Martin Silenus se retuerce en la pura poesía del dolor. Una espina de acero de dos metros de largo le atraviesa el cuerpo entre las clavículas y le sale por el pecho, ahusándose en una punta de un metro. Silenus bracea pero no alcanza a tocar la punta. Las palmas sudadas y los dedos arqueados no encuentran apoyo en la espina, que no tiene fricción. A pesar de la tersura de la espina, el cuerpo no resbala; está empalado con tanta firmeza como una mariposa de colección.
No hay sangre.
Cuando recobró la racionalidad después del loco laberinto de dolor, Martin Silenus se extrañó de tal circunstancia. No hay sangre. Pero hay dolor. Oh, sí, aquí abunda el dolor, un dolor que trasciende las fantasías más descabelladas del poeta, un dolor que trasciende la resistencia humana y los límites del sufrimiento:
Pero Silenus resiste. Y Silenus sufre.
Grita por milésima vez, un sonido, desgarrado, vacío, ajeno al lenguaje, incluso a las obscenidades. Las palabras no logran comunicar semejante suplicio. Silenus grita y se retuerce. Al cabo de un rato afloja el cuerpo, y la larga espina oscila en respuesta a sus movimientos. Otras personas cuelgan arriba, abajo y detrás, pero Silenus no se entretiene en mirarlas. Cada uno está aislado en su capullo de agonía.
Vaya esto es el infierno, y aún no salgo de él —piensa Silenus, citando a Marlowe.
Pero sabe que no es el infierno. Ni un trasmundo. También sabe que no es una subrama de la realidad; la espina le atraviesa el cuerpo. ¡Ocho centímetros de acero orgánico a través del pecho! Pero no ha muerto. No sangra. Ese lugar era alguna parte y era algo, pero no era el infierno y no estaba vivo.
El tiempo transcurría extraño. Silenus había experimentado las contracciones y dilataciones del tiempo: el nervio expuesto en el sillón del dentista, el cálculo en el riñón en la sala de espera de la clínica. El tiempo andaba despacio, pero andaba. El tratamiento de conductos terminaba. Al fin llegaba la ultramorfina y surtía efecto. Pero aquí el aire mismo estaba congelado en la ausencia de tiempo. El dolor era el bucle y la espuma de una ola que no rompía.
Silenus grita de furia y dolor. Se retuerce sobre la espina.
—¡Mierda! —grita al fin—. Grandísimo hijo de puta. —Las palabras son vestigios de otra vida, fósiles del sueño que vivió antes de la realidad del árbol. Silenus recuerda esa vida entre brumas, así como recuerda al Alcaudón llevándolo allí, empalándolo, abandonándolo.
—¡Dios! —grita el poeta, aferrando la espina con ambas manos, tratando de levantarse para aliviar el gran peso del cuerpo, que añade una cuota inconmensurable al inconmensurable dolor.
Abajo hay un paisaje. Kilómetros a la redonda. Es un diorama de papel maché del Valle de las Tumbas de Tiempo y el desierto. Hasta la ciudad muerta y las remotas montañas están reproducidas en una miniatura de plástico aséptico. No importa. Para Martin Silenus sólo existen el árbol y el dolor, y los dos son indivisibles. Silenus muestra los dientes en una sonrisa aterida. Cuando era un niño en Vieja Tierra, él y Amalfi Schwartz, su mejor amigo, visitaron una comuna cristiana en la Reserva de América del Norte, aprendieron su tosca teología y después bromearon acerca de la crucifixión. El joven Martin extendió los brazos, cruzó las piernas, irguió la cabeza y dijo: «Vaya, desde aquí veo toda la ciudad». Amalfi se desternilló de risa.
Silenus grita.
El tiempo no pasa, pero al cabo de un rato la mente de Silenus regresa a algo semejante a la observación lineal, algo distinto de aquellos desperdigados oasis de agonía diáfana separados por desiertos de agonía pasiva. En esa percepción lineal de su propio dolor, Silenus empieza a imponer un tiempo sobre ese lugar atemporal.
Primero, las obscenidades añaden claridad al dolor. Los gritos duelen, pero la furia se despeja y clarifica.
Luego, en los momentos de extenuación entre los gritos o los espasmos, Silenus piensa. Al principio le cuesta organizar secuencias, recitar tablas horarias, cualquier cosa para separar el dolor de diez segundos del dolor venidero. Silenus descubre que el esfuerzo de concentrarse disipa un poco el dolor. Aún resulta insoportable, aún desmembra los pensamientos como pelusa en el viento, pero se reduce.
Silenus se concentra. Grita, despotrica y se retuerce, pero se concentra. Como no hay otra cosa en qué concentrarse, se concentra en el dolor.
Descubre que el dolor tiene una estructura. Tiene un plano. Tiene diseños más intrincados que un nautilo, rasgos más barrocos que una catedral gótica llena de contrafuertes. Incluso mientras grita. Martin Silenus estudia la estructura de este dolor. Advierte que es un poema.
Silenus arquea el cuerpo y el cuello por diezmilésima vez, buscando alivio donde no hay alivio posible, pero esta vez distingue una figura conocida a diez metros, colgada de una espina similar, retorciéndose en la brisa irreal del dolor.
—¡Billy! —jadea Martin Silenus, su primer pensamiento real.
Su ex señor y mecenas mira a través del abismo, cegado por el dolor que cegaba a Silenus, pero girando al oír su nombre en este lugar que trasciende los nombres.
—¡Billy! —repite Silenus, y de pronto el dolor le arrebata la visión y el pensamiento. Se concentra en la estructura del dolor, siguiendo su diseño como si estudiara el tronco, las ramas y espinas del árbol—. ¡Mi señor!
Silenus oye una voz por encima de los gritos y se asombra al descubrir que los gritos y la voz son suyas.
… Eres una criatura soñadora,
tu propia fiebre. Piensa en la Tierra,
¿qué júbilo te ofrece, aun en la esperanza,
qué refugio? Cada criatura tiene hogar,
y cada hombre días de alegría y dolor,
sean sus labores viles o sublimes.
Dolor únicamente, alegría únicamente. Diáfanos.
Sólo el soñador emponzoña todos sus días,
soportando más pesar del que merecen sus pecados.
Conoce estos versos. No son suyos sino de John Keats y las palabras estructuran aún más el aparente caos de dolor. Silenus comprende que el dolor lo acompaña desde el nacimiento, es el don del universo para el poeta. Un reflejo físico del dolor: eso es lo que ha sentido y fútilmente intentado expresar en verso, apresar en prosa, durante todos esos inútiles años de vida. Es peor que el dolor: desdicha porque el universo ofrece dolor a todos.
Sólo el soñador emponzoña todos sus días,
soportando más pesar del que merecen sus pecados.
Silenus grita sin chillar. El rugido de dolor del árbol, más psíquico que físico, mengua durante una fracción de segundo. Hay una isla de distracción en ese océano de concentración.
—¡Martin!
Silenus se arquea, yergue la cabeza, trata de concentrar la vista en medio de la bruma de dolor. Triste Rey Billy lo está mirando. Mirando. Triste Rey Billy grazna una sílaba que Silenus reconoce al cabo de un momento interminable.
—¡Más!
Silenus grita de dolor, se contorsiona en un parsimonioso espasmo de pura reacción física, pero cuando calla —extenuado, el dolor igualmente intenso pero expulsado de las zonas motrices del cerebro por las toxinas de fatiga— permite que su voz interna grite y susurre su canción.
¡Espíritu que reinas!
¡Espíritu que sufres!
¡Espíritu que ardes!
¡Espíritu que lloras!
¡Espíritu!
¡Mi frente inclino
a la sombra de tus garras!
¡Espíritu!
¡Abrasado de pasión,
atisbo tus pálidos dominios!
El pequeño círculo de silencio se ensancha para incluir varias ramas cercanas, un puñado de espinas de donde cuelgan seres humanos desfallecidos. Silenus observa a Triste Rey Billy y ve que su señor traicionado abre los tristes ojos. Por primera vez en más de dos siglos, mecenas y poeta se contemplan. Silenus entrega el mensaje que lo ha conducido allí, que lo ha colgado de allí.
—Mi señor, lo lamento.
Antes que Billy pueda responder, antes que el coro de chillidos sofoque toda respuesta, el aire cambia, el tiempo congelado se agita, el árbol se sacude, como si la cosa hubiera bajado un metro. Silenus grita con los demás mientras la rama se sacude y la espina que lo empala le desgarra las entrañas, le lacera las carnes.
Silenus abre los ojos y ve que el cielo es real, el desierto real. Las Tumbas brillan, el viento sopla, el tiempo recomienza. No hay mengua en el tormento, pero la claridad ha regresado.
Martin Silenus ríe a través de las lágrimas.
—¡Mira, mamá! —grita, el pecho perforado por una lanza de acero—. ¡Desde aquí veo toda la ciudad!
—¿Severn? ¿Está usted bien?
Jadeando, a gatas, me volví hacia la voz. Abrir los ojos resultaba doloroso, pero ningún dolor podía compararse con el que acababa de experimentar.
—¿Está usted bien?
No había nadie cerca en el jardín. La voz procedía de un microrremoto que zumbaba a medio metro de mi cara, tal vez un agente de seguridad de la Casa de Gobierno.
—Sí —logré balbucir, mientras me levantaba y me sacudía la grava de las rodillas—. Estoy bien. Un… dolor súbito.
—Podemos enviarle asistencia médica en un par de minutos. Su biomonitor no comunica ninguna dificultad orgánica, pero podemos…
—No, no —lo interrumpí—. Estoy bien. Olvídelo. Déjeme en paz.
El remoto aleteó como un colibrí nervioso.
—Sí, señor. Llame si necesita algo. El monitor del jardín responderá.
—Lárguese —espeté.
Salí de los jardines, atravesé la sala principal de la Casa de Gobierno —llena de puestos de inspección y de guardias— y crucé el elegante Parque de los Ciervos.
La zona del muelle estaba tranquila, el río Tetis más quieto que nunca.
—¿Qué ocurre? —pregunté a un agente de seguridad.
El guardia obtuvo acceso a mi comlog y confirmó la autorización de la FEM, pero no se apresuró a responder.
—Los portales se han apagado en TC2 —canturreó—. Están anulados.
—¿Anulados? ¿Significa eso que el río ya no pasa por Centro Tau Ceti?
—En efecto. —Bajó el visor ante una embarcación que se acercaba, lo subió al identificar a dos agentes de seguridad a bordo.
—¿Puedo salir por allá? —Señalé río arriba, donde altos portales mostraban una opaca cortina gris.
El guardia se encogió de hombros.
—Sí, pero no le permitirán regresar por allí.
—No importa. ¿Puedo abordar esa embarcación?
El guardia susurró algo al micrófono y asintió.
—Vaya usted.
Entré en la pequeña nave, me senté en el banco de popa y me aferré a la borda hasta que la oscilación se calmó. Pulsé el control de energía y le ordené que arrancara.
Los propulsores eléctricos zumbaron, la lancha arrancó y apuntó la nariz hacia el río, yo le indiqué el camino corriente arriba.
Nunca se había anulado una puerta del río Tetis, pero ahora la cortina teleyectora era sin duda una membrana unidireccional y semipermeable. La lancha avanzó ronroneando y al cesar el cosquilleo yo miré alrededor.
Me hallaba en una de las grandes ciudades con canales —Ardmen o Pámolo, quizá— en Vector Renacimiento. El Tetis era una calle mayor donde nacían los tributarios. El tráfico fluvial por lo general consistía en góndolas turísticas en los canales laterales, suntuosos yates y anda-dondequiera en los canales centrales. Hoy era un manicomio.
Naves de todo tipo y tamaño atascaban las arterias principales en ambas direcciones. Había viviendas acuáticas con pilas de pertenencias, y embarcaciones pequeñas tan abarrotadas que daba la impresión de que la menor ola o estela las volcaría. Cientos de juncos ornamentales de Tsingtao-Hsishuang Panna y millonarias balsas-apartamento de Fuji buscaban un espacio navegable, pensé que pocas de aquellas naves residenciales habían abandonado antes sus amarras. En medio de la turbulencia de madera, aceroplástico y Perspex, los anda-dondequiera se desplazaban como huevos de plata, con sus campos de contención sintonizados en reflejo pleno.
Indagué en la esfera de datos: Vector Renacimiento era un mundo de la segunda oleada y faltaban ciento siete horas para la invasión. Me extrañó que los refugiados de Fuji atestaran los canales cuando a ese mundo le faltaban más de doscientas horas para recibir el golpe, pero luego comprendí que el río —excepto por la exclusión de TC2— aún circulaba por la habitual serie de mundos. Los refugiados de Fuji procedían de Tsingtao (a treinta y tres horas de los éxters) y Deneb Drei (ciento cuarenta y siete horas) para enfilar por Vector Renacimiento hacia Parsimonia o Hierba, ambos momentáneamente libres de amenaza. Sacudí la cabeza, hallé una calle relativamente cuerda para observar la locura, y me pregunté cuándo encauzarían el río las autoridades para que todos los mundos amenazados pudieran buscar refugio.
Me pregunté si podrían hacerlo. El TecnoNúcleo había instalado el río Tetis como un obsequio para la Hegemonía durante el PentaCentenario. Pero sin duda Gladstone o alguien había pensado en pedir al Núcleo que colaborase en la evacuación. ¿O no? ¿Ayudaría el Núcleo? Sabía que Gladstone estaba convencida de que ciertos elementos del Núcleo se proponían eliminar a la especie humana. Ante esta alternativa, la guerra había sido la única salida posible. ¡Qué simple era ejecutar el programa de los elementos antihumanos del Núcleo! Sólo tenían que negarse a evacuar a los miles de millones amenazados por los éxters.
Sonreí siniestramente, pero mi sonrisa se esfumó cuando comprendí que el TecnoNúcleo mantenía y controlaba la retícula teleyectora de la cual yo dependía para abandonar los territorios amenazados.
Había amarrado la lancha en la base de una escalinata de piedra que descendía hacia las turbias aguas. Noté que crecía musgo sobre las piedras más bajas. Los escalones —posiblemente traídos de Vieja Tierra, pues algunas ciudades clásicas se embarcaron por teleyector pocos años después del Gran Error— estaban desgastados por la intemperie, y una delgada tracería de grietas conectaba manchas chispeantes, de manera que parecía un esquema de la Red.
Hacía calor y el aire resultaba denso y pesado. El sol de Vector Renacimiento colgaba a baja altura sobre las torres. La luz era demasiado roja y espesa para mis ojos. El ruido del Tetis era ensordecedor, aunque estaba a cien metros. Agitadas palomas revoloteaban entre paredes oscuras y aleros salientes.
¿Qué puedo hacer? Todos parecían actuar como si el mundo se encaminara hacia la destrucción, y lo único que yo podía hacer era vagabundear.
Ésta es tu tarea. Eres un observador.
Me froté los ojos. ¿Quién decía que los poetas tenían que ser observadores? Pensé en Li Po y George Wu, que condujeron ejércitos en China y escribieron algunos de los poemas más delicados de la historia mientras sus soldados dormían. Al menos Martin Silenus había llevado una vida larga y agitada, aunque la mitad de esa agitación fuera una obscenidad y la otra mitad un derroche.
Al pensar en Martin Silenus solté un gruñido.
¿La niña Rachel estará colgando del árbol de espinas?
Cavilé un instante, preguntándome si ese destino era preferible a la rápida extinción causada por el mal de Merlín.
No.
Cerré los ojos y traté de no pensar en nada, ansiando establecer contacto con Sol, descubrir algo acerca del destino de la niña.
Las estelas lejanas mecían la lancha. En lo alto, varias palomas se posaron en una cornisa y empezaron a arrullarse.
—¡No me importa que sea difícil! —grita Meina Gladstone—. Quiero a toda la flota en el sistema Vega para defender Puertas del Cielo. Luego desplazaremos los elementos necesarios a Bosquecillo de Dios y los otros mundos amenazados. ¡La única ventaja que tenemos ahora es la movilidad!
La frustración oscurece el rostro del almirante Singh.
—¡Demasiado peligroso, Ejecutiva! Si trasladamos la flota al espacio de Vega, correrá el riesgo de quedar aislada. Los éxters intentarán destruir la esfera de singularidad que conecta ese sistema con la Red.
—¡Protéjala! —replica Gladstone—. Para eso tenemos esas sofisticadas naves.
Singh mira a Morpurgo y los demás oficiales, como si buscara ayuda. Nadie habla. El grupo está en el complejo ejecutivo de la Sala de Guerra. Holos y columnas de datos cubren las paredes, pero nadie observa las paredes.
—Estamos utilizando todos nuestros recursos para proteger la esfera de singularidad del espacio de Hyperion —murmura el almirante Singh, separando las palabras—. Replegarse bajo el fuego, sobre todo bajo el embate de todo el enjambre, entraña una gran dificultad. Si destruyen esa esfera, nuestra flota estará a dieciocho meses de deuda temporal respecto de la Red. La guerra se perdería antes que pudiera regresar.
Gladstone asiente.
—No le pido que arriesgue esa esfera de singularidad hasta que hayan trasladado todos los elementos de la flota, almirante… ya he accedido a dejarles Hyperion antes de sacar todas nuestras naves, pero insisto en que no entreguemos mundos de la Red sin ofrecer resistencia.
El general Morpurgo se pone en pie. El lusiano parece exhausto.
—FEM, pretendemos ofrecer resistencia. Pero es mucho más lógico iniciar nuestra defensa en Hebrón o Vector Renacimiento. No sólo ganamos cinco días para preparar nuestras defensas sino…
—¡Sino que perdemos nueve mundos! —interrumpe Gladstone—. Miles de millones de ciudadanos de la Hegemonía. Puertas del Cielo sería una pérdida tremenda, pero Bosquecillo de Dios constituye un tesoro cultural y ecológico irreemplazable.
—FEM —interviene Allan Imoto, ministro de Defensa—, hay pruebas de que los templarios han sido cómplices durante muchos años de la Iglesia del Alcaudón. Buena parte de la financiación de los programas del Culto del Alcaudón proviene de…
Gladstone silencia al hombre con un ademán.
—No me importa. La idea de perder Bosquecillo de Dios es insostenible. Si no podemos defender Vega y Puertas del Cielo, trazamos la línea en el planeta templario. No hay más que hablar.
Agobiado por cadenas invisibles, Singh intenta una sonrisa irónica.
—Con eso ganamos menos de una hora, FEM.
—No hay más que hablar —repite Gladstone—. Leigh, ¿cuál es la situación en Lusus?
Hunt carraspea. Se conduce con infinita parsimonia.
—Ejecutiva, los disturbios se han extendido a cinco colmenas. Han destruido cientos de millones de marcos en propiedades. Se trasladaron efectivos terrestres de FUERZA desde Freeholm y parecen haber contenido los peores saqueos y manifestaciones, pero no sabemos cuándo se podrá restaurar el servicio de teleyección en esas colmenas. Sin duda la Iglesia del Alcaudón es la responsable. El disturbio inicial de Colmena Bergstrom comenzó con una manifestación de fanáticos del Culto, y el obispo intervino en la programación HTV hasta que fue interrumpido por…
Gladstone baja la cabeza.
—Conque al fin asoma la cabeza. ¿Está en Lusus ahora?
—No lo sabemos, Ejecutiva —responde Hunt—. La gente de Autoridad de Tránsito intenta localizar al obispo y sus principales acólitos.
Gladstone se vuelve hacia un joven a quien no reconozco por un instante. Es el teniente William Ajunta Lee, el héroe de la batalla de Alianza-Maui. Lo habían transferido al Afuera por atreverse a manifestar su opinión ante sus superiores. Ahora las charreteras del uniforme de FUERZA lucen el oro y esmeralda de las insignias de contraalmirante.
—¿Se puede pelear por cada mundo? —pregunta Gladstone, ignorando su propio edicto de que la decisión estaba tomada.
—Creo que es un error, FEM —responde Lee—. Los nueve enjambres participan en el ataque. El único por el cual no tendremos que preocuparnos en tres años, suponiendo que retiremos nuestras fuerzas, es el que ahora ataca Hyperion. Si concentramos nuestra flota, o media flota, para enfrentarse a la amenaza de Bosquecillo de Dios, hay casi un ciento por ciento de posibilidades de que no podamos desviar esas fuerzas para defender los otros ocho mundos de la primera oleada.
Gladstone se frota el labio inferior.
El contraalmirante Lee cobra aliento.
—Recomiendo que reduzcamos nuestras pérdidas, volemos las esferas de singularidad de esos nueve sistemas y nos dispongamos a atacar los enjambres de la segunda oleada antes que lleguen a sistemas estelares habitados.
Estalla una conmoción. La senadora Feldstein de Mundo de Barnard está de pie, gritando.
Gladstone espera a que amaine la tormenta.
—¿Llevar la lucha hacia ellos? ¿Contraatacar a los enjambres en vez de aguardar una batalla defensiva?
—Sí, Ejecutiva.
Gladstone se vuelve al almirante Singh.
—¿Se puede hacer? ¿Podemos planificar, preparar y lanzar ofensivas dentro de… —Gladstone consulta los datos proyectados en la pared— ¿noventa y cuatro horas estándar?
Singh se cuadra.
—¿Posible? Bueno, quizá, FEM, pero las repercusiones políticas de la pérdida de nueve mundos de la Red y las dificultades logísticas de…
—Pero ¿es posible? —insiste Gladstone.
—Sí, Ejecutiva. Pero si…
—Hágalo —ordenó Gladstone. Se levanta, y los demás se ponen en pie—. Senadora Feldstein, la veré a usted y los demás legisladores afectados en mis aposentos. Leigh, Allan, quiero estar al corriente de los disturbios de Lusus. El Consejo de Guerra se reunirá aquí dentro de cuatro horas. Hasta luego, caballeros y damas.
Recorrí las calles obnubilado, escuchando ecos. Lejos del río Tetis, donde había menos canales y las avenidas peatonales eran más anchas, las multitudes atestaban las calles. Mi comlog me guió a diversos términex, pero las multitudes eran cada vez más numerosas. Tardé unos minutos en advertir que no se trataba sólo de habitantes de Renacimiento que procuraban salir, sino de turistas de toda la Red que trataban de entrar. Me pregunté si algún miembro del equipo de evacuación de Gladstone habría pensado en el problema de millones de curiosos que se teleyectaban para presenciar el inicio de la guerra.
Ignoraba cómo había soñado esas conversaciones en la Sala de Guerra de Gladstone, pero no dudaba que fueran reales. Incluso recordaba detalles de mis sueños de la larga noche anterior, no sólo sueños de Hyperion, sino el paseo de la FEM por los mundos y detalles de conferencias de alto nivel.
¿Quién era yo?
Un cíbrido era un remoto biológico, un apéndice de la IA —en este caso de una persona recobrada IA— atrincherado en alguna parte del Núcleo. Era lógico que el Núcleo supiera todo lo que sucedía en la Casa de Gobierno, en los muchos salones de los dirigentes humanos. La humanidad se había vuelto tan despreocupada ante la potencial vigilancia IA como las familias del sur de Estados Unidos de Vieja Tierra antes de la guerra civil, las cuales hablaban delante de sus esclavos humanos como si ellos no existieran. Así eran las cosas: cada humano que estuviera por encima del nivel de los indigentes de Colmena de la Escoria tenía un comlog con biomonitor, y muchos tenían implantes, y cada uno de ellos sintonizaba la música de la esfera de datos, monitorizada por elementos de la esfera y dependiente de funciones de la esfera, así que los humanos aceptaban su falta de intimidad. Un artista de Esperance me había dicho una vez: «Hacer el amor o tener una discusión doméstica con los monitores encendidos es como desnudarse delante de un perro o un gato; vacilas la primera vez, luego lo olvidas».
¿De manera que yo utilizaba un canal lateral conocido sólo por el Núcleo? Había un modo sencillo de averiguarlo: dejar mi cíbrido y recorrer las carreteras de la megaesfera para llegar al Núcleo, tal como Brawne y mi símil desencarnado habían hecho la última vez que yo compartí sus percepciones.
No.
La idea me causaba vértigo, náuseas. Me senté un momento en un banco, hundiendo la cabeza entre las rodillas y aspirando despacio. Las multitudes pasaban. En alguna parte alguien hablaba por un micrófono.
Tenía hambre. Hacía veintidós horas que no comía y, cíbrido o no, mi cuerpo estaba débil y famélico. Me interné en una calle lateral donde los vendedores vociferaban pregonando sus mercancías desde girocarros de una rueda.
Hallé un carro con poca gente en la cola, pedí un bollo frito con miel, una taza de sabroso café de Bressia y un emparedado de pan pita con ensalada, pagué a la mujer con un toque de mi tarjeta universal y subí a un edificio abandonado para sentarme a comer en el balcón. Sabía maravilloso. Estaba saboreando el café, pensando en comprar otro bollo frito, cuando advertí que la multitud de la plaza había dejado de vagabundear al acaso para reunirse alrededor de un pequeño grupo de hombres que se hallaban en el brocal de una ancha fuente. Sus palabras amplificadas me llegaron por encima de las cabezas de la multitud.
—… el Angel del Castigo está suelto entre nosotros. Las profecías se cumplen y llega el Milenio… el plan del Avatar exige ese sacrificio, tal como lo profetizó la Iglesia de la Expiación Final, que sabía, siempre ha sabido, que debe haber expiación. Es demasiado tarde para soluciones a medias, demasiado tarde para luchas intestinas, el fin de la humanidad se acerca, las Tribulaciones han comenzado, está alboreando el Milenio del Señor.
Comprendí que los hombres de rojo eran sacerdotes del Culto del Alcaudón y que la multitud respondía, primero con desperdigados gritos aprobatorios, luego con «¡Sí, sí!» y «¡Amén!», y al fin cantando al unísono, alzando los puños y soltando gritos de éxtasis. Era incongruente. En este siglo la Red compartía ciertos rasgos con la Roma de Vieja Tierra anterior a la era cristiana: una política de tolerancia, gran cantidad de religiones, la mayoría, como el gnosticismo Zen, más interesadas en el mundo interior que en el proselitismo, mientras que el tono general era de moderado cinismo e indiferencia al impulso religioso.
Pero no ahora, no en esta plaza.
Los siglos recientes habían estado libres de turbas: para crear una turba tiene que haber reuniones públicas, y en nuestra época las reuniones públicas consistían en individuos que se comunicaban a través de la Entidad Suma u otros canales de la esfera de datos; resulta difícil crear pasiones gregarias cuando las gentes están separadas por kilómetros y años-luz, conectadas sólo por líneas de comunicación y hebras ultralínea.
De pronto un paréntesis en el rugido de la multitud me arrancó de mis ensoñaciones. Mil rostros se habían vuelto hacia mí.
—¡… y he allí a uno de ellos! —exclamó el sacerdote, haciendo relampaguear la túnica roja al señalar hacia mí—. Uno de los pertenecientes a los exclusivos círculos de la Hegemonía, uno de los intrigantes y pecadores que nos ha traído el día de la Expiación… ¡Ese hombre y los de su calaña desean que el Avatar del Alcaudón os haga pagar por sus pecados, mientras él y los demás se ocultan en los mundos secretos que la Hegemonía ha reservado para este día!
Dejé la taza de café, engullí el último bocado del bollo y lo miré sorprendido. El hombre decía sandeces, pero ¿cómo sabía que yo venía de TC2? ¿O que yo tenía acceso a Gladstone? Miré de nuevo, protegiéndome los ojos del resplandor y tratando de ignorar las caras erguidas y los puños amenazadores, concentrándome en el hombre de la túnica.
¡Cielos! Era Spenser Reynolds, el artista que había intentado acaparar la charla durante la cena en Copa-del-Árbol. Reynolds se había rapado la cabeza sin dejarse ni un vestigio del cabello rizado y peinado, excepto una coleta del Culto del Alcaudón sobre la nuca pero la cara aún era bronceada y elegante, a pesar de la cólera fingida y el fanatismo.
—¡Capturadlo! —exclamó el agitador Reynolds—. ¡Capturadlo y hacedle pagar por la destrucción de nuestros hogares, la muerte de nuestras familias, el fin de nuestro mundo!
Miré a mis espaldas, pensando que aquel pomposo exhibicionista no hablaba de mí.
Pero sí hablaba de mí. Buena parte de la multitud se había amotinado y una oleada de personas que estaban cerca del histérico demagogo se lanzó hacia mí, agitando los puños y babeando, y ese desplazamiento impulsó a otros que estaban más alejados del centro, hasta que los bordes de la multitud avanzaron hacia mí para no ser pisoteados.
La embestida se transformó en una masa exaltada que rugía y se desgañitaba. La suma del cociente intelectual de la multitud estaba muy por debajo de la de su integrante más cretino. Las turbas tienen pasiones, no cerebro.
No deseaba quedarme allí para explicarles esto. La multitud se dividió e inundó ambos lados de la escalera doble. Giré y probé la puerta tapiada que tenía detrás. Estaba cerrada con llave.
Pateé la puerta y la hundí en el tercer intento, me interné en el boquete escapando de manos agitadas y comencé a subir una oscura escalera en una habitación que olía a vejez y moho. Oí gritos y crujidos cuando la turba demolió la puerta.
En el tercer piso había un apartamento, ocupado a pesar de que el edificio estaba abandonado. No tenía llave. Abrí la puerta mientras las pisadas llegaban al siguiente rellano.
—Por favor, ayuda… —dije y me callé. Había tres mujeres en la oscura habitación; quizá tres generaciones femeninas de la misma familia, pues existía una semejanza. Las tres estaban sentadas en sillas podridas, vestidas con harapos sucios, los blancos brazos extendidos, los pálidos dedos arqueados sobre esferas invisibles, vi el delgado cable metálico que unía el cabello blanco de la mujer más vieja con un aparato negro apoyado en la mesa polvorienta. Cables idénticos emergían del cráneo de la hija y la nieta.
Adictas al alambre. Al parecer, en las etapas finales de la anorexia. Alguien debía de entrar en ocasiones para alimentarlas por vía intravenosa y cambiarles la ropa sucia, pero quizás el temor de la guerra había ahuyentado a sus guardianes.
Retumbaron pisadas en la escalera. Cerré la puerta y subí dos tramos más. Puertas cerradas, habitaciones donde las goteras formaban charcos de agua. Inyectores vacíos de Flashback desperdigados como bulbos de gaseosas. Éste no es un vecindario elegante, pensé.
Llegué a la azotea diez escalones por delante de la turba. Si aquellos exaltados habían perdido parte de su obtuso apasionamiento al separarse del gurú, lo recobraron en los oscuros y claustrofóbícos confines de la escalera. Quizá ya habían olvidado por qué me perseguían, pero eso no hacía más atractiva la idea de que me capturasen. Cerré la puerta podrida, busqué un cerrojo, cualquier cosa para impedirles el paso. No había cerrojo. Nada de tamaño suficiente para bloquear la entrada. Pasos frenéticos resonaron en el último tramo de la escalera.
Miré alrededor: pequeñas antenas de conexión crecían como hongos invertidos y oxidados, una soga de ropa tendida que parecía olvidada hacía años, los cadáveres descompuestos de varias palomas, un antiguo Vikken Scenic.
Llegué al VEM antes de que la multitud atravesara la puerta. El vehículo era una pieza de museo. El parabrisas estaba lleno de mugre y excrementos de palomas. Alguien había sacado los impulsores originales para reemplazarlos por unidades baratas del mercado negro que jamás pasarían una inspección. La parte trasera del dosel de Perspex estaba hundida y oscurecida, como si alguien la hubiera usado para tirar al blanco con un láser.
Más importante para mí: no tenía cerradura electrónica, sólo un cerrojo forzado mucho tiempo atrás. Me arrojé en el asiento polvoriento y traté de cerrar la portezuela; no encajó, sino que quedó entreabierta. No especulé acerca de las escasas probabilidades de que el aparato arrancara o de las aún más remotas de negociar con la turba mientras me sacaba a rastras, siempre que no me arrojara desde el edificio. Allá abajo, en la plaza, la turba rugía con creciente frenesí.
Los primeros en llegar al techo fueron un hombre rechoncho con un mono caqui, un hombre delgado con un traje negro de última moda en Tau Ceti, una mujerona obesa que agitaba una herramienta, y un hombrecillo bajo con el uniforme verde de la Fuerza de Autodefensa de Renacimiento.
Sostuve la portezuela abierta con la mano izquierda y deslicé la microtarjeta universal de Gladstone en la ranura de encendido. La batería gimió, el arranque rechinó. Cerré los ojos rogando que los circuitos fueran solares y autorreparables.
Llovieron puñetazos sobre el techo y palmadas contra el distorsionado Perspex, y alguien abrió la portezuela a pesar de mis esfuerzos para mantenerla cerrada. El griterío de la distante multitud era como un murmullo oceánico; los gritos del grupo de la azotea parecían graznidos de gaviotas gigantes.
Los circuitos de ascenso arrancaron, los impulsores arrojaron polvo y excremento de palomas sobre la turba. Cogí el omnicontrol, lo moví hacia atrás y a la derecha. El viejo Scenic se elevó, vaciló, descendió y se elevó de nuevo.
Sobrevolé la plaza mientras las alarmas del panel gorjeaban y alguien colgaba aún de la portezuela abierta. Descendí, sonriendo al ver que el orador Reynolds se agachaba y la multitud se dispersaba, y luego me elevé sobre la fuente, ladeándome a la izquierda.
Mi aullante pasajera no soltó la portezuela, pero la pieza se desprendió, así, que el efecto fue el mismo. Vi que era la mujer obesa cuando ella y la portezuela chocaron contra el agua a ocho metros, salpicando a Reynolds y la multitud. Decidí elevar el VEM y advertí que las unidades de ascenso compradas en el mercado negro protestaban por la decisión.
Llamadas coléricas de control de tráfico se unieron al coro de alarmas del panel, el vehículo titubeó mientras la policía tomaba el control, pero toqué la pantalla con mi microtarjeta y el omnicontrol recobró el mando. Sobrevolé la sección más antigua y pobre de la ciudad, manteniéndome cerca de los tejados y rodeando torres para permanecer por debajo del radar policíaco. En un día normal, polizontes de control de tráfico con equipos de vuelo y deslizadores personales habrían descendido para echarme una red, pero aquél no era un día normal, a juzgar por las multitudes y los disturbios que rodeaban los términex.
El Scenic me advirtió que sus segundos de vuelo llegaban a su fin, el impulsor de estribor dio un brinco espantoso y manipulé duramente el omnicontrol y el acelerador para bajar aquella antigualla hasta un aparcamiento, entre un canal y un edificio hollinoso. El lugar estaba a diez kilómetros de la plaza donde Reynolds había incitado a la turba, así que valía la pena correr el riesgo de caminar. En cualquier caso, no tenía muchas alternativas.
Saltaron chispas, el metal se desgarró. Partes del panel trasero, el lateral de señales y el panel frontal se desprendieron del resto del vehículo. Aterricé y me detuve a dos metros de la pared que daba sobre el canal. Me alejé del Vikken con la mayor soltura posible.
Las multitudes aún dominaban las calles —aunque todavía no formaban una turba— y los canales eran una maraña de embarcaciones, así que entré en el edificio público más próximo para perderme de vista. El lugar era museo, biblioteca y archivo. A primera vista me agradó. También me gustó el olor, pues había miles de libros impresos, algunos muy viejos, y nada huele tan bien como los libros antiguos.
Vagaba por la antesala, observando títulos y preguntándome si allí hallaría las obras de Salmud Brevy, cuando un hombre menudo y marchito con un anticuado traje de lana y fibroplástico se me acercó.
—¡Hace tiempo que no gozamos del placer de su compañía!
Asentí, convencido de que jamás había visto a ese hombre ni visitado el lugar.
—¿Tres años, verdad? ¡Por lo menos tres años! Cielos, cómo pasa el tiempo. —La vocecita del hombre era apenas un susurro, el murmullo de alguien que ha pasado la mayor parte de su vida en bibliotecas, pero su entusiasmo parecía innegable—. Sin duda querrá ir a ver la colección —dijo, mientras se apartaba como para cederme el paso.
—Sí —asentí con una ligera reverencia—. Pero después de usted.
El hombrecillo —un archivista— parecía complacido de guiarme. Parloteaba acerca de nuevas adquisiciones, evaluaciones recientes y visitas de eruditos de la Red mientras atravesábamos habitaciones llenas de libros, bóvedas de varios niveles, pasillos revestidos de caoba, vastas cámaras donde nuestras pisadas resonaban en paredes distantes. No vi a nadie más durante el recorrido.
Atravesamos un pasaje con mosaicos y barandillas de hierro forjado, por encima de azulados campos de contención que protegían rollos, pergaminos, mapas ajados, manuscritos iluminados y antiguos libros de cómics de los estragos de la atmósfera. El archivista abrió una puerta baja, más gruesa que la mayoría de las entradas herméticas y entramos en una sala pequeña y sin ventanas donde pesadas colgaduras ocultaban nichos llenos de antiguos volúmenes. Había un sillón de cuero sobre una alfombra persa pre-Hégira, y una vitrina albergaba pergaminos encapsulados al vacío.
—¿Piensa usted publicar pronto? —preguntó el hombrecillo.
—¿Qué? —Aparté la vista de la vitrina—. Oh… no. El archivista se tocó la barbilla con un puño pequeño.
—Discúlpeme por decirlo, pero es una lástima que no lo haga. Incluso en nuestras escasas conversaciones, a través de los años, he comprendido que usted es uno de los mejores especialistas en Keats de la Red. Quizás el mejor. —Suspiró y retrocedió un paso—. Disculpe la indiscreción.
Lo miré fijamente.
—No se preocupe —dije, comprendiendo de pronto por quién me tomaba y por qué esa persona había ido allí.
—Usted deseará estar a solas.
—Si no le molesta.
El archivista hizo una reverencia y salió de espaldas, dejando la maciza puerta entornada. La única luz procedía de tres lámparas tenues ocultas en el techo: perfectas para leer, pero no tan brillantes como para atentar contra la atmósfera catedralicia de la pequeña habitación. El único ruido eran los pasos del archivista que se alejaba. Avancé hasta la vitrina y apoyé las manos en los bordes, cuidando de no ensuciar el vidrio.
Evidentemente el primer cíbrido Keats, «Johnny», había ido allí con frecuencia durante sus pocos años de vida en la Red. Recordé la referencia a una biblioteca en Renacimiento en una conversación que había mantenido con Brawne Lamia. Había seguido a su cliente y amante al principio de la investigación de su «muerte». Luego, cuando lo mataron definitivamente, excepto por la persona grabada en el bucle Schrón, ella había visitado el lugar. Había hablado a los demás peregrinos de dos poemas que el primer cíbrido había consultado a diario en su esfuerzo para comprender la razón de su existencia… y la de su muerte.
Estos dos manuscritos originales estaban en la vitrina. El primero era un poema de amor, a mí juicio algo melifluo, que comenzaba «¡Ha muerto el día, y han muerto sus dulzuras!». El segundo era mejor, aunque influenciado por la morbidez romántica de una época abiertamente mórbida y romántica.
Esta cálida mano, que hoy puede
con fuerza aferrarte, aún podría,
en el glacial silencio de la tumba,
turbar tus días y helar tus noches soñadoras.
Tu corazón sin sangre dejarías
para dar a mis venas roja vida
y aplacar tu conciencia: aquí la tienes,
hacia ti la tiendo.
Brawne Lamia lo había tomado como un mensaje personal de su amante muerto, el padre de su hijo no nacido. Miré el pergamino, bajando la cara y enturbiando el vidrio con el aliento.
No era un mensaje a través del tiempo destinado a Brawne, ni siquiera un lamento contemporáneo por Fanny, el único y más entrañable afán de mi alma. Observé las palabras desleídas, la letra cuidadosamente trazada, aún legible a través de los abismos del tiempo y la evolución del idioma, y recordé que las había escrito en diciembre de 1819, garrapateando esa estrofa en una página del cuento de hadas satírico que acababa de iniciar, La gorra y las campanillas, o Los celos. Un tremendo dislate, atinadamente abandonado después del período de ligera diversión que me concedió.
El fragmento de «esta mano viviente» había constituido uno de esos ritmos poéticos que reverbera en la mente como un acorde irresuelto y que uno anhela ver reproducido en tinta, sobre papel. A la vez, había sido un eco de un verso anterior e insatisfactorio, el decimoctavo, creo, de mi segundo intento de narrar la historia de la caída del dios solar Hyperion. Recuerdo que la primera versión, la que sin duda aún se imprime dondequiera mis huesos literarios se exponen como los restos momificados de un santo, hundido en cemento y vidrio bajo el altar de la literatura; esa primera versión decía.
¿Quién puede decir:
«No eres poeta, no puedes contar tus sueños»?
Todo hombre cuya alma no sea tosca
tiene visiones, y hablará, si ha amado
y fue nutrido en su lengua materna.
Y se sabrá si el sueño ahora propuesto
es de fanático o poeta
cuando mi mano, tierna escriba, esté en la tumba.
Me gustaba la versión garrapateada, con esa atmósfera de helada acechanza, y la habría puesto en lugar de «cuando mi mano, tierna escriba». Aunque tuviera que revisarla un poco y añadir catorce versos al ya excesivamente largo pasaje inicial del primer Canto.
Retrocedí hacia la silla, me senté, hundí la cara en las manos. Empecé a sollozar. Ignoraba por qué. No podía irme.
Cuando las lágrimas dejaron de brotar, permanecí largo rato sentado, pensando, recordando. Una vez, quizás horas después, oí el eco de pisadas lejanas que se detuvieron respetuosamente frente a la pequeña habitación y se perdieron de nuevo en la distancia.
Comprendí que todos los libros de todos los estantes eran obras del «señor John Keats, de metro y medio de altura», como había yo escrito en una ocasión. John Keats, el poeta tísico que había pedido que en su tumba no figurase ningún nombre, sólo la inscripción.
Aquí yace alguien
cuyo nombre estaba escrito sobre el agua.
No soportaba mirar los libros, leerlos. No estaba obligado a hacerlo.
A solas en la quietud de esa biblioteca, con el olor almizclado del cuero y el papel antiguo, a solas en un santuario que era mío y no lo era, cerré los ojos. No dormí. Soñé.