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Principios de julio de 1914

I

La iglesia de St. James, en Piccadilly, contaba con la congregación más elegante del mundo. Era el lugar de culto predilecto de la élite de Londres. En teoría, la ostentación no estaba muy bien vista, pero una mujer tenía que llevar sombrero, y en aquellos días era prácticamente imposible comprar ninguno que no tuviera plumas de avestruz, cintas, lazos y flores de seda. Walter von Ulrich, desde el fondo de la nave, contemplaba aquella selva de colores y formas extravagantes. Los hombres, por el contrario, iban todos vestidos igual, con sus abrigos negros y sus cuellos altos y blancos; todos sujetaban sus sombreros de copa en el regazo.

La mayoría de esa gente no alcanzaba a comprender lo que había sucedido en Sarajevo hacía siete días, pensó con acritud. Algunos de ellos ni siquiera sabían dónde estaba Bosnia. Habían quedado conmocionados por el asesinato del archiduque, pero no lograban entender las implicaciones que tendría para el resto del mundo. Se sentían vagamente desconcertados.

Walter no estaba desconcertado ni mucho menos. Sabía exactamente qué presagiaba ese asesinato. Suponía una grave amenaza para la seguridad de Alemania, y era cometido de personas como él proteger y defender su país en momentos de peligro como ese.

Aquel día, su primera labor consistía en descubrir lo que pensaba el zar de Rusia. Eso era lo que quería saber todo el mundo: el embajador alemán, el padre de Walter, el ministro de Exteriores de Berlín y hasta el mismísimo káiser. Y Walter, como buen agente secreto que era, contaba con una fuente de información.

Paseó la mirada por la congregación intentando identificar a su hombre entre todas aquellas nucas, temiendo que no hubiera acudido. Antón era empleado de la embajada de Rusia. Siempre se encontraban en iglesias anglicanas porque así podía estar seguro de que no se tropezaría con nadie de la embajada: la mayoría de los rusos pertenecían a la Iglesia ortodoxa, y los que no, nunca los empleaban en el servicio diplomático.

Antón era el encargado de la oficina de telégrafos de la embajada rusa, de manera que veía todos los telegramas que entraban y salían de allí. La información de que disponía no tenía precio, pero era un hombre de trato difícil y eso le provocaba a Walter muchos quebraderos de cabeza. A Antón le daba miedo andar metido en espionaje, y cuando se asustaba no se presentaba a sus citas… a menudo en momentos de tensión internacional como ese, cuando él más lo necesitaba.

Walter se distrajo al ver allí a Maud. Reconoció el cuello largo y grácil que asomaba desde una moderna confección con solapas de corte masculino, y el corazón le dio un vuelco. Besaba ese cuello siempre que tenía ocasión.

Cuando meditaba acerca del peligro de la guerra, su primer pensamiento era para Maud, y solo después para su país. Le avergonzaba ese egoísmo suyo, pero no podía hacer nada por remediarlo. Su mayor miedo era que se la arrebataran; la amenaza a la patria ocupaba un segundo lugar. Estaba dispuesto a morir por Alemania, pero no a vivir sin la mujer a quien amaba.

Una cabeza de la tercera fila contando desde el fondo se volvió y Walter cruzó una mirada con Antón. El hombre tenía el cabello ralo y castaño, y una barba irregular. Walter, aliviado al verlo, caminó hacia el pasillo sur como si buscara un sitio y, después de un breve momento de duda, tomó asiento.

Un sentimiento de amargura se había apoderado del alma de Antón. Cinco años antes, un sobrino al que le tenía mucho aprecio había sido acusado de actividades revolucionarias por la policía secreta del zar, y lo habían encarcelado en la Fortaleza de Pedro y Pablo, al otro lado del río del Palacio de Invierno, en el corazón de San Petersburgo. El muchacho era estudiante de teología, y del todo inocente del delito de subversión; sin embargo, antes de que pudieran ponerlo en libertad contrajo una pulmonía y murió. Antón había estado urdiendo desde entonces su callada y mortífera venganza contra el gobierno del zar.

Era una lástima que la iglesia estuviera tan bien iluminada. El arquitecto, Christopher Wren, la había dotado de largas hileras de enormes ventanas de medio punto. Para esa clase de misión habría sido más adecuada una lúgubre penumbra gótica, pero Antón, de todas formas, había escogido bien su posición: al final de una fila, con un niño a su lado y un enorme pilar de madera detrás.

—Buen sitio para sentarse —murmuró Walter.

—Todavía se nos puede ver desde la galería —dijo Antón con preocupación.

Walter negó con la cabeza.

—Todos estarán mirando hacia la cabecera.

Antón era un solterón de mediana edad. Era más bien bajo, y pulcro hasta la escrupulosidad: la corbata apretada en un nudo ceñido, todos los botones de la chaqueta abrochados, zapatos relucientes. Su gastado traje brillaba un poco de tanto cepillarlo y plancharlo durante años. Walter creía que se trataba de su forma de reaccionar ante la suciedad del espionaje. A fin de cuentas, aquel hombre estaba allí para traicionar a su país. «Y yo estoy aquí para alentarlo», pensó con gravedad.

No dijo nada más durante el silencio que precedió al oficio, pero en cuanto arrancó el primer himno, preguntó en voz baja:

—¿Qué clima se respira en San Petersburgo?

—Rusia no quiere la guerra —dijo Antón.

—Bien.

—El zar teme que la contienda desemboque en una revolución. —Cuando Antón mencionaba al zar parecía que estuviera a punto de escupir—. La mitad de San Petersburgo ya está en huelga. Desde luego, no se le ha ocurrido que es su propia brutalidad estúpida lo que hace que la gente desee la revolución.

—Desde luego. —Walter siempre tenía que calcular contando con el hecho de que las opiniones de Antón estaban distorsionadas por el odio, pero en este caso el espía no se equivocaba del todo. Walter no odiaba al zar, pero sí lo temía. Tenía a su disposición el mayor ejército del mundo, y toda discusión sobre la seguridad de Alemania debía tomar en consideración esa fuerza militar. Alemania era como un hombre cuyo vecino de al lado tiene un oso gigante atado con una cadena en el jardín de delante de casa—. ¿Qué hará el zar?

—Depende de Austria.

Walter reprimió una réplica impaciente. Todo el mundo estaba esperando a ver qué hacía el emperador austríaco. Alguna cosa tenía que hacer, porque el archiduque asesinado era el heredero a su trono. Walter confiaba en enterarse de qué intenciones tenía Austria ese mismo día, más tarde, a través de su primo Robert. Esa rama de la familia era católica, igual que toda la élite austríaca, y en ese mismo instante Robert asistía a misa en la catedral de Westminster, pero Walter había quedado con él para comer. Mientras tanto, necesitaba averiguar más sobre los rusos.

Tenía que esperar hasta que empezara otro himno. Intentó ser paciente. Miró arriba y contempló el extravagante dorado de las bóvedas de cañón de Wren.

La congregación atacó el Roca de la eternidad.

—Supongamos que en los Balcanes estalla la lucha —le murmuró a Antón—. ¿Se mantendrán los rusos al margen?

—No. El zar no puede hacerse a un lado si Serbia se ve atacada.

Walter sintió un escalofrío. Era exactamente la clase de intensificación del conflicto que temía.

—¡Sería una locura declarar una guerra por eso!

—Cierto, pero los rusos no pueden dejar que Austria controle la región de los Balcanes… tienen que proteger la ruta del mar Negro.

Eso no tenía discusión. La mayor parte de las exportaciones rusas (grano de los campos de cereales del sur y petróleo de los pozos de la zona de Bakú) se cargaban en barcos que zarpaban hacia el resto del mundo desde los puertos del mar Negro.

—Por otro lado —prosiguió Antón—, el zar también le está insistiendo a todo el mundo en que sean cuidadosos cuando den cualquier paso.

—En resumen, que aún está dándole vueltas a la cabeza.

—Si a eso lo llama usted cabeza…

Walter asintió. El zar no era un hombre inteligente. Su sueño era devolver Rusia a la época dorada del siglo XVII, y era lo bastante idiota para creer que algo así era posible. Era como si el rey Jorge V intentara recrear la alegre Inglaterra de Robin Hood. Puesto que el zar era un hombre muy poco racional, resultaba endiabladamente difícil predecir cuál sería su reacción.

Durante el último himno, la mirada de Walter se deslizó hasta Maud, que estaba sentada dos filas por delante, al otro lado del pasillo. Contempló cariñosamente su perfil mientras la veía cantar con entusiasmo.

El ambivalente informe de Antón resultaba desconcertante. Walter se sentía más preocupado de lo que lo había estado una hora antes.

—A partir de ahora tendremos que vernos a diario —dijo entonces.

Antón puso cara de terror.

—¡Imposible! —exclamó—. Es demasiado arriesgado.

—Pero el panorama cambia de una hora a otra.

—El domingo que viene por la mañana, en Smith Square.

Ese era el problema de los espías idealistas, pensó Walter con frustración, no había forma de presionarlos. Por otra parte, los hombres que espiaban por dinero nunca eran dignos de confianza. Eran capaces de decirte lo que querías oír con la esperanza de conseguir una prima. Con Antón, si él decía que el zar estaba titubeando, Walter podía estar seguro de que el zar no había tomado aún ninguna decisión.

—Pero ¿por qué no nos vemos al menos una vez a media semana? —rogó mientras el himno llegaba a su fin.

Antón no contestó. En lugar de sentarse, se escabulló y salió de la iglesia.

—Maldita sea —dijo Walter en voz baja, y el niño que estaba sentado a su lado le lanzó una mirada de reprobación.

Cuando el oficio terminó, se quedó aguardando junto al cementerio enlosado, saludando a conocidos, hasta que vio salir a Maud, acompañada por Fitz y Bea. Irradiaba una elegancia sobrenatural con aquel estiloso vestido de terciopelo gris estampado y su sobretodo de crepé en un gris más oscuro. Puede que no fuera un color muy femenino, pero realzaba su belleza escultórica y parecía conseguir que su piel brillara. Walter les estrechó la mano a todos, mientras anhelaba pasar unos cuantos minutos a solas con ella. Intercambió cortesías con Bea, un pastelito color rosa confite con encajes de crema, y convino con un solemne Fitz en que aquel asesinato era un «mal asunto». Los Fitzherbert se alejaron entonces y Walter temió perder su oportunidad, pero en el último momento Maud musitó:

—Iré a tomar el té a casa de la duquesa.

Walter le sonrió a su elegante espalda. Había visto a Maud el día anterior y la vería al siguiente, pero le aterró pensar que quizá no tuviera ocasión de verla otra vez ese mismo día. ¿De veras era incapaz de pasar veinticuatro horas sin ella? No se tenía por un hombre débil, pero esa mujer lo había atrapado en su hechizo. Walter, no obstante, no tenía ningún deseo de escapar.

Era el espíritu independiente de Maud lo que le resultaba tan atractivo. La mayoría de las mujeres de su generación parecían contentarse con interpretar el papel pasivo que les otorgaba la sociedad: vestirse con bonitas ropas, organizar fiestas y obedecer a sus maridos. Walter estaba aburrido de la mujer felpudo. Maud se parecía más a algunas de las damas que había conocido en Estados Unidos durante la temporada que había pasado en la embajada alemana de Washington. Eran elegantes y encantadoras, pero no serviles. Ser amado por una mujer así era sumamente estimulante.

Avanzó por Piccadilly con andar garboso y se detuvo frente a un quiosco de prensa. Leer los periódicos británicos nunca resultaba agradable: la mayoría eran crudamente antialemanes, sobre todo el virulento Daily Mail. Hacían creer a los británicos que estaban rodeados de espías germanos. ¡Cómo hubiera deseado Walter que fuera verdad! Contaba más o menos con una docena de agentes en las ciudades de la costa, hombres que tomaban nota de las idas y venidas que tenían lugar en los muelles, igual que hacían los británicos en los puertos alemanes; pero ni mucho menos los miles de los que informaban esos histéricos directores de periódico.

Compró un ejemplar de The People. En él, los problemas de los Balcanes no figuraban como gran noticia: los británicos estaban más preocupados por Irlanda. Allí, la minoría protestante llevaba cientos de años señoreando con muy escasa estima por la mayoría católica. Si Irlanda conseguía la independencia, se volverían las tornas. Los dos bandos estaban fuertemente armados y existía la amenaza de una guerra civil.

Un único párrafo, al final de la portada, hacía referencia a la «crisis austro-serbia». Como de costumbre, los periódicos no tenían ni idea de lo que sucedía en realidad.

Justo cuando Walter torcía para entrar en el hotel Ritz, Robert bajó con ímpetu de un taxi a motor. Llevaba un chaleco negro y una corbata negra también, en señal de luto por el archiduque. Robert había formado parte de la camarilla de Francisco Fernando: pensadores progresistas para los estándares de la corte vienesa, aunque conservadores si se los contemplaba desde cualquier otro ángulo. Walter sabía que apreciaba y respetaba al fallecido y a su familia.

Dejaron sus sombreros de copa en el guardarropa y entraron juntos en el comedor. A Walter, su primo Robert le despertaba un instinto protector. Desde que eran niños había sabido que era diferente. La gente llamaba a esos hombres «afeminados», pero ese adjetivo resultaba demasiado burdo: Robert no era una mujer atrapada en un cuerpo de varón. Sin embargo, sí que tenía muchísimos rasgos femeninos, y eso hacía que Walter lo tratara con una especie de caballerosidad comedida.

Se parecía a él, tenía las mismas facciones regulares y los ojos color avellana, pero llevaba el cabello más largo y se enceraba y rizaba el bigote.

—¿Cómo van las cosas con lady M? —le preguntó mientras se sentaban. Walter se había sincerado con él: Robert lo sabía todo acerca de su amor prohibido.

—Es maravillosa, pero mi padre no es capaz de olvidar el hecho de que trabaja en una clínica de los suburbios con un médico judío.

—Ay, vaya… eso sí que es duro —dijo Robert—. Podrían entenderse sus reparos si ella fuese judía.

—Yo esperaba que poco a poco fuese tomándole cariño, que se vieran de vez en cuando en algún acto social, y que se diera cuenta de que Maud tiene amistad con la mayoría de los hombres poderosos del país; pero no está funcionando.

—Por desgracia, la crisis de los Balcanes solo hará que aumentar la tensión en… —Robert sonrió—, ya me perdonarás, las relaciones internacionales.

Walter se obligó a reír.

—Lo superaremos, pase lo que pase.

Robert no dijo nada, pero pareció no estar demasiado convencido.

Mientras degustaban un cordero de Gales con patatas y salsa de perejil, Walter le transmitió a su primo la información tan poco concluyente que le había sacado a Antón.

Robert tenía sus propias noticias.

—Hemos conseguido averiguar que los asesinos obtuvieron las armas y las bombas a través de Serbia.

—Maldita sea —dijo Walter.

Robert dejó ver entonces su ira.

—Las armas les fueron suministradas por el jefe de los servicios secretos del ejército serbio. Los asesinos realizaron prácticas de tiro en un parque de Belgrado.

—Los agentes secretos a veces actúan de manera unilateral —comentó Walter.

—A menudo. Y la confidencialidad de su trabajo favorece que en muchas ocasiones salgan impunes de ello.

—De manera que eso no demuestra que el gobierno serbio sea el responsable del asesinato, y, si se detiene uno a pensarlo con lógica, para una pequeña nación como Serbia, que intenta preservar su independencia a toda costa, sería una locura provocar a un vecino tan poderoso.

—Incluso es posible que los servicios secretos serbios actuaran contraviniendo directamente los deseos del gobierno —coincidió Robert. Sin embargo, enseguida añadió con firmeza—: Pero eso no cambia nada en absoluto. Austria debe emprender acciones contra Serbia.

Era lo que temía Walter. El asunto ya no podía seguir viéndose como un mero crimen del que debían encargarse la policía y los tribunales. Había adquirido nuevas proporciones; de pronto, un imperio debía castigar a una pequeña nación. El emperador Francisco José de Austria había sido un gran hombre en su época, conservador y fervientemente religioso, pero un dirigente fuerte. Ya tenía ochenta y cuatro años, sin embargo, y con la edad no se había vuelto ni un tanto menos autoritario y estrecho de miras. Era la clase de hombre que creía saberlo todo solo porque era viejo. El padre de Walter era igual.

«Mi destino está en manos de dos monarcas —pensó Walter—, el zar y el emperador. Uno es idiota, el otro está senil; aun así, controlan el destino de Maud y el mío, igual que el de innumerables millones de europeos. ¡Qué gran argumento en contra de la monarquía!»

Mientras tomaban el postre meditó con detenimiento y, cuando llegó el café, dijo con optimismo:

—Supongo que tu objetivo será darle a Serbia una dura lección sin implicar a ningún otro país.

Robert acabó rápidamente con sus esperanzas.

—Al contrario. Mi emperador le ha escrito una carta personal a tu káiser.

Walter se quedó de piedra. No tenía noticia de eso.

—¿Cuándo?

—Fue entregada ayer.

Como cualquier diplomático, Walter detestaba que los monarcas hablaran directamente entre sí, en lugar de hacerlo a través de sus ministros. En tales casos podía suceder cualquier cosa.

—Y ¿qué le ha dicho?

—Que Serbia debe ser eliminada como potencia política.

—¡No! —Era peor aún de lo que Walter había temido. Conmocionado, preguntó—: ¿De verdad lo cree?

—Todo depende de la respuesta.

Walter arrugó la frente. El emperador Francisco José le estaba pidiendo su aprobación al káiser Guillermo: ese era el auténtico mensaje de la carta. Los dos países eran aliados, así que el káiser estaba obligado a mostrarle cierto apoyo, pero podía darle un énfasis entusiasta o renuente, alentador o cauteloso.

—Confío en que Alemania respalde a Austria sea cual sea la decisión de mi emperador respecto a las acciones que se llevarán a cabo —dijo Robert con severidad.

—¡No es posible que desees que Alemania ataque a Serbia! —protestó Walter.

Robert se sintió ofendido.

—Deseamos algo que nos garantice que Alemania cumplirá con sus obligaciones como aliada nuestra.

Walter controló su impaciencia.

—El problema de esa forma de pensar es que pone en juego muchas otras cosas. Igual que si Rusia transmite señales de apoyo a Serbia; así solo se promueve la agresión. Lo que deberíamos hacer es aplacar a todo el mundo.

—No estoy seguro de poder darte la razón —replicó Robert con frialdad—. Austria ha sufrido un golpe terrible. El emperador no puede dar la imagen de que se lo ha tomado a la ligera. El que desafía al gigante debe ser aplastado.

—Intentemos no exagerar las cosas.

Robert alzó la voz:

—¡Han asesinado al heredero al trono! —Un comensal de la mesa de al lado levantó la mirada y puso ceño al oír hablar alemán en tono de discusión. Robert suavizó su voz, pero no su expresión—. No me hables de exageraciones.

Walter intentó reprimir sus propios sentimientos. Sería necio y peligroso que Alemania se implicara en ese altercado, pero decírselo así a Robert no serviría de nada. El trabajo de Walter era sonsacar información, no enzarzarse en discusiones.

—No creas que no lo entiendo —dijo—. ¿En Viena todo el mundo comparte tu opinión?

—En Viena, sí —respondió Robert—. Tisza se opone. —István Tisza era el primer ministro de Hungría, aunque súbdito del emperador austríaco—. La alternativa que propone es el cerco diplomático a Serbia.

—Menos drástico, quizá, pero también menos arriesgado —observó Walter con cautela.

—Demasiado débil.

Walter pidió la cuenta. Estaba profundamente inquieto por lo que acababa de saber, pero no quería que hubiera malos sentimientos entre su primo y él. Confiaban el uno en el otro y se ayudaban, y no deseaba que eso cambiase. Fuera, en la acera, le estrechó la mano a Robert y le agarró el codo en un gesto de firme camaradería.

—Pase lo que pase, debemos permanecer unidos, primo —dijo—. Somos aliados y siempre lo seremos. —Dejó que fuera Robert quien decidiera si estaba hablando de ellos dos o de sus respectivos países. Se despidieron como amigos.

Walter cruzó Green Park apretando el paso. Los londinenses estaban disfrutando del sol, pero una nube sombría se cernía sobre su cabeza. Había esperado que Alemania y Rusia se mantuvieran al margen de la crisis de los Balcanes, pero las noticias que le habían llegado hasta el momento sugerían agoreramente todo lo contrario. Al llegar al palacio de Buckingham, torció a la izquierda y caminó a lo largo de The Mall para acercarse a la embajada alemana por la entrada trasera.

Su padre tenía allí un despacho: era donde pasaba una de cada tres semanas, más o menos. En la pared había un retrato del káiser Guillermo, y una fotografía enmarcada de Walter vestido con su uniforme de teniente en el escritorio. Otto sostenía una pieza de loza en la mano. Coleccionaba cerámica inglesa y le encantaba ir en busca de objetos fuera de lo común. Al mirar con más atención, Walter vio que se trataba de un frutero de loza blanca con los bordes delicadamente perforados y modelado de tal forma que imitaba un cesto. Conociendo el gusto de su padre, supuso que sería del siglo XVIII.

Encontró a Otto reunido con Gottfried von Kessel, un agregado cultural por quien Walter sentía bastante antipatía. Gottfried tenía un cabello oscuro y espeso que se peinaba con la raya a un lado, y llevaba gafas de gruesas lentes. Era de la misma edad que él y también tenía un padre en el servicio diplomático, pero, a pesar de todo lo que compartían, no eran amigos. Walter pensaba que era un cobista.

Le dirigió un breve gesto con la cabeza y se sentó.

—El emperador de Austria ha escrito a nuestro káiser.

—Ya lo sabemos —se apresuró a replicar Gottfried.

Walter no le hizo caso. Gottfried tenía la fastidiosa costumbre de convertirlo todo en una competición.

—No me cabe duda de que la respuesta del káiser será amistosa —le dijo a su padre—, pero hay muchas cosas que podrían depender del matiz.

—Su Majestad todavía no me ha comentado nada.

—Pero lo hará.

Otto asintió.

—Es la clase de asunto por el que suele consultarme.

—Y, si exhorta a la prudencia, podría convencer a los austríacos para que se muestren menos beligerantes.

—¿Por qué habría de hacer algo así? —preguntó Gottfried.

—¡Para evitar que Alemania se vea arrastrada a una guerra por un territorio tan irrisorio como Bosnia!

—¿De qué tienes miedo? —inquirió Gottfried con desdén—. ¿Del ejército serbio?

—Tengo miedo del ejército ruso, y también tú deberías tenerlo —respondió Walter—. Es el mayor de toda la historia…

—Eso ya lo sé —replicó Gottfried.

Walter pasó por alto la interrupción.

—En teoría, el zar puede sacar a seis millones de hombres al campo de batalla en apenas unas semanas…

—Lo sé…

—… y eso supera a la población total de Serbia.

—Lo sé.

Walter suspiró.

—Pareces saberlo todo, Von Kessel. ¿Sabes de dónde sacaron los asesinos las armas y las bombas?

—De los nacionalistas eslavos, presumo.

—¿Algunos nacionalistas eslavos en concreto, presumes?

—¿Quién sabe?

—Los austríacos lo saben, según tengo entendido. Creen que las armas procedían del jefe de los servicios secretos serbios.

Otto soltó un gruñido de asombro.

—Eso sí que despertaría sed de venganza en los austríacos.

—Austria sigue siendo gobernada por su emperador. Al final, la decisión de declarar la guerra solo puede tomarla él —dijo Gottfried.

Walter asintió con la cabeza.

—No es que el emperador Habsburgo haya necesitado nunca demasiadas excusas para mostrarse despiadado y brutal.

—¿Qué otra forma hay de gobernar un imperio?

Walter no mordió el anzuelo.

—Aparte del primer ministro húngaro, cuya voz no tiene mucho peso, no parece haber nadie que llame a la prudencia. Ese papel debe recaer en nosotros. —Walter se levantó. Había informado de sus investigaciones y no quería permanecer ni un minuto más en la misma habitación que ese molesto Gottfried—. Si me disculpa, padre, iré a tomar el té a casa de la duquesa de Sussex y ver qué más se comenta por la ciudad.

—Los ingleses no hacen visitas los domingos —observó Gottfried.

—Tengo invitación —repuso Walter, y se marchó antes de perder los papeles.

Avanzó abriéndose paso por Mayfair hacia Park Lane, donde el duque de Sussex tenía su palacio. El duque no ocupaba ningún cargo en el gobierno de Gran Bretaña, pero la duquesa organizaba tertulias políticas. Cuando Walter llegó a Londres en diciembre, Fitz lo había presentado a la duquesa, quien se ocupó de que lo invitaran a todas partes.

Entró en el salón, se inclinó, estrechó la regordeta mano de la dama y dijo:

—En Londres todo el mundo desea saber qué sucederá en Serbia, así que, aunque sea domingo, he decidido venir a preguntárselo a usted, excelencia.

—No habrá guerra —respondió ella, sin demostrar haberse dado cuenta de que Walter bromeaba—. Siéntese y tome una taza de té. Lo del pobre archiduque y su esposa es una tragedia, desde luego, y sin duda los culpables serán castigados, pero ¡qué tontería pensar que naciones tan grandes como Alemania y Gran Bretaña estarían dispuestas a ir a la guerra por Serbia!

A Walter le habría gustado poder sentirse tan convencido de ello. Tomó asiento cerca de Maud, que sonreía con alegría, y de lady Hermia, que lo saludó con una inclinación de cabeza. En el salón había una docena de personas, incluido el primer lord del Almirantazgo, Winston Churchill. La decoración era grandiosamente anticuada: un mobiliario de recargadísimas tallas, suntuosas telas con una docena de estampados diferentes, y hasta el último rincón cubierto de adornos, fotografías enmarcadas y jarrones con ramitos de espigas secas. Un lacayo le acercó a Walter una taza de té y le ofreció leche y azúcar.

Walter se alegraba de estar cerca de Maud, pero quería más, como siempre, e inmediatamente empezó a preguntarse si habría alguna forma de ingeniárselas para estar los dos solos, aunque no fuera más que unos minutos.

—El problema, desde luego, es la debilidad del Turco —dijo la duquesa.

Esa cotorra pomposa tenía razón, pensó Walter. El Imperio otomano estaba en decadencia, y el conservador clero musulmán lo mantenía al margen de la modernización. El sultán había logrado conservar el orden en la península balcánica durante siglos, desde la costa mediterránea de Grecia hasta latitudes tan septentrionales como Hungría, pero ahora, década a década, se iba retirando y las grandes potencias más cercanas, Austria y Rusia, estaban intentando llenar ese vacío. Entre Austria y el mar Negro se encontraban los territorios de Bosnia, Serbia y Bulgaria, dispuestos en fila. Hacía cinco años, Austria se había hecho con el control de Bosnia. De pronto tenía un altercado con Serbia, el segundo de la fila. Los rusos miraban el mapa y veían que Bulgaria era la siguiente ficha del dominó, y que los austríacos podían terminar controlando la costa occidental del mar Negro y amenazando el comercio internacional de Rusia.

Mientras tanto, los pueblos súbditos del Imperio austríaco empezaban a pensar que más les valía gobernarse a sí mismos… razón por la cual el nacionalista bosnio Gavrilo Princip había disparado al archiduque Francisco Fernando en Sarajevo.

—Es una tragedia para Serbia —comentó Walter—. Yo diría que su primer ministro está a punto de arrojarse al Danubio.

A lo que Maud replicó:

—Querrá decir el Volga.

Walter la miró, contento de tener una excusa para embriagarse con su imagen. Se había cambiado de ropa y llevaba un vestido para el té de color azul marino con una blusa de encaje rosa pálido y un sombrero de fieltro rosa con una borla azul.

—En modo alguno quiero decir eso, lady Maud —repuso.

—El Volga cruza Belgrado, que es la capital de Serbia —insistió ella.

Walter estaba a punto de volver a protestar, pero entonces titubeó. Maud sabía perfectamente que el Volga no pasaba ni a mil quinientos kilómetros de Belgrado. ¿Qué estaba tramando?

—No soy amigo de contradecir a alguien tan bien informado como usted, lady Maud —dijo—. Y sin embargo…

—Lo consultaremos —dijo ella—. Mi tío, el duque, posee una de la mayores bibliotecas de Londres. —Se puso en pie—. Acompáñeme y le demostraré que se equivoca.

Se trataba de un comportamiento algo osado para una joven de buena cuna, y la duquesa frunció los labios.

Walter se encogió de hombros con fingida impotencia y siguió a Maud hasta la puerta.

Por un momento pareció que lady Hermia iba a acompañarlos también, pero estaba tan cómodamente hundida en la tapicería de terciopelo, con una taza y un platito en la mano, que moverse le resultaba un esfuerzo demasiado grande.

—No tardéis —dijo en voz baja, y le dio otro bocado a su pastel mientras ellos abandonaban el salón.

Maud cruzó el vestíbulo, donde un par de lacayos montaban guardia como si fueran centinelas, caminando por delante de Walter. Se detuvo ante una puerta y esperó a que él se la abriera. Entraron.

En la gran sala reinaba el silencio. Estaban solos. Maud se lanzó a sus brazos y Walter la estrechó con fuerza, apretando su cuerpo contra el de él. Ella miró hacia arriba.

—Te quiero —dijo, y lo besó con avidez.

Al cabo de un minuto, sin aliento, se separó de él. Walter la miró con adoración.

—Eres una calamidad —dijo—. ¡Mira que decir que el Volga cruza Belgrado!

—Ha funcionado, ¿o no?

Él negó con la cabeza, admirado.

—Jamás se me habría ocurrido. Qué lista eres.

—Necesitamos un atlas —dijo Maud—. Por si entra alguien.

Walter repasó las estanterías con la mirada. Aquella era la biblioteca de un coleccionista más que de un lector. Todos los libros tenían elegantes encuadernaciones, la mayoría parecían no haber sido abiertos jamás. En un rincón acechaban unas cuantas obras de consulta, y se hizo con un atlas en el que encontró un mapa de los Balcanes.

—La crisis… —empezó a decir Maud con preocupación—. A largo plazo… No nos separará, ¿verdad?

—No si puedo evitarlo —dijo Walter.

Se la llevó detrás de una estantería para que no pudieran verlos de inmediato si entraba alguien, y allí volvió a besarla. Ese día estaba deliciosamente ansiosa, sus manos le recorrían los hombros y los brazos mientras correspondía a su beso, y entonces lo interrumpió un momento para susurrar:

—Levántame la falda.

Walter tragó saliva. Había soñado despierto con aquel momento. Agarró la tela y la deslizó hacia arriba.

—La enagua también.

Walter apretó un puñado de tela en cada mano.

—¡No la arrugues! —dijo Maud. Walter intentó levantarle las prendas sin aplastar la seda, pero todo se le escurría entre los dedos. Impaciente, ella se inclinó, agarró falda y enagua por el dobladillo y se las levantó ambas hasta la cintura—. Tócame —dijo, mirándole a los ojos.

Le ponía nervioso pensar que pudiera entrar alguien, pero se sentía demasiado embargado por el amor y el deseo para refrenarse. Deslizó la mano derecha hasta la horca de los muslos de ella… y contuvo una exclamación de sobresalto: no llevaba nada allí abajo. Al darse cuenta de que Maud debía de haber planeado ofrecerle ese placer, se encendió más aún. La acarició con dulzura, pero ella lanzó las caderas hacia delante, buscando su mano, y él apretó con más fuerza.

—Eso es —gimió Maud. Walter cerró los ojos, pero ella dijo—: Mírame, cariño mío, por favor, mírame mientras lo haces. —Y él volvió a abrirlos. Ella tenía el rostro ruborizado, respiraba con fuerza y con la boca abierta. Entonces le agarró la mano y lo guió, igual que él había guiado la de ella en el palco de la ópera—. Mete el dedo —susurró, y se inclinó contra su hombro.

Walter sintió su ardoroso aliento a través de la ropa. Ella se movía hacia delante y hacia atrás sin parar, entonces profirió un leve sonido desde el fondo de la garganta, como el grito ahogado de quien está soñando; y luego, por fin, se dejó caer contra él.

Walter oyó que se abría la puerta, y la voz de lady Hermia, que dijo:

—Ven, Maud, querida, debemos irnos ya.

Retiró la mano y la joven se alisó la falda a toda prisa.

—Me temo que estaba equivocada, tía Herm, y herr Von Ulrich tenía razón: es el Danubio, no el Volga, el que cruza la ciudad de Belgrado —respondió con voz temblorosa—. Acabamos de comprobarlo en el atlas.

Se inclinaron sobre el libro justo cuando lady Hermia daba la vuelta por el extremo de la estantería.

—No tenía la menor duda —dijo la mujer—. Los hombres siempre suelen tener razón con estas cosas, y herr Von Ulrich es diplomático, por lo que debe de conocer muchísimos detalles con los que las mujeres no tienen por qué importunarse. No deberías discutir con él, Maud.

—Supongo que tiene usted razón —dijo Maud con una sobrecogedora falta de sinceridad.

Los tres salieron de la biblioteca y cruzaron el vestíbulo. Walter abrió la puerta del salón. Lady Hermia fue la primera en entrar. Cuando Maud la siguió, cruzó una mirada con él, que levantó la mano derecha, se metió la yema del dedo en la boca y lo chupó.

II

Aquello no podía continuar así, pensó Walter durante el camino de vuelta a la embajada. Era como volver a ser un colegial. Maud tenía veintitrés años y él veintiocho, y aun así se veían obligados a recurrir a subterfugios absurdos para poder pasar cinco minutos juntos a solas. Había llegado el momento de casarse.

Tendría que pedir el permiso de Fitz. El padre de Maud había muerto, por lo que su hermano era el cabeza de familia. Era evidente que Fitz habría preferido que Maud se desposara con un caballero inglés. Sin embargo, seguramente acabaría por dar su brazo a torcer: debía de preocuparle no conseguir casar nunca a su combativa hermana.

No, el mayor problema era Otto. Él querría que Walter se casara con una doncella prusiana de buenos modales, quien estaría encantada de pasar el resto de su vida pariendo herederos. Y cuando Otto quería algo, hacía cuanto estaba en su mano por conseguirlo y aplastaba sin miramientos a todo el que se oponía; era precisamente eso lo que lo había convertido en un gran oficial del ejército. Jamás se le ocurriría que su hijo tuviera derecho a escoger a su futura esposa sin que nadie intercediera ni lo presionara. Walter habría preferido contar con el apoyo y el beneplácito de su padre; estaba claro que no esperaba con ilusión la inevitable confrontación abierta. No obstante, el amor que sentía era una fuerza muchísimo más poderosa que la deferencia filial.

Era domingo por la tarde, pero Londres no descansaba. Pese a que no había sesión en el Parlamento y que los mandarines de Whitehall se habían retirado a sus hogares de las afueras, la política seguía viva en los palacios de Mayfair, los clubes para caballeros de St. James y las embajadas. En la calle, Walter reconoció a varios parlamentarios, a algunos diplomáticos europeos y a un par de subsecretarios del Foreign Office. Se preguntó si el ministro, el ornitólogo aficionado sir Edward Grey, se habría quedado en la ciudad ese fin de semana o se habría trasladado a su amada casa de campo de Hampshire.

Walter encontró a su padre sentado a su escritorio, leyendo telegramas ya descifrados.

—Puede que no sea el momento más oportuno para la noticia que debo darle —empezó a decir.

Otto masculló algo incomprensible y continuó leyendo.

Su hijo siguió a la carga.

—Estoy enamorado de lady Maud.

Otto levantó la vista.

—¿La hermana de Fitzherbert? Ya lo sospechaba. Te acompaño en el sentimiento.

—Sea serio, padre, por favor.

—No, el que tiene que ser serio eres tú. —Otto dejó los papeles que estaba leyendo—. Maud Fitzherbert es una feminista, una sufragista y una inconformista social. No es esposa apropiada para nadie, y menos aún para un diplomático alemán de buena familia. Así que no quiero oír ni una palabra más al respecto.

Unas palabras candentes afluyeron a los labios de Walter, pero apretó los dientes y supo mantener la calma.

—Es una mujer maravillosa, y la quiero, así que será mejor que hable de ella en términos más corteses, sea cual sea su opinión.

—Diré lo que pienso —repuso Otto sin ningún reparo—. Es un horror. —Y volvió a enfrascarse en la lectura de sus telegramas.

La mirada de Walter recayó en el frutero de loza blanca que había comprado su padre.

—No —dijo. Cogió el frutero—. No dirá lo que piensa.

—Ten cuidado con eso.

Walter contaba de pronto con toda la atención de su padre.

—Siento por lady Maud el instinto de protegerla, igual que siente usted por esta baratija.

—¿Baratija? Déjame decirte que vale…

—Salvo, claro está, que el amor es un sentimiento más fuerte que la codicia del coleccionista. —Walter lanzó al aire el delicado objeto y lo atrapó con una sola mano. Su padre profirió un angustiado grito de inarticulada protesta. Walter siguió hablando sin hacer caso de ello—: Así que, cuando se refiere a ella en tono insultante, me siento como usted cuando cree que voy a dejar caer esto… solo que peor.

—Mocoso insolente…

Walter alzó la voz por encima de la de su padre.

—Y si sigue pisoteando así mis sentimientos, haré añicos esta estúpida pieza de cerámica con mi tacón.

—Está bien, ya has dicho lo que querías decir. Deja ese frutero, por el amor de Dios.

Walter tomó aquello como el consentimiento de su padre y dejó el adorno en una mesita auxiliar.

Otto habló entonces con malicia:

—Aunque hay algo más que deberías tener en cuenta… si me está permitido decirlo sin pisotear tus «sentimientos».

—Está bien.

—Es inglesa.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Walter—. Los alemanes de buena familia llevan años casándose con la aristocracia inglesa. El príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo y Gotha se casó con la reina Victoria; su nieto es ahora rey de Inglaterra. ¡Y la reina de Inglaterra nació siendo princesa de Würtemberg!

—¡Las cosas han cambiado! —dijo Otto levantando la voz—. Los ingleses están decididos a relegarnos a potencia de segunda clase. Entablan amistad con nuestros adversarios, Rusia y Francia. Te estarías casando con una enemiga de tu patria.

Walter sabía que esa era la mentalidad de la vieja guardia, pero era muy irracional.

—No deberíamos ser enemigos —dijo con exasperación—. No hay motivo para ello.

—Jamás nos permitirán competir en igualdad de condiciones.

—¡Pero es que eso no es cierto! —Walter se dio cuenta de que estaba gritando e intentó calmarse un poco—. Los ingleses creen en el libre comercio: nos permiten vender los productos que manufacturamos por todo el Imperio británico.

—Pues lee esto. —Otto lanzó el telegrama que estaba leyendo sobre el escritorio—. Su Majestad el káiser me ha pedido opinión.

Era un esbozo de respuesta a la carta personal del emperador austríaco. Walter lo leyó con creciente alarma. Terminaba diciendo: «El emperador Francisco José puede, sin embargo, confiar en que Su Majestad el káiser apoyará con lealtad a Austria-Hungría, tal como requieren de él las obligaciones de su alianza y de su antigua amistad».

Walter quedó horrorizado.

—¡Pero esto le da carta blanca a Austria! —exclamó—. ¡Pueden hacer lo que les plazca y nosotros los apoyaremos!

—Hay ciertas salvedades.

—No muchas. ¿Ha sido enviado ya?

—No, pero ha sido aprobado. Se enviará mañana.

—¿Podemos detenerlo?

—No, y yo no deseo hacerlo.

—Pero esto nos compromete a apoyar a Austria en una guerra contra Serbia.

—No es nada malo.

—¡Nosotros no queremos la guerra! —protestó Walter—. Necesitamos la ciencia, y la industria, y el comercio. Alemania tiene que modernizarse para ser liberal y crecer. Queremos la paz y la prosperidad. —«Y también queremos un mundo en el que un hombre pueda casarse con la mujer a la que ama realmente sin que lo acusen de traición», añadió para sí.

—Escúchame —dijo Otto—. Tenemos enemigos poderosos a ambos lados: Francia al oeste y Rusia al este… y son uña y carne. No podemos librar una guerra en dos frentes.

Walter era consciente de ello.

—Para eso tenemos el Plan Schlieffen —adujo—. Si nos vemos obligados a ir a la guerra, primero invadimos Francia con una fuerza aplastante, conseguimos la victoria en unas cuantas semanas y, luego, con el oeste asegurado, nos volvemos para enfrentarnos a Rusia.

—Es nuestra única esperanza —dijo Otto—. Pero cuando el ejército alemán adoptó ese plan, hace nueve años, nuestros servicios secretos nos decían que el ejército ruso tardaría cuarenta días en movilizarse. Eso nos daba a nosotros casi seis semanas para conquistar Francia. Desde entonces, sin embargo, Rusia ha mejorado sus vías férreas… ¡con dinero prestado por los franceses! —Otto dio un puñetazo sobre el escritorio, como si pudiera aplastar Francia bajo su puño—. A medida que la velocidad de movilización de los rusos aumenta, el Plan Schlieffen se hace más arriesgado. Lo cual significa… —señaló teatralmente a Walter con un dedo— que, cuanto antes declaremos esta guerra, ¡mejor para Alemania!

—¡No! —¿Por qué no podía ver el viejo lo peligrosa que era su forma de pensar?—. Significa que deberíamos estar buscando soluciones pacíficas para estas disputas insignificantes.

—¿Soluciones pacíficas? —Otto negó con la cabeza como quien se sabe en posesión de la verdad—. Eres un joven idealista. Crees que todas las preguntas tienen una respuesta.

—De verdad desea usted la guerra —dijo Walter con incredulidad—. La desea de verdad.

—Nadie quiere una guerra —replicó Otto—. Pero a veces es mejor que la alternativa.

III

Maud había heredado una miseria de su padre: trescientas libras anuales que apenas le bastaban para comprarse los vestidos de la temporada. Fitz se había quedado con el título nobiliario, las tierras, las casas y casi todo el dinero. Así era el sistema inglés, pero no era eso lo que la enfurecía. El dinero significaba muy poco para ella: en realidad, ni siquiera necesitaba sus trescientas libras. Fitz le pagaba todo lo que quería sin preguntar, porque le parecía poco caballeroso andarse con tiento en cuestiones de dinero.

El mayor resentimiento de Maud nacía de no haber recibido una educación. A los diecisiete años anunció que quería ir a la universidad… pero todo el mundo se rió de ella. Resultó que tenía que salir uno de una buena escuela, y pasar unos exámenes, antes de que te aceptaran. Maud nunca había ido a la escuela y, aunque era capaz de debatir sobre política con los grandes hombres del país, toda una serie de institutrices y tutores habían fracasado por completo en el empeño de prepararla para aprobar cualquier tipo de examen. Se había pasado días llorando y pataleando, y todavía se ponía de muy mal humor solo con recordarlo. Aquello era lo que la había convertido en sufragista: sabía que las niñas nunca conseguirían una educación decente hasta que las mujeres tuvieran derecho al voto.

A menudo había reflexionado sobre por qué se casaban las mujeres. Se encadenaban a una vida entera de esclavitud y, ¿qué obtenían a cambio? Siempre se lo había preguntado. De pronto, sin embargo, conocía la respuesta. Jamás había sentido nada con tanta intensidad como su amor por Walter. Y las cosas que hacían para expresar ese amor le proporcionaban un placer exquisito. Ser capaces de tocarse uno al otro siempre que lo quisieras debía de ser como estar en el cielo. Ella se habría esclavizado hasta tres veces seguidas, si ese era el precio que había que pagar.

Sin embargo, no había que pagar con esclavitud, al menos no con Walter. Maud le había preguntado si creía que una mujer tenía que obedecer en todo a su marido, y él contestó:

—De ninguna manera. No veo que la obediencia tenga nada que ver en el matrimonio. Dos adultos que se aman deberían ser capaces de tomar decisiones juntos, sin tener que obedecerse uno al otro.

Ella pensaba muchísimo en cómo sería su vida juntos. Durante unos cuantos años, a él seguramente lo enviarían de una embajada a otra y viajarían por todo el mundo: París, Roma, Budapest, puede que incluso más allá, hasta Addis Abeba, Tokio, Buenos Aires. Recordaba la historia de Ruth, en la Biblia: «Dondequiera que vayas, yo iré». Sus hijos aprenderían a tratar a las mujeres como iguales, y sus hijas crecerían independientes y con una voluntad de hierro. Quizá al final se establecerían en Berlín, en una casa unifamiliar, para que sus hijos pudieran ir a buenas escuelas alemanas. En algún momento, sin duda, Walter heredaría Zumwald, la casa de campo que tenía su padre en la Prusia Oriental. Cuando fueran viejos y sus hijos hubiesen crecido, pasarían más tiempo en el campo, paseando por la finca, de la mano, leyendo uno junto al otro por las tardes y reflexionando sobre lo mucho que había cambiado el mundo desde que fueran jóvenes.

A Maud le costaba pensar en ninguna otra cosa. Estaba sentada en su despacho de Calvary Gospel Hall, mirando fijamente una lista de precios de material médico, y recordó la forma en que Walter se había chupado el dedo en la puerta del salón de la duquesa. La gente empezaba a notar que estaba muy despistada: el doctor Greenward le había preguntado si se encontraba bien, y tía Herm le había dicho que despertara.

Intentó volver a concentrarse en el formulario de pedido, pero esta vez la interrumpieron unos golpes en la puerta. Tía Herm asomó la cabeza y dijo:

—Ha venido alguien a verte. —Parecía algo atemorizada, y le dio una tarjeta a Maud.

GENERAL OTTO VON ULRICH

Agregado

Embajada del Imperio de Alemania

Carlton House Terrace, Londres

—¡El padre de Walter! —exclamó Maud—. Pero ¿qué querrá…?

—¿Qué le digo? —susurró tía Herm.

—Pregúntele si quiere té o si prefiere un jerez, y hágalo pasar.

Von Ulrich iba vestido con formalidad; llevaba una levita negra con solapas de satén, un chaleco de piqué blanco y pantalones de raya diplomática. Su rostro congestionado sudaba a causa del calor estival. Era más orondo que Walter, y no tan apuesto, pero tenían la misma planta militar, barbilla alzada y espalda erguida.

Maud adoptó su habitual aire despreocupado.

—Mi querido herr Von Ulrich, ¿se trata de una visita formal?

—Quiero hablarle acerca de mi hijo —dijo el hombre. Su inglés era casi tan bueno como el de Walter, aunque tenía acento, al contrario que él.

—Es usted muy amable al entrar en materia tan deprisa —repuso Maud con un deje de sarcasmo que a él le pasó totalmente inadvertido—. Haga el favor, siéntese. Lady Hermia nos pedirá algún tentempié.

—Walter desciende de una antigua familia aristocrática.

—Igual que yo —dijo Maud.

—Somos tradicionales, conservadores, devotamente religiosos… puede que un tanto anticuados.

—Igual que mi familia —repuso Maud.

Aquello no estaba yendo tal como Otto lo había planeado.

—Somos prusianos —dijo con un tinte de exasperación.

—Ah —exclamó Maud, como dándose por vencida—. Mientras que nosotros, desde luego, somos anglosajones.

Estaba batiéndose con él como si aquello no fuera más que una batalla de ingenio, pero por dentro sentía miedo. ¿Por qué había ido a verla? ¿Cuál era su propósito? Presentía que el motivo no podía ser nada benévolo. Ese hombre estaba en su contra. Intentaría interponerse entre Walter y ella, lo intuía con cruda certeza.

Sea como fuere, el general no se dejaría amedrentar por una actitud burlona.

—Alemania y Gran Bretaña están enfrentadas. Gran Bretaña ha entablado amistad con nuestros enemigos, Rusia y Francia. Eso la convierte en adversario nuestro.

—Siento oír que tal es su opinión. Muchos no lo creen así.

—A la verdad no se llega mediante el voto de la mayoría.

De nuevo, Maud percibió un deje de aspereza en su voz. Ese hombre estaba acostumbrado a ser escuchado sin ninguna crítica, sobre todo por parte de las mujeres.

La enfermera del doctor Greenward trajo té en una bandeja y les sirvió. Otto guardó silencio hasta que la mujer salió de la habitación.

—Puede que en el transcurso de las próximas semanas entremos en guerra —dijo entonces—. Si no luchamos por Serbia, habrá otros casus belli. Tarde o temprano, Gran Bretaña y Alemania tendrán que combatir por la supremacía en Europa.

—Siento que sea usted tan pesimista.

—Muchos otros piensan igual que yo.

—Pero a la verdad no se llega mediante el voto de la mayoría.

Otto parecía molesto. Era evidente que había esperado que la joven se quedara allí sentada a escuchar su pomposo discurso en silencio. No le gustaba que le replicaran. Enfadado, dijo:

—Haría usted bien en prestarme atención. Le estoy explicando algo que la incumbe. La mayoría de los alemanes consideran a Gran Bretaña un enemigo. Piense en qué consecuencias tendría que Walter se casara con una inglesa.

—Ya lo he hecho, desde luego. Walter y yo hemos hablado largo y tendido sobre esto.

—Primero, recibiría mi desaprobación. Jamás podría aceptar a una nuera inglesa en la familia.

—Walter cree que el amor que siente usted por su hijo le ayudaría a superar, al final, la repugnancia que le despierto yo. ¿De verdad no hay ninguna probabilidad de que eso ocurra?

—Segundo —prosiguió él sin hacer caso alguno de su pregunta—, sería considerado como un traidor al káiser. Hombres de su misma clase ya no serían sus amigos. Su esposa y él no serían recibidos en las mejores casas.

Maud estaba empezando a enfadarse.

—Eso me parece difícil de creer. Sin duda, no todos los alemanes serán tan estrechos de miras.

Otto no pareció oír su grosería.

—Y en tercer y último lugar, Walter tiene una carrera en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Destacará. Lo envié a escuelas y universidades de diferentes países. Habla un inglés perfecto y un ruso aceptable. A pesar de sus inmaduras opiniones idealistas, está bien considerado por sus superiores, y el káiser le ha hablado con afecto en más de una ocasión. Podría llegar a ministro de Exteriores algún día.

—Es un hombre brillante —dijo Maud.

—Pero, si se casa con usted, su carrera habrá terminado.

—Eso es absurdo —replicó ella con asombro.

—Mi querida y joven dama, ¿acaso no es evidente? No se puede confiar en un hombre que está casado con una enemiga.

—Ya hemos hablado de ello. Su lealtad, como es natural, estaría con Alemania. Yo lo quiero lo bastante para aceptar eso.

—Puede que estuviera demasiado preocupado por la familia de su esposa para ofrecerle a su propio país lealtad total. Y, aunque él desoyera esa relación de forma implacable, los demás seguirían haciéndose esa pregunta.

—Está exagerando —dijo Maud, aunque empezaba a perder su seguridad.

—Está claro que no podría trabajar en ningún campo que requiriese secretismo. Los hombres no hablarían de asuntos confidenciales en su presencia. Estaría acabado.

—No tiene por qué estar en el servicio secreto militar. Puede dedicarse a otras áreas de la diplomacia.

—Toda diplomacia requiere secretismo. Y, luego, está también mi propio cargo.

Maud se sorprendió al oír eso. Walter y ella no habían pensado en la carrera de Otto.

—Soy un estrecho confidente del káiser. ¿Seguiría depositando una confianza absoluta en mí si mi hijo estuviera casado con una extranjera enemiga?

—Debería.

—Puede que lo hiciera, si yo tomase medidas firmes e indudables, y repudiara a mi hijo.

Maud contuvo una exclamación.

—No haría usted semejante cosa.

Otto alzó la voz.

—¡Me vería obligado a hacerlo!

Ella negó con la cabeza.

—Alguna alternativa habría —dijo con desesperación—. Un hombre siempre tiene alternativa.

—No sacrificaré todo lo que he conseguido, mi cargo, mi carrera, el respeto de mis compatriotas… por una «muchacha» —dijo él con desdén.

Maud se sintió como si la hubieran abofeteado.

—Pero Walter sí, por supuesto —añadió Otto.

—¿De qué está hablando?

—Si Walter se casara con usted, perdería a su familia, su país y su carrera. Pero está dispuesto a hacerlo. Ha declarado su amor por usted sin considerar a fondo las consecuencias, y tarde o temprano comprenderá el catastrófico error que ha cometido. Con todo, no me cabe ninguna duda de que se considera comprometido con usted de forma extraoficial, y no faltará a su palabra con un compromiso. Es demasiado caballero para eso. «Adelante, repúdieme», me dirá. Si no lo hiciera así, se consideraría un cobarde.

—Es cierto —admitió Maud. Se sentía apabullada. Aquel viejo horrible veía la verdad con más claridad que ella.

—Así que debe ser usted quien rompa el compromiso —continuó Otto.

Maud sintió una puñalada.

—¡No!

—Es la única forma de salvarlo. Debe abandonarlo usted.

Maud abrió la boca para volver a protestar, pero Otto tenía razón, y no se le ocurrió nada que decir.

Otto se inclinó hacia delante y habló con apremiante intensidad:

—¿Romperá usted con él?

A Maud le caían lágrimas por las mejillas. Sabía lo que tenía que hacer. No podía destrozar la vida de Walter, aunque fuera por amor.

—Sí —dijo entre sollozos. Había perdido su dignidad, y no le importaba; el dolor era demasiado grande—. Sí, romperé con él.

—¿Lo promete?

—Sí, lo prometo.

Otto se levantó.

—Gracias por haber tenido la amabilidad de escucharme. —Se inclinó—. Le deseo que pase una buena tarde. —Y salió.

Maud hundió el rostro entre sus manos.