Desperté, pero no me agradó que me despertaran.
Me volví, entorné los ojos, maldije la súbita invasión de la luz y vi a Leigh Hunt sentado en el borde de la cama con un inyector en la mano.
—Tomó usted píldoras suficientes para dormir todo el día —comentó—. A levantarse.
Me incorporé, me froté la barba crecida, miré a Hunt.
—¿Quién diablos le ha dado permiso para entrar en mi habitación? —El esfuerzo de hablar me provocó tos, y no paré hasta que Hunt regresó del cuarto de baño con un vaso de agua.
—Tenga.
Bebí, tratando en vano de expresar cólera y ultraje entre espasmos de tos. Los jirones de sueños se disipaban como bruma matinal. Experimenté una tremenda sensación de pérdida.
—Vístase —ordenó Hunt al tiempo que se levantaba—. La FEM quiere que vaya usted a sus aposentos dentro de veinte minutos. Han ocurrido cosas mientras usted dormía.
—¿Qué cosas? —Me froté los ojos y me acaricié el pelo.
Hunt sonrió.
—Vaya a la esfera de datos y acuda cuanto antes a los aposentos de Gladstone. Veinte minutos, Severn. —Se marchó.
Ingresé en la esfera de datos. Se puede visualizar el punto de ingreso en la esfera imaginando un fragmento del océano de Vieja Tierra en diversos grados de turbulencia. Los días normales mostraban un mar plácido con interesantes ondas. Las crisis mostraban olas y crestas. Hoy había un huracán. Se retrasaba la entrada a cualquier ruta de acceso, reinaba la confusión en turbulentas olas de ráfagas de actualización, la matriz del plano de datos era un remolino de cambios de almacenaje y transferencias de crédito, y la Entidad Suma, normalmente un bordoneo múltiple de información y debate político, era un furibundo viento de confusión, referencias abandonadas y modelos obsoletos que pasaban como nubes deshilachadas.
—Santo Dios —susurré, interrumpiendo el acceso pero sintiendo el martilleo de la información en el implante y el cerebro. Guerra. Ataque por sorpresa. Inminente destrucción de la Red. Rumores referentes a la posible destitución de Gladstone. Tumultos en una veintena de mundos. Levantamientos de los fanáticos del Alcaudón en Lusus. La flota de FUERZA abandonaba el sistema de Hyperion en una desesperada acción de retaguardia, pero demasiado tarde, demasiado tarde. Hyperion bajo ataque. Temor a una incursión por teleyector.
Me levanté, corrí desnudo al cuarto de baño y me di una ducha sónica en un tiempo récord. Hunt o alguien me había dejado un traje de etiqueta gris con capa, y me vestí deprisa, arreglándome el pelo mojado de tal modo que me cayeron rizos húmedos en el cuello.
No convenía hacer esperar a la FEM de la Hegemonía del Hombre. Oh, no, desde luego que no convenía.
—Ya era hora —espetó Meina Gladstone cuando entré en su habitación.
—¿Qué diablos ha hecho? —exclamé.
Gladstone parpadeó. Era evidente que la FEM de la Hegemonía del Hombre no estaba acostumbrada a que le hablaran en ese tono. Situación peliaguda, pensé.
—Recuerde quién es usted y con quién habla —aconsejó fríamente Gladstone.
—No sé quién soy. Y quizás esté hablando con la máxima homicida desde Horace Glennon-Height. ¿Por qué demonios permitió que estallara esta guerra?
Gladstone parpadeó de nuevo y miró alrededor. Estábamos a solas. La sala larga, agradablemente oscura, se había decorado con obras de arte de Vieja Tierra. En ese momento no me importaba estar en una sala llena de Van Goghs originales. Clavé los ojos en Gladstone. Los rasgos de Lincoln eran sólo los de una anciana en la luz tenue que entraba por las persianas. Ella me sostuvo la mirada, luego desvió los ojos.
—Pido disculpas —dije, sin tono de disculpa—. Usted no la permitió, sino que la impulsó, ¿verdad?
—No, Severn, yo no la impulsé —respondió Gladstone con un hilo de voz.
—Hable —ordené. Caminé de un lado a otro cerca de las altas ventanas, observando la luz que se desplazaba como franjas pintadas—. Yo no soy Joseph Severn.
Ella enarcó las cejas.
—¿He de llamarle Keats?
—Puede llamarme Nadie. Así, cuando vengan los demás cíclopes, podrá decir que Nadie la ha cegado, y ellos se irán comentando que es la voluntad de los dioses.
—¿Piensa usted cegarme?
—En este momento, podría retorcerle el pescuezo y marcharme sin el menor remordimiento. Morirán millones antes que termine esta semana. ¿Cómo ha podido permitirlo?
Gladstone se tocó el labio inferior.
—El futuro se ramifica en sólo dos direcciones —murmuró—. Guerra e incertidumbre total, o paz y aniquilación totalmente cierta. Escogí la guerra.
—¿Quién lo dice? —Ahora había más curiosidad que furia en mi voz.
—Es un hecho. —Gladstone miró su comlog—. Dentro de diez minutos debo presentarme ante el Senado para declarar la guerra. Déme noticias acerca de los peregrinos de Hyperion.
Me crucé de brazos y la miré fijamente.
—Hablaré si usted promete hacer algo.
—Lo haré si está en mi mano.
Vacilé, comprendí que aquella mujer jamás firmaría un cheque en blanco.
—De acuerdo —convine—. Quiero que se comunique por ultralínea con Hyperion, libere la nave del cónsul y envíe a alguien al río Hoolie para encontrar al cónsul. Está a ciento treinta kilómetros de la capital, cerca de los Bucles de Karla. Tal vez esté herido.
Gladstone arqueó un dedo, se frotó el labio y asintió.
—Enviaré a alguien a buscarlo. La liberación de la nave depende de lo que me diga usted. ¿Los demás están vivos?
Me envolví en la corta capa y me desplomé en un sofá.
—Algunos.
—¿La hija de Byron Lamia? ¿Brawne?
—El Alcaudón la ha capturado. Por un tiempo estuvo inconsciente, conectada con la esfera de datos por medio de un empalme neural. Soñé que ella flotaba en alguna parte y se reunía con la primera personalidad Keats. Entró en la megaesfera… conexiones y dimensiones del Núcleo con las que yo nunca había soñado, además de la esfera accesible.
—¿Está viva ahora? —preguntó Gladstone, ansiosa.
—No lo sé. Su cuerpo ha desaparecido. Yo desperté antes de poder ver dónde entró su persona en la megaesfera.
Gladstone asintió.
—¿El coronel?
—Kassad fue capturado por Moneta, la mujer que parecía residir en las Tumbas mientras viajan por el tiempo. La última vez que lo vi, atacaba al Alcaudón por su cuenta. Alcaudones, en realidad. Había miles de ellos.
—¿Sobrevivió?
Abrí las manos.
—Lo ignoro. Son sueños. Fragmentos. Retazos de percepción.
¿El poeta?
—El Alcaudón capturó a Silenus. Está empalado en el árbol de espinas. Pero lo entreví más tarde, en el sueño de Kassad. Silenus aún vivía. No sé cómo.
—¿El árbol de espinas es real, no mera propaganda del culto?
—Desde luego, es real.
—¿Y el cónsul se marchó? ¿Intentó regresar a la capital?
—Tenía la alfombra voladora de su abuela. Funcionó bien hasta los Bucles de Karla. Cayó al río. —Me adelanté a la siguiente pregunta—. No sé si está vivo.
—¿Y el sacerdote? ¿El padre Hoyt?
—El cruciforme lo resucitó como el padre Duré.
—¿Es el padre Duré? ¿O un duplicado imbécil?
—Es Duré. Pero dañado, desalentado.
—¿Y todavía está en el valle?
—No. Desapareció en una de las Tumbas Cavernosas. No sé qué le ha sucedido.
Gladstone consultó el comlog. Traté de imaginar la confusión y el caos que reinaban en el resto del edificio, de ese mundo, de la Red. Sin duda la FEM se había recluido allí un cuarto de hora antes de su discurso ante el Senado. Quizá fuera su último momento de soledad en semanas. O para siempre.
—¿El capitán Masteen?
—Muerto. Sepultado en el valle.
Gladstone cobró aliento.
—¿Weintraub y la niña?
Sacudí la cabeza.
—Soñé las cosas desfasadas con el tiempo. Creo que ya ha ocurrido, pero estoy confundido. —Alcé la cabeza. Gladstone aguardaba, paciente—. La niña tenía apenas unos segundos de edad cuando llegó el Alcaudón. Sol se la ofrendó. El Alcaudón la condujo a la Esfinge. Las Tumbas refulgen con mucho brillo. Estaban surgiendo otros Alcaudones.
—Entonces, ¿las Tumbas se han abierto?
—Sí.
Gladstone tocó el comlog.
—Leigh, ordena al oficial de guardia del centro de comunicaciones que se ponga en contacto con Theo Lane y la gente de FUERZA en Hyperion. Libera la nave que tenemos en cuarentena. Di al gobernador general que dentro de unos minutos le enviaré un mensaje personal. —El instrumento gorjeó y ella me miró—. ¿Ha soñado usted algo más?
—Imágenes. Palabras. No entiendo qué sucede. Ésos son los principales elementos.
Gladstone sonrió.
—¿Ha advertido que está soñando con acontecimientos que trascienden la experiencia de la otra persona Keats?
Callé, alarmado ante esas palabras. Mi contacto con los peregrinos había sido posible a través de una conexión del Núcleo con el implante del bucle Schrón de Brawne, a través de ella y la primitiva esfera de datos que compartían. Pero la persona estaba liberada, y la esfera destruida por la separación y la distancia. Ni siquiera un receptor ultralínea recibe mensajes cuando no hay transmisor.
Gladstone dejó de sonreír.
—¿Puede explicarlo?
—No. Tal vez sólo fueron sueños, sueños de verdad.
Ella se levantó.
—Lo sabremos si encontramos al cónsul. O cuando su nave llegue al valle. Tengo dos minutos antes de comparecer ante el Senado. ¿Algo más?
—Una pregunta. ¿Quién soy yo? ¿Por qué estoy aquí?
De nuevo sonrió.
—Todos nos formulamos esas preguntas, señor Sev… Keats.
—Hablo en serio. Creo que usted sabe más que yo.
—El Núcleo lo envió para que fuera mi enlace con los peregrinos. Y para observar. A fin de cuentas, usted es un poeta y un artista.
Resoplé y me levanté. Caminamos despacio hacia el portal teleyector privado que la conduciría al Senado.
—¿De qué sirven mis observaciones cuando nos enfrentamos al fin del mundo?
—Averígüelo —dijo Gladstone—. Vaya a ver el fin del mundo. —Me entregó una microtarjeta para mi comlog. La inserté, miré la pantalla: era una autorización universal que me brindaba acceso a todos los portales, públicos, privados o militares. Era un billete hacia el fin del mundo.
—¿Y si me matan? —pregunté.
—Entonces nunca averiguaremos las respuestas a esas preguntas —replicó la FEM Gladstone. Me tocó la muñeca, me dio la espalda y atravesó el portal.
Durante varios minutos permanecí solo en sus aposentos, apreciando la luz, el silencio y el arte. Sí, había un Van Gogh en una pared y valía más de lo que podían pagar la mayoría de los planetas. Era una pintura del cuarto del artista en Arles. La locura no es una invención de los últimos tiempos. Al cabo de un rato me marché. Dejé que la memoria del comlog me guiara por el laberinto de Gobierno hasta hallar el términex teleyector central, y atravesé un portal para enfrentarme al fin del mundo.
Había dos sendas teleyectoras de acceso pleno en la Red: la Confluencia y el río Tetis. Me proyecté a la Confluencia, donde la franja de medio kilómetro de Tsingtao-Hsishuang Panna se conectaba con Nueva Tierra y la breve extensión de playa de Nevermore. Tsingtao-Hsishuang era un mundo de la primera oleada, y estaba a treinta y cuatro horas de la embestida éxter. Nueva Tierra figuraba en la lista de la segunda oleada, que se estaba anunciando en ese momento, y faltaba poco más de una semana estándar para la invasión. Nevermore estaba en lo más profundo de la Red, a años del ataque.
No había indicios de pánico. La gente iba a la esfera de datos y la Entidad Suma más que a la calle. Recorriendo las callejas de Tsingtao, oí la voz de Gladstone en mil receptores y comlogs personales, un extraño contrapunto con los gritos de los vendedores callejeros y el siseo de las ruedas en el pavimento húmedo mientras los rickshaws eléctricos zumbaban en los niveles de transporte.
—… como otro líder dijo a su pueblo en vísperas de un ataque, hace casi ocho siglos, «sólo puedo ofrecer sangre, afanes, lágrimas y sudor». Preguntaréis cuál es nuestra decisión. Os lo diré: librar la guerra, en el espacio, en tierra, en el aire, en el mar; librar la guerra con todo nuestro poderío y la fuerza que pueden darnos la justicia y el derecho. Ésta es nuestra decisión…
Había tropas de FUERZA cerca de la zona de traslación entre Tsingtao y Nevermore, pero el flujo de peatones parecía normal. Me pregunté cuándo confiscarían las fuerzas armadas la avenida peatonal para el tráfico de vehículos y si ese tráfico enfilaría hacia el frente o en dirección contraria.
Entré en Nevermore. Las calles estaban secas, excepto por la espuma del mar que rugía al pie de las murallas de piedra de la Confluencia. El cielo tenía sus tonos habituales: ocre y gris amenazadores, un crepúsculo siniestro en pleno día. Luces y mercancías relucían en tiendas pequeñas. Las calles estaban más desiertas que de costumbre; las gentes escuchaban con la cabeza gacha y ojos distraídos, de pie en las tiendas o sentadas en parapetos o bancos.
—… preguntaréis cuál es nuestra meta. Responderé con una sola palabra. Es la victoria, la victoria a toda costa, a pesar del terror, la victoria por largo y duro que sea el camino, pues sin victoria no hay supervivencia…
Las filas del términex principal de Edgartown eran cortas. Marqué Mare Infinitum y entré.
Los cielos mostraban su habitual verdor sin nubes y el océano era aún más verde bajo la ciudad flotante. Granjas de algas flotaban hasta el horizonte. Las multitudes eran aún más pequeñas a esta distancia de la Confluencia, las aceras estaban casi vacías, algunas tiendas cerradas. Un grupo de hombres escuchaba un antiguo receptor ultralínea cerca de un muelle.
La voz de Gladstone sonaba inexpresiva y metálica en el aire salobre.
—… en este preciso instante, unidades de FUERZA se desplazan sin pausa hacia sus puestos, firmes en su resolución y confiando en su aptitud para rescatar no sólo a los mundos amenazados sino a toda la Hegemonía del Hombre de la tiranía más atroz y desalmada que haya mancillado los anales de la historia…
Mare Infinitum estaba a dieciocho horas de la invasión. Miré hacia el cielo, esperando descubrir indicios del enjambre enemigo, defensas orbitales, movimientos de tropas espaciales. Sólo había cielo, un día cálido y la ciudad meciéndose suavemente en el mar.
Puertas del Cielo era el primer mundo en la lista de la invasión. Atravesé el portal de Ciudad Lodazal y miré desde las Alturas de Rifkin hacia esa ciudad que desmentía su nombre. Era noche cerrada, tan tarde que los barredores mecánicos estaban trabajando, y sus cepillos y aparatos sónicos zumbaban contra el empedrado, pero aquí había movimiento, largas filas de gente silenciosa en el términex público de Rifkin e hileras aún más largas en los portales del bulevar. Había policías locales, altas figuras con monos pardos, pero no se veían unidades de FUERZA, a pesar de lo que dijera el discurso.
Las personas de las filas no eran residentes locales. Los terratenientes de Alturas de Rifkin y el Bulevar sin duda tenían portales privados. Parecían ser obreros de los proyectos de recuperación que se emprendían más allá del helechal y los parques. No demostraban pánico y apenas hablaban. Las colas avanzaban con paciente estoicismo, como familias encaminándose hacia las atracciones de un parque infantil. Pocos llevaban mucho más que un bolso o una mochila.
¿Hemos alcanzado tal ecuanimidad me pregunté, que nos comportamos con dignidad incluso frente a una invasión?
Puertas del Cielo estaba a trece horas de la hora H. Sintonicé mi comlog con la Entidad Suma.
—… si podemos hacer frente a esta amenaza, los mundos que amamos pueden permanecer libres y la vida de la Red podrá avanzar hacia el resplandeciente futuro. Pero si fracasamos, la Red, la Hegemonía, todo lo que conocemos y apreciamos se hundirá en el abismo de una nueva Edad Oscura que resultará aún más siniestra, dada la perversión de las luces de la ciencia y la negación de la libertad humana.
»Consagrémonos, pues, a nuestros deberes y comportémonos de tal modo que si la Hegemonía del Hombre, su Protectorado y sus aliados duran diez mil años, la humanidad aún diga: "Ésta fue su mejor hora."
Sonaron disparos en la fragante y silenciosa ciudad. Primero se oyó el tableteo de pistolas de minidardos, luego el zumbido profundo de los paralizadores antidisturbios, luego gritos y siseo de láseres. La multitud se lanzó hacia el términex, pero la policía antidisturbios salió del parque, encendió potentes focos halógenos que deslumbraron a la multitud y le ordenó mediante altavoces que se colocara en las filas o se dispersara. La multitud titubeó, se movió de aquí para allá como una medusa atrapada en corrientes traicioneras y luego —incitada por nuevos disparos— se lanzó hacia las plataformas de los portales. Los policías dispararon gas lacrimógeno y cápsulas de vértigo. Violáceos campos de interdicción nacieron entre la multitud y el teleyector. Una escuadra de VEM militares y deslizadores de seguridad sobrevoló la ciudad y la apuñaló con sus reflectores. Un haz de luz me bañó, se sostuvo hasta que mi comlog parpadeó ante una seña de interrogación y continuó. Empezó a llover.
Al cuerno la ecuanimidad.
La policía había capturado el términex público de Alturas de Rifkin y atravesaba el portal privado del Protectorado Atmosférico que yo había usado. Decidí ir a otra parte.
Comandos de FUERZA custodiaban la Casa de Gobierno e inspeccionaban a los recién llegados a pesar de que ese portal era uno de los más inaccesibles de la Red. Atravesé tres puestos de inspección antes de llegar al ala ejecutiva/residencial donde estaban mis aposentos. De pronto salieron guardias para desalojar el pasillo principal y custodiar a sus tributarios, y Gladstone pasó acompañada por una arremolinada turba de consejeros, ayudantes y oficiales militares. Asombrosamente me vio, detuvo a su cortejo y me habló a través de la barricada de marines en traje de combate.
—¿Qué le ha parecido el discurso, señor Nadie?
—Bien —dije—. Conmovedor. Y robado a Winston Churchill, si no me equivoco.
Gladstone sonrió y se encogió de hombros.
—Si hemos de robar, robemos a los maestros olvidados. —La sonrisa se disipó—. ¿Qué noticias hay en la frontera?
—Empiezan a comprender la realidad —respondí—. Espere pánico.
—Siempre lo espero —dijo la FEM—. ¿Qué noticias tiene de los peregrinos?
Quedé sorprendido.
—¿Los peregrinos? No he soñado.
La corriente del cortejo y los inminentes acontecimientos ya arrastraban a Gladstone corredor abajo.
—Tal vez ya no necesite dormir para soñar —apuntó—. Inténtelo.
La seguí con la mirada, fui a mi habitación y encontré la puerta, pero me aparté de ella encolerizado conmigo mismo. Con temor y alarma, yo escapaba del terror que descendía sobre todos. Me contentaría con tenderme en la cama, evitando el sueño, las mantas hasta la barbilla mientras lloraba por la Red, la niña Rachel y por mí mismo. Dejé el ala residencial y me dirigí al jardín central, vagando por las sendas de grava. Diminutos microrremotos zumbaban como abejas por el aire, y uno me siguió cuando atravesé el jardín de rosas para dirigirme a una zona donde un sendero hundido serpeaba entre humeantes plantas tropicales, y a la sección de Vieja Tierra, cerca del puente. Me senté en el banco de piedra donde había hablado con Glasstone.
Tal vez ya no necesite dormir para soñar. Inténtelo.
Puse los pies en el banco, apoyé la barbilla en las rodillas, me llevé los dedos a las sienes y cerré los ojos.