Hoy entramos en la zona pantanosa que reconozco como la Campania, y para celebrarlo sufro otro ataque de tos y al terminar vomito más sangre. Mucha más. El preocupado Leigh Hunt me sostiene los hombros durante el espasmo y me ayuda a limpiarme la ropa con trapos humedecidos en un arroyo cercano.
—¿Qué puedo hacer? —pregunta.
—Coja flores en los campos —jadeo—. Eso hizo Joseph Severn.
Se aleja con furia, sin comprender que incluso en mi estado febril simplemente digo la verdad.
El carruaje y el cansado caballo atraviesan la Campania con más sacudidas que antes. Al caer la tarde dejamos atrás esqueletos de caballos, las ruinas de una vieja posada, la maciza ruina de un viaducto musgoso, postes donde han clavado varillas blancas.
—¿Qué demonios es eso? —pregunta.
—Huesos de bandidos —explico.
Hunt me mira como si mi mente fuera presa de la enfermedad. Tal vez lo sea.
Cuando salimos de las marismas de la Campania descubrimos una mancha roja moviéndose en los campos.
—¿Qué es eso? —pregunta Hunt con ansiedad y esperanza. Sé que espera encontrar gente en cualquier momento y un portal teleyector un instante después.
—Un cardenal —explico—. Está cazando pájaros. —Hunt busca acceso a su inutilizado comlog—. Un cardenal es un pájaro —señala.
Asiento, miro hacia el oeste, pero la mancha roja ha desaparecido.
—También un clérigo —explico—. A fin de cuentas, nos acercamos a Roma.
Hunt frunce el ceño y por milésima vez intenta comunicarse con alguien. La tarde es silenciosa excepto por el rítmico traqueteo de las ruedas de madera de la vettura y el trino de una ave cantora lejana. ¿Un cardenal?
Entramos en Roma cuando el primer rubor del atardecer toca las nubes. El carruaje atraviesa crujiendo la Puerta de Letrán, y pronto encontramos el Coliseo, cubierto de hierba y hogar de miles de palomas, pero mucho más impresionante que los hologramas de la ruina, situado no dentro de los mugrientos confines de una ciudad de postguerra bordeada por arcologias gigantes, sino contrastado con apiñamientos de barracas y campos abiertos allí donde termina la ciudad y comienza la campiña. Distingo el centro de Roma a lo lejos —tejados y ruinas más pequeñas en las legendarias Siete Colinas—, pero aquí domina el Coliseo.
Recorremos las desiertas calles de la Roma del siglo diecinueve de Vieja Tierra mientras cae la tarde y en la luz evanescente las palomas revolotean alrededor de las cúpulas y tejados de la Ciudad Eterna.
—¿Dónde están todos? —susurra el atemorizado Hunt.
—No aquí, pues no los necesitan —digo, con una voz que vibra en las calles como en un desfiladero. Las ruedas giran ahora sobre adoquines, no mucho más lisos que las piedras de la carretera.
—¿Es un simulador de estímulos? —pregunta Hunt.
—Detén el carro —ordeno, y la obediente yegua se detiene. Señalo una piedra grande junto a una alcantarilla—. Déle una patada —le pido a Hunt.
De mal talante, Hunt se apea, se acerca a la piedra y la patea con fuerza. Más palomas vuelan al cielo desde los campanarios y la hiedra, asustadas por los ecos de las maldiciones de Hunt.
—Como el doctor Johnson, ha demostrado la realidad de las cosas —señalo—. No es un simulador ni un sueño. O al menos, no más que el resto de nuestras vidas.
—¿Por qué nos han traído aquí? —pregunta el ayudante de la FEM, mirando al cielo como si los dioses mismos escucharan detrás de las claras nubes del atardecer—. ¿Qué quieren?
Quieren que yo muera, pienso, comprendiendo la verdad, que provoca el impacto de un puñetazo en el pecho. Respiro entrecortadamente para evitar un ataque de tos mientras la flema hierve y burbujea en mi garganta. Quieren que yo muera y que Hunt sea testigo.
La yegua reanuda la marcha, dobla a la derecha en la siguiente calleja y luego de nuevo a la derecha para tomar una ancha avenida poblada de sombras y de los ecos de nuestro avance. Se detiene en la parte superior de una inmensa escalinata.
—Ya estamos aquí —exclamo, bajando trabajosamente del carro. Tengo las piernas rígidas, el pecho dolorido, el trasero dormido. Por mi mente cruza el comienzo de una oda satírica a los deleites del viaje.
Hunt se apea, tan acalambrado como yo, y se detiene ante la enorme escalinata bifurcada. Se cruza de brazos y la observa como si fuera una trampa o una ilusión.
—¿Dónde es aquí, Severn?
Señalo la plaza que está al pie de la escalinata.
—La Piazza di Spagna —digo. De pronto resulta extraño que Hunt me llame Severn. Ese nombre ha dejado de pertenecerme en cuanto atravesamos la Puerta de tránsito. Lo que ocurre, en realidad, es que he recuperado mi verdadero nombre.
—Dentro de pocos años —explico—, este sitio será la Escalinata Española. —Echo a andar hacia la derecha. Un repentino mareo me hace tambalear, y Hunt se apresura a cogerme el brazo.
—No puede caminar —observa—. Está demasiado enfermo.
Señalo un moteado y viejo edificio que forma una red en el lado opuesto a la ancha escalinata y frente a la plaza.
—No está lejos, Hunt. He allí nuestro destino.
El ayudante de Gladstone mira con disgusto la estructura.
—¿Y qué hay allí? ¿Para qué detenernos allí? ¿Qué nos espera allí?
No puedo contener una sonrisa ante este uso poco poético de la asonancia.
De pronto imagino que pasamos largas noches en un oscuro edificio y le enseño a enlazar esa técnica con cesura masculina o femenina, o las alegrías de alternar el pie yámbico con el pírrico sin acento, o la autocomplacencia del frecuente espondeo.
Sufro un ataque de tos y no dejo de toser hasta que la sangre me salpica la manga y la camisa.
Hunt me ayuda a bajar la escalera y a cruzar la Piazza, donde la fuente de Bernini, con forma de barco gorgotea y burbujea en el crepúsculo. Siguiendo mis ademanes, Hunt me conduce al pórtico negro y rectangular —la entrada de Piazza di Spagna número 26— y pienso involuntariamente en la Divina Comedia de Dante y me parece ver la frase LASCIATE OGNE SPERANZA, VOI CH'INTRATE —«Vosotros que entráis, abandonad toda esperanza»— cincelada sobre el frío dintel.
Sol Weintraub se quedó en la entrada de la Esfinge y agitó el puño, enfurecido contra el universo. Anochecía. Las tumbas abiertas relucían pero su hija no regresaba.
No regresó.
El Alcaudón se la había llevado, había alzado el cuerpo de bebé en la palma de acero y se había internado en el resplandor que detenía a Sol como un ventarrón brillante nacido en las honduras del planeta. Sol avanzó contra el huracán de luz, pero éste le cerró el paso con la firmeza de un campo de contención.
El sol de Hyperion se había puesto y un viento frío soplaba desde los yermos, impulsados desde el desierto por un frente de aire gélido que se deslizaba montaña abajo desde el sur. Un polvo bermejo se arremolinaba en el resplandor deslumbrante de las Tumbas de Tiempo abiertas.
¡Las Tumbas de Tiempo abiertas!
Sol entornó los ojos y miró valle abajo, donde las demás Tumbas relucían como faroles verdes detrás del telón de polvo arremolinado. La luz y las largas sombras salpicaban el valle mientras el último color del ocaso abandonaba las nubes y la noche llegaba con el viento aullante.
Algo se movía en la entrada de la segunda estructura, la Tumba de jade. Sol bajó la escalinata de la Esfinge, atisbando hacia la entrada donde el Alcaudón había desaparecido con su hija. Dejó atrás las zarpas de la Esfinge y enfiló por el ventoso sendero hacia la Tumba de Jade.
Algo salía despacio de la puerta oval, perfilado por la franja de luz que brotaba de la tumba, pero Sol no logró distinguir si era un ser humano o el Alcaudón. Si era el Alcaudón, lo sacudiría con las manos hasta que le devolviera a su hija o uno de ambos muriese.
No era el Alcaudón.
La silueta era humana. Tropezó, se apoyó en la puerta de la Tumba de Jade, herida o cansada.
Era una mujer joven.
Sol recordó a su hija Rachel, que visitó ese lugar hacía más de medio siglo estándar, la joven arqueóloga, que analizó esos artefactos sin sospechar el destino que aguardaba a Rachel, el mal de Merlín. Sol siempre había imaginado que la enfermedad remitiría, la niña crecería normalmente y recobraría su vida. Pero ¿y si Rachel regresaba como la mujer de veintiséis años que había entrado en la Esfinge?
El pulso le martilleaba en los oídos con tal fuerza que no percibía el rugido del viento. Saludó a la figura oculta en la polvareda.
La joven mujer devolvió el saludo.
Sol corrió otros veinte metros, se detuvo a treinta metros de la tumba.
—¡Rachel! —llamó.
La joven perfilada contra la luz rugiente se alejó de la puerta, se tocó la cara con ambas manos, lanzó un grito que se perdió en el viento, descendió la escalera.
Sol corrió, tropezando con las piedras cuando se apartaba del sendero y avanzaba a tientas por el suelo del valle, ignoró el dolor cuando se golpeó una rodilla contra una roca, halló de nuevo el sendero y corrió hacia la base de la Tumba de Jade. La mujer salía del cono de luz expansiva. Cayó cuando Sol llegaba al pie de la escalera. Sol la abrazó, la depositó suavemente en el suelo mientras la arena le tamborileaba en la espalda y las mareas de tiempo formaban invisibles remolinos de vértigo y déjà vu.
—Sol —murmuró ella, alzando una mano hacia la mejilla de Sol—. Es real. He vuelto.
—Sí, Brawne —dijo Sol, tratando de conservar la calma, apartando rizos húmedos de la cara de Brawne Lamia. La abrazó, acomodándole la cabeza, encorvándose para protegerla del viento y la arena—. Tranquila, Brawne —murmuró, guareciéndola, llorando de frustración—. Tranquila, has vuelto.
Meina Gladstone subió la escalera de la vasta Sala de Guerra y salió al pasillo donde largas franjas de Perspex grueso ofrecían un panorama del Mons Olympus hasta la meseta de Tharsis. Allá abajo llovía, y a doce kilómetros de altura en el cielo marciano la tormenta cabalgaba sobre las altas estepas entre relámpagos y cortinas de electricidad estática.
La asistente Sedeptra Akasi salió al pasillo y se le acercó.
—¿Aún no hay novedades acerca de Leigh o Severn? —preguntó Gladstone.
—Ninguna —respondió Akasi. La pálida luz del sol del Sistema Natal y los centelleos de la tormenta bañaban el rostro de la joven negra—. Las autoridades del Núcleo afirman que pudo ser un mal funcionamiento del teleyector.
Gladstone sonrió fríamente.
—Sí. ¿Tú recuerdas algún mal funcionamiento de teleyector en tu vida, Sedeptra? ¿En alguna parte de la Red?
—No, Ejecutiva.
—El Núcleo no se siente obligado a ser sutil. Por lo visto cree que puede secuestrar a quien desee sin dar explicaciones. Considera que lo necesitamos demasiado en nuestra hora extrema. ¿Sabes una cosa, Sedeptra?
—¿Qué?
—Tiene razón. —Gladstone meneó la cabeza y enfiló hacia la Sala de Guerra—. Faltan menos de diez minutos para que los éxters rodeen Bosquecillo de Dios. Bajemos a reunirnos con los demás. ¿Has concertado mi encuentro con el asesor Albedo para después?
—Sí, Meina. No creo… es decir, algunos pensamos que es demasiado arriesgado enfrentarnos a ellos de modo tan directo.
Gladstone se detuvo ante la entrada de la Sala de Guerra.
—¿Por qué? —preguntó, y esta vez la sonrisa era sincera—. ¿Piensas que el Núcleo me hará desaparecer, como a Leigh y Severn?
Akasi titubeó, calló, alzó las palmas.
Gladstone tocó el hombro de la joven.
—En tal caso, Sedeptra, será un acto de piedad. Pero no creo que lo hagan. Las cosas han llegado tan lejos que piensan que ninguna decisión individual puede alterar el curso de los acontecimientos. —Gladstone retiró la mano, dejó de sonreír—. Y quizá tengan razón.
Las dos bajaron en silencio al círculo de militares y políticos.
—El momento se aproxima —anunció Sek Hardeen, Verdadera Voz del Arbolmundo.
El padre Paul Duré despertó de su ensueño. Durante la última hora, la desesperación y la frustración habían cedido ante la resignación, ante el placer de no tener que arrostrar más decisiones ni deberes.
Duré había compartido un afable silencio con el líder de la Hermandad Templaria, observando la puesta del sol de Bosquecillo de Dios y la proliferación de estrellas y de luces que no eran astros.
Le intrigaba que el templario se aislara de su pueblo en ese momento crucial, pero por lo que conocía de teología templaria sabía que los Seguidores del Muir afrontarían semejante momento de destrucción potencial a solas en las más sacras plataformas y las más recónditas glorietas de sus más sagrados árboles. Los murmullos de Hardeen demostraban que la Verdadera Voz estaba en contacto con otros templarios por medio del comlog o los implantes.
Era un modo apacible de aguardar el fin del mundo, sentado en la copa del árbol viviente más alto de la galaxia conocida, escuchando el susurro de la tibia brisa nocturna en un millón de hectáreas de hojas, contemplando cómo titilaban las estrellas y las lunas gemelas surcaban un cielo aterciopelado.
—Hemos pedido a Gladstone y las autoridades de la Hegemonía que no ofrezcan resistencia, que no introduzcan naves de FUERZA en nuestro sistema —dijo Sek Hardeen.
—¿Le parece prudente? —preguntó Duré. Hardeen le había contado el destino de Puertas del Cielo.
—La flota de FUERZA no está lo bastante organizada como para presentar una resistencia seria —respondió el templario—. De esta forma nuestro mundo tiene al menos una probabilidad de que lo consideren no beligerante.
El padre Duré asintió y se inclinó para ver mejor la alta figura en las sombras de la plataforma. Las lámparas tenues que colgaban de las ramas de abajo eran la única iluminación aparte de las estrellas y las lunas.
—Pero usted propició esta guerra. Ayudó a las autoridades del Culto del Alcaudón a desencadenarla.
—No, Duré. No la guerra. La Hermandad sabía que ello formaba parte del Gran Cambio.
—¿Qué es eso?
—El Gran Cambio ocurrirá cuando la humanidad acepte su papel como parte del orden natural del universo en vez de su función de cáncer.
—¿Cáncer?
—Es una antigua enfermedad que…
—Sí —lo interrumpió Duré—. Sé qué es el cáncer. ¿Por qué se parece a la humanidad?
La suave y modulada voz de Sek Hardeen mostró un indicio de agitación.
—Nos hemos diseminado por la galaxia como células cancerosas en un organismo vivo, Duré. Nos multiplicamos sin pensar en las muchas formas de vida que deben morir o ceder para que nosotros medremos. Eliminamos a formas de vida inteligentes.
—¿Cómo cuáles?
—Como los émpatas seneschai de Hebrón. Los centauros de pantano de Jardín. En jardín se destruyó la ecología, Duré, para que unos miles de colonos humanos pudieran sobrevivir donde millones de criaturas aborígenes habían proliferado en el pasado.
Duré se tocó la mejilla con el dedo flexionado.
—Es uno de los inconvenientes de la terraformación.
—No terraformamos Remolino —se apresuró a decir el templario—, pero cazamos a las formas jovianas de vida que había allí hasta exterminarlas.
—Sin embargo, nadie confirmó que los zeplen fueran inteligentes —objetó Duré, reparando en su falta de convicción.
—Cantaban —señaló el templario—. Se llamaban a través de miles de kilómetros de atmósfera con canciones que aludían al amor y el pesar. Sin embargo, fueron exterminados como las ballenas de Vieja Tierra.
Duré entrelazó las manos.
—De acuerdo, se cometieron injusticias. Pero sin duda hay un mejor modo de corregirlas que participar de la cruel filosofía del Culto del Alcaudón y permitir que continúe esta guerra.
La cogulla del templario se movió de atrás hacia delante.
—No. Si fueran meras injusticias humanas, se hallarían otros remedios. Pero buena parte de la enfermedad, buena parte de la locura que condujo a la destrucción de otras especies y al saqueo de otros mundos, se origina en la simbiosis pecaminosa.
—¿Simbiosis?
—El género humano y el Tecno-Núcleo —concretó Sek Hardeen con una dureza que Duré jamás había oido en un templario—. El hombre y las inteligencias artificiales. ¿Cuál es parásito del otro? Ninguna de ambas partes del proceso simbiótico lo sabe ahora. Pero es algo maligno, una obra del Antinatura. Peor aún, Duré, es un callejón sin salida en la evolución.
El jesuita se levantó y caminó hacia la baranda. Contempló las oscuras copas de los árboles, que se extendían como nubes en la noche.
—Sin duda hay un mejor modo que recurrir al Alcaudón y a una guerra interestelar.
—El Alcaudón es un catalizador —dijo Hardeen—. Es el fuego purificador que llega cuando el bosque se ha atrofiado y se le ha permitido crecer enfermo, por exceso de planificación. Vendrán tiempos difíciles, pero el resultado serán un nuevo crecimiento, nueva vida, una proliferación de especies; no sólo en otras partes, sino también en la comunidad humana.
—Tiempos difíciles —masculló Duré—. ¿Y la Hermandad acepta que mueran miles de millones de personas con tal de lograr este… desbrozo?
El templario apretó los puños.
—Eso no ocurrirá. El Alcaudón es la advertencia. Nuestros hermanos éxter sólo desean controlar Hyperion y al Alcaudón el tiempo suficiente para atacar al Tecno-Núcleo. Será un procedimiento quirúrgico, la destrucción de la simbiosis y el renacimiento de la humanidad como partícipe individualizada en el ciclo de la vida.
Duré suspiró.
—Nadie sabe dónde reside el Tecno-Núcleo. ¿Cómo pueden atacarlo los éxters?
—Lo atacarán —declaró la Verdadera Voz del Arbolmundo, pero con menos suficiencia que antes.
—¿Y destruir Bosquecillo de Dios formaba parte del trato? —preguntó el sacerdote.
El templario se levantó y echó a andar a su vez, primero hasta la baranda, luego hasta la mesa.
—No atacarán Bosquecillo de Dios. Por eso lo he tenido aquí. Para que sea testigo ante la Hegemonía.
—La Hegemonía sabrá de inmediato si los éxters atacan o no —replicó el desconcertado Duré.
—Sí, pero no sabrá por qué nuestro mundo es perdonado. Usted debe llevar ese mensaje. Debe explicar la verdad.
—Al demonio con eso. Estoy harto de ser mensajero de todos. ¿Cómo sabe todo esto? La llegada del Alcaudón, el motivo de la guerra.
—Hubo profecías… —comenzó Sek Hardeen.
Duré asestó un puñetazo a la baranda. ¿Cómo podía explicar las manipulaciones de una criatura capaz de afectar el tiempo, o que al menos era agente de una fuerza que tenía esa capacidad?
—Verá usted… —insistió el templario, y un inmenso murmullo puntuó sus palabras, como si un millón de personas ocultas hubieran suspirado y gemido.
—Santo Dios —exclamó Duré. Miró hacia el oeste. Parecía despuntar el sol, aunque se había puesto hacía menos de una hora. Un viento caliente agitó las hojas y le abofeteó la cara.
Cinco hongos nubosos florecieron en el horizonte occidental, transformando la noche en día mientras hervían y perdían color. Duré se había protegido instintivamente los ojos, pero comprendió que esas explosiones eran tan lejanas que no podían cegarlo aunque brillaran como el sol local.
Sek Hardeen se echó la cogulla hacia atrás y el viento caliente le agitó el cabello largo y verdoso. Duré advirtió que había asombro en los rasgos largos, delgados y asiáticos. Asombro e incredulidad. Por la cogulla de Hardeen llegaban llamadas y una baraúnda de voces excitadas.
—Explosiones en Sierra y Hokkaido —susurró el templario—. Bombas nucleares lanzadas desde las naves orbitales.
Duré recordó que Sierra era un continente cerrado para los forasteros a menos de ochocientos kilómetros del Arbolmundo. Hokkaido era la isla sagrada donde se cultivaban y preparaban las potenciales naves arbóreas.
—¿Bajas? —preguntó, pero en ese instante una luz brillante desgarró el cielo. Una veintena de láseres tácticos, bombas de contrapresión y haces de fusión abrieron una herida de horizonte a horizonte, oscilando como reflectores sobre el techo del bosquemundo que era Bosquecillo de Dios. Los haces dejaban una estela de llamas.
Un haz de cien metros de anchura hendió el bosque como un tornado a menos de un kilómetro del Arbolmundo. El antiguo bosque estalló en llamas y creó un pasillo de fuego que se elevó diez kilómetros en el cielo nocturno. El viento rugía y soplaba, con lo cual alimentaba la tormenta de fuego. Otro haz rasgó el norte y el sur, pasando cerca del Arbolmundo antes de desaparecer en el horizonte. Otra estría llameante elevó una humareda hacia las traicioneras estrellas.
—Lo prometieron —jadeó Sek Hardeen—. ¡Los hermanos éxter lo prometieron!
—¡Necesita usted ayuda! —exclamó Duré—. Pida asistencia de emergencia a la Red.
Hardeen aferró el brazo de Duré, lo arrastró al borde de la plataforma. La escalinata estaba de nuevo en su sitio. Un portal teleyector titilaba en la plataforma de abajo.
—Sólo han llegado las unidades de avanzada de la flota éxter —exclamó el templario en medio del fragor de las llamas. La ceniza y el humo impregnaban el aire plagado de rescoldos calientes—. Pero destruirán la esfera de singularidad de un momento a otro. ¡Váyase!
—No me iré sin usted —declaró el jesuita, seguro de que su voz resultaba inaudible en medio del rugido del viento y las terribles explosiones. Pocos kilómetros al este, el círculo azul y perfecto de una explosión de plasma se expandió, estalló, se expandió de nuevo con visibles círculos concéntricos de ondas de choque. Árboles de un kilómetro de altura se curvaron y quebraron ante la primera ráfaga. El lado oriental de los árboles se inflamó mientras millones de hojas se sumaban a la muralla de desechos que volaban hacia el Arbolmundo. Y detrás del círculo de llamas estalló otra bomba de plasma. Luego una tercera.
Duré y el templario rodaron escalera abajo y el vendaval los arrastró por la plataforma inferior como hojas sobre una acera.
El templario cogió un llameante balaustre de madera Muir, aferró el brazo de Duré en un apretón de hierro y se incorporó, avanzando hacia el vibrante teleyector, como un hombre en un ciclón.
El aturdido Duré logró plantarse en el suelo justo cuando Sek Hardeen lo empujaba al borde del portal. Duré se aferró al marco del portal, demasiado débil para recorrer solo el último metro, y a través del teleyector vio algo que jamás olvidaría.
Una vez, muchos años atrás, cerca de su amada Villefranche-sur-Saóne, el joven Paul Duré se había erguido en una cima rocosa, protegido por los brazos del padre y un grueso refugio de cemento, y a través de una ventana estrecha había observado un tsunami de cuarenta metros de altura avanzando hacia la costa.
Este Tsunami no era de agua, sino de fuego; tenía tres kilómetros de altura y se lanzaba aceleradamente por el techo del bosque hacia el Arbolmundo, hacia Sek Hardeen y Paul Duré, destruyendo todo a su paso. Crecía al acercarse, hasta que borró el mundo y el cielo con estruendos y llamarada.
—¡No! —gritó el padre Paul Duré.
—¡Váyase! —ordenó la Verdadera Voz del Arbolmundo, y empujó al jesuita a través del portal teleyector mientras la plataforma, el tronco del Arbolmundo y la túnica del templario estallaban en llamas.
El teleyector se cerró en cuanto Duré lo atravesó, arrancándole el talón del zapato al contraerse. Cayó, los tímpanos reventados y las ropas humeantes, golpeó algo duro con la nuca y se hundió en la más completa oscuridad.
Gladstone y los demás observaban con aterrado silencio mientras los satélites civiles enviaban imágenes de los estertores de Bosquecillo de Dios a través de los relés teleyectores.
—Tenemos que hacerlo estallar ahora —exclamó el almirante Singh por encima de la crepitación de los bosques ardientes. A Meina Gladstone le parecía oír los gritos de los seres humanos y el sinfín de arborícolas que habitaban los bosques templarios.
—¡No… no podemos permitir que se acerquen más! —insistió Singh—. Sólo tenemos los controles para detonar la esfera.
—Sí —aceptó Gladstone con un hilo de voz.
Singh hizo una seña a un coronel espacial de FUERZA. El coronel tocó su panel táctico. Los bosques ardientes desaparecieron, los holos gigantescos se oscurecieron, pero la algarabía de los gritos no se apagó. Gladstone comprendió que era el ruido de la sangre que le latía en los oídos.
Se volvió hacia Morpurgo.
—¿Cuánto…? —Se aclaró la garganta—. General, ¿cuánto falta para que ataquen Mare Infinitum?
—Tres horas y cincuenta y dos minutos, Ejecutiva —respondió el general.
Gladstone se volvió hacia el ex-teniente William Ajunta Lee.
—¿Su fuerza especial está lista, contraalmirante?
—Sí, FEM —dijo Lee, el rostro pálido a pesar de ser bronceado.
—¿Cuántas naves participarán en el ataque?
—Setenta y cuatro, Ejecutiva.
—¿Y los ahuyentará de Mare Infinitum?
—Hacia la Nube de Oórt, Ejecutiva.
—Bien —asintió Gladstone—. Buena cacería, contraalmirante.
El joven se cuadró y abandonó la sala. El almirante Singh susurró algo al oído del general Van Zeidt.
Sedeptra Akasi se acercó a Gladstone.
—Los agentes de seguridad informan que un hombre acaba de teleyectarse al términex de la Casa de Gobierno con un anticuado código de acceso prioritario. Estaba herido y lo condujeron a la enfermería del Ala Este.
—¿Leigh? —preguntó Gladstone—. ¿Severn?
—No, Ejecutiva —dijo Akasi—. El sacerdote de Pacem. Paul Duré.
Gladstone asintió.
—Lo veré después de mi encuentro con Albedo —indicó a su asistente. Y anunció al grupo—: A menos que alguien tenga algo que añadir, nos tomaremos un descanso de treinta minutos y hablaremos de la defensa de Asquith e Ixión en la reunión siguiente.
El grupo se levantó mientras la FEM y su séquito atravesaban el portal que conectaba con la Casa de Gobierno y cruzaban una puerta. Las discusiones y exclamaciones de alarma estallaron de nuevo en cuanto Gladstone se perdió de vista.
Meina Gladstone se inclinó en el sillón de cuero y cerró los ojos cinco segundos. Cuando los abrió, la bandada de ayudantes aún estaba allí. Algunos parecían angustiados, otros ávidos, pero todos aguardaban una palabra, una orden.
—Lárguense —murmuró Gladstone—. Descansen ustedes unos minutos. Túmbense diez minutos. No tendremos más descanso en las próximas veinticuatro o cuarenta y ocho horas.
Se marcharon, algunos al borde de la protesta, otros al borde del colapso.
—Sedeptra —llamó Gladstone, y la joven entró en la oficina—. Asigna dos de mis guardias personales al cuidado de Duré, el sacerdote que acaba de llegar.
Akasi asintió y anotó algo en la libreta electrónica.
—¿Cómo está la situación política? —preguntó Gladstone, frotándose los ojos.
—La Entidad Suma es un caos —respondió Akasi—. Hay facciones, pero aún no han configurado una oposición efectiva. El Senado es otra historia.
—¿Feldstein? —preguntó Gladstone, aludiendo a la temperamental senadora de Mundo de Barnard. Faltaban menos de cuarenta y dos horas para que los éxters atacaran ese mundo.
—Feldstein, Kakinuma, Peers, Sabenstorafem, Richeau… incluso Sudette Chier exigen que usted dimita.
—¿Y su esposo? —Gladstone consideraba a Kolchev la persona más influyente del Senado.
—Aún no tenemos noticias del senador, ni públicas ni privadas.
Gladstone se apoyó el pulgar en el labio inferior.
—¿Cuánto crees que le queda a este gobierno antes de ser derrocado por un voto de censura, Sedeptra?
Akasi, una de las analistas políticas más astutas con quienes Gladstone había trabajado, sostuvo la mirada de su jefa.
—Setenta y dos horas en el exterior, FEM. Allí están los votos. La turba todavía no sabe que lo es. Alguien tiene que pagar por lo que ocurre.
Gladstone asintió distraídamente.
—Setenta y dos horas —murmuró—. Más que suficiente. —Sonrió—. Eso es todo, Sedeptra. Ahora ve a descansar.
La asistente asintió, pero su expresión manifestaba lo que en verdad opinaba de la sugerencia. Se hizo un gran silencio en el estudio cuando cerró la puerta.
Gladstone se quedó pensando un instante, el puño apoyado en la barbilla. Luego dijo a las paredes:
—Que se presente el asesor Albedo, por favor.
Veinte segundos después, el aire se enturbió, vibró y se solidificó al otro lado del escritorio.
El representante del Tecno-Núcleo tenía tan buen aspecto como de costumbre. El cabello corto y gris le relucía sobre el saludable bronceado de la cara franca y abierta.
—Ejecutiva —dijo la proyección holográfica—, el Consejo Asesor y los predictores del Núcleo continúan ofreciendo sus servicios en este momento de gran…
—¿Dónde está el Núcleo, Albedo? —interrumpió Gladstone.
La sonrisa del asesor no se alteró.
—Disculpe, Ejecutiva. ¿Qué ha preguntado usted?
—El Tecno-Núcleo. ¿Dónde está?
La afable cara de Albedo reveló desconcierto, pero no hostilidad, ninguna emoción visible salvo un sonriente afán de servicio.
—Desde luego, usted sabe, Ejecutiva, que desde la Secesión es política del Núcleo no revelar la posición de los elementos físicos del Tecno-Núcleo. En otro sentido, el Núcleo no está en ninguna parte, pues…
—Porque existe en las realidades consensuales del plano de datos y la esfera de datos —interrumpió Gladstone—. Sí, he oído esa jerigonza toda mi vida, Albedo. Al igual que mi padre y el padre de mi padre. Pero estoy formulando una pregunta directa. ¿Dónde está el Tecno-Núcleo?
El asesor meneó la cabeza entre divertido y compungido, como un adulto a quien un niño le pregunta por milésima vez: «Papá, ¿por qué el cielo es azul?».
—Ejecutiva, es imposible responder a esta pregunta de una manera que tenga sentido en coordenadas tridimensionales humanas. En cierto sentido, nosotros, el Núcleo, existimos dentro de la Red y más allá de la Red. Nadamos en la realidad del plano de datos que los humanos llaman esfera de datos, pero en cuanto a los elementos físicos, aquello que los antepasados de usted llamaban hardware, creemos necesario…
—Conservar el secreto —redondeó Gladstone. Se cruzó de brazos—. ¿Comprende usted, asesor Albedo, que millones de ciudadanos de la Hegemonía tendrán la firme convicción de que el Núcleo, el Consejo Asesor, ha traicionado a la humanidad?
Albedo hizo un ademán.
—Será lamentable, Ejecutiva. Lamentable, pero comprensible.
—Sus predictores debían tener resultados ciertos, asesor. Pero en ningún momento nos advirtió usted que esta flota éxter destruiría mundos.
La tristeza del elegante rostro de la proyección resultaba casi convincente.
—Ejecutiva, es justo recordarle que el Consejo Asesor le advirtió que incorporar Hyperion a la Red introducía una variable aleatoria que ni siquiera el Consejo podía factorizar.
—¡Pero esto no es Hyperion! —replicó Gladstone, elevando la voz—. Bosquecillo de Dios está ardiendo. Puertas del Cielo está reducida a escombros. Mare Infinitum espera el próximo golpe. ¿De qué sirve el Consejo Asesor si no puede predecir una invasión de tal magnitud?
—Predijimos que la guerra con los éxters era inevitable, Ejecutiva. También predijimos el gran peligro de… defender Hyperion. Debe usted comprender que la inclusión de Hyperion en cualquier ecuación predictiva reduce el factor de fiabilidad a…
—Bien —suspiró Gladstone—. Tengo que hablar con otra persona del Núcleo, Albedo. Alguien con auténtica capacidad de decisión en esa indescifrable jerarquía de inteligencias.
—Le aseguro que represento a todos los elementos del Núcleo cuando…
—Sí, sí. Pero quiero hablar con uno de los Poderes. Una de las IAs más ancianas. Alguien con influencia, Albedo. Alguien que me explique por qué el Núcleo secuestró a mi artista Severn y a mi ayudante Leigh Hunt.
El holo demostró sorpresa.
—Le garantizo, Gladstone, por el honor de cuatro siglos de alianza, que el Núcleo no ha tenido nada que ver en la lamentable desaparición de…
Gladstone se levantó.
—Por eso necesito hablar con un Poder. Ha pasado el tiempo de las garantías, Albedo. Es hora de hablar sin rodeos si una de nuestras especies ha de sobrevivir. Es todo. —Se puso a examinar la agenda electrónica.
El asesor Albedo se levantó, se despidió y se esfumó con una vibración.
Gladstone invocó su portal teleyector personal, pronunció el código de la enfermería del palacio de gobierno y se dispuso a pasar. Vaciló antes de tocar la opaca superficie del rectángulo energético. Meditó su decisión y por primera vez en su vida tuvo miedo de atravesar un teleyector.
¿Y si el Núcleo decidía secuestrarla? ¿Matarla?
De pronto Meina Gladstone comprendió que el Núcleo tenía poder de vida y muerte sobre cada ciudadano de la Red que viajara por teleyector, es decir, de todos los ciudadanos con poder. No era necesario secuestrar a Leigh y el cíbrido Severn, trasladarlos a otra parte. Sólo el hábito de pensar en los teleyectores como medios infalibles de transporte creaba la convicción subconsciente de que habían ido a alguna parte. El ayudante y el enigmático cíbrido podían haberse trasladado a ninguna parte. Átomos desperdigados a través de una singularidad. Los teleyectores no «teleportaban» personas y cosas. Ese concepto era una estupidez. Pero ¿no era igualmente estúpido confiar en un artilugio que abría agujeros en la trama del espacio-tiempo y permitía que uno atravesara «escotillones» semejantes a agujeros negros? ¿No era necio confiar en que el Núcleo la transportaría a la enfermería?
Gladstone pensó en la Sala de Guerra: tres recintos gigantescos conectados por portales permanentemente activados, con visión abierta, pero aun así tres estancias separadas por no menos de mil años-luz de espacio real, décadas de espacio real incluso con impulsión Hawking. Cada vez que Morpurgo, Singh o uno de los demás pasaban de un holomapa a un tablero táctico, atravesaban grandes abismos de espacio y tiempo. Para destruir la Hegemonía o a cualquiera de sus ciudadanos, el Núcleo sólo tenía que manipular los teleyectores, permitir un leve «error» de rumbo.
Al demonio con esto, pensó Meina Gladstone, y cruzó el portal para ver a Paul Duré en la enfermería de la Casa de Gobierno.