Febrero de 1914
A las diez y media, el espejo de la entrada de la casa de Mayfair del conde Fitzherbert reflejaba la imagen de un hombre alto, vestido de forma impecable con el traje de día de un caballero inglés de clase alta. Llevaba una camisa de cuello duro que delataba su desdén por los cuellos lacios, y lucía una perla prendida en la corbata plateada. Algunos de sus amigos opinaban que era indecoroso vestir bien. «Te aseguro, Fitz, que pareces un maldito sastre, a punto de abrir su comercio por la mañana», le había dicho una vez el joven marqués de Lowther. Sin embargo, Lowthie era un hombre sucio y desaliñado, que siempre iba con el chaleco lleno de migas y los puños de la camisa manchados de ceniza de cigarro, y quería que todo el mundo fuese igual de desastrado que él. Fitz detestaba llevar la ropa sucia; le sentaba bien ir siempre pulcro y elegante.
Se puso un sombrero de copa de color gris. Empuñando el bastón con la mano derecha y con un par de guantes de ante gris en la izquierda, salió de la casa en dirección al sur de la ciudad. A la altura de Berkeley Square, una muchacha de unos catorce años se acercó a él, le guiñó un ojo y le dijo:
—¿Te la chupo por un chelín?
Atravesó Piccadilly y entró en Green Park. Unos cuantos copos de nieve se arremolinaban en torno a las raíces de los árboles. Pasó por delante del palacio de Buckingham y se adentró en un vecindario muy poco atractivo cerca de la estación Victoria. Tuvo que pedirle a un policía indicaciones para llegar a Ashley Gardens. Al final, resultó que la calle estaba detrás de la catedral católica. «Francamente —se dijo Fitz—, si uno espera recibir la visita de un miembro de la nobleza, lo mínimo que podría hacer es tener el despacho en un barrio respetable.»
Lo había convocado allí un viejo amigo de su padre llamado Mansfield Smith-Cumming. Oficial retirado de la Armada, Smith-Cumming trabajaba ahora en algún asunto impreciso dentro del Ministerio de Guerra. Le había remitido a Fitz una nota más bien sucinta: «Me complacería enormemente intercambiar unas palabras con usted en relación con una cuestión de importancia nacional. ¿Podría venir a verme mañana por la mañana hacia las once, por ejemplo?». La nota estaba escrita a máquina y firmada, con tinta verde, únicamente con la letra «C».
En el fondo, Fitz se sentía gratamente complacido por que un miembro del gobierno quisiera hablar con él. Le horrorizaba pensar que lo considerasen una especie de figura decorativa, un aristócrata adinerado sin otra función en la vida más que aderezar con su presencia las reuniones sociales. Esperaba que fueran a pedirle asesoramiento, tal vez acerca de su antiguo regimiento, los Fusileros Galeses, o quizá le encomendaran alguna tarea relacionada con los Territorials de Gales del Sur, de los cuales él era coronel honorífico. En cualquier caso, lo cierto era que el simple hecho de que lo hubieran convocado a una reunión en el Ministerio de Guerra le hacía sentir que no era del todo superfluo.
Si es que aquello era en verdad el Ministerio de Guerra… La dirección resultó corresponder con un moderno edificio de apartamentos. Un portero dirigió a Fitz a un ascensor. El apartamento de Smith- Cumming parecía ser mitad vivienda, mitad despacho, pero un joven extremadamente eficiente con aspecto de militar le dijo a Fitz que «C» lo recibiría enseguida.
Por contra, lo cierto era que «C» no mostraba aspecto de militar. Rollizo y con una calva incipiente, poseía una nariz enorme y aguileña y llevaba monóculo. Tenía el despacho atestado de un surtido de objetos de toda índole: maquetas de aviones, un telescopio, una brújula y un óleo de unos campesinos frente a un pelotón de fusilamiento. El padre de Fitz solía referirse a Smith-Cumming como al «capitán de barco que siempre se mareaba», y su carrera en la Armada no había sido brillante. ¿Qué estaba haciendo allí?
—¿A qué se dedica exactamente este departamento? —inquirió Fitz.
—Es el Departamento de Exteriores de los servicios secretos —contestó C.
—No sabía que tuviéramos servicios secretos.
—Si la gente lo supiera, ya no serían secretos.
—Entiendo. —Fitz sintió una punzada de entusiasmo; era muy halagador recibir información confidencial.
—Confío en que tendrá la amabilidad de no mencionárselo a nadie.
Fitz se dio cuenta de que le acababa de dar una orden, aunque formulada muy educadamente.
—Por supuesto —contestó. Se sentía muy complacido por formar parte de un círculo restringido. ¿Significaba aquello que C iba a pedirle que trabajase para el Ministerio de Guerra?
—Lo felicito por el éxito de la recepción que ofreció a los reyes en su casa. Tengo entendido que reunió a un nutrido grupo de jóvenes muy bien relacionados para que Su Majestad pudiera conocerlos.
—Gracias. A decir verdad, fue una reunión social más bien discreta, pero me temo que es imposible impedir que se propaguen esa clase de noticias.
—Y ahora se lleva usted a su esposa a Rusia.
—La princesa es rusa y quiere visitar a su hermano. Es un viaje que llevamos retrasando ya demasiado tiempo.
—Y Gus Dewar va a acompañarlos.
Por lo visto, C estaba al tanto de todo.
—Está dando la vuelta al mundo —explicó Fitz—. Nuestros planes han coincidido.
C se recostó en el asiento y empezó a hablar en tono informal.
—¿Sabe usted por qué pusieron al almirante Alexéiev al frente del ejército ruso en la guerra contra Japón, a pesar de que carecía por completo de experiencia en el combate terrestre?
Puesto que había pasado algún tiempo en Rusia cuando apenas era un muchacho, Fitz había seguido con atención el desarrollo de la guerra ruso-japonesa de 1904-1905, pero no conocía aquella historia.
—No. ¿Por qué?
—Bien, parece ser que el gran duque Alexis se vio implicado en una pelea en un burdel de Marsella y fue detenido por la policía francesa. Alexéiev acudió en su auxilio y contó a los gendarmes que había sido él y no el zarevich el causante de los disturbios. La similitud de sus nombres dio credibilidad a la historia y dejaron en libertad al gran duque. La recompensa de Alexéiev consistió en su nombramiento al mando del ejército.
—Con razón perdieron la guerra.
—Pese a todo, los rusos poseen el ejército más numeroso del mundo: seis millones de hombres, según algunos cálculos, contando a los reservistas. Pero ¿cuán eficientes serían… en una guerra europea, pongamos por caso?
—No he vuelto desde que me casé —contestó Fitz—. No estoy seguro.
—Nosotros tampoco. Ahí es donde entra usted; me gustaría que realizase algunas pesquisas durante su estancia en el país.
Fitz estaba muy sorprendido.
—Pero estoy convencido de que nuestra embajada sabría encargarse de algo así.
—Por supuesto. —C se encogió de hombros—. Pero a los diplomáticos siempre les interesa mucho más la política que los asuntos militares.
—Sí, es cierto, pero debe de haber algún agregado militar.
—Alguien ajeno a los círculos habituales como usted mismo podría aportar una visión más fresca y mucho más diáfana… de modo similar a la manera en que su grupo de Ty Gwyn supo facilitar al rey una información que este no habría podido obtener del Foreign Office. Pero si no se cree capaz…
—No me estoy negando a hacerlo —se apresuró a decir Fitz. Al contrario, se sentía muy halagado por el hecho de que quisiesen asignarle una misión por su país—. Es solo que me sorprende que las cosas se hagan de este modo.
—Somos un departamento más bien nuevo con escasos recursos. Mis mejores informadores son viajeros inteligentes con suficiente formación militar para entender lo que están presenciando.
—Muy bien.
—Me interesa saber, sobre todo, si tiene la impresión de que entre los oficiales del ejército ruso se ha producido algún cambio desde 1905. ¿Se han modernizado o siguen aferrándose a las viejas ideas de siempre? Se reunirá con la flor y nata de la comandancia en San Petersburgo, porque su mujer está emparentada con la mitad de ellos.
Fitz estaba pensando en la última vez que Rusia había participado en una guerra.
—La razón principal de su derrota ante Japón fue porque la red ferroviaria rusa no consiguió hacer entrega de los suministros a sus tropas en el plazo necesario.
—Pero desde entonces han estado intentando mejorar la red de ferrocarril, con el dinero que les ha prestado Francia, su aliada.
—¿Y han hecho muchos progresos?
—Ese es el asunto clave. Usted viajará en tren. ¿Son puntuales los trenes? Mantenga los ojos bien abiertos. Las vías, ¿siguen siendo vías únicas o dobles? Los generales alemanes tienen un plan de emergencia en caso de guerra basado en un cálculo de cuánto se tardaría en movilizar al ejército ruso. Si estalla una guerra, muchas cosas van a depender de la precisión de ese horario de trenes.
Fitz se sentía tan entusiasmado como un niño, pero se forzó a sí mismo a hablar en tono solemne.
—Averiguaré todo cuanto pueda.
—Gracias. —C consultó su reloj.
Fitz se levantó y se estrecharon la mano.
—¿Cuándo se marchan exactamente? —preguntó C.
—Salimos mañana —dijo Fitz—. Adiós.
Grigori Peshkov vio a su hermano menor, Lev, aceptando dinero del norteamericano alto. El atractivo rostro de Lev traslucía una expresión de avidez infantil, como si su principal objetivo fuese mostrarles a todos su talento. Grigori experimentó una punzada de ansiedad, como tantas otras veces; temía que algún día Lev se metiese en un lío del que ni siquiera echando mano de todo su encanto consiguiese salir.
—Es una prueba de retentiva —dijo Lev en inglés. Se había aprendido las palabras de memoria—. Escoja cualquier carta. —Tuvo que levantar la voz para hacerse oír pese al estruendo de la fábrica: el fragor de las máquinas, el silbido del vapor y los obreros dando instrucciones y haciendo preguntas a gritos.
El nombre del visitante era Gus Dewar. Llevaba una chaqueta, chaleco y pantalones, todo de la misma tela de lana fina de color gris. Grigori sentía un interés especial por él porque era de Buffalo.
Dewar era un joven simpático. Se encogió de hombros, escogió una carta de la baraja de Lev y la miró.
—Póngala boca abajo en la mesa —dijo Lev.
Dewar colocó la carta sobre la tosca mesa de trabajo de madera.
Lev extrajo un billete de un rublo del bolsillo y lo colocó encima de la carta.
—Y ahora, ponga un dólar boca abajo. —Aquello solo podía hacerse con los visitantes ricos.
Grigori sabía que Lev ya había cambiado la carta. En la mano, oculta por el billete de rublo, guardaba una carta distinta. El truco, que Lev había practicado durante horas, consistía en coger la primera carta y esconderla en la palma de la mano inmediatamente después de dejar el billete de rublo y, de paso, la carta ya preparada.
—¿Está seguro de que puede permitirse perder un dólar, señor Dewar? —preguntó Lev.
El estadounidense sonrió, como hacían siempre todas las víctimas llegado ese momento.
—Eso creo —contestó.
—¿Recuerda cuál era su carta? —En realidad, Lev no sabía hablar inglés. También sabía decir esas mismas frases en alemán, francés e italiano.
—El cinco de picas —respondió Dewar.
—Se equivoca.
—Estoy completamente seguro.
—Dele la vuelta.
Dewar puso la carta boca arriba. Era la reina de tréboles.
Lev recogió el billete de dólar y su rublo original.
Grigori contuvo la respiración; aquel era el momento más peligroso. ¿Protestaría el estadounidense diciendo que lo habían engañado y acusaría a Lev?
Dewar esbozó una sonrisa de amargura y dijo:
—Lo reconozco, he perdido.
—Me sé otro juego —comentó Lev.
Ya era suficiente; Lev estaba tentando su suerte. A pesar de que ya tenía veinte años, Grigori aún tenía que protegerlo.
—No juegue contra mi hermano —le dijo Grigori a Dewar en ruso—. Siempre gana.
Dewar sonrió y respondió con tono inseguro en la misma lengua:
—Un buen consejo.
Dewar era el primero de un pequeño grupo de visitantes en realizar un recorrido por las instalaciones de la planta metalúrgica Putílov, la mayor fábrica de San Petersburgo, que daba trabajo a treinta mil hombres, mujeres y niños. La tarea de Grigori consistía en enseñarles su propia sección, que no por pequeña dejaba de ser importante. La fábrica producía locomotoras y otras piezas de acero de gran tamaño. Grigori era el encargado del taller que fabricaba las ruedas de los trenes.
Grigori se moría de ganas de hablar con Dewar sobre Buffalo, pero antes de poder formularle alguna pregunta, apareció el supervisor de la sección de la fundición, Kanin. Ingeniero cualificado, era un hombre alto y delgado y con entradas en la frente.
Iba acompañado de un segundo visitante y Grigori dedujo, por su vestimenta, que aquel debía de ser el lord inglés. Iba vestido como un aristócrata ruso, con frac y sombrero de copa. Tal vez aquella era la ropa que lucían las clases dirigentes de todo el mundo.
Por lo que Grigori había podido averiguar, el nombre del lord era conde Fitzherbert. Era el hombre más apuesto que Grigori había visto en su vida, con el pelo negro y unos intensos ojos verdes. Las mujeres del taller de fabricación de ruedas lo miraban arrobadas, como si fuera un dios.
Kanin se dirigió a Fitzherbert en ruso.
—Ahora estamos produciendo dos locomotoras nuevas cada semana —explicó con orgullo evidente.
—Asombroso —comentó el lord inglés.
Grigori comprendía el interés de aquellos extranjeros. Leía los periódicos y acudía a las conferencias y a los círculos de debate que organizaba el Comité Bolchevique de San Petersburgo. Las locomotoras que allí se fabricaban eran piezas esenciales de la capacidad de Rusia para defenderse. Puede que los visitantes fingiesen sentir una curiosidad inocente, pero en realidad estaban reuniendo información sobre asuntos de inteligencia militar.
Kanin presentó a Grigori.
—Peshkov es el campeón de ajedrez de la fábrica. —Kanin formaba parte del comité de dirección de la fábrica, pero no era mal jefe.
Fitzherbert se mostraba encantador con todo el mundo. Se puso a hablar con Varia, una mujer de unos cincuenta años con el pelo gris recogido en un pañuelo.
—Muy amable por su parte por enseñarnos su lugar de trabajo —le dijo en tono alegre, hablando un ruso muy fluido con un marcado acento extranjero.
Varia, una mujer monumental, corpulenta y de busto generoso, se puso a reír como una colegiala.
La demostración estaba lista. Grigori había colocado varios lingotes de acero en la tolva y encendido el horno, y el metal ya se estaba fundiendo. Sin embargo, aún quedaba un último visitante por llegar, la esposa del conde, de quien se rumoreaba que era rusa, de ahí que Fitzherbert dominase de ese modo el idioma, lo cual no era muy habitual tratándose de un extranjero.
Grigori quería hacer un montón de preguntas a Dewar sobre Buffalo, pero antes de que tuviera ocasión de hacerlo, la esposa del conde entró en el taller de fabricación de ruedas. La falda del vestido, que le llegaba hasta el suelo, era como una escoba, barriendo a su paso toda la mugre y las virutas que tenía delante. Llevaba un abrigo corto encima del vestido, y la seguía un criado con una capa de pieles, una doncella con un bolso y uno de los directores de la fábrica, el conde Maklakov, un hombre joven vestido igual que Fitzherbert. Era evidente que Maklakov solo tenía ojos para su visitante, sonriéndole, hablándole en voz baja y tomándola del brazo innecesariamente. La mujer poseía una belleza extraordinaria, con unos preciosos tirabuzones rubios y una graciosa forma de ladear la cabeza con una coquetería especial.
Grigori la reconoció de inmediato: era la princesa Bea.
El corazón le dio un vuelco, empezó a sentir náuseas y trató con todas sus fuerzas de reprimir el doloroso recuerdo que pugnaba por salir de un pasado lejano. Acto seguido, como en cualquier emergencia, buscó a su hermano con la mirada. ¿Se acordaría Lev de aquello? Su hermano solo tenía seis años cuando todo ocurrió. Lev observaba a la princesa con curiosidad, como tratando de ubicarla en su memoria. Luego, cuando vio que Grigori lo miraba, le cambió la cara y lo recordó todo. Palideció y parecía estar a punto de desmayarse, pero luego, de pronto, se puso lívido de ira.
Para entonces, Grigori ya había llegado junto a él.
—Tranquilízate —le murmuró—. No digas nada. Recuerda, nos vamos a América… no podemos dejar que nada interfiera con nuestros planes. —Lev chasqueó la lengua, asqueado—. Vuelve a los establos —dijo Grigori. Lev era conductor de ponis, y trabajaba con los muchos caballos que se utilizaban en la fábrica.
Lev fulminó con la mirada a la princesa, quien proseguía con la visita ajena a todo. A continuación, el joven se volvió, se fue, y el momento de peligro pasó.
Grigori comenzó la demostración e hizo una seña a Isaak, que tenía más o menos su edad y era el capitán del equipo de fútbol de la fábrica. El muchacho abrió la cavidad del molde y, acto seguido, Varia y él levantaron un modelo de madera de una rueda acanalada de ferrocarril. El modelo en sí mismo ya era una obra de máxima precisión, con radios de sección elíptica y un estrechamiento en relación veinte a uno desde el cubo a la llanta. La rueda era para una locomotora 4-6-4, y el modelo era casi tan alto como las personas que lo sujetaban.
Lo colocaron a presión en el interior de una caja profunda con una mezcla compactada de arena de moldeo húmeda. Isaak cerró la caja del molde para formar la pestaña y la banda de rodadura, y finalmente, accionó los pasadores para cerrar el molde.
Abrieron el montaje y Grigori inspeccionó el agujero que había dejado el modelo. A simple vista, no había irregularidades. Roció la arena de moldeo con un líquido negro oleaginoso y luego volvió a cerrar el frasco.
—Por favor, ahora apártense —les pidió a los visitantes.
Isaak desplazó la boca de carga de la tolva hacia la abertura para la alimentación que había encima del molde y entonces Grigori retiró despacio la palanca que inclinaba la tolva.
El acero líquido fue cayendo lentamente encima del molde; el vapor procedente de la arena húmeda emitió un sonido sibilante al tiempo que se filtraba por los orificios de ventilación. Grigori sabía por experiencia cuándo retirar la tolva e interrumpir de ese modo la circulación del acero fundido.
—El siguiente paso consiste en pulir la forma de la rueda —explicó—. Como el metal caliente tarda tanto en enfriarse, tengo aquí una rueda ya fría.
Ya estaba colocada en un torno, y Grigori hizo una seña a Konstantín, el tornero, que era el hijo de Varia. Konstantín era el moderador del Círculo de Debate Bolchevique y el mejor amigo de Grigori. Puso en marcha el motor eléctrico, haciendo girar la rueda a gran velocidad, y empezó a darle forma con una muela.
—Por favor, manténganse alejados del torno —conminó Grigori a los visitantes, alzando la voz para hacerse oír pese al fragor de la máquina—. Podrían perder un dedo si lo tocan. —Levantó la mano izquierda—. Como me pasó a mí a los doce años. —Su dedo anular era un horrible muñón.
Percibió la mirada de irritación que le lanzó el conde Maklakov, a quien no le gustaba que le recordaran el coste humano de los beneficios que percibía de aquella fábrica. La mirada que le dedicó la princesa Bea era una mezcla perfecta de asco y fascinación, y Grigori se preguntó si no sentiría un interés morboso por la sordidez y el sufrimiento. Al fin y al cabo, no era muy habitual que una dama quisiera ir a visitar una fábrica.
Hizo una señal a Konstantín, quien detuvo el torno.
—A continuación, se comprueban las dimensiones de la rueda con calibres. —Les enseñó la herramienta que empleaban—. Las ruedas de los trenes deben tener un tamaño exacto; si existe una variación de un milímetro y medio de diámetro, el grosor aproximado de la mina de grafito de un lápiz, hay que volver a fundir la rueda y rehacerla.
Fitzherbert decidió intervenir, en un ruso algo rudimentario.
—¿Cuántas ruedas fabrican al día?
—Un promedio de seis o siete, contando las rechazadas.
—¿Cuántas horas trabajan? —preguntó Dewar, el norteamericano.
—Desde las seis de la mañana hasta las siete de la tarde, de lunes a sábado. El domingo tenemos permiso para ir a la iglesia.
Un chiquillo de unos ocho años entró corriendo en el taller de fabricación de ruedas, perseguido por una mujer que iba tras él dando voces, sin duda su madre. Grigori quiso atraparlo para alejarlo del horno, pero el chico lo esquivó y se topó de bruces con la princesa Bea, estrellando su cabecita pelada contra las costillas de la aristócrata con un contundente golpe. Ella lanzó un quejido, dolorida. El chico se paró, aturdido. Furiosa, la princesa cogió impulso con el brazo y le plantó un sonoro bofetón en la cara, con tanta fuerza, que el muchacho se tambaleó y Grigori creyó que iba a caerse redondo al suelo. El estadounidense soltó un exabrupto en inglés, algo que expresaba su sorpresa y su indignación. Al cabo de un momento, la madre levantó al chico en volandas con sus poderosos brazos y se dio media vuelta.
Kanin, el supervisor, parecía asustado, a sabiendas de que podían echarle la culpa a él, de modo que se dirigió a la princesa:
—¡Excelencia! ¿Se ha hecho daño?
Saltaba a la vista que la princesa Bea estaba fuera de sí, pero respiró hondo y respondió:
—No es nada.
Su marido y el conde Maklakov se acercaron a ella, con el semblante preocupado. Solo Dewar permaneció al margen; en su rostro se reflejaba toda la reprobación y la repulsión que sentía en aquellos momentos. La bofetada lo había indignado, dedujo Grigori, preguntándose si todos los norteamericanos tenían tan buen corazón. Una bofetada no era nada: cuando todavía eran unos niños, a Grigori y a su hermano los habían azotado con una vara en aquella misma fábrica.
Los visitantes empezaron a dispersarse. Grigori temía perder la oportunidad de interrogar al turista de Buffalo, de modo que, haciendo acopio de todo su valor, tiró a Dewar de la manga de su chaqueta. Un noble ruso habría reaccionado con indignación y lo habría apartado de sí de un empujón o le habría dado un golpe por la insolencia, pero el norteamericano se limitó a volverse hacia él con una sonrisa cortés.
—¿Es usted de Buffalo, Nueva York, señor? —preguntó Grigori.
—Así es.
—Mi hermano y yo estamos ahorrando para irnos a América. Viviremos en Buffalo.
—¿Por qué en esa ciudad?
—Aquí en San Petersburgo hay una familia que nos puede conseguir los papeles necesarios, a cambio de una cantidad, por supuesto, y nos han apalabrado trabajos con sus parientes en Buffalo.
—¿Y quiénes son esas personas?
—Se llaman Vyalov. —Los Vyalov eran una banda criminal, aunque también regentaban negocios legales. No eran gente muy de fiar, por lo que Grigori quería comprobar realmente si era cierto lo que decían—. Señor, ¿es verdad que la familia Vyalov, de Buffalo, Nueva York, es una familia muy rica e importante?
—Sí —contestó Dewar—. Josef Vyalov da empleo a centenares de personas en sus hoteles y bares.
—Gracias —dijo Grigori con alivio—. Es bueno saberlo.
El primer recuerdo que Grigori atesoraba en la memoria era del día que el zar había ido a Bulovnir. Él tenía entonces seis años.
Los habitantes del pueblo llevaban varios días sin hablar de otra cosa. Todos se levantaron al amanecer, pese a que era evidente que el zar desayunaría antes de emprender el viaje, por lo que era imposible que llegase allí antes de media mañana. El padre de Grigori sacó la mesa al exterior de su vivienda de una sola habitación y la colocó junto a la carretera. Depositó encima de ella una barra de pan, un ramillete de flores y un salero pequeño, y le explicó a su hijo mayor que aquellos eran los símbolos tradicionales rusos de bienvenida. La mayoría de los demás aldeanos hicieron lo propio, y hasta la abuela de Grigori había estrenado un pañuelo amarillo para ponérselo en la cabeza.
Era un día seco de principios de otoño, antes de la llegada del crudo frío del invierno. Los campesinos esperaban sentados en cuclillas, y los ancianos del pueblo se paseaban arriba y abajo vestidos con sus mejores galas, con aspecto de gente importante, pero también esperaban con impaciencia, como todos los demás. Grigori no tardó en aburrirse y empezó a jugar en el descampado que había junto a la casa. Su hermano, Lev, solo tenía un año, y su madre aún le daba el pecho.
Pasaba ya de mediodía, pero nadie quería entrar en sus casas a preparar la comida por temor a perderse el paso del zar. Grigori intentó comerse un mendrugo del pan que había encima de la mesa, pero le propinaron un cachete, aunque su madre luego le trajo un tazón de gachas frías.
Grigori no estaba muy seguro de quién o qué era el zar. En la iglesia solían mencionarlo a menudo, hablando de él como alguien que amaba a todos los campesinos y que velaba por ellos mientras dormían, por lo que sin duda debía de estar al mismo nivel que san Pedro, Jesucristo o el arcángel Gabriel. Grigori se preguntó si tendría alas o una corona de espinas, o si por el contrario, solo iría con un abrigo bordado como los ancianos del pueblo. En cualquier caso, saltaba a la vista que la gente quedaba bendecida solo con verle, como las multitudes que seguían a Jesús.
Era la última hora de la tarde cuando una nube de polvo apareció a lo lejos. Grigori notó las vibraciones en el suelo bajo sus botas de fieltro, y no tardó en percibir el repiqueteo de los cascos de los caballos. Los aldeanos se pusieron de rodillas, y Grigori hizo lo propio al lado de su abuela. Los ancianos se colocaron boca abajo con la frente en el suelo, como hacían cuando venían el príncipe Andréi y la princesa Bea.
Aparecieron unos escoltas, seguidos por un carruaje cubierto y tirado por cuatro caballos. Los animales eran enormes, los más grandes que Grigori había visto en su vida, y galopaban a toda velocidad, con el lomo brillante de sudor y la boca llena de espuma alrededor de las bridas. Los ancianos se dieron cuenta de que no iban a detenerse, de modo que lograron apartarse justo a tiempo, antes de que las caballerías los arrollasen. Grigori lanzó un alarido aterrorizado, pero su grito fue inaudible. Cuando el carruaje desfiló ante ellos, su padre exclamó:
—¡Larga vida al zar, padre de su pueblo!
Para cuando terminó de decir aquello, el carruaje ya estaba dejando atrás la aldea. Grigori no había podido ver a los pasajeros a causa del polvo, y se dio cuenta de que no había visto al zar y que, por tanto, no iba a recibir ninguna bendición, y se echó a llorar a lágrima viva.
Su madre cogió la barra de pan de la mesa, partió un extremo y se lo dio para que se lo comiera, y el niño se sintió mucho mejor.
Cuando a las siete en punto terminaba el turno en la fábrica Putílov, Lev tenía por costumbre irse a echar una partida con sus compañeros de timba o a beber con sus alegres amiguitas. Grigori siempre solía acudir a algún tipo de reunión: una charla sobre ateísmo, algún círculo de debate socialista, un espectáculo de la linterna mágica sobre tierras extranjeras, un recital de poesía. Sin embargo, esa noche no tenía nada que hacer. Se iría a casa, prepararía un estofado para cenar, le dejaría algo a Lev en la cazuela para que pudiese comer más tarde y se iría a la cama temprano.
La fábrica estaba en los arrabales del sur de San Petersburgo, y su aglomeración de chimeneas y de naves se prolongaba hasta cubrir casi la totalidad de una enorme extensión de la costa del mar Báltico. Muchos de los obreros vivían en la fábrica, algunos en barracones, pero otros se acostaban a dormir junto a sus máquinas, por eso siempre había tantos chiquillos correteando por allí.
Grigori estaba entre los que disponían de un hogar fuera de la fábrica. En las sociedades socialistas, podían planificarse las casas para los trabajadores al mismo tiempo que las fábricas, pero el arbitrario capitalismo ruso dejaba a millares de personas sin techo. Grigori ganaba un buen sueldo, pero vivía en una sola habitación a media hora a pie de la fábrica. Sabía que en Buffalo los operarios de las fábricas tenían electricidad y agua corriente en sus casas. Le habían dicho que algunos hasta tenían sus propios teléfonos, pero eso le parecía ridículo, como decir que las calles estaban pavimentadas con oro.
Su encuentro con la princesa Bea lo había transportado en el tiempo hasta su infancia. Mientras recorría las calles heladas, se negó a rememorar ni un minuto más de lo necesario aquel recuerdo insoportable. Y pese a todo, recordó la cabaña de madera en la que había vivido entonces, y volvió a ver el rincón sagrado donde se colgaban los iconos y, frente a él, el rincón de dormir, donde se acostaba todas las noches, normalmente al lado de una cabra o un ternero para no pasar frío. Lo que recordaba con toda nitidez era algo en lo que apenas había reparado en aquel entonces: el olor. Procedía de la cocina, de los animales, del humo negro de la lámpara de queroseno, y del tabaco liado a mano que fumaba su padre, envuelto en cigarrillos de papel de periódico. Cerraban firmemente las ventanas con trapos alrededor de los marcos para que no entrara el frío, de modo que el ambiente estaba muy cargado. En ese momento recreaba aquel olor en su imaginación, y sentía nostalgia de los días anteriores a la pesadilla, la última vez en su vida que se había sentido seguro.
No muy lejos de la fábrica, se topó con una escena que lo hizo detenerse en seco. En el cerco de luz que proyectaba una farola, dos policías, vestidos de uniforme negro con entretelas verdes, interrogaban a una muchacha. Por su abrigo tejido a mano y por la forma en que se había anudado el pañuelo en la nuca, Grigori dedujo que era una campesina que acababa de llegar a la ciudad. A primera vista, le echó unos dieciséis años, la misma edad que tenía él cuando su hermano Lev y él se quedaron huérfanos.
El más bajo y robusto de los dos policías dijo algo y dio unas palmaditas a la chica en la cara. La muchacha dio un respingo y el otro policía se echó a reír. Grigori recordó que cuando era un huérfano de dieciséis años, cualquier representante de la autoridad se creía con el derecho a maltratarlo, y sintió una compasión instantánea por aquella chica vulnerable. En contra de lo que le aconsejaba el buen juicio, se acercó al pequeño grupo. Solo por decir algo, anunció:
—Si estás buscando la fábrica Putílov, puedo enseñarte el camino.
El policía robusto se echó a reír y dijo:
—Encárgate de él, Ilia.
Su compinche tenía la cabeza pequeña y una cara malvada.
—Largo de aquí, escoria —le espetó.
Grigori no tenía miedo. Era alto y fuerte, con los músculos fortalecidos por el trabajo físico diario. Había participado en multitud de peleas callejeras desde que era un crío y no había perdido ninguna en muchos años. Lo mismo que Lev. Pese a todo, era mejor no meterse en líos con la policía.
—Trabajo de encargado en la fábrica —le explicó a la chica—. Si buscas trabajo, puedo ayudarte.
La muchacha le dedicó una mirada agradecida.
—Un encargado no es nada —dijo el policía corpulento, y fue la primera vez que miró a Grigori a la cara.
Bajo la luz amarillenta de la farola de queroseno, Grigori reconoció el semblante redondo con aquella estúpida expresión de hostilidad: el hombre era Mijaíl Pinski, el capitán de la comisaría local. A Grigori le dio un vuelco el corazón, porque era una locura enfrentarse en una pelea al capitán de la policía… pero lo cierto era que ya había ido demasiado lejos para dar marcha atrás.
En ese momento, la chica habló, y por el tono de voz, Grigori supo que estaba más cerca de los veinte años que de los dieciséis.
—Muchas gracias. Lo acompañaré, señor —le dijo a Grigori. Este vio que era muy guapa, de facciones delicadamente modeladas y con una boca amplia y sensual.
Grigori miró a su alrededor. Por desgracia, allí no había nadie más. Había salido de la fábrica varios minutos después del apelotonamiento de las siete en punto. Sabía que lo más sensato era dar media vuelta y marcharse, pero no podía abandonar a aquella pobre chica a su suerte.
—Te llevaré a las oficinas de la fábrica —le aseguró, aunque la verdad era que a aquellas horas ya estaban cerradas.
—Esta se viene conmigo… ¿a que sí, Katerina? —dijo Pinski, y empezó a manosearla, sobándole los pechos a través de la fina tela del abrigo y metiéndole la mano entre las piernas.
Ella retrocedió de un salto y exclamó:
—¡Quítame tus asquerosas manos de encima!
Con una velocidad y una precisión asombrosas, Pinski le pegó un puñetazo en la boca.
La chica chilló y escupió sangre.
Grigori estaba furioso. Olvidándose de la sensatez, dio un paso adelante, apoyó la mano en el hombro de Pinski y le propinó un fuerte empujón. Pinski se tambaleó hacia un lado y se cayó sobre una rodilla. Grigori se dirigió a Katerina, que estaba llorando:
—¡Echa a correr! —le ordenó, y luego sintió un dolor atroz en la nuca. El otro policía, Ilia, le había golpeado con la porra más rápido de lo que Grigori esperaba. El dolor era insoportable y cayó de rodillas, pero no se desmayó.
Katerina se volvió y echó a correr, pero no llegó muy lejos. Pinski extendió el brazo, la agarró del pie, y la muchacha cayó de bruces al suelo.
Grigori se giró y vio que la porra se cernía amenazante sobre él. Esquivó el golpe y logró ponerse en pie. Ilia trató de golpearlo de nuevo y otra vez volvió a fallar. Grigori lanzó un puñetazo al pómulo del policía y le pegó con todas sus fuerzas. Ilia cayó al suelo.
Grigori se dio la vuelta y vio a Pinski encima de Katerina, dándole patadas y puntapiés con las pesadas botas.
Oyó el ruido de un automóvil que se aproximaba, procedente de la zona de la fábrica. Al pasar por delante de ellos, el conductor pisó el freno y el vehículo se detuvo bajo la farola. En solo un par de zancadas, Grigori dio alcance a Pinski, agarró al capitán de policía por detrás con ambos brazos, lo inmovilizó y lo levantó varios palmos del suelo. Pinski se puso a dar patadas en el aire y a gesticular furiosamente, sin mucho éxito.
La puerta del vehículo se abrió y, para sorpresa de Grigori, el norteamericano de Buffalo salió del interior.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó. Su rostro juvenil, iluminado por la luz de la farola, era la viva imagen de la indignación, y se dirigió a Pinski, que seguía retorciéndose en el aire—. ¿Se puede saber por qué golpea a una mujer indefensa?
Era una suerte inmensa, pensó Grigori. Solo un extranjero podía poner objeciones al hecho de que un policía estuviese golpeando a una mujer.
La figura delgada y alargada de Kanin, el supervisor, se bajó del coche detrás de Dewar.
—Suelte al policía, Peshkov —le dijo a Grigori.
Grigori dejó a Pinski en el suelo y lo soltó. Este se dio media vuelta y Grigori se dispuso a propinarle un nuevo golpe, pero Pinski se contuvo. Con la voz emponzoñada, lo amenazó:
—No me voy a olvidar de ti, Peshkov.
Grigori lanzó un gemido: aquel hombre conocía su nombre.
Katerina se incorporó hasta ponerse de rodillas, gimoteando. Dewar la ayudó con galantería a levantarse, diciendo:
—¿Está usted malherida, señorita?
Kanin parecía sentirse incómodo; ningún ruso se dirigiría nunca a una campesina tan cortésmente.
Ilia se levantó, con expresión perpleja.
Del interior del automóvil surgió la voz de la princesa Bea que, hablando en inglés, parecía irritada e impaciente.
Grigori se dirigió a Dewar.
—Con su permiso, excelencia, voy a llevar a esta mujer al médico más cercano.
Dewar miró a Katerina.
—¿Es eso lo que quiere?
—Sí, señor —contestó ella, con los labios ensangrentados.
—Muy bien —dijo.
Grigori la tomó del brazo y se la llevó antes de que alguien pudiese sugerir lo contrario. Al llegar a la esquina, miró hacia atrás. Los dos policías estaban discutiendo con Dewar y Kanin bajo la farola.
Sin soltar aún el brazo de Katerina, siguió tirando de ella apresuradamente, a pesar de que la muchacha iba cojeando. Necesitaban ganar distancia entre ellos y Pinski.
En cuanto hubieron doblado la esquina, ella dijo:
—No tengo dinero para un médico.
—Yo podría hacerte un préstamo —dijo él, con cierto remordimiento; el dinero que tenía ahorrado era para un pasaje a América, no para curar moretones de chicas guapas.
Ella le lanzó una mirada calculadora.
—En realidad no necesito un médico —contestó—. Lo que necesito es un trabajo. ¿Podrías llevarme a las oficinas de la fábrica?
Aquella chica tenía agallas, desde luego, pensó, admirado. Un policía acababa de darle una paliza, y en lo único que pensaba era en conseguir trabajo.
—Las oficinas están cerradas, he dicho eso para confundir a los policías, pero puedo llevarte allí por la mañana.
—No tengo ningún sitio donde dormir.
Le lanzó una mirada recelosa que él no acabó de entender. ¿Acaso se le estaba ofreciendo? Muchas de las campesinas que llegaban a la ciudad, siendo apenas unas niñas, terminaban haciendo eso. Aunque tal vez su mirada significase justo lo contrario, que quería una cama pero no estaba preparada para hacer favores sexuales.
—En el edificio donde vivo hay una habitación que comparten varias mujeres —le explicó él—. Duermen tres o más en la misma cama, y siempre pueden encontrar sitio para otra.
—¿Está muy lejos?
Grigori señaló hacia delante, hacia una calle que seguía paralela a un terraplén junto a la línea ferroviaria.
—Está aquí mismo.
La chica asintió con la cabeza, y al cabo de unos momentos, entraron en la casa.
Grigori ocupaba un cuarto en la parte trasera del primer piso. El estrecho camastro que compartía con Lev estaba colocado junto a una de las paredes. Había una chimenea con un hueco para el fuego, y una mesa y dos sillas junto a la ventana que daba al ferrocarril. Una caja de embalaje colocada del revés hacía las veces de mesilla de noche, y encima de ella había un jarro y una palangana para el aseo.
Katerina inspeccionó el lugar paseándose con la mirada por todos los rincones, y luego dijo:
—¿Tienes todo esto para ti solo?
—¡No, no soy rico! Comparto el cuarto con mi hermano, que vendrá luego.
La muchacha se quedó pensativa. Tal vez temía que quisieran que se acostara con los dos, por lo que, para tranquilizarla, Grigori dijo:
—¿Te presento a las otras mujeres que viven en el edificio?
—Ya habrá tiempo para eso. —Tomó asiento en una de las dos sillas—. Déjame descansar un poco.
—Por supuesto.
Todo estaba preparado para encender el fuego; Grigori siempre lo dejaba ya listo por la mañana, antes de irse a trabajar. Acercó una cerilla a la leña. De repente, se oyó un estruendo parecido a un trueno, y Katerina se asustó.
—Solo es un tren —le explicó Grigori—. Estamos al lado de las vías.
Vertió agua del jarro en un caldero y luego lo colocó en el fuego para que se calentara un poco. Se sentó frente a Katerina y la miró. Tenía el pelo liso y claro, y el cutis también claro. Al principio le había parecido muy guapa, pero en ese momento vio que en realidad era bellísima, con un aire oriental en la estructura ósea que sugería unos orígenes siberianos. Su cara también tenía los rasgos de un carácter fuerte, con una boca grande que resultaba muy sensual, pero que también indicaba determinación, y una voluntad de hierro que se reflejaba en la intensa mirada de sus ojos azul verdoso.
La hinchazón de los labios que le había provocado el puñetazo de Pinski era cada vez más visible.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó él.
La muchacha se palpó los hombros, las costillas, las caderas y los muslos.
—Tengo magulladuras por todas partes —dijo—, pero me quitaste de encima a ese animal antes de que pudiera hacerme daño de verdad.
No pensaba compadecerse de sí misma. A Grigori, eso le gustó.
—Cuando se caliente el agua, te limpiaré la sangre.
Guardaba la comida en una caja de hojalata, de la que extrajo un pedazo de jamón para, acto seguido, echarlo en la sartén. Añadió un poco de agua del jarro, lavó un nabo y empezó a cortarlo a tiras encima de la sartén. Miró de reojo a Katerina y vio que lo escrutaba con expresión de extrañeza.
—¿Es que tu padre cocinaba en casa? —le preguntó.
—No —contestó Grigori, y en un segundo se vio arrastrado en el tiempo hasta la época en que tenía once años. Era inútil seguir resistiéndose a rememorar los terribles recuerdos que la visión de la princesa Bea le habían provocado. Dejó la sartén con un gesto cansino encima de la mesa, fue a sentarse al borde de la cama y hundió la cabeza entre las manos, abrumado por la pena y el dolor—. No —repitió—, mi padre no cocinaba.
Llegaron al pueblo al amanecer, el capitán territorial y seis soldados de caballería. En cuanto su madre oyó el ruido de los cascos de los caballos, cogió a Lev en brazos. Este tenía ya seis años y pesaba mucho, pero ella era una mujer fuerte y robusta, capaz de cargar con él un buen trecho. Tomó a Grigori de la mano y los tres salieron corriendo de la casa. Guiaban a los soldados los ancianos del pueblo, quienes debían de haberse encontrado con ellos a las afueras de la aldea. Como solo había una puerta, la familia de Grigori no tenía medio de esconderse, y en cuanto aparecieron, los soldados espolearon a sus monturas.
La madre se deslizó por el costado de la casa y se puso a espantar a las gallinas y a asustar a la cabra, de manera que esta se soltó de la correa y salió huyendo también. Atravesó corriendo el erial que había detrás de la vivienda y salió en dirección a los árboles. Podrían haber escapado, pero de repente, Grigori se dio cuenta de que habían dejado atrás a su abuela. Dejó de correr y se soltó de la mano.
—¡Nos hemos olvidado a la abuela! —gritó.
—Pero ¡es que no puede correr! —contestó la madre.
Grigori ya lo sabía; su abuela apenas podía ya caminar, pero a pesar de todo, sentía que no podían abandonarla allí.
—¡Grishka, vamos! —gritó su madre, y siguió corriendo, aún acarreando a Lev en brazos, que chillaba aterrorizado.
Grigori los siguió, pero aquel retraso fue funesto. Los soldados a caballo se aproximaron, cercándolos a cada lado, y les bloquearon el sendero de entrada al bosque. Desesperada, la madre corrió hacia el estanque, pero los pies se le hundieron en el barro, lo que le impidió seguir avanzando y, al final, se cayó en el agua.
Los hombres se echaron a reír a carcajadas. Le ataron las manos a la espalda y la obligaron a regresar.
—Aseguraos de que la acompañen los niños —dijo el capitán—. Son órdenes del príncipe.
Se habían llevado al padre de Grigori una semana antes, junto a otros dos hombres. El día anterior, los carpinteros del príncipe Andréi habían construido un patíbulo en la pradera norte. En ese momento, mientras seguía a su madre en dirección al prado, Grigori vio a tres hombres en lo alto del patíbulo, atados de pies y manos y con una soga al cuello. Junto al patíbulo, aguardaba un sacerdote.
—¡No! —gritó su madre, que empezó a forcejear para quitarse la cuerda que le rodeaba las muñecas. Uno de los soldados extrajo el fusil de la funda que llevaba en la silla de montar, le dio la vuelta y pegó a la mujer en la cara con la culata de madera del arma. La madre dejó de forcejear y empezó a gritar.
Grigori sabía lo que significaba aquello: su padre iba a morir allí. Había visto a cuatreros ahorcados por los ancianos de la aldea, aunque aquello era distinto, porque las víctimas eran hombres a los que no conocía. Una oleada de terror se apoderó de su cuerpo, y sintió de pronto que empezaba a temblar y le flaqueaban las piernas.
Aún cabía la esperanza de que, al final, ocurriese algo inesperado capaz de impedir la ejecución; puede que el zar decidiese intervenir, si de verdad velaba por su pueblo. O acaso un ángel, tal vez. Sintió que se le humedecía la cara y comprendió que estaba llorando.
Él y su madre se vieron obligados a colocarse de pie justo delante del patíbulo. Los demás aldeanos se reunieron alrededor. Al igual que a su madre, habían tenido que arrastrar hasta allí a las mujeres de los otros dos hombres, entre gritos y sollozos, maniatadas, con los niños aferrándose a sus faldas y profiriendo alaridos de terror.
En el sendero de tierra que había detrás de la verja del recinto aguardaba un carruaje, con un par de caballos alazanes que pastaban la hierba del margen del camino. Cuando hubieron acudido todos, una figura de barba negra y vestida con un largo abrigo oscuro se apeó del carruaje: era el príncipe Andréi. Se volvió y le ofreció la mano a su hermana pequeña, la princesa Bea, que llevaba una estola de piel alrededor de los hombros para protegerse del frío de la mañana. Grigori no pudo evitar fijarse en la belleza de la princesa, con la piel y el pelo muy claros, con el mismo aspecto que imaginaba que debían de tener los ángeles, a pesar de que era evidente que era un diablo.
El príncipe se dirigió a los aldeanos.
—Este prado pertenece a la princesa Bea —dijo—, y nadie puede apacentar el ganado en él sin su permiso. Hacerlo es robar la hierba de la princesa.
Se oyó un murmullo de resentimiento entre la multitud. No creían en aquella clase de derechos de propiedad, a pesar de lo que les decían todos los domingos en la iglesia. Ellos obedecían unas leyes campesinas más antiguas según las cuales la tierra era del que la trabajaba.
El príncipe señaló a los tres hombres que había en el patíbulo.
—Esos tres insensatos de ahí arriba han quebrantado la ley, no solo una vez, sino en repetidas ocasiones. —Hablaba con la voz preñada de indignación, como un niño al que le hubiesen robado su juguete—. Peor aún, les han dicho a los demás que la princesa no tiene ningún derecho a impedirles que apacienten aquí el ganado, y que los campos que no use el terrateniente deberían quedar a la disposición de los campesinos más pobres. —Grigori había oído a su padre decir aquellas cosas a menudo—. Como consecuencia, algunos hombres venidos de otras partes han empezado a apacentar el ganado en tierras propiedad de la nobleza, y en lugar de arrepentirse de sus pecados, ¡estos tres han convertido a sus vecinos también en pecadores! Por eso han sido condenados a muerte. —Hizo una seña al sacerdote.
El cura subió por la escalera provisional y habló en voz baja con cada uno de los hombres, por turnos. El primero asintió inexpresivamente; el segundo se echó a llorar y empezó a rezar en voz alta, mientras que el tercero, el padre de Grigori, escupió al clérigo en la cara. Nadie se escandalizó, pues en los pueblos no se tenía una buena opinión de los curas, y Grigori había oído decir a su padre que le contaban a la policía todo lo que oían en el confesionario.
El sacerdote bajó las escaleras y el príncipe Andréi hizo una señal a uno de sus sirvientes, que estaba sosteniendo una maza en la mano. Grigori advirtió por primera vez que los tres condenados estaban encima de una plataforma de madera con unas rudimentarias bisagras que descansaba sobre un solo soporte, y descubrió horrorizado que la maza servía para derribar al suelo ese único puntal.
«Ahora es cuando debería aparecer un ángel», pensó.
Los lugareños empezaron a emitir gemidos lastimeros, y las mujeres se pusieron a chillar, y esta vez los soldados no hicieron nada por impedírselo. El pequeño Lev lloraba desconsoladamente; lo más probable era que no entendiese lo que estaba a punto de ocurrir, pensó Grigori, pero estaba asustado por los gritos de su madre.
Su padre no mostraba ninguna emoción. Con el rostro pétreo, tenía la mirada fija en algún punto distante, aguardando su destino. Grigori quiso en ese momento llegar a ser tan fuerte como él. Trató con todas sus fuerzas de conservar su aplomo, a pesar de que sentía en las entrañas la necesidad de ponerse a gritar como Lev. No logró contener las lágrimas, pero se mordió el labio y permaneció igual de mudo que su padre.
El sirviente levantó la maza, la acercó al puntal para calcular la distancia necesaria, tomó impulso hacia atrás y asestó el golpe fatídico. El puntal salió despedido por los aires y la plataforma de bisagras se hundió en medio de un gran estruendo. Los tres hombres cayeron al vacío y luego, en el momento en que la soga que les rodeaba el cuello detenía su caída, sus cuerpos se estremecieron en una fuerte sacudida.
Grigori era incapaz de apartar la vista de la escena, y se quedó mirando a su padre. Este no murió en el acto, sino que abrió la boca, tratando de respirar, o de gritar, pero no pudo hacer ninguna de las dos cosas. Con el rostro cada vez más enrojecido, forcejeó con las cuerdas que lo tenían atado. La agonía se prolongó durante largo rato, mientras su cara se teñía de un rojo cada vez más intenso.
Luego, la tez adquirió una tonalidad más azulada y sus movimientos fueron haciéndose cada vez más débiles. Al final, se quedó inmóvil.
Su madre dejó de chillar y rompió a llorar.
El cura se puso a rezar en voz alta, pero los aldeanos no le hacían caso, y uno a uno, fueron alejándose del escenario de los tres hombres muertos.
El príncipe y la princesa volvieron a subirse al carruaje y, al cabo de un momento, el cochero hizo restallar el látigo y se marcharon.
Cuando hubo terminado de relatar la historia, Grigori recobró la calma. Se pasó la manga de la camisa por la cara para secarse las lágrimas y luego volvió a dirigir su atención a Katerina, quien lo había escuchado en respetuoso silencio, aunque no parecía demasiado horrorizada ni sorprendida. Sin duda debía de haber presenciado ella misma escenas muy similares: los ahorcamientos, las azotainas y las mutilaciones eran castigos corrientes en los pueblos.
El joven dejó el caldero de agua caliente encima de la mesa y buscó una toalla limpia. Katerina echó la cabeza hacia atrás y Grigori colgó la lámpara de queroseno de un gancho en la pared para ver mejor.
La muchacha tenía un corte en la frente y un morado en la mejilla, además de los labios hinchados. Y pese a todo, al mirarla tan de cerca, Grigori se quedó sin aliento. Ella le correspondió con una mirada franca y valiente que a él se le antojó maravillosa.
Mojó la punta de la toalla en el agua caliente.
—Con cuidado —le advirtió ella.
—Por supuesto. —Empezó limpiándole la frente. Cuando le hubo retirado la sangre, vio que la herida era un simple rasguño.
—Así está mucho mejor —dijo ella.
Lo miraba a la cara mientras le aplicaba la toalla. Él le lavó las mejillas y el cuello y luego dijo:
—He dejado la parte más dolorosa para el final.
—Seguro que no me haces daño —repuso ella—. Hasta ahora has sido muy delicado. —Pero pese a todo, la chica se estremeció de dolor cuando la toalla le rozó los labios hinchados.
—Lo siento —dijo él.
—Sigue.
A medida que las iba limpiando, vio que las heridas ya estaban sanando. Katerina tenía la dentadura blanca y perfecta de una muchacha muy joven. Le limpió las comisuras de aquella boca sensual y, al agacharse para acercarse a ella, sintió el aliento cálido sobre su cara.
Cuando hubo terminado, Grigori experimentó una extraña sensación de decepción, como si hubiese estado esperando algo que no había llegado a suceder. Volvió a sentarse y enjuagó la toalla en el agua, que ahora estaba sucia y oscura por la sangre.
—Gracias —le dijo ella—. Tienes unas manos muy suaves.
Grigori advirtió que el corazón le latía desbocado. Ya había limpiado heridas de otras personas anteriormente, pero nunca había experimentado aquella vertiginosa sensación. Se sintió como si estuviera a punto de hacer una estupidez.
Abrió la ventana, vació el caldero y dejó un charco rosado sobre la nieve del patio.
Le pasó por la cabeza la extraña idea de que tal vez Katerina solo era un sueño. Se volvió, esperando a medias que su silla estuviera vacía, pero allí estaba, mirándolo con aquellos ojos azul verdoso, y se dio cuenta de que no quería que se fuese nunca.
Se le ocurrió que tal vez estaba enamorado.
Nunca jamás había pensado nada semejante. Por lo general, estaba demasiado ocupado cuidando de Lev para ir por ahí detrás de las mujeres, aunque no era virgen: se había acostado con tres mujeres distintas. Sin embargo, había sido una experiencia triste, tal vez porque no sentía nada por ninguna de ellas.
Ahora, en cambio, lo que quería —pensó casi temblando—, más que ninguna otra cosa en el mundo, era tumbarse con Katerina en el estrecho camastro que había junto a la pared, besar su rostro magullado y decirle…
Y decirle que estaba enamorado de ella.
«No seas idiota —se regañó—. Pero si hace solo una hora que la conoces… Lo que quiere de ti no es amor, lo que quiere es que le prestes algo de dinero, un trabajo y un sitio donde dormir.»
Cerró la ventana de golpe.
—Cocinas para tu hermano —dijo ella—, tienes las manos suaves y a pesar de todo eso, eres capaz de derribar a un policía al suelo de un puñetazo.
Grigori no sabía qué responder.
—Me has contado cómo murió tu padre —prosiguió ella—, pero tu madre también murió cuando aún eras un niño, ¿verdad que sí?
—¿Cómo lo sabes?
Katerina se encogió de hombros.
—Porque tuviste que dejar de ser niño para convertirte en madre.
Murió el 9 de enero de 1905, según el calendario juliano. Era domingo, y en los días y los años que siguieron pasó a ser conocido como el Domingo Rojo o Sangriento.
Grigori tenía dieciséis años y Lev, once. Al igual que su madre, los dos chicos trabajaban en la fábrica Putílov. Grigori era aprendiz de fundidor y Lev, mozo de limpieza. Ese mes de enero, los tres estaban de huelga, junto con más de cien mil operarios de San Petersburgo, para reivindicar la jornada laboral de ocho horas y el derecho a organizarse en sindicatos. La mañana del día 9 se pusieron sus mejores ropas y salieron a la calle, cogidos de la mano y caminando por el manto de nieve recién caída, hasta una iglesia cerca de la fábrica Putílov. Después de misa se sumaron a los millares de trabajadores que, procedentes de todos los rincones de la ciudad, desfilaban en dirección al Palacio de Invierno.
—¿Por qué tenemos que caminar? —se quejaba el pequeño Lev, que habría preferido jugar al fútbol en cualquier callejón.
—Por la memoria de tu padre —contestó su madre—, porque los príncipes y las princesas son unos monstruos asesinos. Porque tenemos que derrocar al zar y a todos los de su clase. Porque no descansaré hasta que Rusia sea una república.
Hacía un día perfecto en San Petersburgo, frío pero seco, y el rostro de Grigori recibía el aliento cálido del sol, igual de reconfortante que el sentimiento de camaradería por avanzar todos unidos por una misma causa.
El líder que encabezaba la manifestación, el pope Gapón, era como un profeta del Antiguo Testamento, con la luenga barba, el lenguaje bíblico y el brillo de la gloria divina en sus ojos. No era ningún revolucionario, sino que sus asambleas para ayudar a los obreros, auspiciadas por el propio gobierno, daban comienzo a todas sus reuniones con la oración del Señor y terminaban con el himno nacional.
—Ahora entiendo qué esperaba el zar de Gapón —le dijo Grigori a Katerina nueve años más tarde, en aquella habitación que daba a la línea del ferrocarril—. Pretendía que fuera una especie de válvula de seguridad, concebida para que absorbiera la presión de los trabajadores para las reformas y la liberase, de manera inofensiva, en meriendas a base de té y bailes en el campo. Pero no le salió bien.
Ataviado con una larga túnica blanca y portando un crucifijo, Gapón encabezaba la procesión por el distrito de Narva. Grigori, Lev y su madre iban justo a su lado, pues él mismo había animado a las familias a que se colocasen delante en la marcha, asegurándoles que los soldados nunca serían capaces de disparar contra los niños. Detrás de ellos, dos vecinos portaban un enorme retrato del zar. Gapón les dijo que el zar era el padre de su pueblo, que él escucharía sus ruegos, que atendería sus súplicas, echaría a sus crueles ministros y satisfaría las razonables demandas de los trabajadores.
—Dijo Nuestro Señor Jesucristo: «Dejad que los niños se acerquen a mí», y el zar dice lo mismo —clamaba Gapón, y Grigori le creía.
Habían llegado a la Puerta de Narva, un arco de triunfo de dimensiones descomunales, y Grigori recordaba haber mirado a la estatua de una cuadriga con seis caballos gigantescos; a continuación, un escuadrón de caballería abrió fuego y empezó a disparar al aire, casi como si los caballos de bronce que coronaban el monumento hubiesen cobrado vida de repente.
Algunos de los manifestantes salieron huyendo despavoridos, otros cayeron al suelo y fueron pisoteados sin piedad por los cascos de los caballos. Grigori se quedó paralizado, sin poder moverse, aterrorizado, al igual que su madre y Lev.
Los soldados no desenfundaban sus armas, y parecían contentarse con asustar a la gente para que se dispersara, pero había demasiados trabajadores en las calles, y al cabo de unos minutos, los soldados hicieron girar a los caballos y se fueron.
La marcha se reanudó, aunque con un espíritu muy distinto. Grigori intuyó que el día podía no acabar de forma pacífica. Pensó en todas las fuerzas que tenían en contra: la nobleza, los ministros y el ejército. ¿Hasta dónde serían capaces de llegar para impedir que el pueblo hablase con su zar?
La respuesta llegó casi inmediatamente. Al mirar por encima de las cabezas que tenía delante, vio a una fila de soldados de infantería y, con un escalofrío, se dio cuenta de que estaban preparados para abrir fuego.
La marcha prosiguió más despacio cuando los manifestantes comprendieron a qué se enfrentaban. El pope Gapón, a escasa distancia de Grigori, se volvió y gritó a sus seguidores:
—¡El zar nunca permitirá que sus soldados disparen contra su amado pueblo!
Se oyó un repiqueteo ensordecedor, como una lluvia de granizo sobre un tejado de chapa: los soldados acababan de disparar una salva. El olor acre de la pólvora inundó los orificios nasales de Grigori, y el miedo se apoderó por completo de su cuerpo.
—¡No temáis! —exclamó el pope—. ¡Solo disparan al aire!
Se oyó una nueva ráfaga de disparos, pero aunque ninguna bala parecía impactar en el suelo, al muchacho se le encogió el estómago de puro terror.
A continuación se produjo una nueva salva, y esta vez los proyectiles no pasaron surcando el cielo sin causar daños. Grigori oyó gritos y vio a la gente caer al suelo, mirando a su alrededor con el gesto confuso, y permaneció inmóvil, incapaz de moverse, hasta que su madre le dio un violento empujón.
—¡Túmbate en el suelo! —le ordenó.
El muchacho la obedeció y, acto seguido, la madre tiró al suelo a Lev también para, al instante, arrojarse sobre su hijo.
«Vamos a morir», pensó Grigori, y el sonido de los latidos de su corazón era más fuerte que el de las balas.
Los disparos se prolongaron indiscriminadamente, un ruido infernal imposible de acallar. Cuando la gente empezó a huir despavorida, Grigori sintió sobre su cuerpo el peso de las botas, pero su madre les protegía la cabeza a él y a su hermano. Permanecieron allí tumbados, temblando, rodeados de gritos y de la trayectoria de los proyectiles.
Luego, el fuego cesó de repente. La madre se apartó de ellos y Grigori levantó la cabeza para mirar a uno y otro lado. Había gente corriendo en todas direcciones, gritándose unos a otros, pero los gritos fueron apagándose poco a poco.
—Vamos, levantaos —les dijo su madre, y se pusieron de pie y corrieron a apartarse de la carretera, sorteando cuerpos inmóviles y esquivando a los heridos, con la ropa empapada de sangre.
Llegaron a un callejón y se detuvieron, y Lev le susurró a su hermano:
—¡Me he meado encima! ¡No se lo digas a mamá!
La madre estaba furiosa.
—¡Vamos a ir a hablar con el zar, y nadie podrá impedírnoslo! —gritó, y la gente se paró a mirar aquella expresiva cara de campesina y su mirada intensa. Con una voz extraordinariamente poderosa, el eco de sus palabras llegó hasta el otro lado de la calle—. No pueden impedírnoslo: ¡tenemos que llegar al Palacio de Invierno!
Algunos gritaron de entusiasmo ante sus palabras y otros asintieron con la cabeza. Lev empezó a llorar.
Escuchando la historia nueve años más tarde, Katerina dijo:
—¿Y por qué hizo eso? ¡Debería haberse llevado a sus hijos a casa, para ponerlos a salvo!
—Ella siempre decía que no quería que sus hijos tuviesen la misma vida que había tenido ella —contestó Grigori—. Creo que pensaba que, para todos nosotros, era mejor morir que renunciar a la esperanza de una vida mejor.
Katerina se quedó pensativa.
—Supongo que eso es ser muy valiente.
—Es más que valentía —repuso Grigori con voz solemne—. Es heroísmo.
—¿Y qué ocurrió luego?
Habían llegado al centro de la villa, junto a millares de personas más. Cuando el sol se elevó aún más por el cielo de la ciudad nevada, Grigori se desabrochó el abrigo y se quitó la bufanda. La caminata era muy larga paras las cortas piernas de Lev, pero el chico estaba demasiado asustado y confuso para protestar.
Al fin llegaron a la avenida Nevski, el amplio paseo que atravesaba el corazón de la ciudad, que ya estaba abarrotada de gente. Los coches y los omnibuses transitaban las calles a toda velocidad, y los carruajes de caballos de alquiler circulaban en todas direcciones, sembrando el caos y el peligro… en aquellos tiempos, recordó Grigori, no había taxis a motor.
Se encontraron con Konstantín, un tornero de la fábrica Putílov, quien le contó a su madre un mal presagio: que habían matado a varios manifestantes en diversas partes de la ciudad. Sin embargo, la mujer no aminoró el paso, y el resto de la multitud parecía igual de decidida que ella. Prosiguieron con su marcha implacable desfilando por delante de tiendas que vendían pianos alemanes, sombreros de confección parisina y vasijas de plata especiales para rosas de invernadero. Grigori había oído decir que, en las joyerías de la ciudad, un noble podía gastar más dinero en alhajas para su amante de lo que un obrero de una fábrica llegaba a ganar en toda su vida. Pasaron por delante del cine Soleil, que Grigori se moría de ganas de visitar. Los vendedores ambulantes estaban haciendo su agosto, vendiendo té hecho en samovares y globos de colores para los niños.
Al llegar al extremo de la calle, se encontraron de frente con los tres símbolos más emblemáticos de la ciudad de San Petersburgo, a orillas del río Neva, cuyas aguas estaban congeladas: la estatua ecuestre de Pedro el Grande, más conocida como el Jinete de Bronce; el edificio del Almirantazgo, con su aguja dorada, y el Palacio de Invierno. La primera vez que había visto el palacio, a los doce años, Grigori no podía creer que un edificio tan gigantesco pudiese estar destinado a que vivieran personas en él; le parecía algo inconcebible, como sacado de un cuento de hadas, como una espada mágica o una capa para volverse invisible.
La plaza que había delante del palacio estaba cubierta de un manto blanco de nieve. En el extremo del fondo, formando fila delante del edificio rojo oscuro, se veía a la caballería, fusileros vestidos con abrigos largos, y un cañón. La muchedumbre se arremolinó en torno a la orilla de la plaza, manteniendo la distancia, temerosos de los militares, pero el goteo de gente era incesante, ciudadanos que acudían desde todas las calles circundantes, como las aguas de los afluentes que iban a parar al Neva, y a Grigori no dejaban de empujarlo hacia delante. El muchacho advirtió, sorprendido, que no todos los presentes eran obreros, sino que muchos de ellos llevaban los cálidos abrigos de la clase burguesa, que regresaban de camino a sus casas después de acudir a la iglesia; también había estudiantes, y algunos incluso iban ataviados con el uniforme de la escuela.
Con prudencia, la madre de Grigori se los llevó a él y a su hermano lejos de las armas y en dirección a los Jardines Alexandrovski, un parque delante del edificio amarillo y blanco del Almirantazgo. Otros tuvieron la misma idea y la gente allí reunida empezó a caldear el ambiente. El hombre que solía ofrecer paseos en trineo de renos a los hijos de los burgueses se había ido a casa. Todos hablaban de matanza, de que, en toda la ciudad, los manifestantes habían sido abatidos por los disparos y muchos habían muerto a manos de los sables de los cosacos. Grigori habló con un chico de su misma edad y le contó lo ocurrido en la Puerta de Narva. A medida que los manifestantes iban descubriendo lo que les había pasado a los otros, los ánimos se enardecían por momentos.
Grigori se quedó mirando la enorme fachada del Palacio de Invierno, con sus centenares de ventanas. ¿Dónde estaba el zar?
—Más tarde averiguamos que esa mañana el zar no estaba en el Palacio de Invierno —le explicó Grigori a Katerina, y oyó en su propia voz el amargo resquemor de una víctima de la traición y la decepción—. Ni siquiera estaba en la ciudad. El padre de su pueblo se había ido a su palacio en la Villa de los Zares, a pasar el fin de semana dando paseos por el campo y jugando al dominó. Pero entonces nosotros eso no lo sabíamos, y lo llamamos a gritos, le suplicamos que apareciera ante sus leales súbditos.
La multitud era cada vez más numerosa, y los gritos para que el zar se asomara a recibir a su pueblo eran más insistentes; algunos de los manifestantes empezaron a abuchear a los soldados. Todo el mundo estaba muy tenso y enfadado. De repente, un destacamento de guardias irrumpió en los jardines y ordenó el desalojo del lugar. Grigori presenció, entre aterrorizado e incrédulo, cómo fustigaban a los presentes indiscriminadamente con el látigo, algunos utilizando incluso la empuñadura del sable. Miró a su madre en busca de ayuda.
—¡No podemos rendirnos ahora! —clamó ella.
Grigori no sabía qué era lo que esperaban todos que hiciese el zar, solo estaba seguro, como todos los demás, de que su soberano lograría de algún modo atender las quejas de sus súbditos si estos conseguían hacerlas llegar a sus oídos.
Los otros manifestantes exhibían la misma determinación que su madre, y aunque aquellos que eran atacados por los guardias se encogían con el gesto aterrorizado, nadie se movió de allí.
En ese momento, los soldados tomaron posiciones para abrir fuego.
Cerca de la fila delantera, varias personas se pusieron de rodillas, se quitaron los gorros y se santiguaron.
—¡Arrodillaos! —gritó su madre, y los tres se arrodillaron, como la mayoría de todos cuantos los rodeaban, hasta que la multitud hubo adoptado la posición de oración.
Todo quedó sumido en un silencio que hizo que a Grigori se le pusieran los pelos de punta. Se quedó mirando los fusiles que lo apuntaban y los fusileros le devolvieron una mirada vacía e indiferente, como si fueran estatuas.
A continuación, Grigori oyó el sonido de una corneta.
Era una señal. Los soldados abrieron fuego y, alrededor de Grigori, la gente gritó y cayó al suelo. Un chico que se había encaramado a una estatua para ver mejor, lanzó un alarido y se desplomó. Un niño se precipitó de un árbol como si fuera un pájaro.
Grigori vio a su madre tumbarse boca abajo en el suelo. Creyendo que trataba de evitar las balas, él hizo lo mismo, pero luego, al mirarla cuando ambos estaban tendidos en el suelo, advirtió el reguero de sangre, roja y brillante, en la nieve que le rodeaba la cabeza.
—¡No! —gritó—. ¡No!
Lev gritó también.
Grigori agarró a su madre por los hombros y la levantó. Tenía el cuerpo inerte y, al mirarla a la cara, la imagen que vio lo dejó completamente desconcertado. ¿Qué era lo que estaba viendo? Donde debían haber estado su frente y sus ojos, ahora solo había una masa amorfa de vísceras irreconocibles.
Fue Lev quien puso palabras a la verdad.
—¡Está muerta! —gritó—. ¡Mamá está muerta! ¡Mi madre está muerta!
Los disparos cesaron. A su alrededor, la gente corría, escapaba cojeando o huía a rastras. Grigori intentó pensar. ¿Qué debía hacer? Tenía que sacar a su madre de allí como fuese, decidió. Le pasó los brazos por debajo del cuerpo y la levantó. No era ligera, pero él era fuerte.
Se volvió para tratar de localizar el camino de vuelta a casa. Lo veía todo borroso, y entonces se dio cuenta de que estaba llorando.
—Vamos —le dijo a Lev—. Deja de gritar. Tenemos que irnos.
Al llegar al final de la plaza, un anciano los retuvo un momento, un hombre con el rostro surcado de arrugas y los ojos llorosos. Llevaba el uniforme azul de un obrero de la fábrica.
—Tú eres joven —le dijo a Grigori. Había rabia y angustia en su voz—. No olvides nunca lo que ha pasado hoy aquí —le pidió—. No olvides nunca los crímenes cometidos por el zar.
Grigori asintió.
—No lo olvidaré, señor —le contestó.
—Que tengas una larga vida —siguió diciendo el anciano—. Lo bastante larga para vengarte del zar, que tiene las manos manchadas de sangre por todos los crímenes que ha cometido hoy.
—La llevé en brazos durante un kilómetro y medio, pero luego me cansé, así que me subí a un tranvía, con ella aún en brazos —le explicó Grigori a Katerina.
La joven lo miró fijamente. Su rostro tan hermoso, lleno de magulladuras, estaba ahora pálido de espanto.
—¿Llevaste a tu madre muerta a casa en tranvía?
Él se encogió de hombros.
—En esos momentos no pensé que estuviera haciendo nada extraordinario. O mejor dicho, todo lo que había pasado ese día era tan extraño, que ya nada me sorprendía.
—¿Y la gente que iba en el tranvía?
—El conductor no dijo nada. Supongo que estaba demasiado conmocionado para echarme y, por supuesto, no me pidió que le pagara el billete… que no habría podido pagar, claro.
—¿Y te sentaste, sin más?
—Me senté allí, con el cadáver en brazos y Lev a mi lado, llorando. Los pasajeros se limitaron a mirarnos. Me daba igual lo que pensasen, lo único que me preocupaba era qué hacer a continuación, que era llevarla a casa.
—Así que te convertiste en el cabeza de familia, a los dieciséis años.
Grigori asintió. Aunque los recuerdos eran dolorosos, el hecho de que Katerina le estuviese dedicando toda su atención le producía un placer indescriptible. Tenía la mirada clavada en él, y lo escuchaba boquiabierta, con una expresión en aquel rostro adorable, mezcla de fascinación y horror.
—Lo que más recuerdo de aquella época es que nadie nos ayudó —dijo, y volvió a experimentar el sentimiento terrible de estar completamente solo en un mundo hostil. El recuerdo siempre conseguía que una intensa oleada de rabia inundara toda su alma.
«Eso ya pasó —se dijo—, ahora tengo una casa y un trabajo, y mi hermano se ha convertido en un hombre fuerte y noble. Los malos tiempos ya han quedado atrás.» Pero pese a todo, le daban ganas de coger a alguien del cuello, ya fuese un soldado, un policía, un ministro del gobierno o el mismísimo zar, y retorcérselo hasta que no quedase una gota de vida en su cuerpo. Cerró los ojos, estremeciéndose, hasta que se le pasó.
—En cuanto acabó el funeral, el casero nos echó, diciendo que no podríamos pagarle, y se quedó con nuestros muebles como compensación por los alquileres atrasados, a pesar de que nuestra madre jamás se retrasaba en los pagos. Fui a la iglesia y le conté al cura que no teníamos ningún lugar donde dormir.
Katerina se rió con una carcajada cruel.
—Creo que adivino lo que pasó allí.
Grigori estaba sorprendido.
—¿Ah, sí?
—El cura os ofreció una cama: la suya. Eso fue lo que me pasó a mí.
—Algo así —dijo Grigori—. Me dio unos cópecs y me envió a comprar patatas. La tienda no estaba donde él me había dicho, pero en lugar de ponerme a buscarla, regresé a la iglesia porque aquel hombre me daba mala espina. Efectivamente, cuando entré en la sacristía, estaba bajándole los pantalones a Lev.
Katerina asintió con la cabeza.
—Los curas llevan haciéndome eso mismo a mí desde que tenía doce años.
Grigori se quedó de una pieza. Había dado por sentado que solo aquel cura en concreto era una mala persona, pero era evidente que Katerina estaba convencida de que, entre el clero, la depravación era la norma.
—¿Es que son todos así? —exclamó él, indignado.
—Según mi experiencia, prácticamente todos.
Negó con la cabeza, asqueado.
—¿Y sabes lo que más me indignó? Que cuando lo sorprendí, ¡ni siquiera dio muestras de estar avergonzado! Solo parecía molesto, como si lo hubiese interrumpido mientras meditaba sobre la Biblia.
—¿Y qué hiciste?
—Le dije a Lev que se subiera los pantalones y nos fuimos. El cura me instó a que le devolviera los cópecs, pero yo le contesté que era una limosna para los pobres. Pagué con ellos una cama en una casa de huéspedes esa noche.
—¿Y luego?
—Al final encontré un trabajo que no estaba mal, mintiendo sobre mi verdadera edad, busqué una habitación y aprendí, día tras día, a ser independiente.
—Y ahora, ¿eres feliz?
—Desde luego que no. Mi madre quería para nosotros una vida mejor, y voy a asegurarme de que así sea. Nos vamos a ir de Rusia. Ya casi tengo ahorrado el dinero suficiente: me voy a América, y cuando llegue, le enviaré a Lev el dinero para un pasaje. En América no hay zares, ni emperadores ni reyes de ninguna clase. El ejército no puede disparar así como así a la gente. ¡Es el pueblo el que gobierna el país!
La muchacha se mostró escéptica.
—¿Y tú de verdad te crees eso?
—¡Es que es verdad!
Se oyeron unos golpes en la ventana y Katerina se sobresaltó —estaban en la primera planta—, pero Grigori sabía que era Lev. Por la noche, cuando ya era tarde y la puerta principal de la casa estaba cerrada con llave, Lev tenía que cruzar la línea del ferrocarril hacia el patio trasero, encaramarse al tejado del lavadero y entrar a través de la ventana.
Grigori le abrió la ventana a su hermano y este entró. Iba vestido muy elegantemente, con una chaqueta de botones de nácar y una gorra con una cinta de terciopelo. En el chaleco llevaba un reloj de bolsillo con una cadena de bronce, y lucía un moderno corte de pelo al estilo «polaco», con la raya al lado en lugar de en el centro como la llevaban los campesinos. Katerina parecía sorprendida, y Grigori dedujo que no esperaba que su hermano fuese tan atractivo.
Normalmente, Grigori siempre se alegraba al ver a Lev, y sentía un gran alivio al comprobar que estaba sobrio y había vuelto a casa de una sola pieza. Sin embargo, en ese momento deseaba haber podido disfrutar de más tiempo a solas con Katerina.
Los presentó y los ojos de Lev emitieron un brillo especial cuando le estrechó la mano. Ella se secó las lágrimas de las mejillas.
—Grigori me ha estado contando cómo murió vuestra madre —le explicó.
—Mi hemano ha sido un padre y una madre para mí durante los últimos nueve años —dijo Lev. Ladeó la cabeza y olisqueó el aire—. Y prepara un estofado estupendo.
Grigori sacó tazones y cucharas y puso una barra de pan negro encima de la mesa. Katerina le contó a Lev la pelea con el policía Pinski. En su versión de la historia, Grigori parecía más valiente de lo que él se sentía en realidad, pero se alegraba de parecer un héroe ante los ojos de la chica.
Lev miraba embelesado a Katerina. Con el cuerpo inclinado hacia delante, la escuchaba como si nunca en toda su vida hubiese escuchado una historia más fascinante, sonriendo y asintiendo, esbozando una expresión de asombro u otra de repudio en función de lo que ella estuviese diciendo.
Grigori sirvió el estofado en los tazones y acercó la caja de embalaje a la mesa para que hiciera las veces de silla. La comida estaba muy sabrosa: había añadido una cebolla a la cazuela, y el hueso de jamón daba un intenso regusto a carne a los nabos. Durante la cena, se fue creando un clima cada vez más distendido mientras Lev hablaba de pequeñas cuestiones sin importancia, de incidentes triviales en la fábrica y de cosas graciosas que decía la gente. Katerina no paraba de reír.
Cuando acabaron, Lev le preguntó a Katerina por qué se había ido a vivir a la ciudad.
—Mi padre murió y mi madre volvió a casarse —les explicó—. Por desgracia, parece ser que empecé a gustarle a mi padrastro más que mi madre. —Hizo un movimiento brusco con la cabeza, y Grigori no pudo discernir si era un gesto de vergüenza o desafiante—. El caso es que eso es lo que creía mi madre, y me echó de casa.
—La mitad de la población de San Petersburgo procede del campo —observó Gregori—. Pronto no quedará nadie para cultivar la tierra.
—¿Cómo fue tu viaje hasta aquí? —preguntó Lev.
Lo que siguió fue la consabida historia de la muchacha que tiene que viajar con un billete de tren en tercera clase y suplicar que la lleven en distintos trayectos en carro, pero Grigori estaba embelesado con su rostro mientras ella hablaba.
Una vez más, Lev la escuchaba extasiado, haciendo comentarios divertidos y formulando alguna pregunta de vez en cuando. Grigori no tardó en darse cuenta de que Katerina se había vuelto hacia un lado en su asiento y ahora se dirigía exclusivamente a Lev.
«Casi como si yo ni siquiera estuviera aquí», pensó Grigori.