42

El coronel Fedmahn Kassad murió en batalla.

Cuando aún luchaba con el Alcaudón, mientras veía a Moneta como un borrón en la linde de la visión, Kassad saltó en el tiempo con una conmoción de vértigo y salió a la luz del sol.

El Alcaudón retrajo los brazos y retrocedió. Los ojos rojos parecían reflejar la sangre que salpicaba el traje de Kassad. La sangre de Kassad.

El coronel miró alrededor. Estaban cerca del Valle de las Tumbas de Tiempo pero en otra época, un tiempo distante. En vez de rocas y dunas, un bosque se erguía a medio kilómetro del valle. En el sudoeste, donde en tiempos de Kassad se extendían las ruinas de la Ciudad de los Poetas, se erguía una ciudad viviente, con torres, murallas y galerías que relucían bajo la luz del atardecer. Entre la ciudad, el bosque y el valle había prados de hierbas altas y verdes que ondeaban en la brisa que soplaba desde la distante Cordillera de la Brida.

A la izquierda de Kassad, el Valle de las Tumbas de Tiempo se extendía como siempre, sólo que las paredes rocosas estaban desmoronadas, desgastadas por la erosión o los derrumbamientos, alfombradas de hierba alta. Las Tumbas parecían nuevas, recién construidas, y el Obelisco y el Monolito aún tenían los andamios de los obreros. Irradiaban el resplandor del oro, como si estuvieran laminadas y labradas en este metal precioso. Las puertas y entradas estaban selladas. Maquinarias pesadas e inescrutables rodeaban las Tumbas, cercaban la Esfinge, con cables macizos y aquilones delgados como alambres, que corrían de aquí para allá. Kassad comprendió al instante que estaba en el futuro —quizá siglos o milenios en el futuro— y que las Tumbas estaban a punto de ser lanzadas hacia el pasado.

Kassad miró a sus espaldas.

Miles de hombres y mujeres se alineaban en la ladera herbosa donde antaño había un risco. Estaban callados, armados y formados ante Kassad como guerreros a la espera de un líder. Algunos llevaban trajes cutáneos, pero otros usaban sólo la pelambre, las alas, las escamas, las armas exóticas y las complejas coloraciones que Kassad había visto en su visita anterior con Moneta, en el tiempo/lugar donde lo habían curado.

Moneta. Se erguía entre Kassad y las multitudes, y el campo del traje le vibraba sobre la cintura, pero también llevaba un mono de terciopelo negro. Tenía una bufanda roja sujeta al cuello y llevaba un arma fina como una vara colgada del hombro. Fijaba los ojos en Kassad.

Él se tambaleó, sintiendo las graves heridas debajo del traje cutáneo, pero también sorprendido por la expresión de Moneta.

Ella no lo reconocía. El rostro de Moneta reflejaba sorpresa, maravilla, reverencia, al igual que el de los demás. El valle estaba en silencio excepto por el chasquido de los pendones o el susurro del viento en la hierba.

Kassad miró por encima del hombro.

El Alcaudón se erguía inmóvil como una escultura de metal, a diez metros de distancia. La hierba alta le llegaba hasta las afiladas rodillas.

Detrás del Alcaudón, más allá de la entrada del valle, donde comenzaban los elegantes bosques, hordas, legiones, filas de Alcaudones relucían como escalpelos en el ocaso.

Kassad reconoció a su Alcaudón por la proximidad y por la presencia de su propia sangre en las garras y el caparazón del ser. Los bermejos ojos de la criatura palpitaban.

—Eres tú, ¿verdad? —preguntó a sus espaldas una voz suave.

Kassad se volvió y experimentó un instante de vértigo. Moneta se había detenido a algunos metros de distancia. Tenía el cabello corto como en el primer encuentro, la tez igualmente suave, los ojos igualmente verdes y misteriosos.

Kassad sintió ganas de acariciarle la mejilla, rozarle el labio inferior con el dedo doblado. No lo hizo.

—Eres tú —repitió Moneta, pero esta vez no era una pregunta—. El guerrero que he profetizado a estas gentes.

—¿No me conoces, Moneta? —Varias heridas le habían llegado al hueso, pero ninguna le dolía como este momento.

Ella negó con la cabeza, se apartó el pelo de la frente en un gesto dolorosamente familiar.

—Moneta. Significa «Hija de la Memoria» y «la que advierte». Es un buen nombre.

—¿No es el tuyo?

Ella sonrió. Kassad recordó esa sonrisa en el valle del bosque, la primera vez que habían hecho el amor.

—No —murmuró—. Aún no. Acabo de llegar. Mi viaje y mi función de guardiana aún no han comenzado. —Le dijo su nombre.

Kassad parpadeó, alzó la mano, le apoyó la palma en la mejilla.

—Hemos sido amantes —dijo—. Nos hemos encontrado en olvidados campos de batalla. Ibas conmigo a todas partes. —Miró alrededor—. Todo conduce a esto, ¿verdad?

—Sí —afirmó Moneta.

Kassad se volvió hacia el ejército de Alcaudones del valle.

—¿Es una guerra? ¿Unos pocos miles contra unos pocos miles?

—Una guerra —corroboró Moneta—. Unos pocos miles contra unos pocos miles en diez millones de mundos.

Kassad cerró los ojos y asintió. El traje cutáneo suturaba, vendaba e inyectaba ultramorfina, pero el dolor y la debilidad causados por las terribles heridas no podían mantenerse a raya mucho más tiempo.

—Diez millones de mundos —exclamó abriendo los ojos—. ¿Una batalla final?

—Sí.

—¿Y el ganador se queda con las Tumbas?

Moneta miró hacia el Valle.

—El ganador determina si el Alcaudón ya sepultado allí allanará el camino de otros… —Moneta señaló el ejército de Alcaudones— o si la humanidad tiene participación en nuestro pasado y nuestro futuro.

—No comprendo —dijo Kassad con voz tensa—, pero los soldados rara vez entienden la situación política. —Besó a la sorprendida Moneta y le arrancó el pañuelo rojo—. Te quiero —dijo, mientras sujetaba el pañuelo al cañón del rifle. Los indicadores señalaban que quedaban la mitad de la carga y las municiones.

Fedmahn Kassad avanzó cinco pasos, dio la espalda al Alcaudón, alzó los brazos ante la gente silenciosa y gritó:

—¡Por la libertad!

—¡Por la libertad! —respondieron tres mil voces, lanzando una ovación.

Kassad giró, enarbolando el rifle y el pendón. El Alcaudón avanzó medio paso, abrió su posición, desplegó los dedos.

Kassad gritó y atacó. Moneta lo siguió con el arma en alto. Miles lo siguieron.

Más tarde, en la carnicería del valle, Moneta y otros Guerreros Escogidos hallaron el cuerpo de Kassad, apresado en un abrazo mortal con el destartalado Alcaudón. Alzaron a Kassad con cuidado, lo llevaron a una tienda, lavaron y amortajaron el maltratado cuerpo y luego lo transportaron entre las multitudes hasta el Monolito de Cristal.

Depositaron el cuerpo del coronel Fedmahn Kassad en un catafalco de mármol blanco y le pusieron armas a los pies. En el valle, una gran fogata llenó el aire de luz. Hombres y mujeres avanzaron con antorchas mientras otros descendían por el cielo lapislázuli, algunos en naves volantes traslúcidas como burbujas, otros en alas energéticas o envueltos en círculos de verde y oro.

Cuando las estrellas ardían con frío resplandor sobre el valle colmado de luz, Moneta se despidió y entró en la Esfinge. Las multitudes cantaban.

En los campos, pequeños roedores hurgaban entre pendones caídos y los restos desperdigados de caparazón y armadura, puñal metálico y acero fundido.

A medianoche la multitud dejó de cantar, jadeó y retrocedió. Las Tumbas de Tiempo brillaban. Potentes mareas de fuerza antientrópica intimidaron aún más a la multitud, que retrocedió hasta la entrada del valle, a través del campo de batalla, y regresó hacia la ciudad reluciente.

Las Tumbas vibraron, pasaron del oro al bronce e iniciaron su largo viaje de regreso.

Brawne Lamia dejó atrás el reluciente Obelisco y se enfrentó a una muralla de viento furioso. La arena le laceraba la piel y le arañaba los ojos. Relámpagos de estática crepitaban en los riscos y se sumaban al fulgor escalofriante que rodeaba las Tumbas. Brawne se pasó las manos por la cara y continuó la marcha, atisbando entre los dedos para encontrar el camino.

Vio una luz áurea que bañaba los paneles astillados del Monolito de Cristal y se derramaba sobre las sinuosas dunas que cubrían el suelo del valle. Había alguien dentro del Monolito.

Brawne había jurado ir directamente al Palacio del Alcaudón, hacer lo posible para liberar a Silenus y regresar a la Esfinge, sin dejarse distraer. Pero había entrevisto la silueta de una forma humana dentro de la tumba. Aún no habían encontrado a Kassad. Sol le había referido la misión del cónsul, pero tal vez la tormenta hubiera disuadido al diplomático a aterrizar. No sabían nada del padre Duré.

Brawne se acercó al fulgor y se detuvo ante la mellada entrada del Monolito.

El interior era un imponente espacio que se elevaba cien metros hasta una claraboya. Las paredes eran traslúcidas vistas desde el interior, con lo que parecía ser luz solar transformándolas en oro y pardo. La densa luz bañaba la escena que se veía en el centro de ese lugar.

Fedmahn Kassad yacía en un catafalco de piedra. Vestía el uniforme negro de FUERZA y tenía las grandes y pálidas manos cruzadas sobre el pecho. Armas desconocidas para Brawne, excepto el rifle de asalto, yacían a sus pies. La cara del coronel era enjuta en la muerte, pero no más de lo que había sido en vida. La expresión revelaba calma. No cabía duda de que estaba muerto: el silencio de la muerte impregnaba el lugar como incienso.

Pero la silueta que Brawne había visto desde lejos era de otra persona: una joven de unos veinticinco años, arrodillada junto al catafalco. Llevaba un mono negro, tenía el cabello corto, tez blanca y ojos grandes. Brawne recordó el cuento del soldado, narrado durante el largo viaje hasta el valle, recordó a la amante fantasmal de Kassad.

—Moneta —susurró Brawne.

La joven tenía una rodilla apoyada en el suelo, la mano derecha extendida tocando la piedra. Campos de contención violáceos fluctuaron alrededor del catafalco y otra energía —una potente vibración en el aire— refractó luz alrededor de Moneta hasta envolver la escena en una aureola brumosa.

La joven irguió la cabeza, estudió a Brawne, se puso en pie y asintió.

Brawne echó a andar dispuesta a hacer preguntas, pero las mareas de tiempo del interior de la tumba eran demasiado poderosas y la empujaron hacia atrás con oleadas de vértigo y déjà vu.

Cuando Brawne se recobró, Kassad aún estaba sobre el catafalco y debajo del campo de fuerza, pero Moneta había desaparecido.

Brawne sintió el impulso de correr a la Esfinge, encontrar a Sol, contárselo todo y esperar allí hasta que se aplacara la tormenta y llegara la mañana. Pero entre los gemidos del viento le pareció oír los gritos de los condenados del árbol de espinas, invisible detrás de la cortina de arena. Subiéndose el cuello, Brawne regresó hacia la tormenta y reanudó la marcha hacia el Palacio del Alcaudón.

La masa de roca flotaba en el espacio como la caricatura de una montaña: torres escabrosas, riscos puntiagudos, faldas verticales, salientes estrechos, espaciosos balcones de roca, una cumbre nevada donde sólo cabía una persona, y siempre que tuviera los pies juntos.

El río serpeaba desde el espacio, atravesaba el campo de contención a medio kilómetro de la montaña, cruzaba un pantano en el balcón de roca más ancho y se despeñaba cien metros en una lenta cascada hasta la siguiente terraza, rebotando en artificiosos remolinos de espuma hasta media docena de arroyos y cascadas menores que descendían por la ladera de la montaña.

El tribunal inició sus sesiones en la terraza más alta. Diecisiete éxters —seis varones, seis mujeres, cinco de sexo indeterminado— ocupaban un círculo de piedra situado en un redondel más ancho de hierba rodeada de rocas. Ambos círculos se centraban en el cónsul.

—¿Sabe usted —dijo Freeman Ghenga, la Portavoz de los Ciudadanos Elegibles del Clan Freeman del Enjambre Transtaural— que nosotros sabemos que nos traicionó?

—Sí —respondió el cónsul. Se había puesto su mejor traje oscuro, una capa marrón y el tricornio de diplomático.

—¿Qué sabemos que usted asesinó a Freeman Andil, Freeman Iliam, Coredwell Betz y Mizenspesh Torrence?

—Conocía el nombre de Andil —respondió el cónsul—. No me presentaron a los técnicos.

—¿Pero usted los asesinó?

—Sí.

—Sin provocación ni advertencia.

—Sí.

—Los asesinó para apoderarse del artefacto que habían llevado a Hyperion. La máquina que, según le informamos, derrumbaría las mareas de tiempo, abriría las Tumbas de Tiempo y liberaría al Alcaudón.

—Sí —dijo el cónsul, la mirada perdida en un punto lejano.

—Nosotros le explicamos —continuó Ghenga— que este artefacto se debía usar después de que expulsáramos a las naves de la Hegemonía. Cuando nuestra invasión y ocupación fueran inminentes. Cuando se pudiera controlar al Alcaudón.

—Sí.

—Pero usted asesinó, nos mintió y activó el aparato años antes del momento indicado.

—Sí. —Melio Arúndez y Theo Lane estaban de pie detrás del cónsul, con expresión adusta.

Freeman Ghenga cruzó los brazos. Era una mujer alta con el clásico físico éxter— calva, delgada, vestida en un majestuoso traje azul que parecía absorber la luz. La cara era anciana pero casi no tenía arrugas. Los ojos eran oscuros.

—Aunque esto ocurrió hace cuatro años estándar de la Hegemonía, ¿pensaba usted que lo olvidaríamos? —preguntó Ghenga.

—No. —El cónsul la miró fijamente, casi sonriendo—. Pocas culturas olvidan a los traidores, Freeman Ghenga.

—No obstante, usted ha regresado.

El cónsul no respondió.

A su lado, Theo Lane advirtió que una brisa le tiraba del tricornio ceremonial. Tenía la sensación de estar soñando. El viaje hasta allí había sido surrealista.

Tres éxters los habían acogido en una góndola larga y baja que flotaba grácilmente sobre las tranquilas aguas, debajo de la nave del cónsul. Con los tres visitantes de la Hegemonía en medio de la góndola, el éxter de la popa se había dado impulso con una larga pértiga, y la nave había regresado por donde había venido, como si la corriente de aquel río imposible se hubiera invertido. Theo cerró los ojos cuando se aproximaron a la cascada donde el arroyo se elevaba en forma perpendicular a la superficie del asteroide, pero cuando los abrió un segundo después, «abajo» todavía estaba abajo, y el río parecía fluir normalmente, aunque la herbosa esfera del pequeño mundo colgaba a un costado como una gran pared curva.

Se veían estrellas a través del hilillo de agua de dos metros.

Atravesaron el campo de contención, salieron de la atmósfera y aumentaron la velocidad siguiendo la sinuosa cinta de agua. Un tubo de contención los rodeaba —de lo contrario habrían muerto al instante— pero carecía de la vibración y la textura óptica que resultaba tan tranquilizadora en las naves arbóreas templarias o en los centros turísticos abiertos al espacio. Aquí sólo había el río, la góndola, la gente y la inmensidad del espacio.

—No pueden usar esto como forma de transporte entre unidades del enjambre —comentó el doctor Arúndez con voz trémula. Theo advirtió que Arúndez también aferraba la borda con dedos pálidos. Ni el éxter de popa ni los dos de proa se habían comunicado excepto con un cabeceo de confirmación cuando el cónsul preguntó si éste era el transporte prometido.

—El uso del río es un alarde —murmuró el cónsul—. Se usa cuando el enjambre está en reposo, por razones ceremoniales. Lo utilizan con el enjambre en movimiento para impresionarnos.

—¿Impresionarnos con su tecnología superior? —susurró Theo.

El cónsul asintió.

El río serpeaba a través del espacio, anudándose en rizos ilógicos, formando espirales cerradas como un cordel de fibroplástico, reluciendo a la luz de la estrella de Hyperion, perdiéndose en el infinito. En ocasiones el río ocultaba el sol y cobraba colores magníficos; Theo jadeó cuando el río se curvó a cien metros y mostró peces silueteados contra el disco solar.

Pero el fondo de la góndola siempre estaba abajo, y avanzaban a lo que debían de ser velocidades de transferencia cislunar en un río no interrumpido por rocas ni por rápidos. Era como caer en canoa por el linde de una catarata y tratar de disfrutar del descenso.

El río pasaba frente a elementos del enjambre que cubrían el cielo como estrellas falsas: granjas en cometas, las superficies polvorientas interrumpidas por las geometrías de cultivos al vacío, ciudades globulares a cero g, grandes esferas irregulares cuya membrana transparente recordaba amebas con flora y fauna; cúmulos impulsores de diez kilómetros de longitud, producto de un crecimiento de siglos, con módulos que evocaban el proyecto O'Neil y el alba de la era espacial; bosques de cientos de kilómetros semejantes a inmensos cultivos de algas, conectados con sus cúmulos impulsores y nódulos de comando mediante campos de contención y enmarañados manojos de raíces y enredaderas, con árboles esféricos que se mecían en las brisas gravitatorias y ardían con verdes y naranjas brillantes y los cien matices del otoño de Vieja Tierra cuando recibían la luz solar directa: asteroides ahuecados abandonados por sus residentes, ahora dedicados a la fabricación automática y el reprocesamiento de metales pesados, donde cada centímetro de superficie rocosa estaba cubierto por estructuras preoxidadas, chimeneas y esqueléticas torres de enfriamiento, mundos cenicientos cuyos fuegos internos de fusión los asemejaban a fraguas de Vulcano; inmensos globos de amarre, cuya escala se percibía por las naves tipo antorcha o crucero que revoloteaban sobre la superficie como espermatozoides atacando un óvulo; y, lo más sorprendente, organismos artificiales o naturales, probablemente ambas cosas, grandes mariposas que abrían al sol alas energéticas, insectos que eran naves espaciales o viceversa, las antenas vueltas hacia el río, la góndola y sus pasajeros, ojos multifacéticos que relucían a la luz de las estrellas, con formas aladas más pequeñas —humanos entrando y saliendo de un vientre del tamaño del compartimiento de un portanaves de FUERZA.

Y finalmente la montaña, en realidad una cordillera: montañas cubiertas con cien burbujas ambientales, o abiertas al espacio pero densamente pobladas, o conectadas mediante puentes colgantes de treinta kilómetros de longitud o afluentes, algunas majestuosas en su sol otras vacías y formales como un jardín Zen. La montaña final se elevaba a más altura que Mons Olympus o Monte Hillary de Asquith, y el río «caía» hacia la cumbre. Theo, el cónsul y Arúndez, pálidos y silenciosos, se aferraron a los bancos mientras recorrían los últimos kilómetros a una velocidad de vértigo. En los últimos metros, cuando el río perdió energía sin desaceleración una atmósfera más ancha los rodeó de nuevo, y la góndola se detuvo en un prado herboso donde la Tribu de Clanes Éxter aguardaba entre las piedras en un círculo de Stonehenge.

—Si han hecho eso para impresionarme —susurró Theo mientras tocaban la orilla herbosa—, lo han conseguido.

—¿Por que ha regresado usted al enjambre? —preguntó Freeman Ghenga, moviéndose en la ínfima gravedad con esa gracia propia de quienes habían nacido en el espacio.

—A instancias de la FEM Gladstone —respondió el cónsul.

—¿Ha venido aquí sabiendo que su vida corría peligro?

El cónsul era demasiado caballeresco y diplomático para encogerse de hombros, pero su expresión manifestó indiferencia.

—¿Qué desea Gladstone? —intervino otro éxter, el hombre a quien habían presentado como Portavoz de los Ciudadanos Elegibles Coredwell Minmun.

El cónsul repitió los cinco puntos de la FEM.

El Portavoz Minmun se cruzó de brazos y miró a Freeman Ghenga.

—Responderé ahora —dijo Ghenga. Miró a Arúndez y Theo—. Ustedes dos escucharán atentamente, por si el hombre que ha traído estas preguntas no regresa con ustedes.

—Un momento —se adelantó Theo—, antes de dictar sentencia, se debe tener en cuenta que…

—Silencio —ordenó Freeman Ghenga, aunque el cónsul ya había silenciado a Theo apoyándole la mano en el hombro.

—Responderé a estas preguntas ahora —repitió Ghenga. En lo alto, una veintena de las naves que FUERZA llamaba lanceros pasaban en silencio como un banco de peces en zigzagueos de trescientas gravedades.

—Primero —empezó Ghenga—, Gladstone pregunta por qué atacamos la Red. —Hizo una pausa, miró a los dieciséis éxters reunidos allí y continuó—: No atacamos la Red. Excepto este enjambre, que intentaba ocupar Hyperion antes que se abrieran las Tumbas de Tiempo, no hay enjambres atacando la Red.

Los tres hombres de la Hegemonía se adelantaron. Incluso el cónsul perdió su aire de pasividad distante y se puso a tartamudear excitado.

—¡Pero eso no es verdad! Vimos los…

—Vi las imágenes ultralínea de…

—¡Puertas del Cielo está destruido! ¡Bosquecillo de Dios está ardiendo!

—Silencio —ordenó Freeman Ghenga, y continuó—: Sólo este enjambre está combatiendo con la Hegemonía. Nuestros enjambres hermanos están donde los localizaron los detectores de largo alcance de la Red: alejándose de la Red. Rehuyendo nuevas provocaciones similares a los ataques de Bressia.

El cónsul se frotó la cara como un hombre que despierta.

—Pero entonces, ¿quién…?

—Precisamente —dijo Freeman Ghenga—. ¿Quién tendría la habilidad suficiente para organizar semejante farsa? ¿Y motivos para exterminar a millones de humanos?

—¿El Núcleo? —jadeó el cónsul.

La montaña rotaba lentamente y en ese momento anocheció. Una brisa de convección acarició la tela agitando la túnica de los éxters y la capa del cónsul. Estrellas brillaron con intensidad. Las grandes rocas círculo de Stonehenge refulgían como por obra de un calor interno.

Theo Lane se acercó al cónsul, temiendo que el hombre se derrumbara.

—Sólo tenemos la palabra de ustedes —objetó a la portavoz éxter—. No tiene sentido.

—Mostraremos pruebas —aseguró Ghenga sin parpadear—. Localizadores de transmisión del Vacío que Vincula. Imágenes de campo estelar en tiempo real de nuestros enjambres hermanos.

—¿Vacío Que Vincula? —preguntó Arúndez con inusitada agitación.

—Lo que ustedes llaman ultralínea. —La portavoz Freeman Ghenga caminó hacia la piedra más cercana y acarició la áspera superficie como si absorbiera el calor. En lo alto giraban los campos estelares.

—Para responder a la segunda pregunta de Gladstone, no sabemos dónde reside el Núcleo. Hemos huido de él, luchando contra él, lo hemos buscado y temido durante siglos, pero no lo hemos encontrado. ¡Ustedes sabrán la respuesta a esa pregunta! Nosotros hemos declarado la guerra a esa entidad parasitaria que ustedes llaman Tecno-Núcleo.

El cónsul palideció.

—No tenemos ni idea. Las autoridades de la Red han buscado al Núcleo desde antes de la Hégira, pero es tan elusivo como El Dorado. No hemos hallado mundos ocultos ni asteroides atiborrados de artefactos, ningún rastro en los mundos de la Red. —Movió fatigosamente la mano izquierda—. Por lo que sabemos, ustedes pueden ocultar el Núcleo en uno de los enjambres.

—Pues no es así —replicó el portavoz Coredwell Minmun.

El cónsul al fin se encogió de hombros.

—La Hégira ignoró miles de mundos en la Gran Búsqueda. Todo lo que no obtuviera un mínimo de nueve en una escala de terramedición de diez puntos era ignorado. El Núcleo podría estar en cualquier parte de esas rutas iniciales de vuelo y exploración. Jamás lo encontraremos… y si lo hacemos, será años después que la Red quede destruida. Ustedes eran nuestra última esperanza para localizarlo.

Ghenga meneó la cabeza. En lo alto, la cima recibió la luz del amanecer mientras el límite de iluminación se desplazaba por los campos de hielo bajando hacia ellos con alarmante rapidez.

—Tercero, Gladstone pregunta cuáles son nuestras condiciones para un «alto el fuego». Excepto por este enjambre, en este sistema, nosotros no somos los atacantes. Aceptaremos un «alto el fuego» en cuanto Hyperion esté bajo nuestro control, lo cual sucederá pronto. Nos acaban de informar que nuestras fuerzas expedicionarias controlan la capital y el puerto espacial.

—Eso dicen ustedes —espetó Theo, apretando los puños.

—Eso decimos nosotros —convino Freeman Ghenga—. Digan a Gladstone que ahora nos uniremos a ustedes en una lucha común contra el Tecno-Núcleo. —Miró hacia los miembros silenciosos del tribunal—. Sin embargo, como estamos a muchos años de distancia de la Red y no confiamos en esos teleyectores controlados por el Núcleo, nuestra ayuda consistirá necesariamente en una represalia por la destrucción de la Hegemonía. Ustedes serán vengados.

—Vaya, eso me tranquiliza —anunció secamente el cónsul.

—Cuarto, Gladstone pregunta si nos reuniremos con ella. La respuesta es sí, siempre que ella esté dispuesta, tal como declara, a venir al sistema de Hyperion. He conservado el teleyector de FUERZA para esa eventualidad. Nosotros no viajaremos por teleyector.

—¿Por qué no? —preguntó Arúndez.

Un tercer éxter, bellamente cubierto de pelo, habló: —El artefacto que ustedes llaman teleyector es una abominación, una denigración del Vacío Que Vincula.

—Ah, razones religiosas —manifestó el cónsul.

El éxter de pelambrera rayada sacudió la cabeza enérgicamente.

—¡No! La red teleyectora es el yugo en el cuello de la humanidad, el contrato de sumisión que la ha conducido al estancamiento. No queremos tener nada que ver con ella.

—Quinto —prosiguió Freeman Ghenga—, la mención de la bomba de muerte es apenas un tosco ultimátum. Pero, como hemos dicho, va dirigido al oponente equivocado. Las fuerzas que arrasan la frágil y agonizante Red no son de los Clanes de los Doce Enjambres Hermanos.

—Sólo tenemos su palabra —declaró el cónsul, quien dirigió a Ghenga una mirada desafiante.

—No tienen mi palabra —replicó Ghenga—. Los ancianos del clan no dan su palabra a los esclavos del Núcleo. Pero es la verdad.

El cónsul se volvió hacia Theo.

—Tenemos que comunicar esto a Gladstone de inmediato. —Se volvió hacia Ghenga—. Portavoz, ¿pueden mis amigos regresar a la nave para comunicar esa respuesta?

Ghenga asintió e indicó a la góndola que se preparase.

—No regresaremos sin usted —le dijo Theo al cónsul, y se interpuso entre él y los éxters.

—No —advirtió el cónsul, tocando el brazo de Theo—. Regresa. Debes hacerlo.

—Él tiene razón —convino Arúndez y arrastró a Theo antes de que éste pudiera añadir algo más—. Esto es demasiado importante para correr el riesgo de no comunicarnos. Vaya usted. Yo me quedaré con él.

Ghenga hizo una seña a dos éxters corpulentos y exóticos.

—Ustedes dos regresarán a la nave. El cónsul se quedará. El Tribunal aún no ha decidido su destino.

Arúndez y Theo giraron alzando los puños, pero los velludos éxters los capturaron y los llevaron a rastras como adultos que se enfrentan a mocosos revoltosos.

El cónsul ahogó el impulso de agitar el brazo mientras la góndola se desplazaba por el plácido arroyo, se perdía de vista en la curva de la terraza y reaparecía escalando la cascada hacia el negro espacio. Poco después se perdió en el resplandor del sol. El cónsul se volvió lentamente y miró a los ojos a cada uno de los diecisiete éxters.

—Terminemos de una vez —dijo—. He esperado esto mucho tiempo.

Sol Weintraub estaba sentado entre las dos zarpas de la Esfinge, observando la tormenta que se aplacaba. El aullido del viento se transformó en susurro, las murallas de polvo se entreabrieron mostrando las estrellas, la noche se estabilizó en una calma espantosa. Las Tumbas brillaban más que antes, pero nada salía del incandescente corredor de la Esfinge, y Sol no podía entrar, esa luz cegadora lo detenía y no había modo de vencerla. Lo que aguardaba en el interior resultaba invisible por el resplandor.

Sol se quedó sentado en el escalón de piedra mientras las mareas de tiempo lo embestían haciéndolo sollozar con la falsa conmoción del déjà vu. La Esfinge entera parecía mecerse en la violenta tormenta de campos antientrópicos que se expandían y contraían.

Rachel.

Sol no se marcharía mientras hubiera una posibilidad de que su hija estuviera con vida. Tendido en la fría piedra mientras amainaba el viento, Sol vio despuntar las frías estrellas, vio las estelas meteóricas y los haces láser de la guerra orbital, intuyó que la guerra se había perdido, que la Red estaba en peligro, que grandes imperios se derrumbaban, que la especie humana podía sucumbir en esa noche interminable… pero no le importó.

Sólo le importaba su hija.

Tiritando de frío, abofeteado por vientos y mareas de tiempo, magullado de fatiga, desfalleciente de hambre, Sol Weintraub se sintió colmado por cierta paz.

Había entregado su hija a un monstruo, pero no porque Dios lo hubiera ordenado, no porque el destino o el temor lo hubieran deseado, sino porque su hija se le había aparecido en un sueño para decirle que no se preocupara, que era lo correcto, que el amor de él y Sarai y Rachel lo exigía.

A fin de cuentas, pensó Sol, más allá de la lógica y la esperanza, son los sueños y el amor de quienes más amamos los que forman la respuesta de Abraham a Dios.

El comlog de Sol ya no funcionaba. Debían de haber transcurrido cuatro o cinco horas desde que había entregado su niña agonizante al Alcaudón.

Sol se recostó, aferrando la piedra mientras las mareas de tiempo hacían oscilar la Esfinge como un barquichuelo en alta mar, y miró las estrellas y la batalla.

Volaban chispas por el cielo, refulgían como supernovas cuando los haces láser las encontraban y luego caían en una lluvia de desechos derretidos: blancos, rojos, azules, negros. Sol imaginó naves de descenso ardiendo, tropas éxters y marines de la Hegemonía muriendo en el chillido de la atmósfera y el derretimiento del titanio. Trató de imaginarlo, pero no lo consiguió. Comprendió que las batallas espaciales, los desplazamientos de flotas y la caída de los imperios estaban más allá de su imaginación, que trascendían su capacidad de simpatía o comprensión. Tales como pertenecían a Tucídides, Tácito, Caton y Wu. Sol conocía a su senadora de Mundo de Barnard, se había reunido varias veces con ella cuando él y Sarai procuraban salvar a Rachel del mal de Merlín, pero Sol no podía imaginar a Feldstein en la escala de una guerra interestelar, ni en nada más grande que la inauguración de un centro médico en la capital de Bussard o una marcha de protesta en la universidad de Crawford.

Sol no conocía personalmente a la actual FEM de la Hegemonía, aunque como erudito había disfrutado de su sutil recreación de los discursos de figuras clásicas como Churchill, Lincoln y Álvarez-Temp. Pero ahora, tendido entre las zarpas de una gran bestia de piedra y sollozando por su hija, Sol no alcanzaba a imaginar qué pasaba por la cabeza de aquella mujer mientras tomaba decisiones que salvarían o condenarían a millones, conservarían o traicionarían al mayor imperio de la historia humana.

Le traía sin cuidado. Quería recuperar a su hija. Deseaba que Rachel estuviera viva aunque la lógica indicara lo contrario.

Tendido entre las zarpas de piedra de la Esfinge, en un mundo sitiado, en un imperio acosado, Sol Weintraub se enjugó las lágrimas para ver mejor las estrellas y pensó en el poema «Una plegaria por mi hija» de Yeats.

Aúlla de nuevo la tormenta y, semioculta

bajo el dosel y la colcha de la cuna,

mi hija duerme. Ningún obstáculo,

salvo el bosque de Gregory y un cerro desnudo,

puede frenar el viento del Atlántico,

cuyo soplo arrasa parvas y tejados,

una hora he caminado y rezado,

sumiso en un oscuro abatimiento.

Una hora caminé y recé por esta niña

y oí el rugido del viento sobre la torre,

y bajo los arcos del puente,

y entre los olmos que bordean el arroyo,

imaginando en febril ensueño

que los años futuros habían llegado,

danzando al son de un tambor frenético,

desde la asesina inocencia del mar…

Sol comprendió que ahora sólo deseaba esa posibilidad de preocuparse otra vez por el futuro, lo que todo padre teme. No permitir que la infancia, la adolescencia y la joven adultez de Rachel fueran arrebatadas y destruidas por la enfermedad.

Sol había pasado la vida anhelando la recuperación de cosas irrecuperables. Recordó el día en que había sorprendido a Sarai plegando las ropas de bebé de Rachel para guardarlas en una caja en el altillo, y recordó sus lágrimas y la sensación de pérdida por la niña que aún tenían pero que la flecha del tiempo les arrebataba. Sol sabía ahora que poco se podía recobrar, excepto el recuerdo: Sarai estaba muerta y no podía volver, los amigos y el mundo de la infancia de Rachel se habían ido para siempre, incluso la sociedad que él había dejado semanas atrás estaba a punto de perderse sin remedio. Pensando en ello, tendido entre las zarpas de la Esfinge mientras moría el viento y ardían las falsas estrellas, Sol recordó un fragmento de otro poema de Yeats, mucho más siniestro.

Sin duda una revelación se acerca,

sin duda se acerca el Segundo Advenimiento.

¡Segundo Advenimiento! Estas palabras pronuncio

y una vasta imagen nacida en el Spiritus Mundi

turba mi visión en las arenas del desierto

una silueta con cuerpo de león, cabeza de hombre,

de mirada hueca y despiadada como el sol

mueve los lentos muslos, mientras en torno

giran sombras de indignadas aves del desierto.

Anochece de nuevo, más ya sé

que el vaivén de una cuna transformó en pesadilla

veinte siglos de sueño pétreo.

¿Qué tosca bestia, su hora al fin llegada,

avanza hacia Belén para nacer?

Sol lo ignoraba. Sol descubre de nuevo que no le importa. Sol quiere que su hija regrese.

En la Sala de Guerra, la opinión general se inclinaba por lanzar la bomba.

Meina Gladstone ocupaba la cabecera de la larga mesa y experimentaba esa sensación de distancia, no del todo ingrata, que provoca el escaso sueño durante un largo período de tiempo. Si hubiese cerrado los ojos apenas un instante, resbalaría en el hielo negro de la fatiga, así que no cerró los ojos, aunque le ardían y el murmullo de los informes, la conversación y los debates se esfumaban entre gruesas cortinas de agotamiento.

El consejo observó mientras las ascuas de la Fuerza Especial 181.2 —el grupo de ataque de Lee— desaparecían una por una. Sólo una docena de las setenta y cuatro naves originales enfilaban aún hacia el centro del enjambre. El crucero de Lee figuraba entre los supervivientes.

Durante ese silencioso desgaste, esa representación tan abstracta y extrañamente atractiva de una muerte violenta y demasiado real, el almirante Singh y el general Morpurgo redondearon su sombría evaluación de la guerra.

—… FUERZA y el Nuevo Bushido fueron diseñados para conflictos reducidos y escaramuzas de poca importancia, con límites establecidos y metas modestas —sintetizó Morpurgo—. Con menos de medio millón de hombres y mujeres en armas, FUERZA no podría compararse con los ejércitos de una nación-estado de Vieja Tierra hace miles de años. El enjambre puede abrumarnos con el mero número, desplegar más armamento y ganar gracias a la aritmética.

El senador Kolchev miraba con mal talante desde su sitio. El lusiano había participado mucho más que Gladstone durante el informe y el debate: le dirigían más preguntas que a ella, como si todos los presentes advirtieran que el poder se desplazaba, que la antorcha del liderazgo cambiaba de manos.

Aún no, pensó Gladstone, mientras se tocaba la barbilla y escuchaba las preguntas de Kolchev.

—¿… retroceder y defender mundos esenciales en la lista de la segunda oleada… Centro Tau Ceti, desde luego, pero también mundos industriales como Renacimiento Menor, Fuji, Deneb Vier y Lusus?

El general Morpurgo bajó la cabeza y movió documentos como para ocultar el destello de furia que le ardía en los ojos.

—Senador, quedan menos de diez días estándar para que la segunda oleada complete su lista de blancos. Renacimiento Menor será atacado dentro de noventa horas. Estoy diciendo que con el actual alcance, estructura y tecnología de FUERZA, sería dudoso que pudiéramos defender un sistema… digamos TC2.

El senador Kakinuma se levantó.

—Eso no es aceptable, general.

Morpurgo se volvió hacia él.

—Estoy de acuerdo con usted, senador, pero es la verdad.

El presidente provisional Denzel-Hiat-amin sacudió la cabeza cana.

—Es absurdo. ¿No existían planes para defender la Red?

—Nuestras mejores estimaciones de la amenaza —explicó el almirante Singh— nos indicaban que contaríamos con un mínimo de dieciocho meses si los enjambres decidían atacar.

Persov, ministro de Diplomacia, carraspeó.

—Almirante, si entregáramos esos veinticinco mundos a los éxters, ¿cuánto faltaría para que la primera o segunda oleada atacaran otros mundos de la Red?

Singh no tuvo que consultar sus notas ni el comlog.

—Según el blanco, señor Persov, el mundo más cercano, Esperance, estaría a nueve meses estándar del enjambre más próximo. El blanco más distante, el Sistema Natal, quedaría a catorce años con navegación Hawking.

—Tiempo suficiente para adoptar una economía de guerra —apuntó la senadora Feldstein. Sus votantes de Mundo de Barnard tenían menos de cuarenta horas estándar de vida. Feldstein se había comprometido a estar con ellos cuando llegara el fin. Habló con voz precisa y desapasionada—. Suena lógico. Reducir las pérdidas. Aunque pierda TC2 y una veintena de mundos más, la Red puede producir increíbles cantidades de material de guerra… incluso en nueve meses. En los años que los éxters tardarán en penetrar más en la Red, podríamos derrotarlos por mera masa industrial.

El ministro de Defensa Imoto meneó la cabeza.

—En esta primera y segunda oleadas estamos perdiendo materias primas irreemplazables. La alteración de la economía de la Red será brutal.

—¿Tenemos alguna otra alternativa? —preguntó el senador Peters, de Deneb Drei.

Todos los ojos se volvieron hacia la persona que se sentaba junto al asesor IA Albedo.

Como para enfatizar la importancia del momento, se había admitido una nueva personalidad IA en el Consejo de Guerra, y se le había encomendado la presentación de la torpemente llamada «bomba de muerte». El asesor Nansen era alto, viril, bronceado, sereno, imponente, convincente, agradable y carismático.

Meina Gladstone lo había temido y odiado de inmediato. La proyección parecía diseñada por expertos IA con el propósito de lograr la reacción de confianza y obediencia que varios estaban manifestando. Gladstone temía que el mensaje de Nansen significara la muerte.

La vara de muerte había formado parte de la tecnología de la Red durante siglos, diseñada por el Núcleo y limitada al personal de FUERZA y algunos efectivos de seguridad especializado, como los de la Casa de Gobierno y los pretorianos de Gladstone. No incendiaba, no destrozaba, no disparaba, no derretía ni incineraba. No emitía sonidos ni proyectaba rayos visibles ni huellas sónicas. Simplemente, causaba la muerte del blanco.

Siempre que el blanco fuera humano. El alcance de las varas de muerte era limitado —cincuenta metros—, pero dentro de ese radio los humanos morían, mientras que animales y propiedades quedaban a salvo. Las autopsias indicaban interferencia en las sinapsis, pero ningún otro daño. Las varas de muerte interrumpían la existencia. Generaciones de oficiales de FUERZA las habían portado como armas personales de corto alcance y símbolos de autoridad.

Ahora, reveló el asesor Nansen, el Núcleo había perfeccionado un artefacto basado en el mismo principio pero a mayor escala. Había titubeado en revelar su existencia, pero ante la inminente y terrible amenaza de la invasión éxter…

Las preguntas habían sido apasionadas y a veces cínicas, y los militares habían demostrado más escepticismo que los políticos. Sí, la bomba de muerte podía librarlos de los éxters, pero ¿qué ocurría con la población de la Hegemonía?

Nansen había propuesto trasladarla a los refugios de uno de los nueve mundos laberínticos, repitiendo el plan del asesor Albedo. Cinco kilómetros de roca los protegerían de los efectos de la onda expansiva de las bombas.

¿Qué alcance tenían esos rayos de muerte?

El efecto disminuía por debajo del nivel letal a sólo tres años-luz, respondió Nansen con calma y suficiencia, vendedor supremo en una suprema campaña de ventas. Un radio suficiente para librar a cualquier sistema del enjambre atacante. Lo bastante reducido para proteger a todos los sistemas estelares salvo los más cercanos. El noventa y dos por ciento de los mundos de la Red no tenía otro planeta habitado a menos de cinco años-luz.

¿Y los que no se puedan evacuar?, había preguntado Morpurgo.

El asesor Nansen había sonreído y abierto la palma como para mostrar que no ocultaba nada. Propuso no activar el aparato hasta que las autoridades estuvieran seguras de que todos los ciudadanos de la Hegemonía estaban evacuados o protegidos. A fin de cuentas, dijo, todo estará bajo su control.

Feldstein, Sabenstorafem, Peters, y muchos otros se habían entusiasmado de inmediato. Un arma secreta para terminar con todas las armas secretas. Se podía advertir a los éxters, se podía organizar una demostración.

Lo lamento, había dicho el asesor Nansen. Sonreía mostrando dientes tan blancos como la túnica. No puede haber tal demostración. El arma funciona como una vara de muerte, sólo que en una región mucho más vasta. No habrá daño a la propiedad ni efecto explosivo, ninguna onda de choque mensurable por encima del nivel de los neutrinos. Sólo invasores muertos.

Para hacer una demostración, había explicado el asesor Albedo, hay que usarla en por lo menos un enjambre.

El alboroto no había disminuido en la Sala de Guerra.

—Perfecto, dijo el portavoz Gibbons de la Entidad Suma. Escogemos un enjambre, probamos el artefacto, enviamos los resultados por ultralínea a los demás enjambres y les damos un plazo de una hora para interrumpir los ataques. Nosotros no provocamos esta guerra. Mejor millones de enemigos muertos que una guerra que cueste decenas de miles de millones en la próxima década.

Hiroshima, había dicho Gladstone, su único comentario del día. Lo había pronunciado en voz tan baja que sólo lo oyó la asistente Sedeptra.

Morpurgo había preguntado: «¿Sabemos si los rayos de muerte perderán efectividad a tres años-luz? ¿Lo han comprobado ustedes?».

El asesor Nansen sonrió. Si respondía afirmativamente, había pilas de cadáveres humanos en alguna parte. Si lo negaba, ponía en jaque la fiabilidad del arma. Estamos seguros de que funcionará, dijo Nansen. Nuestros experimentos de simulación fueron impecables.

Eso dijeron las IAs del Equipo de Kiev acerca de la primera singularidad teleyectora, pensó Gladstone. La que destruyó la Tierra. No dijo nada en voz alta.

Con todo, Singh, Morpurgo y Van Zeidt y sus especialistas habían puesto en apuros a Nansen al demostrar que era imposible evacuar Mare Infinitum con la rapidez suficiente y que el único mundo de primera oleada que tenía su propio laberinto era Armaghast, que estaba a un año-luz de Pacem y Svoboda.

La vehemente y afable sonrisa del asesor Nansen no se esfumó.

—Ustedes quieren una demostración, lo cual es muy comprensible —murmuró—. Es preciso demostrar a los éxters que no se tolerará una invasión, mientras se procura reducir la pérdida de vidas al mínimo. Y es preciso brindar refugio a la población nativa de la Hegemonía. —Hizo una pausa, entrelazó las manos—. ¿Por qué no Hyperion?

La algarabía aumentó.

—No es un mundo de la Red —objetó el portavoz Gibbons.

—¡Pero ahora pertenece a la Red, con el teleyector FUERZA! —exclamó Garion Persov de Diplomacia, obviamente seducido por la idea.

El general Morpurgo conservó su expresión severa.

—Permanecerá allí sólo unas horas más. Ahora estamos protegiendo la esfera de singularidad, pero podría caer en cualquier momento. Buena parte de Hyperion ya está en manos de los éxters.

—Pero ¿han evacuado al personal de la Hegemonía? —preguntó Persov.

—A todos menos al gobernador general —respondió Singh—. En la confusión no se le pudo encontrar.

—Una lástima —observó el ministro Persov sin demasiada convicción—, pero lo cierto es que el resto de la población está formada principalmente por nativos de Hyperion, con fácil acceso al laberinto, ¿correcto?

Barbre Dan-Gyddis, del Ministerio de Economía, cuyo hijo había administrado una plantación de fibroplástico cerca de Puerto Romance, dijo:

—¿En tres horas? Imposible.

Nansen se levantó.

—Opino lo contrario. Podemos transmitir la advertencia por ultralínea a las restantes autoridades locales de la capital, y pueden iniciar la evacuación de inmediato. El laberinto de Hyperion tiene miles de entradas.

—Keats, la capital está sitiada —gruñó Morpurgo—. Todo el planeta está bajo ataque.

El asesor Nansen asintió con tristeza.

—Y pronto sufrirá atrocidades de los bárbaros éxter. Una decisión difícil, caballeros y damas. Pero el arte funcionará. La invasión simplemente cesará en el espacio de Hyperion. Se salvarán millones en el planeta, y el efecto sobre las fuerzas invasoras éxter de otras partes será significativo. Sabemos que sus enjambres se comunican por ultralínea. La eliminación del primer enjambre que invadió el espacio de la Hegemonía, el de Hyperion, será la disuasión perfecta.

Nansen miró alrededor con una expresión de preocupación paternal. Era imposible que fuera fingido dolor tan sincero.

—A ustedes les toca decidir. Pueden usar o rechazar el arma. Al Núcleo le disgusta tomar vidas humanas, o permitir que cualquier vida humana resulte dañada por inacción. Pero en un caso donde corren peligro las vidas de miles de millones… —Nansen completó la frase con un gesto y se sentó, dando a entender que la decisión correspondía a los humanos.

Un debate acalorado, casi violento, estalló alrededor de la larga mesa.

—¡FEM! —exclamó el general Morpurgo.

En el repentino silencio, Gladstone volvió la vista hacia los despliegues holográficos. El enjambre de Mare Infinitum se lanzaba contra ese mundo oceánico como un torrente de sangre que enfilaba hacia una pequeña esfera azul. Sólo quedaban tres de las ascuas anaranjadas de la Fuerza Especial 181.2 y dos se esfumaron ante la mirada del silencioso Consejo. Luego se extinguió la última.

Gladstone le susurró al comlog.

—Comunicaciones, ¿algún mensaje final del almirante Lee?

—Ninguno para el centro de mando, FEM —fue la respuesta—. Sólo telemetría ultralínea estándar durante la batalla. Parece que no llegaron al centro del enjambre.

Gladstone y Lee tenían la esperanza de capturar éxters, interrogarlos, establecer la identidad del enemigo sin margen de dudas. Ahora aquel joven enérgico y capaz había muerto —por orden de Meina Gladstone— y setenta y cuatro naves de línea se habían perdido.

—El teleyector de Mare Infinitum destruido por explosivos de plasma preprogramados —informó el almirante Singh—. Elementos de avanzada del enjambre entran ahora en el perímetro defensivo cislunar.

Nadie habló. Los hologramas mostraban la marejada de luces rojas que envolvían el sistema de Mare Infinitum mientras se apagaban las últimas ascuas anaranjadas alrededor de aquel mundo dorado.

Un centenar de naves éxter permanecieron en órbita, supuestamente reduciendo las elegantes ciudades flotantes y las granjas oceánicas de Mare Infinitum a cenizas ardientes, pero la mayor parte de la marea roja continuó, alejándose de la región proyectada.

—Sistema Asquith en tres horas y cuarenta y un minutos estándar —canturreó un técnico cerca del panel.

El senador Kolchev se levantó.

—Sometamos a votación la demostración de Hyperion —propuso dirigiéndose a Gladstone pero hablando en realidad con los demás.

Meina Gladstone se tocó el labio inferior.

—No —decidió al fin—. No habrá votación. Usaremos ese arma. Almirante, que la nave armada con la bomba se traslade al espacio de Hyperion y transmita advertencias al planeta y a los éxters. Déles tres horas. Ministro Imoto, envíe señales ultralínea codificadas a Hyperion anunciando que deben buscar refugio en los laberintos de inmediato. Insisto, deben. Dígales que se probará una nueva arma.

Morpurgo se enjugó el sudor de la cara.

—FEM, no podemos correr el riesgo de que ese artefacto caiga en manos del enemigo.

Gladstone miró al asesor Nansen tratando de no revelar sus sentimientos.

—Asesor, ¿se puede preparar ese arma para que se detone automáticamente si capturan o destruyen nuestra nave?

—Sí, FEM.

—Hágalo. Explique todos los recursos de seguridad a los expertos de FUERZA —Se volvió hacia Sedeptra—. Prepárame una emisión para la Red, para que se inicie diez minutos antes de la detonación de la bomba. Tengo que anunciar esto a nuestro pueblo.

—¿Será prudente…? —insinuó la senadora Feldstein.

—Es necesario —replicó Gladstone. Se levantó, y las treinta y ocho personas presentes la imitaron—. Dormiré unos minutos mientras ustedes trabajan. Quiero que la bomba esté preparada, y trasladada y que se avise de inmediato a Hyperion. Cuando me despierte, dentro de media hora, quiero contar con planes de emergencia y prioridades para un acuerdo negociado.

Gladstone contempló al grupo consciente de que la mayoría de esas personas perderían el poder y cargo al cabo de veinticuatro horas. Era su último día como FEM.

Meina Gladstone sonrió.

—Pueden retirarse —dijo, y se teleyectó a sus aposentos para dormir una siesta.