Abril de 1914
La embajada alemana era una espléndida mansión situada en Carlton House Terrace, una de las calles más elegantes de Londres. Por un lado tenía vistas al frondoso jardín del pórtico con pilares del Athenaeum, el club para caballeros intelectuales. Sin embargo, en la parte posterior, los establos daban a The Mall, la ancha avenida que iba de Trafalgar Square al palacio de Buckingham.
Walter von Ulrich no vivía ahí, aún. Tan solo el propio embajador, el príncipe Lichnowsky, poseía ese privilegio. Walter, un mero agregado militar, vivía en un apartamento de soltero, a diez minutos a pie, en Piccadilly. Sin embargo, albergaba la esperanza de que un día podría habitar los esplendorosos aposentos privados del embajador, que se encontraban en el interior de la embajada. Walter no era príncipe, pero su padre era un buen amigo del káiser Guillermo II. Asimismo, hablaba inglés como un antiguo etoniano, puesto que lo era. Había pasado dos años en el ejército y tres más en la academia militar antes de ingresar en el servicio diplomático. Tenía veintiocho años y era una figura emergente.
No le atraía únicamente el prestigio y la gloria de ser embajador. Sentía de forma apasionada que no existía vocación más alta que servir a su país. Su padre compartía sus sentimientos.
En todo lo demás, estaban en desacuerdo.
Se encontraban en el vestíbulo de la embajada y se miraban mutuamente. Tenían la misma altura, pero Otto era más fornido, y calvo, y lucía un mostacho a la antigua usanza, de tipo húngaro, mientras que Walter se decantaba por un estilo más moderno, por un bigote del tipo de «cepillo de dientes». Ese día vestían de modo idéntico, con sendos trajes de terciopelo negro, pantalones bombachos hasta las rodillas, calcetines de seda y zapatos de hebilla. Ambos llevaban espada y el sombrero ladeado. Por increíble que parezca, era el atuendo habitual con el que debían presentarse ante la corte real británica.
—Parece que estamos a punto de salir al escenario —dijo Walter—. Es un traje ridículo.
—En absoluto —replicó su padre—. Es una antigua costumbre fantástica.
Otto von Ulrich había pasado gran parte de su vida en el ejército alemán. Cuando era un joven oficial, participó en la guerra franco-prusiana y, al mando de su compañía, cruzó un pontón en la batalla de Sedán. Posteriormente, Otto fue uno de los amigos del joven káiser Guillermo a los que este acudió tras romper su relación con Bismarck, el Canciller de Hierro. Ahora Otto tenía una misión sin destino fijo, ya que se dedicaba a visitar las capitales europeas como una abeja que iba de flor en flor, sorbía el néctar de los servicios secretos diplomáticos y lo trasladaba a la colmena. Creía en la monarquía y en la tradición militar prusiana.
Walter era tan patriótico como Otto, pero opinaba que Alemania debía modernizarse y convertirse en una sociedad más igualitaria. Al igual que su padre, estaba orgulloso de los logros de su país en ciencia y tecnología, y del eficiente y trabajador pueblo alemán; sin embargo, pensaba que aún tenían mucho que aprender: democracia de los liberales estadounidenses, diplomacia de los astutos británicos y el arte del estilo de vida refinado de los elegantes franceses.
Padre e hijo abandonaron la embajada y bajaron un amplio tramo de escaleras que conducía a The Mall. Walter iba a ser recibido por el rey Jorge V, un ritual que se consideraba un privilegio, a pesar de que no conllevaba ningún beneficio concreto. Los diplomáticos de segundo nivel como él no acostumbraban a ser dignos de tales honores, pero su padre no tuvo reparo alguno en mover hilos para potenciar la carrera de su hijo.
—Las ametralladoras hacen obsoletas todas las armas de mano —dijo Walter, con la intención de retomar una discusión.
Las armas eran su especialidad, y estaba totalmente convencido de que el ejército alemán debía contar con la última tecnología en potencia de fuego.
Otto pensaba de modo distinto.
—Se atascan, se recalientan y no son precisas. Un hombre armado con un fusil puede apuntar bien, pero si le das una ametralladora la empuñará como una manguera de jardín.
—Si su casa está ardiendo, no le echará tacitas de agua, por muy precisas que sean. Querrá una manguera.
Otto negó con un gesto del dedo.
—Nunca has estado en una batalla, no tienes ni idea de lo que es. Escúchame porque sé de lo que hablo.
Así acababan a menudo sus discusiones.
Walter creía que la generación de su padre era arrogante. Sabía por qué se comportaban de ese modo. Habían ganado una guerra, habían creado el Imperio alemán a partir de Prusia y un grupo de monarquías independientes más pequeñas, y luego convirtieron Alemania en uno de los países más prósperos. Era normal que se consideraran maravillosos. Pero aquella actitud los volvía incautos.
Tras recorrer unos cientos de metros de The Mall, Walter y Otto se desviaron hacia el palacio de St. James. El edificio de ladrillo rojo del siglo XVI era más viejo y menos impresionante que el cercano palacio de Buckingham. Dieron sus nombres a un portero que vestía igual que ellos.
Walter sentía un leve nerviosismo. Era sumamente fácil cometer un error de etiqueta, y los errores pequeños no existían cuando uno trataba con la realeza.
Otto se dirigió al portero en inglés.
—¿Está aquí el señor Díaz?
—Sí, señor, ha llegado hace unos momentos.
Walter frunció el ceño. Juan Carlos Diego Díaz era un representante del gobierno mexicano.
—¿Por qué ha preguntado por Díaz, padre? —inquirió en alemán mientras atravesaban una serie de salones decorados con espadas y pistolas.
—La Royal Navy está reconvirtiendo su flota para pasar del carbón al petróleo.
Walter asintió. La mayoría de las naciones avanzadas estaban haciendo lo mismo. El petróleo era más barato, limpio y fácil de manejar; bastaba con bombearlo, por lo que no era necesario recurrir a ejércitos de fogoneros con la cara tiznada de hollín.
—Y los británicos reciben petróleo de México.
—Han comprado los pozos mexicanos para asegurar el suministro de su marina de guerra.
—Pero si nos entrometemos en México, ¿qué pensarán los estadounidenses?
Otto se tocó la aleta de la nariz.
—Escucha y aprende. Y, hagas lo que hagas, no abras la boca.
Los hombres que estaban a punto de ser presentados aguardaban en una antesala. La mayoría lucía el mismo traje palaciego de terciopelo, aunque uno o dos de los presentes iban ataviados con trajes de ópera bufa de generales del siglo XIX, y uno, a buen seguro escocés, llevaba un uniforme de gala con kilt. Walter y Otto daban vueltas por la sala, saludando con un leve gesto de la cabeza a los rostros familiares del circuito diplomático, hasta que llegaron ante Díaz, un hombre fornido con un bigote imperial.
Tras las cortesías de rigor, Otto dijo:
—Debe de alegrarse de que el presidente Wilson haya levantado la prohibición de la venta de armas a México.
—La venta de armas a los rebeldes —dijo Díaz, como si lo estuviera corrigiendo.
El presidente estadounidense, que siempre mostraba cierta tendencia a adoptar una postura moral, se había negado a reconocer al general Huerta, que había alcanzado el poder tras el asesinato de su predecesor. El hecho de que Wilson calificara a Huerta de asesino, implicaba que apoyaba al grupo rebelde, a los constitucionalistas.
—Si se puede vender armas a los rebeldes, también se podrán vender al gobierno —dijo Otto.
Díaz pareció sorprenderse.
—¿Me está diciendo que Alemania estaría dispuesta a hacerlo?
—¿Qué necesitan?
—Debe de saber que estamos desesperados por conseguir fusiles y munición.
—Podríamos hablar sobre el tema.
Walter estaba tan sorprendido como Díaz. Aquello causaría problemas.
—Pero, padre, Estados Unidos… —protestó.
—¡Un momento! —Otto levantó la mano para hacerlo callar.
—Por supuesto que debemos proseguir con esta conversación —dijo Díaz—. Pero, dígame, ¿qué otros temas podrían surgir en la charla? —Imaginaba que Alemania querría algo a cambio.
La puerta que daba a la Sala del Trono se abrió, y entró un lacayo con una lista. La ceremonia estaba a punto de empezar. Sin embargo, Otto prosiguió sin apresurarse:
—En tiempos de guerra, un país soberano tiene derecho a retener suministros estratégicos.
—Se refiere al petróleo —dijo Díaz. Era el único suministro estratégico que tenía México.
Otto asintió.
—De modo que ustedes nos darían armas… —repuso el mexicano.
—Se las venderíamos, no regalaríamos —murmuró Otto.
—Nos venderían armas ahora, a cambio de la promesa de que suspendiéramos la venta de petróleo a los británicos en caso de guerra. —Era evidente que Díaz no estaba acostumbrado a los complejos rodeos de una conversación diplomática normal.
—Tal vez valdría la pena tratar la cuestión. —En el lenguaje diplomático era un «sí».
El lacayo empezó a llamarlos:
—¡Monsieur Honoré de Picard de la Fontaine! —Y dio comienzo la ceremonia.
Otto miró a los ojos a Díaz.
—Lo que me gustaría saber es cómo se recibiría tal propuesta en Ciudad de México.
—Creo que el presidente Huerta se mostraría interesado.
—De modo que, si el embajador alemán en México, el almirante Paul von Hintze, presentara una propuesta formal a su presidente, no sería rechazada.
Walter sabía que su padre deseaba recibir una respuesta clara en este aspecto. No quería que el gobierno alemán corriera el riesgo de sufrir el bochorno de que les rechazaran la propuesta en la cara.
En opinión de Walter, que se mostraba muy inquieto, el bochorno no era el mayor peligro al que se enfrentaba Alemania en aquella estratagema diplomática. Se arriesgaba a convertirse en enemigo de Estados Unidos. Pero resultaba muy difícil y frustrante señalar ese aspecto en presencia de Díaz.
El mexicano respondió a la pregunta:
—No sería rechazada.
—¿Está convencido? —insistió Otto.
—Se lo garantizo.
—Padre, ¿podría hablar…? —Pero el lacayo lo llamó:
—¡Herr Walter von Ulrich!
Walter titubeó y su padre le ordenó:
—Ha llegado tu turno. ¡Ve!
Walter se volvió y entró en la Sala del Trono.
A los británicos les gustaba intimidar a sus invitados. El techo alto artesonado tenía molduras con dibujos de diamantes, de las suntuosas paredes rojas colgaban enormes retratos, y en el extremo más alejado se hallaba el trono, situado bajo un dosel alto, adornado con colgaduras de terciopelo negro. Frente al trono se encontraba el rey, ataviado con un uniforme naval. Walter se alegró al ver el rostro familiar de sir Alan Tite al lado del monarca; sin lugar a duda estaba susurrando los nombres al oído real.
Walter se aproximó al soberano e hizo una reverencia.
—Me alegra verlo de nuevo, Ulrich.
Walter había ensayado lo que iba a decir.
—Espero que a Su Majestad le resultaran interesantes los debates de Ty Gwyn.
—¡Mucho! Aunque la fiesta quedó muy eclipsada, por supuesto.
—Debido a la tragedia de la mina. Fue un trágico suceso.
—Deseo que llegue nuestra próxima reunión.
Walter se dio cuenta de que aquello era la despedida. Se alejó sin darle la espalda al rey, haciendo varias reverencias, tal y como era preceptivo, hasta que llegó a la puerta.
Su padre lo esperaba en la sala de al lado.
—¡Ha sido rápido! —dijo Walter.
—Al contrario, has estado más rato de lo habitual —dijo Otto—. Por lo general el rey se limita a decir: «Me alegra verlo en Londres», y ese es el final de la conversación.
Abandonaron el palacio juntos.
—Un pueblo admirable, el británico, en muchos sentidos, pero blando —comentó Otto mientras recorrían St. James’s Street, en dirección a Piccadilly—. El rey está sometido a sus ministros, los ministros al Parlamento, y los miembros del Parlamento son elegidos por los ciudadanos de a pie. ¿Qué forma es esta de dirigir un país?
Walter no mordió el anzuelo de aquella provocación. Creía que el sistema político alemán estaba desfasado, con su débil Parlamento, que no podía hacer frente al káiser ni a los generales; pero ya había mantenido esa discusión con su padre en numerosas ocasiones y, además, aún le preocupaba la conversación con el enviado mexicano.
—Lo que le ha dicho a Díaz es muy arriesgado. Al presidente Wilson no le hará gracia que vendamos fusiles a Huerta.
—¿Y qué importa lo que piensa Wilson?
—El peligro es que nos convertiremos en amigos de una nación débil, México, haciéndonos enemigos de una nación fuerte, Estados Unidos.
—No va a haber una guerra en América.
Walter imaginaba que era cierto, pero aun así se sentía intranquilo. No le gustaba la idea de que su país se malquistara con Estados Unidos.
Al llegar a su apartamento, se quitaron sus antiguas vestimentas y se pusieron un traje de tweed, una camisa sin el cuello almidonado y un sombrero de fieltro. De vuelta en Piccadilly se subieron a un ómnibus motorizado que iba en dirección este.
A Otto le impresionó la invitación que había recibido Walter en enero para conocer al rey en Ty Gwyn.
—El conde Fitzherbert es un buen contacto —le dijo entonces—. Si el Partido Conservador asciende al poder, podría ser nombrado ministro, tal vez jefe del Foreign Office, algún día. Debes cultivar esa amistad.
Walter tuvo una idea.
—Debería ir a visitar su clínica de beneficencia y realizar un pequeño donativo.
—Excelente ocurrencia.
—¿Le gustaría acompañarme?
Su padre picó el anzuelo.
—Aún mejor.
Walter tenía otras intenciones ocultas, pero su padre no sospechaba nada.
El ómnibus dejó atrás los teatros del Strand, las oficinas de los periódicos de Fleet Street y los bancos del barrio financiero. Entonces las calles se hicieron más estrechas y más sucias. Los sombreros de copa y los bombines fueron sustituidos por gorras de tela. Predominaban los vehículos tirados por caballos y escaseaban los de motor. Se encontraban en el East End.
Se bajaron en Aldgate. Otto miró alrededor con un gesto de desdén.
—No sabía que me llevabas a los suburbios —dijo.
—Vamos a una clínica para pobres —contestó Walter—. ¿Dónde creía que estaría?
—¿El conde Fitzherbert en persona viene hasta aquí?
—Imagino que se limita a financiarlo. —Walter sabía de sobra que Fitz no había pisado aquel lugar en su vida—. Pero nuestra visita llegará a sus oídos.
Recorrieron los intrincados callejones hasta llegar a un templo no conformista. En un cartel pintado a mano podía leerse: CALVARY GOSPEL HALL. En la tabla de madera había una hoja de papel clavada que decía:
MATERNIDAD
Atención gratuita
hoy y todos los miércoles
Walter abrió la puerta y entraron.
Otto lanzó una exclamación de asco, se sacó el pañuelo y se tapó la nariz. No era la primera vez que Walter acudía a aquel lugar, por lo que esperaba el olor, pero, aun así, era sumamente desagradable. El vestíbulo estaba lleno de mujeres envueltas en harapos y niños medio desnudos, todos sucios y mugrientos. Las mujeres estaban sentadas en bancos y los niños jugaban en el suelo. Al fondo de la sala había dos puertas con unos carteles improvisados en los que podía leerse «Doctor» y «Benefactora».
Cerca de la puerta se encontraba sentada la tía Herm de Fitz, apuntando nombres en un libro. Walter le presentó a su padre.
—Lady Hermia Fitzherbert, mi padre herr Otto von Ulrich.
Se abrió la puerta del doctor y salió una mujer harapienta, con un bebé en brazos y un frasco de medicamento. Una enfermera asomó la cabeza y dijo:
—El siguiente, por favor.
Lady Hermia consultó la lista y llamó a la paciente:
—¡Señora Blatsky y Rosie!
Una anciana y una chica entraron en la consulta del médico.
—Espere un momento aquí, padre, por favor, que voy a buscar al jefe —dijo Walter.
Si dirigió corriendo hacia el fondo de la sala, sorteando a los niños que gateaban por el suelo. Llamó a la puerta en la que colgaba el cartel de «Benefactora» y entró.
La habitación era pequeña como el cuarto de la limpieza y, de hecho, había una fregona y un cubo en un rincón. Lady Maud Fitzherbert estaba sentada a una pequeña mesa, escribiendo en un libro de contabilidad. Llevaba un sencillo vestido gris perla y un sombrero de ala ancha. Alzó la mirada y la sonrisa que le iluminó la cara cuando vio a Walter fue tan deslumbrante que hizo que a este se le empañaran los ojos. Lady Maud se levantó de la silla y lo abrazó.
Se había pasado el día ansiando la llegada de ese momento. La besó en la boca, que no opuso resistencia alguna. Walter había besado a varias mujeres, pero Maud era la única que restregaba su cuerpo contra el suyo de aquel modo. Se sintió avergonzado, por miedo a que ella notara la erección, e intentó apartarse un poco; pero aquello provocó que Maud se arrimara aún más a él, como si quisiera notarla, por lo que acabó cediendo al placer.
Maud era muy apasionada con todo: la pobreza, los derechos de las mujeres, la música… y Walter se sentía sorprendido y un privilegiado de que ella se hubiera enamorado de él.
Maud se apartó, jadeando.
—Tía Herm empezará a sospechar algo —dijo ella.
Él asintió.
—Mi padre está fuera.
Maud se atusó el pelo y se alisó el vestido.
—De acuerdo.
Walter abrió la puerta y regresaron a la sala de espera. Otto charlaba con Hermia: le gustaban las damas mayores y respetables.
—Lady Maud Fitzherbert, le presento a mi padre, herr Otto von Ulrich.
Otto se inclinó sobre su mano. Había aprendido a no dar un taconazo: a los ingleses les parecía un gesto cómico.
Walter los observó mientras se miraban atentamente. Maud sonrió, divertida, y Walter supuso que se estaba preguntando si aquel era el aspecto que tendría él dentro de unos años. Otto se fijó en el caro vestido de cachemir y en el moderno sombrero con una mirada de aprobación. De momento, todo marchaba bien.
Otto no sabía que estaban enamorados. El plan de Walter era que su padre conociera antes a Maud. A Otto le gustaban las mujeres acaudaladas que hacían obras de beneficencia, e insistió en que la madre y la hermana de Walter fueran a ver a las familias pobres de Zumwald, su residencia de verano en Prusia Oriental. Si todo salía según lo previsto, Otto se daría cuenta de que Maud era una mujer maravillosa y excepcional, y tendría la guardia baja cuando supiera que Walter quería casarse con ella.
El joven sabía que era una tontería estar tan nervioso. Tenía veintiocho años: tenía derecho a elegir a la mujer a la que amaba. Pero ocho años antes se había enamorado de otra mujer. Tilde era apasionada e inteligente, como Maud, pero tenía diecisiete años y era católica. Los Von Ulrich eran protestantes. Ambas familias se mostraron furiosamente hostiles a la relación amorosa, y Tilde fue incapaz de desobedecer a su padre. Ahora Walter se había enamorado de una mujer poco apropiada por segunda vez. Le iba a costar que su padre aceptara a una feminista y extranjera. Sin embargo, Walter era mayor y más astuto, y Maud más fuerte e independiente que Tilde.
Aun así, el joven agregado militar estaba aterrado. Nunca había sentido lo mismo por una mujer, ni tan siquiera por Tilde. Quería casarse con Maud y pasar la vida con ella; de hecho, no la concebía sin ella. Y no quería que su padre se opusiera.
Maud hizo gala de sus mejores modales.
—Es muy amable que venga a visitarnos, herr Von Ulrich —dijo—. Debe de ser un hombre ocupadísimo. Imagino que un confidente leal de un monarca, como lo es usted del káiser, no debe de tener ni un instante de asueto.
Otto se sintió halagado, tal y como era la intención de Maud.
—Me temo que es cierto —dijo—. Sin embargo, su hermano, el conde, es amigo de Walter desde hace tanto tiempo, que tenía muchas ganas de venir.
—Permítame que le presente a nuestro doctor. —Maud los condujo hasta la consulta y llamó a la puerta. Walter sentía cierta curiosidad ya que nunca había conocido al médico—. ¿Podemos pasar? —preguntó.
Entraron en lo que en el pasado debió de ser el despacho del pastor, en el que había un pequeño escritorio y un estante con libros de contabilidad y un himnario. El doctor, un hombre joven, atractivo, con las cejas negras y una boca sensual, estaba examinando la mano a Rosie Blatsky. Walter sintió un pequeño arrebato de celos: Maud se pasaba días enteros con aquel tipo atractivo.
—Doctor Greenward, tenemos una visita muy distinguida. Le presento a herr Von Ulrich —dijo Maud.
—¿Cómo está usted? —preguntó Otto, formalmente.
—El doctor trabaja de forma gratuita —explicó Maud—. Le estamos muy agradecidas.
Greenward asintió con un gesto brusco. Walter se preguntó qué debía de causar la evidente tensión entre su padre y el doctor.
El médico volvió a centrar su atención en la paciente, que tenía un corte muy feo en la palma de la mano, y la muñeca hinchada. Miró a la madre y preguntó:
—¿Cómo se lo ha hecho?
—Mi madre no habla inglés —respondió la niña—. Me he cortado en el trabajo.
—¿Y tu padre?
—Está muerto.
Maud dijo en voz baja:
—La clínica es para familias sin padre, aunque, en realidad, atendemos a todo aquel que acuda a nosotros.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó Greenward a Rosie.
—Once.
—Creía que los niños no podían trabajar hasta los trece años —murmuró Walter.
—Hecha la ley, hecha la trampa —contestó Maud.
—¿De qué trabajas? —preguntó el médico.
—Como chica de la limpieza en la fábrica textil de Mannie Litov. Había una cuchilla en la basura.
—Cuando te cortes, tienes que lavarte la herida y ponerte un vendaje limpio. Luego tienes que cambiarte el vendaje cada día para que no se ensucie. —Greenward era un hombre de modales bruscos, pero no desagradable.
La madre le preguntó algo a la hija en ruso y casi a gritos. Walter no la entendió, pero comprendió lo esencial, que estaba traduciendo las instrucciones del doctor.
Greenward se volvió hacia la enfermera.
—Límpiele la mano y véndesela, por favor —y le dijo a Rosie—: Voy a darte un ungüento. Si se te hincha el brazo, debes venir a verme el próximo lunes. ¿Me entiendes?
—Sí, señor.
—Si dejas que empeore la infección, podrías perder la mano.
A Rosie se le saltaron las lágrimas.
—Siento haberte asustado, pero quiero que seas consciente de lo importante que es que tengas la mano limpia —dijo el doctor.
La enfermera preparó un cuenco de lo que debía de ser líquido antiséptico.
—Me gustaría transmitirle la admiración y respeto que siento por la labor que está llevando a cabo aquí, doctor —dijo Walter.
—Gracias. Me alegra poder dedicar mi tiempo a esta tarea, pero tenemos que comprar suministros médicos. Les estaremos muy agradecidos por cualquier ayuda que puedan prestarnos.
—Debemos dejar que el doctor prosiga con sus visitas, hay al menos veinte pacientes esperando —terció Maud.
Los visitantes salieron de la consulta. Walter estaba exultante de orgullo. Maud mostraba algo más que compasión. Cuando a las damas de la aristocracia les hablaban de los niños que trabajaban explotados en las fábricas, la mayoría se limpiaban las lágrimas con un pañuelo bordado; sin embargo, Maud mostraba la determinación y el valor para ayudar de verdad.
«¡Y me quiere!», pensó Walter.
—¿Puedo ofrecerle un refrigerio, herr Von Ulrich? Mi despacho es pequeño, pero tengo una botella del mejor jerez de mi hermano.
—Es muy amable por su parte, pero debemos irnos.
La visita iba a ser un poco breve, pensó Walter. El encanto de Maud había dejado de surtir efecto en su padre. Tenía el horrible presentimiento de que algo había salido mal.
Otto sacó la cartera y cogió un billete.
—Por favor, acepte una modesta contribución para la excelente labor que están llevando a cabo, lady Maud.
—¡Qué generoso! —exclamó ella.
Walter le dio otro billete.
—Quizá también yo pueda realizar un pequeño donativo.
—Le estoy muy agradecida por todo aquello que pueda ofrecerme —dijo.
Walter esperó que fuera el único que había reparado en la pícara mirada que le había lanzado.
—Le ruego que le transmita mis respetos al conde Fitzherbert —dijo Otto.
Se despidieron. A Walter le preocupaba la reacción de su padre.
—¿No cree que lady Maud es maravillosa? —le preguntó alegremente mientras regresaban hacia Aldgate—. Fitz lo financia todo, por supuesto, pero es Maud quien hace el trabajo.
—Es vergonzoso —exclamó Otto—. Una absoluta vergüenza.
Walter se dio cuenta de que su padre estaba de mal humor, pero, aun así, su reacción lo sorprendió.
—¿De qué demonios habla? ¡Le gustan las mujeres de alta cuna que ayudan a los pobres!
—Visitar a campesinos enfermos y llevarles algo de comida en una cesta es una cosa —dijo Otto—. ¡Pero me horroriza ver a la hermana de un conde en un lugar como ese con un médico judío!
—Oh, Dios —gruñó Walter. Claro, el doctor Greenward era judío. Sus padres debían de ser de origen alemán y apellidarse Grunwald. Walter no había conocido al doctor hasta entonces, aunque, de todos modos, quizá no habría caído en la cuenta ni le habría importado su raza. Sin embargo, Otto, al igual que la mayoría de los hombres de su generación, concedía una gran importancia a aquel tipo de cosas—. Padre, ese hombre trabaja sin cobrar nada a cambio; lady Maud no puede permitirse el lujo de rechazar la ayuda de un médico perfectamente válido por el mero hecho de que sea judío.
Otto no lo escuchaba.
—Familias sin padre, ¿de dónde habrá sacado esa expresión? —se preguntó, asqueado—. Se refiere a la prole de las prostitutas.
A Walter le afectaron mucho las palabras de su padre. Su plan había fracasado por completo.
—¿No se da cuenta de lo valiente que es? —preguntó, abatido.
—Me da igual. Si fuera mi hermana, le daría una buena zurra.
Había una crisis en la Casa Blanca.
Era el 21 de abril, y Gus Dewar se encontraba en el Ala Oeste, a altas horas de la madrugada. El nuevo edificio proporcionaba más espacio para despachos, algo que hacía mucha falta, y permitía que el resto de la Casa Blanca se utilizara únicamente como residencia. Gus estaba sentado en el estudio del presidente, cerca del Despacho Oval, una habitación pequeña y sin gracia, iluminada por una bombilla que emitía una luz tenue. Sobre el escritorio se encontraba la máquina de escribir portátil, marca Underwood, que Woodrow Wilson utilizaba para escribir sus discursos y notas de prensa.
A Gus le interesaba más el teléfono. Si sonaba, debía decidir si despertaba o no al presidente.
Una telefonista no podía tomar tal decisión. Sin embargo, los consejeros más importantes del presidente también necesitaban sus horas de sueño. Gus era el último en el escalafón de los consejeros, o el primero en el de los funcionarios, según el punto de vista. Sea como fuere, le había tocado a él permanecer toda la noche junto al teléfono para decidir si debía interrumpir el sueño del presidente, o el de la primera dama, Ellen Wilson, que sufría una misteriosa enfermedad. Gus estaba nervioso por temor a hacer o decir algo erróneo. De repente, la cara educación que había recibido le parecía superflua: ni tan siquiera en Harvard les habían enseñado cuándo convenía despertar al presidente. Esperaba que el teléfono no llegara a sonar.
Gus estaba ahí gracias a una carta que había escrito. Le había contado a su padre la fiesta real que se celebró en Ty Gwyn, y el debate que se celebró después de la cena sobre el peligro de una guerra en Europa. Al senador Dewar le pareció una carta tan interesante y entretenida que se la mostró a su amigo, Woodrow Wilson, que dijo: «Me gustaría tener a ese muchacho en mi despacho». Gus se había tomado un año sabático después de Harvard, donde había estudiado derecho internacional, y antes de empezar en su primer trabajo, en un bufete de abogados de Washington. Se encontraba a medio camino de su viaje alrededor del mundo, pero redujo gustosamente la duración de sus vacaciones para servir a su presidente.
Nada fascinaba tanto a Gus como las relaciones entre naciones, el odio y las amistades, las alianzas y las guerras. De adolescente asistió a sesiones del comité del Senado sobre Relaciones Exteriores, al que pertenecía su padre, y le resultaron más fascinantes que una obra teatral.
—Así es como los países crean paz y prosperidad; o guerra, desolación y hambruna —dijo su padre—. Si quieres cambiar el mundo, las relaciones internacionales es el campo en el que puedes hacer más bien… o mal.
Y, ahora, Gus se encontraba en medio de su primera crisis internacional.
Un funcionario muy celoso del gobierno mexicano había detenido a ocho marineros estadounidenses en el puerto de Tampico. Los hombres ya habían sido puestos en libertad, el funcionario se había disculpado y el trivial incidente podría haber acabado ahí. Pero el comandante del escuadrón, el almirante Mayo, había exigido una salva de veintiún cañonazos. El presidente Huerta se había negado. Para añadir más presión al asunto, Wilson había amenazado con ocupar Veracruz, el mayor puerto de México.
De modo que Estados Unidos estaba al borde de la guerra. Gus admiraba a Woodrow Wilson y su integridad. El presidente no estaba de acuerdo con aquel cínico punto de vista, según el cual un bandido mexicano era igual a cualquier otro. Huerta era un reaccionario que había asesinado a su predecesor, y Wilson quería encontrar un pretexto para derrocarlo. A Gus le entusiasmaba que un dirigente mundial dijera que era inaceptable que los hombres alcanzaran el poder mediante el asesinato. ¿Llegaría un día en que ese principio fuera aceptado por todas las naciones?
La crisis se agravó por culpa de los alemanes. Un barco alemán de nombre Ypiranga se aproximaba a Veracruz con un cargamento de fusiles y munición para el gobierno de Huerta.
La tensión había reinado durante todo el día, pero ahora Gus debía hacer verdaderos esfuerzos para mantenerse despierto. En el escritorio que había frente a él, iluminado por una lámpara con pantalla verde, había un informe mecanografiado del servicio de espionaje del ejército sobre los efectivos de los rebeldes de México. El servicio de espionaje era uno de los departamentos más pequeños del ejército, ya que solo contaba con dos oficiales y dos funcionarios, y el informe no era muy completo. Gus no dejaba de pensar en Caroline Wigmore.
Cuando llegó a Washington llamó al catedrático Wigmore para intentar verlo un día. Era uno de sus profesores de Harvard, que se había trasladado a la Universidad de Georgetown. Wigmore no estaba en casa, pero su segunda y joven esposa sí. Gus había visto a Caroline en varias ocasiones en diversos acontecimientos del campus, y le atraía mucho su comportamiento atento y discreto y su rápida inteligencia.
—Me ha dicho que tenía que ir a encargar camisas nuevas —dijo ella, pero Gus se fijó en su expresión crispada, y añadió—: Pero sé que está con su amante.
Gus le secó las lágrimas con el pañuelo y ella le besó en los labios.
—Ojalá estuviera casada con alguien digno de confianza.
Caroline resultó ser una mujer muy apasionada. Aunque no le había permitido llegar a mantener relaciones sexuales, hacían todo lo demás. Tenía unos orgasmos estremecedores aunque él únicamente la acariciaba.
Su aventura tan solo había empezado un mes antes, pero Gus ya sabía que quería que se divorciara de Wigmore y se casara con él. Sin embargo, ella no quería ni hablar del tema, a pesar de que no tenían hijos. Decía que le arruinaría la carrera a Gus y, a buen seguro, tenía razón. No era algo que se pudiera hacer con discreción ya que el escándalo se convertiría en un tema demasiado jugoso: la atractiva mujer que abandonaba al catedrático de renombre y acto seguido se casaba con un hombre más joven y adinerado. Gus sabía a la perfección lo que diría su madre sobre tal matrimonio: «Es comprensible, si su marido le ha sido infiel, pero resultaría incómodo que pasara a formar parte de nuestro círculo social». El presidente se sentiría avergonzado, y también el tipo de personas que podían ser cliente de un abogado. Sin duda alguna, echaría por tierra todas las esperanzas de Gus de seguir la carrera de su padre para llegar al Senado.
Gus se dijo a sí mismo que no le importaba. Amaba a Caroline y la rescataría de su marido. Tenía mucho dinero, y cuando muriera su padre sería millonario. Emprendería otra carrera. Tal vez podría convertirse en periodista y enviar sus crónicas desde las capitales extranjeras.
No obstante, sentía un dolor punzante de arrepentimiento. Acababa de encontrar trabajo en la Casa Blanca, algo con lo que soñaban muchos jóvenes. Sería durísimo tener que renunciar a él, junto a todo lo que conllevaba.
Sonó el teléfono y Gus se sobresaltó debido a los timbrazos que resonaron en el silencio del Ala Oeste de noche.
—Oh, Dios mío —dijo, mientras miraba el aparato—. Oh, Dios mío, ha llegado el momento. —Titubeó varios segundos y, al final, descolgó el auricular. Oyó la voz pastosa del secretario de Estado William Jennings Bryan.
—Tengo a Joseph Daniels en la otra línea, Gus. —Daniels era el secretario de la Armada—. Y la secretaria del presidente está escuchando por un teléfono supletorio.
—Sí, señor secretario —dijo Gus. Logró expresarse con voz calma, pero el corazón le latía desbocado.
—Despierta al presidente, por favor —le ordenó el secretario Bryan.
—Sí, señor.
Gus atravesó el Despacho Oval y salió al Jardín de las Rosas y al frío aire de la noche. Cuando llegó al edificio antiguo un guardia lo dejó entrar. Subió corriendo las escaleras, recorrió el pasillo y se detuvo frente a la puerta del dormitorio. Respiró hondo y llamó con tanta fuerza que se hizo daño en los nudillos.
Al cabo de un instante oyó la voz de Wilson.
—¿Quién es?
—Gus Dewar, señor presidente —respondió—. El secretario Bryan y el secretario Daniels están al teléfono.
—Un minuto.
El presidente Wilson salió del dormitorio mientras se ponía sus gafas con montura al aire. Vestía pijama y bata, lo que le daba un aspecto vulnerable. Era alto, aunque no tanto como Gus. Tenía cincuenta y siete años y el pelo oscuro aunque surcado por canas. Se consideraba feo, y no estaba del todo equivocado. Tenía una nariz prominente y orejas de soplillo, pero su gran mentón le confería un aspecto que reflejaba de forma precisa la fortaleza de carácter que Gus respetaba. Cuando hablaba, mostraba sus dientes torcidos.
—Buenos días, Gus —dijo amablemente—. ¿A qué viene tanta agitación?
—No me lo han dicho.
—Bueno, es mejor que escuches por el supletorio del despacho de al lado.
Gus obedeció rápidamente y descolgó el auricular.
Oyó la voz sonora de Bryan.
—Está previsto que el Ypiranga atraque a las diez de la mañana.
Gus sintió cierta aprensión. El presidente mexicano tenía que ceder, ya que, de lo contrario, habría un baño de sangre.
Bryan leyó un telegrama del cónsul estadounidense en Veracruz.
—El vapor Ypiranga, propiedad de la naviera Hamburg-Amerika, llegará mañana procedente de Alemania con doscientas ametralladoras y quince millones de cartuchos; atracará en el muelle cuatro y empezará a descargar a las diez y media.
—¿Es consciente de lo que significa eso, señor Bryan? —preguntó Wilson, y Gus tuvo la sensación de que lo hacía con voz quejumbrosa—. Daniels, ¿está ahí, Daniels? ¿Qué opina?
—No deberíamos permitir que Huerta reciba la munición —contestó Daniels. A Gus le sorprendió aquella respuesta tan contundente por parte del secretario de la Armada—. Puedo enviarle un telegrama al almirante Fletcher para que lo impida y tome las aduanas.
Hubo una larga pausa. Gus estaba agarrando el teléfono con tanta fuerza que le dolía la mano.
Al final, el presidente tomó una decisión:
—Daniels, envíele esta orden al almirante Fletcher: «Tome Veracruz de inmediato».
—Sí, señor presidente —dijo el secretario de la Armada.
Y Estados Unidos entró en guerra.
Gus no se fue a la cama esa noche ni al día siguiente.
Poco después de las ocho y media, el secretario Daniels les comunicó la noticia de que un buque de guerra estadounidense se había interpuesto en la ruta del Ypiranga. El barco alemán, un carguero desarmado, dio marcha atrás y abandonó el lugar. Los marines estadounidenses tomarían tierra en Veracruz esa misma mañana, dijo Daniels.
A Gus le consternó la rapidez con la que evolucionaba la crisis, pero estaba encantado de encontrarse en el corazón del lugar donde se tomaban las decisiones.
A Woodrow Wilson no lo amedrentaba la guerra. Su obra de teatro favorita era Enrique V, de Shakespeare, y le gustaba la cita: «Si es pecado codiciar el honor, soy el mayor de todos los pecadores».
Las noticias llegaban por radio y por telegrama, y era tarea de Gus llevarle los mensajes al presidente. A mediodía los marines tomaron el control de la aduana de Veracruz.
Poco después, le dijeron que alguien quería verlo, una tal señora Wigmore.
Gus arrugó el entrecejo, preocupado. Aquello era una indiscreción. Debía de haber sucedido algo.
Se fue corriendo hacia el vestíbulo. Caroline parecía muy angustiada. Aunque llevaba un elegante abrigo de tweed y un sombrero sencillo, tenía el pelo alborotado y los ojos rojos de tanto llorar. A Gus le impresionó y le dolió verla en aquel estado.
—¡Cariño! —dijo en voz baja—. ¿Qué ha sucedido?
—Esto es el fin —dijo—. No puedo volver a verte. Lo siento. —Rompió a llorar.
Gus tenía ganas de abrazarla pero no podía hacerlo ahí. Tampoco tenía despacho propio. Miró alrededor. El guardia de la puerta los observaba. No había ningún sitio donde pudieran disfrutar de un poco de intimidad. Se estaba volviendo loco.
—Vayamos fuera —dijo Gus, que la agarró del brazo—. Daremos un paseo.
Ella negó con la cabeza.
—No. Estoy bien. Podemos quedarnos aquí.
—¿Por qué estás tan alterada?
Caroline era incapaz de mirarlo a los ojos, no alzaba la vista del suelo.
—Debo ser fiel a mi marido. Tengo obligaciones.
—Déjame ser tu marido.
Ella levantó la vista y su mirada de anhelo le partió el corazón.
—No sabes cuánto desearía poder hacerlo.
—¡Pero puedes!
—Ya tengo marido.
—No te es fiel, ¿por qué deberías serlo tú?
Ella hizo caso omiso de la pregunta.
—Ha aceptado una cátedra en Berkeley. Nos trasladamos a California.
—No vayas.
—Ya he tomado una decisión.
—Eso es obvio —replicó Gus de forma inexpresiva. Se sentía como si lo hubieran atropellado. Notaba un dolor en el pecho y le costaba respirar—. California —dijo—. Joder.
Caroline vio que Gus había aceptado lo inevitable, y la mujer empezó a recuperar la compostura.
—Es nuestro último encuentro —dijo.
—¡No!
—Escúchame, por favor. Quiero decirte una cosa y esta es mi última oportunidad.
—De acuerdo.
—Hace un mes estaba dispuesta a suicidarme. No me mires así, es cierto. Me consideraba una nulidad y creía que a nadie le importaría si me moría. Entonces apareciste en la puerta de mi casa. Eras tan afectuoso, tan educado, tan atento, que me hiciste pensar que valía la pena seguir viviendo. Tú me apreciabas. —Las lágrimas le corrían por las mejillas, pero aun así prosiguió—. Además, eras muy feliz cuando te besaba. Me di cuenta de que si era capaz de colmar de dicha a una persona, entonces no podía ser una nulidad; y ese pensamiento me llevó a seguir adelante. Me has salvado la vida, Gus. Que Dios te bendiga.
Gus sentía algo que rayaba en la ira.
—¿Y eso qué me deja?
—Recuerdos —respondió ella—. Espero que los atesores, como yo haré con los míos.
Caroline se volvió. Gus la siguió hasta la puerta, pero ella no volvió la vista atrás. Salió y él la dejó marchar.
Cuando la perdió de vista echó a caminar de forma automática hacia el Despacho Oval, pero cambió de dirección: estaba demasiado alterado para estar con el presidente. Se fue al baño de hombres para hallar un momento de paz. Por suerte, estaba vacío. Se lavó la cara y se miró en el espejo. Vio a un hombre delgado con la cabeza grande: parecía una piruleta. Tenía el cabello de color castaño claro y los ojos marrones; no era muy atractivo, pero acostumbraba a gustar a las mujeres, y Caroline lo había amado.
Al menos, durante un tiempo.
No debería haberla dejado marchar. ¿Cómo podía haberse limitado a mirarla mientras se alejaba? Tendría que haberla convencido para que aplazara su decisión, para que meditara sobre la cuestión, para que lo hablara más con él. Quizá debería haber pensado en alternativas. Sin embargo, en el fondo de su corazón sabía que no las había. Supuso que Caroline ya le había dado vueltas a todo aquello. Debía de haber permanecido en vela muchas noches, con su marido roncando a su lado, meditando sobre la situación. Había tomado una decisión antes de ir a verlo.
Él, por su parte, debía regresar a su puesto de trabajo. Estados Unidos estaba en guerra. Pero ¿cómo podía quitarse todo aquello de la cabeza? El día que no podía verla, no hacía más que pensar en su próxima cita. Ahora no dejaba de pensar en cómo sería su vida sin ella. Y le parecía una perspectiva muy extraña. ¿Qué iba a hacer?
Un funcionario entró en el lavabo. Gus se secó las manos con una toalla y regresó a su lugar de trabajo, en el estudio que había junto al Despacho Oval.
Al cabo de unos instantes, un mensajero le entregó un telegrama del cónsul estadounidense en Veracruz. Gus lo leyó y dijo:
—¡Oh, no!
El telegrama decía: CUATRO DE NUESTROS HOMBRES HAN MUERTO. VEINTE HERIDOS. DISPAROS ALREDEDOR DEL CONSULADO.
Cuatro hombres muertos, pensó Gus, horrorizado; cuatro buenos estadounidenses con madres y padres, y esposas o novias. La noticia atenuó la tristeza que sentía. «Al menos —reflexionó—, Caroline y yo estamos vivos.»
Llamó a la puerta del Despacho Oval y le entregó el telegrama a Wilson. El presidente lo leyó y palideció.
Gus lo miró fijamente. ¿Cómo debía de sentirse al saber que aquellos hombres habían muerto a causa de la decisión que había tomado en mitad de la noche?
Aquello no tendría que haber sucedido. ¿Acaso los mexicanos no querían que los liberasen de un gobierno tirano? Deberían haber recibido a los estadounidenses como liberadores. ¿Qué había salido mal?
Bryan y Daniels aparecieron al cabo de unos minutos, seguidos por el secretario de la Guerra, Lindley Garrison, un hombre que acostumbraba a ser más beligerante que Wilson, y Robert Lansing, el asesor del Departamento de Estado.
El presidente estaba más tenso que la cuerda de un violín. Pálido, inquieto y nervioso, no paraba de dar vueltas. Gus pensó que era una pena que Wilson no fumara, ya que quizá el tabaco lo habría ayudado a calmarse.
«Todos sabíamos que podía estallar la violencia —pensó Gus—, pero, en cierto modo, la realidad es más espantosa de lo que imaginábamos.»
Iban llegando más detalles de forma paulatina, y Gus le entregó los mensajes a Wilson. Todas las noticias eran malas. Las tropas mexicanas habían opuesto resistencia y dispararon contra los marines desde su fortín. La población, además, apoyaba a su ejército, que disparaba al azar contra los estadounidenses desde las ventanas superiores de sus casas. Como represalia, el USS Prairie atracó cerca de la costa, apuntó con sus cañones de 75 milímetros contra la ciudad y la bombardeó.
El número total de bajas era: seis estadounidenses muertos, ocho, doce y más heridos. Sin embargo, era un enfrentamiento del todo desigual ya que habían muerto más de cien mexicanos.
El presidente parecía confuso.
—No queremos luchar contra los mexicanos —dijo—. Queremos ayudarlos, si podemos. Queremos servir a la humanidad.
Por segunda vez ese mismo día, Gus se sintió totalmente desconcertado. El presidente y sus consejeros siempre se habían guiado por sus buenas intenciones. ¿Cómo era posible que todo hubiera salido tan mal? ¿Tan difícil era hacer el bien en asuntos internacionales?
Llegó un mensaje del Departamento de Estado. El embajador alemán, el conde Johann von Bernstorff, había recibido instrucciones del káiser para reunirse con el secretario de Estado, y deseaba saber si podía concertar la cita a las nueve de la mañana. Su personal le había hecho saber, de modo informal, que el embajador iba a presentar una queja formal por el incidente del Ypiranga.
—¿Una queja? —preguntó Wilson—. ¿De qué puñetas hablan?
Gus se dio cuenta enseguida de que el derecho internacional les daba la razón a los alemanes.
—Señor, no ha habido declaración de guerra, ni tampoco un bloqueo, de modo que, en un sentido estricto, los alemanes tienen razón.
—¿Cómo? —Wilson se volvió hacia Lansing—. ¿Es eso cierto?
—Lo comprobaremos de nuevo, por supuesto —dijo el asesor del Departamento de Estado—. Pero estoy prácticamente convencido de que Gus tiene razón. Lo que hemos hecho viola el derecho internacional.
—¿Y eso qué significa?
—Significa que vamos a tener que pedir disculpas.
—¡Jamás! —exclamó Wilson, furioso.
Pero lo hicieron.
Maud Fitzherbert se sorprendió al darse cuenta de que se había enamorado de Walter von Ulrich. Aunque también se habría sorprendido si se hubiera enamorado de cualquier otro hombre. Pocas veces conocía a uno que le gustara. Muchos eran los que se habían sentido atraídos por ella, sobre todo desde que fue presentada en sociedad, pero la mayoría fueron ahuyentados por su feminismo. Otros intentaron domeñarla, como el marqués de Lowther, que le dijo a Fitz que Maud se daría cuenta de su error al comportarse de aquel modo cuando conociese a un hombre autoritario de verdad. El pobre Lowthie acabó por comprender que el error lo cometió él.
Walter creía que era una mujer maravillosa tal y como era. Hiciera lo que hiciese, siempre lo asombraba. Si defendía puntos de vista extremos, lo impresionaban sus argumentos; cuando Maud escandalizaba a la sociedad ayudando a madres solteras y a sus hijos, él admiraba su valor; y le encantaba lo guapa que estaba cuando se ponía ropa que desafiaba los cánones de la moda.
A Maud la aburrían los ingleses adinerados de clase alta que consideraban que el modo en que estaba organizada la sociedad era satisfactorio. Walter era distinto. A pesar de provenir de una familia alemana conservadora, era sorprendentemente radical. Desde el lugar en el que estaba sentada Maud, en la fila trasera del palco que tenía su hermano en la ópera, podía ver a Walter en el patio de butacas, con un pequeño grupo de la embajada alemana. No tenía aspecto de rebelde, con su cabello bien cepillado, su bigote bien estilizado y su ropa de noche, conjuntada a la perfección. Incluso sentado, estaba erguido y tenía los hombros rectos. Miraba al escenario con una intensa concentración mientras Don Giovanni, acusado de intentar violar a una ingenua campesina, fingía, con descaro, haber atrapado a su sirviente, Leporello, cometiendo el crimen.
De hecho, pensó Maud, «rebelde» no era la palabra adecuada para Walter. Aunque era de una mentalidad más abierta que lo habitual, en ocasiones también podía ser convencional. Estaba orgulloso de la gran tradición musical del pueblo germanohablante, y le molestaba la actitud displicente del público londinense que llegaba tarde, hablaba con sus amistades durante las actuaciones y se iba antes de que acabaran. Seguro que ahora estaba enfadado con Fitz, por los comentarios que este le hacía a su amigo Bing Westhampton sobre la figura de la soprano; y con Bea por hablar con la duquesa de Sussex sobre la tienda de Madame Lucille, en Hanover Square, donde habían comprado sus vestidos. Incluso sabía lo que debía de decir Walter: «¡Solo escuchan la música cuando se les han acabado los chismorreos!».
Maud correspondía a los sentimientos de Walter, pero estaban en minoría. Para gran parte de la alta sociedad londinense, la ópera no era más que otra oportunidad para lucir ropa y joyas. Sin embargo, incluso esa gente guardó silencio hacia el final del primer acto, cuando Don Giovanni amenazó con matar a Leporello, y la percusión y los bajos dobles atronaron en el teatro. Entonces, con su característica indiferencia, Don Giovanni liberó a Leporello y se fue alegremente, desafiando a todo el mundo a que lo detuviera; y bajó el telón.
Walter se puso en pie de inmediato, miró hacia el palco y saludó con la mano. Fitz le devolvió el saludo.
—Ese es Von Ulrich —le dijo a Bing—. Todos esos alemanes están muy ufanos porque han dejado en ridículo a los estadounidenses en México.
Bing era un crápula pícaro y con el pelo rizado, pariente lejano de la familia real. Sabía poco de cuestiones internacionales y sus principales intereses eran jugar y beber en las mejores capitales europeas. Frunció el entrecejo y preguntó, desconcertado:
—¿Y a los alemanes qué les importa México?
—Buena pregunta —dijo Fitz—. Si creen que pueden conseguir colonias en Sudamérica, se engañan… Estados Unidos jamás lo permitirá.
Maud salió del palco y bajó por la imponente escalinata, asintiendo y sonriendo a los conocidos. Sabía algo que también sabía la mitad de la gente que había allí: la sociedad londinense era un círculo sorprendentemente pequeño. En el rellano, enmoquetado de rojo, encontró un grupo de personas que rodeaban la figura pulcra y delgada de David Lloyd George, el canciller del Exchequer.
—Buenas noches, lady Maud —dijo, con el brillo que aparecía en sus ojos azul intenso cuando hablaba con una mujer atractiva—. He oído que la fiesta de su casa real fue muy bien. —Tenía el acento nasal de Gales del Norte, menos musical que la cadencia de los habitantes del sur—. Por cierto, qué tragedia la explosión de la mina de Aberowen.
—A las familias de los fallecidos les consoló mucho el mensaje de condolencia del rey —dijo Maud. En el grupo había una mujer atractiva de unos veinte años. Maud la saludó—: Buenas noches, señorita Stevenson, qué alegría verla de nuevo. —La secretaria política y amante de Lloyd George era una rebelde, y Maud se sentía atraída por ella. Además, un hombre siempre se mostraba agradecido con la gente que era cortés con su amante.
Lloyd George se dirigió al grupo.
—Ese barco alemán acabó entregando las armas a México. Tan solo atracó en otro puerto y descargó sin problemas. De modo que han muerto diecinueve soldados estadounidenses en vano. Es una gran humillación para Woodrow Wilson.
Maud sonrió y le tocó el brazo a Lloyd George.
—¿Le importaría explicarme una cosa, canciller?
—Si puedo, querida —dijo con indulgencia.
Maud sabía que a la mayoría de los hombres les encantaba que una mujer, sobre todo si era joven y atractiva, les pidiera que le explicara algo.
—¿Por qué es tan importante lo que sucede en México?
—El petróleo, querida señora, el petróleo —repitió Lloyd George.
Alguien le preguntó algo y el canciller se volvió.
Maud vio a Walter. Se encontraron a los pies de la escalinata. Él se inclinó sobre su mano enguantada, y ella tuvo que resistirse a la tentación de tocarle su pelo rubio. Su amor por Walter había despertado en su interior como un león aletargado, ávido de deseo físico, un animal que era acicateado y atormentado por los besos robados y los roces furtivos.
—¿Está disfrutando de la ópera, lady Maud? —le preguntó Walter cortésmente, pero sus ojos de color avellana decían «me gustaría estar a solas contigo».
—Mucho. Don Giovanni tiene una voz maravillosa.
—En mi opinión el director de orquesta sigue un tempo demasiado elevado.
Walter era la única persona que conocía que se tomaba la música tan en serio como ella.
—No estoy de acuerdo —replicó—. Es una comedia, de modo que las melodías deben fluir ágilmente.
—Pero no es tan solo una comedia.
—Es cierto.
—Quizá reduzca un poco el tempo cuando las cosas se pongan feas en el segundo acto.
—Parece que habéis ganado una especie de batalla diplomática en México —dijo Maud, cambiando de tema.
—Mi padre está… —tuvo que pensar para encontrar la palabra adecuada, algo poco habitual en él— … exultante —dijo tras una pausa.
—¿Y tú no?
Arrugó el entrecejo.
—Me preocupa que el presidente estadounidense quiera devolvérnosla algún día.
En ese momento Fitz pasó a su lado y dijo:
—Hola, Von Ulrich, ¿por qué no nos acompañas a nuestro palco? Tenemos un asiento libre.
—¡Será un placer! —dijo Walter.
Maud estaba encantada. Fitz solo intentaba ser hospitalario: no sabía que su hermana estaba enamorada de Walter. Tendría que ponerlo al corriente dentro de poco. Sin embargo, no estaba convencida de cómo asimilaría la noticia. Sus países estaban enfrentados, y aunque Fitz consideraba a Walter su amigo, de ahí a recibirlo con los brazos abiertos como cuñado iba un trecho.
Walter y ella subieron la escalinata y recorrieron el pasillo. La hilera trasera del palco de Fitz solo tenía dos asientos y un ángulo de visión muy malo. Maud y Walter ocuparon esos asientos sin pensarlo.
Al cabo de unos minutos, se apagaron las luces. En la penumbra, Maud se imaginó a solas con Walter. El segundo acto empezó con el dueto entre Don Giovanni y Leporello. A Maud le gustaba el modo en que Mozart hacía cantar juntos a amos y criados, mostrando las complejas e íntimas relaciones entre las clases altas y bajas. Muchos dramas solo reflejaban la vida de las clases altas, y representaban a los sirvientes como si fueran una parte más del mobiliario, tal y como deseaba mucha gente.
Bea y la duquesa regresaron al palco durante el trío «Ah! Taci, ingiusto core». Todo el mundo parecía haber agotado los temas de conversación, ya que apenas se oía hablar a la gente. Nadie hablaba con Maud ni Walter, ni tan siquiera los miraba, y Maud se preguntó, presa de la excitación, si podría aprovecharse del entorno y el momento. Con la confianza que da la audacia, estiró el brazo y le agarró la mano a Walter con disimulo. Él sonrió, y le acarició los dedos con la yema del pulgar. Maud se moría por besarlo, pero hacerlo sería una imprudencia.
Cuando Zerlina cantó su aria «Vedrai, carino», en un romántico compás de tres por ocho, un impulso irresistible tentó a Maud y, cuando Zerlina se llevó la mano de Masetto a su corazón, Maud se puso la de Walter en el pecho. El joven agregado alemán dio un grito ahogado involuntario, pero nadie lo oyó porque Masetto estaba haciendo un ruido similar, tras ser derribado por Don Giovanni.
Maud le dio la vuelta a la mano para que pudiera sentir su pezón con la palma. A Walter le enloquecían sus pechos, y se los tocaba siempre que podía, lo cual sucedía pocas veces. Ella deseaba que fuera más a menudo: le encantaba. Aquello fue otro descubrimiento. Otras personas se los habían acariciado (un médico, un cura anglicano, una chica mayor en la clase de baile, un hombre en una multitud), y a ella le molestaba y, al mismo tiempo, halagaba el mero pensamiento de que fuera capaz de despertar la lujuria de la gente, pero hasta entonces jamás lo había disfrutado. Miró a Walter a la cara y vio que tenía la vista fija en el escenario, pero unas gotas de sudor brillaban en su frente. Maud se preguntó si estaba mal excitarlo de aquel modo, cuando no podía proporcionarle mayor satisfacción; pero él no hizo el menor ademán de retirar la mano, por lo que ella dedujo que le gustaba lo que estaba haciendo. Y a Maud también. Pero, como siempre, quería más.
¿Qué la había cambiado? Ella nunca había sido así. Era Walter, claro, y la conexión que sentía con él, una proximidad tan intensa que tenía la sensación de que podía decirle cualquier cosa, hacer lo que le viniera en gana, sin reprimir nada. ¿Qué lo hacía a él tan diferente de los demás hombres que la habían atraído? Un hombre como Lowthie, o incluso Bing, esperaba que una mujer se comportara como un niño bien educado: que escuchase con respeto cuando él soltaba una perorata, que riera para reconocer su gran ingenio, que obedeciera cuando adoptaba un papel autoritario y que le diera un beso siempre que se lo pidiera. Walter la trataba como un adulto. No flirteaba, no era condescendiente, no era presuntuoso e invertía el mismo esfuerzo, como mínimo, en escucharla que cuando le hablaba.
La música se volvió siniestra, la estatua cobró vida y el Commendatore entró en el comedor de Don Giovanni con una disonancia que Maud reconoció como una séptima disminuida. Era el punto culminante dramático de la ópera, y Maud estaba casi segura de que nadie los miraría. Tal vez podía proporcionarle una pequeña satisfacción a Walter, pensó; y la mera idea la dejó sin respiración.
Mientras los trombones resonaban sobre la voz grave de barítono del Commendatore, ella puso la mano sobre el muslo de Walter. Podía sentir el calor de su piel a través de la fina lana de sus pantalones de vestir. Él no la miró, pero Maud vio que abrió la boca y que jadeaba. Deslizó la mano por el muslo y, cuando Don Giovanni cogió al Commendatore de la mano, ella encontró el pene erecto de Walter y lo agarró.
Maud estaba muy excitada y, al mismo tiempo, sentía mucha curiosidad. Jamás había hecho aquello. Lo palpó por encima de los pantalones. Era más grande de lo que esperaba, y también más duro, parecía un pedazo de madera más que una parte del cuerpo. Era raro, pensó, que pudiera suceder un cambio físico tan extraordinario gracias al tacto de una mujer. Cuando ella se excitaba los cambios era muy pequeños: aquella forma de henchirse apenas perceptible, y la humedad en su interior. Para los hombres eran como izar una bandera.
Maud sabía lo que hacían los chicos, ya que había espiado a Fitz cuando tenía quince años; entonces imitó la acción que le había visto llevar a cabo, ese movimiento hacia arriba y hacia abajo de la mano, mientras el Commendatore exigía a Don Giovanni que se arrepintiera, y este se negaba una y otra vez. Walter resollaba, pero nadie podía oírlo porque la orquesta tocaba muy fuerte. Ella estaba encantada de poder satisfacerlo. Veía las nucas de las demás personas que había en el palco, y la aterraba la posibilidad de que alguien pudiera volverse, pero se sentía demasiado embargada por lo que estaba haciendo para detenerse. Walter le cogió la mano con la suya, para enseñarle cómo tenía que hacerlo, para agarrarla con fuerza cuando bajaba y aliviar la presión cuando subía, y ella lo imitó. Mientras Don Giovanni era arrastrado a la hoguera, Walter dio un respingo en el asiento. Maud sintió una especie de espasmos en el pene (una, dos y tres veces) y entonces, mientras Don Giovanni moría de miedo, Walter se desplomó, exhausto.
De repente Maud se dio cuenta de que lo que había hecho era una absoluta locura y apartó la mano rápidamente. Se sonrojó, avergonzada. Ella también jadeaba e intentó respirar con normalidad.
En el escenario empezó el ensemble final y Maud se relajó. No sabía qué la había poseído, pero se había salido con la suya. El alivio de tensión hizo que le entraran ganas de reír, pero logró contener la risa.
Miró a Walter a los ojos. Él la observaba, embelesado. Maud sintió un gran placer. Él se inclinó junto a ella y le susurró al oído:
—Gracias.
Maud lanzó un suspiro y respondió:
—Ha sido un placer.