EPÍLOGO

Cinco meses y medio después, a los siete meses de embarazo, Brawne Lamia cogió el dirigible de la mañana desde la capital hasta la Ciudad de los Poetas para la fiesta de despedida del cónsul.

La capital, que los aborígenes, efectivos de FUERZA y éxters ahora llamaban Jacktown, brillaba blanca y limpia bajo la luz de las mañanas cuando el dirigible abandonó la torre de amarre y enfiló hacia el noroeste siguiendo el río Hoolie.

La mayor ciudad de Hyperion había sufrido durante la lucha, pero buena parte estaba reconstruida y la mayoría de los tres millones de refugiados de las plantaciones de fibroplástico y las ciudades menores del continente austral había optado por quedarse, a pesar del reciente interés de los éxters en el fibroplástico. La ciudad había crecido desmañadamente, y los servicios básicos como electricidad, cloacas y servicio de HTV por cable ya llegaban a las madrigueras que cubrían las colinas, entre el puerto espacial y la ciudad vieja.

Pero los edificios parecían blancos a la luz de la mañana, el aire primaveral estaba preñado de promesas, y Brawne veía las nuevas carreteras y el ajetreo del tráfico fluvial como un buen augurio para el futuro.

La lucha en el espacio de Hyperion no había durado mucho después de la destrucción de la Red. La destrucción éxter del puerto espacial y la capital había conducido al reconocimiento del ocaso de la Red y el gobierno con el consejo local en el tratado patrocinado por el cónsul y el ex gobernador general Theo Lane. Pero en casi seis meses desde la desaparición de la Red, el único tráfico del puerto espacial había consistido en naves de descenso de los elementos de FUERZA que aún estaban en el sistema y en frecuentes excursiones planetarias desde el enjambre. Ya no era inusitado ver las altas figuras de los éxters haciendo compras en Plaza Jacktown, o versiones más exóticas bebiendo en Cícero.

Brawne se había alojado en Cícero durante los últimos meses, en una de las habitaciones grandes del cuarto piso del ala vieja de la posada, mientras Stan Leweski reconstruía y expandía las secciones dañadas del legendario edificio. «¡Por Dios, no necesitamos ayuda de mujeres preñadas!», gritaba Stan cada vez que Brawne le ofrecía una mano, pero ella invariablemente se encargaba de alguna tarea mientras Leweski rezongaba. Brawne estaba embarazada, pero era lusiana, y unos pocos meses en Hyperion no le habían atrofiado los músculos.

Stan la había conducido esa mañana a la torre de amarre y la había ayudado con el equipaje y el paquete que le llevaba al cónsul. Luego el posadero le había dado su propio paquete.

—Es un viaje aburrido hasta ese lugar olvidado; —gruñó—. Hay que llevar algo para leer, ¿eh?

El obsequio era una reproducción de la edición de los poemas de John Keats de 1817, encuadernada en cuero por el mismo Leweski.

Brawne puso al gigante en una situación comprometida y divirtió a los curiosos cuando abrazó al posadero hasta hacerle crujir las costillas.

—Ya basta, demonios —masculló Leweski, frotándose los costados—. Dígale a ese cónsul que quiero ver su condenado pellejo de vuelta antes de que mi hija herede esa maldita taberna. Dígaselo, ¿eh?

Brawne asintió y saludó con los demás pasajeros a la gente que había ido a despedirlos. Siguió saludando desde la terraza de observación mientras desataban la aeronave, descargaban el lastre y el dirigible se desplazaba pesadamente sobre los tejados.

Ahora, mientras la nave dejaba atrás los suburbios y viraba hacia el oeste siguiendo el río, Brawne distinguió con claridad la montaña meridional donde la cara de Triste Rey Billy aún cavilaba frente a la ciudad. La intemperie disolvía lentamente una cicatriz de diez metros en la mejilla de Billy. Un haz láser la había abierto durante la lucha.

Pero una escultura mayor, que cobraba forma en la falda noroeste de la montaña, llamó la atención de Brawne. Incluso con equipo moderno prestado por FUERZA, la tarea era lenta, y la gran nariz aquilina, la enérgica frente, la ancha boca y los ojos inteligentes y tristes sólo ahora resultaban reconocibles. Muchos refugiados de la Hegemonía se habían opuesto a que se tallara el rostro de Meina Gladstone en la montaña, pero Rithmet Corber III, tataranieto del escultor que había creado la cara de Billy y actual propietario de la montaña, replicó diplomáticamente: «Os jodéis», y continuó con la obra. Estaría terminada en un par de años.

Brawne suspiró, se frotó el vientre —un gesto que siempre había detestado en las mujeres embarazadas, pero que ahora le resultaba inevitable— y caminó torpemente hacia una silla de la cubierta de observación. Si tenía ese tamaño a los siete meses, ¿cómo estaría hacia el final de la gestación? Brawne miró la distendida curva de la gran funda de gas del dirigible e hizo una mueca.

Con vientos de popa favorables, el viaje en dirigible duraba sólo veinte horas. Brawne durmió parte del viaje, pero pasó casi todo el tiempo contemplando el paisaje.

Pasaron por los Rizos de Karla a media mañana, y Brawne sonrió y palmeó el paquete que llevaba para el cónsul. Al atardecer se aproximaron al puerto fluvial de Náyade, y a mil metros de altura Brawne distinguió una vieja barcaza de pasajeros arrastrada por mantas que dejaban su típica estela en forma de V. Se preguntó si sería la Benarés

Sobrevolaron linde mientras se servía la cena en la sala superior e iniciaron el cruce del Mar de Hierba cuando el ocaso bañaba de color la gran estepa y la hierba ondeaba bajo la misma brisa que impulsaba la aeronave. Brawne se llevó el café a su silla favorita de cubierta, abrió una ventana y contempló el Mar de Hierba, que se parecía al sensual fieltro de una mesa de billar en el poniente. Poco antes de que encendieran los faroles de cubierta, atinó a ver una carreta eólica que avanzaba de norte a sur, meciendo los fanales de proa y popa. Brawne percibió claramente el rumor del gran timón y el chasquido de la lona del foque mientras la carreta maniobraba para cambiar de rumbo.

La cama estaba hecha en el compartimiento cuando Brawne fue a ponerse la bata, pero tras leer algunos poemas regresó a cubierta y dormitó hasta el alba en su silla favorita, aspirando el fresco aroma de la hierba.

Se detuvieron en Reposo del Peregrino el tiempo suficiente para cargar alimentos y agua, renovar el lastre y cambiar de tripulación, pero Brawne no bajó a estirar las piernas. Había luces alrededor de la estación de funiculares. Cuando se reanudó el viaje, la aeronave parecía seguir la hilera de torres de funicular de la Cordillera de la Brida.

Aún estaba oscuro cuando cruzaron las montañas.

Un camarero se acercó para cerrar las largas ventanas, pues los compartimientos estaban presurizados, pero aun así Brawne alcanzó a ver los funiculares que se desplazaban de un pico al otro entre las nubes, los campos de hielo que brillaban a la luz de las estrellas.

Sobrevolaron Fortaleza de Cronos después del alba, y las piedras del castillo no parecían cálidas ni siquiera bajo esa luz rosada. Luego apareció el alto desierto, la Ciudad de los Poetas relumbró a babor, y el dirigible descendió hacia la torre de amarre situada en la punta este del nuevo puerto espacial.

Brawne no esperaba que nadie fuera a recibirla. Todos sus conocidos suponían que volaría por la tarde en el deslizador de Theo Lane. Pero Brawne había considerado que el dirigible era el medio adecuado para viajar a solas con sus pensamientos. Y no se había equivocado.

Sin embargo, incluso antes de que tensaran el cable de amarre y, bajaran la pasarela, Brawne distinguió el rostro del cónsul entre la pequeña multitud. Junto a él estaba Martin Silenus, frunciendo el ceño en la luz de la mañana.

—Maldito Stan —masculló Brawne, recordando que los enlaces de microondas ahora funcionaban y había nuevos satélites de comunicaciones en órbita.

El cónsul la recibió con un abrazo. Martin Silenus bostezó, le estrechó la mano y dijo:

—No encontró una hora más incómoda para llegar, ¿eh?

Había una fiesta por la noche. A la mañana siguiente no sólo se marchaba el cónsul, sino que la mayor parte del resto de la flota de FUERZA emprendía el regreso, acompañada por buena parte del enjambre éxter. Había una docena de naves de descenso en la pista, cerca de la nave del cónsul. Los éxters hacían su última visita a las Tumbas de Tiempo y los oficiales de FUERZA se detenían por última vez ante la tumba de Kassad.

La Ciudad de los Poetas tenía casi un millar de residentes, muchos de ellos artistas y poetas, aunque Silenus sostenía que la mayoría eran farsantes. Dos veces habían intentado elegir alcalde a Martin Silenus, quien se había negado maldiciendo olímpicamente a sus votantes. Pero el viejo poeta continuaba al frente de la administración, supervisando las restauraciones, arbitrando disputas, dispensando viviendas y organizando vuelos de aprovisionamiento desde Jacktown y las ciudades del sur. La Ciudad de los Poetas ya no era la Ciudad Muerta.

Martin Silenus sostenía que el cociente intelectual colectivo era más alto cuando el lugar estaba desierto.

El banquete se celebró en el comedor reconstruido y las carcajadas resonaron en la gran cúpula cuando Martin Silenus leyó poemas obscenos y otros artistas representaron dramas. Además del cónsul y Silenus, había media docena de invitados éxter a la mesa redonda de Brawne, entre ellos Freeman Ghenga y Coredwell Minmun, así como Rithmer Corber III, ataviado con pieles cosidas y un sombrero cónico. Theo Lane llegó tarde, se disculpó, contó los chistes más recientes de Jacktown y se sentó a compartir el postre. Se mencionaba a Lane como posible candidato para la alcaldía de Jacktown en las inminentes elecciones del cuarto mes —tanto los nativos como los éxters gustaban de su estilo— y Theo no parecía dispuesto a rechazar la oferta.

Tras beber mucho vino en el banquete, el cónsul invitó a algunos de los presentes a pasar a la nave para disfrutar de música y más vino. Brawne, Martin y Theo se sentaron en el balcón de la nave y el cónsul tocó, con mesura y sentimiento, piezas de Gershwin, Studeri, Brahms, Luser y los Beatles, pasó de nuevo a Gershwin y concluyó con el bello Concierto para Piano Número 2 en Do Menor de Rachmaninoff.

Luego se sentaron bajo la luz del ocaso, miraron hacia la ciudad y el valle, bebieron más vino y se quedaron charlando.

—¿Qué espera hallar en la Red? —preguntó Theo al cónsul—. ¿Anarquía? ¿Gobierno del populacho? ¿Regreso a la edad de piedra?

—Todo eso y más, probablemente —sonrió el cónsul. Agitó la copa de coñac—. En serio, antes de la muerte de la ultralínea hubo mensajes suficientes para hacernos saber que, a pesar de ciertos problemas, la mayoría de los antiguos mundos de la Red se las apañarán.

Theo Lane acariciaba la misma copa de vino que había llevado del comedor.

—¿Por qué cree usted que murió la ultralínea?

—Dios se hartó de que escribiéramos grafitis en las paredes de su retrete —resopló Martin Silenus.

Hablaron de viejos amigos, preguntándose cómo estaría el padre Duré. Habían oído hablar de su nuevo puesto en una de las últimas transmisiones ultralínea. Recordaron a Lenar Hoyt.

—¿Piensan ustedes que automáticamente será papa cuando fallezca Duré? —preguntó el cónsul.

—Lo dudo —dijo Theo—. Pero al menos tendrá la oportunidad de vivir de nuevo si ese cruciforme de más que Duré lleva en el pecho aún funciona.

—Me pregunto si vendrá a buscar la balalaika —comentó Silenus, rasgueando el instrumento. Brawne pensó que el poeta aún parecía un sátiro bajo la luz del ocaso.

Hablaron de Sol y Rachel. Durante los últimos seis meses, cientos de personas habían intentado entrar en la Esfinge; una lo había conseguido: un apacible éxter llamado Mizenspesht Ammenyet.

Los expertos éxter habían pasado meses analizando las Tumbas y los vestigios de las mareas de tiempo. En algunas estructuras habían aparecido jeroglíficos e inscripciones cuneiformes extrañamente familiares después de la apertura de las Tumbas, y ello había permitido hacer algunas conjeturas en cuanto a las funciones de los diversos edificios.

La Esfinge era un portal unidireccional hacia el futuro de que había hablado Rachel/Moneta. Nadie sabía cómo seleccionaba a quienes dejaba pasar, pero la actividad más frecuente entre los turistas era tratar de entrar en él. No se tenía ninguna noticia respecto al destino de Sol y su hija. Brawne pensaba a menudo en el profesor.

Brawne, el cónsul y Martin Silenus brindaron por Sol y Rachel.

La Tumba de jade parecía relacionada con planetas gigantes gaseosos. Nadie había atravesado su portal, pero éxters exóticos, criados para vivir en hábitats jovianos, llegaban todos los días e intentaban entrar. Los expertos éxter y de FUERZA insistían en que las Tumbas de Tiempo no eran teleyectores, sino otra forma de conexión cósmica. A los turistas les traía sin cuidado.

El Obelisco continuaba siendo un misterio. La tumba aún brillaba, pero ahora no tenía puerta. Los éxters sospechaban que ejércitos de Alcaudones aguardaban en el interior. Martin Silenus declaraba que el Obelisco era sólo un símbolo fálico incluido en el último momento en la decoración del valle. Otros pensaban que guardaba alguna relación con los templarios.

Brawne, el cónsul y Martin Silenus brindaron por la Voz del Árbol Het Masteen.

El Monolito de Cristal, de nuevo cerrado, era la tumba del coronel Fedmahn Kassad. Las inscripciones descifradas hablaban de una batalla cósmica y un gran guerrero del pasado que había contribuido a derrotar al Señor del Dolor. Los jóvenes reclutas de las naves-antorcha y los portanaves de combate lo creían. La leyenda de Kassad se difundiría a medida que esas naves regresaran a los mundos de la vieja Red.

Brawne, el cónsul y Martin Silenus brindaron por Fedmahn Kassad.

Las dos primeras Tumbas Cavernosas no parecían conducir a ninguna parte, pero por lo visto la tercera se abría a los laberintos de diversos mundos. Cuando desaparecieron varios investigadores, las autoridades científicas éxter recordaron a los turistas que los laberintos estaban en otro tiempo —quizás a cientos de miles de años en el pasado o el futuro— y en otro espacio. Cerraron las cavernas, excepto para los expertos calificados.

Brawne, el cónsul y Martin Silenus brindaron por Paul Duré y Lenar Hoyt.

El Palacio del Alcaudón aún constituía un misterio. Los anaqueles con cuerpos no estaban cuando Brawne y los demás regresaron poco después. El interior de la tumba tenía el mismo tamaño que antes, pero una sola puerta de luz ardía en el centro. Quien la atravesaba desaparecía para no regresar.

Los investigadores impidieron la entrada mientras procuraban descifrar letras talladas en piedra pero muy erosionadas por el tiempo. Hasta el momento, estaban seguros de tres palabras —todas en latín de Vieja Tierra—, que significaban COLISEO, ROMA y REPOBLAR. Circulaba la leyenda de que ese portal daba a la Vieja Tierra y que allí habían trasladado a las víctimas del árbol de espinas. Cientos más aguardaban.

—Como usted ve —le dijo Silenus a Brawne—, de no ser por su dichosa prisa por rescatarme, yo habría regresado a casa.

—¿De veras hubiera optado por regresar a Vieja Tierra? —preguntó Theo Lane.

Martin puso su más dulce sonrisa de sátiro.

—Jamás. Era aburrida cuando viví allá y siempre será aburrida. Aquí es donde pasan las cosas. —Silenus brindó por sí mismo.

En cierto sentido, comprendió Brawne, eso era verdad. Hyperion era el lugar de encuentro de los éxters y los ex ciudadanos de la Hegemonía. Las Tumbas de Tiempo impulsarían el comercio, el turismo y los viajes a medida que el universo humano se adaptara a una vida sin teleyección.

Trató de imaginar el futuro tal como lo veían los éxters, con grandes flotas expandiendo los horizontes de la humanidad, con humanos adaptados genéticamente para gigantes gaseosos, asteroides y mundos más inhóspitos de colonizar que Marte o Hebrón antes de la terraformación.

No logró imaginarlo. Quizá su hija o sus nietos vieran ese universo.

—¿En qué piensa, Brawne? —preguntó el cónsul tras un intervalo de silencio.

Ella sonrió.

—En el futuro. Y en Johnny.

—Ah, sí —dijo Silenus—, el poeta que pudo ser Dios pero no lo fue.

—¿Qué habrá ocurrido con la segunda personalidad? —preguntó Brawne.

El cónsul agitó la mano.

—No creo que haya sobrevivido a la muerte del Núcleo. ¿Qué opina usted?

Brawne meneó la cabeza.

—Sólo siento celos. Muchas personas parecen haberlo visto. Hasta Melio Arúndez dijo que se cruzó con él en Jacktown.

Brindaron por Melio, quien se había ido cinco meses atrás en la primera gironave de FUERZA que partió hacia la Red.

—Todos lo vieron menos yo —se lamentó, mientras observaba el coñac con mal ceño y pensaba que debería tomar más píldoras antialcohólicas prenatales antes de acostarse. Estaba un poco borracha; con las píldoras, la bebida no afectaría al bebé, pero sin duda había surtido efecto.

—Debo irme —anunció, se puso en pie y abrazó al cónsul—. Tengo que levantarme temprano para contemplar el lanzamiento al amanecer.

—¿No desea pasar la noche en la nave? —preguntó el cónsul—. La sala de huéspedes tiene una bonita vista al valle.

Brawne meneó la cabeza.

—Todos mis bártulos están en el viejo palacio.

—Hablaré con usted antes de irme —prometió el cónsul. Se abrazaron de nuevo un instante y el cónsul no reparó en las lágrimas de Brawne.

Martin Silenus la acompañó hasta la Ciudad de los Poetas. Se detuvieron en una galería iluminada, frente a los apartamentos.

—¿De verdad estuvo usted en el árbol, o fue sólo un simulador de estímulos mientras usted dormía en el Palacio del Alcaudón? —preguntó Brawne.

El poeta no sonrió. Se tocó la zona del pecho donde lo había perforado la espina de acero.

—¿Era yo un filósofo chino soñando que era una mariposa, o una mariposa soñando que era un filósofo chino? ¿Eso me pregunta, niña?

—Sí.

—Bien —murmuró Silenus—. Sí. Fui ambas cosas. Y ambas eran reales. Y ambas dolían. Y la amaré y recordaré siempre por haberme salvado, Brawne. Para mí, usted siempre podrá caminar en el aire. —Le cogió la mano y se la besó—. ¿Entra usted?

—No, creo que pasearé un rato por el jardín.

El poeta titubeó.

—Supongo que está bien. Tenemos patrullas mecánicas y humanas, y nuestro Grendel-Alcaudón no ha aparecido aún para el bis… pero ándese con cuidado.

—No lo olvide —bromeó Brawne—: yo maté a Grendel. Camino por el aire y transformo monstruos en duendes de cristal.

—Ja, ja, pero no salga de los jardines. ¿Entendió, niña?

—Entendido —asintió Brawne. Se tocó el vientre. Tendremos cuidado.

Él esperaba en el jardín, donde no llegaba la luz de las cámaras monitores.

—¡Johnny! —jadeó Brawne mientras avanzaba hacia el sendero de guijarros.

—No —dijo él, y meneó la cabeza con tristeza. Se parecía a Johnny. El mismo pelo rojizo, los ojos castaños, la barbilla firme, los pómulos altos, la sonrisa suave. Llevaba ropas extrañas: una gruesa cazadora de cuero, cinturón alto, zapatones, bastón, una tosca gorra de piel. Se quitó la gorra cuando Brawne se acercó.

Brawne se detuvo a menos de un metro.

—Desde luego —susurró. Estiró el brazo para tocarlo y lo atravesó con la mano, aunque no se veía la vibración borrosa de un holo.

—Este lugar aún es rico en los campos de la metaesfera —comentó él.

—Ajá —convino ella, sin tener la menor idea de qué hablaba—. Tú eres el otro Keats. El gemelo de Johnny.

El hombrecillo sonrió y extendió la mano como para tocarle el vientre hinchado.

—Entonces soy una especie de tío, ¿verdad, Brawne?

Ella asintió.

—Tú salvaste a la niña Rachel, ¿no?

—¿Me viste?

—No —jadeó Brawne—, pero sentí tu presencia. —Titubeó un instante—. Pero, ¿tú no eras aquel de quien habló Ummon, la entidad Empatía de la IM humana?

Él meneó la cabeza y los rizos relucieron en la penumbra.

—Descubrí que soy Aquel Que Viene Antes. Allano el camino para Aquella Que Enseña, y temo que mi único milagro ha sido alzar un bebé y esperar a que alguien se lo llevara.

—¿No me ayudaste con el Alcaudón? ¿A flotar?

John Keats rió.

—No. Y tampoco Moneta. Fuiste tú, Brawne.

Ella meneó la cabeza enérgicamente.

—Es imposible.

—No es imposible —murmuró él. Le palpó de nuevo el vientre, y a ella le pareció sentir la presión de la palma—. «Virginal novia de la quietud, / hija adoptiva del silencio y el tiempo lento…». —Miró a Brawne—. Sin duda la madre de Aquella Que Enseña puede ejercer ciertas prerrogativas.

—La madre de… —Brawne sintió necesidad de sentarse y encontró un banco justo a tiempo. Nunca había sido tan torpe, pero a los siete meses de embarazo resultaba imposible sentarse con gracia. Pensó trivialmente en el dirigible que llegaría esa mañana.

—Aquella Que Enseña —repitió Keats—. Ignoro qué enseñará, pero cambiará el universo y pondrá en movimiento ideas que serán vitales dentro de diez mil años.

—¿Mi hija? —balbució Brawne, aspirando aire—. ¿La hija mía y de Johnny?

La personalidad Keats se frotó la mejilla.

—La intersección de espíritu humano con lógica IA que Ummon y el Núcleo buscaron tanto tiempo y murieron sin comprender —explicó. Avanzó un paso—. Sólo deseo estar presente cuando ella enseñe lo que debe enseñar. Ver qué efecto surte en el mundo. Este mundo. Otros mundos.

Brawne estaba desconcertada, pero esa frase le resultaba familiar.

—¿Por qué? ¿Dónde estarás? ¿Qué ocurre?

—El Núcleo ha desaparecido —suspiró Keats—. Las esferas de datos de aquí son demasiado pequeñas para contenerme, incluso en forma reducida… excepto las de las naves de FUERZA, y no creo que me convenza ese sitio. Nunca me han gustado las órdenes.

—¿Y no hay otro sitio? —preguntó Brawne.

—La metaesfera —respondió él, mirando a sus espaldas—. Pero está llena de leones, tigres y osos. Y todavía no estoy preparado.

Brawne prefirió no hacer preguntas.

—Tengo una idea —exclamó. Se la contó.

La imagen de su amante se le acercó, la abrazó y dijo:

eres un milagro.

Retrocedió hacia las sombras.

Brawne agitó la cabeza.

—Sólo una mujer preñada. —Se apoyó la mano en el vientre hinchado—. Aquella Que Enseña —murmuró. Y preguntó a Keats—: Bien, tú eres el arcángel que anuncia todo esto. ¿Qué nombre le pondré?

No hubo respuesta. Ya no había nadie en las sombras.

Brawne estuvo en el puerto espacial antes del amanecer. El grupo que se despedía no estaba precisamente alegre. Al margen de la habitual tristeza de los adioses, Martin, el cónsul y Theo sufrían las consecuencias de los brindis, pues no había píldoras antirresaca en el nuevo Hyperion.

Sólo Brawne estaba de buen talante.

—El maldito ordenador de la nave se ha comportado de forma extraña toda la mañana —gruñó el cónsul.

—¿En serio? —sonrió Brawne.

El cónsul la miró con los ojos entornados.

—Le he pedido un chequeo y el muy idiota sólo me responde con versos.

—¿Versos? —preguntó Martin Silenus, enarcando la ceja de sátiro.

—Sí… escuchen… —El cónsul activó el comlog. Una voz que resultaba familiar para Brawne dijo:

¡Así, tres fantasmas, adiós! No podéis levantar

mi cabeza de su fresca sepultura de florida hierba

¡pues no me alimentaría de lisonjas,

un cordero en una farsa sensiblera!

Desvaneceos lentamente y sed de nuevo

máscaras en la urna soñadora;

¡Adiós! Aún tengo visiones para la noche,

y tenues visiones reservo para el día.

¡Volad fantasmas de mi espíritu ocioso

hacia las nubes, y no regreséis jamás!

—¿Una IA defectuosa? —preguntó Theo Lane—. Creía que su nave tenía una de las inteligencias más agudas fuera del Núcleo.

—En efecto —asintió el cónsul—. No hay ningún defecto. Hice un chequeo cognitivo y de funciones. Todo está bien. Pero me dice… ¡esto! —Señaló el comlog.

Martin Silenus miró de soslayo a Brawne Lamia y advirtió que ella sonreía.

—Bien, parece que su nave se está volviendo culta —comentó el poeta—. No se preocupe por eso. Será buena compañía durante el viaje.

En la pausa siguiente, Brawne extrajo un abultado paquete.

—Un obsequio de despedida —dijo.

El cónsul lo desenvolvió, al principio lentamente, luego con impaciencia, rasgando el papel mientras aparecía la alfombra plegada, desteñida y maltrecha. La acarició, alzó los ojos.

—¿Dónde? ¿Cómo…? —preguntó con un hilo de voz.

Brawne sonrió.

—Una refugiada nativa la encontró cerca de los Rizos de Karla. Intentaba venderla en el mercado de Jacktown cuando pasé por allí. Nadie tenía interés en comprarla.

El cónsul respiró hondo y acarició los dibujos de la alfombra voladora que había conducido a su abuelo Merin al decisivo encuentro con su abuela Siri.

—Me temo que ya no vuela —se lamentó Brawne.

—Los filamentos de vuelo necesitan recarga —explicó el cónsul—. No sé cómo agradecerle…

—No lo haga —dijo Brawne—. Es para darle buena suerte en el viaje.

El cónsul abrazó a Brawne, estrechó la mano de los demás y subió a la nave en el ascensor. Brawne y los demás se dirigieron a la terminal.

No había nubes en el cielo lapislázuli de Hyperion. El sol pintaba los distantes picos de la Cordillera de la Brida con colores profundos y prometía un día cálido.

Brawne miró hacia la Ciudad de los Poetas y el valle. Apenas se distinguía la punta de las Tumbas de Tiempo más altas. La luz resplandecía en un ala de la Esfinge.

Con poco ruido y apenas una bocanada de calor, la negra nave del cónsul despegó sobre una llama azul y se elevó al cielo.

Brawne trató de recordar los poemas que acababa de leer y los versos finales de la mejor y más larga obra inconclusa de su amado:

Embistió el brillante Hyperion,

la túnica flamígera ondeando en los talones,

y lanzó un volcánico rugido

que ahuyentó a las mansas y etéreas Horas,

cuyas alas de paloma tiritaron. Llameante acometía…

El viento cálido le arremolinaba el cabello. Brawne alzó la cara al cielo y agitó la mano, sin ocultar ni secarse las lágrimas, mientras la espléndida nave trazaba un arco al ascender al cielo con su feroz llama azul y —como un grito lejano— creaba un estruendo sónico que desgarró el aire del desierto y retumbó en los picos distantes.

Brawne lloraba desconsoladamente, saludando al cónsul, al cielo, a los amigos que nunca más vería, a una parte de su pasado y a la nave que se elevaba como una perfecta flecha de ébano disparada por el arco de un dios.

Llameante acometía…