—No debería ir yo —dijo el cónsul.
Él y Sol habían llevado al inconsciente Het Masteen desde la Tumba Cavernosa hasta la Esfinge, mientras el padre Duré cuidaba de Brawne Lamia. Era casi medianoche y el valle relucía con el reflejo de las Tumbas. Las alas de la Esfinge formaban arcos en el retazo de cielo que alcanzaban a ver entre las paredes de roca. Brawne permanecía inmóvil y el obsceno cable serpeaba hacia la oscuridad de la tumba.
Sol tocó el hombro del cónsul.
—Ya hemos hablado de ello. Debe ir usted.
El cónsul meneó la cabeza y acarició la alfombra voladora.
—Quizá pueda transportar a dos. Usted y Duré podrían llegar adonde está amarrada la Benarés.
Sol sostuvo la cabecita de su hija mientras la acunaba.
—Rachel tiene dos días de edad. Además, aquí es donde debemos estar.
El cónsul miró alrededor con expresión dolorida.
—Aquí es donde yo debo estar. El Alcaudón…
Duré se inclinó hacia delante. El brillo de la tumba le alumbró la alta frente y las huesudas mejillas.
—Hijo mío, si usted se queda aquí, sólo será para suicidarse. Si usted intenta recobrar la nave para Lamia y el templario, estará ayudando a otros.
El cónsul se frotó las mejillas. Estaba muy cansado.
—Hay lugar para usted en la estera, padre.
Duré sonrió.
—Sea cual fuere mi destino, siento que debo encontrarlo aquí. Esperaré a que usted regrese.
El cónsul agitó la cabeza de nuevo, pero se sentó con las piernas cruzadas en la alfombra, acercándose el bolso. Contó las raciones y botellas de agua que Sol le había empacado.
—Son demasiadas. Usted necesitará más.
Duré rió.
—Tenemos comida y agua suficientes para cuatro días, gracias a Lamia. Después de eso, si hemos de ayunar, para mí no será nada nuevo.
—¿Y si regresan Silenus y Kassad?
—Pueden compartir nuestra agua —dijo Sol—. Podemos emprender otro viaje hasta la Fortaleza para buscar comida si regresan los demás.
El cónsul suspiró.
—De acuerdo. —Tocó las hebras de vuelo y los dos metros de alfombra se pusieron rígidos y se elevaron diez centímetros. Si había una oscilación en los inciertos campos magnéticos, no se apreciaba.
—Necesitará oxígeno para cruzar la montaña —apuntó Sol.
El cónsul mostró la máscara osmótica.
Sol le entregó la pistola automática de Lamia.
—No puedo…
—No nos será de ayuda contra el Alcaudón —explicó Sol—. Pero puede ayudarle a llegar a Keats.
El cónsul asintió y guardó el arma en el bolso. Estrechó la mano del sacerdote y la del viejo profesor. Los deditos de Rachel le rozaron el brazo.
—Buena suerte —deseó Duré—. Que Dios lo acompañe.
El cónsul asintió, tocó los dibujos de vuelo y se inclinó hacia delante mientras la alfombra voladora se elevaba cinco metros, se bamboleaba ligeramente y ascendía como deslizándose por rieles invisibles.
El cónsul enfiló hacia la entrada del valle, sobrevoló las dunas y se dirigió hacia los yermos. Miró atrás sólo una vez. Las cuatro figuras que se hallaban en el escalón superior de la Esfinge, dos hombres de pie, dos formas reclinadas, parecían muy pequeñas. No pudo distinguir a la niña en los brazos de Sol.
Tal como habían convenido, el cónsul se dirigió al oeste para sobrevolar la Ciudad de los Poetas con la esperanza de hallar a Martin Silenus. La intuición le decía que el irascible poeta podía estar allí. Las explosiones de la batalla espacial eran relativamente tenues y el cónsul tuvo que escudriñar sombras donde no penetraba la luz de las estrellas mientras pasaba a veinte metros de las torres y cúpulas derruidas. No había señales del poeta. Si Brawne y Silenus habían pasado por allí, los vientos nocturnos que ahora agitaban el pelo ralo y las ropas del cónsul habían borrado las huellas.
Hacía frío a esa altitud. El cónsul tembló mientras la alfombra se orientaba por inestables líneas de fuerza. Dado el traicionero campo magnético de Hyperion y la vejez de las hebras EM, era muy posible que la estera cayera a tierra mucho antes de llegar a la capital.
El cónsul gritó el nombre de Martin Silenus varias veces, pero sólo le respondió el aleteo de unas palomas que echaron a volar sobre la derruida cúpula de una galería. Meneó la cabeza y enfiló hacia la Cordillera de la Brida.
A través de su abuelo Merin, el cónsul conocía la historia de aquella alfombra voladora. Había sido una de las primeras que se fabricaron, diseñadas por Vladimir Sholokov, famoso lepidopterólogo de la Red e ingeniero de sistemas EM, y quizá fuera la alfombra que el ingeniero había regalado a su sobrina adolescente. El amor de Sholokov por la muchacha se había vuelto legendario, así como el hecho de que ella había rechazado el obsequio.
Pero a otros les había gustado la idea, y aunque las alfombras pronto se prohibieron en mundos con un control de tráfico sensato, se siguieron usando en mundos coloniales. Ésta había permitido al abuelo del cónsul conocer a su abuela Siri en Alianza-Maui.
El cónsul miró hacia la cordillera. Diez minutos de vuelo habían cubierto la marcha de dos horas por los yermos. Los otros le habían pedido que no se detuviera en la Fortaleza de Cronos para buscar a Silenus; el destino que hubiera sufrido el poeta podría afectar al cónsul antes del verdadero comienzo del viaje. Se contentó con revolotear cerca de las ventanas, a poca distancia de la terraza desde donde habían contemplado el valle tres días antes, para gritar el nombre de Silenus.
Sólo ecos le respondieron desde los oscuros salones y corredores. El cónsul aferró los bordes de la alfombra voladora, sintiendo la altitud y la peligrosa cercanía de aquellas imponentes paredes de piedra. Sintió alivio cuando se alejó de la Fortaleza, ganó altura y trepó hacia los pasos de montaña donde la nieve relucía bajo la luz de las estrellas.
Siguió los cables del funicular, que ascendían al paso y conectaban los picos de nueve mil metros que jalonaban la vasta cordillera. Hacía mucho frío a esa altura, y el cónsul agradeció la capa térmica extra de Kassad, arrebujándose en ella para cubrirse las manos y las mejillas. El gel de la máscara osmótica se le adhería al rostro como un parásito hambriento, sorbiendo el escaso oxígeno que encontraba.
Bastaba. El cónsul aspiraba despacio mientras volaba a diez metros de los cables cubiertos de hielo. Los funiculares no funcionaban, y el aislamiento resultaba sobrecogedor por encima de los glaciares, los abruptos picos y los valles amortajados de sombras. El cónsul se alegró de realizar el viaje, al menos para contemplar la belleza de Hyperion por última vez, no estropeada por la temible amenaza del Alcaudón o la invasión éxter.
El funicular había tardado doce horas en trasladarlos del sur al norte. Aunque la alfombra volaba a sólo veinte kilómetros por hora, el cónsul efectuó el cruce en seis horas. El amanecer lo sorprendió todavía sobre los altos picos. Despertó sobresaltado, comprendió con alarma que había estado soñando mientras la estera enfilaba hacia una cima. Había cantos rodados y campos de nieve a cincuenta metros. Un pájaro negro con tres metros de envergadura —los lugareños lo llamaban heraldo— abandonó su helada guarida y flotó en el aire, escrutándolo con ojos negros y turbios. El cónsul viró a la izquierda, notó que algo fallaba en el equipo de vuelo y cayó treinta metros, hasta que las hebras de vuelo hallaron apoyo y estabilizaron la estera.
El cónsul aferró los bordes de la alfombra con dedos blanquecinos. Se había sujetado la correa del bolso al cinturón, de lo contrario este habría caído a un glaciar.
No había indicios del funicular. El cónsul se había dormido, volando a la deriva. Por un instante sintió pánico, viró hacia un lado y otro, buscando desesperadamente un sendero entre los picos dentados. Luego descubrió el dorado sol de la mañana en las laderas, a la derecha. Las sombras crecían sobre los glaciares y la alta tundra detrás y a la izquierda, y comprendió que estaba en el camino correcto. Más allá de la última estribación de altas cimas se hallaban los cerros del sur. Y más allá…
La alfombra titubeó cuando el cónsul tocó los controles para elevarla, pero ascendió con desgana hasta dejar atrás el último pico de nueve mil metros y el cónsul alcanzó a ver las montañas más bajas, cerros con sólo trescientos metros sobre el nivel del mar. El cónsul descendió agradecido.
La línea del funicular brillaba al sol a ocho kilómetros. Los coches colgaban en silencio en la estación terminal oeste. Los escasos edificios de la aldea Reposo del Peregrino parecían tan abandonados como varios días antes. No había indicios de la carreta eólica que habían dejado en el muelle que se internaba en los bajíos del Mar de Hierba.
El cónsul descendió cerca del muelle, desactivó la estera, estiró las doloridas piernas. Enrolló la alfombra y halló un retrete en uno de los edificios abandonados cerca del muelle. Cuando salió, el sol de la mañana bañaba los cerros y borraba las últimas sombras. Al sur y al oeste se extendía el Mar de Hierba, y su llanura de meseta quedaba desmentida por brisas ocasionales que creaban ondas en la superficie verde, revelando por un instante tallos rojizos y ultramarinos, en un movimiento tan oceánico que uno esperaba ver crestas de olas y peces brincando.
No había peces en el Mar de Hierba, pero sí serpientes de veinte metros de longitud. Si la alfombra fallaba allí, no bastaría un buen aterrizaje para conservar la vida mucho tiempo.
El cónsul desenrolló la alfombra, acomodó el bolso, activó la estera. Viajó a baja altura —veinticinco metros por encima de la superficie—, pero no tanto como para que una serpiente de hierba lo confundiera con un bocado volante. La carreta eólica había tardado menos de un día en cruzar el Mar, pero los frecuentes vientos del nordeste habían exigido muchas maniobras. El cónsul pensaba que podría sobrevolar la franja más estrecha del Mar en menos de quince horas. Tocó los controles de aceleración.
A los veinte minutos, las montañas quedaron atrás y los cerros se perdieron a lo lejos. Una hora más tarde, los picos se encogieron, la base oculta por la curvatura del horizonte. A las dos horas, el cónsul sólo distinguía los picos más altos como una sombra borrosa y dentada elevándose en la bruma.
Luego el Mar de Hierba abarcó todos los horizontes, inmutable excepto por las sensuales ondas y surcos causadas por la brisa. Hacía más calor que en la alta meseta del norte de la Cordillera de la Brida. El cónsul se quitó la capa térmica, la chaqueta, el jersey. El sol era intenso a pesar de la alta latitud. El cónsul hurgó en el bolso, halló el arrugado y maltrecho tricornio que había usado con tanto aplomo dos días antes y se lo colocó para darse sombra. El sol ya le había curtido la frente y la calva incipiente.
A las cuatro horas tomó la primera comida del viaje, mascando las insípidas lonchas de proteínas como si fuera filet mignon. El agua fue la parte más deliciosa de la comida y el cónsul tuvo que contener su ansiedad de vaciar todas las botellas en una orgía de bebida.
El Mar de Hierba se extendía por doquier. El cónsul se adormiló, y despertaba de vez en cuando con una sensación de caída, aferrando el borde de la rígida alfombra. Comprendió que tendría que haberse sujetado con la única cuerda que traía en el bolso, pero no quería aterrizar. La hierba era aguzada y alta. Aunque no había visto las estelas con forma de V que delataban a las serpientes de hierba, ignoraba si estaban descansando y al acecho.
Se preguntó adónde habría ido la carreta eólica. El vehículo era totalmente automático y presuntamente estaba programado por la Iglesia del Alcaudón, que patrocinaba la peregrinación. ¿Qué otros deberes cumpliría la carreta? El cónsul meneó la cabeza, se pellizcó las mejillas. Soñaba aun mientras pensaba en la carreta eólica. Quince horas habían parecido un tiempo corto al hablar de ello en el Valle de las Tumbas de Tiempo. Miró su comlog, habían transcurrido sólo cinco.
El cónsul elevó la alfombra a doscientos metros, buscó atentamente indicios de una serpiente y luego descendió a cinco metros por encima de la hierba. Cogió la cuerda, hizo un lazo, se movió hacia el frente y anudó varios tramos alrededor de la alfombra, dejando suficiente margen para acomodar el cuerpo antes de tensar el nudo.
La cuerda sería inútil si la estera caía, pero la tibieza de la soga contra la espalda le brindó una sensación de seguridad. Estabilizó la alfombra a cuarenta metros y apoyó la mejilla en el paño cálido. La luz del sol le atravesaba los dedos, y notó que los antebrazos desnudos se le estaban inflamando.
Estaba demasiado cansado para sentarse y bajarse las mangas.
Sopló una brisa. El cónsul oyó un susurro abajo: la hierba, o algo resbaladizo.
Estaba demasiado cansado para mirar. Cerró los ojos y se durmió enseguida.
El cónsul soñó con su hogar —su verdadero hogar de Alianza-Maui, y el sueño estaba lleno de color: el insondable cielo azul, la ancha extensión del Mar del Sur, el ultramarino que se volvía verde donde comenzaban los Bajíos Ecuatoriales, los sorprendentes verdes, amarillos y rojos orquídea de las islas móviles mientras los delfines las arreaban al norte. Los delfines se habían extinguido durante la invasión de la Hegemonía, durante la infancia del cónsul, pero en el sueño vivían y hendían las aguas en grandes brincos, empapando el aire puro con mil prismas de luz.
En el sueño, el cónsul era de nuevo un niño y estaba en el nivel superior de una casa arbórea en su Isla de la Primera Familia. La abuela Siri estaba con él, no la majestuosa grande dame que había conocido, sino la bella joven de quien se había enamorado su abuelo. Las velas flameaban en los vientos del sur, desplazando el rebaño de islas móviles en una precisa formación a través de los azules canales de los Bajíos. En el horizonte del norte, el verde contorno de las islas fijas del Archipiélago Ecuatorial se perfilaba contra el cielo nocturno.
Siri le tocó el hombro y señaló hacia el oeste.
Las islas ardían, se hundían, agitaban las raíces de dolor. Los delfines habían desaparecido. Llovía fuego del cielo. Haces de mil millones de voltios quemaban el aire y dejaban sombras azuladas en la retina. Explosiones submarinas relampagueaban en los océanos y enviaban miles de peces y frágiles criaturas moribundas a la superficie.
—¿Por qué? —preguntaba la abuela Siri con el suave susurro de una adolescente.
El cónsul intentó responder, pero no pudo. Las lágrimas lo cegaban. Trató de cogerle la mano, pero ella ya no estaba, y la sensación de que se había ido, de que él nunca podría expiar sus pecados, resultaba tan dolorosa que le impedía respirar. La emoción le apretaba la garganta. Luego comprendió que el humo le irritaba los ojos y le llenaba los pulmones; la isla familiar estaba en llamas.
El niño que era el cónsul avanzó trastabillando en la azulada oscuridad, buscando a ciegas a alguien que le diera la mano y lo consolara.
Una mano se cerró sobre la del cónsul con implacable firmeza. Los dedos eran afilados.
El cónsul despertó jadeando.
Estaba oscuro. Había dormido por lo menos siete horas. Forcejeando con las cuerdas, se incorporó y miró el reluciente comlog.
Doce horas. Había dormido doce horas.
Le dolía cada músculo del cuerpo cuando se inclinó para mirar abajo. La alfombra mantenía una altura estable de cuarenta metros, pero el cónsul ignoraba dónde estaba. Abajo ondulaban las colinas. La alfombra debía de haber pasado a escasos metros de algunas de ellas; una hierba naranja y un liquen achaparrado crecían en matas esponjosas.
Había sobrevolado la costa sur del Mar de Hierba, dejando atrás el pequeño puerto de Linde y los muelles del río Hoolie, donde habían amarrado la Benarés.
El cónsul no tenía brújula —las brújulas no funcionaban en Hyperion— y su comlog no estaba programado para la búsqueda inercial de direcciones. Había previsto que se orientaría siguiendo el Hoolie al sur y al oeste, desandando el laborioso camino de su peregrinación río arriba, aunque salvando los recodos del río.
Ahora estaba perdido.
Posó la estera en una colina baja, pisó la tierra firme con un gruñido de dolor, desactivó la alfombra. Sabía que la carga de las hebras de vuelo debía de estar consumida por lo menos en un tercio, quizá más. Ignoraba cuánta eficacia perdía la estera con el paso del tiempo.
Al parecer se hallaba en la tosca campiña del sudoeste del Mar de Hierba, pero no había señales del río. El comlog indicaba que había anochecido hacía un par de horas, pero el cónsul no veía indicios del poniente en el oeste. El cielo estaba encapotado, y no se distinguían estrellas ni batallas espaciales.
—Mierda —jadeó. Caminó hasta recobrar la circulación, orinó en el borde de un pequeño despeñadero y regresó a la alfombra para beber agua. Piensa.
Había fijado un curso sudoeste que tendría que haber abandonado el Mar de Hierba cerca del puerto de Linde. Si hubiera sobrevolado Linde y el río mientras dormía, el río estaría al sur y a la izquierda. Pero si había fijado mal el curso al salir de Reposo del Peregrino, tan sólo unos grados a la izquierda, el río se encontraría al nordeste y a la derecha. Aunque equivocara el camino, al final encontraría un hito —la costa de la Crin Norte, al menos—, pero el retraso le costaría un día entero.
El cónsul pateó una piedra y se cruzó de brazos. El aire estaba muy fresco después del calor del día. Tiritó y comprendió que el sol lo había afectado. Se tocó la coronilla y apartó los dedos con una maldición. ¿Hacia dónde?
El viento silbaba en la salvia y el liquen. El cónsul se sentía muy lejos de las Tumbas de Tiempo y la amenaza del Alcaudón, pero la presencia de Sol, Duré, Het Masteen, Brawne y los desaparecidos Silenus y Kassad le pesaba sobre los hombros. El cónsul había participado en la peregrinación como un acto final de nihilismo, un suicidio insensato para poner fin al dolor: dolor ante la pérdida de hasta el recuerdo de su esposa y su hijo, muertos durante las maquinaciones de la Hegemonía en Bressia, y dolor ante el conocimiento de su terrible traición, traición al gobierno al que había servido durante casi cuatro décadas, traición a los éxters que habían confiado en él.
Se sentó en una roca y superó aquel inoportuno autodesprecio pensando en Sol y su hija, que aguardaban en el Valle de las Tumbas de Tiempo. Pensó en Brawne, aquella mujer valiente, pura energía, con la extensión parasitaria del mal del Alcaudón insertada en el cráneo.
Se sentó, activó la alfombra, se elevó a ochocientos metros, tan cerca del techo de nubes que podía tocarlas con la mano. Por un instante las nubes se entreabrieron y a la izquierda centelleó una onda. El Hoolie estaba cinco kilómetros al sur.
El cónsul viró hacia la izquierda. El fatigado campo de contención lo aplastó contra la alfombra, pero todavía se sentía más seguro sujeto con las cuerdas. Diez minutos después sobrevolaba el agua, descendiendo para comprobar si era el ancho Hoolie y no un afluente.
Era el Hoolie. Espejines radiantes aleteaban en las marismas de las orillas. Las altas torres almenadas de las hormigas-arquitecto arrojaban siluetas fantasmagóricas contra un cielo apenas más oscuro que la tierra.
El cónsul se elevó a veinte metros, tomó un sorbo de agua y avanzó río abajo a toda velocidad.
El amanecer lo encontró al pie de la aldea de Bosque de Doukhobor, casi en los Rizos de Karla, donde el Real Canal de Transporte enfilaba hacia los poblados septentrionales y la Crin.
El cónsul sabía que faltaban menos de ciento cincuenta kilómetros para la capital, pero aún quedaban siete insufribles horas a la baja velocidad de la alfombra voladora. Había esperado hallar un deslizador militar o un dirigible de pasajeros del Bosquecillo de Náyade, incluso una lancha patrullera. Pero no había señales de vida en las riberas del Hoolie, excepto edificios en llamas o lámparas de aceite en ventanas lejanas. No quedaban embarcaciones en los muelles. Los corrales de las mantas fluviales estaban vacíos, las grandes puertas abiertas a la corriente, y no había barcazas de transporte donde el río doblaba su anchura.
El cónsul soltó una imprecación y continuó volando.
Era una bella mañana. El amanecer iluminaba las nubes bajas y la luz baja y horizontal perfilaba cada arbusto y cada árbol. El cónsul tenía la sensación de no haber visto una vegetación verdadera desde hacía meses. Los árboles de rara leña y semirroble se elevaban a majestuosas alturas en los distantes acantilados, mientras que en la llanura la luz vibrante destacaba los verdes brotes de un millón de habichuelas-periscopio que se elevaban en las plantaciones nativas. Mangles y helechos bordeaban las orillas, y cada rama se perfilaba contra la dura luz del amanecer.
Las nubes engulleron el sol. Comenzó a llover. El cónsul se caló el maltrecho tricornio, se acurrucó bajo la capa de Kassad y voló hacia el sur a cien metros.
El cónsul trató de recordar. ¿Cuánto tiempo tenía la niña Rachel?
A pesar del largo sueño del día anterior, la mente del cónsul aún estaba afectada por toxinas de fatiga. Rachel tenía cuatro días cuando llegaron al valle. Eso había sido… cuatro días atrás.
El cónsul se frotó la mejilla, buscó una botella de agua, comprobó que todas estaban vacías. Podía descender y llenar las botellas en el río, pero no quería perder tiempo. La piel maltratada por el sol le dolía y lo hacía tiritar mientras la lluvia le goteaba del tricornio.
Sol dijo que bastaría con que yo regresara al anochecer. Rachel nació después de la medianoche, traducido a tiempo de Hyperion. Si eso es correcto, si no hay error, dispone hasta las ocho de esta noche. El cónsul se apartó el agua de las mejillas y las cejas. Calculemos siete horas más hasta Keats. Un par de horas para liberar la nave. Theo me ayudará… ahora es gobernador general. Puedo convencerlo de que a la Hegemonía le conviene contravenir la orden de cuarentena de Gladstone. Si es preciso, le diré que ella me ordenó que conspirase con los éxters para traicionar a la Red.
Digamos diez horas, más quince minutos de vuelo en la nave. Quedaría por lo menos una hora antes del ocaso. Rachel tendrá sólo unos minutos de edad pero… ¿qué? ¿Qué intentamos además de los tanques de fuga criogénica? Nada. Tiene que ser eso. Siempre fue la última oportunidad de Sol aunque los médicos advirtieron que podría matar a la niña. Pero ¿qué haremos con Brawne?
El cónsul tenía sed. Se apartó la capa, pero ahora la lluvia era una mera llovizna, apenas suficiente para mojarle los labios y la lengua y provocarle más sed. Maldijo entre dientes y empezó a descender. Quizá pudiera revolotear sobre el río el tiempo suficiente para llenar la botella.
A treinta metros del río, la alfombra se detuvo. De pronto el suave descenso degeneró en una brusca caída en picado.
El cónsul gritó y trató de saltar, pero se enmarañó en la soga que lo unía a la estera y la correa del bolso. Cayó con la alfombra, rodando y pataleando, hasta chocar con la dura superficie del río Hoolie.