6

Junio de 1914

I

A principios de junio Grigori Peshkov por fin tenía suficiente dinero para comprar un pasaje a Nueva York. La familia Vyalov de San Petersburgo le vendió el billete y los papeles necesarios para pasar el control de inmigración al llegar a Estados Unidos, incluida una carta del señor Josef Vyalov de Buffalo, en la que prometía darle trabajo a Grigori.

Grigori besó el billete. Se moría de ganas de marcharse. Era como un sueño, y tenía miedo de despertarse antes de que zarpara el barco. Ahora que faltaba tan poco para la partida, anhelaba aún más el momento cuando estuviera en cubierta y mirara hacia atrás para ver desaparecer Rusia por el horizonte y de su vida para siempre.

La noche antes de su marcha, los amigos le organizaron una fiesta.

Se celebró en el bar de Mishka, un local situado cerca de la fábrica metalúrgica Putílov. Había una docena de compañeros del trabajo, la mayoría de los miembros del Círculo de Debate Bolchevique sobre socialismo y ateísmo, y las chicas de la casa donde vivían Grigori y Lev. Todos estaban en huelga, al igual que la mitad de las fábricas de San Petersburgo, de modo que nadie tenía mucho dinero, pero unieron fuerzas y compraron un barril de cerveza y unos cuantos arenques. Era una cálida noche y se sentaron en los bancos, en un pequeño terreno abandonado que había junto al bar.

A Grigori no le entusiasmaban las fiestas. Habría preferido pasar la noche jugando al ajedrez. El alcohol atontaba a la gente, y le parecía absurdo coquetear con las esposas o las novias de otros hombres. Su amigo Konstantín, que tenía el pelo alborotado, el jefe del círculo de debate, estaba discutiendo sobre la huelga con Isaak, el agresivo futbolista, y acabaron peleándose a gritos. Varia, la fornida madre de Konstantín, se bebió gran parte de la botella de vodka, le dio un puñetazo a su marido y perdió el conocimiento. Lev llevó a un puñado de amigos —a hombres que Grigori no conocía y a chicas a las que no quería conocer— y se bebieron toda la cerveza sin aportar ni un rublo.

Grigori se pasó la noche mirando tristemente a Katerina, que estaba de buen humor ya que le gustaban las fiestas. Su falda larga se arremolinaba en sus piernas, y sus ojos azules centelleaban mientras iba de un lado a otro, provocando a los hombres y cautivando a las mujeres, con aquella boca generosa y grande que siempre lucía una sonrisa. Llevaba ropa vieja y remendada, pero tenía un cuerpo maravilloso, del tipo que encantaba a los hombres rusos, con mucho pecho y las caderas anchas. Grigori se enamoró de ella el día en que la conoció, y su amor no había menguado en cuatro meses. Sin embargo, ella prefería a su hermano.

¿Por qué? No tenía nada que ver con el aspecto. Ambos hermanos eran tan parecidos que, en ocasiones, la gente los confundía. Tenían la misma altura y peso, y podían llevar la ropa del otro. No obstante, Lev poseía encanto a raudales. Era informal y egoísta, y vivía al borde de la ley, pero las mujeres lo adoraban. Grigori era honesto y digno de confianza, un hombre que trabajaba duro, serio y que pensaba las cosas, y estaba soltero.

Sería distinto en Estados Unidos. Todo iba a ser distinto allí. Los terratenientes estadounidenses no podían ahorcar a sus campesinos. La policía norteamericana tenía que llevar a juicio a la gente antes de castigarla. El gobierno ni tan siquiera podía encarcelar a los socialistas. No había nobles: todo el mundo era igual, hasta los judíos.

¿Podía ser real? En ocasiones, Norteamérica le parecía un país de fantasía, como las historias que la gente contaba de las islas de los mares del Sur, donde bellas doncellas entregaban sus cuerpos a todo aquel que se lo pedía. Sin embargo, debía de ser cierto: miles de emigrantes habían escrito cartas a casa. En la fábrica, un grupo de socialistas revolucionarios había iniciado una serie de lecturas sobre la democracia norteamericana, pero la policía les prohibió continuar.

Se sentía culpable por dejar atrás a su hermano, pero era lo mejor.

—Cuida de ti —le dijo a Lev hacia el final de la velada—. Ya no estaré aquí para sacarte de todos los problemas.

—No me pasará nada —replicó Lev de forma despreocupada—. Cuida tú de ti mismo.

—Te enviaré el dinero para el pasaje. No tardaré mucho gracias a los sueldos americanos.

—Lo estaré esperando.

—No te traslades o perderemos el contacto.

—No me iré a ningún lado, hermano mayor.

No habían decidido si también Katerina acabaría yendo a Estados Unidos. Grigori dejó que fuera Lev quien sacara a relucir el tema, pero no lo había hecho. Grigori no sabía si debía alegrarle o temer que Lev quisiera llevarla consigo.

Lev agarró a Katerina del brazo y le dijo:

—Tenemos que irnos.

Grigori se sorprendió.

—¿Adónde vais a esta hora de la noche?

—Voy a reunirme con Trofim.

Trofim era un miembro menor de la familia Vyalov.

—¿Por qué tienes que verlo esta noche?

Lev le guiñó un ojo.

—Eso da igual. Volveremos antes de que amanezca, con tiempo de sobra para llevarte a la isla Gutuyevski. —Era el lugar donde atracaban los vapores transatlánticos.

—De acuerdo —dijo Grigori—. No hagas nada peligroso —añadió, sabiendo que de nada servía que se lo dijera.

Lev le dijo adiós con un gesto alegre de la mano y desapareció.

Era casi medianoche. Grigori se despidió de todos. Varios de sus amigos lloraron, aunque no sabía si era de pena o por la bebida. Regresó a casa con algunas de las chicas y todas lo besaron en el vestíbulo. Luego se fue a su habitación.

Su maleta de cartón de segunda mano estaba sobre la mesa. Aunque era pequeña, estaba medio vacía. Se llevaba camisas, ropa interior y su juego de ajedrez. Solo tenía un par de botas. No había acumulado demasiadas pertenencias en los nueve años que habían transcurrido desde la muerte de su madre.

Antes de irse a la cama, abrió el armario donde Lev guardaba su revólver, un Nagant M1895 de fabricación belga. Vio, con gran desazón, que el arma no se encontraba en su lugar habitual.

Descorrió el pestillo de la ventana para no tener que levantarse de la cama para abrirla cuando volviera Lev.

Tumbado en la cama, despierto, escuchando el estruendo familiar de los trenes, se preguntó cómo sería su vida a seis mil quinientos kilómetros de allí. Siempre había vivido con Lev, y había ejercido el papel de madre y padre. A partir del día siguiente, no sabría cuándo pasaba toda la noche fuera su hermano, armado con un revólver. ¿Sería un alivio o se preocuparía aún más?

Como siempre, Grigori se despertó a las cinco. Su barco partía a las ocho, y el muelle estaba a una hora de camino a pie. Tenía tiempo de sobra.

Lev no había vuelto a casa.

Grigori se lavó las manos y la cara. Frente al pedazo de espejo, se recortó el bigote y la barba con unas tijeras de cocina. Luego se puso su mejor traje. Pensaba dejarle el otro a Lev.

Estaba calentando un cazo de gachas de avena cuando alguien llamó a la puerta con fuerza.

Sin duda tenían que ser malas noticias. Los amigos se quedaban fuera y gritaban; solo las autoridades llamaban a la puerta. Grigori se puso la gorra, salió al pasillo y miró hacia abajo por la escalera. La casera dejó entrar a dos hombres que vestían el uniforme negro y verde de la policía. Tras observarlos detenidamente, Grigori reconoció la cara redonda y gordinflona de Mijaíl Pinski, y la cabeza pequeña, de rata, de su adlátere, Ilia Kozlov.

Pensó rápido. Estaba claro que había algún sospechoso de asesinato en el edificio. El culpable con más probabilidades era Lev. Tanto si era él como otro huésped, interrogarían a todo el mundo. Ambos policías recordaban el incidente de febrero, cuando Grigori rescató a Katerina de sus garras, y estaba claro que pretendían aprovechar la oportunidad para detenerlo.

Lo que provocaría que Grigori perdiera su barco.

Aquel horrible pensamiento lo paralizó. ¡Perder el barco! Después de la espera, de todo lo que había ahorrado, de lo mucho que anhelaba la llegada de aquel día. «No —pensó—; no permitiré que ocurra.»

Regresó a su habitación mientras los dos policías empezaban a subir por las escaleras. De nada serviría suplicarles; al contrario: si Pinski descubría que Grigori estaba a punto de emigrar, disfrutaría aún más encarcelándolo. Ni tan siquiera tendría la oportunidad de devolver el pasaje y recuperar el dinero. Todos aquellos años de ahorro al garete.

Era necesario que huyera.

Escudriñó la habitación frenéticamente. Había una puerta y una ventana. Tendría que salir por donde acostumbraba a entrar Lev de noche. Miró hacia fuera: el patio posterior estaba vacío. La policía de San Petersburgo se caracterizaba por su brutalidad, pero nadie los había acusado jamás de ser listos, y a Pinski y a Kozlov no se les pasó por la cabeza la idea de vigilar la parte trasera de la casa. Tal vez sabían que la única salida por el patio trasero consistía en cruzar las vías del tren; sin embargo, aquello no suponía un gran obstáculo para un hombre desesperado.

Grigori oyó los gritos y chillidos de las chicas que ocupaban la habitación de al lado: los policías habían empezado por ellas.

Se dio unas palmadas en la pechera de la chaqueta. El billete, los papeles y el dinero estaban en el bolsillo. El resto de sus posesiones mundanas se encontraban en la maleta de cartón.

Cogió la maleta y se asomó por la ventana hasta donde le permitió su sentido del equilibrio. Lanzó la maleta, que aterrizó de costado y, al parecer, sin sufrir daños.

La puerta de su habitación se abrió de golpe.

Grigori sacó las piernas por la ventana, se sentó en el alféizar durante una fracción de segundo y saltó al tejado del lavadero. Resbaló por culpa de las tejas y cayó de culo. Acto seguido, se deslizó por el tejado, hasta el canalón. Oyó un grito detrás de él pero no miró atrás. Saltó del tejado del lavadero al suelo y aterrizó sin hacerse daño.

Agarró la maleta y echó a correr.

Se oyó un disparo, lo que lo asustó y lo obligó a correr aún más rápido. La mayoría de los policías eran incapaces de acertar a darle al Palacio de Invierno desde tres metros, pero a veces sucedían accidentes. Subió por el terraplén de la vía férrea, consciente de que mientras ascendía se convertía en un objetivo fácil. Oyó el golpeteo y el ruido entrecortado de una locomotora, miró a la derecha y vio un tren de mercancías que se aproximaba muy rápido. Hubo otro disparo, y notó un golpe en algún lado, pero no sintió dolor, por lo que imaginó que la bala había impactado en su maleta. Alcanzó la cima del terraplén, sabiendo que su cuerpo se perfilaba de forma visible sobre el cielo claro del amanecer. El tren estaba a unos cuantos metros de distancia. El maquinista dio un bocinazo largo. Se oyó un tercer disparo. Grigori se tiró a las vías, frente al tren, para cruzar al otro lado.

La locomotora pasó aullando junto a él, con el estruendo de las ruedas de acero al entrechocar con los raíles, dejando tras de sí una estela de vapor, mientras el ruido de la bocina se apagaba. Grigori se puso en pie como buenamente pudo. Ahora estaba protegido de los disparos por un tren cargado con carbón. Cruzó las demás vías. Cuando pasó el último vagón, bajó por el terraplén y cruzó el patio de una pequeña fábrica para llegar a la calle.

Miró su maleta, que tenía un agujero en un borde. No le habían dado por poco.

Echó a caminar con brío, intentando recuperar el aliento, y se preguntó qué debía hacer. Ahora que estaba a salvo, al menos de momento, empezó a preocuparse por su hermano. Tenía que saber si Lev estaba en problemas y, en tal caso, de qué tipo.

Decidió ir al último lugar donde había visto a Lev, que era el bar de Mishka.

Mientras se dirigía al bar, se puso nervioso ante la posibilidad de que lo vieran. Tendría que tener muy mala suerte, pero no era imposible: Pinski podía rondar por las calles. Se caló bien la gorra aunque, en realidad, no creía que le ayudara a ocultar su identidad. Se cruzó con unos trabajadores que se dirigían al muelle y se unió al grupo, pero la maleta le hacía destacar entre los demás.

Aun así, logró llegar al bar de Mishka sin problemas. El local estaba decorado con bancos y mesas de madera caseras. Olía a la cerveza y el humo de tabaco de la noche anterior. Por las mañanas Mishka servía pan y té a la gente que no podía desayunar en casa, pero en los últimos tiempos el negocio iba mal por culpa de la huelga, y el establecimiento estaba casi vacío.

Grigori quería preguntarle a Mishka si sabía adónde se dirigía Lev cuando se fue, pero antes de poder hacerlo vio a Katerina. Parecía que había pasado toda la noche en vela. Tenía sus ojos azules inyectados en sangre, el pelo rubio alborotado, y la falda arrugada y manchada. Estaba muy alterada, le temblaban las manos y los regueros de las lágrimas surcaban las mejillas mugrientas. Sin embargo, aquello hizo que Grigori la encontrara aún más bella; sintió el deseo de abrazarla y consolarla. Puesto que no podía reaccionar de aquel modo, acudiría en su ayuda, que era lo único que podía hacer.

—¿Qué ha pasado? —preguntó—. ¿Qué sucede?

—Gracias a Dios que estás aquí —dijo ella—. La policía busca a Lev.

Grigori lanzó un gruñido. De modo que su hermano se había metido en problemas. Precisamente ese día.

—¿Qué ha hecho? —No se le pasó por la cabeza la posibilidad de que fuera inocente.

—Anoche hubo un altercado. Teníamos que descargar unos cigarrillos de una barcaza. —Debían ser cigarrillos robados, pensó Grigori. Katerina prosiguió—: Lev los pagó, pero entonces el barquero dijo que no había suficiente dinero y empezó una discusión. Alguien disparó, Lev también, y huimos.

—¡Gracias a Dios que no os hirieron!

—Ahora no tenemos ni los cigarrillos ni el dinero.

—Qué desastre. —Grigori miró el reloj que había sobre la barra. Eran las seis y cuarto. Aún tenía tiempo de sobra—. Sentémonos. ¿Quieres un té? —Le hizo una seña a Mishka y le pidió dos tés.

—Gracias —dijo Katerina—. Lev cree que uno de los heridos debe de haber hablado con la policía. Y ahora lo buscan.

—¿Y a ti?

—Eso no es problema, nadie sabe mi nombre.

Grigori asintió.

—De modo que lo que debemos hacer es impedir que la policía le eche el guante a Lev. Tendrá que permanecer escondido durante una semana, y luego irse de San Petersburgo.

—No tiene dinero.

—Claro que no. —Lev nunca tenía dinero para lo básico, aunque siempre podía tomarse un trago, hacer apuestas e invitar a las chicas—. Puedo darle algo. —Grigori tendría que echar mano del dinero que había ahorrado para el viaje—. ¿Dónde está?

—Me ha dicho que se reuniría contigo en el barco.

Mishka trajo los tés. Grigori se dio cuenta de que tenía hambre, había dejado las gachas de avena en el fuego, y pidió un poco de sopa.

—¿Cuánto dinero podrás darle a Lev? —preguntó Katerina, que lo miraba con seriedad.

Cuando le ponía aquella cara, Grigori siempre tenía la sensación de que haría todo aquello que ella le pidiera. Apartó la mirada.

—Lo que necesite —respondió.

—Eres muy bueno.

Grigori se encogió de hombros.

—Es mi hermano.

—Gracias.

A Grigori le gustó que Katerina fuera tan agradecida, pero también se sintió avergonzado. Llegó la sopa y empezó a comer; por fin una distracción. La comida le hizo sentirse más optimista. Lev siempre andaba metiéndose en problemas, pero al final lograba salir indemne. Estaba convencido de que esta vez también lo conseguiría. Aquello no significaba que Grigori tuviera que perder su barco.

Katerina lo miraba, mientras sorbía el té. Ya no tenía aquella mirada de desesperación. «Lev te pone en peligro —pensó Grigori—, yo acudo al rescate y, sin embargo, lo prefieres a él.»

Por entonces Lev ya debía de estar en el muelle, tratando de pasar inadvertido entre las sombras de una grúa, nervioso, alerta ante la posible presencia de policías, mientras esperaba. Grigori debía ponerse en marcha. Sin embargo, tal vez no volvería a ver a Katerina jamás, y no soportaba la idea de despedirse de ella para siempre.

Acabó la sopa y miró el reloj. Eran casi las siete. Estaba apurando demasiado.

—Debo irme —dijo, muy a su pesar.

Katerina lo acompañó hasta la puerta.

—No seas muy duro con Lev —le pidió.

—¿Lo he sido alguna vez?

Katerina le puso las manos sobre los hombros, se alzó de puntillas y le dio un beso fugaz en los labios.

—Buena suerte —le deseó.

Grigori se fue.

Recorrió a toda prisa las calles del sudoeste de San Petersburgo, un barrio industrial lleno de depósitos, fábricas, almacenes y casuchas superpobladas. El vergonzoso impulso de llorar se le pasó al cabo de unos minutos. Caminaba por el lado de la sombra, con la gorra bien calada y la cabeza gacha, y evitaba las zonas muy abiertas. Si Pinski había hecho circular una descripción de Lev, un policía atento podía detener a Grigori fácilmente.

Sin embargo, llegó al muelle sin que nadie reparase en él. Su barco, el Ángel Gabriel, era un buque pequeño y herrumbroso que transportaba mercancías y pasajeros. En ese preciso instante estaban cargando unos cajones de madera remachados con clavos y que llevaban el nombre del mayor peletero de la ciudad. Mientras observaba la escena, los estibadores metieron la última caja en la bodega y la tripulación cerró la escotilla.

Una familia de judíos mostraba sus billetes al encargado de la plancha. Según su propia experiencia, todos los judíos querían irse a América. Tenían incluso más motivos que él. En Rusia las leyes les impedían poseer tierras, convertirse en funcionarios, ser oficiales del ejército y un sinfín de cosas más. Ni tan siquiera podían vivir donde quisieran, y existían cuotas que limitaban el número de judíos que podían asistir a la universidad. Era un milagro que pudieran ganarse la vida. Y si prosperaban, a pesar de las pocas probabilidades que tenían de conseguirlo, no pasaba mucho tiempo antes de que fueran agredidos por una multitud, por lo general acicateada por policías como Pinski: les daban una paliza, las familias quedaban aterrorizadas, les rompían los escaparates y prendían fuego a sus propiedades. Lo sorprendente era que aún quedara alguno de ellos.

Sonó la sirena del barco para avisar a los pasajeros de que subieran a bordo.

No veía a su hermano por ningún lado. ¿Qué le había pasado? ¿Había vuelto a cambiar de planes? ¿O acaso lo habían detenido?

Un niño tiró a Grigori de la manga.

—Un hombre quiere hablar con usted —le dijo.

—¿Qué hombre?

—Se parece a usted.

«Gracias a Dios», pensó Grigori.

—¿Dónde está?

—Detrás de las tablas.

Había una pila de madera en el muelle. Grigori se dirigió corriendo hacia el lugar y encontró a Lev escondido, fumando un cigarrillo y hecho un manojo de nervios. Estaba alterado y pálido, algo muy poco habitual en él ya que, por regla general, acostumbraba a mostrarse alegre en la adversidad.

—Tengo problemas —dijo Lev.

—De nuevo.

—¡Esos barqueros son unos mentirosos!

—Y, a buen seguro, también unos ladrones.

—No te pongas sarcástico conmigo. No hay tiempo.

—No, tienes razón. Tenemos que sacarte de la ciudad hasta que la situación se calme un poco.

Lev negó con la cabeza y expulsó el humo al mismo tiempo.

—Uno de los barqueros ha muerto. Me buscan por asesinato.

—Oh, joder. —Grigori se sentó sobre las tablas y hundió la cabeza entre las manos—. Asesinato —dijo.

—Trofim está muy mal herido y la policía lo ha hecho hablar. Me ha acusado.

—¿Cómo sabes todo esto?

—He visto a Fiódor hace media hora. —Fiódor era un policía corrupto, conocido de Lev.

—Eso son malas noticias.

—Y la cosa no acaba ahí. Pinski ha jurado que me detendría, para vengarse de ti.

Grigori asintió.

—Es lo que me temía.

—¿Qué voy a hacer?

—Tendrás que ir a Moscú. San Petersburgo no será una ciudad segura para ti durante un tiempo, y quizá no vuelva a serlo jamás.

—No sé si Moscú estará lo bastante lejos, ahora que la policía tiene telégrafos.

Grigori se dio cuenta de que tenía razón.

Volvió a sonar la sirena del barco. No tardarían en retirar las planchas.

—Solo tenemos un minuto —dijo Grigori—. ¿Qué vas a hacer?

—Podría ir a América.

Grigori se quedó mirándolo.

—Podrías darme tu pasaje —dijo Lev.

Grigori ni tan siquiera quería pensar en esa posibilidad.

Sin embargo, Lev prosiguió con su lógica implacable.

—Podría utilizar tu pasaporte y tus papeles para entrar en Estados Unidos; nadie se daría cuenta de la diferencia.

Grigori vio que su sueño se desvanecía, como el final de una película en el cine Soleil de la avenida Nevski, cuando se encendían las luces que mostraban de nuevo los colores apagados y el suelo sucio del mundo real.

—Darte mi billete —repitió, intentando posponer de forma desesperada el momento de la decisión.

—Me salvarías la vida —dijo Lev.

Grigori sabía que debía hacerlo, y al darse cuenta de ello sintió una punzada en el corazón.

Sacó los papeles del bolsillo de su mejor traje y se los dio a Lev. Asimismo, le entregó todo el dinero que había ahorrado para el viaje. Finalmente, le tendió la maleta de cartón con el agujero de bala.

—Te enviaré el dinero para que puedas comprarte otro pasaje —dijo Lev, enardecido. Grigori no dijo nada, pero el escepticismo debió de reflejarse en su rostro ya que Lev añadió—: Lo haré de verdad, te lo juro. Ahorraré.

—De acuerdo —repuso Grigori.

Se abrazaron.

—Siempre has cuidado de mí —dijo Lev.

—Sí, lo he hecho.

Lev se volvió y echó a correr hacia el barco.

Los marineros estaban soltando las amarras. Estaban a punto de retirar la plancha, pero Lev les gritó y esperaron unos segundos más a que embarcara.

Subió corriendo a cubierta.

Se volvió, se apoyó en la barandilla y le dijo adiós a Grigori con la mano.

El hermano mayor fue incapaz de devolverle el saludo. Se volvió y echó a caminar.

Sonó la sirena, pero no miró hacia atrás.

Notaba una extraña sensación de ligereza en el brazo derecho ahora que ya no debía cargar con la maleta. Atravesó el muelle, mirando la oscura agua, y se le pasó por la cabeza la extraña posibilidad de tirarse. Se estremeció: no iba a ser presa de ideas tan tontas. Aun así, se sentía deprimido y amargado. La vida nunca le daba una mano ganadora.

Era incapaz de alegrarse mientras desandaba sus pasos y recorría el barrio industrial. Caminaba con los ojos gachos, sin molestarse en estar atento a la policía: no le importaba demasiado que lo detuvieran.

¿Qué iba a hacer? Sentía que no tenía fuerzas para nada. Cuando acabase la huelga le volverían a dar trabajo en la fábrica: era un buen trabajador y lo sabían. Seguramente era ahí adonde debía ir entonces, para averiguar si había habido algún adelanto en las negociaciones, pero le daba igual.

Al cabo de una hora, estaba a punto de llegar al bar de Mishka. En un principio su intención era pasar de largo, sin embargo, echó un vistazo al interior y vio a Katerina, sentada donde la había dejado dos horas antes, frente a un vaso de té frío; se dio cuenta de que debía decirle lo que había sucedido.

Entró en el local. Tan solo estaban Katerina y Mishka, que barría el suelo.

Katerina se puso en pie, asustada.

—¿Qué haces aquí? —preguntó—. ¿Has perdido el barco?

—No exactamente. —No sabía cómo darle la noticia.

—Entonces, ¿qué ha sucedido? —inquirió ella—. ¿Lev está muerto?

—No, está bien. Pero lo buscan por asesinato.

Katerina lo miró fijamente.

—¿Dónde está?

—Ha tenido que huir.

—¿Adónde?

No había forma agradable de decirlo.

—Me ha pedido que le diera mi pasaje.

—¿Tu pasaje?

—Y el pasaporte. Se ha ido a América.

—¡No! —gritó ella.

Grigori se limitó a asentir.

—¡No! —gritó Katerina de nuevo—. ¡Él nunca me dejaría! ¡No me digas eso, no lo digas jamás!

—Intenta mantener la calma.

Le dio un bofetón a Grigori. No era más que una chica, y él apenas parpadeó.

—¡Cerdo! —chilló—. ¡Es culpa tuya!

—Lo he hecho para salvarle la vida.

—¡Cabrón! ¡Perro! ¡Te odio! ¡Odio tu estúpida cara!

—Nada de lo que digas me hará sentir peor.

Pero Katerina no lo escuchaba. Al final, Grigori decidió no hacer caso de sus insultos y se fue. La voz de la muchacha se apagó mientras atravesaba la puerta.

Los gritos cesaron y oyó unos pasos que recorrían la calle en dirección a él.

—¡Espera! —gritó ella—. Espera, Grigori, por favor, no me des la espalda. Lo siento mucho.

Grigori se volvió.

—Vas a tener que cuidar de mí ahora que Lev se ha ido.

Él negó con la cabeza.

—No me necesitas. Los hombres de esta ciudad harán cola ante tu puerta para cuidar de ti.

—No es verdad —replicó ella—. Hay algo que no sabes.

«¿Y ahora qué pasa?», pensó Grigori.

—Lev no quería que te lo dijera —confesó ella.

—Venga, dímelo.

—Estoy embarazada —dijo, y rompió a llorar.

Grigori se quedó petrificado mientras asimilaba la noticia. De Lev, claro. Y él lo sabía. Y, sin embargo, se había ido a América.

—Un bebé —dijo Grigori.

Ella asintió, entre lágrimas.

El hijo de su hermano. Su sobrino o sobrina. Su familia.

La abrazó y la estrechó contra él. Katerina temblaba a causa de los sollozos. Hundió la cara en su chaqueta. Él le acarició el pelo.

—Venga —le dijo—. No te preocupes. No te pasará nada. Y a tu bebé tampoco. —Lanzó un suspiro—. Me ocuparé de vosotros dos.

II

Viajar en el Ángel Gabriel era duro, incluso para un chico de los arrabales de San Petersburgo. Solo había una clase, tercera, y los pasajeros eran tratados como mercancías. El barco estaba sucio y en unas condiciones insalubres, sobre todo cuando había mucho oleaje y la gente se mareaba. De nada servía quejarse porque ninguno de los tripulantes hablaba ruso. Lev no sabía a ciencia cierta qué nacionalidad tenían, pero fracasó en sus intentos por comunicarse con ellos en su inglés rudimentario o con las pocas palabras que conocía de alemán. Alguien dijo que eran holandeses. Lev nunca había oído hablar de los holandeses.

A pesar de todo, entre los pasajeros imperaba un gran optimismo. Lev se sentía como si hubiera reventado los muros de la prisión del zar, se hubiera escapado y ahora fuera libre. Estaba de camino a América, donde no habría nobles. Cuando el mar estaba en calma, los pasajeros se sentaban en la cubierta y contaban historias que habían oído sobre América: el agua caliente que salía de los grifos, la buena calidad de las botas de cuero que llevaban incluso los trabajadores y, sobre todo, la libertad para practicar cualquier religión, afiliarse a cualquier partido político y expresar la opinión en público sin tener miedo de la policía.

La noche del décimo día, Lev estaba jugando a cartas. Le tocaba repartir, pero estaba perdiendo. Todo el mundo perdía excepto Spiria, un chico de aspecto inocente que debía de tener la misma edad que Lev y que también viajaba solo.

—Spiria gana todas las noches —dijo otro jugador, Yákov. Lo cierto era que Spiria ganaba siempre que repartía Lev.

Avanzaban lentamente entre la niebla. El mar estaba en calma, y solo se oía el leve murmullo de los motores. Lev no había podido averiguar cuándo iban a llegar a su destino. La gente respondía distintas cosas. Los más entendidos decían que dependía del tiempo. La tripulación era, como siempre, inescrutable.

Mientras caía la noche, Lev tiró su mano.

—Estoy limpio —dijo. De hecho, tenía dinero de sobra en el interior de la camisa, pero sabía que a los demás se les acababa el dinero, a todos salvo a Spiria—. Ya está —añadió—. Cuando lleguemos a América, voy a tener que echarle el ojo a una mujer mayor y rica y vivir como un perrito en su palacio de mármol.

Los demás se rieron.

—¿Quién te iba a querer como mascota? —preguntó Yákov.

—Las mujeres mayores tienen frío de noche —dijo—. Necesitará que le dé calor.

La partida acabó de buen humor, y los jugadores se dispersaron.

Spiria se fue hacia popa y se apoyó en la barandilla, para observar cómo la estela desaparecía en la niebla. Lev acudió junto a él.

—Mi parte asciende a siete rublos —dijo Lev.

Spiria sacó unos billetes del bolsillo y se los dio, ocultando la transacción con su cuerpo para que nadie pudiera ver cómo el dinero cambiaba de manos.

Lev se guardó los billetes en el bolsillo y cargó la pipa.

Spiria le preguntó:

—Dime una cosa, Grigori. —Lev usaba los papeles de su hermano, por lo que tenía que decirle a la gente que se llamaba Grigori—. ¿Qué me harías si me negara a darte tu parte?

Aquel tipo de conversaciones eran peligrosas. Lev guardó el tabaco lentamente y dejó la pipa apagada en el bolsillo de la chaqueta. Entonces agarró a Spiria de las solapas y lo empujó contra la barandilla, de modo que inclinó el cuerpo hacia atrás y se asomaba sobre el mar. Spiria era más alto que Lev, pero no tan duro, ni mucho menos.

—Te partiría la nuca, estúpido —le espetó—. Luego te quitaría todo el dinero que has ganado gracias a mí. —Lo empujó aún más—. Después te lanzaría al maldito mar.

Spiria estaba aterrorizado.

—¡De acuerdo! —dijo—. ¡Suéltame!

Lev obedeció.

—¡Caray! —exclamó Spiria, con la voz entrecortada—. Solo era una pregunta.

Lev encendió la pipa.

—Y yo te he dado la respuesta —dijo—. No lo olvides.

Spiria se alejó.

Cuando se levantó la niebla, vieron tierra. Era de noche, pero Lev vislumbró las luces de una ciudad. ¿Dónde estaban? Algunos decían que en Canadá, otros que en Irlanda, pero nadie lo sabía.

Las luces se aproximaban y el barco aminoraba la marcha. Iban a atracar. Lev oyó que alguien comentaba que ¡ya habían llegado a América! Diez días le pareció poco. Pero ¿qué sabía él? Se quedó junto a la barandilla, con la maleta de cartón de su hermano. El corazón le latía más rápido.

La maleta le recordó que debería haber sido Grigori quien estuviera a punto de llegar a América. Lev no había olvidado que le había dicho a su hermano que le enviaría el dinero de un pasaje. Era una promesa y pensaba cumplirla. Seguramente Grigori le había salvado la vida… de nuevo. «Tengo suerte de tener un hermano como él», pensó Lev.

En el barco estaba ganando dinero, pero no lo suficientemente rápido. Siete rublos no le permitirían llegar muy lejos. Necesitaba un buen pellizco. Pero América era la tierra de las oportunidades. E iba a hacer fortuna allí.

A Lev le intrigó el agujero de bala que vio en la maleta, y una bala incrustada en una caja que contenía un juego de ajedrez. Aun así, se lo vendió a uno de los judíos por cinco cópecs. Se preguntó cómo era posible que le hubieran disparado a Grigori.

Echaba de menos a Katerina. Le gustaba pasear con una chica como ella colgada de su brazo, consciente de que era la envidia de todos los hombres. Pero seguro que en América habría chicas de sobra.

Se preguntó si Grigori ya sabía que Katerina estaba embarazada. Sintió una punzada de arrepentimiento: ¿llegaría a ver algún día a su hijo o hija? Se dijo a sí mismo que no debía preocuparse por dejar que Katerina criara el bebé a solas. Encontraría a alguien que cuidara de ella. Era una superviviente.

Eran las doce pasadas cuando atracó el último barco. El muelle estaba iluminado con una luz muy débil y no se veía a nadie. Los pasajeros desembarcaron con sus bolsas, cajas y baúles. Un miembro de la tripulación del Ángel Gabriel les acompañó hasta un cobertizo donde había unos cuantos bancos.

—Tienen que esperar aquí hasta que vengan a buscarlos la gente de inmigración por la mañana —dijo, con lo que demostró que, en realidad, sí que sabía un poco de ruso.

Aquello fue una pequeña decepción para la gente que había ahorrado durante años. Las mujeres se sentaron en los bancos y los niños se pusieron a dormir mientras los hombres fumaban y esperaban a que llegara la mañana. Al cabo de un rato, oyeron los motores del barco; Lev salió y vio que se alejaba lentamente de su atracadero. Tal vez las cajas de pieles se descargaban en otra parte.

Intentó recordar lo que le había contado Grigori, durante una conversación distendida, sobre los primeros pasos que había que dar en el nuevo país. Los inmigrantes debían pasar una inspección médica, un momento tenso, ya que la gente no apta era enviada de nuevo a su país, sin el dinero y con las esperanzas hechas añicos. En ocasiones los agentes de inmigración cambiaban el nombre a la gente, para que fueran más fáciles de pronunciar para los estadounidenses. Fuera de la zona de los muelles los estaría esperando un representante de la familia Vyalov, para llevarlos en tren a Buffalo, donde les darían trabajo en hoteles y fábricas propiedad de Josef Vyalov. Lev se preguntó a qué distancia se encontraba Buffalo de Nueva York. ¿Tardarían una hora en llegar allí, o una semana? Se arrepentía de no haber prestado más atención a Grigori.

El sol se alzó sobre miles de muelles abarrotados de gente y Lev volvió a sentir la emoción de unas horas antes. Mástiles antiguos y jarcias rodeadas de las chimeneas de los vapores. En el muelle convivían edificios imponentes y cobertizos ruinosos, grúas altas y cabrestantes achaparrados, escaleras, cabos y carretas. Tierra adentro Lev podía ver filas enteras de vagones de mercancías llenos de carbón, centenares de ellos —no, miles—, que se perdían en el horizonte, más allá de donde alcanzaba la vista. Le decepcionó no poder ver la famosa Estatua de la Libertad con su antorcha: debía de quedar oculta tras un cabo o promontorio, supuso.

Empezaron a llegar los trabajadores del puerto, primero en pequeños grupos y luego en tromba. Unos barcos partían y otros arribaban. Una docena de mujeres comenzaron a descargar sacas de patatas de una pequeña embarcación que había frente al cobertizo. Lev se preguntó cuándo iban a llegar los policías de inmigración.

Entonces, se le acercó Spiria, que parecía haber olvidado el modo en que lo había amenazado.

—Se han olvidado de nosotros —le dijo.

—Eso parece —admitió Lev, confundido.

—¿Vamos a dar un paseo a ver si encontramos a alguien que hable ruso?

—Buena idea.

Spiria se dirigió a uno de los ancianos.

—Vamos a ver si podemos averiguar qué sucede.

El hombre parecía nervioso.

—Quizá deberíamos quedarnos aquí, tal y como nos han ordenado.

Sin embargo, los dos muchachos no le hicieron caso y se acercaron a las mujeres de las patatas.

—¿Alguien habla ruso?

Una de las mujeres más jóvenes sonrió, pero nadie respondió a la pregunta. Lev se sintió frustrado: sus modos de ganador eran inútiles con la gente que no entendía lo que les decía.

Spiria y Lev echaron a andar en la dirección de la que provenían la mayoría de los trabajadores. Nadie reparó en ellos. Llegaron a unas grandes verjas, las atravesaron y se hallaron en una calle muy transitada en la que había tiendas y oficinas. Los automóviles, los tranvías eléctricos, los caballos y las carretillas eran los amos de la calzada. Lev intentaba hablar con alguien cada pocos metros, pero nadie le hacía caso.

Estaba perplejo. ¿Cómo era posible que un recién llegado pudiera bajar de un barco y entrar en la ciudad sin permiso alguno?

Entonces vio un edificio que lo intrigó. Parecía un hotel, pero había un par de hombres mal vestidos con gorras de marinero, sentados en los escalones, fumando.

—¿Has visto ese edificio? —le preguntó a Spiria.

—¿Qué le pasa?

—Creo que es un centro misionero para marineros, como el que hay en San Petersburgo.

—No somos marineros.

—Pero quizá hay alguien allí que hable idiomas extranjeros.

Entraron en el edificio. Los atendió una mujer con el pelo entrecano que estaba sentada tras un mostrador.

—No hablamos americano —dijo Lev en su propio idioma.

Ella contestó con una única palabra en la misma lengua:

—¿Ruso?

Lev asintió.

La mujer les hizo un gesto con el dedo para que la siguieran y Lev recuperó los ánimos.

Recorrieron un largo pasillo hasta llegar a un pequeño despacho con una ventana que daba al mar. Sentado al escritorio había un hombre que parecía ruso de origen judío, en opinión de Lev, aunque no sabía a ciencia cierta por qué.

—¿Habla ruso? —le preguntó Lev.

—Soy ruso —respondió el hombre—. ¿En qué puedo ayudarlos?

A Lev le entraron ganas de abrazarlo. Sin embargo, se limitó a mirarlo a los ojos y le dedicó una sonrisa cordial.

—Alguien tenía que venir a buscarnos al puerto para llevarnos a Buffalo, pero no ha aparecido —dijo, con voz amable, pero con un deje de preocupación—. Somos unos trescientos… —Para ganarse la compasión de su compatriota añadió—: incluidas mujeres y niños. ¿Cree que podría ayudarnos a localizar a nuestro contacto?

—¿Buffalo? —preguntó el hombre—. ¿Dónde cree que están?

—En Nueva York, por supuesto.

—Esto es Cardiff.

Lev nunca había oído hablar de Cardiff, pero entonces, al menos, entendió el problema.

—Ese estúpido capitán nos ha desembarcado en el puerto equivocado —dijo—. ¿Cómo podemos llegar a Buffalo desde aquí?

El hombre señaló por la ventana, en dirección al mar, y Lev tuvo el mal presentimiento de que sabía la que se le avecinaba.

—Es por ahí —dijo el hombre—. A unos cinco mil kilómetros.

III

Lev preguntó el precio de un pasaje de Cardiff a Nueva York. Convertido en rublos, era una cantidad diez veces superior a la que llevaba encima.

Contuvo la rabia. Los había timado la familia Vyalov, o el capitán del barco, o ambos, probablemente, ya que era más fácil organizar el chanchullo entre ambos. Aquellos cerdos mentirosos le habían robado todo el dinero que Grigori había ganado con el sudor de su frente. Si hubiera podido agarrar al capitán del Ángel Gabriel del cuello, se lo habría retorcido y, una vez muerto, se habría reído de él.

Sin embargo, de nada servía soñar con la venganza. La situación no iba a cambiar. Pensaba encontrar trabajo, aprender inglés y participaría en partidas de cartas de grandes apuestas. Le llevaría su tiempo. Debía ser paciente y aprender a comportarse más como Grigori.

Aquella primera noche todos durmieron en el suelo de la sinagoga. Lev permaneció con el resto del grupo. Los judíos de Cardiff no sabían, o quizá no les importaba, que algunos de los pasajeros eran cristianos.

Por primera vez en su vida, se dio cuenta de la ventaja de ser judío. En Rusia estaban tan perseguidos que siempre se había preguntado por qué no había más judíos que renunciaran a su religión, se cambiasen de ropa y se mezclasen con los demás. Se habrían salvado muchas vidas. Pero entonces cayó en la cuenta de que, como judío, podías ir a cualquier parte del mundo y siempre encontrarías a alguien que te trataría como un miembro de su familia.

Al final, resultó que aquel no era el primer grupo de emigrantes rusos que compraban pasajes a Nueva York y acababan en otro lugar. Había sucedido en otras ocasiones, en Cardiff y en otros puertos británicos; y, como muchos emigrantes rusos eran judíos, los ancianos de la sinagoga ya tenían una rutina. Al día siguiente proporcionaban un desayuno caliente a los pasajeros abandonados, les cambiaban el dinero a libras, chelines y peniques británicos, y los acompañaban a una pensión, donde podían alquilar una habitación barata.

Al igual que todas las ciudades del mundo, Cardiff tenía miles de cuadras. Lev aprendió suficiente inglés para decir que tenía experiencia en el trato con caballos y se fue por la ciudad, para pedir trabajo. La gente no tardaba en darse cuenta de que tenía mano para los animales, pero incluso los patrones mejor predispuestos querían formularle algunas preguntas, y él era incapaz de entenderlas y responderlas.

Presa de la desesperación, decidió que debía aprender el idioma más rápido, y al cabo de unos días podía entender los precios y pedir pan o cerveza. Sin embargo, la gente que podía ofrecerle trabajo hacía preguntas complicadas, probablemente sobre los lugares en los que había trabajado antes, y sobre si había tenido problemas con la policía.

Regresó al centro misionero para marineros y le contó su problema al ruso que ocupaba el pequeño despacho. Le dio una dirección de Butetown, el barrio que estaba más cerca de los muelles, y le dijo que preguntase por Filip Kowal, pronunciado «coul», y al que todo el mundo conocía como Kowal el Polaco. El hombre en cuestión resultó ser un capataz que contrataba a mano de obra extranjera y barata y que chapurreaba la mayoría de los idiomas europeos. Le dijo a Lev que acudiera a la entrada de la estación de ferrocarriles principal de la ciudad, con su maleta, al lunes siguiente, a las diez en punto de la mañana.

Lev se puso tan contento que ni tan siquiera le preguntó cuál era el trabajo que le iban a dar.

Se presentó junto con unos doscientos hombres más, principalmente rusos, pero entre los que había alemanes, polacos, eslavos y un africano de piel oscura. Se alegró al ver que Spiria y Yákov también habían acudido.

Los metieron en un tren, pagado por Kowal, y se dirigieron hacia el norte, atravesando un bonito paisaje montañoso. Las ciudades industriales se extendían entre las colinas verdes como un río de aguas oscuras. Lev se dio cuenta de que todas las ciudades compartían un rasgo común: siempre había una torre alta coronada por un par de ruedas gigantes. Alguien le dijo que el motor económico de la región era la explotación de minas de carbón. Varios de los hombres que lo acompañaban eran mineros; algunos tenían otros oficios, como trabajadores metalúrgicos; y muchos eran mano de obra no cualificada.

Al cabo de una hora, bajaron del tren. Mientras salían de la estación Lev comprendió que no se trataba de un trabajo normal. Una multitud de varios cientos de hombres, todos vestidos con las gorras y la ropa basta de los obreros, los esperaban en la plaza. Al principio los hombres guardaban un silencio que no presagiaba nada bueno, entonces uno de ellos gritó algo y los demás lo secundaron de inmediato. Lev no tenía la más remota idea de lo que decían, pero sin duda era un mensaje hostil. También había unos veinte o treinta policías, situados frente a la muchedumbre, para evitar que los hombres rebasaran una línea imaginaria.

—¿Quién es esa gente? —preguntó Spiria con voz asustada.

—Hombre fornidos, bajos, de facciones duras y las manos limpias. Diría que son mineros en huelga.

—Parece que quieran matarnos. ¿Qué demonios sucede?

—Somos esquiroles —dijo Lev, con amargura.

—Que Dios nos salve.

Kowal el Polaco gritó «¡Seguidme!» en varios idiomas, y todos echaron a andar por la calle principal. La multitud no dejó de gritar, los hombres siguieron agitando los puños, pero nadie rompió el cordón imaginario. Era la primera vez que Lev se sentía agradecido por la presencia de la policía.

—Esto es horrible —dijo.

—Ahora sabes lo que se siente al ser judío —le espetó Yákov.

Dejaron atrás a los mineros y echaron a caminar cuesta arriba, por calles de casas adosadas. Lev se percató de que muchas de las casas parecían vacías. La gente seguía mirándolos, pero los insultos habían cesado. Kowal empezó a adjudicar casas a los hombres. Lev y Spiria se quedaron asombrados cuando les dieron una casa para ellos. Antes de irse, Kowal señaló la bocamina, la torre con las ruedas gemelas, y les dijo que debían presentarse allí a la mañana siguiente a las seis. Aquellos que eran mineros se dedicarían a extraer carbón, y los demás al mantenimiento de los túneles y del material de trabajo o, como en el caso de Lev, a cuidar de los ponis.

Lev miró su nueva casa. No era un palacio, pero estaba limpia y seca. Tenía una gran sala en la planta baja y dos habitaciones arriba: ¡un dormitorio para cada uno! Lev nunca había tenido un cuarto para él solo. No había muebles, pero estaban acostumbrados a dormir en el suelo, y en junio ni tan siquiera necesitaban mantas.

Lev no quería irse de casa, pero les entró el hambre. Y como no tenían comida, tuvieron que salir a buscar algo de cena, muy a su pesar. Atemorizados, entraron en el primer pub que vieron, pero la docena de clientes que había los fulminó con la mirada y cuando Lev dijo: «Dos pintas, mitad rubia y mitad negra», el camarero no le hizo caso.

Caminaron calle abajo, en dirección al centro de la ciudad, y encontraron un café. Parecía que, al menos, la clientela no tenía ganas de pelea. Sin embargo, permanecieron sentados durante media hora y vieron cómo la camarera sirvió a todos los que entraron después de ellos. De modo que acabaron marchándose.

Lev se dio cuenta de que les iba a resultar difícil vivir allí. No obstante, no pensaba quedarse mucho tiempo. En cuanto ahorrara suficiente dinero, se iría a América. Aun así, tenía que comer mientras siguiera en aquella ciudad.

A continuación, entraron en una panadería. Lev estaba decidido a obtener lo que quería. Señaló un estante de hogazas de pan y dijo en inglés:

—Un pan, por favor.

El panadero fingió que no lo entendía. Lev estiró el brazo y cogió la hogaza que quería. «Que intente quitármelo», pensó.

—¡Eh! —gritó el panadero, pero se quedó en su lado del mostrador.

Lev sonrió y preguntó:

—¿Cuánto, por favor?

—Un penique y cuarto —respondió el panadero, de malos modos.

Lev dejó las monedas en el mostrador.

—Muchas gracias —dijo.

Partió la hogaza de pan, le dio la mitad a Spiria y siguieron caminando por la calle, comiendo con apetito. Llegaron a la estación de tren, pero la multitud se había dispersado. Frente a la entrada, un vendedor de periódico anunciaba su mercancía. Prácticamente le quitaban los periódicos de las manos, y Lev se preguntó si había sucedido algo importante.

Un gran coche pasó junto a ellos a toda velocidad y tuvieron que apartarse de un salto. Lev se quedó asombrado al ver a la pasajera del asiento posterior: la princesa Bea.

—¡Dios mío! —exclamó.

De pronto se vio transportado a Bulovnir, y la imagen de pesadilla de su padre muerto en la horca mientras aquella mujer lo observaba se apoderó de su mente. Jamás había vuelto a sentir un pánico mayor que entonces. Nada había de volver a asustarlo como aquello, ni las peleas callejeras, ni las porras de los policías, ni las pistolas que lo apuntaban.

El coche se detuvo en la entrada de la estación. Una mezcla de odio, asco y náuseas hizo mella en Lev mientras la princesa bajaba del vehículo. El pan que tenía en la boca se convirtió en gravilla y lo escupió.

—¿Qué te pasa? —preguntó Spiria.

Lev intentó recuperar la compostura.

—Esa mujer es una princesa rusa —respondió—. Ordenó que ahorcaran a mi padre hace catorce años.

—Puta. ¿Qué demonios hace aquí?

—Se casó con un lord inglés. Deben de vivir aquí cerca. Quizá la mina de carbón es suya.

El chófer y la doncella cargaron con el equipaje. Lev oyó que Bea se dirigía a la doncella en ruso, y que esta contestó en la misma lengua. Todos entraron en la estación. Al cabo de un instante salió la doncella y compró el periódico.

Lev se acercó a la mujer. Se quitó la gorra, hizo una reverencia y dijo en ruso:

—Debe de ser la princesa Bea.

La mujer rió alegremente.

—No seas estúpido. Soy su doncella, Nina. ¿Quién eres tú?

Lev se presentó a sí mismo y a Spiria y le explicó cómo habían llegado hasta allí y por qué no podían comprar nada de cena.

—Regresaré esta noche —dijo Nina—. Solo vamos a Cardiff. Venid a la puerta de la cocina de Ty Gwyn y os daré un poco de fiambre. Seguid la carretera que se dirige hacia el norte hasta que lleguéis a un palacio.

—Gracias, bella dama.

—Soy lo bastante vieja para ser tu madre —le dijo, pero aun así sonrió—. Más vale que le lleve el periódico a la princesa.

—¿Qué dice la portada?

—Ah, es una noticia internacional —respondió la mujer con desdén—. Ha habido un asesinato. La princesa está muy alterada. El archiduque Francisco Fernando ha sido asesinado en un lugar llamado Sarajevo.

—Para la princesa eso debe de ser espantoso.

—Sí —dijo Nina—. Aunque imagino que eso no va a suponer ningún cambio para gente como tú y yo.

—No —dijo Lev—. Supongo que no.