Mediados de julio de 1914
En la nueva habitación de Ethel en Ty Gwyn había un espejo de pie. Era viejo, la madera estaba agrietada y el cristal empañado, pero podía verse toda entera y ella lo consideraba un lujo enorme.
Se contempló en ropa interior. Parecía que estaba más voluptuosa desde que se había enamorado. Había engordado un poquito alrededor de la cintura y las caderas, y tenía los pechos más turgentes, a lo mejor porque Fitz los acariciaba y los apretaba mucho. Cuando pensaba en él, le dolían los pezones.
Fitz había llegado esa mañana con la princesa Bea y lady Maud, y le había susurrado que iría a verla a la Suite Gardenia después de comer. Ethel había instalado a Maud en la Habitación Rosa, inventando un excusa sobre unos arreglos que había que hacer en la madera del suelo de sus aposentos habituales.
Acababa de ir a su habitación para lavarse y ponerse una muda limpia. Le encantaba prepararse así para él, imaginando ya cómo Fitz acariciaría su cuerpo, cómo besaría su boca, oyendo con antelación la forma en que gemiría de deseo y placer, recordando el olor de su piel y la textura sensual de su ropa.
Abrió un cajón para sacar unas medias, y su mirada recayó en un montoncito de tiras limpias de algodón blanco, los «paños» que usaba cuando menstruaba. Se le ocurrió entonces pensar que no los había lavado desde que se había trasladado a esa habitación. De pronto, en su mente apareció una diminuta semilla de auténtico pánico. Se sentó con pesadez en la estrecha cama. Ya estaban a mediados de julio. La señora Jevons se había marchado a principios de mayo. De eso hacía ya diez semanas. En ese tiempo, Ethel debería haber usado los paños no una, sino dos veces.
—Ay, no —dijo en voz alta—. ¡Ay, por favor, no!
Se obligó a pensar con calma y volvió a calcularlo. La visita del rey había tenido lugar en enero. A Ethel la habían nombrado ama de llaves inmediatamente después, pero la señora Jevons todavía estaba demasiado enferma para marcharse. Fitz se había ido a Rusia en febrero y había regresado en marzo, que era cuando habían hecho el amor de verdad por primera vez. La señora Jevons se había recuperado en abril, y el gestor de los negocios de Fitz, Albert Solman, se había acercado desde Londres para hablarle de la pensión que le quedaría. La mujer se había marchado a principios de mayo, y fue entonces cuando Ethel se había instalado en esa habitación y había guardado en el cajón esa pequeña pila de tiras de algodón blanco que tanto miedo le daban ahora. Eso había sido hacía diez semanas. No conseguía que el resultado de los cálculos fuera ningún otro.
¿Cuántas veces se habían visto en la Suite Gardenia? Por lo menos ocho. Fitz siempre se retiraba antes del final, pero a veces salía un poquito tarde, y ella percibía el primero de sus espasmos cuando todavía lo tenía dentro. Había sentido una felicidad delirante al estar con él así y, embargada por el éxtasis, había cerrado los ojos ante el peligro. De pronto, el peligro la había atrapado.
—Ay, Dios mío, perdóname —dijo en voz alta.
Su amiga Dilys Pugh se había quedado encinta. Dilys era de la misma edad que Ethel. Trabajaba como doncella para la mujer de Perceval Jones y estaba ennoviada con Johnny Bevan. Ethel recordaba cómo le habían crecido los pechos a Dilys más o menos por la época en que se dio cuenta de que en realidad sí podías quedarte embarazada haciéndolo de pie. Ahora estaban casados.
¿Qué le sucedería a Ethel? Ella no podía casarse con el padre de su hijo. Aparte de todo lo demás, ya estaba casado.
Había llegado la hora de encontrarse con él. Ese día no retozarían en la cama, tendrían que hablar acerca del futuro. Se puso su vestido negro de seda de ama de llaves.
¿Qué diría él? No tenía hijos: ¿se mostraría encantado, o más bien horrorizado? ¿Acogería a ese hijo del amor, o se avergonzaría de él? ¿Querría a Ethel más aún por haber concebido, o la odiaría?
Salió de su habitación del desván y avanzó por el estrecho pasillo antes de bajar hacia el ala oeste por la escalera del servicio. Ese familiar papel de pared con su estampado de gardenias avivaba su deseo, igual que la visión de sus braguitas excitaba a Fitz.
Él ya estaba allí, de pie junto a la ventana, contemplando el jardín bañado por la luz del sol mientras fumaba un puro; al verlo, Ethel se quedó de nuevo asombrada de lo apuesto que era. Le rodeó el cuello con los brazos. El tweed marrón de su traje tenía un tacto suave porque, según había descubierto, estaba hecho de cachemir.
—Oh, Teddy, tesoro mío, qué feliz me hace verte —le dijo. Le gustaba ser la única persona que lo llamaba Teddy.
—Y a mí verte a ti —repuso él, pero no le acarició los pechos enseguida.
Ella le dio un beso en la oreja.
—Tengo algo que decirte —anunció Ethel con solemnidad.
—¡Y yo algo que decirte a ti! ¿Puedo ser el primero?
La muchacha estaba a punto de responder que no, pero él se liberó de su abrazo y dio un paso atrás. De repente, un mal presentimiento se apoderó de su corazón.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Qué sucede?
—Bea espera un niño —contestó Fitz. Le dio una calada al puro y exhaló humo como en un suspiro.
Al principio Ethel no logró encontrar sentido a esas palabras.
—¿Qué? —preguntó en tono desconcertado.
—La princesa Bea, mi mujer, está embarazada. Va a tener un niño.
—¿Quieres decir que lo has estado haciendo con ella a la vez que lo hacías conmigo? —preguntó Ethel con enfado.
Él pareció extrañarse. Por lo visto no esperaba que pudiera tomárselo a mal.
—¡Debo hacerlo! —protestó—. Necesito un heredero.
—¡Pero dijiste que me querías!
—Te quiero, y siempre te querré, en cierta forma.
—¡No, Teddy! —gritó ella—. ¡No lo digas así… no, por favor!
—¡No des voces!
—¿Que no dé voces? ¡Me estás echando! ¿Qué me importa a mí ahora que se entere la gente?
—A mí me importa mucho.
Ethel estaba destrozada.
—Teddy, por favor, yo te quiero.
—Pero lo nuestro ha terminado. Tengo que ser un buen marido y padre de mi hijo. Debes comprenderlo.
—Comprenderlo… ¡y un cuerno! —bramó Ethel—. ¿Cómo puedes decirlo tan fácilmente? ¡Te he visto mostrar más compasión por un perro que debía ser sacrificado!
—Eso no es cierto —contestó él, y se le entrecortó la voz.
—Me entregué a ti, en esta habitación, en esa cama de ahí.
—Y yo no… —Se interrumpió. Su rostro, impertérrito hasta entonces, trabado en una expresión de rígido autocontrol, mostró de repente angustia. Se volvió para ocultarse de los ojos de ella—. No lo olvidaré —susurró.
Ethel se acercó a él, vio cómo las lágrimas se deslizaban por sus mejillas, y su ira se desvaneció.
—Oh, Teddy, lo siento mucho —dijo.
Él intentó recuperar la calma.
—Te tengo mucho aprecio, pero debo cumplir con mi deber —dijo. Las palabras eran frías, pero su voz parecía atormentada.
—Ay, Dios mío. —Ethel intentaba parar de llorar. Todavía no le había contado sus nuevas. Se enjugó los ojos con la manga y tragó saliva—. ¿Tu deber? —dijo—. No sabes aún ni la mitad.
—¿De qué estás hablando?
—Yo también estoy embarazada.
—Oh, Dios bendito. —Se llevó el puro a los labios mecánicamente, después volvió a dejarlo caer sin dar ninguna calada—. ¡Pero si siempre me retiraba antes!
—Pues no lo bastante deprisa.
—¿Desde cuándo lo sabes?
—Acabo de darme cuenta. He mirado en mi cajón y he visto mis paños limpios. —Fritz se estremeció. Era evidente que no le gustaba que le hablaran de la menstruación. Bueno, tendría que soportarlo—. Lo he calculado y no me ha venido el período desde que me trasladé a la antigua habitación de la señora Jevons, y de eso hace diez semanas.
—Dos ciclos. Eso lo confirma. Es lo mismo que dijo Bea. Demonios. —Volvió a llevarse el puro a los labios, se dio cuenta de que se había apagado y lo tiró al suelo con un gruñido de enojo.
Un pensamiento irónico le vino a Ethel a la cabeza.
—Puede que tengas dos herederos.
—No seas ridícula —dijo él, cortante—. Un bastardo no hereda.
—Oh —repuso Ethel. No había sido su intención reclamar nada en serio para su hijo. Por otro lado, hasta ese momento no había pensado que sería un bastardo—. Pobrecillo —dijo—. Mi niño, el bastardo.
Él parecía sentirse culpable.
—Lo siento —dijo—. No he querido decir eso. Perdóname.
Ethel veía que su bondad estaba luchando contra sus instintos más egoístas. Le puso una mano en el brazo.
—Pobre Fitz.
—No quiera Dios que Bea se entere de esto —dijo.
Ella se sintió herida de muerte. ¿Por qué había de ser la otra mujer su principal preocupación? Bea estaría perfectamente: era rica, estaba casada y llevaba en su seno al querido y venerado heredero del clan Fitzherbert.
—Una conmoción de este calibre sería demasiado para ella —añadió Fitz.
Ethel recordó el rumor que decía que Bea había sufrido un aborto natural el año anterior. Todas las criadas de la casa lo habían comentado. Según Nina, la doncella rusa, la princesa le echaba la culpa del aborto a Fitz, que la había disgustado al cancelar un viaje a Rusia que tenían planeado.
Ethel se sintió terriblemente rechazada.
—¿Conque lo que más te preocupa es que la noticia de nuestro hijo altere a tu mujer?
Él se quedó mirándola.
—No quiero que vuelva a perderlo… ¡Es importante! —No se imaginaba lo cruel que estaba siendo.
—¡Maldito seas! —gritó Ethel.
—¿Qué esperabas? El hijo que lleva Bea lo he estado esperando, he rezado por que llegara. El tuyo no lo queríamos ni tú, ni yo, ni nadie.
—No es así como yo lo veo —dijo ella, sin apenas voz, y se echó a llorar otra vez.
—Tengo que meditar sobre esto —replicó él—. Necesito estar a solas. —La agarró de los hombros—. Volveremos a hablar mañana. Mientras tanto, no se lo digas a nadie. ¿Me has entendido?
Ethel asintió.
—Prométemelo.
—Te lo prometo.
—Buena chica —dijo él, y salió de la habitación.
Ethel se agachó y recogió la colilla del puro.
No se lo dijo a nadie, pero era incapaz de actuar como si todo fuera bien, así que fingió sentirse enferma y fue a acostarse. Mientras pasaba una hora tras otra tumbada, sola, el dolor fue dando lentamente paso a la angustia. ¿De qué vivirían su hijo y ella?
Perdería su trabajo en Ty Gwyn; eso sería automático, aunque su hijo no hubiera sido del conde. Solo eso ya le dolía. Se había sentido tan orgullosa de sí misma cuando la nombraron ama de llaves… Al abuelo le gustaba decir que el orgullo viene antes de la caída. En ese caso había acertado.
No estaba muy segura de poder regresar a casa de su familia: la deshonra mataría a su padre. Casi estaba tan disgustada por eso como lo estaba por su propio deshonor. Le haría más daño a él, en cierta forma; él, que era tan estricto con esa clase de cosas.
De todas formas, tampoco quería vivir en Aberowen siendo madre soltera. Allí ya había dos: Maisie Owen y Gladys Pritchard. Eran personajes tristes que no tenían un lugar concreto en el orden social de la pequeña ciudad. No estaban casadas, pero ningún hombre estaba interesado en ellas; eran madres, pero vivían todavía con sus padres, como si aún fueran niñas; no eran bien recibidas en ninguna iglesia, pub, tienda ni club. ¿Cómo iba ella, Ethel Williams, que siempre se había considerado por encima de los demás, a rebajarse hasta el nivel más bajo de todos?
Así pues, no podía volver a Aberowen. No lo lamentaba. Se sentiría contenta de darle la espalda a esas hileras de casas lúgubres, los pequeños templos bien cuidados y las incesantes disputas entre mineros y patronos. Pero ¿adónde iría? Y, ¿podría seguir viendo a Fitz?
Mientras caía la oscuridad, ella yacía despierta, mirando las estrellas por la ventana, y por fin trazó un plan. Empezaría una nueva vida en un nuevo lugar. Se pondría una alianza y explicaría una historia sobre un difunto marido. Buscaría a alguien para que cuidara de su niño, conseguiría algún trabajo y ganaría dinero. Llevaría a su hijo al colegio. O a su hija. Presentía que sería una niña, y sería lista, escritora o médico, o quizá toda una luchadora como la señora Pankhurst, una defensora de los derechos de las mujeres a quien arrestarían a las puertas del palacio de Buckingham.
Había creído que no podría dormir, pero las emociones la habían dejado exhausta y, a eso de la medianoche, empezó a adormilarse y acabó conciliando un sueño pesado y sin ensoñaciones.
El sol del alba la despertó. Se sentó erguida, impaciente como siempre por empezar el nuevo día; pero entonces recordó que su antigua vida había terminado, que estaba destrozada, y que se encontraba en medio de una tragedia. Casi volvió a sucumbir al dolor, pero luchó contra él. No podía permitirse el lujo de derramar unas lágrimas. Tenía que empezar una nueva vida.
Se vistió y bajó a la sala del servicio, donde anunció que ya estaba del todo recuperada de la dolencia del día anterior y lista para realizar su trabajo habitual.
Lady Maud la mandó llamar antes del desayuno. Ethel preparó una bandeja de café y se la llevó a la Habitación Rosa. Maud estaba sentada delante de su tocador con un salto de cama de seda color morado. Había estado llorando. Ethel tenía sus propios problemas, pero la joven señora despertó de todas formas su compasión.
—¿Qué sucede?
—Ay, tengo que romper con él.
Ethel supuso que se refería a Walter von Ulrich.
—Pero ¿por qué?
—Su padre vino a verme. La verdad es que no me había percatado del hecho de que Gran Bretaña y Alemania son enemigas y de que, casándose conmigo, Walter destruiría su carrera… y seguramente también la de su padre.
—Pero todo el mundo dice que no habrá guerra. Serbia no es lo bastante importante.
—Si no es ahora, será más adelante; y, aunque no llegue a suceder nunca, con la amenaza sería suficiente. —Sobre el tocador había un volante de encaje rosa, y Maud lo toqueteaba con nerviosismo, rasgando las caras puntillas. Ethel pensó que se tardarían horas en remendarlo. Maud prosiguió—: En el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán, nadie le confiaría a Walter ningún secreto si estuviera casado con una inglesa.
Ethel sirvió el café y le acercó una taza a Maud.
—Herr Von Ulrich dejará su trabajo si de verdad te ama.
—¡Pero yo no quiero que lo haga! —Maud dejó de tironear el encaje y bebió un poco de café—. No puedo ser la persona que acabe con su carrera. ¿Qué clase de base sería esa para un matrimonio?
«Walter puede labrarse otra carrera —pensó Ethel—; y, si de verdad te amase, lo haría.» Entonces pensó en el hombre a quien ella amaba, y en lo deprisa que se había enfriado su pasión en cuanto se había vuelto inapropiada. «Me guardaré mis opiniones para mí —se dijo—. Qué narices sé yo.» Y preguntó:
—¿Qué ha dicho Walter?
—No lo he visto. Le escribí una carta y luego dejé de ir a todos los sitios donde solíamos vernos. Así que empezó a venir a la casa y, como se estaba haciendo ya algo embarazoso pedirles siempre a los criados que le dijeran que no estaba, al final bajé con Fitz.
—¿Por qué no quieres hablar con él?
—Porque sé lo que ocurrirá. Me estrechará entre sus brazos y me besará, y yo me derrumbaré.
«Conozco esa sensación», pensó Ethel.
Maud suspiró.
—Estás muy callada esta mañana. Seguramente tienes tus propias preocupaciones. ¿Se ha puesto muy difícil la situación con esa huelga?
—Sí. Toda la ciudad vive de raciones escasas.
—¿Todavía dan de comer a los niños de los mineros?
—Cada día.
—Bien. Mi hermano es muy generoso.
—Sí. —«Cuando le interesa», pensó.
—Bueno, será mejor que sigas con tu trabajo. Gracias por el café. Supongo que te aburro con mis problemas.
Ethel, impulsivamente, agarró a Maud de la mano.
—Por favor, no digas eso. Siempre has sido muy buena conmigo. Siento mucho lo de Walter, y espero que siempre me cuentes tus preocupaciones.
—Qué cosas dices… —Más lágrimas afloraron a los ojos de Maud—. Muchísimas gracias. —Le estrechó la mano y luego la soltó.
Ethel recogió la bandeja y salió de la habitación. Cuando llegó a la cocina, Peel, el mayordomo, dijo:
—¿Has hecho algo malo?
«No lo sabes tú bien», pensó ella.
—¿Por qué lo preguntas?
—Su Señoría desea verte en la biblioteca a las diez y media.
De manera que sería una conversación formal, pensó Ethel. Quizá fuera mejor así. Estarían separados por un escritorio y ella no se vería tentada a lanzarse a sus brazos. Eso la ayudaría a contener las lágrimas. Tendría que mostrarse fría y desapasionada. El curso entero del resto de su vida quedaría determinado por esa conversación.
Siguió realizando sus labores domésticas. Echaría de menos Ty Gwyn. Durante los años que había trabajado allí, había llegado a amar el elegante mobiliario antiguo. Había memorizado los nombres de las piezas y había aprendido a reconocer un candelero, un bufet, un aparador o un musiquero. Mientras quitaba el polvo y pulía, se fijaba en las curvas y los contornos de la marquetería, en las patas talladas en forma de garras de león posadas sobre orbes. Alguna que otra vez, alguien como Peel decía: «Eso es francés, Luis XV», y ella se había fijado en que cada habitación estaba decorada y amueblada coherentemente siguiendo un estilo, ya fuera barroco, neoclásico o gótico. Jamás volvería a vivir con un mobiliario así.
Al cabo de una hora se dirigió a la biblioteca. Aquellos libros habían sido recopilados por los antepasados de Fitz. En esos días la sala no se usaba demasiado: a Bea solo le gustaban las novelas francesas, y Fitz no leía nada en absoluto. Los huéspedes de la casa acudían allí a veces en busca de un poco de paz y tranquilidad, o para utilizar el juego de ajedrez de marfil que había en la mesa central. Esa mañana, siguiendo las instrucciones de Ethel, habían bajado las persianas hasta media ventana para proteger la estancia del sol de julio y mantenerla fresca. Así pues, el espacio estaba en penumbra.
Fitz se había sentado en un sillón de cuero verde. Ethel se sorprendió al ver que también estaba allí Albert Solman, vestido con un traje negro y una camisa de cuello almidonado. Abogado de oficio, Solman era lo que los caballeros eduardianos llamaban un gestor de negocios. Gestionaba el dinero de Fitz, comprobaba los ingresos que recibía de las regalías y las rentas del carbón, pagaba las facturas y suministraba el efectivo para el pago de los salarios del servicio. También se ocupaba de los contratos de arrendamiento y de cualquier otro tipo, y a veces interponía demandas contra gente que intentaba estafar al conde. Ethel lo había conocido en otra ocasión, y no le había caído en gracia. Le había parecido un sabelotodo. A lo mejor todos los abogados lo eran, pero ella no podía decirlo: Solman era el único al que conocía.
Fitz se levantó con expresión de bochorno.
—Me he confiado con el señor Solman —anunció.
—¿Por qué? —preguntó Ethel. Ella había tenido que prometer que no se lo contaría a nadie. Le parecía una traición que Fitz se lo hubiera explicado a su abogado.
Estaba claro que el conde se sentía avergonzado de sí mismo: una visión insólita.
—Solman te explicará lo que propongo —dijo.
—¿Por qué? —repitió Ethel.
Fitz le devolvió una mirada suplicante, como rogándole que no se lo pusiera aún más difícil.
Pero ella no se sentía compasiva. Para ella no era fácil; ¿por qué habría de serlo para él?
—¿Qué es eso que tanto te asusta decirme tú mismo? —inquirió, desafiándolo.
Fitz había perdido toda su arrogante seguridad.
—Dejaré que sea él quien te lo explique —dijo y, para asombro de ella, salió de la biblioteca.
Cuando cerró la puerta tras de sí, Ethel miró a Solman y pensó: «¿Cómo voy a hablar del futuro de mi hijo con este desconocido?».
El abogado le sonrió.
—Bueno, bueno, ha sido usted traviesa, ¿verdad?
Aquello le dolió.
—¿Le ha dicho lo mismo al conde?
—¡Desde luego que no!
—Porque él hizo lo mismo que yo, ¿sabe? Se necesitan dos personas para hacer un niño.
—Está bien, no hay necesidad de entrar en todo eso.
—Pues no me hable como si lo hubiera hecho todo yo sola.
—Muy bien.
Ethel tomó asiento y luego volvió a mirarlo.
—Puede sentarse si lo desea —le dijo, como si fuera la señora de la casa, teniendo una deferencia para con el mayordomo.
Al hombre se le encendió la cara. No sabía si sentarse, y que pareciera que había estado esperando su permiso, o quedarse de pie, como un criado. Al final decidió caminar de un lado para otro.
—Su Señoría me ha dado instrucciones para que le haga una oferta —dijo. Eso de caminar no le estaba funcionando, así que se detuvo frente a ella—. Se trata de una oferta generosa, y le aconsejo que la acepte.
Ethel no dijo nada. La crueldad de Fitz había tenido una consecuencia útil: le había hecho comprender que se encontraba en medio de una negociación, y ese era un terreno familiar para ella. Su padre siempre estaba metido en negociaciones, discutiendo y llegando a acuerdos con la dirección de la mina, siempre intentando conseguir salarios más altos, jornadas de trabajo más cortas y mejores medidas de seguridad. Una de sus máximas era: «Nunca hables a menos que te veas obligado a hacerlo», así que Ethel guardó silencio.
Solman la miraba con expectación. Cuando se dio cuenta de que no iba a contestar nada, pareció ofendido. Volvió a empezar:
—Su Señoría está dispuesto a concederle una pensión de veinticuatro libras anuales, pagadas mensualmente por adelantado. Me parece que es muy generoso por su parte, ¿no cree?
«Maldito avaro podrido —pensó Ethel—. ¿Cómo puede portarse tan mal conmigo?» Veinticuatro libras eran el salario de una doncella. Era la mitad de lo que ganaba Ethel como ama de llaves, y además perdería la habitación y la manutención.
¿Por qué pensaban los hombres que podían desentenderse de esa manera? Seguramente porque casi siempre lo conseguían. Las mujeres no tenían derechos. Se necesitaban dos personas para hacer un niño, pero solo una estaba obligada a cuidar de él. ¿Cómo habían permitido las mujeres verse relegadas a una posición tan débil? Estaba furiosa.
Seguía sin abrir la boca.
Solman acercó una silla y se sentó cerca de ella.
—Bien, debe usted mirarlo por el lado bueno. Dispondrá de diez chelines semanales…
—No basta —se apresuró a puntualizar Ethel.
—Bueno, pongamos que sean veintiséis libras anuales, eso sí hará los diez chelines a la semana. ¿Qué me dice?
Ethel no dijo nada.
—Puede encontrar una habitacioncita bonita en Cardiff por dos o tres chelines, y tendrá el resto para sus gastos. —Le dio unos golpecitos en la rodilla—. Además, ¿quién sabe?, a lo mejor encuentra a otro generoso caballero que le haga la vida más fácil… ¿eh? Es usted una joven muy atractiva, ¿sabe?
Ethel fingió no haber entendido su indirecta. La idea de ser la querida de un abogado asqueroso como Solman le repugnaba. ¿De verdad creía que podía ocupar el lugar de Fitz? No respondió a sus insinuaciones.
—¿Hay condiciones? —preguntó con frialdad.
—¿Condiciones?
—Adjuntas a la oferta del conde.
Solman tosió.
—Las habituales, desde luego.
—¿Las habituales? ¿De modo que usted ya había hecho esto antes?
—No para el conde Fitzherbert —se apresuró a decir el abogado.
—Pero sí para otros.
—Ciñámonos al asunto que nos ocupa, por favor.
—Continúe cuando quiera.
—No debe usted incluir el nombre del conde en la partida de nacimiento del niño, ni desvelarle a nadie de ninguna otra forma que él es el padre.
—Y, por lo que usted ha podido comprobar, señor Solman, ¿suelen aceptar las mujeres estas condiciones suyas?
—Sí.
«Por supuesto que lo hacen —pensó Ethel con amargura—. ¿Qué alternativa les queda? No tienen derecho a nada, así que aceptan cualquier cosa que les ofrezcan. Por supuesto que aceptan esas condiciones.»
—¿Hay alguna más?
—Cuando se marche usted de Ty Gwyn, no debe intentar ponerse en contacto con Su Señoría por ningún medio.
«O sea —pensó Ethel— que no quiere vernos ni a su hijo ni a mí.» La decepción cayó sobre ella como una oleada de debilidad: si no hubiera estado sentada, seguramente se habría desplomado. Apretó las mandíbulas para contener las lágrimas. Cuando hubo recuperado el control de sí misma, dijo:
—¿Algo más?
—Me parece que eso es todo.
Ethel se puso en pie.
—Tendrá que ponerse en contacto conmigo para comunicarme dónde habrá que realizar los pagos mensuales —dijo Solman. Buscó una cajita de plata que llevaba encima y sacó de ella una tarjeta.
—No —dijo Ethel cuando se la tendió.
—Pero tendrá que ponerse en contacto conmigo…
—No, no pienso hacerlo —repitió.
—¿Qué quiere decir?
—Que la oferta es inaceptable.
—Vamos, no sea necia, señorita Williams…
—Se lo diré otra vez, señor Solman, para que no le quede ni rastro de duda. La oferta no es aceptable. Mi respuesta es no. No tengo nada más que decirle. Que pase un buen día. —Salió y cerró la puerta de golpe.
Regresó a su cuarto, cerró con pestillo y lloró desconsoladamente.
¿Cómo podía ser Fitz tan cruel? ¿De verdad no quería volver a verla nunca? ¿No quería ver a su hijo? ¿Pensaba acaso que todo lo que había existido entre ambos podía borrarse con veinticuatro libras anuales?
¿De verdad ya no la quería? ¿La había querido alguna vez? ¿Había sido una necia?
Ella había creído que la amaba. Estaba convencida de que lo suyo había significado algo. Puede que él hubiera estado actuando todo el tiempo y la hubiera engañado… Pero no, no lo creía. Una mujer se daba cuenta de cuándo fingía un hombre.
Entonces, ¿a qué venía todo eso? Debía de estar reprimiendo sus sentimientos. O a lo mejor era un hombre de emociones superficiales. Era posible. Puede que la hubiera amado sinceramente, pero con un amor que se olvidaba con facilidad cuando se volvía inapropiado. Semejante debilidad de carácter bien podía habérsele pasado por alto, cegada como estaba por la pasión.
Al ver cuán duro era el corazón de Fitz, por lo menos se le hacía más sencillo negociar con firmeza. No tenía necesidad de pensar en los sentimientos del conde. Podía concentrarse en intentar conseguir lo mejor para el niño y para ella. Debía pensar siempre en cómo habría llevado las cosas su padre. Una mujer no estaba tan indefensa, a pesar de la ley.
Supuso que su respuesta preocuparía a Fitz. Seguramente esperaba que Ethel aceptara la oferta o, en el peor de los casos, que pidiera un precio más alto; y después habría sentido que su secreto ya estaba a salvo. De pronto se sentiría perplejo, además de angustiado.
Ethel no le había dado a Solman ocasión de preguntarle qué era lo que quería ella. Era mejor dejar que dieran vueltas en la oscuridad durante un tiempo. Fitz empezaría a temer que estuviera dispuesta a vengarse y contarle lo del embarazo a la princesa Bea.
Miró por la ventana, al reloj que había en el tejado del establo. Faltaban unos minutos para las doce. En el jardín delantero, el personal se estaría preparando ya para servir el almuerzo a los niños de los mineros. A la princesa Bea solía gustarle reunirse con el ama de llaves a eso del mediodía. A menudo tenía quejas: no le gustaban las flores del vestíbulo, los uniformes de los lacayos no estaban bien planchados, la pintura del descansillo se estaba desconchando. El ama de llaves, a su vez, tenía preguntas que hacer sobre dónde alojar a los huéspedes, cómo reponer la porcelana y la cristalería, contratar y despachar a doncellas y pinches de cocina. Fitz solía entrar en la sala de estar a eso de las doce y media para tomarse una copita de jerez antes de la comida.
Ethel le apretaría las tuercas entonces.
Fitz observaba cómo hacían cola los hijos de los mineros para la comida… para el «almuerzo», como decían ellos. Tenían la cara sucia, iban despeinados y llevaban la ropa hecha harapos, pero parecían felices. Los niños eran asombrosos. Aquellos eran de los más pobres del país, y sus padres estaban atrincherados en una cruenta confrontación, pero los pequeños no daban muestras de darse cuenta de ello.
Desde que se había casado con Bea, hacía cinco años, había anhelado tener un hijo. Ella ya había perdido a uno antes de dar a luz, y a Fitz le aterraba que pudiera volver a suceder. La última vez, su mujer se había llevado un berrinche solo porque él había cancelado su viaje a Rusia. Si descubría que había dejado embarazada al ama de llaves, su furia sería incontrolable.
Y el terrible secreto estaba en las manos de la joven criada.
La preocupación lo torturaba. Era un castigo espantoso por el pecado que había cometido. En otras circunstancias, incluso podría haberse alegrado de tener un niño con Ethel. Podría haber enviado a madre e hijo a una pequeña casita de Chelsea, donde los habría visitado una vez por semana. Sintió otra punzada de remordimiento y anhelo a causa de la intensidad de esa ensoñación. No quería tratar a Ethel con dureza. Su amor le había hecho mucho bien: sus besos ansiosos, su tacto ávido, el ardor de su pasión juvenil. Incluso mientras le comunicaba las malas noticias, había deseado poder recorrer su pequeño cuerpo con las manos y sentir cómo le besaba el cuello con esa voracidad que le resultaba tan tonificante. Pero tenía que ser duro de corazón.
Aparte de ser la mujer más excitante a la que había besado nunca, era inteligente, divertida y bien informada. Le había contado que su padre siempre le hablaba de los asuntos de actualidad. Además, el ama de llaves de Ty Gwyn tenía derecho a leer los periódicos del conde después de que el mayordomo hubiera acabado con ellos; una regla de la sala del servicio de la que él no había tenido conocimiento. Ethel le hacía preguntas inesperadas que él no siempre sabía responder, como: «¿Quién gobernaba Hungría antes de los austríacos?». La echaría de menos, pensó con tristeza.
Sin embargo, Ethel no estaba dispuesta a comportarse como se suponía que debía hacer una amante abandonada. Solman había quedado desconcertado tras su conversación con ella. Fitz le preguntó: «¿Qué es lo que quiere?», pero el abogado no lo sabía. El conde abrigaba la horrible sospecha de que Ethel pudiera contárselo todo a Bea solo por una especie de retorcido deseo moral de hacer salir la verdad a la luz. «Que Dios me ayude a mantenerla alejada de mi esposa», rezaba.
Se sorprendió al ver la pequeña figura redondeada de Perceval Jones cruzando al trote el césped con unos bombachos cortos de color verde y botas de caminar.
—Buenos días, milord —dijo el alcalde, quitándose el sombrero de fieltro marrón.
—Buenos días, Jones. —Como director de Celtic Minerals, Jones era la fuente de gran parte de la riqueza de Fitz, pero, aun así, aquel hombre no le caía bien.
—Las noticias que llegan no son buenas —dijo Jones.
—¿Quiere decir de Viena? Tengo entendido que el emperador austríaco sigue trabajando en la redacción de su ultimátum para Serbia.
—No, quiero decir de Irlanda. Los hombres del Ulster no están dispuestos a aceptar la autonomía, ¿sabe usted? Los convertiría en una minoría bajo un gobierno católico. El ejército ya se está amotinando.
Fitz arrugó la frente. No le gustaba oír hablar de motines en el ejército británico.
—No importa lo que puedan decir los periódicos, no creo que los oficiales británicos desobedezcan las órdenes de su gobierno soberano —comentó con aspereza.
—¡Ya lo han hecho! —dijo Jones—. ¿Qué me dice del motín de Curragh?
—Nadie desobedeció órdenes.
—Cincuenta y siete oficiales dimitieron cuando les ordenaron marchar sobre los Voluntarios del Ulster. Puede que no lo llame usted motín, milord, pero es el nombre que le da todo el mundo.
Fitz gruñó. Jones tenía razón, por desgracia. Lo cierto era que los oficiales ingleses se habían negado a atacar a sus compatriotas en defensa de una muchedumbre de irlandeses católicos.
—Nunca habría que haberle prometido la independencia a Irlanda —dijo.
—Ahí estoy de acuerdo con usted —repuso Jones—. Pero lo cierto es que he venido a hablar con usted de esto. —Señaló a los niños, que estaban sentados en bancos dispuestos a lo largo de varias mesas de caballetes, comiendo bacalao hervido con col—. Me gustaría que acabara usted con ello.
A Fitz no le gustaba que individuos inferiores a él en el orden social le dijeran lo que tenía que hacer.
—No pienso dejar que los niños de Aberowen se mueran de hambre, aunque la culpa sea de sus padres.
—Solo está usted prolongando la huelga.
El hecho de que Fitz recibiera una regalía por cada tonelada de carbón no quería decir, según su parecer, que estuviera obligado a ponerse del lado de los propietarios de la mina y en contra de los hombres. Ofendido, replicó:
—La huelga es asunto suyo, no mío.
—Bien que se da prisa en aceptar el dinero…
Fitz estaba escandalizado.
—No tengo más que decirle. —Y le volvió la espalda.
Jones se sintió contrito al instante.
—Le pido perdón, milord, discúlpeme… un comentario apresurado y de lo más poco juicioso, pero es que este asunto resulta extremadamente cansino.
A Fitz le costaba mucho no aceptar una disculpa. No se había aplacado, pero de todas formas se volvió de nuevo hacia Jones y le habló con educación.
—Está bien, pero seguiré dándoles el almuerzo a los niños.
—Verá, milord, un minero del carbón puede ser testarudo él solo y pasar una barbaridad de apuros por culpa de su estúpido orgullo; pero lo que le parte, al final, es ver pasar hambre a sus hijos.
—De todas formas siguen explotando la mina.
—Con mano de obra extranjera de tercera. La mayoría de los hombres no son mineros cualificados, y el rendimiento es muy bajo. Sobre todo los estamos usando para conservar los túneles y mantener con vida a los caballos. No estamos sacando mucho carbón.
—Por más que lo intento, no logro comprender por qué desahució usted a esas desdichadas viudas de sus casas. Solo eran ocho, al fin y al cabo, y acababan de perder a sus maridos en la maldita mina.
—Es un principio peligroso. La casa va con el minero. Si no nos atenemos a eso, acabaremos siendo dueños de un arrabal de miseria y nada más.
«Pues quizá no debieran construir tan miserablemente esos arrabales», pensó Fitz, pero se mordió la lengua. No quería prolongar la conversación con ese pequeño tirano presuntuoso. Consultó su reloj. Eran las doce y media: hora de su copita de jerez.
—No hay nada que hacer, Jones —dijo—. Yo no libraré sus batallas por usted. Que tenga un buen día. —Se alejó caminando hacia la casa con paso enérgico.
Jones era la menor de sus preocupaciones. ¿Qué iba a hacer con Ethel? Tenía que asegurarse de que Bea no se alterara. Aparte del peligro que suponía para el nonato, Fitz tenía la sensación de que ese embarazo podía representar un nuevo comienzo para su matrimonio. El niño podría unirlos más y recuperar el ambiente cálido e íntimo en el que habían vivido al principio de estar juntos. Sin embargo, esa esperanza se desvanecería si Bea llegaba a saber que él se había estado divirtiendo con el ama de llaves. Se pondría hecha una furia.
Le sentó bien la temperatura fresca del vestíbulo, con sus suelos enlosados y su techo de viguería de madera vista. Fue su padre quien eligió la decoración feudal. El único libro que leyó jamás el hombre, aparte de la Biblia, fue la Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, de Gibbon, y siempre estuvo convencido de que el Imperio británico, aún mayor, seguiría ese mismo camino a menos que los nobles lucharan por preservar sus instituciones, en especial la Royal Navy, la Iglesia de Inglaterra y el Partido Conservador.
Y tenía razón, a Fitz no le cabía duda.
Una copa de jerez seco era justo lo que le apetecía antes de comer. Lo animaba y le abría a uno el apetito. Entró en la sala de estar con agradable impaciencia y se quedó horrorizado al ver allí a Ethel hablando con Bea. Se detuvo en el umbral y las miró con consternación. ¿Qué le estaba diciendo? ¿Había llegado demasiado tarde?
—¿Qué sucede aquí? —preguntó con aspereza.
Bea lo miró sorprendida y, con serenidad, comentó:
—Estoy hablando de almohadas con mi ama de llaves. ¿Esperabas algo más espectacular? —Su acento ruso marcó la r de «esperabas».
Durante unos instantes, Fitz no supo qué decir. Se dio cuenta de que estaba mirando a su mujer y a su amante. Le resultaba inquietante pensar en la intimidad de la que había disfrutado con aquellas dos mujeres.
—No lo sé, no estoy seguro —masculló, y se sentó a su escritorio, dándoles la espalda.
Las dos mujeres siguieron con su conversación. Sí que versaba sobre almohadas: cuánto duraban, si las gastadas podían remendarse para uso del servicio, y si era mejor comprarlas bordadas o elegirlas sencillas y hacer que las doncellas se ocuparan de los bordados. Pero Fitz seguía conmocionado. Aquel pequeño cuadro vivo —señora y criada en calmada conversación— le recordaba lo terriblemente fácil que le resultaría a Ethel contarle a Bea toda la verdad. Aquello no podía seguir así. Tenía que tomar cartas en el asunto.
Sacó del cajón una hoja de papel de carta azul con su emblema, sumergió una pluma en el tintero y escribió: «Ven a verme después de la comida». Secó la nota y la metió en un sobre a juego.
Al cabo de un par de minutos, Bea acabó de hablar con Ethel. Cuando el ama de llaves ya se iba, Fitz habló sin volver la cabeza:
—Venga un momento, por favor, Williams.
Ella se acercó hasta él, que percibió la leve fragancia del jabón aromático; Ethel había admitido que se lo robaba a Bea. A pesar de su furia, Fitz era incómodamente consciente de la cercanía de sus esbeltos y fuertes muslos bajo la seda negra del uniforme de ama de llaves. Le entregó el sobre sin mirarla.
—Envíe a alguien a la clínica veterinaria de la ciudad para que compre un bote de estas píldoras para los perros. Son para la gripe canina.
—Muy bien, milord. —Y salió.
Fitz resolvería la situación en un par de horas.
Se sirvió su jerez. Le ofreció una copa a Bea, pero ella la rechazó. El vino le caldeó el estómago y le calmó los nervios. Se sentó junto a su mujer y ella le dedicó una afable sonrisa.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó.
—Con náuseas por las mañanas —dijo ella—. Pero se pasa. Ahora estoy bien.
Fitz volvió a pensar enseguida en Ethel. Lo tenía entre la espada y la pared. No había dicho nada, pero la amenaza de contárselo todo a Bea estaba implícita. Era sorprendentemente astuto por su parte. Él se retorcía de impotencia. Le habría gustado poder zanjar la cuestión antes aun de esa misma tarde.
Comieron en el comedor pequeño, sentados a una mesa de roble de patas cuadradas que bien podía proceder de un monasterio medieval. Bea le dijo que había descubierto que en Aberowen vivían algunos rusos.
—Más de un centenar, por lo que me dice Nina.
Con cierto esfuerzo, Fitz apartó a Ethel de su pensamiento.
—Deben de contarse entre los esquiroles que ha traído Perceval Jones.
—Por lo visto los han condenado al ostracismo. No consiguen que los atiendan en las tiendas y los cafés.
—Debo hablar con el pastor Jenkins para que dé un sermón sobre el amor al prójimo, aunque el prójimo sea un esquirol.
—¿No puedes ordenarles a los tenderos que los atiendan y ya está?
Fitz sonrió.
—No, querida, en este país no.
—Bueno, lo siento por ellos y querría hacer algo por ayudarlos.
A Fitz le gustó la idea.
—Es un impulso muy gentil. ¿En qué habías pensado?
—Tengo entendido que hay una iglesia rusa ortodoxa en Cardiff. Haré venir a un sacerdote un domingo para que les oficie una misa.
Fitz frunció el entrecejo. Bea se había convertido a la Iglesia de Inglaterra cuando se casaron, pero sabía que añoraba la iglesia de su infancia, y lo veía como una señal de que no era feliz en su país de adopción. Sin embargo, no quería disgustarla.
—Muy bien —dijo.
—Después podríamos darles el almuerzo en la sala del servicio.
—Es una idea muy bonita, querida, pero podrían ser un gentío algo peligroso.
—Solo daremos de comer a los que asistan al oficio. Así excluiremos a los judíos y a los alborotadores más problemáticos.
—Qué inteligente. Desde luego, puede que la gente de la ciudad no se lo tome a bien.
—Pero eso no nos concierne ni a ti ni a mí.
Fitz asintió con la cabeza.
—Muy bien. Jones ha venido a quejarse de que, si doy de comer a los niños, estoy apoyando la huelga. Si tú te ocupas de los esquiroles, al menos nadie podrá decir que nos hayamos puesto de parte de ningún bando.
—Gracias —repuso Bea.
Fitz pensó que el embarazo ya había empezado a mejorar su relación.
Se tomó dos copas de vino blanco del Rin con la comida, pero el nerviosismo se apoderó de nuevo de él en cuanto salió del comedor y se dirigió a la Suite Gardenia. Ethel tenía el destino de Fitz en sus manos. Su naturaleza era dulce y emotiva, como la de todas las mujeres, pero a esa muchacha no se le podía ordenar que hiciera nada. No podía controlarla, y aquello lo asustaba.
Sin embargo, Ethel no estaba allí. Fitz consultó su reloj. Eran ya las dos y cuarto. Le había dicho «después de comer». Ethel debería haber sabido cuándo les habían servido el café y tendría que haber estado esperándolo. No le había especificado el lugar, pero estaba convencido de que ella lo deduciría.
Empezó a sentir aprensión.
Al cabo de cinco minutos, estuvo tentado de marcharse. A él nadie lo hacía esperar de esa manera, pero no quería dejar el asunto sin resolver ni un día más, ni siquiera una hora más, de modo que perseveró.
Ethel llegó a las dos y media.
—¿Qué estás intentando hacerme? —preguntó Fitz con enfado.
Ella no hizo caso de su pregunta.
—¿En qué demonios estabas pensando para obligarme a hablar con un abogado de Londres?
—Creía que así sería menos emotivo.
—No seas bobo, puñetas.
Fitz se quedó de piedra. Nadie le había hablado así desde que era un colegial. Ethel prosiguió:
—Voy a tener un hijo tuyo. ¿Cómo quieres que no sea emotiva?
Tenía razón, había sido un necio y sus palabras le dolieron, pero al mismo tiempo no podía evitar sentirse embargado por la musicalidad de su acento: la palabra «emotiva» tenía una nota diferente para cada una de sus sílabas, de modo que sonaba como una melodía.
—Lo siento —dijo—. Te pagaré el doble…
—No lo empeores más, Teddy —dijo ella, pero su tono fue más afable esta vez—. No regatees conmigo como si esto fuera cuestión de encontrar el precio justo.
Él la señaló con un dedo acusador.
—Ni se te ocurra hablar con mi mujer, ¿me oyes? ¡No lo toleraré!
—No me des órdenes, Teddy. No tengo ningún motivo para obedecerte.
—¿Cómo te atreves a hablarme así?
—Calla y escucha, y te lo diré.
Estaba furioso por el tono que había usado ella, pero recordó que no podía permitirse ponérsela en contra.
—Habla, entonces —dijo.
—Te has portado conmigo de una forma muy poco amable.
Fitz sabía que era cierto y sintió una punzada de culpabilidad. Se arrepentía de haberle hecho daño, pero intentó no demostrarlo.
Ethel siguió hablando:
—Todavía te quiero demasiado como para acabar con tu felicidad.
Fitz se sintió aún peor.
—No quiero hacerte daño —dijo ella. Tragó saliva y se volvió de espaldas, pero él ya había visto las lágrimas de sus ojos. Fitz quiso decir algo, pero ella levantó la mano para hacerle callar—. Me estás pidiendo que deje mi trabajo y mi hogar, así que debes ayudarme a empezar una nueva vida.
—Por supuesto —dijo—. Si eso es lo que deseas. —Hablar en términos más prácticos los ayudaba a ambos a reprimir sus sentimientos.
—Me voy a Londres.
—Buena idea. —No podía evitar sentirse satisfecho: así, en Aberowen nadie sabría que había tenido un niño, y menos aún de quién era.
—Me vas a comprar una casita. Nada demasiado lujoso, un barrio trabajador me vendrá bien. Pero quiero seis habitaciones para poder vivir en la planta baja y hospedar a un inquilino. El alquiler servirá para pagar los arreglos y el mantenimiento. Aun así, tendré que trabajar.
—Lo has pensado con mucho detenimiento.
—Te estás preguntando cuánto costará, supongo, pero no quieres hacerme esa pregunta porque a un caballero no le gusta preguntar el precio de las cosas.
Era cierto.
—He mirado en el periódico —siguió diciendo Ethel—. Una casa así cuesta alrededor de unas trescientas libras. Seguramente te saldrá más barato que pagarme dos libras al mes durante el resto de mi vida.
Para Fitz, trescientas libras no eran nada. Bea era capaz de gastarse esa cantidad en vestidos de la Maison Paquin de París en una sola tarde.
—Pero ¿prometerás guardar el secreto? —dijo.
—Y prometo amar y cuidar a tu hijo, o a tu hija, y criarlo para que sea feliz y crezca sano, y darle una buena educación, aunque tú no muestres señal alguna de que nada de eso te importe.
Fitz estaba indignado, pero se dio cuenta de que Ethel tenía razón. Apenas había pensado en el niño un solo momento.
—Lo siento —dijo—. Estoy demasiado preocupado por Bea.
—Ya lo sé —repuso Ethel con un tono más conciliador, como siempre que él se permitía mostrar su angustia.
—¿Cuándo te marcharás?
—Mañana por la mañana. Tengo tanta prisa como tú. Tomaré el tren para Londres y empezaré a buscar la casa enseguida. Cuando haya encontrado el lugar adecuado, escribiré a Solman.
—Tendrás que hospedarte en pensiones mientras buscas la casa. —Sacó la cartera del bolsillo interior de su chaqueta y le dio dos billetes blancos de cinco libras.
Ella sonrió.
—No tienes ni idea de cuánto cuestan las cosas, ¿verdad, Teddy? —Le devolvió uno de los billetes—. Cinco libras son muchísimo.
Fitz parecía ofendido.
—No quiero que sientas que soy injusto contigo.
El ánimo de Ethel cambió, y Fitz entrevió parte de la furia que la consumía por dentro.
—Oh, lo eres, Teddy, lo eres —dijo con amargura—. Pero no por el dinero.
—Los dos lo hicimos —dijo él, a la defensiva, mirando a la cama.
—Pero solo uno de nosotros va a tener un hijo.
—Bueno, no discutamos. Le diré a Solman que haga lo que has propuesto.
Ella extendió una mano.
—Adiós, Teddy. Sé que mantendrás tu palabra. —Su voz sonó tranquila, pero él se dio cuenta del trabajo que le costaba guardar la compostura.
Se estrecharon la mano, aunque parecía extraño entre dos personas que habían hecho el amor apasionadamente.
—La mantendré —dijo.
—Por favor, vete ya, deprisa —pidió ella, y se volvió hacia un lado.
Fitz titubeó un momento más y después salió de la habitación.
Mientras se alejaba, le sorprendió y le avergonzó sentir que unas lágrimas muy poco viriles le anegaban los ojos.
—Adiós, Ethel —susurró en el pasillo vacío—. Que Dios te bendiga y te guarde.
Ethel subió al almacén del equipaje del desván y robó una maleta pequeña, vieja y maltrecha. Nadie la echaría nunca en falta. Había sido del padre de Fitz, y llevaba su escudo estampado en el cuero; el dorado se había desgastado hacía mucho, pero todavía podía distinguirse el sello. Dentro metió medias, alguna muda y un poco del jabón perfumado de la princesa.
Esa noche, mientras estaba tumbada en la cama, se dio cuenta de que al final no quería ir a Londres. Le daba demasiado miedo pasar sola por todo aquello. Quería estar con su familia. Precisaba hacerle preguntas a su madre sobre el embarazo. Estaría en un lugar conocido cuando llegara el niño. Su hijo necesitaría a sus abuelos y a su tío Billy.
Por la mañana, temprano, se puso su propia ropa, dejó el vestido de ama de llaves colgado de su clavo y salió a hurtadillas de Ty Gwyn. Al final del camino de entrada echó la vista atrás para mirar la casa, los sillares negros a causa del polvo del carbón, las largas hileras de ventanas que reflejaban el sol naciente, y pensó en lo mucho que había aprendido desde que llegó allí a trabajar con trece años y recién salida del colegio. Ahora sabía cómo vivía la élite. Tenían alimentos extraños, preparados de formas complicadas, y malgastaban más de lo que comían. Todos hablaban con el mismo acento estrangulado, incluso algunos de los extranjeros. Se había encargado de cuidar la bonita ropa interior de las mujeres ricas, hecha de delicado algodón y finísima seda, cosida y bordada a mano, y adornada con encajes, doce prendas de cada bien ordenadas en sus cómodas. Podía mirar un aparador y decir con un solo vistazo en qué siglo había sido fabricado. Y sobre todo, pensó con amargura, había aprendido que no se puede confiar en el amor.
Bajó por la loma hasta Aberowen y se dirigió a Wellington Row. La puerta de la casa de sus padres no estaba cerrada, como siempre. Entró. La habitación principal, la cocina, era más pequeña que la Habitación de los Jarrones de Ty Gwyn, que se usaba solo para hacer arreglos florales.
Su madre estaba amasando el pan, pero cuando vio la maleta se quedó quieta y preguntó:
—¿Qué ha pasado?
—Vuelvo a casa —dijo Ethel. Dejó la maleta y se sentó a la mesa cuadrada de la cocina. Le daba demasiada vergüenza explicar lo ocurrido.
Sin embargo, su madre lo adivinó.
—¡Te han despachado!
Ethel no era capaz de mirarla.
—Sí. Lo siento, mamá.
Su madre se limpió las manos en un trapo.
—¿Qué has hecho? —preguntó, enfadada—. ¡Desembucha, venga!
Ethel suspiró. ¿Por qué lo estaba postergando?
—Me he quedado encinta —dijo.
—Ay, no… ¡Serás desvergonzada!
Ethel intentó contener las lágrimas. Había esperado recibir compasión, no condena.
—Soy una desvergonzada, sí. —Se quitó el sombrero, intentando mantener la compostura.
—Se te ha subido todo a la cabeza: trabajar en la casa grande y conocer al rey y a la reina. Se te ha olvidado cómo te educamos.
—Supongo que tienes razón.
—Matarás a tu padre del disgusto.
—Él no tiene que dar a luz —replicó Ethel con sarcasmo—. Supongo que no le pasará nada.
—No seas descarada. Se le va a partir el corazón.
—¿Dónde está?
—Ha ido a otra reunión de la huelga. Piensa en la reputación que tiene en la ciudad: miembro del consejo del templo, representante de los mineros, secretario del Partido Laborista Independiente… ¿Cómo va a tener la cabeza alta en las reuniones, mientras todo el mundo piensa que su hija es una fulana?
Ethel perdió los nervios.
—Siento mucho ser una vergüenza para él —dijo, y rompió a llorar.
La expresión de su madre cambió.
—Ay, bueno —dijo—. Es la historia más vieja del mundo. —Dio la vuelta a la mesa y estrechó la cabeza de Ethel contra su pecho—. No pasa nada, no pasa nada —musitó, igual que hacía cuando Ethel era pequeña y se rasguñaba las rodillas.
Los sollozos de la muchacha remitieron al cabo de un rato.
Su madre la soltó y dijo:
—Lo mejor será que nos tomemos un té. —Cara siempre tenía una tetera sobre los hornillos. Echó unas hojas de té en un cazo, vertió agua hirviendo sobre ellas y después dio vueltas a la mezcla con una cuchara de palo—. ¿Para cuándo lo esperas?
—Para febrero.
—Ay, válgame Dios. —Su madre se volvió de espaldas al fuego para mirarla—. ¡Voy a ser abuela!
Las dos se echaron a reír. Su madre sacó unas tazas y sirvió el té. Ethel bebió un poco y se sintió mejor.
—¿Tuviste partos fáciles o difíciles? —preguntó.
—No hay partos fáciles, pero los míos fueron mejores que los de la mayoría, me dijo mi madre. De todas formas, desde Billy tengo la espalda mal.
Billy bajó por la escalera diciendo:
—¿Quién habla de mí? —Ethel cayó en la cuenta de que su hermano había podido dormir hasta tarde porque estaba en huelga. Cada vez que lo veía le parecía más alto y más fornido—. Hola, Eth —dijo, y le dio un beso con un bigote que rascaba—. ¿Por qué traes maleta? —Se sentó y su madre le sirvió un té.
—He hecho una tontería, Billy —dijo Ethel—. Voy a tener un niño.
Él se la quedó mirando, demasiado sorprendido para decir nada. Después se ruborizó, sin duda pensando en lo que había hecho para quedar embarazada. Bajó la mirada, avergonzado. Entonces bebió algo de té y, por fin, dijo:
—¿Quién es el padre?
—Nadie que conozcas. —Lo había estado pensando y había inventado una especie de historia—. Era un ayuda de cámara que vino a Ty Gwyn con uno de los huéspedes, pero ahora se ha ido al ejército.
—Pero te apoyará.
—Ni siquiera sé dónde está.
—Encontraré a ese miserable.
Ethel le puso una mano en el brazo.
—No te enfades, cariño mío. Si necesito tu ayuda, te la pediré.
Era evidente que Billy no sabía qué decir. Estaba claro que amenazar con vengarse no servía de nada, pero no sabía de qué otra forma reaccionar. Parecía desconcertado. Solo tenía dieciséis años.
Ethel lo recordaba de niño. Ella solo tenía cinco años cuando nació él, pero quedó completamente fascinada por su hermanito, por su perfección y su vulnerabilidad. «Pronto tendré un niño hermoso e indefenso», pensó, y no supo si sentirse feliz o aterrorizada.
—Papá tendrá algo que decir sobre esto, digo yo —añadió Billy.
—Eso es lo que me preocupa —dijo Ethel—. Ojalá pudiera hacer algo para que le pareciera bien.
Entonces bajó el abuelo.
—Despachada, ¿a que sí? —dijo al ver la maleta—. ¿Has sido demasiado descarada?
—No seas cruel con ella, anda, papá. Está esperando un niño —dijo su madre.
—Ay, caray —exclamó—. Uno de esos encopetados de la casa grande, ¿a que sí? No me extrañaría que hubiera sido el mismísimo conde.
—No diga bobadas, abuelo —lo atajó Ethel, consternada al ver que había adivinado la verdad tan deprisa.
—Ha sido un ayuda de cámara de un huésped de la casa. Ahora está en el ejército, se ha ido y Ethel no quiere que vayamos tras él —explicó Billy.
—¿Cómo que no? —dijo el abuelo. Ethel vio que no estaba muy convencido, pero no insistió más. Por el contrario, añadió—: Es tu parte italiana, niña mía. Tu abuela era de sangre caliente. En buenos líos se habría metido si no me hubiera casado con ella. La verdad es que no quiso ni esperar hasta la boda. De hecho…
—¡Papá! —lo interrumpió su hija—. Delante de los niños no.
—¿Qué les va a sorprender tanto, después de esto? —dijo—. Yo ya estoy muy viejo para cuentos de hadas. Las muchachas quieren acostarse con los muchachos, y lo desean tanto que acaban haciéndolo, estén casadas o no. Y el que pretenda hacer creer lo contrario es que es un tonto… y eso incluye a tu marido, Cara, niña mía.
—Ten cuidado con lo que dices —le advirtió ella.
—Sí, está bien —dijo el abuelo. Decidió guardar silencio y se bebió su té.
Un minuto después llegó el padre. Cara lo miró con sorpresa.
—¡Qué temprano vuelves! —exclamó.
Él percibió el disgusto de su voz.
—Lo dices como si no fuera bienvenido.
La mujer se levantó de la mesa para dejarle sitio.
—Haré otra infusión de té.
El padre no se sentó.
—Han cancelado la reunión. —Su mirada recayó en la maleta—. ¿Qué es eso?
Todos miraron a Ethel. La muchacha vio miedo en la expresión de su madre, rebeldía en la de Billy y una especie de resignación en la del abuelo. De ellas dependía responder a la pregunta.
—Tengo algo que explicarte, papá —dijo—. Te vas a enfadar cuando lo sepas, y lo único que puedo decir es que lo siento.
El rostro de su padre se ensombreció.
—¿Qué has hecho?
—He dejado mi trabajo en Ty Gwyn.
—Eso no es nada que haya que sentir. Nunca me gustó que les hicieras reverencias y fregaras para esos parásitos.
—Me he ido porque tengo un motivo para ello.
Él se acercó más y se quedó de pie muy cerca de su hija.
—¿Bueno o malo?
—Me he metido en un lío.
Su padre parecía colérico.
—¡Espero que no aludas a lo que se refieren a veces las chicas cuando dicen eso!
Ethel bajó la mirada hasta la mesa y asintió con la cabeza.
—¿Es que has…? —Se detuvo, buscando las palabras adecuadas—. ¿Es que has cometido una falta contra la moralidad?
—Sí.
—¡Serás desvergonzada!
Era lo mismo que había dicho su madre. Ethel se encogió como huyendo de él, aunque en realidad no creía que fuera a pegarle.
—¡Mírame! —dijo.
Ella lo miró a través de una bruma de lágrimas.
—¿Conque me estás diciendo que has cometido el pecado de la fornicación…?
—Lo siento, papá.
—¿Con quién? —gritó.
—Un ayuda de cámara.
—¿Cómo se llama?
—Teddy. —Le salió antes de que pudiera pensarlo.
—¿Teddy qué más?
—No importa.
—¿Que no importa? ¿Qué narices quieres decir?
—Vino a la casa de visita con su señor. Para cuando descubrí que estaba embarazada, ya se había ido al ejército. He perdido el contacto con él.
—¿De visita? ¿Has perdido el contacto? —La voz de su padre se convirtió en un rugido de ira—. ¿Me estás diciendo que ni siquiera estáis prometidos? Has cometido ese pecado de… —Barbotaba, apenas capaz de pronunciar en voz alta esas repugnantes palabras—. ¿Que has cometido ese horrible pecado con toda tranquilidad?
—No te enfades con ella, anda, papá —dijo Cara.
—¿Que no me enfade? ¿Y cuándo, si no, ha de enfadarse un hombre?
El abuelo intentó calmarlo.
—Tranquilízate, Dai, chico. De nada sirve gritar.
—Siento tener que recordarle, abuelo, que esta es mi casa, y seré yo quien juzgue qué sirve y qué no sirve de nada.
—Sí, está bien —dijo el abuelo, en son de paz—. Que sea como tú quieras.
Cara no estaba dispuesta a claudicar.
—Anda, papá, no digas nada de lo que puedas arrepentirte.
Los intentos por calmar la furia de su marido solo lo estaban encolerizando más aún.
—¡No dejaré que me gobiernen mujeres ni viejos! —gritó. Señaló a Ethel con un dedo—. ¡Y no permitiré que haya una fornicadora en mi casa! ¡Fuera!
Cara se echó a llorar.
—¡No, por favor, no digas eso!
—¡Fuera! —gritó—. ¡Y no vuelvas nunca!
—¡Pero tu nieto…! —dijo Cara.
Billy terció:
—¿Dejarás que te gobierne la Palabra de Dios, papá? Jesús dijo: «No he venido a llamar a los justos al arrepentimiento, sino a los pecadores». Evangelio de Lucas, capítulo cinco, versículo treinta y dos.
Su padre se volvió contra él.
—Déjame que te diga una cosa, mocoso ignorante. Mis abuelos nunca se casaron. Nadie sabe quién fue mi abuelo. Mi abuela cayó todo lo bajo que puede caer una mujer.
Cara ahogó un grito. Ethel estaba conmocionada, pero vio que Billy se había quedado atónito. El abuelo parecía haberlo sabido ya.
—Oh, sí —dijo David, bajando la voz—. Mi padre creció en una casa de mala reputación, no sé si sabes lo que quiero decir; un lugar al que iban los marineros, en los muelles de Cardiff. Entonces, un día, cuando su madre estaba sumida en el sopor etílico, Dios guió sus infantiles pasos hasta un templo durante la catequesis dominical, y allí conoció a Jesús. En ese mismo lugar aprendió a leer y a escribir, y al final a educar a sus propios hijos para que siguieran el buen camino.
Cara dijo en voz baja:
—Nunca me lo habías contado, David. —Casi nunca lo llamaba por su nombre de pila.
—Esperaba no tener que recordarlo nunca. —Su rostro se crispó en una mueca de vergüenza e ira. Se inclinó sobre la mesa, fulminó a Ethel con la mirada y su voz se convirtió en un murmullo—: Cuando cortejaba a tu madre, nos dábamos la mano y yo me despedía de ella todas las noches con un beso en la mejilla, hasta el día de la boda. —Dio un puñetazo en la mesa que hizo temblar las tazas—. Por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, mi familia consiguió salir de aquella alcantarilla apestosa. —Su voz volvió a elevarse de nuevo hasta convertirse en un grito—: ¡No regresaremos allí! ¡Nunca! ¡Jamás! ¡Nunca!
Se produjo un largo momento de silencio estupefacto.
David miró a Cara.
—Saca a Ethel de aquí —dijo.
Ethel se levantó.
—Tengo la maleta hecha y cuento con algo de dinero. Tomaré el tren para Londres. —Miró a su padre con dureza—. No arrastraré a la familia a la alcantarilla.
Billy le cogió la maleta.
—¿Adónde vas tú, hijo? —le preguntó su padre.
—La acompaño a la estación —dijo Billy con cara de asustado.
—Que cargue ella con su maleta.
Billy se agachó para dejarla en el suelo, pero entonces cambió de opinión. Su rostro adoptó una expresión obstinada.
—La acompaño a la estación —repitió.
—¡Harás lo que yo te ordene! —gritó su padre.
Billy todavía parecía asustado, pero de pronto también se mostraba desafiante.
—¿Qué vas a hacerme, papá? ¿Echarme de casa a mí también?
—Te pondré sobre mis rodillas y te azotaré —respondió su padre—. Todavía no eres tan mayor.
Billy palideció, pero miró a su padre a los ojos.
—Sí, sí que lo soy —dijo—. Ya soy mayor. —Se pasó la maleta a la mano izquierda y cerró el puño derecho.
Su padre dio un paso al frente.
—Ya te enseñaré yo a amenazarme con el puño, hijo.
—¡No! —gritó Cara. Se interpuso entre ambos y empujó a su marido por el pecho—. ¡Ya basta! No dejaré que nadie pelee en mi cocina. —Señaló con un dedo a la cara de David—. David Williams, baja esos puños. Recuerda que eres miembro del consejo de la Iglesia de Bethesda. ¿Qué pensaría la gente?
Con eso lo calmó.
Después se volvió hacia Ethel.
—Será mejor que te vayas. Billy te acompañará. Anda, deprisa.
Su padre se sentó a la mesa.
Ethel le dio un beso a su madre.
—Adiós, mamá.
—Escríbeme —le dijo ella.
—¡Ni se te ocurra escribirle a nadie de esta casa! ¡Quemaremos las cartas sin abrirlas! —gritó su padre.
Su madre se apartó, llorosa. Ethel salió y Billy fue tras ella.
Recorrieron las empinadas calles de la ciudad hacia el centro. Ethel no apartaba la mirada del suelo, no quería tener que hablar con algún conocido y que le preguntaran a dónde se iba.
En la estación compró un billete a Paddington.
—Bueno —dijo Billy cuando estaban en el andén—, dos sorpresas en un solo día. Primero tú, luego papá.
—El pobre ha tenido eso guardado dentro todos estos años —dijo Ethel—. No me extraña que sea tan estricto. Casi puedo perdonarle que me haya echado de casa.
—Yo no —replicó Billy—. Nuestra fe habla de redención y piedad, no de guardarse las cosas dentro y castigar a los demás.
Llegó un tren de Cardiff, y Ethel vio a Walter von Ulrich bajar de él. La saludó llevándose la mano al sombrero, lo cual fue un gesto muy amable por su parte: los caballeros no solían hacer eso con los criados. Lady Maud había dicho que había roto con él. A lo mejor había ido a recuperarla. En silencio, le deseó buena suerte.
—¿Quieres que te compre un periódico? —preguntó Billy.
—No, gracias, cariño —dijo—. No creo que pueda concentrarme en la lectura.
Mientras esperaba su tren le preguntó:
—¿Te acuerdas de nuestro código? —De niños habían inventado una forma sencilla de escribirse notas para que sus padres no pudieran entenderlas.
Billy pareció desconcertado un momento, pero después se le iluminó la cara.
—Ah, sí.
—Te escribiré en código para que papá no pueda leerlo.
—Está bien —dijo—. Y envía las cartas a través de Tommy Griffiths.
El tren entró en la estación dando resoplidos y soltando vaharadas de vapor. Billy abrazó a Ethel y ella se dio cuenta de que su hermano intentaba no llorar.
—Cuídate mucho —le dijo—. Y cuida de nuestra madre.
—Sí —contestó él, y se secó los ojos con la manga—. Estaremos bien. Tú ten mucho cuidado en Londres, anda.
—Lo tendré.
Ethel subió al tren y se sentó junto a la ventanilla. Un minuto después, la locomotora echó a andar. A medida que iba cogiendo velocidad, vio el gran cabrestante de la bocamina alejándose y se preguntó si algún día volvería a ver Aberowen.
Maud desayunó tarde y con la princesa Bea en el comedor pequeño de Ty Gwyn. La princesa estaba de muy buen humor. Normalmente se quejaba muchísimo de la vida en Gran Bretaña… aunque Maud, por la época que había pasado en la embajada británica siendo niña, sabía que la vida en Rusia era mucho menos cómoda: las casas eran frías; la gente, hosca; el servicio, de poca confianza; y el gobierno, desorganizado. Ese día, sin embargo, Bea no tenía queja alguna. Estaba feliz por haber concebido al fin.
Incluso hablaba de Fitz con más generosidad.
—Salvó a mi familia, ¿sabes? —le dijo a Maud—. Pagó las hipotecas de nuestra propiedad, pero hasta ahora no había nadie que pudiera heredarla: mi hermano no tiene hijos. Sería una tragedia enorme que todas las tierras de Andréi y de Fitz fueran a parar a manos de algún primo lejano.
Maud no podía ver eso como una tragedia. El primo lejano en cuestión bien podía acabar siendo un hijo suyo. Sin embargo, nunca había esperado heredar una fortuna y apenas pensaba en esas cosas.
Lady Maud, mientras se bebía el café y jugueteaba con una tostada, se dio cuenta de que no era buena compañía esa mañana. La verdad es que estaba muy abatida. Sentía incluso que la agobiaba el papel de la pared (una victoriana efusión de follaje que cubría el techo, además de las paredes), aunque había vivido con él toda la vida.
No le había contado a su familia nada de su historia de amor con Walter, así que tampoco podía explicarles que se había terminado, y eso quería decir que no tenía a nadie que se compadeciera de ella. Solo aquella joven ama de llaves tan vivaracha, Williams, conocía la historia, y por lo visto había desaparecido.
Maud leyó la crónica que hacía The Times del discurso que había pronunciado Lloyd George la noche anterior en la cena de Mansion House. Se había mostrado optimista en cuanto a la crisis de los Balcanes y había dicho que podría resolverse de forma pacífica. Maud esperaba que tuviera razón. Aunque había dejado a Walter, todavía le horrorizaba la idea de que pudiera tener que vestirse de uniforme y acabar muerto o lisiado en una guerra.
Leyó también un breve artículo fechado en Viena y titulado LA AMENAZA SERBIA, y le preguntó a Bea si Rusia defendería a Serbia de un posible ataque de los austríacos.
—¡Espero que no! —exclamó la princesa, alarmada—. No querría que mi hermano fuese a la guerra.
Maud recordaba haber desayunado allí con Fitz y Walter durante las vacaciones escolares, cuando ella tenía doce años y ellos diecisiete. Recordaba muy bien que los chicos tenían un apetito enorme y todas las mañanas devoraban huevos, salchichas y grandes montones de tostadas con mantequilla antes de salir a montar a caballo o a nadar en el lago. Walter le había parecido un personaje muy seductor, apuesto y extranjero. La trataba tan cortésmente como si fueran de la misma edad, lo cual resultaba muy halagador para una niña… y, tal como veía ahora, fue una forma sutil de cortejarla.
Mientras estaba absorta en sus recuerdos, el mayordomo, Peel, entró y la sobresaltó al decirle a Bea:
—Herr Von Ulrich está aquí, alteza.
Walter no podía estar allí, pensó Maud, aturdida. ¿Sería Robert? Era igual de improbable.
Un momento después entró Walter.
Maud se quedó demasiado estupefacta para decir nada, y fue Bea quien habló:
—Qué agradable sorpresa, herr Von Ulrich.
Walter llevaba un traje ligero de verano, de un suave tweed azul grisáceo. Su corbata de satén azul era del mismo color que sus ojos. Maud deseó haberse puesto algo que no fuera ese sencillo vestido de línea huso color crema que le había parecido perfectamente adecuado para tomar el desayuno con su cuñada.
—Perdone la intrusión, princesa —le dijo Walter a Bea—. Tenía que visitar nuestro consulado de Cardiff: un tedioso asunto sobre unos marineros alemanes que se han buscado problemas con la policía local.
Aquello eran tonterías. Walter era agregado militar, su trabajo no consistía en sacar a marineros del calabozo.
—Buenos días, lady Maud —dijo mientras le estrechaba la mano—. Qué deliciosa sorpresa encontrarla aquí.
Más tonterías, pensó ella. Había ido allí para verla. Maud se había marchado de Londres para que Walter no pudiera asediarla, pero en el fondo de su corazón no podía evitar sentirse encantada con la insistencia de él en seguirla hasta aquella casa. Algo aturullada, logró decir:
—Hola, ¿cómo está usted?
—Sírvase un poco de café, herr Von Ulrich. El conde ha salido a montar, pero regresará pronto —dijo Bea, que había asumido con toda naturalidad que Walter estaba allí para ver a Fitz.
—Qué amable de su parte. —Walter se sentó.
—¿Se quedará a comer?
—Me encantaría. Después debo coger un tren para regresar a Londres.
Bea se levantó.
—Será mejor que hable con la cocinera.
Walter se puso en pie con presteza y le retiró la silla.
—Charle con lady Maud —dijo Bea mientras salía del comedor—. Anímela un poco. Está preocupada por la situación internacional.
Walter enarcó las cejas al oír el tono burlón de la voz de Bea.
—Todas las personas sensatas están preocupadas por la situación internacional —dijo.
Maud se sentía incómoda. Desesperada por decir algo, señaló el ejemplar de The Times.
—¿Cree que es cierto que Serbia ha llamado a filas a setenta mil reservistas?
—Dudo que tengan setenta mil reservistas —comentó Walter con gravedad—, pero intentan apostar fuerte. Tienen la esperanza de que el peligro de una guerra más amplia haga que Austria se muestre cauta.
—¿Por qué están tardando tanto los austríacos en enviar sus exigencias al gobierno serbio?
—Oficialmente, quieren acabar de cosechar antes de hacer nada que pueda requerir llamar a los hombres a filas. Extraoficialmente, saben que el presidente de Francia y su ministro de Asuntos Exteriores se encuentran casualmente en Rusia, lo cual facilita de forma muy peligrosa que esos dos aliados acuerden una respuesta común. No habrá ningún comunicado oficial por parte de Austria hasta que el presidente Poincaré se marche de San Petersburgo.
Maud se maravilló de la claridad de sus reflexiones. Era algo que le encantaba de Walter.
De repente, Walter perdió la compostura. Su máscara de cortesía y formalidad cayó y dejó ver su rostro angustiado.
—Por favor, vuelve conmigo —dijo con brusquedad.
Ella abrió la boca para decir algo, pero la garganta parecía habérsele cerrado de la emoción y no logró pronunciar ni una palabra.
Él, abatido, añadió:
—Sé que me has dejado por mi bien, pero no funcionará. Te amo demasiado.
Maud encontró las palabras.
—Pero tu padre…
—Él debe ocuparse de su propio destino. No puedo obedecerlo, no en esto. —Su voz se convirtió en un susurro—: No puedo soportar perderte.
—Tal vez tenga razón, a lo mejor un diplomático alemán no puede tener una esposa inglesa, por lo menos no ahora.
—Entonces cambiaré de carrera, pero nunca podría encontrar a otra Maud.
La entereza de la muchacha se vino abajo y sus ojos se anegaron en lágrimas.
Él alargó el brazo por encima de la mesa y le estrechó la mano.
—¿Puedo hablar con tu hermano?
Maud arrugó la servilleta de lino blanco y se enjugó las lágrimas.
—No hables todavía con Fitz —le dijo—. Espera unos días, hasta que la crisis serbia haya pasado.
—Para eso falta más que unos días.
—En tal caso, volveremos a pensarlo.
—Haré lo que tú desees, por supuesto.
—Te amo, Walter. Pase lo que pase, quiero ser tu esposa. Walter le besó la mano.
—Gracias —dijo con solemnidad—. Me has hecho muy feliz.
Un silencio tenso se había adueñado de la casa de Wellington Row. Cara hizo el almuerzo, y David, Billy y el abuelo se lo comieron, pero nadie dijo nada. Billy estaba consumido por una ira que no era capaz de expresar. Por la tarde, subió la ladera de la montaña y dio un paseo de varios kilómetros él solo.
A la mañana siguiente, su cabeza no hacía más que volver una y otra vez sobre la historia de Jesús y la mujer a quien habían sorprendido cometiendo adulterio. Sentado en la cocina con la ropa del domingo, mientras esperaba para ir al templo de Bethesda con sus padres y con el abuelo y asistir a la ceremonia de partición del pan, abrió su Biblia por el Evangelio de Juan y encontró el capítulo ocho. Leyó la historia una y otra vez. Parecía versar exactamente sobre la misma clase de desgracia que había acontecido en su familia.
Siguió pensando en ello en el templo. Miró en derredor, a sus amigos y vecinos: la señora de Dai Ponis, John Jones el Tendero, la señora Ponti y sus dos hijos mayores, el Seboso Hewitt… Todos estaban enterados de que Ethel se había marchado de Ty Gwyn el día anterior y había comprado un billete de tren a Paddington; y, aunque no sabían por qué, se lo imaginaban. En sus mentes ya la estaban juzgando. Pero Jesús no.
Durante los himnos y las oraciones improvisadas, decidió que el Espíritu Santo lo estaba guiando para que leyera esos versículos en voz alta. Hacia el final de la hora, se levantó y abrió su Biblia.
Se produjo un breve murmullo de sorpresa. Todavía era algo joven para dirigir a la congregación. Aun así, tampoco existía un límite de edad: el Espíritu Santo podía inspirar a cualquiera.
—Unos versículos del Evangelio de Juan —dijo. Le temblaba un poco la voz e intentó calmarse—. Y le dijeron: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo del adulterio».
El templo de Bethesda se quedó de pronto en silencio: nadie movía un dedo, susurraba ni tosía.
Billy siguió leyendo:
—«Y, en la ley, Moisés nos mandó apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices? Mas se lo decían tentándolo, para poder acusarlo después. Pero Jesús se inclinó hacia el suelo y escribió en la tierra con el dedo, como si no los oyera. Y, como insistieran en preguntarle, se enderezó y les dijo…».
Ahí Billy se detuvo y alzó la mirada.
Con cuidadoso énfasis, remachó:
—«El que de vosotros esté libre de pecado, que tire la primera piedra contra ella».
Todos los rostros de la sala lo miraban. Nadie se movía.
Billy retomó la lectura:
—«E inclinándose de nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en la tierra. Pero ellos, al oír esto, acusados por su conciencia, salieron uno a uno, comenzando desde los más viejos, hasta el último de ellos; y quedó solo Jesús, y la mujer que estaba en el centro. Enderezándose Jesús y no viendo a nadie más que a la mujer, le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te ha condenado? Ella dijo: Ninguno, Señor».
Billy levantó la vista del libro. No le hacía falta leer el último versículo; se lo sabía de memoria. Miró al rostro pétreo de su padre y habló muy despacio:
—«Entonces Jesús le dijo: Tampoco yo te condeno; vete, y no peques más».
Después de un largo momento, cerró la Biblia con un golpe que resonó como un trueno en el silencio.
—Esta es la palabra de Dios —dijo.
No se sentó. En lugar de eso, caminó hacia la salida mientras toda la congregación lo observaba, cautiva. Billy abrió la gran puerta de madera y salió.
Nunca regresó.