre de su posición podía permitirse realizar obras benéficas, y resultaba útil que Maud se encargara de todo el trabajo. No mencionó el hecho de que la mayoría de las madres no estaban casadas ni nunca lo habían estado: no quería que su tía, la duquesa, se sintiese ofendida.

—No adivinarías nunca quién ha venido esta mañana —siguió diciendo Maud—. Williams, el ama de llaves de Ty Gwyn. —Fitz palideció, y Maud añadió alegremente—: Qué casualidad, ¿no crees? ¡Justo anoche hablábamos de ella!

Fitz intentó mantener una expresión de indiferencia pétrea en su rostro. A Maud, al igual que la mayoría de las mujeres, se le daba bien leerle el pensamiento, y él no quería que sospechara la verdadera naturaleza de su relación con Ethel: era demasiado bochornoso.

Sabía que Ethel estaba en Londres, que había encontrado una casa en Aldgate, y Fitz había dado instrucciones a Solman para que la comprara en su nombre. Fitz temía la situación incómoda de encontrarse a Ethel en la calle, pero era Maud quien se había tropezado con ella.

¿Por qué había ido a la maternidad? Esperaba que estuviese bien.

—Confío en que no esté enferma —dijo, tratando de parecer únicamente cortés.

—No, no es nada serio —respondió Maud.

Fitz sabía que las embarazadas padecían afecciones de poca importancia. Bea había sangrado un poco y se había preocupado, pero el profesor Rathbone había dicho que era algo que solía ocurrir en torno al tercer mes y que no significaba nada, a pesar de que no debía hacer demasiados esfuerzos… aunque desde luego, tratándose de Bea, no había ningún peligro a ese respecto.

—Me acuerdo de Williams —dijo Walter—. La del pelo rizado y la sonrisa descarada. ¿Quién es el marido?

—Un ayuda de cámara que visitó Ty Gwyn con su señor hace unos meses —contestó Maud—. Se llama Teddy Williams.

Fitz se sonrojó levemente. ¡Conque llamaba Teddy a su marido ficticio! Pensó que habría preferido que Maud no se la hubiese encontrado. Quería olvidar a Ethel, pero no conseguía alejarla de su vida. Para disimular su desasosiego, se puso a hacer grandes aspavientos tratando de atraer la atención de algún camarero.

Se dijo que no podía ser tan sensible; Ethel era una sirvienta y él era un conde. Los hombres de alta cuna siempre habían obtenido sus placeres de allí donde quisiesen, una costumbre que seguramente llevaba en vigor cientos de años, tal vez miles. Era estúpido ponerse sentimental por una cosa así.

Cambió de tema repitiendo, para las señoras, las noticias de Walter sobre el káiser.

—Yo también lo he oído —dijo Maud—. Dios mío, espero que los austríacos les hagan caso… —añadió con vehemencia.

Fitz arqueó una ceja.

—¿A qué viene tanto apasionamiento?

—¡No quiero que te maten de un disparo! —exclamó—. Y no quiero que Walter sea nuestro enemigo. —Hablaba con la voz entrecortada. Las mujeres eran demasiado sentimentales.

—¿No sabrá por casualidad, lady Maud, cómo han recibido Asquith y Grey la sugerencia del káiser? —preguntó Walter.

Maud se serenó.

—Grey dice que combinada con su propuesta de una conferencia a cuatro bandas, podría impedir la guerra.

—¡Excelente! —exclamó Walter—. Eso era lo que esperaba. —Exhibía una excitación infantil, y la expresión de su rostro recordó a Fitz sus días de estudiantes. Walter había tenido ese mismo aspecto cuando ganó el premio de música en el día del Discurso.

—¿Habéis visto que han declarado inocente a esa odiosa madame Caillaux? —dijo tía Herm.

Fitz se quedó perplejo.

—¿Inocente? ¡Pero si disparó al pobre hombre! Se fue a la armería, compró un arma, la cargó, se dirigió a las oficinas de Le Figaro, preguntó por el director y lo mató: ¿cómo pueden haberla declarado inocente?

—Por lo visto, aseguró que esas armas se disparaban solas —respondió tía Herm—. ¡Os lo juro!

Maud se echó a reír.

—Al jurado debía de gustarle esa mujer —dijo Fitz. Estaba molesto con Maud porque se hubiera reído; los jurados caprichosos eran una amenaza para el orden establecido de cualquier sociedad. No se podía tomar a la ligera algo tan serio como el asesinato—. Muy típico de los franceses —comentó, indignado.

—Yo admiro a madame Caillaux —dijo Maud.

Fitz lanzó un gruñido reprobatorio.

—¿Cómo puedes decir eso de una asesina?

—A mí me parece que deberían matar de un tiro más a menudo a los directores de periódicos —soltó Maud alegremente—. Tal vez así mejoraría la prensa.

VI

Walter seguía aún lleno de esperanza al día siguiente, el jueves, cuando fue a ver a Robert.

El káiser estaba dudando sobre tomar la decisión, a pesar de las presiones de hombres como Otto. El ministro de Guerra, Erich von Falkenhayn, había exigido la declaración del Zustand drohender Kriegsgefahr, una especie de estado de emergencia y que, a efectos prácticos, equivalía a la antesala de la guerra. Sin embargo, el káiser se había negado, convencido de que podía evitarse un conflicto general si los austríacos se detenían en Belgrado. Y cuando el zar ruso ordenó a su ejército que se movilizase, Guillermo le remitió un telegrama personal pidiéndole que reconsiderase su decisión.

Los dos monarcas eran primos, pues la madre del káiser y la suegra del zar habían sido hermanas, ambas hijas de la reina Victoria. El káiser y el zar se comunicaban en inglés, y se llamaban el uno al otro «Nicky» y «Willy», respectivamente. El zar Nicolás se había sentido conmovido con el cablegrama de su primo Willy y había revocado la orden de movilización.

Solo con que ambos lograsen mantenerse firmes en sus decisiones, tal vez la vida les depararía un brillante porvenir a Walter y a Maud y a tantos otros millones de personas que solo querían vivir en paz.

La embajada de Austria era uno de los edificios más imponentes de la prestigiosa Belgrave Square. Condujeron a Walter al despacho de Robert. Siempre compartían las noticias, no había ninguna razón para no hacerlo, pues sus dos naciones eran íntimas aliadas.

—El káiser parece decidido a hacer que su plan de «detenerse en Belgrado» funcione —dijo Walter al sentarse—. Luego, todo lo demás puede solucionarse.

Robert no compartía su optimismo.

—No va a surtir efecto —repuso.

—Pero ¿por qué no?

—No estamos dispuestos a detenernos en Belgrado.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Walter—. ¿Estás seguro?

—Los ministros lo discutirán mañana en Viena, pero me temo que el resultado ya lo sabemos de antemano. No podemos detenernos en Belgrado sin garantías de Rusia.

—¿Garantías? —espetó Walter con indignación—. Lo primero que tenéis que hacer es dejar de luchar y luego hablar de los problemas. ¡No podéis exigir garantías de antemano!

—Me temo que nosotros no lo vemos así —contestó Robert fríamente.

—Pero somos vuestros aliados. ¿Cómo podéis rechazar nuestro plan de paz?

—Muy fácil. Piénsalo, ¿qué podéis hacer? Si Rusia moviliza sus tropas, estaréis amenazados, así que también tendréis que movilizar las vuestras.

Walter abrió la boca para protestar, pero se dio cuenta de que Robert tenía razón; el ejército ruso, una vez movilizado, suponía una amenaza demasiado grande.

Robert siguió hablando, implacable.

—Tenéis que combatir en nuestro bando, os guste o no. —Esbozó una expresión de disculpa—. Perdona si parezco arrogante; solo constato un hecho.

—Maldita sea… —exclamó Walter. Sintió ganas de llorar. Había estado aferrándose a la esperanza hasta el último momento, pero las duras palabras de Robert lo habían destrozado—. Todo esto es completamente inútil, ¿verdad? —dijo—. Los que quieren la paz van a perder la partida.

Robert cambió el tono de voz, y de pronto parecía triste, muy triste.

—Eso lo he sabido desde el principio —afirmó—. Austria debe atacar.

Hasta ese instante, Robert había mantenido una actitud ansiosa y combativa, no triste. ¿A qué se debía ese cambio? Tanteando el terreno, Walter aventuró:

—Es posible que tengas que irte de Londres.

—Y tú también.

Walter asintió con la cabeza. Si Gran Bretaña participaba en la contienda, todo el personal de las embajadas austríaca y alemana tendría que volver a sus países sin tardanza. Bajó la voz.

—¿Hay… hay alguien a quien vayas a echar especialmente de menos?

Robert asintió y se le saltaron las lágrimas.

Walter decidió arriesgarse.

—¿Lord Remarc?

Robert se echó a reír con amargura.

—¿Tan evidente es?

—Solo para alguien que te conozca bien.

—Y Johnny y yo que nos creíamos tan discretos… —Robert meneó la cabeza con gesto desolado—. Al menos tú puedes casarte con Maud.

—Ojalá pudiese.

—¿Y por qué no?

—¿Un matrimonio entre un alemán y una inglesa, cuando los dos países se enfrentan en una guerra? Toda su familia y sus amigos la repudiarían, y a mí me ocurriría lo mismo. A mí eso me trae sin cuidado, pero no podría imponerle una vida así a ella.

—Casaos en secreto.

—¿En Londres?

—Casaos en Chelsea. Allí nadie os conocería.

—¿No hay que ser residente?

—Tienes que enseñarles un sobre con tu nombre y una dirección local. Yo vivo en Chelsea, puedo darte una carta dirigida al señor Von Ulrich. —Rebuscó en un cajón de su escritorio—. Aquí tienes, una factura de mi sastre, dirigida al señor Von Ulrich. Creen que Von es mi nombre de pila.

—Tal vez no quede tiempo.

—Puedes solicitar un permiso especial.

—Dios mío… —exclamó Walter. Estaba atónito—. Tienes razón. Claro que puedo.

—Tienes que ir al ayuntamiento.

—Sí.

—¿Quieres que te enseñe el camino?

Walter se quedó pensativo durante un buen rato y luego dijo:

—Sí, por favor.

VII

—Han ganado los generales —dijo Antón, de pie frente a la tumba de Eduardo el Confesor, en la abadía de Westminster, el viernes 31 de julio—. El zar cedió ayer por la tarde. Los rusos se están movilizando.

Era una sentencia de muerte. Walter sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal.

—Es el principio del fin —siguió diciendo Antón, y Walter advirtió en sus ojos el brillo de la sed de venganza—. Los rusos se creen fuertes, porque su ejército es el mayor del mundo, pero tienen un mando mediocre. Va a ser el apocalipsis.

Era la segunda vez esa semana que Walter oía esa misma palabra, pero esta vez sabía que estaba justificada. Al cabo de unas pocas semanas, el ejército ruso de seis millones de hombres —nada menos que seis millones— se trasladaría en masa a las fronteras de Alemania y Hungría. Ningún dirigente europeo podía hacer caso omiso de semejante amenaza. Los alemanes tendrían que movilizar sus tropas: el káiser ya no tenía elección.

Walter no podía hacer nada más. En Berlín, el Estado Mayor General estaba presionando a favor de la movilización alemana, y el canciller, Theobald von Bethmann Hollweg, había prometido tomar una decisión a mediodía. Aquellas noticias significaban que solo le quedaba una salida.

Walter tenía que informar a Berlín de inmediato. Se despidió bruscamente de Antón y salió de la majestuosa iglesia. Echó a andar todo lo aprisa que pudo por la callejuela llamada Storey’s Gate, apretó el paso al llegar a la orilla de St. James’s Park y subió los escalones junto a la estatua conmemorativa del duque de York en dirección a la embajada alemana.

La puerta del despacho del embajador permanecía abierta. El príncipe Lichnowsky estaba sentado a su mesa, y Otto se hallaba de pie a su lado. Gottfried von Kessel hablaba al teléfono y había varias personas más en la habitación, además de los secretarios que, ajetreados, entraban y salían sin cesar.

Walter se había quedado sin aliento tras la carrera por llegar hasta allí. Jadeando, se dirigió a su padre.

—¿Qué ocurre?

—Berlín ha recibido un telegrama de nuestra embajada en San Petersburgo que dice: «Primer día de movilización 31 de julio». Berlín está tratando de confirmar la información.

—¿Qué hace Von Kessel?

—Mantener abierta la comunicación telefónica con Berlín para que podamos estar informados de forma permanente.

Walter respiró hondo y dio un paso adelante.

—Alteza —dijo, dirigiéndose al príncipe Lichnowsky.

—¿Sí?

—Puedo confirmar la movilización rusa. Mi fuente me ha informado hace menos de una hora.

—De acuerdo. —Lichnowsky pidió el teléfono y Von Kessel se lo dio.

Walter consultó la hora; faltaban diez minutos para las once: en Berlín, escasos minutos para que se cumpliera el plazo de mediodía.

Lichnowsky habló por teléfono.

—La movilización rusa ha sido confirmada por una fuente de confianza.

Permaneció a la escucha unos minutos. La sala se sumió en un silencio sobrecogedor. Nadie se movió.

—Sí —dijo Lichnowsky al fin—. Comprendo. Muy bien.

Colgó con un chasquido que resonó como un trueno.

—El canciller ha decidido declarar… —empezó a decir, y a continuación repitió las palabras que Walter tanto había temido—: el Zustand drohender Kriegsgefahr. Hay que prepararse para una guerra inminente.