Marzo de 1914
—Bueno —le dijo Billy a su padre—. Todos los libros de la Biblia fueron escritos originalmente en varios idiomas y luego se tradujeron al inglés.
—Así es —dijo el padre—. Y la Iglesia católica romana intentó prohibir las traducciones, no quería que la gente como nosotros leyera la Biblia por su cuenta y que discutiera con los curas.
Su padre no era muy cristiano cuando hablaba de los católicos. Parecía odiar más el catolicismo que el ateísmo. Pero le encantaban las buenas discusiones.
—Y, entonces, ¿dónde están los originales? —preguntó Billy.
—¿Qué originales?
—Los libros originales de la Biblia, escritos en hebreo y griego. ¿Dónde los guardan?
Estaban sentados, uno frente al otro, a la mesa cuadrada de la cocina de la casa de Wellington Row. Era media tarde. Billy había vuelto a casa de la mina y se había lavado las manos y la cara, pero aún llevaba puesta la ropa de trabajo. El padre había colgado la americana, estaba sentado en mangas de camisa, con el chaleco y la corbata ya que pensaba salir de nuevo después de cenar, para acudir a una reunión del sindicato. La madre calentaba el estofado al fuego. El abuelo estaba sentado con ellos, escuchando la discusión con una leve sonrisa, como si ya hubiera oído todo aquello antes.
—Los originales de verdad ya no existen —dijo el padre—. Con el paso de los siglos se estropearon y desgastaron. Tenemos copias.
—¿Y dónde están las copias?
—En distintos lugares, en monasterios, en museos…
—Deberían tenerlos en un mismo sitio.
—Pero hay más de una copia de cada libro, y algunas son mejores que otras.
—¿Cómo va a ser una copia mejor que otra? No pueden ser diferentes.
—Sí. Con los años, se deslizaron errores humanos.
Billy se quedó sorprendido.
—Entonces, ¿cómo sabemos cuál está bien?
—Gracias a unos estudios llamados crítica textual, que comparan las diferentes versiones y proponen un texto consensuado.
Billy estaba anonadado.
—¿Me estás diciendo que no existe un libro incuestionable que pueda ser considerado la verdadera palabra de Dios? ¿Que los hombres discuten sobre él y lo juzgan?
—Sí.
—¿Cómo sabemos que están en lo cierto?
El padre sonrió de forma cómplice, una clara señal de que estaba en un aprieto.
—Creemos que si trabajan con devota humildad, Dios guiará su trabajo.
—Pero ¿y si no lo hacen así?
La madre puso cuatro platos soperos en la mesa.
—No discutas con tu padre —le reconvino, y cortó cuatro rebanadas gruesas de pan.
—No te metas, Cara. Deja que el chico pregunte lo que quiera —terció el abuelo.
—Hay ciertas cosas que escapan a nuestra comprensión —repuso el padre.
Esa respuesta fue la menos convincente de todas y Billy la pasó por alto.
—Si los copistas pudieron cometer errores, entonces los eruditos también.
—Debemos tener fe, Billy.
—Fe en la palabra de Dios, sí; ¡no fe en un puñado de catedráticos de griego!
La madre se sentó a la mesa y se apartó su pelo canoso de los ojos.
—Entonces tú tienes razón, y los demás se equivocan, como siempre, imagino.
Aquella estratagema tan habitual siempre le hería, porque parecía justificada. No era posible que fuera más inteligente que los demás.
—No soy yo —se quejó—. ¡Es la lógica!
—Oh, tú y tu lógica —dijo su madre—. Cómete la cena.
Se abrió la puerta y entró la señora de Dai Ponis. Era lo habitual en Wellington Row: solo los desconocidos llamaban a la puerta. Llevaba un delantal y botas de hombre: fuera cual fuese el motivo que la llevaba hasta allí, era tan urgente que no había tenido tiempo de ponerse un sombrero antes de salir de casa. Visiblemente alterada, agitaba una hoja de papel.
—¡Van a desahuciarme! —exclamó—. ¿Qué voy a hacer?
El padre de Billy se puso en pie y le cedió su silla.
—Siéntate y recupera el aliento —le dijo a la mujer, con calma—. Déjame echarle un vistazo a la carta. —Tomó la carta de la mano roja y nudosa de la viuda y la dejó sobre la mesa.
Billy vio que llevaba el membrete de Celtic Minerals.
—Estimada señora Evans —leyó el padre en voz alta—: La casa sita en la dirección antedicha es requerida para el uso de un minero en activo. —Celtic Minerals había construido la mayoría de las casas de Aberowen. Con los años, había vendido algunas a sus inquilinos, incluida la de la familia Williams; pero la mayor parte aún se alquilaba a los mineros—. De acuerdo con las condiciones de su contrato de arrendamiento, por —el padre hizo una pausa y Billy vio cómo se escandalizó—… ¡por la presente le comunico que dispone de dos semanas para abandonar la casa! —acabó.
—Aviso de desahucio… —dijo la madre—. ¡Y no hace ni seis semanas que enterró a su marido!
La señora de Dai Ponis gritó:
—¿A dónde voy a ir con cinco hijos?
Billy también se quedó horrorizado. ¿Cómo podía hacerle eso la compañía a una mujer cuyo marido había muerto en su mina?
—Está firmado por «Perceval Jones, director de la junta directiva» —dijo el padre.
—¿Qué arrendamiento? —preguntó Billy—. No sabía que los mineros tenían contratos de arrendamiento.
—No hay contrato escrito —contestó su padre—, pero la ley dice que existe un contrato implícito. Es una batalla que ya hemos librado y perdido. —Se volvió hacia la viuda—. En teoría, la casa es un beneficio del trabajo, pero, por lo general, a las viudas les permiten quedarse en ellas. A veces deciden dejarlas e irse a vivir a otro lado, quizá con sus padres. A menudo se casan de nuevo, con otro minero, que se hace cargo del contrato de arrendamiento. En realidad, a la compañía no le interesa echar a las viudas.
—Entonces, ¿por qué quieren deshacerse de mis hijos y de mí? —se lamentó la señora de Dai Ponis.
—Perceval Jones tiene prisa —intervino el abuelo—. Debe de creer que el precio del carbón va a subir. Por eso ha creado el turno del domingo.
El padre asintió.
—Quieren subir la producción, eso está claro, sea cual sea el motivo. Pero no lo lograrán desahuciando a viudas. —Se puso en pie—. No si puedo evitarlo.
Iban a desahuciar a ocho mujeres, todas viudas de hombres que habían muerto en la explosión. Habían recibido cartas idénticas de Perceval Jones, tal y como comprobó el padre esa misma tarde cuando fue a visitar a todas las viudas, acompañado de Billy. Sus reacciones variaron de la histeria de la señora de Hywel Jones, que no podía parar de llorar, al deprimente fatalismo de la señora de Roley Hughes, que dijo que su país necesitaba una guillotina como la de París para hombres como Perceval Jones.
Billy estaba indignadísimo. ¿Acaso no era suficiente castigo que estas mujeres hubieran perdido a sus maridos en la mina? ¿Debían quedarse sin hogar, además de viudas?
—¿Puede hacer esto la compañía, papá? —preguntó, mientras avanzaban por las terrazas de un gris sombrío, en dirección a la bocamina.
—Solo si lo permitimos, hijo. La clase trabajadora es más numerosa que la dirigente, y más fuerte. Dependen de nosotros para todo. Les proporcionamos la comida, construimos sus casas, les hacemos la ropa, y sin nosotros se mueren. No pueden hacer nada a menos que se lo permitamos. Nunca lo olvides.
Entraron en el despacho del capataz y se guardaron la gorra en el bolsillo.
—Buenas tardes, señor Williams —dijo Llewellyn el Manchas, nervioso—. Si no le importa esperar un momento, voy a ver si el señor Morgan puede atenderlo.
—No seas tonto, hijo, por supuesto que puede atenderme —dijo el padre, que, sin más preámbulos, entró en el despacho, seguido de Billy.
Maldwyn Morgan miraba un libro de contabilidad, pero Billy tenía la sensación de que fingía. El capataz alzó la mirada, sus mejillas rosadas, perfectamente afeitadas, como siempre.
—Entre, Williams —dijo, a pesar de que ya era innecesario.
A diferencia de muchos hombres, no tenía miedo al padre de Billy. Morgan había nacido en Aberowen, era hijo de un maestro de escuela y había estudiado ingeniería. Billy se dio cuenta de que su padre y el capataz se parecían mucho: eran inteligentes, se consideraban superiores a los demás y eran tercos.
—Ya sabe qué me trae por aquí, señor Morgan —dijo el padre.
—Lo imagino, pero aun así, cuéntemelo.
—Quiero que retire los avisos de desahucio.
—La compañía necesita las casas para los mineros.
—Habrá problemas.
—¿Me está amenazando?
—Menos humos —replicó el padre con buenas maneras—. Esas mujeres han perdido a sus maridos en su mina. ¿No se siente responsable de ellas?
Morgan alzó el mentón en un gesto defensivo.
—La comisión de investigación pública concluyó que la explosión no se debió a una negligencia de la compañía.
A Billy le entraron ganas de preguntarle cómo era posible que un hombre inteligente dijera tal cosa y no se avergonzara de sí mismo.
—La comisión halló una lista de infracciones tan larga como el tren de Paddington: material eléctrico que no estaba debidamente protegido, la falta de aparatos respiradores, falta de medios de extinción de incendios adecuados…
—Pero todas esas infracciones no causaron la explosión, ni las muertes de los mineros.
—No se pudo demostrar, más bien, que las infracciones causaran la explosión o las muertes.
Morgan se revolvió en el sillón, incómodo.
—No ha venido aquí a hablar sobre la comisión de investigación.
—He venido para hacerlo entrar en razón. Mientras hablamos, la noticia sobre el envío de estas cartas se está extendiendo por la ciudad. —El padre señaló hacia la ventana y Billy vio que el sol invernal se ponía tras la montaña—. Los hombres están ensayando con los coros, bebiendo en los pubs, acudiendo a reuniones de oración, jugando a ajedrez… Todos están hablando sobre el desahucio de las viudas. Y puede apostarse lo que quiera a que están furiosos.
—Debo preguntárselo de nuevo: ¿está intentando intimidar a la compañía?
A Billy le entraron ganas de estrangular a Morgan, pero su padre lanzó un suspiro.
—Mire, Maldwyn, nos conocemos desde la escuela. Sea razonable. Sabe que hay hombres del sindicato que serán más agresivos que yo. —Se refería al padre de Tommy Griffiths. Len Griffiths creía en la revolución y siempre albergaba la esperanza de que la siguiente disputa fuera la chispa que provocase el incendio. También quería el trabajo del padre de Billy. Era uno de aquellos hombres que propondría medidas drásticas.
—¿Me está diciendo que va a convocar una huelga? —inquirió Morgan
—Le estoy diciendo que los hombres se pondrán furiosos. No puedo predecir lo que harán. Pero yo no quiero problemas, y usted tampoco. Estamos hablando de ocho casas de ¿cuántas? ¿Ochocientas? He venido a preguntarle, ¿vale la pena?
—La compañía ha tomado la decisión —respondió Morgan, y Billy tuvo la intuición de que Maldwyn no estaba de acuerdo con la compañía.
—Pídale a la junta directiva que reconsidere la decisión. ¿Qué daño puede hacer eso?
Los modos afables de su padre impacientaban a Billy. Debería alzar la voz, señalarlo con el dedo y acusar a Morgan de la despiadada crueldad de la que la compañía era culpable a todas luces. Aquello era lo que habría hecho Len Griffiths.
Morgan no se inmutó.
—Estoy aquí para ejecutar las decisiones de la junta, no para cuestionarlas.
—De modo que los desahucios ya han sido aprobados por la junta —dijo el padre.
Morgan parecía nervioso.
—No he dicho eso.
Pero lo había dado a entender, pensó Billy, gracias al astuto interrogatorio de su padre. Quizá los buenos modales no eran tan mala idea.
Su padre probó una táctica distinta.
—¿Y si encontrara ocho casas cuyos ocupantes estuvieran dispuestos a alojar a los nuevos mineros como inquilinos?
—Estos hombres tienen familia.
El padre respondió de forma lenta y deliberada:
—Podríamos alcanzar un acuerdo, si está dispuesto a ello.
—La compañía debe tener el poder de gestionar sus propios asuntos.
—¿Sin tener en cuenta las consecuencias hacia los demás?
—Es nuestra mina de carbón. La compañía hizo prospecciones del terreno, negoció con el conde, construyó la mina y compró la maquinaria; y construyó las casas para alojar a los mineros. Asumimos los gastos de todo esto y es propiedad nuestra, y no permitiremos que nadie nos diga lo que debemos hacer con ello.
El padre se puso la gorra.
—Pero usted no puso el carbón bajo la tierra, ¿verdad, Maldwyn? —preguntó—. Lo hizo Dios.
El padre intentó reservar la sala de actos del ayuntamiento para celebrar una reunión a las siete y media de la tarde del día siguiente, pero se le había adelantado el Club de Teatro Aficionado de Aberowen, que estaba ensayando Enrique IV, Primera parte, por lo que decidió que los mineros se reunirían en el templo de Bethesda. Billy y su padre, junto con Len, Tommy Griffiths y unos cuantos sindicalistas activos más, fueron por la ciudad anunciando la reunión verbalmente y colgando carteles hechos a mano en pubs y templos.
A las siete y cuarto del día siguiente, la iglesia estaba lleno a rebosar. Las viudas se sentaron en primera fila, y los demás permanecieron en pie. Billy se encontraba en un lateral, cerca de la parte delantera, donde podía ver las caras de los hombres. Tommy Griffiths estaba a su lado.
Billy se sentía orgulloso de su padre por su audacia, su inteligencia y por el hecho de que se hubiera vuelto a poner la gorra antes de salir del despacho de Morgan. Aun así, le habría gustado que hubiera sido más agresivo. Debería haberse dirigido a Morgan del mismo modo en que lo hizo a la congregación de Bethesda, anunciando el fuego eterno y azufre para aquellos que se negaran a ver la simple verdad.
A las siete y media en punto, David Williams pidió silencio. Con su voz autoritaria y de predicador, leyó la carta que Perceval Jones le había enviado a la señora de Dai Ponis.
—Esta misma carta se ha enviado a las ocho viudas de los hombres que murieron en la explosión de la mina, hace seis semanas.
Varios hombres gritaron:
—¡Vergüenza!
—De acuerdo con nuestras reglas, los asistentes hablarán únicamente cuando el moderador de la reunión les conceda la palabra, ya que de este modo podremos escuchar a todo el mundo. Quiero pediros que respetéis la norma, incluso en una ocasión como esta en que los sentimientos están a flor de piel.
—¡Es una puta vergüenza! —gritó alguien.
—Basta, basta, Griff Pritchard, nada de palabras malsonantes, por favor. Nos encontramos en un templo y, además, hay damas entre nosotros.
Dos o tres de los hombres dijeron:
—Eso, eso. —Pronunciaron las palabras con su acento galés cerrado.
Griff Pritchard, que se había pasado toda la tarde en el Two Crowns, desde que acabó su turno, dijo:
—Lo siento, señor Williams.
—Ayer tuve una reunión con el capataz de la mina, y le pedí formalmente que retirara los avisos de desahucio, pero se negó. Me insinuó que la junta directiva había tomado la decisión, y que no tenía potestad para cambiarla, ni tan siquiera para cuestionarla. Lo presioné para que accediera a negociar alternativas, pero dijo que la compañía tenía derecho a gestionar sus propios asuntos sin intromisiones. Es toda la información que puedo daros. —Billy pensó que fue una intervención muy mesurada. Quería que su padre llamara a la revolución, pero se limitó a señalar a un hombre que había levantado la mano—. John Jones el Tendero.
—He vivido en el número 23 de Gordon Terrace toda mi vida —dijo Jones—. Nací allí y no me he movido de allí. Pero mi padre murió cuando tenía once años. Fue una situación muy dura para mi madre, pero le permitieron quedarse. Cuando yo tenía trece años empecé a bajar a la mina y ahora pago el alquiler. Siempre ha sido así. Nadie nos amenazó con echarnos.
—Gracias, John Jones. ¿Deseas presentar alguna moción?
—No, solo quería comentar mi caso.
—Yo sí quiero presentar una moción —exclamó una nueva voz—. ¡Huelga!
Se alzó un coro unánime de asentimiento.
—Dai el Llorica —dijo el padre de Billy, concediéndole la palabra.
—Este es mi punto de vista —dijo el capitán del equipo de rugby de la ciudad—: no podemos consentir que la compañía se salga con la suya. Si les permitimos que desahucien a las viudas, ninguno de nosotros creerá que nuestras familias están seguras. Un hombre podría trabajar toda su vida para Celtic Minerals y morir en la mina, y al cabo de dos semanas su familia podría encontrarse de patitas en la calle. Dai el Sindicalista ha estado en el despacho de Morgan «Se ha ido a Merthyr» y ha intentado hacerlo entrar en razón, pero no ha servido de nada; de modo que la única alternativa que nos queda es ir a la huelga.
—Gracias, Dai —dijo el padre—. ¿Debo considerarlo como una moción formal para convocar una huelga?
—Así es.
A Billy le sorprendió que su padre aceptase tan rápidamente. Sabía que prefería evitar las huelgas.
—¡Votemos! —gritó alguien.
—Antes de someter la propuesta a votación —repuso el padre de Billy—, tenemos que decidir cuándo debería celebrarse la huelga.
«Ah —pensó Billy—, no va a aceptarlo.»
—Podríamos empezar el lunes —prosiguió su padre—. De este modo, mientras llevamos a cabo los preparativos, la amenaza de una huelga podría hacerlos cambiar de opinión, y nosotros nos saldríamos con la nuestra sin perder ingresos.
Billy se dio cuenta de que su padre quería lograr un aplazamiento como mal menor.
Sin embargo, Len Griffiths había llegado a la misma conclusión.
—¿Puedo hablar, señor moderador? —preguntó. El padre de Tommy estaba calvo, pero tenía flequillo y bigote negros. Dio un paso al frente y se situó junto al padre de Billy, de cara a la multitud, para transmitir la sensación de que ambos poseían la misma autoridad. Los hombres callaron. Len, al igual que Williams y Dai el Llorica, era uno de los pocos elegidos a los que siempre escuchaban con un respetuoso silencio—. Os pregunto, ¿es una decisión sabia dar cuatro días de gracia a la compañía? Imaginemos que no cambian de opinión, lo cual parece muy probable, dado lo tercos que han sido hasta ahora. Llegará el lunes, no habremos logrado nada, y a las viudas les quedará menos tiempo. —Alzó un poco más la voz para aumentar el efecto retórico—. Os digo, camaradas: ¡no cedáis ni un milímetro!
Hubo una ovación y Billy se unió a ella.
—Gracias, Len —dijo Williams—. Así pues, tengo dos mociones sobre la mesa: huelga ahora o huelga el lunes. ¿Quién más quiere hablar?
Billy observó cómo moderaba la reunión su padre. El siguiente hombre al que llamó fue Giuseppe «Joey» Ponti, solista del Coro de Voces Masculinas de Aberowen, hermano mayor de Johnny, el compañero de escuela de Billy. A pesar de su nombre italiano, había nacido en Aberowen y hablaba con el mismo acento que los demás presentes. Él también estaba a favor de ir a la huelga de inmediato.
Entonces dijo el padre:
—Para ser justos, ¿podría salir a hablar alguien que estuviera a favor de convocar la huelga el lunes?
Billy se preguntó por qué su padre no se aprovechaba de su autoridad personal para equilibrar la situación. Si defendía la opción del lunes, tal vez lograría que los demás mineros cambiasen de opinión. Pero, claro, si fracasaba, se encontraría en una posición incómoda, ya que tendría que declarar una huelga a la que se había mostrado contrario. Se dio cuenta de que su padre no tenía total libertad para decir lo que sentía.
La discusión abarcó diversos temas más. Había grandes reservas de carbón, por lo que la dirección podía aguantar cierto tiempo; sin embargo, también había mucha demanda, por lo que seguramente querrían vender mientras pudieran. La primavera estaba a la vuelta de la esquina, por lo que dentro de poco las familias de los mineros podrían apañárselas sin su cupo gratuito de carbón. Los argumentos de los mineros se fundamentaban en una antigua práctica, pero, a buen seguro, las leyes debían de estar del lado de los patronos.
El padre de Billy dejó que prosiguiera la discusión, y algunas de las intervenciones fueron muy aburridas. El muchacho se preguntó qué motivaba a su padre a comportarse de aquel modo, e imaginó que debía de estar esperando a que se enfriaran los ánimos. Pero, al final, tuvo que someter la cuestión a votación.
—En primer lugar, todos los que se opongan a convocar la huelga.
Unos cuantos hombres levantaron la mano.
—Ahora, los que estén a favor de empezar la huelga el lunes.
La propuesta recibió muchos votos, pero Billy no estaba seguro de que bastaran para ganar. Dependería del número de hombres que se abstuvieran.
—Para finalizar, los que estén a favor de ir a la huelga mañana.
Estalló una gran ovación y un mar de brazos se agitó en el aire. No había dudas acerca del resultado.
—Se aprueba la moción de declarar la huelga a partir de mañana —dijo el padre de Billy.
Nadie propuso un recuento de votos.
Se disolvió la asamblea. Mientras salían, Tommy exclamó con alegría:
—Pues parece que mañana vamos a tener el día libre.
—Sí —concedió Billy—. Y sin dinero que gastar.
La primera vez que Fitz se acostó con una prostituta, intentó besarla; no porque quisiera, sino porque creía que era lo habitual. «No beso», le espetó ella con su acento cockney, y desde entonces no había vuelto a intentarlo. Bing Westhampton decía que muchas prostitutas se negaban a besar, lo cual era extraño, teniendo en cuenta el poco pudor que mostraban en otros aspectos de las relaciones carnales. Tal vez aquella prohibición les servía para conservar un vestigio de su dignidad.
Las chicas que pertenecían a la clase social de Fitz no podían besar a nadie antes del matrimonio. Lo hacían, por supuesto, pero solo en contados momentos de breve intimidad, en una sala lateral que de repente quedaba vacía, o tras un rododendro, en un jardín campestre. Nunca había tiempo para que la pasión fuera a más.
La única mujer a la que Fitz había besado como es debido era su mujer, Bea. Ella le entregó su cuerpo del mismo modo en que un cocinero presentaría un pastel especial, aromático, recubierto de azúcar y decorado de una manera preciosa, para su disfrute personal. Ella le dejaba hacer lo que quería, pero no le pedía nada. Le ofrecía los labios para que se los besara, abría la boca a su lengua, pero Fitz nunca tenía la sensación de que su mujer anhelaba su roce.
Ethel besaba como si solo le quedara un minuto de vida.
Se encontraban en la Suite Gardenia, junto a la cama cubierta con las sábanas para protegerla del polvo, abrazados el uno al otro. Ella le devoraba la lengua, le mordía los labios, le lamía la garganta y, al mismo tiempo, le acariciaba el pelo, lo agarraba de la nuca y le metía las manos bajo el chaleco para poder frotar las palmas en su pecho. Cuando se separaron, sin aliento, ella le agarró la cara con ambas manos, le inmovilizó la cabeza, lo miró fijamente y le dijo:
—Eres tan guapo…
Fitz se sentó en el borde de la cama, cogiéndole las manos, y ella permaneció frente a él. El conde sabía que algunos hombres tenían la costumbre de seducir a sus sirvientas, pero él no. Cuando tenía quince años se enamoró de una camarera de la casa de Londres: su madre tardó pocos días en descubrirlo y despidió a la chica de inmediato. Su padre se limitó a sonreír y dijo: «Aun así, has hecho una buena elección». Desde entonces, no había tocado a ninguna sirvienta. Pero no pudo resistirse a Ethel.
—¿Por qué has vuelto? —le preguntó la chica—. Se suponía que debías quedarte en Londres durante todo el mes de mayo.
—Quería verte. —Se dio cuenta de que Ethel no acababa de creerlo—. No dejaba de pensar en ti, todo el día, a diario; tenía que regresar.
Ella se inclinó hacia delante y lo besó de nuevo. Fitz alargó el beso, se dejó caer lentamente sobre la cama y la arrastró consigo hasta que Ethel quedó encima de él. Era tan delgada que apenas pesaba más que una niña. Se le escapó un mechón de pelo de la horquilla y Fitz hundió los dedos en sus brillantes rizos.
Al cabo de un rato, Ethel se quitó de encima de él, jadeando. El conde se apoyó en el codo y la miró fijamente. Ella le había dicho que era muy guapo, pero en ese preciso instante la joven era el ser más hermoso que jamás había visto. Tenía las mejillas sonrojadas, el cabello alborotado, y los labios, rojos, húmedos y entreabiertos. Los ojos oscuros de la chica lo miraban con adoración.
Fitz puso una mano sobre su cadera y le acarició el muslo. Ella le tomó la mano y se la agarró con fuerza, como si tuviera miedo de que fuera a llegar demasiado lejos.
—¿Por qué te llaman Fitz? —le preguntó—. Tu nombre es Edward, ¿verdad?
El conde estaba convencido de que era una artimaña para intentar que la pasión se enfriara.
—Empezó en la escuela —respondió él—. Todos los niños tenían un apodo. En cierta ocasión, Walter von Ulrich vino conmigo a casa durante unas vacaciones, y a Maud se le pegó de él.
—Antes de eso, ¿cómo te llamaban tus padres?
—Teddy.
—Teddy —repitió Ethel, para recrearse en su sonido—. Me gusta más que Fitz.
El conde le acarició el muslo de nuevo, y esta vez ella se lo permitió. La besó y levantó lentamente la larga falda de su vestido negro de ama de llaves. Ethel llevaba medias de media pierna, y Fitz le acariciaba las rodillas desnudas. Por encima llevaba unos calzones largos de algodón. Le acarició las piernas por encima del algodón y acercó la mano al punto donde se unían sus muslos. Cuando la tocó ahí, Ethel lanzó un gemido y levantó las caderas para sentir el roce de su mano.
—Quítatelos —susurró él.
—¡No!
Fitz encontró el cordón en la cintura. Estaba atado con un lazo y lo deshizo de un tirón.
Ella volvió a poner su mano sobre la del conde de nuevo.
—Para.
—Solo quiero tocarte ahí.
—Yo lo quiero más que tú —replicó ella—. Pero no.
Fitz se arrodilló en la cama.
—No haremos nada que no quieras —le dijo—. Te lo prometo. —Entonces agarró los calzones con ambas manos y los rasgó.
Ethel dio un grito de sorpresa, pero no opuso resistencia. Fitz volvió a tumbarse y la exploró con la mano. La chica abrió las piernas de inmediato. Cerró los ojos y empezó a jadear, como si hubiera corrido. El conde supuso que nadie la había tocado de aquel modo antes, y una vocecilla le dijo que no se aprovechara de su inocencia, pero había sucumbido al deseo y ya no escuchaba.
El conde se desabrochó los pantalones y se puso encima de ella.
—No —dijo Ethel.
—Por favor.
—¿Y si me quedo embarazada?
—Me apartaré antes de acabar.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo —dijo, y se introdujo en ella.
Sintió una obstrucción. Ethel era virgen. Su conciencia habló de nuevo, y esta vez no fue con una vocecilla. Se detuvo. Sin embargo, entonces era ella quien había llegado demasiado lejos. Lo agarró de las caderas y lo atrajo hacia sí, mientras ella se alzaba un poco al mismo tiempo. Fitz sintió algo que se desgarraba, la chica soltó un grito agudo de dolor y desapareció la obstrucción. Mientras él entraba y salía, ella se acoplaba a su ritmo con ansiedad. Abrió los ojos y lo miró a la cara.
—Oh, Teddy, Teddy —exclamó, y Fitz se dio cuenta de que Ethel lo amaba.
Aquel pensamiento lo conmovió de tal manera que estuvo a punto de romper a llorar y, al mismo tiempo, lo excitó tanto que le hizo perder el control y alcanzó el clímax mucho antes de lo previsto. Se retiró de forma rápida y desesperada, y derramó su semilla sobre el muslo de Ethel, con un gemido, mezcla de pasión y decepción. Ella lo agarró de la nuca, lo atrajo hacia sí, lo besó apasionadamente, cerró los ojos y soltó un pequeño grito preñado de sorpresa y placer; entonces todo acabó.
«Espero haberme apartado a tiempo», pensó Fitz.
Ethel prosiguió con sus quehaceres habituales, pero se sentía como si tuviera un diamante secreto en el bolsillo que podía tocar de vez en cuando, y sentir su superficie pulida y sus bordes afilados mientras nadie la veía.
En sus momentos más serenos le preocupaba lo que significaba aquel amor y hacia dónde iba, y de vez en cuando la aterraba el pensamiento de lo que diría su padre socialista, temeroso de Dios, si llegaba a averiguarlo alguna vez. Pero gran parte del tiempo se sentía como si estuviera cayendo y no tuviera forma de evitarlo. Le gustaba todo lo referente a Fitz, su modo de caminar, su olor, su ropa, sus buenos modales, su aire de autoridad. También le gustaba la cara de desconcierto que ponía de vez en cuando. Y cuando salía del dormitorio de su mujer con aquella mirada dolida, se le partía el corazón. Estaba enamorada de él y había perdido el control sobre sí misma.
La mayoría de los días hablaba con él al menos una vez y, por lo general, lograban pasar un rato a solas y darse un beso largo y anhelado. El simple hecho de besarlo hacía que se mojara, y en ocasiones tenía que limpiarse los calzones en mitad del día. Fitz también se tomaba otras libertades siempre que se le presentaba la oportunidad, y le acariciaba todo el cuerpo, lo que la excitaba aún más. Habían tenido la oportunidad de encontrarse y tumbarse en la cama de la Suite Gardenia en dos ocasiones más.
Una cosa desconcertó a Ethel: las dos ocasiones en que se acostaron, Fitz la mordió, con bastante fuerza, primero en la parte interior del muslo y luego en un pecho, lo que provocó que soltara un grito de dolor, que él se apresuró a silenciar. Su reacción pareció enardecerlo aún más. Y, aunque le dolió, a ella también le excitó el mordisco o, cuando menos, el pensamiento de que Fitz la deseaba con tal pasión, que se veía obligado a expresarlo de aquel modo. Ethel no sabía si aquello era normal, y tampoco podía preguntárselo a nadie.
No obstante, su principal preocupación era que un día Fitz no pudiera apartarse en el momento preciso. La tensión era tan alta que casi era un alivio cuando la princesa Bea y él tenían que regresar a Londres.
Antes de que el conde se fuera, Ethel lo convenció de que diera de comer a los hijos de los mineros en huelga.
—No a los padres, porque no puedes tomar partido públicamente —dijo—. Solo a los niños. La huelga ya dura dos semanas, y les están dando raciones ínfimas. No te costaría demasiado. Deben de ser unos quinientos, calculo. Y te amarían por ello, Teddy.
—Podríamos poner un toldo en el jardín —dijo él, tumbado en la cama de la Suite Gardenia, con los pantalones desabrochados y la cabeza apoyada en el regazo de Ethel.
—Y podemos preparar la comida aquí, en la cocina —dijo el ama de llaves, entusiasmada—. Un guiso con carne y patatas, y todo el pan que puedan comer.
—Y un pudin de sebo con pasas, ¿sí?
Ethel se preguntó si Fitz la amaba. En ese momento sintió que el conde habría hecho cualquier cosa que le hubiera pedido: le habría regalado joyas, la habría llevado a París, les habría comprado una bonita casa a sus padres. Ella no quería nada de eso, pero ¿qué quería? No lo sabía y se negaba a dejar que su felicidad quedara arruinada por una serie de preguntas sin respuesta sobre el futuro.
Al cabo de unos días se encontraba en el jardín del ala este, el sábado a mediodía, observando cómo los niños de Aberowen devoraban su primer almuerzo gratuito. Fitz no se dio cuenta de que aquella comida era mejor que la que podían ofrecerles sus padres cuando trabajaban. ¡Estaban comiendo pudin de sebo con pasas! A los padres no les permitieron entrar, pero la mayoría de las madres se quedaron fuera, mirando a sus afortunados retoños. Mientras los observaba, vio que alguien le hacía gestos con la mano, y se dirigió hacia la persona en cuestión por el camino.
El grupo que había frente a las puertas estaba formado principalmente por mujeres: los hombres no cuidaban de los hijos, ni tan siquiera durante una huelga. Se arremolinaron en torno a Ethel, con inquietud.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó ella.
—¡Han desahuciado a todo el mundo! —contestó la señora de Dai Ponis.
—¿A todo el mundo? —preguntó Ethel, que no entendió la respuesta—. ¿A quién?
—A todos los mineros que tienen la casa arrendada a Celtic Minerals.
—¡Cielos! —Ethel se quedó horrorizada—. Que Dios se apiade de nosotros. —El desconcierto siguió a la conmoción—. Pero ¿por qué? ¿En qué beneficia esta decisión a la compañía? Se quedarán sin mineros.
—Esos hombres —dijo la señora de Dai Ponis—, en cuanto se meten en pelea, lo único que les importa es ganar. No cederán, sea cual sea el precio que tienen que pagar. Son todos iguales. Aunque si pudiera, ya lo creo que me gustaría tener a Dai a mi lado de nuevo.
—Es horrible.
Ethel se preguntó cómo iba a encontrar suficientes esquiroles la compañía para mantener el pozo en funcionamiento. Si cerraban la mina, la ciudad moriría. No habría clientes para las tiendas, no habría niños para las escuelas, no habría pacientes para los médicos… Y su padre también se quedaría sin trabajo. Nadie se había imaginado que Perceval Jones se mostraría tan obstinado.
—Me pregunto qué diría el rey si lo supiera —dijo la señora de Dai Ponis.
Ethel también se lo preguntó. Le pareció que el rey mostraba una compasión sincera, pero no debía de saber que habían desahuciado a las viudas.
Entonces, se le ocurrió algo.
—Quizá deberías decírselo —repuso.
La señora de Dai Ponis se rió.
—Lo haré la próxima vez que lo vea.
—Podrías escribirle una carta.
—No digas tonterías, Ethel.
—Hablo en serio. Deberías hacerlo. —Miró al grupo de mujeres que las rodeaba—. Una carta firmada por las viudas a las que el rey visitó, en la que le decís que van a echaros de vuestra casa y que la ciudad está en huelga. Entonces seguro que se interesaría por el asunto.
La señora de Dai Ponis se asustó.
—No me gustaría meterme en problemas.
La señora Minnie Ponti, una mujer rubia y delgada de firmes opiniones, le dijo:
—No tienes marido, ni hogar, ni lugar a donde ir, ¿en qué otros problemas podrías meterte?
—Es cierto. Pero no sabría qué decirle. ¿Qué se pone? ¿«Estimado rey» o «Estimado Jorge V» o qué?
—Se pone: «Su Excelentísima Majestad». Sé todas estas tonterías de trabajar aquí. Venga, hagámoslo. Vamos a la sala de los sirvientes.
—¿Podemos hacerlo?
—Ahora soy el ama de llaves. Soy quien dice qué se puede hacer y qué no.
La mujer la siguió por el camino que conducía a la parte posterior de la mansión, a la cocina. Se sentaron a la mesa de los criados y la cocinera preparó una tetera. Ethel tenía una pila de hojas en blanco que utilizaba para mantener la correspondencia con los comerciantes.
—«Su Excelentísima Majestad» —dijo, mientras escribía—. ¿Y ahora qué?
La señora de Dai Ponis dijo:
—«Disculpe nuestra osadía al escribir a Su Majestad.»
—No —dijo Ethel, con contundencia—. No pidas disculpas. Es nuestro rey, tenemos derecho a realizar una petición. Pongamos: «Somos las viudas a las que Su Majestad visitó en Aberowen después de la explosión de la mina».
—Muy bien —exclamó la señora Ponti.
Ethel prosiguió:
—«Nos honró con su visita, y nos sentimos consoladas por sus amables condolencias y por la gentil compasión que mostró Su Majestad la reina».
—Posee un don para este tipo de situaciones, como su padre —dijo la señora de Dai Ponis.
—Ya basta de darle coba —terció la señora Ponti.
—De acuerdo. Y ahora: «Acudimos a Su Majestad para solicitarle ayuda. Porque nuestros maridos han muerto y van a desahuciarnos».
—«Celtic Minerals va a desahuciarnos» —la corrigió la señora Ponti.
—«Celtic Minerals va a desahuciarnos. Todos los mineros se han declarado en huelga por nosotros, pero ahora también van a desahuciarlos a ellos.»
—No te alargues demasiado —dijo la señora de Dai Ponis—. Quizá esté demasiado ocupado para leerla.
—De acuerdo. Pues acabemos así: «¿Es este el tipo de comportamiento que debería permitirse en su reino?».
—Es una expresión un poco blanda.
—No, ya está bien —dijo la señora de Dai Ponis—. Apela a su sentido de la justicia.
—«Tenemos el honor de ser, señor, los más humildes y obedientes sirvientes de Su Majestad» —dijo Ethel.
—¿Hay que poner eso? —preguntó la señora Ponti—. No soy una sirvienta. Sin ánimo de ofender, Ethel.
—Es un formalismo habitual. El conde lo utiliza cuando escribe una carta a The Times.
—Entonces, de acuerdo.
Ethel pasó la carta a las presentes.
—Poned vuestras direcciones junto a vuestras firmas.
—Tengo muy mala letra, escribe tú mi nombre —le pidió la señora Ponti.
Ethel iba a quejarse, cuando se le ocurrió que tal vez la señora Ponti era analfabeta, de modo que no dijo nada y se limitó a escribir: «Señora Minnie Ponti, 19 Wellington Row».
Escribió la dirección en el sobre:
Su Majestad el Rey
Palacio de Buckingham
Londres
Cerró el sobre y puso un sello.
—Pues ya está —dijo, y las mujeres le dedicaron un fuerte aplauso.
Envió la carta el mismo día.
Jamás recibieron respuesta.
El último sábado de marzo era un día gris en Gales del Sur. Las nubes bajas ocultaban las cimas de las montañas y una lluvia incesante caía sobre Aberowen. Ethel y la mayoría de las sirvientas de Ty Gwyn abandonaron sus puestos de trabajo (ya que el conde y la princesa estaban en Londres) y fueron caminando a la ciudad.
Habían enviado policías de Londres para evitar altercados durante los desahucios; estaban por todas las calles, con sus pesadas gabardinas empapadas. La huelga de las viudas se había convertido en una noticia de alcance nacional, varios periodistas de Cardiff y Londres habían llegado en el primer tren de la mañana, y se dedicaban a fumar cigarrillos y a escribir en sus libretas. Había, incluso, una gran cámara montada sobre un trípode.
Ethel se encontraba con su familia, frente a su casa, observando lo que acontecía. Su padre estaba contratado por el sindicato, no por Celtic Minerals, y la casa era de su propiedad; pero gran parte de sus vecinos iban a ser desahuciados. Durante el transcurso de la mañana, sacaron sus posesiones a la calle: camas, mesas y sillas, ollas y orinales, una fotografía enmarcada, un reloj, una caja naranja con la vajilla y la cubertería, unas cuantas piezas de ropa envueltas en periódico y atadas con un cordel. Frente a cada puerta había un pequeño montón de objetos sin apenas valor, como si fuera la ofrenda de un sacrificio.
El rostro de su padre era una máscara de rabia contenida. Billy parecía dispuesto a pelearse con cualquiera. El abuelo no dejaba de negar con la cabeza y de decir:
—Jamás había visto algo así en mis setenta años de vida.
La madre tan solo tenía una expresión adusta.
Ethel se echó a llorar y no pudo parar.
Algunos de los mineros habían encontrado trabajo, pero no era fácil: un minero no siempre se adaptaba bien a un empleo de dependiente o de conductor de autobús, los empresarios lo sabían y se negaban a darles trabajo cuando veían el polvillo de carbón bajo sus uñas. Media docena de hombres se habían convertido en marineros mercantes, contratados como fogoneros; pidieron un adelanto del suelo para dárselo a sus mujeres antes de echarse a la mar. Unos cuantos habían decidido irse a Cardiff o Swansea, con la esperanza de hallar ocupación en una fundición. Muchos se habían ido a vivir con familiares, en las ciudades cercanas. Los demás encontraron un hueco en otras casas de Aberowen, con familias no mineras, hasta que finalizara la huelga.
—El rey no ha respondido a la carta de las viudas —le dijo Ethel a su padre.
—No has manejado bien el asunto —le dijo él—. Fíjate en Emmeline Pankhurst. No creo que las mujeres deban tener derecho a voto, pero sabe cómo llamar la atención.
—¿Qué debería haber hecho? ¿Lograr que me detuvieran?
—No es necesario llegar a ese extremo. Si hubiera sabido lo que estabas haciendo, te habría aconsejado que enviaras una carta al Western Mail.
—No se me pasó por la cabeza. —Ethel quedó abatida al darse cuenta de que había fracasado y de que podría haber hecho algo para evitar los desahucios.
—El periódico habría preguntado a palacio si habían recibido la carta, y al rey le habría resultado más difícil decir que no iba a haceros caso.
—Maldita sea, ojalá te hubiera pedido consejo.
—No digas palabrotas —le ordenó su madre.
—Lo siento, mamá.
Los policías de Londres observaban la escena con perplejidad, sin entender el orgullo y la tozudez insensatos que habían conducido a esa situación. No se veía a Perceval Jones por ningún lado. Un periodista del Daily Mail le pidió una entrevista a su padre, pero el periódico era hostil hacia los trabajadores, por lo que Williams se negó.
No había suficientes carretillas en la ciudad, de modo que la gente tuvo que turnarse para trasladar sus bienes. El proceso se alargó durante varias horas, pero a media tarde el último montón de posesiones había desaparecido, y las llaves colgaban de las cerraduras de las puertas de la calle. Los policías regresaron a Londres.
Ethel se quedó fuera un rato. Las ventanas de las casas vacías la miraban inexpresivamente, y la lluvia corría por las calles sin finalidad. Miró hacia la pizarra gris y mojada de los tejados, cuesta abajo hacia los edificios de la bocamina, desperdigados por la vaguada del valle. Vio a un gato caminando por las vías del tren, pero, por lo demás, no se apreciaba movimiento alguno. No salía humo de la sala de máquinas, y las grandes ruedas gemelas del cabrestante permanecían en lo alto de la torre, inmóviles e inútiles bajo la lluvia fina e incesante.