Enero de 1914
El conde Fitzherbert, de veintiocho años de edad, conocido por su familia y amigos como Fitz, era el noveno hombre más rico de toda Gran Bretaña.
No había hecho nada en absoluto para ganar sus cuantiosos ingresos, sino que sencillamente, se había limitado a heredar miles de hectáreas de tierra en Gales y en Yorkshire. Las granjas no producían muchos beneficios, pero debajo de ellas había grandes cantidades de carbón, y el abuelo de Fitz se había hecho inmensamente rico otorgando las concesiones para la explotación del mineral.
Estaba claro que era la voluntad de Dios que los Fitzherbert gobernasen a sus semejantes y que viviesen de manera acorde a su condición, pero Fitz pensaba que no había hecho nada que justificase la fe que Dios había depositado en él.
Su padre, el anterior conde, había sido un caso distinto. Oficial de la Armada, había sido nombrado almirante tras el bombardeo de Alejandría en 1882, se había convertido en embajador británico en San Petersburgo y, finalmente, había sido ministro en el gabinete de lord Salisbury. Los conservadores perdieron las elecciones generales de 1906 y el padre de Fitz murió escasas semanas más tarde, una muerte precipitada —de eso Fitz estaba seguro— por el hecho de ver a liberales irresponsables como David Lloyd George y Winston Churchill hacerse cargo del gobierno de Su Majestad.
Fitz ocupó su escaño en la Cámara de los Lores, la cámara legislativa superior del Parlamento británico, como par conservador. Hablaba un francés muy correcto y se defendía en ruso, y su sueño era llegar a convertirse algún día en jefe del Foreign Office. Por desgracia, los liberales no dejaban de ganar las elecciones continuamente, de modo que aún no había tenido ocasión de ser ministro del gobierno.
Su carrera militar había sido igual de mediocre. Había asistido a la academia de entrenamiento de oficiales del ejército de Sandhurst, y pasó tres años con el regimiento de los Fusileros Galeses para convertirse en capitán. Tras su matrimonio abandonó la carrera militar, pero pasó a ser coronel honorífico de los Territorials de Gales del Sur. Lamentablemente, los coroneles honoríficos nunca ganaban medallas.
Sin embargo, había algo de lo que sí se sentía orgulloso, pensaba mientras la locomotora de vapor avanzaba por los valles del sur del País de Gales: dos semanas más tarde, el rey en persona iba a pasar unos días en la casa de campo de Fitz. El rey Jorge V y el padre de Fitz habían sido compañeros en la Armada en su juventud. Recientemente, el rey había expresado su deseo de conocer qué era lo que pensaban sus súbditos más jóvenes, y Fitz había organizado una discreta velada en casa para que Su Majestad conociera a algunos de los más brillantes de su generación. En aquellos momentos, Fitz y su esposa, Bea, iban de camino a la mansión para terminar de disponerlo todo para la visita del monarca.
Fitz sentía un gran apego por las tradiciones. No había nada en la historia de la humanidad capaz de rivalizar con la estabilidad que proporcionaba el orden establecido, basado en los cuatro estamentos de la sociedad: monarquía, aristocracia, comerciantes y campesinado. Sin embargo, al mirar por la ventanilla del tren, como en esos precisos momentos, veía que la sombra de una seria amenaza pendía sobre las costumbres tradicionales de la sociedad británica, una amenaza mayor que cualquiera de las que se hubiesen cernido sobre ella en los cuatrocientos años anteriores. Cubriendo por completo las laderas de los montes, otrora tan verdes, extendiéndose como una plaga de manchas grisáceas en las hojas de los rododendros, surgían las casas de los mineros del carbón. En aquellas mugrientas casuchas se hablaba de republicanismo, de ateísmo y de revolución. Solo había pasado un siglo más o menos desde que habían llevado a la nobleza francesa en carretas hasta la guillotina, y lo mismo ocurriría allí si algunos de aquellos mineros musculosos con la cara tiznada lograban salirse con la suya.
Fitz estaría encantado de renunciar a las ganancias que obtenía del carbón, se dijo, con tal de que Gran Bretaña volviese a la sencillez de otros tiempos. La familia real era un poderoso bastión contra la insurrección. Sin embargo, además de hacerle sentirse orgulloso, la visita del monarca también le provocaba cierta inquietud, pues había muchas cosas que podían salir mal. Con la realeza, cualquier descuido podía ser una señal de negligencia y, por tanto, una falta de respeto. Hasta el último detalle del fin de semana sería comentado posteriormente, por los sirvientes de los visitantes a otros sirvientes y, de estos, a los señores de dichos sirvientes, por lo que todas las damas de la alta sociedad londinense acabarían sabiendo si, durante su estancia en Ty Gwyn, al rey le habían dado una almohada demasiado dura, una patata podrida o la botella de champán equivocada.
El Rolls-Royce Silver Ghost de Fitz estaba esperándolos en la estación de ferrocarril de Aberowen. Se sentó junto a Bea y el chófer los condujo a lo largo de un kilómetro y medio hasta Ty Gwyn, su casa de campo. Estaba cayendo una llovizna fina pero pertinaz, como era habitual en Gales.
«Ty Gwyn» significaba «Casa Blanca» en galés, pero el nombre había acabado resultando un tanto irónico porque, como todo lo demás en aquel rincón del mundo, el edificio estaba cubierto por una capa de polvo de carbón, y los bloques de piedra que en otros tiempos habían sido de un blanco inmaculado ofrecían en esos momentos un color gris oscuro que emborronaba las faldas de las señoras que, en un descuido, rozaban las paredes.
Pese a todo, era un edificio magnífico que llenaba a Fitz de orgullo a medida que el vehículo avanzaba por el camino de entrada a la casa. La mansión privada más grande de todo el País de Gales, Ty Gwyn contaba con doscientas habitaciones. Una vez, de pequeño, él y su hermana, Maud, contaron las ventanas hasta sumar un total de 523. Había sido construida por su abuelo, y en el diseño de las tres plantas se apreciaba una agradable armonía. Los ventanales de la planta noble eran altos y dejaban entrar una gran cantidad de luz en los majestuosos salones. En la planta superior había multitud de habitaciones de invitados, mientras que en la buhardilla se hallaban los innumerables dormitorios del servicio que, aun siendo minúsculos, eran evidentes por las largas hileras de lucernarios que poblaban los tejados en pendiente.
Las veinte hectáreas de jardines eran la debilidad de Fitz; él mismo se encargaba de supervisar la labor de los jardineros, tomando decisiones sobre la selección de variedades que debían plantarse, sobre la poda y el emplazamiento de cada una de ellas.
—Una casa digna de la visita de un monarca —comentó cuando el vehículo se detuvo en el majestuoso pórtico.
Bea no dijo nada; los viajes la ponían de mal humor.
Al bajarse del coche, Gelert, su perro de montaña de los Pirineos, acudió a su encuentro, un animal del tamaño de un oso que le lamió la mano y luego empezó a correr alegremente alrededor del patio para celebrar la llegada de su amo.
Una vez en el vestidor, Fitz se despojó de su ropa de viaje y se puso un traje de tweed marrón claro. A continuación, atravesó la puerta que comunicaba con los aposentos de Bea.
La sirvienta rusa, Nina, estaba quitando los alfileres del elaborado sombrero que su señora se había puesto para el viaje. Fitz vio el rostro de Bea reflejado en el espejo del tocador y se le aceleró el corazón. Retrocedió cuatro años en el tiempo, hasta el salón de baile de San Petersburgo donde había visto por primera vez aquel rostro de belleza deslumbrante, rodeado por una cascada de tirabuzones rubios imposibles de domeñar. En aquel lejano día, al igual que en esos momentos, su cara mostraba un mohín enfurruñado que a él le resultaba extrañamente atractivo. No le costó más que un instante decidir que era ella, de entre todas las mujeres, a la que quería convertir en su esposa.
Nina era una mujer de mediana edad y, en esos instantes, le temblaba el pulso. Bea ponía nerviosas a sus doncellas a menudo. Mientras Fitz la miraba, uno de los alfileres se clavó en el cuero cabelludo de su mujer, quien soltó un chillido. Nina palideció.
—¡Lo siento muchísimo, su alteza! —se disculpó en ruso.
Bea cogió un alfiler de la superficie del tocador.
—¡A ver si te gusta! —exclamó y pinchó a la sirvienta en el brazo.
Nina rompió a llorar y salió corriendo de la habitación.
—Deja que te ayude —le dijo Fitz a su esposa en tono apaciguador. Sin embargo, ella no pensaba calmarse.
—Lo haré yo sola.
Fitz se aproximó a la ventana. Abajo, había un ejército de jardineros podando los setos, cortando el césped y rastrillando la gravilla. Había varios arbustos en flor: viburnos de invierno, jazmines amarillos, hamamelis y fragante madreselva. Al otro lado del jardín se divisaba la suave ondulación verde de la ladera de la montaña.
Tenía que ser paciente con Bea y no olvidar que era extranjera, que estaba aislada en un país extraño, lejos de su familia y de todo aquello que le proporcionaba seguridad. Había sido fácil en los primeros meses de su matrimonio, cuando él aún estaba embriagado por su belleza física, por su olor y por el tacto de su piel suave. Ahora le costaba cierto esfuerzo.
—¿Por qué no descansas? —sugirió—. Yo iré a hablar con Peel y la señora Jevons y veré cómo marchan los preparativos. —Peel era el mayordomo y la señora Jevons el ama de llaves. En teoría, era Bea la encargada de organizar al personal, pero Fitz estaba lo suficientemente nervioso con la visita del rey como para no desperdiciar la ocasión de participar más activamente en los planes—. Ya te informaré más tarde, cuando estés descansada. —Extrajo su cigarrera.
—No fumes aquí dentro —lo reconvino ella.
Él lo interpretó como un consentimiento y se dirigió a la puerta. Deteniéndose de camino, dijo:
—Escucha, ¿no irás a comportarte así delante del rey y la reina, verdad? Me refiero a lo de maltratar al servicio.
—Yo no la he maltratado, le he clavado una aguja para que aprenda.
Los rusos hacían esa clase de cosas. Cuando el padre de Fitz se quejó de la desidia de los sirvientes de la embajada británica en San Petersburgo, sus amigos rusos le contestaron que era porque no les azotaba lo suficiente.
—Sería un poco embarazoso para el rey tener que presenciar algo semejante —le dijo Fitz a Bea—. Como ya te he dicho en anteriores ocasiones, eso no se hace en Inglaterra.
—Cuando era niña, me obligaron a presenciar cómo ahorcaban a tres campesinos —respondió ella—. A mi madre no le gustaba la idea, pero mi abuelo insistió. Me dijo: «Así aprenderás a castigar a tus sirvientes. Si no les azotas o les pegas por pequeñas faltas como haber cometido algún descuido sin importancia o por ser perezosos, al final acabarán cometiendo fechorías mucho más graves y terminarán en el patíbulo». Él me enseñó que la indulgencia con las clases inferiores, a la postre, es mucho más cruel.
Fitz empezaba a perder la paciencia con su esposa. Bea rememoraba una infancia rodeada de lujos y riquezas inmensas, con una legión de sirvientes fieles y obedientes y hordas de campesinos felices. Si su abuelo, un hombre implacable y extremadamente competente, no hubiese muerto, puede que esa vida hubiese seguido siendo así; sin embargo, entre el padre de Bea, un borracho empedernido, y el hermano estúpido de esta, quien se dedicaba a vender la madera sin antes replantar el bosque, habían conseguido dilapidar la totalidad de la fortuna familiar.
—Los tiempos han cambiado —le explicó Fitz—. Te estoy pidiendo… mejor dicho, te ordeno, que no me dejes en mal lugar delante de mi rey. Espero haberme expresado con suficiente claridad. —Y dicho esto, salió y cerró la puerta.
Echó a andar por el amplio pasillo, irritado y un poco triste. Poco después de casarse, aquella clase de rifirrafes lo dejaban desconcertado y abatido, pero últimamente se estaba acostumbrando. ¿Ocurría lo mismo en todos los matrimonios? No lo sabía.
Un lacayo de gran estatura que estaba bruñendo el pomo de una puerta se incorporó, se colocó con la espalda hacia la pared y bajó la mirada, tal como los miembros del personal del servicio de Ty Gwyn tenían instrucciones de hacer cada vez que el conde desfilaba ante ellos. En algunas mansiones, el servicio tenía que colocarse de cara a la pared, pero eso a Fitz le parecía demasiado feudal. El conde reconoció al hombre, pues lo había visto jugando un partido de críquet entre el personal de Ty Gwyn y los mineros de Aberowen. Era un buen bateador.
—Morrison —dijo Fitz, que recordó su nombre—. Avisa a Peel y a la señora Jevons para que acudan a la biblioteca.
—Enseguida, milord.
Fitz bajó la majestuosa escalera. Se había casado con Bea porque esta lo había encandilado, pero también por una razón más poderosa: soñaba con la idea de fundar una insigne dinastía anglorrusa cuyo dominio se extendiese hasta los últimos confines de la Tierra, tal como los Habsburgo habían gobernado diversas partes de Europa durante siglos.
Sin embargo, para eso necesitaba un heredero, y el mal humor de Bea significaba que aquella noche no iba a dejarlo entrar en su dormitorio. Podía insistir, pero eso nunca resultaba demasiado satisfactorio. Habían pasado ya un par de semanas desde la última vez. No quería una esposa que estuviese siempre dispuesta a hacer aquellas cosas, sería una vulgaridad, pero, por otra parte, dos semanas era mucho tiempo.
Su hermana, Maud, seguía soltera a sus veintitrés años, y para colmo, sería capaz de educar a cualquier hijo suyo para que acabara siendo un socialista rabioso que no vacilaría en malgastar toda la fortuna familiar imprimiendo panfletos revolucionarios.
Él llevaba casado tres años y empezaba a preocuparse. Bea solo se había quedado encinta una vez, el año anterior, pero perdió el niño a los tres meses. Ocurrió justo después de una disputa entre ambos. Fitz había cancelado un viaje que tenían planeado a San Petersburgo y Bea se alteró muchísimo, comenzó a llorar y a gritar que quería irse a su casa. Fitz se mantuvo en sus trece y se negó rotundamente —al fin y al cabo, un hombre no podía dejar que su mujer le diese órdenes— pero entonces, cuando ella sufrió el aborto, la culpabilidad que sintió lo convenció de que había sido culpa suya. Si ella se quedaba embarazada de nuevo, se juró a sí mismo que no haría absolutamente nada que pudiese turbarla hasta el nacimiento de su hijo.
Tras posponer mentalmente esa preocupación para más tarde, el conde entró en la biblioteca y se sentó al escritorio con incrustaciones de cuero para confeccionar una lista. Al cabo de uno o dos minutos, Peel apareció acompañado de una doncella. El mayordomo era el hijo menor de un granjero, y su rostro plagado de pecas y el pelo entrecano evocaban cierto aire a campo y a labores al aire libre, pero llevaba toda su vida trabajando como sirviente en Ty Gwyn.
—La señora Jevons está mala, milord —dijo. Hacía tiempo que Fitz había renunciado a tratar de mejorar el habla y el léxico de sus sirvientes galeses—. La barriga —añadió Peel con tono lúgubre.
—Ahórrame los detalles. —Fitz miró a la doncella, una joven hermosa de unos veinte años. Su cara le resultaba vagamente familiar—. ¿Y esta quién es?
La propia muchacha contestó.
—Ethel Williams, milord. Soy la ayudante de la señora Jevons. —Hablaba con el acento cantarín de los valles de Gales del Sur.
—Bueno, Williams, lo cierto es que pareces muy joven para asumir las tareas de un ama de llaves.
—Permítame, señor, pero la señora Jevons dijo que seguramente mandaría llamar al ama de llaves de Mayfair, aunque espera que, entretanto, tal vez yo consiga satisfacer sus necesidades.
¿Acaso vio un brillo pícaro en sus ojos cuando habló de satisfacer sus necesidades? A pesar de que hablaba con la debida deferencia, tenía aspecto de descarada.
—Muy bien —dijo Fitz.
Williams llevaba un grueso cuaderno en una mano y dos lápices en la otra.
—He ido a ver a la señora Jevons a su cuarto y se sentía con fuerzas suficientes para repasarlo todo conmigo.
—¿Por qué llevas dos lápices?
—Por si se rompe uno —contestó ella, y sonrió.
Las sirvientas no debían sonreír al conde, pero Fitz no pudo evitar devolverle la sonrisa.
—Bien —dijo—, dime qué es lo que has anotado en ese cuaderno.
—Tres cosas —contestó la joven—: huéspedes, personal y provisiones.
—Muy bien.
—Por la carta que envió el señor, tenemos entendido que habrá veinte huéspedes. La mayoría de ellos vendrá acompañada por uno o dos asistentes personales, supongamos un promedio de dos, de modo que eso suma un total de cuarenta personas más en cuanto a alojamiento del servicio. Todos llegarán el sábado y se marcharán el lunes.
—Correcto. —Fitz sentía una mezcla de aprensión y placer muy similar a las emociones que había experimentado antes de pronunciar su primer discurso ante la Cámara de los Lores: estaba entusiasmado por hacer aquello y, al mismo tiempo, preocupado por hacerlo bien.
Williams siguió hablando.
—Obviamente, Sus Majestades se alojarán en las Habitaciones Egipcias.
Fitz asintió. Aquellas eran las dependencias privadas más espaciosas. El papel pintado de las paredes contenía motivos ornamentales de los templos egipcios.
—La señora Jevons ha sugerido qué otras dependencias deberíamos acondicionar y las he anotado en aquí.
La expresión «en aquí» era un localismo, una forma de hablar que resultaba redundante, pues significaba exactamente lo mismo que «aquí».
—A ver, enséñame eso —dijo Fitz.
La muchacha rodeó el escritorio y colocó el cuaderno abierto delante del conde. Los sirvientes domésticos estaban obligados a bañarse una vez a la semana, de modo que no olía tan mal como solían hacerlo los miembros de la clase trabajadora. De hecho, su cuerpo cálido desprendía una fragancia floral. Tal vez había robado el jabón aromático de Bea. Leyó la lista que le había enseñado.
—Muy bien —sentenció—. La princesa se encargará de asignar los huéspedes a las distintas habitaciones. Puede que tenga ideas muy concretas al respecto.
Williams pasó la página.
—Esta es una lista del personal adicional que vamos a necesitar: seis muchachas en la cocina, para lavar las verduras y fregar los cacharros; dos hombres con las manos limpias para servir la mesa; tres doncellas más y tres mozos para limpiar las botas y encender las velas.
—¿Y sabes dónde podemos conseguir a toda esa gente?
—Huy, sí, milord, tengo una lista de lugareños que ya han trabajado aquí antes, y si con ellos no basta, les podemos pedir que nos recomienden a otros.
—Nada de socialistas, sobre todo —dijo Fitz con cierta angustia—. Intentarían hablarle al rey de las perversidades del capitalismo. —«Con los galeses, nunca se sabe», pensó.
—Por supuesto, milord.
—¿Qué hay de las provisiones?
La doncella pasó otra página del cuaderno.
—Esto es lo que necesitamos, basándonos en los banquetes previos que se han celebrado en la casa.
Fitz examinó la lista: cien barras de pan, veinte docenas de huevos, cuarenta litros de nata, cuarenta y cinco kilos de tocino, trescientos kilos de patatas… Empezó a aburrirse.
—¿No deberíamos dejar eso hasta que la princesa haya decidido los menús?
—Es que hay que traerlo todo de Cardiff —repuso Williams—. Las tiendas en Aberowen no pueden asumir pedidos tan cuantiosos, y hasta a los proveedores de Cardiff hay que avisarlos con tiempo, para asegurarnos de que tengan cantidades suficientes el día en cuestión.
La muchacha tenía razón. El conde se alegró de que estuviera a cargo de la organización: tenía la capacidad de prever las cosas y verlas venir, adelantándose a los acontecimientos, una cualidad muy poco frecuente, según había descubierto.
—No me vendría mal tener a una muchacha como tú en mi regimiento —dijo.
—No puedo vestir de color caqui, no me sienta bien con esta piel tan clara —contestó ella con descaro.
El mayordomo parecía escandalizado.
—¡Williams, compórtate! No seas desvergonzada.
—Le ruego me perdone, señor Peel.
Fitz se dio cuenta de que había sido culpa suya, por dirigirse a la muchacha con aquella familiaridad. Aunque… lo cierto era que no le desagradaba la desfachatez de la joven. De hecho, le gustaba y todo.
—A la cocinera se le han ocurrido algunas ideas para los menús, milord —dijo Peel, que le entregó a Fitz una hoja de papel un tanto sucia y emborronada con la letra infantil, de trazo cuidadoso, de la cocinera—. Por desgracia, es un poco pronto para el cordero lechal, pero nos pueden enviar una gran variedad de pescado fresco desde Cardiff, en bloques de hielo.
—Todo esto se parece mucho a lo que ofrecimos en nuestra cacería en noviembre —dijo Fitz—. Aunque, por otra parte, no queremos hacer experimentos con cosas nuevas en esta ocasión; es mejor ceñirse a platos que ya hayamos probado antes.
—Exacto, milord.
—Y ahora, los vinos. Vayamos a la bodega.
Peel parecía sorprendido; el conde no solía bajar a los sótanos.
En ese momento, a Fitz le asaltó un pensamiento que había permanecido agazapado en algún recoveco de su cerebro, pero prefirió no prestarle atención. Vaciló unos instantes y luego dijo:
—Williams, ven también. Así tomarás notas.
El mayordomo sujetó la puerta y Fitz salió de la biblioteca y bajó por la escalera trasera. La cocina y la sala de los sirvientes estaban en un semisótano. Allí abajo, la etiqueta funcionaba de un modo distinto, y las sirvientas y los mozos se inclinaban o hacían una reverencia cuando pasaba él.
La bodega estaba en un sótano. Peel abrió la puerta.
—Con su permiso, yo iré delante —dijo.
Fitz asintió. Peel prendió una cerilla, encendió una vela colgada de la pared y empezó a bajar los peldaños. Al llegar abajo, encendió otra palmatoria.
Fitz poseía una bodega más bien modesta, compuesta por unas doce mil botellas, la mayor parte de las cuales eran herencia de su padre y de su abuelo. El champán, el oporto y el vino blanco del Rin eran las bebidas predominantes, con cantidades menores de clarete y borgoña blanco. Fitz no era ningún entendido en vinos, pero sentía especial debilidad por la bodega porque le recordaba a su padre. «Una bodega de vino requiere orden, capacidad de previsión y buen gusto —solía decir el anciano—. Esas son las virtudes que conforman la grandeza de Gran Bretaña.»
Fitz quería servirle lo mejor a su soberano, por supuesto, pero para eso había que tener criterio. El champán sería Perrier-Jouët, el más caro, pero ¿de qué cosecha? Un champán maduro, de veinte o treinta años, tenía menos burbujas y más sabor, aunque lo cierto era que las cosechas jóvenes poseían algo especial, algo chispeantemente delicioso. Escogió una botella al azar. Estaba mugrienta, completamente cubierta de polvo y telarañas. Echó mano del pañuelo de hilo del bolsillo delantero de su chaqueta para limpiar la etiqueta. Seguía sin ver la fecha bajo la tenue luz de las velas. Le mostró la botella a Peel, que se había puesto unas lentes.
—1857 —dijo el mayordomo.
—Dios santo, me acuerdo de esa botella… —recordó Fitz—. Fue la primera cosecha que probé en mi vida, y seguramente la mejor. —De pronto, recordó la presencia de la doncella, que había inclinado el cuerpo hacia él y estaba examinando la botella que era mucho, muchísimo más vieja que ella. Para su consternación, la proximidad del cuerpo de la joven lo dejó momentáneamente sin aliento.
—Me temo que la cosecha del cincuenta y siete ya ha dejado atrás su mejor momento —comentó Peel—. ¿Puedo sugerir la del noventa y dos?
Fitz miró otra botella, dudó y tomó una decisión.
—No veo nada con esta luz —anunció—. Tráeme una lupa, Peel, ¿quieres?
Peel subió los peldaños de piedra.
Fitz miró a Williams. Estaba a punto de cometer una locura, pero no podía contenerse.
—Qué guapa eres… —dijo.
—Gracias, milord.
Bajo la cofia de doncella, asomaban unos rizos rebeldes de pelo oscuro. El conde le acarició el pelo. Sabía que algún día se arrepentiría de aquello.
—¿Has oído hablar de lo que los franceses llaman el droit de seigneur, el derecho de pernada? —Percibió el tono ronco de su propia voz.
—Soy galesa, no francesa —contestó Ethel, con el mismo movimiento insolente de la barbilla que Fitz ya reconocía como característico en ella.
Desplazó la mano del pelo de la joven hasta la nuca y la miró a los ojos. Ella le sostuvo la mirada con audaz aplomo, pero ¿significaba aquella expresión que quería que él siguiera adelante… o que estaba dispuesta a montarle una escena humillante?
El conde oyó el ruido de unos pasos en las escaleras de la bodega; Peel ya estaba allí. Fitz se apartó de la sirvienta.
Las risas de la joven cogieron al conde por sorpresa.
—¡Debería verse la cara de culpabilidad, señor! —exclamó—. Parece usted un colegial.
Peel asomó entre la penumbra con una bandeja de plata en la que llevaba una lupa con el mango de marfil.
Fitz intentó recobrar el aliento. Cogió la lupa y reanudó la inspección de las botellas de vino, con mucho cuidado de no tropezarse con la mirada de Williams.
«Dios mío —pensó—. Qué muchacha tan extraordinaria…»
Ethel Williams se sentía rebosante de energía. Nada la inquietaba, podía enfrentarse a cualquier situación, solucionar cualquier problema. Cuando se miraba al espejo, veía que le brillaba la piel y le centelleaban los ojos. El domingo, después del oficio religioso, su padre había hecho algún comentario al respecto, con su dosis de sarcasmo habitual.
—Te veo muy contenta —le dijo—. ¿Es que te has tropezado con un saco de dinero?
A menudo se sorprendía corriendo, y no caminando, por los interminables pasillos de Ty Gwyn, y todos los días llenaba hojas y más hojas de su cuaderno con listas de la compra, calendarios de trabajo del servicio, horarios para recoger las mesas y ponerlas otra vez, y cálculos: números de fundas de almohada, jarrones, servilletas, velas, cucharas…
Aquella era su gran oportunidad. Pese a su juventud, estaba haciendo las veces de ama de llaves en ocasión de una visita real. La señora Jevons no mostraba señales de mejoría ni de que fuese a levantarse de su lecho de convalecencia, así que sobre Ethel recaía toda la responsabilidad de preparar la mansión de Ty Gwyn para dar el recibimiento que merecían el rey y la reina. En el fondo, siempre había estado segura de que era capaz de hacer las cosas mejor que nadie y destacar, siempre y cuando le diesen la posibilidad, pero en la rígida jerarquía del servicio doméstico, había escasas oportunidades de demostrar que era mejor que los demás. De pronto, se le había presentado la ocasión, y estaba decidida a aprovecharla al máximo. Después de aquello, puede que asignasen a la señora Jevons una tarea con menos responsabilidades y que nombrasen a Ethel ama de llaves, con el doble del sueldo que cobraba entonces, con un dormitorio para ella sola y su propia sala de estar en las dependencias del servicio.
Sin embargo, todavía no había llegado ese momento. Era evidente que el conde estaba satisfecho con su labor, porque al final había optado por no llamar al ama de llaves de Londres, lo que Ethel interpretó como un cumplido. Aunque… pensó la joven con verdadera aprensión, todavía había tiempo para cometer ese pequeño desliz, para ese error fatal que podía estropearlo todo: un plato de la cena sucio, un sumidero atascado, un ratón muerto en la bañera… Y entonces el conde sí se pondría furioso.
La mañana del sábado en que estaba prevista la llegada de los reyes, Ethel se encargó personalmente de supervisar todas y cada una de las habitaciones de invitados, para asegurarse de que las chimeneas estaban encendidas y de que los almohadones habían sido ahuecados. En cada cuarto había al menos un jarrón con flores, llevadas esa misma mañana del invernadero; en cada escritorio había papel de cartas con el escudo de Ty Gwyn, y habían provisto toallas, jabón y agua para el aseo personal. Al anterior conde no le gustaba la fontanería moderna, y Fitz aún no había encontrado el momento de ordenar la instalación de agua corriente en todas las habitaciones. Solo había tres retretes en una casa con cien dormitorios, de manera que en la mayoría de las habitaciones seguían haciendo falta orinales. También habían colocado flores secas aromáticas en todas ellas, elaboradas por la señora Jevons según su propia receta, para eliminar los malos olores.
Se esperaba la llegada de la comitiva real para la hora del té. El conde acudiría a recibirlos a la estación de ferrocarril de Aberowen, donde sin duda se habría formado una gran multitud, esperando poder entrever fugazmente a los soberanos, aunque no había prevista allí ninguna aparición pública de los reyes. Fitz los llevaría a la casa en su Rolls-Royce, un automóvil grande y cerrado. El ayuda de cámara del rey, sir Alan Tite, y el resto del séquito que los acompañaba en el viaje irían detrás, con el equipaje, en una serie de vehículos tirados por caballos. Delante de Ty Gwyn, un batallón de los Fusileros Galeses ya estaba formando a uno y otro lado del camino de entrada para actuar como guardia de honor.
La pareja real aparecería públicamente ante sus súbditos el lunes por la mañana. Planeaban realizar un paseo por las aldeas de los alrededores en un coche de caballos descubierto y detenerse en el ayuntamiento de Aberowen para reunirse con el alcalde y los concejales antes de dirigirse a la estación de ferrocarril.
La llegada del resto de los huéspedes estaba prevista a mediodía. Peel se encontraba en el salón, asignando a las doncellas que debían conducirlos a sus habitaciones y a los mozos que debían subir el equipaje. Los primeros en llegar fueron los tíos de Fitz, el duque y la duquesa de Sussex. El duque era primo hermano del rey, y había sido invitado a fin de que este se sintiera más cómodo, en un entorno más familiar. La duquesa era la tía de Fitz y, al igual que la mayor parte de la familia, sentía un profundo y apasionado interés por la política, hasta el extremo de que en su casa de Londres celebraba una tertulia frecuentada por los miembros del gabinete ministerial.
La duquesa informó a Ethel acerca de que el rey Jorge V estaba un poco obsesionado con los relojes, y que no le gustaba nada ver que distintos relojes en una misma casa anunciasen una hora diferente. Ethel maldijo para sus adentros, pues en Ty Gwyn había más de un centenar de relojes. Tomó prestado el reloj de bolsillo de la señora Jevons y se dispuso a recorrer toda la casa para ajustar la hora.
Cuando entró en el comedor pequeño, se encontró con el conde. Este estaba de pie ante el ventanal, y parecía consternado. Ethel se paró a observarlo un momento. Era el hombre más guapo que había visto en su vida; era como si aquella tez pálida, iluminada por la tenue luz invernal, estuviese cincelada en mármol blanco. Tenía la mandíbula cuadrada, los pómulos prominentes y la nariz griega. Su cabello era negro y los ojos verdes, una combinación poco frecuente. No llevaba barba ni bigote, ni siquiera patillas. Con una cara tan hermosa como esa, pensó Ethel, ¿para qué taparla con pelo?
Él la sorprendió mirándolo.
—Acabo de saber que al rey le gusta tener cestos de naranjas en la habitación —exclamó—. ¡Y no hay una maldita naranja en toda la casa!
Ethel frunció el ceño. Ni uno solo de los tenderos de Aberowen tendría naranjas, pues sus clientes no podían permitirse semejantes lujos. Ocurriría lo mismo en todas las demás poblaciones de los valles del sur de Gales.
—Si pudiera usar el teléfono, tal vez podría hablar con un par de fruterías de Cardiff —repuso ella—. Puede que tengan naranjas en esta época del año.
—Pero ¿cómo haremos para que nos las manden hasta aquí?
—Les pediré que coloquen una cesta en el tren. —Consultó el reloj que había estado ajustando—. Con un poco de suerte, las naranjas llegarán a la vez que el rey.
—Eso es —dijo él—. Eso es lo que haremos. —La miró directamente—. Eres asombrosa —exclamó—. No estoy seguro de haber conocido alguna vez a una muchacha como tú.
Ethel le sostuvo la mirada. A lo largo de las dos semanas anteriores, él se había dirigido a ella de forma muy similar a aquella, en un tono extremadamente familiar, con cierta intimidad, y eso le había hecho sentir extraña, le había provocado una especie de incómoda euforia, como si algo peligrosamente emocionante estuviese a punto de suceder. Era como ese momento en los cuentos de hadas en el que el príncipe entra en el castillo encantado.
El chirrido de unas ruedas fuera, en el camino de entrada, rompió el hechizo. Se oyó una voz familiar.
—¡Peel! ¡Cuánto me alegro de verte!
Fitz miró por la ventana e hizo una mueca.
—¡Oh, no! —exclamó—. ¡Es mi hermana!
—Bienvenida a casa, lady Maud —repuso la voz de Peel—, aunque lo cierto es que no la esperábamos.
—Al conde se le olvidó invitarme, pero he venido de todos modos.
Ethel contuvo una sonrisa. Fitz adoraba a su díscola hermanita, pero le resultaba difícil tratar con ella. Sus opiniones políticas eran alarmantemente liberales: era una sufragista, una activa militante del movimiento que propugnaba la concesión del voto a la mujer. A Ethel, Maud le parecía maravillosa, justo la clase de mujer independiente que a ella le habría gustado ser.
Fitz salió del comedor y Ethel lo siguió al salón, una estancia imponente decorada con el estilo gótico por el que tanta predilección sentían los victorianos como el padre de Fitz: revestimientos de madera oscura, papel de pared con abundantes motivos ornamentales y sillas de madera de roble labradas como si fueran tronos medievales. Maud ya estaba entrando por la puerta.
—Fitz, querido, ¿cómo estás? —lo saludó.
Maud era alta como su hermano, y ambos guardaban un gran parecido, pero las facciones cinceladas que hacían que el conde evocase la estatua de un dios no resultaban tan favorecedoras en el rostro de una mujer, por lo que Maud era más bien atractiva, en lugar de verdaderamente guapa. Contradiciendo la fama de anticuadas en la forma de vestir de las feministas, la joven iba ataviada según los cánones de la última moda, y llevaba una falda larga de tubo encima de unos botines abotonados, un abrigo de color azul marino con cinturón ancho y puños de varios botones, y un sombrero con una pluma clavada en la parte delantera como si fuera una bandera de regimiento.
La acompañaba tía Herm. Lady Hermia era la otra tía de Fitz. A diferencia de su hermana, que se había casado con un duque rico, Herm había contraído matrimonio con un barón despilfarrador que murió joven y en la ruina más absoluta. Diez años antes, cuando los padres de Fitz y Maud fallecieron en un intervalo de escasos meses, tía Herm se fue a vivir con ellos para cuidar principalmente de Maud, quien a la sazón tenía trece años, y aún seguía ejerciendo de señora de compañía de la joven, sin tener sobre esta ni sobre sus actos ninguna clase de autoridad.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó Fitz a Maud.
—Ya te dije que no le iba a hacer ninguna gracia —murmuró tía Herm.
—No podía faltar a la visita del rey —contestó Maud—. Habría sido una falta de respeto.
—No quiero que le hables al rey sobre los derechos de las mujeres —replicó Fitz con un deje de exasperación.
Ethel no creía que el conde tuviese razones para preocuparse. Pese al radicalismo de las ideas políticas de Maud, sabía cómo coquetear y apelar a la vanidad de los hombres poderosos, y era capaz de meterse en el bolsillo incluso a los amigos más conservadores de Fitz.
—Toma mi abrigo, por favor, Morrison —dijo Maud. Se desabrochó los botones y se volvió para que el lacayo la ayudara a quitárselo—. Hola, Williams, ¿cómo estás? —le preguntó a Ethel.
—Bienvenida, milady —respondió la muchacha—. ¿Desea ocupar la Suite Gardenia?
—Sí, gracias. Me encantan esas vistas.
—¿Querrá almorzar mientras le preparo la habitación?
—Sí, por favor, me muero de hambre.
—Hoy lo estamos sirviendo al estilo club, señora, puesto que los invitados están llegando en momentos distintos.
El llamado «estilo club» hacía referencia a que se servía el almuerzo a los invitados a medida que iban entrando, como en los comedores de los clubes de caballeros o en un restaurante, en lugar de servirlo a todos los comensales a la vez. Ese día el almuerzo era más bien modesto: sopa india con especias, fiambres y pescado ahumado, trucha rellena, chuletas de cordero y un surtido de postres y quesos.
Ethel sujetó la puerta y siguió a Maud y a tía Herm al comedor principal. Los primos Von Ulrich ya estaban almorzando. Walter von Ulrich, el más joven, era un hombre apuesto y encantador, y parecía entusiasmado de estar en Ty Gwyn, mientras que Robert, por el contrario, era más quisquilloso: había enderezado el cuadro del castillo de Cardiff colgado en la pared, había pedido más almohadones y había descubierto que el tintero de su escritorio estaba seco, un descuido que hizo que Ethel se preguntase, inquieta, qué otros detalles podía haber pasado por alto.
Ambos se levantaron cuando entraron las damas. Maud se fue directa a Walter y exclamó:
—¡Estás exactamente igual que cuando tenías dieciocho años! ¿Te acuerdas de mí?
Al joven se le iluminó el rostro.
—Pues claro, aunque debo decir que tú sí que has cambiado desde que tenías trece…
Ambos se estrecharon la mano y luego Maud le dio sendos besos en las mejillas, como si fueran parientes.
—Estaba completamente loca por ti a esa edad —confesó con asombrosa sinceridad.
Walter sonrió.
—Tú a mí también me tenías robado el corazón.
—¡Pero si siempre te comportabas como si tuviera la peste!
—Tenía que disimular mis sentimientos delante de Fitz, que te protegía como un perro guardián.
Tía Herm se puso a toser, indicando de ese modo su desaprobación ante aquel arrebato de intimidad.
—Tía, te presento a herr Walter von Ulrich, un viejo compañero de escuela de Fitz que venía aquí en vacaciones. Ahora trabaja en el cuerpo diplomático de la embajada alemana en Londres.
—Les presento a mi primo, el Graf Robert von Ulrich. —Ethel sabía que Graf era el término en alemán que designaba a los condes—. Es agregado militar de la embajada austríaca.
En realidad eran primos segundos, le había explicado Peel en tono de confidencia a Ethel: los abuelos de ambos eran hermanos, el menor de los cuales se casó con una rica heredera alemana y abandonó Viena para irse a vivir a Berlín, razón por la que Walter era alemán, mientras que Robert era austríaco. A Peel le gustaba dejar esa clase de cosas muy claras.
Todos se sentaron. Ethel retiró la silla de tía Herm.
—¿Quiere un poco de sopa de especias, lady Hermia? —le preguntó.
—Sí, por favor, Williams.
Ethel le hizo una seña a un lacayo, quien se dirigió al aparador donde se hallaba la sopa, en un recipiente especial para que no se enfriara. Tras comprobar que las recién llegadas se hallaban a gusto, Ethel desapareció discretamente para preparar sus habitaciones. Cuando cerraba la puerta a su espalda, oyó decir a Walter von Ulrich:
—Me acuerdo de lo mucho que te gustaba la música, Maud. Justo estábamos hablando del ballet ruso. ¿Qué opinas de Diaguilev?
No había muchos hombres que preguntasen a una mujer su parecer. Eso le gustaría a Maud. Mientras Ethel se apresuraba a bajar los escalones para ir en busca de dos doncellas que hiciesen las habitaciones, pensó: «Ese alemán es todo un encanto».
El Salón Escultórico de Ty Gwyn era una antesala del comedor, y los invitados solían reunirse allí antes de la cena. Fitz no sentía un gran interés por el arte, pues en realidad, todas aquellas piezas las había reunido su abuelo, pero las esculturas daban a sus huéspedes algo de que hablar mientras aguardaban el momento de la cena.
Al tiempo que conversaba con su tía, la duquesa, Fitz miró angustiado a su alrededor a los hombres vestidos de rigurosa etiqueta y a las mujeres con sus vestidos escotados y sus tiaras. El protocolo exigía que todos los invitados estuviesen presentes en la sala antes de que el rey y la reina hiciesen su entrada. Pero ¿dónde estaba Maud? ¿No iría a provocar un incidente? No, ahí estaba, con un traje de seda púrpura y con los diamantes de su madre, charlando animadamente con Walter von Ulrich.
Fitz y Maud siempre habían estado muy unidos. El padre de ambos había sido un héroe distante, y su madre, la infeliz seguidora incondicional de su marido; los dos hermanos habían obtenido el cariño y el afecto que necesitaban el uno del otro, y a la muerte de sus progenitores, ambos se habían unido más aún, compartiendo su dolor. En aquel trance, Fitz tenía dieciocho años, y había tratado por todos los medios de proteger a su hermanita de aquel mundo implacable y cruel. Ella, a su vez, le había mostrado su adoración absoluta. Con el paso de los años, al llegar a la edad adulta, Maud se había convertido en una joven independiente, capaz de pensar por sí misma, mientras que él continuaba creyendo que, como cabeza de familia, todavía ejercía algún tipo de autoridad sobre ella. Sin embargo, su afecto mutuo había demostrado ser más fuerte que sus diferencias… por el momento.
En esos instantes, Maud dirigía la atención de Walter hacia un cupido de bronce. A diferencia de Fitz, ella sí entendía de esas cosas. Fitz rezó por que su hermanita se pasara toda la velada hablando de arte y no enturbiase la cena con su discurso sobre los derechos de las mujeres. Jorge V odiaba a los liberales, era un secreto a voces. Por regla general, los monarcas solían ser conservadores, pero los acontecimientos recientes habían acentuado aún más el sentimiento de animadversión del rey. Había ascendido al trono en plena crisis política y, contra su voluntad, se había visto obligado por el primer ministro liberal H. H. Asquith —con el pleno respaldo de la opinión pública— a recortar el poder de la Cámara de los Lores. La herida de aquella humillación aún seguía abierta, y Su Majestad sabía que Fitz, como par conservador de la Cámara de los Lores, había luchado con todas sus fuerzas contra la llamada reforma. Pero a pesar de ello, si a Maud se le ocurría soltarle una arenga esa noche, el rey nunca perdonaría a Fitz.
Walter ejercía como diplomático de rango inferior, pero su padre era uno de los mejores amigos del káiser. Robert también tenía buenos contactos: era amigo del archiduque Francisco Fernando, heredero al trono del Imperio austrohúngaro. Otro de los invitados que se movía en círculos selectos era el joven norteamericano, de gran estatura, que en esos precisos instantes hablaba con la duquesa. Se llamaba Gus Dewar, y su padre, un senador, era consejero personal del presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson. Fitz sintió que había hecho bien reuniendo allí a aquel grupo de jóvenes, la élite dirigente del futuro. Esperaba que fuese del agrado del rey.
Gus Dewar era un joven simpático pero un poco raro. Siempre encorvaba la espalda, como si hubiese preferido ser más bajo y no destacar tanto. No parecía muy seguro de sí, pero se mostraba agradablemente cortés con todo el mundo.
—El pueblo estadounidense está más preocupado por los problemas de la nación que por la política exterior —le decía a la duquesa—, pero el presidente Wilson es un liberal, y como tal, es más probable que simpatice con democracias como las de Francia y Gran Bretaña que con las monarquías autoritarias de Austria y Alemania.
En ese momento, se abrieron las puertas dobles, se hizo el silencio en la habitación, y el rey y la reina entraron en la sala. La princesa Bea hizo una reverencia, Fitz inclinó la cabeza y todos los demás siguieron su ejemplo. A continuación se sucedieron unos minutos de incómodo silencio, pues no estaba permitido que nadie hablase hasta que la pareja real hubiese dicho algo. Al fin, el rey se dirigió a Bea:
—Ya me alojé en esta casa hace veinte años, ¿lo sabía? —le dijo, y los demás empezaron a relajarse.
El rey era un hombre elegante, pensó Fitz mientras los cuatro mantenían una distendida charla. Llevaba la barba y el bigote muy cuidados. Empezaba a tener entradas en el cabello, pero aún conservaba el suficiente para peinárselo con una raya tan recta como una regla. El traje de etiqueta sentaba como un guante a su estilizada figura: a diferencia de su padre, Eduardo VII, no era ningún gourmet. Se relajaba con aficiones que requerían precisión: le gustaba coleccionar sellos, pegándolos meticulosamente en álbumes, un pasatiempo que suscitaba las burlas de los irrespetuosos intelectuales de Londres.
La reina era una figura que inspiraba más temor, con el pelo rizado y ceniciento y un rictus severo en los labios. Tenía un busto generoso, realzado sobremanera por el vertiginoso escote de su vestido, siguiendo la moda de rigueur. Era la hija de un príncipe alemán. En un principio, había estado comprometida con el hermano mayor de Jorge, Alberto, pero este murió de neumonía justo antes del enlace. Cuando Jorge se convirtió en el heredero al trono, también se quedó con la prometida de su hermano, una costumbre que algunos tildaron de un tanto medieval.
Bea estaba en su elemento. Iba vestida de forma arrebatadora en seda rosa y, con un efecto perfectamente estudiado, sus tirabuzones rubios parecían un tanto alborotados, como si acabase de interrumpir un beso ilícito. Conversaba animadamente con el rey. Intuyendo que las charlas superficiales no eran del agrado de Jorge V, la princesa estaba contándole cómo Pedro el Grande había creado la armada rusa, y el monarca asentía con gesto de interés genuino.
Peel se asomó por la puerta del comedor con una expresión expectante en el rostro cubierto de pecas. Captó la atención de Fitz y le hizo una señal muy elocuente. Fitz se dirigió a la reina:
—¿Desea que pasemos a cenar, su majestad?
Ella le ofreció el brazo. Detrás de ellos, el rey entrelazó el suyo con el de Bea y el resto de los comensales formaron parejas conforme al protocolo. Cuando todos estuvieron listos, entraron en el comedor en procesión.
—Qué bonita… —murmuró la reina al ver la mesa.
—Gracias, majestad —contestó Fitz, y exhaló un imperceptible suspiro de alivio.
Bea había hecho un trabajo maravilloso: había tres arañas de luces colgadas a escasa altura encima de la alargada mesa, cuyos reflejos destellaban en las copas de cristal distribuidas en el sitio de cada comensal. La totalidad de la cubertería era de oro, al igual que los saleros y los pimenteros, y aun las minúsculas cerilleras para los fumadores. El mantel blanco estaba cubierto de rosas procedentes del invernadero y, para conferir un último toque espectacular al conjunto, Bea había colocado delicadas hojas de helecho que descendían desde las arañas hasta las pirámides de uvas sobre las bandejas doradas.
Todos tomaron asiento, el obispo bendijo la mesa y Fitz se tranquilizó. Las reuniones que empezaban bien casi siempre transcurrían sin incidencias; por lo general, el vino y la comida hacían que los asistentes estuvieran menos dispuestos a encontrar defectos.
El menú comenzaba con los hors d’oeuvres rusos, un guiño a la tierra natal de Bea: blinis con caviar y nata, tostadas con pescado ahumado, galletitas saladas con arenques en vinagre, todo regado con el champán Perrier-Jouët de 1892, tan delicioso y suave como Peel había prometido. Fitz no apartaba la mirada del mayordomo, y este no le quitaba la vista de encima al rey. En cuanto Su Majestad soltaba los cubiertos, Peel retiraba su plato, y esa era la señal para que los lacayos se llevaran el resto. El comensal que todavía siguiese disfrutando del plato tenía que dejarlo en señal de deferencia.
A continuación, sirvieron la sopa, un pot-au-feu acompañado de un oloroso jerez de Sanlúcar de Barrameda. El pescado era lenguado, regado con un maduro Meursault Charmes que sabía a gloria. Para los medallones de cordero galés, Fitz había escogido el Château Lafite de 1875, pues el de 1870 todavía no estaba listo para su consumo. Siguió corriendo el vino tinto con el parfait de hígado de oca que sirvieron después y con el último plato de carne: hojaldre relleno de codorniz con uvas.
Nadie se comía todo aquello: los hombres seleccionaban lo que les gustaba y hacían caso omiso del resto, mientras que las mujeres picoteaban de uno o dos platos. Muchas de las viandas regresaban a la cocina intactas.
Hubo ensalada, un postre, surtido de aperitivos salados, fruta y petits fours. Finalmente, la princesa Bea alzó una discreta ceja en dirección a la reina, quien respondió con un asentimiento casi imperceptible. Ambas se pusieron en pie, todos los demás las imitaron y las damas abandonaron la sala.
Los hombres volvieron a tomar asiento, los lacayos llevaron cajas de cigarros y Peel depositó un decantador de oporto Ferreira de 1847 a la derecha del rey. Fitz aspiró agradecido el humo de un cigarro. Las cosas habían ido bien. El rey era célebre por su escasa afición a la vida social, pues solo se sentía cómodo entre sus viejos compañeros de sus felices días en la Marina. Sin embargo, aquella noche se había mostrado muy afable y todo había ido como la seda. Hasta las naranjas habían llegado a tiempo.
Fitz había hablado antes con sir Alan Tite, el ayuda de cámara del rey, un oficial retirado que aún lucía anticuadas patillas. Habían acordado que, al día siguiente, el rey dispondría de aproximadamente una hora a solas para departir con cada uno de los hombres sentados a la mesa, todos ellos depositarios de información privilegiada de un gobierno u otro. Aquella noche, Fitz debía romper el hielo entablando una conversación política de carácter general. Carraspeó unos segundos y se dirigió a Walter von Ulrich.
—Walter, tú y yo somos amigos desde hace quince años, fuimos juntos a Eton. —Le habló entonces a Robert—: Y conozco a tu primo desde que los tres compartimos apartamento en Viena cuando éramos estudiantes. —Robert sonrió y asintió. A Fitz le caían bien ambos: Robert era un tradicionalista, como Fitz, y si bien Walter no era tan conservador como ellos, lo cierto es que era muy inteligente—. Ahora asistimos con perplejidad a los rumores de una posible guerra entre nuestros países —siguió diciendo Fitz—. ¿Creéis que cabe realmente la posibilidad de que se produzca semejante tragedia?
Fue Walter quien contestó.
—Si hablar de la guerra puede hacer que esta estalle, entonces sí, no tendremos más remedio que enfrentarnos, porque todo el mundo se está preparando para esa eventualidad, pero ¿existe en verdad una razón de peso? Yo no lo creo.
Gus Dewar levantó la mano tímidamente. A Fitz le gustaba Dewar, pese a sus devaneos con la política liberal. Se suponía que los norteamericanos se comportaban con un exceso de desparpajo, pero aquel tenía buenos modales y era un poco tímido. También estaba asombrosamente bien informado. En ese momento dijo:
—Gran Bretaña y Alemania tienen muchas razones para enfrentarse.
Walter se volvió hacia él.
—¿Como por ejemplo?
Gus exhaló el humo de su cigarro.
—La rivalidad naval.
Walter asintió.
—Mi káiser no cree que exista ninguna ley divina por la que la armada alemana deba seguir siendo inferior en número a la británica.
Fitz lanzó una mirada nerviosa al rey; el monarca amaba la Royal Navy por encima de todas las cosas, y podía sentirse ofendido. Por otra parte, el káiser Guillermo era su primo. El padre de Jorge y la madre de Guillermo eran hermanos, ambos hijos de la reina Victoria. Fitz sintió un gran alivio al comprobar que Su Majestad esbozaba una sonrisa indulgente.
Walter siguió hablando.
—Eso ha sido motivo de fricciones en el pasado, pero hace dos años que estamos de acuerdo, de manera extraoficial, sobre el tamaño relativo de nuestras flotas.
—¿Y qué hay de la rivalidad económica? —preguntó Dewar.
—Es verdad que Alemania se está haciendo cada día más próspera y que puede que pronto alcance a Gran Bretaña y a Estados Unidos en cuanto a sus niveles de economía productiva, pero ¿por qué habría de suponer eso un problema? Alemania es uno de los principales clientes de Gran Bretaña. Cuanto más dinero tengamos para gastar, más compraremos. ¡Nuestro poderío económico es bueno para los productores británicos!
Dewar volvió a la carga.
—Se rumorea que los alemanes quieren más colonias.
Fitz volvió a mirar de soslayo al rey, preguntándose si no le molestaría que aquellos dos hombres monopolizasen la conversación, pero Su Majestad parecía fascinado.
—Ha habido guerras a causa de las colonias —contestó Walter— sobre todo en su país de origen, señor Dewar. Sin embargo, hoy en día parece ser que podemos dirimir esos conflictos sin recurrir a las armas. Hace tres años Alemania, Francia e Inglaterra se pelearon por culpa de Marruecos, pero la disputa se resolvió sin recurrir a ninguna guerra. Más recientemente, Gran Bretaña y Alemania han llegado a un acuerdo respecto al espinoso asunto del ferrocarril de Bagdad. Si seguimos haciendo las cosas de este modo, no entraremos en ninguna guerra.
—¿Me perdonaría usted el uso del término «militarismo alemán»? —inquirió Dewar.
Aquello era pasarse de la raya, y Fitz sintió un escalofrío.
Walter se ruborizó, pero respondió con calma.
—Le agradezco su franqueza. El Imperio alemán está dominado por los prusianos, que desempeñan prácticamente el mismo papel que los ingleses en el Reino Unido de Su Majestad.
Era una osadía equiparar a Gran Bretaña con Alemania, o a Inglaterra con Prusia. Walter estaba rozando el límite de lo permisible según las normas de urbanidad que regían el arte de la conversación, pensó Fitz con cierta desazón.
Walter prosiguió con su argumentación.
—Los prusianos poseen una fuerte tradición militar, pero no van a la guerra sin tener un motivo.
—Entonces, Alemania no es agresiva —dijo Dewar en tono escéptico.
—Ni mucho menos —dijo Walter—; les aseguro que Alemania es la única… y subrayo, la única… potencia de la Europa continental que no es agresiva.
Alrededor de la mesa se propagó un murmullo de sorpresa, y Fitz vio que el rey arqueó las cejas. Dewar se recostó en la silla, con gesto de asombro, y preguntó:
—Ah, ¿por qué lo dice?
Los modales exquisitos de Walter, así como su tono amigable, quitaban hierro a sus provocadoras palabras.
—En primer lugar, examinemos el caso de Austria —prosiguió—. Mi primo vienés Robert, aquí presente, no negará que al Imperio austrohúngaro le gustaría ampliar sus fronteras al sudeste.
—Aunque no sin razón —protestó Robert—. Esa parte del mundo, a la que los británicos llaman los Balcanes, ha formado parte del dominio otomano durante siglos, pero el Imperio otomano se ha desmoronado, y ahora en los Balcanes reina la inestabilidad. El emperador austríaco considera su deber sagrado mantener el orden y la religión cristiana en esa región.
—Es cierto —repuso Walter—, pero también Rusia quiere territorio en los Balcanes.
Fitz se creyó en la obligación de defender al gobierno ruso, quizá a causa de Bea.
—Ellos también tienen buenas razones —dijo—. La mitad de su comercio exterior atraviesa el mar Negro y llega hasta el Mediterráneo a través de los estrechos. Rusia no puede dejar que ninguna otra potencia domine los estrechos anexionándose territorio en los Balcanes orientales. Sería como poner una soga al cuello de la economía rusa.
—Exacto —dijo Walter—. En cuanto al extremo occidental de Europa, Francia alberga la ambición de arrebatarle a Alemania los territorios de Alsacia y Lorena.
En ese momento, el único invitado francés, Jean-Pierre Charlois, estalló indignado.
—¡Robados a Francia hace cuarenta y tres años!
—No voy a entrar en discusiones acerca de ese punto en concreto —repuso Walter con ánimo conciliador—. Dejémoslo en que los territorios de Alsacia y Lorena fueron anexionados al Imperio alemán en 1871, tras la derrota de Francia en la guerra franco-prusiana. Robado o no, monsieur le compte, convendrá conmigo en que Francia desea recuperar dichos territorios.
—Naturalmente. —El francés se recostó en la silla y tomó un sorbo de su copa de oporto.
Walter retomó su discurso.
—Hasta a Italia le gustaría quitarle a Austria los territorios de Trentino…
—¡Donde la mayoría de la población habla italiano! —exclamó el signor Falli.
—… además de buena parte de la costa dálmata…
—¡Que está llena de leones de Venecia, iglesias católicas y columnas romanas!
—…y el Tirol, una provincia con una larga historia de autogobierno, donde la mayor parte de la población habla alemán.
—Pura necesidad estratégica.
—Por supuesto.
Fitz advirtió lo inteligente que había sido Walter. Sin ser descortés, sino discretamente provocador, había azuzado a los representantes de cada nación para que confirmasen, en un lenguaje más o menos beligerante, sus ambiciones territoriales.
En esos momentos, Walter decía:
—Pero ¿qué territorios nuevos está reclamando Alemania? —Miró a su alrededor en la mesa, pero nadie contestó—. Ninguno —repuso en tono triunfal—. ¡Y el único país de Europa, aparte de Alemania, que puede decir lo mismo es Gran Bretaña!
Gus Dewar pasó la botella de oporto y dijo con su acento norteamericano:
—Supongo que tiene razón.
—Entonces —dijo Walter—, ¿por qué, mi viejo amigo Fitz, deberíamos ir a la guerra?
El lunes por la mañana, antes del desayuno, lady Maud mandó llamar a Ethel.
La joven doncella tuvo que contener un suspiro de exasperación, pues estaba extremadamente ocupada. Era temprano, pero el servicio ya llevaba rato trabajando con ahínco. Antes de que los huéspedes se despertaran, había que limpiar las chimeneas, volver a encender todos los fuegos y llenar los cajones para el carbón. Había que ordenar y ventilar los salones principales como el comedor, la sala de estar, la biblioteca, el salón de fumadores y las habitaciones más pequeñas de acceso general. Ethel estaba supervisando las flores de la sala de billar, sustituyendo las que empezaban a marchitarse, cuando la llamaron. Pese a la debilidad que sentía por la hermana de ideas radicales de Fitz, esperaba que Maud no tuviese reservada para ella ninguna tarea especialmente complicada.
Cuando Ethel entró a trabajar en la mansión de Ty Gwyn, a la edad de trece años, la familia Fitzherbert y sus huéspedes eran personajes prácticamente irreales para ella: se le antojaban los protagonistas de algún cuento, o unas tribus extrañas de la Biblia, los hititas tal vez, y lo cierto es que la aterrorizaban. La aterraba pensar en la posibilidad de cometer algún error y perder su trabajo, pero también sentía una gran curiosidad por ver a aquellas extrañas criaturas más de cerca.
Un día, una de las criadas que ayudaba en la cocina le dijo que subiera a la sala de billar y trajera el tántalo. Estaba demasiado nerviosa para preguntar qué era aquello, de modo que fue a la sala y buscó por todas partes, esperando que fuera algo evidente, como una bandeja de platos sucios, pero no vio nada cuyo sitio pudiese estar en la cocina. Ya se le empezaban a saltar las lágrimas cuando Maud entró en la habitación.
Maud era entonces una espigada muchacha de quince años, una mujer vestida con ropa de niña, malhumorada y rebelde. Hasta más tarde no le dio sentido a su vida canalizando toda su rabia y su descontento en una cruzada personal. Sin embargo, a los quince años ya poseía esa compasión inmediata que la hacía sensible a las injusticias y a la opresión.
Le preguntó a Ethel qué le pasaba. El tántalo resultó ser un recipiente de plata con decantadores de brandy y whisky. Era engañoso, porque estaba provisto de un mecanismo de cierre para impedir que los sirvientes pudiesen beber a escondidas, le explicó. Ethel se lo agradeció enormemente, con emoción. Esa sería la primera de las muchas atenciones que Maud tuvo para con ella y, con el tiempo, Ethel llegó a encariñarse tanto con aquella muchacha algo mayor, que lo cierto es que sentía por ella verdadera adoración.
Ethel subió a la habitación de Maud, llamó a la puerta y entró. La Suite Gardenia estaba decorada con papel pintado de flores de intrincado diseño, pero que ya había pasado de moda con el cambio de siglo. Sin embargo, desde el balcón mirador se veía la parte más bonita del jardín de Fitz, el paseo del ala oeste, un largo sendero recto que atravesaba los macizos de flores hasta llegar a un pabellón de verano.
Ethel comprobó contrariada que Maud se estaba calzando las botas.
—Voy a salir a dar un paseo, y tienes que hacerme de carabina —dijo—. Ayúdame con el sombrero y cuéntame todos los chismes, anda.
Ethel no tenía tiempo para aquellas cosas, pero lo cierto es que estaba intrigada, además de molesta. ¿Con quién iba Maud a dar un paseo, dónde estaba tía Herm, su carabina habitual, y por qué se estaba poniendo un sombrero tan elegante solo para dar una vuelta por el jardín? ¿Era posible que todo aquello tuviese algo que ver con algún hombre?
Mientras colocaba los alfileres para sujetar el sombrero en el pelo oscuro de Maud, Ethel dijo:
—Esta mañana se ha armado un verdadero escándalo abajo. —A Maud le encantaba oír chismes del mismo modo que al rey le encantaba coleccionar sellos—. Morrison no se ha ido a dormir hasta las cuatro de la madrugada; es uno de los lacayos… el alto con el bigote rubio.
—Sé quién es Morrison. Y sé con quién ha pasado la noche. —Maud se calló, vacilante.
Ethel aguardó un momento y luego preguntó:
—¿Y no me lo vas a decir?
—Es que te vas a escandalizar.
Ethel sonrió.
—Pues razón de más.
—Pasó la noche con Robert von Ulrich. —Maud miró a Ethel en el reflejo del espejo del tocador—. ¿Te has quedado horrorizada?
Ethel estaba fascinada con aquella revelación.
—¡Caramba! Nunca lo habría… Sabía que Morrison no parecía demasiado interesado en las mujeres, pero no creía que fuese uno de… «esos», no sé si me entiendes…
—Pues verás, Robert sí es uno de «esos», desde luego, y lo pillé lanzándole miraditas a Morrison varias veces durante la cena.
—¡Y delante del rey, además! ¿Cómo sabes lo de Robert?
—Walter me lo dijo.
—¡Pero qué clase de caballero le cuenta una cosa así a una dama! Desde luego, la gente lo cuenta todo… ¿Qué chismes circulan por Londres?
—El señor Lloyd George es la comidilla de todo el mundo.
David Lloyd George era el canciller del Exchequer, y estaba a cargo de las finanzas del país. De origen galés, era un brillante orador de izquierdas. El padre de Ethel decía que Lloyd George debería haberse afiliado al Partido Laborista. Durante la huelga minera de 1912, había llegado a hablar incluso de nacionalizar las minas.
—¿Y qué dicen de él? —preguntó Ethel.
—Que tiene una amante.
—¡No! —Esta vez Ethel estaba verdaderamente escandalizada—. ¡Pero si es baptista!
Maud se echó a reír.
—¿Y sería menos escandaloso si fuera anglicano?
—¡Sí…! —Ethel se contuvo a tiempo para no añadir «por supuesto»—. ¿Y quién es ella?
—Frances Stevenson. Entró a trabajar como institutriz de su hija, pero es una mujer muy lista, tiene una titulación en lenguas clásicas, y ahora es su secretaria personal.
—Eso es terrible.
—Él la llama «Conejito».
Ethel estuvo a punto de ruborizarse. No sabía qué decir ante aquello. Maud se levantó y Ethel la ayudó a ponerse el abrigo.
—¿Y su mujer, Margaret? —quiso saber la doncella.
—Vive aquí, en Gales, con los cuatro hijos de ambos.
—Tenían cinco, pero uno se les murió. Pobre mujer.
Maud estaba lista. Recorrieron el pasillo y bajaron por la majestuosa escalera central. Walter von Ulrich las aguardaba en el vestíbulo, arropado por un abrigo largo y oscuro. Lucía un bigote corto y tenía unos ojos de un suave tono avellana. Mostraba un aspecto arrebatador con aquella vestimenta abotonada hasta arriba, al más puro estilo alemán; era la clase de hombre capaz de hacer una reverencia, dar un taconazo y luego guiñarte un ojo, pensó Ethel. De modo que era por eso por lo que Maud no quería que lady Hermia fuese su carabina…
—Williams vino a trabajar a la casa cuando yo era una niña, y somos amigas desde entonces.
A Ethel le gustaba Maud, pero decir que eran amigas era ir demasiado lejos. Maud era amable y Ethel sentía por ella una gran admiración, pero seguían siendo ama y criada. En realidad, lo que Maud estaba diciendo es que se podía confiar en Ethel.
Walter se dirigió a la doncella con la educada deferencia que empleaban las personas de su clase al tratar con los estamentos inferiores.
—Encantado de conocerla, Williams. ¿Cómo está usted?
—Gracias señor. Iré por mi abrigo.
Corrió escaleras abajo. Lo cierto es que no tenía ningunas ganas de salir a pasear durante la estancia del rey en la casa, porque habría preferido permanecer cerca para supervisar el trabajo de las criadas, pero no podía negarse.
En la cocina, la doncella de la princesa Bea, Nina, estaba preparando el té a la manera rusa para su señora. Ethel se dirigió a una doncella:
—Herr Walter ya se ha levantado —la informó—. Ya puedes limpiar la Habitación Gris. —En cuanto aparecían los huéspedes, las doncellas tenían que ir a los dormitorios a limpiar, hacer las camas, vaciar los orinales y cambiar el agua de las palanganas para el aseo. Vio a Peel, el mayordomo, contando platos—. ¿Hay movimiento arriba? —le preguntó.
—Diecinueve, veinte —dijo—. El señor Dewar ha llamado para pedir agua caliente para el afeitado y el signor Falli ha pedido café.
—Lady Maud quiere que salga con ella.
—Qué contrariedad… —exclamó Peel, disgustado—. Te necesitamos en la casa.
Ethel ya lo sabía.
—¿Y qué quiere que haga, señor Peel? ¿Que le diga que se vaya al cuerno? —repuso con sarcasmo.
—No seas tan caradura, jovencita. Regresa lo antes posible.
Cuando volvió arriba, el perro del conde, Gelert, estaba delante de la puerta principal, jadeando con avidez ante la perspectiva de dar un paseo por el campo. Todos salieron y atravesaron los jardines del ala este en dirección al bosque.
Walter se dirigió a Ethel.
—Supongo que lady Maud ya te habrá instruido convenientemente para que te declares sufragista.
—En realidad, fue al contrario —le explicó Maud—. Williams fue la primera persona que me habló de las ideas liberales.
—Todo me lo enseñó mi padre —dijo Ethel.
La doncella sabía que, en el fondo, no querían hablar con ella. La etiqueta no les permitía estar a solas, pero dentro de su abanico de posibilidades, salir acompañados de la doncella era lo más parecido a estar solos. Ethel llamó a Gelert y se adelantó para ponerse a jugar con el perro y proporcionarles así la intimidad que tanto debían de estar deseando. Cuando se volvió a mirar atrás, vio que se habían cogido de la mano.
Maud no era de las que perdían el tiempo, pensó Ethel. Por lo que había dicho el día anterior, no había visto a Walter desde hacía diez años, y ni siquiera entonces había habido entre ellos ningún idilio, solo una atracción inconfesable. Algo debía de haber sucedido la noche anterior. Tal vez se habían quedado charlando hasta altas horas de la madrugada. Maud coqueteaba con todos los hombres —así era como les sonsacaba la información—, pero saltaba a la vista que aquello era algo más serio.
Al cabo de un momento, Ethel oyó a Walter entonar el comienzo de una canción. Maud lo imitó y luego ambos se callaron y se echaron a reír. A Maud le encantaba la música, y sabía tocar muy bien el piano, a diferencia de Fitz, que no tenía oído musical. Al parecer, Walter tenía la misma afición y facilidad para la música que ella. Poseía una agradable voz de barítono que haría las delicias de toda la congregación de la Iglesia de Bethesda, se dijo Ethel.
Se puso a pensar en su trabajo. No había visto ningún par de zapatos ya lustrados en la puerta de los dormitorios de la mansión; tendría que echar el guante a esos granujas de los limpiabotas y decirles que se apresurasen.
Se preguntó, nerviosa, qué hora sería. Si aquel paseo se prolongaba mucho más, puede que tuviese que insistir para que regresasen a la casa.
Miró atrás, pero esta vez no vio a Walter ni a Maud por ninguna parte. ¿Se habrían detenido? ¿Y si habían seguido otro camino? Permaneció inmóvil uno o dos minutos, pero no podía quedarse allí a esperar de brazos cruzados toda la mañana, de modo que volvió sobre sus pasos a través del bosque.
Los vio al cabo de un momento. Estaban abrazados, besándose apasionadamente. Walter tenía las manos en el trasero de Maud, y la estaba apretando contra sí. Ambos se besaban con la boca abierta, y Ethel oyó que Maud lanzaba un gemido.
Los estuvo observando, preguntándose si algún día un hombre la besaría a ella de aquella manera. Llewellyn el Manchas la había besado en la playa durante una excursión de la iglesia, pero no había sido con la boca abierta ni se habían apretado el uno contra el otro, y desde luego el beso no le había arrancado a Ethel ningún gemido. El pequeño Dai Chuletas, el hijo del carnicero, le había metido la mano por debajo de la falda en el cine Palace de Cardiff, pero ella se la apartó de un manotazo al cabo de unos segundos. Le había gustado mucho Llewellyn Davies, hijo de un maestro, quien le había hablado del gobierno liberal y le había dicho que sus pechos eran como pajarillos recién nacidos en el nido, muy cálidos y suaves, pero se marchó a estudiar a la universidad y nunca le había escrito. Con ellos había sentido curiosidad, y el deseo de explorar e ir más allá, pero no había llegado a sentir pasión de verdad. Tenía envidia de Maud.
En ese momento, Maud abrió los ojos, vio a Ethel y se separó bruscamente de Walter.
De pronto, Gelert empezó a aullar y se puso a caminar en círculos con el rabo entre las patas. ¿Qué le pasaba al animal?
Al cabo de unos segundos, Ethel sintió una especie de temblor en el suelo, como si estuviera pasando un tren expreso, a pesar de que la línea del ferrocarril terminaba a un kilómetro y medio de allí.
Maud arrugó la frente y abrió la boca para decir algo, pero entonces se oyó un restallido como de un trueno.
—¿Se puede saber qué ha sido eso? —preguntó Maud.
Ethel lo sabía.
Lanzó un grito y echó a correr.
Billy Williams y Tommy Griffiths habían parado para descansar.
Estaban trabajando en un yacimiento llamado del «carbón de cuatro pies», por su espesor, que solo estaba a seiscientos metros de profundidad, no tan abajo como el nivel principal. El filón estaba dividido en cinco secciones, cada una de ellas bautizadas con el nombre de los distintos hipódromos británicos y, concretamente, los muchachos se encontraban en Ascot, la más cercana al tiro ascendente. Ambos trabajaban como mozos, como ayudantes de los mineros más experimentados. El minero empleaba su mandril, un pico de hoja recta, para extraer el carbón de la capa externa de la veta y su ayudante lo introducía, con ayuda de una pala, en una vagoneta con ruedas. Habían empezado a trabajar a las seis de la mañana, como siempre, y en esos momentos, después de un par de horas, estaban haciendo una pausa para descansar, sentados en el suelo húmedo con la espalda apoyada en la pared del túnel, dejando que el soplo suave del sistema de ventilación les refrescase la piel, mientras iban dando sorbos del té tibio y dulzón que contenían sus botellas.
Ambos habían nacido el mismo día de 1898, y les faltaban seis meses para cumplir los dieciséis años. La diferencia en su desarrollo físico, tan embarazosa para Billy cuando este tenía trece años, había desaparecido por completo; ahora los dos eran unos muchachos de espalda ancha y brazos musculosos, que se afeitaban una vez a la semana a pesar de que en realidad no lo necesitaban. Iban vestidos únicamente con pantalones cortos y con botas, y tenían el cuerpo tiznado de negro con una mezcla de sudor y carbonilla. Bajo la tenue luz de la lámpara, ambos brillaban como si fueran sendas estatuas de ébano de un dios pagano. Tan solo las gorras estropeaban el efecto.
El trabajo era duro, pero ya estaban acostumbrados. No se quejaban del dolor de espalda y las articulaciones, como hacían los mineros más viejos. Transpiraban energía por los cuatro costados, y en sus días libres también se dedicaban a actividades igual de agotadoras, como jugar a rugby, cavar parterres o incluso boxear a puño limpio en el granero que había detrás del pub Two Crowns.
Billy no había olvidado su iniciación tres años antes y, de hecho, aún bullía de indignación cada vez que recordaba aquel día. Había jurado entonces que jamás maltrataría a los chicos nuevos. Ese mismo día, sin ir más lejos, le había advertido al pequeño Bert Morgan: «No te extrañe si los hombres te gastan alguna jugarreta. Puede que te dejen a oscuras durante una hora o alguna tontería parecida. A las mentes obtusas solo se les ocurren mezquindades». Los mineros mayores de la jaula lo fulminaron con la mirada, pero él se la sostuvo: sabía que tenía razón, y ellos también.
En aquella ocasión, tras la novatada sufrida por Billy, su madre se había puesto aún más furiosa que él.
—Dime —le dijo al padre del chico, de pie en medio de la sala de estar con los brazos en jarras y los ojos negros enfebrecidos ante la injusticia—, ¿cómo se sirve a la voluntad de Dios torturando a unos chiquillos?
—Tú no lo entiendes. Eres una mujer —le había contestado, una respuesta nada propia de él.
Billy pensaba que el mundo en general, y la mina de Aberowen en particular, serían mejores lugares si todos los hombres llevasen una vida temerosa de Dios. Tommy, cuyo padre era ateo y discípulo de Karl Marx, creía que el sistema capitalista no tardaría en destruirse a sí mismo, con algo de ayuda de una clase obrera revolucionaria. Los dos chicos siempre acababan discutiendo acaloradamente, pero seguían siendo muy amigos.
—No es propio de ti trabajar un domingo —dijo Tommy.
Era verdad. En la mina se estaban haciendo turnos extraordinarios para poder hacer frente a la demanda de carbón pero, por deferencia a la religión, la compañía Celtic Minerals había convertido en optativos los turnos dominicales. Sin embargo, Billy estaba trabajando pese a su devoción al día de descanso religioso.
—Creo que el Señor quiere que tenga una bicicleta —dijo.
Tommy se echó a reír, pero Billy no bromeaba. La Iglesia de Bethesda había abierto un templo hermano en una aldea a dieciséis kilómetros de distancia, y Billy era uno de los miembros de la congregación de Aberowen que se había ofrecido voluntario para atravesar la montaña cada dos domingos para impulsar el nuevo templo. Si tuviese una bicicleta, podría ir también las noches de entre semana y ayudar a organizar clases de Biblia o asambleas de oración. Había discutido aquel plan con los miembros del consejo del templo y todos habían acordado de manera unánime que el Señor aprobaría que Billy trabajase el día de descanso dominical durante unas pocas semanas.
Billy estaba a punto de explicarle aquello a su amigo cuando el suelo empezó a temblar, se oyó un estrépito ensordecedor, como si fuese el fin del mundo, y un viento huracanado le arrancó la botella de té de las manos.
Fue como si se le parara el corazón. Recordó de pronto que estaba a un kilómetro bajo tierra, con millones de toneladas de roca y estratos minerales encima de su cabeza, sostenidas tan solo por unos pocos puntales de madera.
—¿Se puede saber qué cuernos ha sido eso? —preguntó Tommy con voz asustada.
Billy se levantó de un salto, temblando de miedo. Alzó la lámpara y miró a uno y otro lado de la galería. No vio ninguna llama, ni desprendimientos de tierra, ni siquiera más polvo del habitual. Cuando cesaron las reverberaciones, no se oía ningún ruido.
—Ha sido una explosión —dijo con voz trémula.
Era la pesadilla de todo minero, su mayor miedo. Cualquier desprendimiento de una roca podía provocar la súbita emisión de grisú, o incluso un minero que estuviese golpeando con el pico la grieta de un filón. Si nadie percibía las señales de advertencia, o sencillamente, si la concentración se incrementaba con demasiada rapidez, el gas inflamable podía prender fuego con la chispa de la pezuña de un poni, o con el timbre eléctrico de una jaula, o por culpa de algún minero estúpido que, infringiendo el reglamento de seguridad, decidiese encender su pipa.
—Pero ¿dónde? —inquirió Tommy.
—Debe de ser abajo, en el nivel principal… por eso nos hemos librado.
—Que Dios nos asista.
—Lo hará —dijo Billy, y el terror que sentía empezó a ceder—. Sobre todo si nos ayudamos a nosotros mismos. —No había ni rastro de los dos mineros para los que los muchachos habían estado trabajando, quienes se habían ido a disfrutar de su tiempo de descanso a la sección de Goodwood. Ahora les correspondía a Billy y a Tommy tomar sus propias decisiones—. Será mejor que vayamos al pozo.
Se vistieron, se engancharon las lámparas a los cinturones y corrieron al pozo ascendente, llamado Píramo. El embarcador de turno, a cargo del funcionamiento de la jaula, era Dai Chuletas.
—¡La jaula no sube! —exclamó, presa del pánico—. ¡Estoy llamándola y llamándola sin parar!
El miedo de aquel hombre era contagioso, y Billy tuvo que hacer un gran esfuerzo por dominar su propio pánico. Al cabo de un momento, preguntó:
—¿Qué hay del teléfono? —El operario se comunicaba con su compañero en la superficie a través de las señales de un timbre eléctrico, pero hacía poco tiempo que habían instalado aparatos de teléfono en ambos niveles, conectados con el despacho del capataz de la mina, Maldwyn Morgan.
—No contestan —dijo Dai.
—Volveré a intentarlo. —El teléfono estaba acoplado a la pared que había junto a la jaula. Billy lo descolgó y accionó la manivela—. ¡Vamos, vamos!
Respondió una voz temblorosa.
—¿Diga? —Era Arthur Llewellyn, el secretario del capataz.
—¡Manchas, soy Billy Williams! —gritó Billy al aparato—. ¿Dónde está el señor Morgan?
—No está aquí. ¿Qué ha sido ese estruendo?
—¡Una explosión en la mina, idiota! ¿Dónde está el jefe?
—Se ha ido a Merthyr —contestó el Manchas lastimeramente.
—Pero ¿por qué se ha ido…? Bueno, no importa, olvídalo. Te diré lo que tienes que hacer. ¿Me estás escuchando?
—Sí. —Ahora la voz sonaba más fuerte.
—En primer lugar, envía a alguien a la iglesia metodista y dile a Dai el Llorica que reúna a su cuadrilla de rescate.
—De acuerdo.
—Luego telefonea al hospital y diles que envíen una ambulancia a la bocamina.
—¿Hay alguien herido?
—Seguro que sí, con una explosión como esa… Tercero, que todos los hombres vayan al cobertizo de limpieza del carbón para sacar mangueras para el fuego.
—¿Fuego?
—El polvo estará en llamas. Cuarto, llama a la comisaría de policía y dile a Geraint que ha habido una explosión. Él telefoneará a Cardiff. —A Billy no se le ocurría nada más—. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, Billy.
Billy colgó el aparato. No estaba seguro de lo eficaces que serían sus instrucciones, pero hablar con Llewellyn le había servido para serenarse y poder pensar con claridad.
—Habrá heridos en el nivel principal —le dijo a Dai Chuletas—. Tenemos que bajar ahí.
—No podemos —repuso Dai—. La jaula no está aquí.
—Hay una escalera en la pared del pozo, ¿no?
—¡Pero si son doscientos metros!
—Bueno, es que si fuese un cobardica no me habría hecho minero, ¿no crees? —Hablaba con valentía, aunque en el fondo estaba asustado.
La escalera del pozo no se usaba casi nunca, por lo que podía estar en muy malas condiciones. Un resbalón o un travesaño roto podía hacer que cayese al vacío y se matase.
Dai abrió la verja con un ruido metálico. El pozo estaba revestido de ladrillo y olía a moho y humedad. Un saliente estrecho recorría horizontalmente el perímetro del revestimiento, al otro lado de la estructura donde se encajaba la jaula de madera. Había una escalera de hierro sujeta por abrazaderas que se adherían al ladrillo por medio de cemento. Las frágiles barandillas laterales y los estrechos peldaños no inspiraban demasiada confianza. Billy vaciló un momento, arrepintiéndose de su impulsivo y temerario arranque. Sin embargo, echarse atrás ahora sería demasiado humillante, de modo que inspiró hondo, rezó una oración en silencio y a continuación, se encaramó al saliente.
Lo recorrió hasta alcanzar el pie de la escalera. Se limpió las manos en los pantalones, se agarró a las barandillas laterales y puso los pies en los peldaños.
Comenzó el descenso. El hierro tenía un tacto áspero y rugoso, y el óxido se desprendía y se le quedaba adherido a las manos. En algunos puntos, las abrazaderas estaban sueltas, y la escalera se tambaleaba de forma inquietante bajo sus pies. La lámpara que le colgaba del cinturón emitía luz suficiente para iluminar los peldaños que tenía inmediatamente debajo, pero no el fondo del pozo, aunque no sabía si lamentarlo o agradecerlo.
Por desgracia, el descenso le dio tiempo para pensar. Repasó todas las formas posibles en que podía morir un minero; la muerte a consecuencia de la propia explosión era un final misericordiosamente rápido para los más afortunados. El metano, al arder, producía un dióxido de carbono asfixiante al que los mineros llamaban «mofeta». Muchos de ellos quedaban atrapados en los desprendimientos de roca, e incluso llegaban a perecer desangrados antes de que acudiesen los equipos de rescate. Algunos morían de sed, cuando sus compañeros se hallaban apenas a unos pocos metros de ellos, tratando desesperadamente de abrir un túnel entre los escombros.
De pronto, sintió la necesidad imperiosa de regresar, de volver a subir los peldaños en lugar de adentrarse en aquella cueva de destrucción y de caos… pero no podía hacerlo, sabiendo que Tommy bajaba justo encima de él, siguiéndolo hacia el abismo.
—¿Estás ahí, Tommy? —gritó.
Oyó la voz de su amigo sobre él.
—¡Sí!
Aquello logró refortalecerle el ánimo. Empezó a bajar más rápido, recuperando la confianza y la seguridad en sí mismo. No tardó en ver una luz y, al poco, oyó también unas voces. A medida que se iba aproximando al nivel principal, empezó a percibir el olor a humo.
A continuación oyó unos ruidos espeluznantes, unos chillidos y unos golpes, y trató por todos los medios de descifrar su significado. Aquello estuvo a punto de minar toda su confianza, pero decidió serenarse y hacer acopio de todo su valor: tenía que haber alguna explicación racional. Segundos más tarde se dio cuenta de que estaba oyendo los relinchos aterrorizados de los ponis y el sonido que hacían al golpear los costados de madera de los cajones donde estaban encerrados, desesperados por escapar de allí. El hecho de saber de dónde procedía no hacía que aquel ruido resultara más tranquilizador, sino que se sentía exactamente igual que los animales.
Llegó al nivel principal, avanzó a gatas por el saliente de ladrillo, abrió la verja desde dentro y aterrizó de un salto en el suelo enfangado. La escasa luz subterránea era aún menos nítida por el efecto del humo, pero veía los túneles principales.
El embarcador de la parte inferior del pozo era Patrick O’Connor, un hombre de mediana edad que había perdido una mano en un derrumbe. De profundas convicciones católicas, todos lo conocían por el inevitable apodo de Pat el Papa. Lo miró sin dar crédito a lo que veían sus ojos.
—¡Billy de Jesús! —exclamó—. ¿De dónde carajo sales tú?
—Del filón de los cuatro pies —respondió Billy—. Hemos oído la explosión.
Tommy apareció en ese momento detrás de Billy y dijo:
—¿Qué ha pasado, Pat?
—Creo que la explosión debe de haber sido en el otro extremo de este nivel, en Tisbe —dijo Pat—. El ayudante del capataz y los demás han ido a ver qué ha pasado. —Hablaba en tono tranquilo, pero había un brillo de desesperación en su mirada.
Billy se aproximó al teléfono y accionó la manivela. Al cabo de un momento, oyó la voz de su padre.
—Williams al aparato, ¿quién es?
Billy no se paró a preguntarse por qué un representante sindical estaba respondiendo al teléfono del capataz de la mina; en una emergencia, podía pasar cualquier cosa.
—Papá, soy yo, Billy.
—Gracias a Dios Todopoderoso… ¡estás bien! —exclamó su padre, con la voz quebrada. Acto seguido, volvió a recobrar su entereza habitual—. Cuéntame lo que sabes, muchacho.
—Tommy y yo estábamos en el filón de los cuatro pies. Hemos bajado por Píramo hasta el nivel principal. Creemos que la explosión ha sido por la zona de Tisbe, y hay algo de humo, no mucho, pero la jaula no funciona.
—El mecanismo del cabrestante ha quedado dañado por la onda expansiva ascendente —dijo el padre con voz serena—, pero estamos tratando de repararlo y estará arreglado dentro de unos minutos. Procura reunir al máximo número de hombres en el fondo del pozo para que podamos empezar a subirlos en cuanto la jaula vuelva a funcionar.
—De acuerdo.
—El pozo Tisbe ha quedado completamente inutilizado, así que asegúrate de que nadie intenta escapar por ahí, porque podrían quedar atrapados por el fuego.
—Es verdad.
—Hay aparatos respiradores de oxígeno en la puerta de la oficina de los ayudantes.
Billy ya lo sabía, pues se trataba de una innovación reciente, reclamada por el sindicato y obligatoria tras la aprobación de la Ley de Minas de Carbón de 1911.
—El aire no está contaminado ahora mismo —dijo.
—Puede que no donde te encuentras tú, pero más adentro puede estar peor.
—Tienes razón. —Billy colgó el aparato.
Repitió a Tommy y a Pat lo que había dicho su padre. Pat señaló una hilera de armarios nuevos.
—La llave debería estar en la oficina.
Billy corrió a la oficina de los ayudantes del capataz, pero no vio ninguna llave. Supuso que alguien debía de llevarlas colgadas del cinturón. Miró de nuevo la hilera de armarios, cada uno de ellos con una etiqueta donde se leía: APARATO RESPIRADOR. Estaban hechos de hojalata.
—¿Hay alguna palanqueta, Pat? —dijo.
El operario tenía una caja de herramientas para reparaciones de poca envergadura, y le dio un destornillador de aspecto resistente. Billy abrió rápidamente el primer armario.
Estaba vacío.
Billy se quedó boquiabierto, incrédulo.
—¡Nos han engañado! —exclamó Pat.
—Cerdos capitalistas… —murmuró Tommy.
Billy abrió otro armario, que también resultó estar vacío. Abrió los demás con brutalidad furiosa, ansioso por denunciar la falta de escrúpulos de Celtic Minerals y Perceval Jones.
—Ya nos las arreglaremos sin ellos —dijo Tommy, que estaba impaciente por ponerse en marcha.
Sin embargo, Billy trataba de decidir cuáles eran las mejores opciones. Dirigió la vista hacia la vagoneta de incendios, el penoso sucedáneo que la dirección de la mina había encontrado para paliar la falta de un camión de bomberos en condiciones: una vagoneta llena de agua equipada con una bomba manual. No era inútil del todo, porque Billy la había visto en funcionamiento después de lo que los mineros llamaban un «destello», cuando una pequeña cantidad de grisú entraba en combustión, brevemente, y se arrojaban todos al suelo. El destello a veces incendiaba el polvo de carbón de las paredes de la galería, que entonces debían ser rociadas con agua.
—Nos llevaremos la vagoneta de incendios —le propuso a Tommy.
Ya estaba en los raíles, y los dos lograron empujarla para hacerla avanzar. A Billy se le pasó por la cabeza engancharle un poni delante, pero luego decidió que eso les haría perder tiempo, sobre todo teniendo en cuenta que los animales estaban aterrorizados.
Pat el Papa dijo:
—Mi hijo, Micky, está trabajando en la sección de Marigold, pero no puedo ir a buscarlo, tengo que quedarme aquí. —Su cara era el vivo reflejo de la desesperación, pero en caso de emergencia, el embarcador debía permanecer junto al pozo, era una regla inquebrantable.
—Haré todo lo que pueda por encontrarlo —le prometió Billy.
—Gracias, chico.
Los dos muchachos empujaron la vagoneta por la vía principal. Las vagonetas no iban equipadas con frenos, sino que los conductores las detenían colocando una pesada cuña de madera en los radios de las ruedas. Las vagonetas sueltas, que circulaban sin control, habían causado muchas muertes e innumerables heridas entre los mineros.
—No vayamos muy rápido —dijo Billy.
Ya llevaban recorrido medio kilómetro del interior del túnel cuando advirtieron que se elevaba la temperatura y el humo se espesaba. No tardaron en oír voces. Siguiendo la trayectoria del sonido, enfilaron hacia el ramal de una galería. Saltaba a la vista que era un filón en pleno proceso de explotación, pues, a uno y otro lado y a intervalos regulares, Billy vislumbró las entradas de los lugares de trabajo de los hombres, a los que solían llamar puertas, pero que a veces eran simples agujeros. Cuando el ruido empezaba a hacerse más intenso, dejaron de empujar la vagoneta y miraron hacia delante.
El túnel estaba en llamas, y el fuego lamía con furia las paredes y el suelo. Había un puñado de hombres a un lado del incendio, con la silueta recortada contra el resplandor como las almas de los condenados en el infierno. Uno de ellos llevaba una manta en la mano y golpeaba con ella un cúmulo de maderos para extinguir el fuego, sin éxito. Otros hombres gritaban, pero nadie atendía sus gritos. A lo lejos, apenas visible, había un tren de vagonetas. El humo estaba impregnado de una extraña pestilencia a carne asada, y Billy se dio cuenta, con una sensación de náusea, de que el olor seguramente provenía del poni que tiraba de las vagonetas.
Billy habló con uno de los hombres.
—¿Qué pasa?
—Hay compañeros atrapados en sus puertas… pero no podemos llegar hasta ellos.
Billy vio que el hombre que había contestado era Rhys Price. Con razón allí nadie hacía nada…
—Hemos traído la vagoneta de incendios —anunció.
Otro minero se volvió hacia él y Billy se sintió aliviado al comprobar que era John Jones el Tendero, un hombre mucho más sensato.
—¡Buen trabajo! —exclamó—. Acabemos con este maldito infierno a golpes de manguera.
Billy extendió la manguera mientras Tommy conectaba la bomba. Billy dirigió el chorro de agua al cielo del túnel, para que el agua resbalase por las paredes. No tardó en percatarse de que el sistema de ventilación de la mina, que bajaba por Tisbe y subía por Píramo, estaba empujando las llamas y el humo hacia él. En cuanto tuviera ocasión, les diría a los operarios que había en la superficie que invirtiesen el sentido de los ventiladores. Según la normativa, los aparatos de ventilación reversibles eran ya obligatorios en cualquier explotación minera, otro de los requisitos promulgados por la ley de 1911.
Pese a las dificultades, el fuego empezó a ceder y Billy pudo ir avanzando muy lentamente. Al cabo de un minuto, en la puerta más cercana el fuego ya se había extinguido por completo, y dos mineros salieron corriendo de inmediato, respirando el aire relativamente limpio del túnel. Billy reconoció a los hermanos Ponti, Giuseppe y Giovanni, conocidos como Joey y Johnny.
Algunos de los hombres se precipitaron en el interior de la puerta. John Jones salió con el cuerpo desfallecido de Dai Ponis, el encargado de los caballos, aunque Billy no sabía apreciar si estaba muerto o simplemente había perdido el conocimiento.
—Hay que llevarlo a Píramo, no a Tisbe —le dijo.
—¿Quién eres tú para ir dando órdenes, Billy de Jesús? —lo increpó Price.
Pero Billy no pensaba perder el tiempo discutiendo con Price. Se dirigió a Jones.
—He hablado por teléfono con la superficie. Tisbe ha quedado muy afectado por la explosión, pero la jaula de Píramo pronto estará en funcionamiento. Me han dicho que les diga a todos que se dirijan a Píramo.
—De acuerdo, se lo diré a los demás —contestó Jones, y se fue.
Billy y Tommy siguieron combatiendo el incendio, apagando las llamas de distintas puertas y rescatando a más hombres atrapados. Algunos sangraban, otros presentaban quemaduras por todo el cuerpo y unos cuantos habían sufrido heridas a causa del desprendimiento de las rocas. Quienes podían caminar acarreaban a los muertos y a las víctimas de heridas graves en una lúgubre procesión.
El agua se terminó demasiado pronto.
—Volveremos a empujar la vagoneta y la llenaremos con el agua que hay en el fondo del pozo —sugirió Billy.
Regresaron juntos, corriendo. La jaula seguía sin funcionar, y ya había aproximadamente una docena de mineros esperando, así como varios cuerpos en el suelo, algunos profiriendo alaridos de dolor, otros inquietantemente inmóviles. Mientras Tommy llenaba la vagoneta con agua manchada de barro, Billy se dirigió al teléfono. De nuevo fue su padre quien contestó la llamada.
—El cabrestante volverá a funcionar dentro de cinco minutos —dijo—. ¿Cómo van las cosas ahí abajo?
—Hemos sacado a algunos muertos y malheridos de las puertas. Envía vagonetas llenas de agua en cuanto puedas.
—¿Cómo estás tú?
—Yo estoy bien. Escucha, papá, deberías invertir el sentido de la ventilación. Haz que el aire circule hacia abajo por Píramo y que suba por Tisbe, eso alejará el humo y los gases de los equipos de rescate.
—No podemos hacerlo —repuso su padre.
—Pero… ¡es la ley! ¡La ventilación de la mina tiene que ser reversible!
—Perceval Jones les contó a los inspectores una historia lacrimógena y le han dado otro año de plazo para modificar la estructura.
Billy habría blasfemado como un poseso si su padre no hubiese estado al otro lado del teléfono.
—¿Y si enciendes los aspersores? ¿Puedes hacerlo?
—Sí, eso sí podemos hacerlo —contestó su padre—. ¿Por qué no se me habrá ocurrido antes? —Se estaba dirigiendo a otra persona.
Billy colgó el aparato. Ayudó a Tommy a llenar la vagoneta, turnándose en el manejo de la bomba manual. Tardaba tanto en llenarse como en vaciarse. La procesión de hombres que acudían desde la sección afectada por el incendio empezó a menguar a medida que el fuego seguía campando a sus anchas. Por fin lograron llenar el vagón hasta su capacidad máxima y emprendieron el regreso.
Los aspersores se habían puesto en marcha, pero cuando Billy y Tommy llegaron al lugar del incendio, descubrieron que el chorro de agua que caía de la estrecha cañería superior era demasiado débil para extinguir las llamas. Pese a todo, John Jones había conseguido organizar a los hombres: los supervivientes que habían resultado ilesos debían permanecer a su lado, mientras que enviaba a los heridos capaces de caminar al pozo. En cuanto Billy y Tommy hubieron conectado la manguera, la agarró él mismo y ordenó a otro hombre que empezara a bombear.
—¡Vosotros dos volved y traed otra vagoneta de agua! Así podemos seguir trabajando con la manguera —dijo.
—De acuerdo —convino Billy, pero antes de dar media vuelta, hubo algo que captó su atención: una figura se dirigía corriendo hacia él, atravesando la cortina de fuego, con la ropa en llamas—. ¡Dios santo! —exclamó Billy, horrorizado. Ante su mirada desolada, la figura se tambaleó y cayó al suelo.
—¡Apúntame con la manguera! —gritó Billy a Jones y, sin aguardar respuesta, echó a correr en dirección al túnel.
Sintió que un chorro de agua le golpeaba la espalda. El calor era insoportable; le dolía la cara y le ardía la ropa. Agarró al hombre tendido en el suelo por debajo de los brazos y tiró de él, corriendo marcha atrás. No le veía la cara, pero podía ver que se trataba de un muchacho de su misma edad.
Jones seguía manteniendo la manguera enfocada hacia Billy, sin apartarla de él, empapándole el pelo, la espalda y las piernas, pero la parte delantera de su cuerpo estaba completamente seca, y el joven percibió el olor de su propia piel chamuscándose. Chilló de dolor, pero logró sujetar con fuerza al muchacho inconsciente. Un segundo después, ya había salido de la zona del incendio. Se volvió hacia Jones y dejó que le remojara por completo; el agua que le corría por la cara era como una bendición porque, a pesar de que seguía doliéndole, el dolor era soportable.
Jones roció con agua al hombre que yacía en el suelo. Billy le dio la vuelta y vio que se trataba de Michael O’Connor, conocido como Micky el Papa, el hijo de Pat. Este le había pedido a Billy que mantuviera los ojos abiertos por si veía a su hijo.
—Jesús misericordioso, ten piedad de Pat —dijo Billy.
Se agachó y recogió a Micky. El cuerpo estaba inerte y sin fuerzas.
—Lo llevaré al pozo —anunció.
—De acuerdo —dijo Jones, mirando a Billy con una expresión extraña—. Llévalo allí, hijo.
Tommy acompañó a Billy. Este se sentía un poco mareado, pero todavía podía cargar con Micky en brazos. En la galería principal encontraron un equipo de rescate con un poni que tiraba de un pequeño tren de vagones llenos de agua. Debían de venir de la superficie, lo que significaba que la jaula funcionaba y que el rescate ya se estaba realizando de forma organizada, razonó Billy con cansancio.
Tenía razón. Cuando llegó al pozo, la jaula acababa de abrirse de nuevo y de ella salieron más equipos de rescate vestidos con ropa protectora y más vagonetas llenas de agua. Cuando los recién llegados se hubieron dispersado, dirigiéndose al foco del incendio, los heridos empezaron a subir a bordo de la jaula, transportando a los muertos y a los mineros inconscientes.
Cuando Pat el Papa envió la jaula hacia arriba, Billy se acercó a él, con Micky en brazos.
Pat miró a Billy con expresión aterrorizada, negando con la cabeza, como si con aquel gesto pudiese impedir lo inevitable.
—Lo siento mucho, Pat —dijo Billy.
Pat no quería mirar aquel cuerpo.
—No —dijo—. Ese no es mi Micky.
—Lo saqué del fuego —explicó Billy—, pero ya era demasiado tarde, eso es todo. —Y en ese momento, rompió a llorar.
La cena había sido un gran éxito, en todos los sentidos. Bea estuvo de un humor extraordinario, y aseguró que, si por ella fuese, celebraría una recepción real todas las semanas. Fitz acudió a su cama y, tal como él esperaba, ella lo recibió con los brazos abiertos. Se quedó allí hasta la mañana siguiente, cuando se escabulló de la habitación justo antes de que Nina llegase con el té.
El conde temía que el debate entre los hombres hubiese sido demasiado controvertido para una cena real, pero no tenía por qué preocuparse. El rey le dio las gracias durante el desayuno:
—Una discusión fascinante, muy reveladora, justo lo que quería. —Y Fitz se sintió muy orgulloso de sí mismo.
Reflexionando sobre el tema mientras daba unas chupadas a su cigarro de después del desayuno, Fitz descubrió que, en el fondo, la idea de entrar en guerra no le disgustaba. La noche anterior, movido por una especie de acto reflejo, la había calificado de tragedia, cuando lo cierto era que no sería una mala cosa del todo. La guerra lograría unir a toda la nación contra un enemigo común y sofocaría las hogueras del malestar social. Ya no habría más huelgas, y todo el mundo consideraría hablar de republicanismo como un gesto antipatriótico. Puede que hasta las mujeres dejaran de exigir el sufragio. Y en el aspecto más personal, tenía que confesar que le atraía la perspectiva de una guerra, pues sería su oportunidad de ser útil, de demostrar su valor, de servir a su país, de hacer algo a cambio de las riquezas y los privilegios con los que se había visto colmado durante toda su vida.
La noticia de la explosión en la mina, que llegó a media mañana, vino a agriar el buen sabor de boca que había dejado la recepción. Solo uno de los invitados se acercó hasta Aberowen, Gus Dewar, el norteamericano. No obstante, todos tenían la sensación, muy poco habitual para ellos, de estar lejos del centro de atención. Sobre el almuerzo planeó continuamente un ambiente sombrío y lúgubre, y los actos de entretenimiento de la tarde quedaron cancelados. Fitz temía que el rey estuviese disgustado con él, a pesar de que el conde nada tenía que ver con el funcionamiento de la mina. No era director ni accionista de Celtic Minerals, sino que se limitaba a ceder en concesión los derechos de explotación a la empresa, que le pagaba una regalía por tonelada, de modo que estaba seguro de que ninguna persona razonable podía responsabilizarlo por lo ocurrido. Aun así, la nobleza no podía entregarse a pasatiempos mundanos y frívolos mientras había hombres atrapados en el subsuelo, en especial cuando el rey y la reina se hallaban de visita en la zona. Eso significaba que leer y fumar eran las únicas actividades que estaban permitidas. Sin duda la pareja real se aburriría soberanamente.
Fitz estaba muy enfadado. Los hombres morían a todas horas: soldados que perecían en el campo de batalla, marineros que se hundían con sus barcos, trenes que sufrían accidentes, hoteles llenos de huéspedes que se incendiaban hasta quedar reducidos a cenizas… ¿Por qué tenía que ocurrir una catástrofe en la mina justo cuando el rey pasaba unos días de descanso en su casa?
Poco antes de la cena, Perceval Jones, alcalde de Aberowen y director de Celtic Minerals, llegó a la mansión para informar al conde de lo ocurrido y Fitz le preguntó a sir Alan Tite si creía que al rey le gustaría asistir al relato del director de la compañía. «Por supuesto que sí», fue la respuesta, y Fitz se sintió aliviado; así al menos el monarca tendría algo que hacer.
Los hombres se reunieron en la pieza de recibo, un espacio informal con sillas de tapicería suave, macetas de palmeras y un piano. Jones llevaba el mismo frac negro que sin duda se habría puesto para ir a la iglesia esa mañana. Un hombre menudo y pretencioso, parecía un pájaro pavoneándose, ataviado con aquel chaleco cruzado gris.
El rey iba vestido con traje de etiqueta.
—Está bien que haya venido —dijo sin más preámbulos.
—Tuve el honor de estrechar la mano de Su Majestad en 1911 —dijo Jones—, cuando vino a Cardiff para la investidura del príncipe de Gales.
—Me alegro de que volvamos a vernos, aunque lamento que sea en tan dramáticas circunstancias —repuso el rey—. Cuénteme lo sucedido en un lenguaje sencillo, como si se lo estuviera relatando a uno de sus compañeros directores mientras están sentados tranquilamente tomando una copa en su club.
«Muy inteligente», pensó Fitz, pues ayudaba a crear el ambiente adecuado… a pesar de que nadie le había ofrecido ninguna copa a Jones y el rey no le había invitado a sentarse.
—Su Majestad es muy amable. —Jones hablaba con acento de Cardiff, más marcado que la entonación de los valles—. Había doscientos veinte hombres en el interior de la mina cuando tuvo lugar la explosión, una cifra inferior al número habitual, porque se trata del turno especial de los domingos.
—¿Conoce la cifra exacta? —preguntó el rey.
—Oh, sí, majestad, anotamos el nombre de todos los hombres que bajan al pozo.
—Perdone la interrupción. Por favor, prosiga.
—Los dos pozos han resultado dañados, pero los equipos de extinción de incendios han logrado controlar el fuego, con ayuda de nuestro sistema de aspersión, y han evacuado a los hombres. —Consultó su reloj—. Según el último recuento, hace dos horas, han sido rescatados doscientos quince.
—Parece que ha logrado hacer frente a la emergencia con mucha eficacia, Jones.
—Muchas gracias, su majestad.
—¿Están los doscientos quince vivos?
—No, señor. Ocho han muerto, y otros cincuenta tienen heridas de consideración. Van a necesitar un médico.
—Santo cielo… —exclamó el rey—. Cuánto lo siento…
Mientras Jones explicaba las medidas que se estaban tomando para localizar y rescatar a los cinco mineros restantes, Peel se deslizó en la habitación y se acercó a Fitz. El mayordomo iba ataviado con el uniforme vespertino, listo para servir la cena. Hablando en voz muy baja, dijo:
—Por si resulta de su interés, milord…
—¿Qué? —susurró Fitz.
—La doncella Williams acaba de regresar de la bocamina. Al parecer, su hermano ha actuado como una especie de héroe. ¿Cree el señor que al rey le gustaría oír la historia de sus propios labios…?
Fitz se quedó pensativo un momento. Williams estaría muy alterada, y cabía la posibilidad de que dijese algo inconveniente en presencia del monarca. Por otra parte, al rey seguro que le gustaría hablar con alguien afectado directamente por la tragedia. Decidió correr el riesgo.
—Majestad —dijo—: una de mis sirvientas acaba de regresar de la mina y puede que traiga noticias más recientes. Su hermano se encontraba en el interior del pozo cuando se produjo la explosión. ¿Desea interrogarla?
—Sí, sí, por supuesto —contestó el rey—. Que venga aquí, por favor.
Al cabo de un momento, Ethel Williams entró por la puerta. Tenía el uniforme manchado de polvo de carbón, pero se había lavado la cara. Hizo una reverencia y el rey preguntó:
—¿Cuáles son las últimas noticias?
—Majestad, hay cinco hombres atrapados en la sección de Carnation a causa de un derrumbe. El equipo de rescate está abriéndose paso entre los escombros, pero todavía no han podido extinguir el fuego.
Fitz advirtió que la actitud del monarca hacia Ethel era algo distinta. Si apenas había mirado a Perceval Jones y se había dedicado a tamborilear con el dedo en el brazo de la silla mientras lo escuchaba, a Ethel, en cambio, la miraba fijamente, y parecía mucho más interesado en ella. Con un tono de voz más grave, preguntó:
—¿Qué dice su hermano?
—La explosión de grisú prendió fuego al polvo de carbón, y eso es lo que está ardiendo. El fuego sorprendió a muchos de los hombres en sus lugares de trabajo, y algunos han muerto asfixiados. Mi hermano y los demás no han podido salvarles la vida porque en la mina no había aparatos de respiración.
—Eso no es cierto —protestó Jones.
—Pues yo tengo entendido que sí —lo contradijo Gus Dewar. Como siempre, el estadounidense se mostraba un poco retraído, pero hizo un esfuerzo por hablar en tono insistente—. He hablado con algunos de los hombres que salían del pozo y me han contado que parece ser que los armarios marcados con el cartel de «aparato respirador» estaban vacíos. —Su tono era de indignación contenida.
Ethel Williams intervino:
—Y no han podido apagar el fuego porque no había agua suficiente en los depósitos subterráneos del interior de la mina. —En sus ojos destellaba un brillo furioso que Fitz encontraba absolutamente irresistible, y el conde sintió cómo se le aceleraba el corazón.
—¡Pero si hay un camión de bomberos! —se defendió Jones.
Gus Dewar volvió a hablar.
—Una vagoneta de carbón llena de agua y una bomba de mano.
Ethel Williams siguió relatando los hechos.
—Deberían haber podido invertir el sentido de la ventilación, pero el señor Jones no ha modificado la maquinaria tal como exige la ley.
Jones parecía indignado.
—No se podía…
Fitz lo interrumpió:
—Tranquilícese, Jones, no estamos ante ninguna comisión de investigación; Su Majestad solo pretende obtener las impresiones de la gente.
—En efecto —dijo el rey—, pero hay una cuestión acerca de la cual tal vez podría usted aconsejarme, Jones.
—Será para mí un honor…
—Tenía previsto visitar Aberowen y algunos de los pueblos de los alrededores mañana por la mañana, así como ir a verlo a usted en su ayuntamiento, pero dadas las circunstancias, una visita de la comitiva real, con toda su fastuosidad, por la comarca no me parece una idea muy oportuna.
Sir Alan, sentado detrás del hombro izquierdo del monarca, negó con la cabeza y murmuró:
—Imposible.
—Por otra parte —siguió diciendo el rey—, tampoco me parece adecuado marcharme sin dar ninguna muestra pública de mi preocupación ante el desastre. El pueblo podría pensar que nos resulta indiferente.
Fitz supuso que había discrepancias entre las intenciones del rey y los deseos de sus asistentes personales, quienes seguramente querían cancelar la visita, pensando que era la opción menos arriesgada, mientras que el rey sentía la necesidad de realizar algún gesto.
Se produjo un silencio mientras Perceval sopesaba las ventajas y los inconvenientes del asunto.
Cuando al fin habló, se limitó a decir:
—Es una cuestión peliaguda.
Ethel Williams intervino entonces.
—¿Podría hacer una sugerencia?
Peel se mostró horrorizado.
—¡Williams! —exclamó—. ¡Habla solo cuando se dirijan a ti!
Fitz estaba estupefacto por la impertinencia de la doncella en presencia del rey, de modo que intentó conservar el tono tranquilo de su voz cuando dijo:
—Tal vez más tarde, Williams.
Sin embargo, el rey sonrió. Para alivio de Fitz, parecía muy impresionado con Ethel.
—No, no importa. Oigamos lo que esta jovencita tiene que proponernos —dijo.
Eso era todo cuanto Ethel necesitaba. Sin más preámbulos, le espetó:
—La reina y Su Majestad deberían visitar a las familias de los fallecidos. Nada de comitivas reales, solo un carruaje con caballos negros. Eso significaría mucho para ellas, y todo el mundo pensaría que es un soberano maravilloso. —Se mordió el labio y se quedó en silencio.
Esa última frase contravenía todas las normas del protocolo, pensó Fitz, angustiado; el rey no necesitaba que la gente pensase que era maravilloso.
Sir Alan estaba horrorizado.
—Nunca se ha hecho nada semejante —repuso, alarmado.
Pero el rey parecía intrigado ante aquella idea.
—Visitar a los familiares de los fallecidos… —dijo en tono reflexivo. Se volvió hacia su ayuda de cámara—. ¡Cielos! Me parece que eso es fundamental, Alan: acompañar a mi pueblo en su sufrimiento. Nada de comitiva real, solo un carruaje. —Se dirigió a la doncella—: Muy bien, Williams —dijo—. Gracias por darme su opinión.
Fitz lanzó un suspiro de alivio.
Al final, hubo más de un carruaje, por supuesto. El rey y la reina iban delante con sir Alan y una dama de honor; Fitz y Bea los seguían en el segundo, junto al obispo, mientras que un puñado de sirvientes encima de una carreta tirada por un poni cerraba la comitiva. A Perceval Jones le habría gustado formar parte del séquito, pero Fitz rechazó semejante posibilidad. Tal como Ethel había señalado, al verlo, los familiares de los fallecidos se le habrían arrojado a la yugular.
Hacía mucho viento, y una lluvia fría azotaba el lomo de los caballos mientras recorrían al trote el largo camino de entrada de Ty Gwyn. Ethel ocupaba el tercer vehículo. Gracias al trabajo de su padre, la muchacha conocía a todas las familias mineras de Aberowen, y era la única persona de la mansión que sabía los nombres de las víctimas mortales y los heridos. Había dado instrucciones a los cocheros, y su labor consistiría en recordarle al ayuda de cámara del rey quién era quién. En ese momento, la doncella tenía los dedos cruzados; había sido idea suya, y si algo salía mal todos le echarían la culpa.
Cuando atravesaban las majestuosas puertas de hierro forjado, Ethel sintió una mezcla de desasosiego y desconcierto, como siempre, ante el súbito contraste. En el interior del recinto de la finca todo era orden, encanto y belleza, mientras que fuera se hallaba la monstruosidad del mundo real. Junto a la carretera se veía la hilera de casas de los labriegos, casuchas diminutas de dos habitaciones, con leños y cachivaches desperdigados por toda la parte delantera y un par de chiquillos sucios jugando en la cuneta. A pocos metros de allí empezaban las casas de los mineros, mejores que las viviendas de los campesinos pero anodinas y sin gracia pese a todo para el gusto estético de Ethel, mal acostumbrado por las proporciones perfectas de los ventanales, los tejados y los dinteles de Ty Gwyn. Los habitantes de aquellas zonas vestían ropas baratas que no tardaban en adquirir un aspecto informe y gastado, y estaban teñidas con tintes que enseguida perdían el color, de manera que todos los hombres iban con trajes grisáceos y las mujeres, con vestidos del mismo tono pardusco. El uniforme de doncella de Ethel era la envidia del vecindario por la cálida lana de la falda y la blusa de algodón almidonado, a pesar de que algunas de las muchachas se jactaban de que nunca serían capaces de rebajarse a trabajar como sirvientas. Sin embargo, la mayor diferencia estaba en las propias personas: fuera de Ty Gwyn todos tenían la piel llena de manchas, el pelo sucio y las uñas negras. Los hombres tosían, las mujeres se sorbían la nariz y todos los niños iban llenos de mocos. Los pobres recorrían cojeando o caminando con gran esfuerzo las mismas carreteras por las que los ricos transitaban con paso seguro y arrogante.
Los carruajes descendieron por la ladera de la colina en dirección a Mafeking Terrace. La mayoría de los habitantes del distrito abarrotaban las calles, esperando el paso de la comitiva, pero ninguno de ellos portaba ninguna bandera, y tampoco lanzaban vítores, sino que se limitaban a inclinar la cabeza y hacer una reverencia mientras la carroza real se detenía en la puerta del número 19.
Ethel bajó de un salto y habló en voz baja con sir Alan.
—Sian Evans, cinco hijos, ha perdido a su marido, David Evans, mozo de caballos. —También llamado Dai Ponis, Ethel lo había conocido en vida, pues era uno de los miembros del consejo de la Iglesia de Bethesda.
Sir Alan asintió con la cabeza y Ethel dio un paso atrás hábilmente mientras el ayuda de cámara le murmuraba la información al rey al oído. Ethel vio que Fitz la miraba y le hacía una seña de aprobación con la cabeza. La muchacha sintió que resplandecía de orgullo: estaba ayudando al rey… y el conde se mostraba muy contento con ella.
El rey y la reina se dirigieron a la puerta de la casa, cuya pintura se estaba descascarillando, pero el escalón se veía reluciente. «Nunca me habría imaginado algo así —se dijo Ethel—: el rey llamando a la puerta de la casa de un minero.» El monarca iba vestido con traje de etiqueta y sombrero de copa, pues Ethel había insistido a sir Alan diciéndole que a los habitantes de Aberowen no les gustaría ver a su rey luciendo la misma clase de traje de tweed que podían llevar ellos mismos.
La viuda acudió a abrir la puerta ataviada con sus mejores galas, tocada incluso con un sombrero. Fitz había sugerido que la visita del rey cogiese por sorpresa a los habitantes del valle, pero Ethel había desaconsejado esa posibilidad y sir Alan se había mostrado de acuerdo con ella. Durante una visita sorpresa a una familia destrozada por el dolor, la pareja real podría haberse encontrado con un puñado de hombres borrachos, mujeres semidesnudas y niños enzarzados en una pelea. Lo mejor era avisar de antemano a todo el mundo.
—Buenos días, soy el rey —dijo el monarca, levantándose el sombrero educadamente—. ¿Es usted la señora Evans?
La mujer pareció quedarse perpleja un momento, porque estaba más acostumbrada a que la llamasen señora de Dai Ponis.
—He venido a transmitirle cuánto lamento la pérdida de su marido, David —dijo el rey.
La señora de Dai Ponis estaba demasiado nerviosa para sentir alguna emoción.
—Muchas gracias —dijo con rigidez.
Ethel vio que la situación era demasiado formal: el rey estaba tan incómodo como la viuda, y ninguno era capaz de expresar lo que sentía realmente.
En ese momento, la reina tocó el brazo de la señora de Dai Ponis.
—Debe de ser muy duro para usted, querida —dijo.
—Sí, señora, lo es —respondió la viuda en un susurro, y acto seguido se echó a llorar.
La propia Ethel se secó una lágrima que le rodaba por la mejilla.
El rey se sentía incómodo, pero logró, pese a todo, estar a la altura, murmurando:
—Muy triste, muy triste…
La señora Evans lloraba desconsoladamente, pero parecía clavada al suelo, y ni siquiera volvió la cara. El dolor no tenía nada de elegante, se dijo Ethel: la cara de aquella mujer estaba colorada como un tomate, la boca abierta delataba que había perdido al menos la mitad de los dientes, y en sus sollozos se oía el aliento bronco de la desesperación.
—Llore, querida, llore —dijo la reina, al tiempo que le ofrecía su pañuelo—. Tenga, tome esto.
La señora de Dai Ponis no había cumplido todavía la treintena, pero tenía las enormes manazas hinchadas y llenas de bultos por la artritis, como si fuera una anciana. Se limpió la cara con el pañuelo de la reina, y poco a poco se fue calmando.
—Era un buen hombre, señora —dijo—. Nunca me puso la mano encima.
La reina no sabía qué decir de un hombre cuya principal virtud era que no pegaba a su mujer.
—Era amable hasta con sus ponis —añadió la señora Evans.
—Estoy convencida de que lo era —repuso la reina, pisando de nuevo terreno familiar.
Un niño pequeño salió del interior de la casa y se aferró a las faldas de su madre. El rey volvió a intentarlo.
—Tengo entendido que es madre de cinco hijos —dijo.
—Oh, señor, ¿y qué van a hacer los pobrecillos sin un padre?
—Es muy triste —repitió el rey.
Sir Alan emitió un carraspeo y el rey anunció:
—Ahora vamos a ir a ver a otras familias en la misma situación que la suya.
—Oh, señor, ha sido muy amable por venir aquí. No sabe cuánto significa eso para mí. Gracias, muchísimas gracias.
El rey se volvió para marcharse.
—Rezaré por usted esta noche, señora Evans —dijo la reina. Y a continuación siguió al rey.
Cuando subían al carruaje, Fitz entregó a la señora Evans un sobre en cuyo interior, tal como Ethel ya sabía, había cinco soberanos de oro y una nota escrita a mano en el papel de cartas azul con el escudo de Ty Gwyn, con la siguiente frase: «Es el deseo del conde Fitzherbert que acepte esto en señal de sus profundas condolencias».
Y aquello, también, había sido idea de Ethel.
Una semana después de la explosión, Billy acudió a la iglesia con su padre, su madre y el abuelo.
El templo de la Iglesia de Bethesda era una estancia encalada con las paredes desnudas, desprovistas de cuadros u otras imágenes religiosas. Las sillas estaban dispuestas en filas ordenadas a cada uno de los cuatro costados de una sencilla mesa sobre la que había una barra de pan blanco en una bandeja de porcelana de Woolworth y una jarra de jerez barato: el pan y el vino simbólicos. El oficio no recibía el nombre de «comunión» o «misa», sino sencillamente la «partición del pan».
Hacia las once de la mañana, la congregación formada por un centenar de fieles aproximadamente se hallaba sentada en sus asientos, los hombres vestidos con sus mejores trajes, las mujeres con la cabeza cubierta por sombreros y los niños bien lavados y aseados a conciencia, trasteando en las filas del fondo. No había ningún ritual preestablecido: los hombres harían lo que el Espíritu Santo les impulsase a hacer, como improvisar una oración, anunciar un himno, leer un pasaje de la Biblia o pronunciar un breve sermón. Las mujeres permanecerían en silencio, por supuesto.
Aunque, en la práctica, sí se seguían ciertas pautas: la primera oración siempre la pronunciaba uno de los miembros más veteranos de la comunidad, quien entonces partía el pan y pasaba la bandeja al siguiente. Cada uno de los miembros de la congregación, excepto los niños, tomaba un pequeño pedazo y se lo comía. A continuación, se pasaba el vino, y todos bebían de la jarra, las mujeres dando pequeños sorbos y algunos de los hombres echándose unos buenos tragos. Después, todos se mantenían callados hasta que alguien sentía la necesidad de hablar.
Cuando Billy le preguntó a su padre a qué edad podía empezar a participar activamente, tomando la palabra, en el oficio, este le contestó: «No hay ninguna regla establecida. Seguimos lo que nos dicta el Espíritu Santo». Billy aplicó aquello al pie de la letra. Si le venía a la cabeza la primera frase de algún himno en algún momento de la hora que duraba el servicio, el muchacho lo interpretaba como una señal del Espíritu Santo y se levantaba para anunciar el himno. Era precoz por hacer algo así a tan temprana edad, lo sabía, pero la congregación lo aceptaba de buena gana. La historia de que Jesús se le había aparecido durante su iniciación en la galería había corrido como la pólvora en la mitad de las iglesias de los valles mineros de Gales del Sur, y todos consideraban a Billy un chico especial.
Aquella mañana, todas las plegarias iban dirigidas al consuelo de los familiares de los fallecidos, en especial de la señora de Dai Ponis, que estaba allí sentada con el rostro cubierto por un velo, acompañada de su hijo mayor, que parecía asustado. El padre de Billy pidió a Dios generosidad del corazón para perdonar la maldad de los dueños de la mina por haber burlado las leyes sobre los equipos de respiración y los sistemas de ventilación reversible. Billy sintió que se olvidaba de algo; no bastaba con pedir consuelo, lo que él quería era ayuda para comprender cómo encajaba aquella explosión en los designios de Dios.
Nunca había improvisado una oración. Muchos de los hombres rezaban con frases grandilocuentes y citas de las Escrituras, casi como si estuviesen pronunciando un sermón. Billy, por su parte, sospechaba que el Señor no se impresionaba con tanta facilidad, que siempre se conmovía más con las plegarias sencillas que nacían directamente del corazón.
Hacia el final del oficio, distintas frases y palabras empezaron a tomar forma en su cabeza, y Billy sintió el poderoso impulso de ponerles voz. Interpretando aquello como la voluntad del Espíritu Santo, decidió ponerse en pie.
Con los ojos cerrados, dijo:
—Oh, Dios, te hemos pedido esta mañana que brindes consuelo a aquellas personas que han perdido a un marido, a un padre, a un hijo, especialmente a nuestra hermana en el Señor, la señora Evans, y oramos para que los familiares abran sus corazones para recibir Tu bendición.
Otros antes que él habían dicho eso mismo. Billy hizo una pausa y a continuación, prosiguió su discurso:
—Y ahora, Señor, te pedimos que nos concedas otra bendición: otórganos el don de la comprensión. Tú, que todo lo puedes, ¿por qué permitiste que el grisú inundase la galería principal, y por qué dejaste que se prendiese fuego? ¿Cómo permites, Señor, que nos dirijan personas, los directores de Celtic Minerals, que en su afán por ganar dinero, descuiden las vidas de Tu gente? ¿Cómo es posible que las muertes de hombres buenos y la mutilación de los cuerpos que Tú mismo creaste sirvan a Tu propósito divino?
Hizo otra pausa de nuevo. Era consciente de que no estaba bien ir con exigencias a Dios, como si estuviese negociando con el patrón de la empresa, de manera que añadió:
—Sabemos que el sufrimiento de los habitantes de Aberowen tiene que desempeñar algún papel en Tu plan para la eternidad. —Se le ocurrió que seguramente era mejor dejarlo ahí, pero no pudo reprimir el impulso de proseguir—: Pero, señor, no vemos cómo, así que, por favor, ilumínanos.
Terminó diciendo:
—En el nombre de Jesucristo Nuestro Señor.
—Amén —respondió la congregación al unísono.
Esa tarde, todos los habitantes de Aberowen habían sido invitados a ver los jardines de Ty Gwyn, y el acontecimiento implicaba mucho trabajo para Ethel.
Habían colgado un anuncio en los pubs el sábado por la noche, y el mensaje se había leído en las iglesias y los templos después del culto del domingo por la mañana. Los jardines estaban espectacularmente hermosos con motivo de la visita del rey, pese a la estación invernal, y el conde Fitzherbert deseaba compartir aquella belleza con sus vecinos, según rezaba la invitación. El conde llevaría corbata negra y le gustaría que los visitantes luciesen un detalle similar en señal de respeto por los muertos. A pesar de que, por razones evidentes, sería impropio celebrar un ágape, se servirían algunos refrigerios.
Ethel había ordenado la instalación de tres toldos en el césped de los jardines del ala este. En uno de ellos había una docena de barriles de cerveza de malta de quinientos litros de capacidad, que habían sido transportados en tren desde la fábrica de cerveza Crown de Pontyclun. Para los abstemios, muy numerosos en Aberowen, en el siguiente toldo había mesas de caballetes con vasijas de té gigantescas y centenares de tazas y platos. En el tercer toldo, el más pequeño, se ofrecía jerez a la exigua clase media de la ciudad, entre los que se contaban el párroco anglicano, los dos médicos y el capataz de la mina, Maldwyn Morgan, a quien ya todo el mundo llamaba Morgan «Se ha ido a Merthyr».
Por fortuna, hacía un día espléndido, frío pero seco, con unas pocas nubes blancas de aspecto inofensivo en un cielo azul intenso. Acudieron cuatro mil personas, casi la totalidad de la población de la ciudad, y casi todos llevaban una corbata, un lazo o un brazalete negros en señal de duelo. Se paseaban entre los arbustos, se asomaban a los ventanales que daban al interior de la casa y pisoteaban el césped.
La princesa Bea optó por quedarse en su habitación, pues no se trataba de la clase de acto social en el que quisiera prodigarse. Según la propia experiencia de Ethel, todos los componentes de las clases altas de la sociedad solían ser personas muy egoístas, pero Bea había elevado aquel egoísmo a la categoría de arte. Concentraba todas sus energías en complacer sus propios antojos y en salirse siempre con la suya. Incluso cuando ofrecía una recepción o una fiesta —algo que se le daba estupendamente— lo hacía movida únicamente por su afán de hacer gala ante los demás de todo su encanto y hermosura.
Fitz decidió recibir a los asistentes en el esplendor gótico-victoriano del Gran Salón, con su enorme perro tumbado en el suelo junto a él, como si fuera una alfombra de piel. Llevaba el traje de tweed de color marrón que lo hacía parecer más accesible, aunque lo combinaba con una camisa de cuello duro y corbata negra. «Está más guapo que nunca», pensó Ethel. La doncella era la encargada de llevar ante él a los familiares de los muertos y los heridos, en grupos de tres o cuatro personas, para que el conde pudiese ofrecer su más sentido pésame a todos los habitantes de Aberowen afectados por la tragedia. Hablaba con cada uno de ellos con su don de gentes habitual, y todos se despedían sintiéndose especiales.
Ethel se había convertido en la nueva ama de llaves. Tras la visita del rey, la princesa Bea insistió en que la señora Jevons se jubilase definitivamente; no tenía tiempo para sirvientas viejas y cansadas. Vio en Ethel a alguien capaz de trabajar de manera incansable para colmar todos sus deseos, y se encargó personalmente de concederle el ascenso a pesar de su juventud e inexperiencia. Así, Ethel consiguió su máxima ambición: se trasladó al pequeño cuarto del ama de llaves, en el ala del servicio, y colgó en la pared una fotografía de sus padres, engalanados con sus mejores trajes, tomada delante de la Iglesia de Bethesda el día que el templo abrió sus puertas.
Cuando Fitz llegó al final de la lista, Ethel pidió permiso para pasar un rato con su familia.
—Por supuesto, no faltaba más… —contestó el conde—. Tómate el tiempo que quieras. Has estado absolutamente maravillosa. No sé cómo nos las habríamos ingeniado sin ti. El rey también quiso que te transmitiera su agradecimiento. ¿Cómo puedes recordar todos esos nombres?
La muchacha sonrió. No estaba segura de por qué sentía esa extraña emoción en el estómago cada vez que él le dedicaba un halago.
—La mayoría de ellos han estado en nuestra casa alguna vez, para hablar con mi padre sobre posibles compensaciones por un accidente laboral, o acerca de una disputa con algún capataz, o por algún problema relacionado con las medidas de seguridad en la mina.
—Bueno, pues a mí me parece toda una proeza —dijo, y la obsequió con la sonrisa irresistible que esbozaba de vez en cuando y que casi le hacía parecer un hombre normal y corriente, cercano y familiar—. Presenta mis respetos a tu padre de mi parte.
La joven salió y atravesó el césped corriendo; se sentía la reina del universo. Encontró a su padre, a su madre, al abuelo y a Billy en la carpa del té. Su padre estaba muy elegante con su traje negro de los domingos y la camisa blanca de cuello duro. Billy tenía una quemadura de muy mal aspecto en la mejilla.
—¿Cómo te encuentras, Billy, hermanito? —preguntó Ethel.
—Mucho mejor. La quemadura tiene una pinta espantosa, pero dice el médico que es mejor que no me la tape.
—Todo el mundo comenta lo valiente que fuiste.
—Sí, ya, pero no lo bastante para llegar a tiempo de salvar a Micky el Papa.
No se podía decir nada ante aquellas palabras, pero Ethel le tocó el brazo en un gesto de compasión.
—Billy ha dirigido una plegaria esta mañana en Bethesda—dijo la madre con orgullo.
—¡Buen trabajo, Billy! Siento habérmela perdido. —Ethel no había ido al templo, pues había mucho por hacer en la casa—. ¿En qué consistía tu plegaria?
—Le he pedido al Señor que nos ayude a entender por qué ha permitido que haya habido una explosión en la mina. —Billy lanzó una mirada inquieta a su padre, que no sonreía.
—Billy habría hecho mejor pidiéndole a Dios que fortaleciese su fe —repuso el cabeza de familia con tono severo—, para que pueda creer sin necesidad de entender.
Saltaba a la vista que ambos ya habían discutido por culpa de aquello. Ethel no tenía paciencia para disputas teológicas que, al final, nunca llevaban a ninguna parte. Trató de distender un poco el ambiente.
—El conde Fitzherbert me ha pedido que te presente sus respetos de su parte, papá —dijo—. ¿No te parece todo un detalle?
El padre no se inmutó.
—Lamenté mucho ver cómo participabas en esa farsa del lunes pasado —contestó en tono férreo.
—¿El lunes? —exclamó ella, incrédula—. ¿Cuando el rey fue a visitar a las familias?
—Te vi susurrarle los nombres a ese fantoche.
—Ese «fantoche», como tú lo llamas, era nada menos que sir Alan Tite.
—Me da lo mismo cómo se haga llamar, sé reconocer a un lameculos en cuanto lo veo.
Ethel no salía de su asombro. ¿Cómo era posible que su padre menospreciase de ese modo uno de los mayores logros de su vida? Tuvo ganas de echarse a llorar.
—¡Creí que te sentirías orgulloso de mí, por haber ayudado al rey!
—¿Cómo se atreve el rey a ofrecer sus condolencias a nuestra gente, eh? ¿Qué sabe el rey del peligro y de una vida llena de penalidades?
Ethel luchó por contener las lágrimas.
—Pero, papá, significó mucho para tantas personas que el rey en persona acudiera a verlas…
—Con eso, lo único que hizo fue desviar la atención de las acciones peligrosas e ilegales de Celtic Minerals.
—¡Pero necesitan consuelo! —¿Cómo no se daba cuenta su padre de aquello?
—El rey los ha ablandado. El domingo por la tarde, esta ciudad estaba dispuesta a levantarse y encabezar una revuelta, pero el lunes por la noche, de lo único que hablaban era de cómo la reina le había dado su pañuelo a la señora de Dai Ponis.
Ethel pasó de la tristeza a la indignación en un abrir y cerrar de ojos.
—Pues lamento mucho que pienses así —dijo fríamente.
—No tienes que lamentar…
—Lo lamento porque estás equivocado —repuso la joven, que lo interrumpió con firmeza.
El padre se quedó de una pieza. No estaba acostumbrado a que los demás le dijesen que estaba equivocado, y mucho menos una mocosa como aquella.
—Oye, Eth… —trató de intervenir su madre.
—Las personas tienen sentimientos, papá —dijo la joven temerariamente—. Eso es lo que siempre se te olvida.
El padre se había quedado sin habla.
—¡Bueno, basta ya! —exclamó la madre.
Ethel miró a Billy. A través de un velo de lágrimas, vio su expresión de impresionada admiración, y eso la envalentonó aún más. Suspiró, se secó los ojos con el dorso de la mano y siguió hablando:
—Tú y tu sindicato, y tus normas de seguridad y tus Escrituras… ya sé que son importantes, papá, pero no puedes olvidarte de los sentimientos de la gente. Espero que algún día el socialismo consiga hacer que el mundo sea un lugar mejor para la clase trabajadora, pero entretanto, las personas necesitan consuelo.
El padre consiguió recobrar la voz al fin.
—Me parece que ya hemos tenido bastante por hoy —dijo—. Lo de estar con el rey se te ha subido a la cabeza. Solo eres una cría, y no eres quién para ir por ahí dando sermones a tus mayores.
Ethel estaba hecha un mar de lágrimas, demasiado nerviosa para seguir discutiendo con su padre.
—Lo siento, papá —dijo. Tras un silencio que se hizo eterno, añadió—: Será mejor que vuelva al trabajo.
El conde le había dicho que se tomara el tiempo que quisiera, pero lo que deseaba era estar sola. Le dio la espalda a la mirada impregnada de ira de su padre y regresó a la mansión cabizbaja, con la esperanza de que nadie se percatase de que estaba llorando.
No quería tropezarse con nadie, de modo que se deslizó en el interior de la Suite Gardenia. Lady Maud había regresado a Londres, por lo que la habitación estaba vacía y la cama, deshecha. Ethel se arrojó encima del colchón desnudo y siguió dando rienda suelta a sus lágrimas.
Se sentía tan orgullosa de sí misma… ¿Cómo podía su padre rechazar así todo lo que había conseguido? ¿Es que quería acaso que no destacase en su trabajo, que lo hiciese todo mal? Trabajaba para la nobleza, sí, pero exactamente igual que todos los mineros del carbón en Aberowen. A pesar de que la empresa que los contrataba era Celtic Minerals, era el carbón del conde lo que extraían de la mina, y a este le pagaban lo mismo por tonelada que al minero que lo sacaba de la tierra, un hecho que su padre nunca se cansaba de señalar. Si estaba bien ser un buen minero, eficiente y productivo, ¿qué tenía de malo ser una buena ama de llaves?
Oyó el ruido de la puerta al abrirse, y se incorporó de un salto. Era el conde.
—¿Se puede saber qué diablos te ocurre? —preguntó, inquieto—. Se te oye desde el otro lado de la puerta.
—Lo siento mucho, milord. No debería haber entrado aquí.
—No pasa nada. —Su gallardo rostro mostraba una preocupación auténtica—. ¿Por qué lloras?
—Estaba tan orgullosa por haber ayudado al rey… —le confió, compungida—, pero mi padre dice que todo fue una farsa, que solo fue para aplacar la ira de la gente hacia Celtic Minerals. —Y rompió a llorar de nuevo.
—Menuda tontería… —dijo el conde—. Todo el mundo vio que la preocupación del rey era auténtica, al igual que la de la reina. —Extrajo el pañuelo de hilo blanco del bolsillo delantero de su chaqueta. Ethel esperaba que se lo ofreciera, pero en lugar de eso, el conde le enjugó las lágrimas él mismo, con suma delicadeza—. Yo me sentí muy orgulloso de ti el lunes pasado, aunque tu padre no lo estuviera.
—Es usted muy amable.
—Bueno, bueno, no es para tanto… —dijo, y se inclinó hacia ella y la besó en los labios.
Ethel se quedó atónita. Era lo último que esperaba. Cuando él se incorporó, ella lo escrutó con expresión de perplejidad.
Él la miró fijamente.
—Eres absolutamente encantadora —dijo en voz baja, y la besó de nuevo.
Esta vez, ella lo apartó de sí.
—Milord, ¿qué hace? —exclamó en un susurro escandalizado.
—No lo sé.
—Pero ¿en qué está pensando para hacer una cosa así?
—No estoy pensando nada en absoluto.
La joven se quedó mirando su rostro cincelado. Aquellos ojos verdes la observaban muy atentamente, como tratando de leerle el pensamiento. Se dio cuenta de hasta qué punto adoraba a aquel hombre, y de pronto, una oleada de deseo y excitación se apoderó de su cuerpo.
—Es que no puedo evitarlo —dijo él, a modo de excusa.
Ella lanzó un suspiro de felicidad.
—Pues en ese caso, béseme otra vez.