Confusión.
Trescientas naves se retiraban en el espacio de Hyperion bajo un intenso fuego, alejándose del enjambre como hombres que lucharan contra abejas.
Locura cerca de los portales militares, sobrecarga en control de tráfico, naves apiñadas como VEMS en atascos de tráfico, vulnerables como perdices ante las naves de asalto éxter.
Locura en los puntos de salida: naves de FUERZA alineadas como ovejas en un corral estrecho mientras pasan del portal de Madhya al teleyector de salida. Naves entrando en el espacio de Hebrón, algunas con rumbo a Puertas del Cielo, Bosquecillo de Dios, Mare Infinitum, Asquith. Dentro de pocas horas los enjambres penetrarán en los sistemas de la Red.
Confusión mientras cientos de millones de refugiados se teleyectan desde los mundos amenazados e ingresan en ciudades y centros de reasignación, donde cunde la locura de una guerra inminente. Confusión mientras mundos no amenazados de la Red estallan en tumultos: tres colmenas de Lusus (casi setenta millones de ciudadanos) en cuarentena debido a disturbios causados por el Culto del Alcaudón, saqueos en los comercios del trigésimo nivel, monolitos de apartamentos arrasados por tumultos, centros de fusión hechos pedazos, ataques contra los términex. El Consejo Interno apela a la Hegemonía; la Hegemonía declara la ley marcial y envía marines de FUERZA para cerrar las colmenas.
Disturbios separatistas en Nueva Tierra y Alianza-Maui. Ataques terroristas de realistas de Glennon-Height —que han permanecido tranquilos durante tres cuartos de siglo— en Talía, Armaghast, Nordhol y Lee Tres. Más disturbios del Culto del Alcaudón en TsingtaoHsishuang Panna y Vector Renacimiento.
El comando de FUERZA en Olympus transfiere batallones de combate a mundos de la Red desde transportes que regresan de Hyperion. Las escuadras de demolición asignadas a naves-antorcha en sistemas amenazados informan que hay esferas de singularidad preparadas para su destrucción. Sólo aguardan el mensaje ultralínea de TC2.
—Hay un modo mejor —apunta el asesor Albedo a Gladstone y el Consejo de Guerra.
La FEM se vuelve hacia el embajador del TecnoNúcleo.
—Hay un arma que eliminará a los éxters sin dañar propiedades de la Hegemonía. Ni propiedades éxter, llegado el caso.
El general Morpurgo se enfurece.
—Habla usted del equivalente explosivo de una vara de muerte —espeta—. No funcionará. Los investigadores de FUERZA han demostrado que se propaga indefinidamente. Además de ser deshonroso, pues atenta contra el código del Nuevo Bushido, barrería poblaciones planetarias junto con los invasores.
—En absoluto —replica Albedo—. Si los ciudadanos de la Hegemonía están correctamente protegidos, no es preciso que haya bajas. Como usted sabe, las varas de muerte se pueden calibrar para longitudes de onda cerebral concretas. Se podría hacer lo mismo con una bomba basada en el mismo principio. No dañaríamos el ganado, los animales salvajes, ni tan siquiera otras especies antropoides.
El general Van Zeidt de los marines se levanta.
—¡Pero no hay modo de proteger a una población! Nuestras pruebas demostraron que los neutrinos densos de las bombas de muerte penetran en roca o metal sólido hasta una profundidad de seis kilómetros. ¡Nadie dispone de semejantes refugios!
La proyección del asesor Albedo entrelaza las manos sobre la mesa.
—Tenemos seis mundos con refugios que podrían albergar a miles de millones —murmura.
Gladstone asiente.
—Los mundos laberínticos —susurra—. Pero sería imposible transferir a tantos pobladores.
—No —rebate Albedo—. Ahora que usted ha incorporado Hyperion al Protectorado, todos los mundos laberínticos tienen teleyector. El Núcleo puede encargarse de transferir poblaciones a esos refugios subterráneos.
Se desata una algarabía, pero Meina Gladstone no aparta los ojos de Albedo. Pide silencio, la obedecen.
—Cuéntenos más —dice—. Nos interesa.
El cónsul se sienta a la sombra de un bajo árbol neville y espera la muerte.
Tiene las manos sujetas a la espalda con un cordel de fibroplástico, las ropas rasgadas y todavía húmedas, la cara mojada, no sólo por el río sino también por la transpiración.
Los dos hombres acaban de inspeccionarle el bolso.
—Mierda —exclama el primero—, nada valioso aquí, bueno, salvo esta jodida pistola antigua. —Se calza en el cinturón la pistola del padre de Brawne Lamia.
—Lástima, ¿eh? La maldita alfombra volante no pudimos coger —dice el segundo hombre, y ambos se echan a reír.
El cónsul estudia los cuerpos con armadura perfilados contra el sol poniente. Por su dialecto, deben de ser nativos; por su aspecto —fragmentos de anticuadas armaduras de FUERZA, rifles de asalto multipropósito, harapos de polímero de camuflaje— tienen que ser desertores de alguna unidad de la Fuerza de Autodefensa de Hyperion.
Por su conducta, está seguro de que lo matarán.
Al principio, aturdido tras la caída en el río Hoolie, enzarzado en las cuerdas que lo unían al bolso y la alfombra voladora, pensó que serían sus salvadores. El cónsul había chocado contra el agua, había aguantado más tiempo del que esperaba sin ahogarse, y había emergido para ser impulsado por una fuerte corriente. La maraña de cuerdas lo arrastró hacia abajo. Fue una lucha valiente pero inútil y aún estaba a diez metros de los bajíos cuando uno de los hombres que salía del bosque de nevilles y espinos le arrojó un cabo. Luego lo apalearon, lo despojaron, lo ataron y —a juzgar por sus crudos comentarios— se disponían a degollarlo y a dejarlo como pasto para las aves heraldo.
El más alto de los dos, cuyo pelo es una maraña de espinas grasientas, se agacha frente al cónsul y desenvaina un cuchillo de cerámica filo cero.
—¿Últimas palabras, abuelo?
El cónsul se humedece los labios. Había visto mil películas y holos donde el héroe aprovechaba este momento para tumbar a un oponente, someter al otro, alcanzar un arma, despacharlos a tiros con las manos atadas y continuar con sus aventuras. Pero el cónsul no se considera un héroe: es un hombre agotado, maduro y herido. Los dos sujetos son más ágiles, más fuertes, más rápidos y evidentemente menos escrupulosos que el cónsul. Él ha presenciado la violencia, e incluso ha cometido un acto de violencia, pero su vida y su educación han estado consagradas a los tensos pero apacibles caminos de la diplomacia.
El cónsul se humedece los labios de nuevo.
—Puedo pagaros —anuncia.
El hombre agachado sonríe y acerca la hoja de cerámica a los ojos del cónsul.
—¿Con qué, abuelo? Tu tarjeta universal tenemos, eh, si aquí de algo sirve.
—Oro —dice el cónsul, consciente de que es la única palabra que ha conservado su significado a través de los siglos.
El hombre acuclillado no reacciona —una luz mórbida le destella en los ojos— pero el otro se adelanta y apoya la manaza en el hombro del socio.
—¿De qué hablas, hombre? ¿Dónde oro tienes?
—Mi nave —indica el cónsul—. La Benarés.
El hombre agachado se lleva la hoja a la mejilla.
—Mientiras, Chez. La Benarés barcaza es, pertenecía a androides que hace tres días liquidamos, ¿eh?
El cónsul cierra los ojos un instante, sintiendo la náusea pero sin sucumbir. Bettik y los demás tripulantes androides habían dejado la Benarés en una chalupa menos de una semana atrás, para enfilar hacia la «libertad». Por lo visto habían hallado otra cosa.
—Bettik —dice—. El capitán. ¿No mencionó el oro?
El hombre del cuchillo tuerce el gesto.
—Mucho ruido hizo, pero poco habló, ¿eh? Dijo que la nave a Linde llegado había. Demasiado lejos para una barcaza sin mantas, ¿eh?
—Cierra el pico, Obem. —El otro hombre se agacha frente al cónsul—. ¿Para qué oro en esa barca llevabas, hombre?
El cónsul yergue la cara.
—¿No me reconocéis? Fui cónsul de la Hegemonía en Hyperion durante años.
—Oye, no jodas… —masculla el hombre del cuchillo.
—Sí, hombre —interrumpe el otro—, recuerdo haber visto tu cara en los holos del campamento, cuando yo niño era. ¿Y por qué río arriba oro llevas cuando todo se derrumba, hombre de la Hegemonía?
—Buscábamos el refugio… la Fortaleza de Cronos —responde el cónsul, tratando de no revelar ansiedad pero agradeciendo cada segundo de vida. ¿Por qué?, piensa. Estabas cansado de vivir. Dispuesto a morir. No así. No mientras Sol, Rachel y los demás necesitan ayuda—. Los ciudadanos más ricos de Hyperion —explica—. Las autoridades de evacuación no les permitían transferir el metálico, así que convine en ayudarles a almacenarlo en las bóvedas de la Fortaleza de Cronos, el viejo castillo que está al norte de la Cordillera de la Brida, a cambio de una comisión.
—¡Loco estás! —se burla el hombre del cuchillo—. Al norte todo ahora territorio del Alcaudón es.
El cónsul agacha la cabeza. No necesita fingir para demostrar fatiga y derrota.
—Eso descubrimos. La tripulación de androides desertó la semana pasada. El Alcaudón mató a varios pasajeros. Yo venía río abajo por mi cuenta.
—Y una mierda —rezonga el hombre del cuchillo.
De nuevo tiene ese destello mórbido en los ojos.
—Un momento —dice el socio. Abofetea al cónsul con fuerza, una vez—. ¿Dónde la nave de oro está, hombre?
El cónsul saborea la sangre.
—Río arriba. No en el río, sino oculta en uno de los afluentes.
—Ya —dice el hombre del cuchillo, apoyando la hoja en el costado del cuello del cónsul. Para degollar al cónsul, le bastará con hacer girar la hoja—. Patrañas son, opino yo. Y tiempo perdemos, opino yo.
—Un momento —interviene el otro—. ¿Distancia, cuál?
El cónsul piensa en los afluentes que ha pasado en las últimas horas. Es tarde. La luz del poniente roza un bosquecillo hacia el oeste.
—Cerca de los Rizos de Karla —responde.
—¿Y por qué en ese juguete volabas en vez de con la barca regresar?
—Buscaba ayuda —dice el cónsul. La adrenalina se ha disipado, y ahora siente un completo agotamiento, rayano en la desesperación—. Había demasiados… bandidos en la costa. La barca parecía demasiado arriesgada. La alfombra voladora era más segura.
El hombre llamado Chez se echa a reír.
—Cuchillo guardando, Obem. Un rato caminaremos, ¿eh?
Obem se levanta de un brinco. Aún empuña el cuchillo, pero ahora lo apunta hacia el socio.
—Maldición, hombre, ¿eh? ¿Mierda entre las orejas tienes, eh? Mintiendo está para no morir.
Chez no parpadea ni retrocede.
—Claro, mintiendo puede estar. No importando, ¿eh? Los Rizos a menos de medio día están, ¿eh? Barca no hay, oro no hay, pescuezo cortas, ¿eh? Pero despacio, desde los tobillos. Oro hay, pescuezo igual cortas, pero rico eres, ¿eh?
Obem se debate un instante entre la rabia y la razón, gira a un lado y lanza un tajo a un árbol neville con un tronco de ocho centímetros de grosor. Tiene tiempo para volverse y agacharse ante el cónsul antes que la gravedad demuestre al árbol que está cercenado y el neville se derrumbe en la orilla con estrépito de ramas. Obem coge la húmeda camisa del cónsul.
—Bien, qué allá hay veremos, hombre de la Hegemonía. Hablas, corres, tropiezas o tambaleas, y dedos y orejas te cortaré para practicar, ¿eh?
El cónsul se levanta penosamente y los tres se internan en la espesura, el cónsul tres metros detrás de Chez y tres metros delante de Obem, desandando camino, alejándose de la ciudad, de la nave y de su oportunidad de salvar a Sol y Rachel.
Pasa una hora. El cónsul no sabe qué hará cuando lleguen a los afluentes y no descubran la barca. En varias ocasiones Chez les indica que guarden silencio y se ocultan, una vez ante el aleteo de los espejines en las ramas, otra ante un movimiento en el río, pero no hay rastros de otros seres humanos. Ningún indicio de ayuda. El cónsul recuerda los edificios incendiados, las chozas vacías, los muelles abandonados. El miedo al Alcaudón, el miedo a los éxters y el miedo a los saqueos de los desertores de la FA han transformado la zona en una tierra de nadie. La única esperanza es que se acerquen a los Rizos, él consiga brincar a las aguas rápidas y profundas y permanecer a flote con las manos atadas hasta ocultarse en el laberinto de islotes.
Pero está demasiado cansado para nadar, aunque tuviera los brazos libres. Además, las armas de aquellos hombres lo alcanzarían fácilmente, aunque tuviera diez minutos de ventaja entre los tocones y las islas. El cónsul está demasiado cansado para ser astuto, demasiado viejo para ser valiente. Piensa en su esposa e hijo hace muchos años durante el bombardeo de Bressia, por hombres que no tenían más honor que estas dos alimañas.
El cónsul sólo lamenta haber faltado a su palabra de ayudar a los demás peregrinos. Lamenta no ver el desenlace de todo.
Obem gruñe a sus espaldas.
—Al demonio, Chez, ¿eh? ¿Por qué a éste no atamos, lastimamos y ayudamos a hablar, eh? Luego solos hasta la barca vamos, si barca existe.
Chez se vuelve, se enjuga el sudor de los ojos, mira al cónsul.
—Eh, sí, razón tienes, creo yo. Tiempo ahorramos, y más seguros iremos. Pero en condiciones de hablar déjalo al final, ¿eh?
—Claro —responde Obem mientras se cuelga el rifle y desenvaina el cuchillo.
—¡NO OS MOVÁIS! —truena una voz desde lo alto.
El cónsul cae de rodillas y los desertores de la FA descuelgan las armas con diestra celeridad. Hay un susurro, un rugido, un remolino de hojas y polvo. El cielo nublado vibra, una masa desciende. Chez alza el rifle de dardos, Obem apunta el lanzador y de improviso los tres caen, se desploman, no como soldados muertos, no como elementos de retroceso en una ecuación balística, sino como el árbol que Obem taló hace un rato.
El cónsul cae de bruces en el polvo y la grava, y se queda tendido sin parpadear. No puede hacerlo.
Arma paralizadora, piensa a través de sinapsis lentas como aceite viejo. Un ciclón localizado estalla cuando algo grande e invisible aterriza entre los tres cuerpos tendidos y la orilla del río. El cónsul percibe el gemido de una compuerta y el chasquido interno de turbinas que pierden potencia. Aún no puede parpadear, y mucho menos erguir la cabeza, y sólo ve guijarros, dunas, hierbas, una hormiga-arquitecto, enorme a esa distancia, que de pronto parece interesarse en el ojo húmedo pero quieto del cónsul. La hormiga corre hacia su brillante trofeo y el cónsul piensa Deprisa mientras oye pisadas parsimoniosas a sus espaldas.
Unas manos que le cogen los brazos, un gruñido, una voz conocida pero cansada.
—Caramba, ha aumentado usted de peso.
El cónsul arrastra los talones por el polvo, botando sobre los dedos trémulos de Chez, o tal vez Obem. El cónsul no puede volverse para verles la cara. Tampoco ve a su salvador hasta que éste lo levanta —con una letanía de resuellos y maldiciones— para entrarlo por la compuerta de estribor del deslizador sin camuflaje y arrojarlo en el cuero mullido del asiento de pasajeros.
El gobernador general Theo Lane aparece en el campo visual del cónsul, con aire aniñado pero también ligeramente demoníaco, cuando la compuerta se cierra y las lámparas interiores le arrojan una luz roja en la cara. El joven se inclina para ajustarle las correas de seguridad.
—Lamento haber tenido que paralizarlo junto a esos dos.
Theo se sienta, se ajusta la correa y mueve el omnicontrol. El deslizador tiembla y se eleva, revoloteando como una bandeja sobre cojinetes sin fricción. La aceleración empuja al cónsul contra el asiento.
—No tenía muchas alternativas —prosigue Theo por encima del ronroneo interno del deslizador—. La única arma que pueden portar estos vehículos son paralizadores antidisturbios, y lo más fácil era tumbarlos a los tres en la sintonía más leve y sacarlo a usted deprisa. —Theo se cala las arcaicas gafas sobre la nariz y se vuelve hacia el cónsul con una sonrisa—. Viejo proverbio mercenario: «Despáchalos a todos y que Dios escoja luego».
El cónsul mueve la lengua para emitir un sonido. La baba le humedece la mejilla y se desliza sobre el asiento de cuero.
—Cálmese —le aconseja Theo, mientras se dedica a los instrumentos y la vista exterior—. Dentro de un par de minutos podrá hablar bien. Volaré a baja altura, de manera que en diez minutos llegaremos a Keats. —Theo mira de soslayo a su pasajero—. Tiene usted suerte. Debe de estar deshidratado. Esos dos se mojaron los pantalones al caer. El paralizador es un arma humanitaria, pero embarazosa si uno no tiene una muda.
El cónsul trata de expresar su opinión acerca de esta arma «humanitaria».
—Un par de minutos más —continúa el gobernador general, quien seca la mejilla del cónsul con un pañuelo—. Le advierto que es un poco incómodo cuando la parálisis empieza a disiparse.
En ese mismo instante, un hormigueo intenso electriza el cuerpo del cónsul.
—¿Cómo demonios me has encontrado? —pregunta el cónsul. Enfilan hacia la ciudad sobrevolando el río Hoolie. El cónsul logra incorporarse y articular palabras más o menos inteligibles, pero se alegra de que falten varios minutos para tener que estar de pie o caminar.
—¿Cómo ha dicho?
—¿Qué cómo me has encontrado? ¿Cómo supiste que yo había regresado por el Hoolie?
—La FEM Gladstone me envió un mensaje ultralínea. Secreto máximo, en el aparato del consulado.
—¿Gladstone? —Al cónsul le tiemblan las manos mientras se masajea los dedos, que parecen salchichas de goma—. ¿Cómo diablos supo Gladstone que yo estaba en aprietos en el río Hoolie? Dejé el comlog de mi abuela Siri en el valle para llamar a los peregrinos cuando abordara mi nave. ¿Cómo lo supo Gladstone?
—Lo ignoro, pero detalló la posición de usted y dijo que estaba en apuros. Incluso nos dijo que usted volaba en una alfombra voladora que había sufrido algunos desperfectos.
El cónsul menea la cabeza.
—Esa mujer tiene recursos increíbles, Theo.
—Sí, señor.
El cónsul mira de reojo a su amigo. Theo Lane ha sido gobernador general de este nuevo mundo del Protectorado durante más de un año local, pero los viejos hábitos se resisten a morir y el «señor» evoca los siete años en que Theo actuó como vicecónsul y ayudante del cónsul. La última vez que vio al joven —no tan joven ahora, advierte el cónsul: la responsabilidad le ha surcado el rostro de arrugas—, Theo estaba furioso porque el cónsul no aceptaba el gobierno general. Eso fue hace poco más de una semana. Siglos atrás.
—De paso —dice el cónsul articulando cada palabra con cuidado—, gracias, Theo.
El gobernador general asiente, al parecer sumido en sus pensamientos. No pregunta qué vio el cónsul al norte de las montañas, ni se interesa por el destino de los demás peregrinos.
Abajo el Hoolie se ensancha y serpea rumbo a la capital de Keats. A ambos lados se elevan acantilados bajos, y las losas de granito brillan bajo la luz del atardecer. Bosquecillos de siempreazules titilan en la brisa.
—Theo, ¿cómo has tenido tiempo de venir a buscarme personalmente? Hyperion debe de ser el caos.
—Lo es. —Theo ordena al piloto automático que se haga cargo de la navegación y se vuelve hacia el cónsul—. Faltan sólo horas, quizá minutos, para que los éxters nos invadan.
El cónsul parpadea.
—¿Invadir? ¿Te refieres a una invasión terrestre?
—Exacto.
—Pero la flota de la Hegemonía…
—Un caos total. Apenas pudo defenderse del enjambre antes de que ocuparan la Red.
—¡La Red!
—Están cayendo sistemas enteros. Otros están amenazados. FUERZA ha ordenado el regreso de la flota a través de los teleyectores militares, pero evidentemente las naves que están en el sistema tienen problemas para rehuir el combate. Nadie me da detalles, pero no cabe duda de que los éxters actúan a su antojo en todas partes excepto en el perímetro defensivo que FUERZA ha instalado alrededor de las esferas de singularidad y los portales.
—¿El puerto espacial? —El cónsul teme que su hermosa nave sea una ruina llameante.
—Aún no lo han atacado, pero FUERZA está retirando sus naves de descenso y de aprovisionamiento a toda prisa. Sólo queda una fuerza simbólica de marines.
—¿Y la evacuación?
Theo se echa a reír con una amargura que resulta nueva para el cónsul.
—La evacuación sólo afectará a las personas del consulado y los funcionarios de la Hegemonía que quepan en la última nave que salga.
—¿Han desistido de salvar a la gente de Hyperion?
—Señor, no pueden salvar a su propia gente. Por lo que he oído en la ultralínea del embajador, Gladstone ha resuelto permitir que caigan los mundos amenazados de la Red, para que FUERZA pueda reagruparse y disponer de un par de años para crear defensas mientras aumentan la deuda temporal de los enjambres.
—Por Dios —musita el cónsul. Había trabajado toda la vida para representar a la Hegemonía mientras conspiraba contra ella para vengar a su abuela, el sistema de vida de su abuela. Pero ahora, la idea de que esto ocurra realmente…
—¿Y el Alcaudón? —pregunta de pronto, mientras distingue los edificios blancos y bajos de Keats a pocos kilómetros. El sol acaricia las colinas y el río como una bendición final antes de la oscuridad.
Theo sacude la cabeza.
—Aún recibimos rumores, pero los éxters constituyen ahora el principal motivo de preocupación.
—Pero ¿el Alcaudón no está en la Red?
El sorprendido gobernador general observa al cónsul.
—¿En la Red? ¿Cómo podría estar en la Red? Aún no han autorizado portales de teleyección en Hyperion. Por otra parte, nadie lo ha visto cerca de Keats, Endimion o Puerto Romance. Ninguna de las ciudades grandes.
El cónsul guarda silencio, pero está pensando. Por Dios, mi traición ha sido en vano. Vendí mi alma para abrir las Tumbas de Tiempo y el Alcaudón no será la causa de la caída de la Red… ¡Los éxters! Nos engañaron desde el principio. Mi traición a la Hegemonía formaba parte de su plan.
—Escuche —gruñe Theo, cogiéndole la muñeca—, hay una razón por la cual Gladstone me ordenó abandonarlo todo y buscarle a usted. Ha autorizado la liberación de su nave…
—¡Magnífico! —exclama el cónsul—. Yo puedo…
—¡Escuche! Usted no debe regresar al Valle de las Tumbas de Tiempo. La FEM Gladstone desea que usted eluda el perímetro de FUERZA y se interne en el sistema hasta establecer contacto con elementos del enjambre.
—¿El enjambre? ¿Por qué…?
—La FEM desea que negocie con los éxters. Ellos lo conocen a usted. De algún modo les comunicó que usted iba. Gladstone cree que los éxters no destruirán la nave, aunque no ha recibido confirmación. Será arriesgado.
El cónsul se retrepa en el asiento de cuero como si hubiera recibido otro impacto de paralizador.
—¿Negociar? ¿Con qué elementos puedo negociar?
—Gladstone dijo que le llamaría por la ultralínea de la nave cuando usted despegue de Hyperion. Hay que actuar deprisa. Hoy. Antes que todos los mundos de la primera oleada caigan en manos de los enjambres.
El cónsul oye «mundos de la primera oleada» pero no pregunta si su amado Alianza-Maui figura entre ellos. Quizá, piensa, sería mejor que desapareciera.
—No, regresaré al valle.
Theo se acomoda las gafas.
—Ella no lo permitirá, señor.
—Vaya —sonríe el cónsul—. ¿Cómo piensa detenerme? ¿Derribando mi nave?
—No lo sé, pero declaró que no lo permitiría. —Theo parece sinceramente preocupado—. La flota de FUERZA tiene naves de respaldo y naves-antorcha en órbita, señor, para escoltar las últimas naves de descenso.
—Bien —asiente el sonriente cónsul—, que traten de abatirme. De todos modos, hace dos siglos que las naves tripuladas no pueden aterrizar cerca del Valle de las Tumbas de Tiempo: las naves descienden a la perfección, pero los tripulantes desaparecen. Si no me derriban, pronto colgaré del árbol del Alcaudón.
El cónsul cierra los ojos un instante e imagina a la nave aterrizando vacía en la llanura cercana al valle.
Imagina a Sol, Duré y los demás —milagrosamente recobrados— buscando refugio en la nave, usando el quirófano para recuperar a Het Masteen y Brawne Lamia, y las cámaras de fuga criogénica para salvar a la pequeña Rachel.
—Por Dios —susurra Theo, y el tono de alarma arranca al cónsul de su ensueño.
Han doblado el último recodo del río antes de la ciudad. Los acantilados son más altos y culminan al sur en la montaña donde está esculpido Triste Rey Billy. El sol poniente ilumina de rojo las nubes y los edificios del acantilado oriental.
Por encima de la ciudad ruge una batalla. Los láseres perforan las nubes, las naves revolotean como mosquitos y arden como polillas muy próximas a una llama, parafolios y borrosos campos de suspensión flotan bajo el techo de nubes. Están atacando Keats. Los éxters han llegado a Hyperion.
—Mierda —susurra Theo con reverencia.
En el risco boscoso del noroeste de la ciudad, un breve chorro de llamas y una estela incandescente indican que un cohete lanzado con arma portátil vuela hacia el deslizador.
—¡Agárrese! —grita Theo. Aferra el control manual, conecta interruptores, inclina el deslizador a estribor en un intento de maniobrar dentro del escaso radio de giro del cohete.
Una explosión a popa arroja al cónsul contra la correa de seguridad y le enturbia la visión. Cuando se le aclara la vista, la cabina está llena de humo, luces rojas de advertencia palpitan en la penumbra y el deslizador protesta con una docena de voces que indican fallos en los sistemas.
Theo está apoyado sobre el omnicontrol.
—Agárrese —repite innecesariamente. El deslizador se inclina vertiginosamente, gana una fugaz estabilidad y al fin cae en picado hacia la ciudad en llamas.