20

Duré se había derrumbado mientras acababan con los dos últimos paquetes de raciones; Sol y el cónsul lo condujeron a la sombra por la ancha escalera de la Esfinge. El sacerdote tenía la cara tan blanca como el pelo. Intentó sonreír cuando Sol le acercó una botella de agua a los labios.

—Todos ustedes aceptan sin remilgos mi resurrección —comentó, enjugándose las comisuras de la boca con el dedo.

El cónsul se apoyó en la Esfinge de piedra.

—Vi los cruciformes de Hoyt. Los mismos que usted tiene ahora.

—Yo creo en la historia de él… la historia de usted —dijo Sol. Le pasó el agua al cónsul.

Duré se tocó la frente.

—He escuchado los discos del comlog. Las historias parecen increíbles, incluida la mía.

—¿Duda de alguna de ellas? —preguntó el cónsul.

—No. El desafío radica en darles sentido. Hallar el elemento común, el punto de relación.

Sol se llevó a Rachel al pecho y la acunó suavemente.

—¿Tiene que haber una relación? ¿Aparte del Alcaudón?

—Oh, sí —dijo Duré. Estaba recobrando el color de las mejillas—. Esta peregrinación no ha sido una casualidad. Y la selección no fue de ustedes.

—Diversos elementos opinaron acerca de quiénes debían venir a esta peregrinación —explicó el cónsul—. El Grupo Asesor IA, el Senado de la Hegemonía, incluso la Iglesia del Alcaudón.

Duré meneó la cabeza.

—Sí, pero había una sola inteligencia rectora detrás de esta selección, amigos míos.

Sol se le acercó.

—¿Dios?

—Quizá —sonrió Duré—, pero yo estaba pensando en el Núcleo… las inteligencias artificiales que se han comportado tan misteriosamente durante estos acontecimientos.

El bebé gimió suavemente. Sol halló un chupete y sintonizó el comlog al ritmo de las palpitaciones cardíacas. La niña agitó los puños y se relajó contra el hombro del profesor.

—La historia de Brawne sugiere que esos elementos del Núcleo intentan desestabilizar el status quo… conceder a la humanidad una oportunidad de sobrevivir mientras continúan con su proyecto Inteligencia Máxima.

El cónsul señaló el cielo sin nubes.

—Todo lo sucedido, esta peregrinación, incluso la guerra, ha sido el resultado de la política interna del Núcleo.

—¿Y qué sabemos del Núcleo? —preguntó Duré.

—Nada —replicó el cónsul, quien lanzó un guijarro hacia la izquierda de la escalera de la Esfinge—. En definitiva, no sabemos nada.

Duré se sentó, masajeándose la cara con un paño húmedo.

—No obstante, la meta que persigue es curiosamente similar a la nuestra.

—¿Cuál es? —preguntó Sol, acunando a la niña.

—Conocer a Dios —dijo el sacerdote—. Y si esto es imposible, crearlo. —Contempló el largo valle. Las sombras se alejaban de las paredes del sudoeste y rozaban las Tumbas, comenzando a envolverlas—. Yo contribuí a promover esa idea dentro de la Iglesia…

—Leí sus tratados acerca de san Teilhard —dijo Sol—. Usted realizó una brillante defensa de la necesidad de evolucionar hacia el Punto Omega, la Divinidad, sin caer en la herejía sociniana.

—¿La qué? —preguntó el cónsul.

El padre Duré sonrió.

—Socino fue un hereje italiano del siglo dieciséis de la era cristiana. Su creencia, por la cual lo excomulgaron, era que Dios es un ser limitado, capaz de crecer y aprender a medida que el mundo, el universo, se vuelve más complejo. Pero sí caí en la herejía sociniana, Sol. Ése fue mi primer pecado.

Sol le sostuvo la mirada.

—¿Y su último pecado?

—¿Además de la soberbia? —preguntó Duré—. Mi mayor pecado fue falsificar datos de una excavación de siete años en Armaghast. Era un intento de establecer una relación entre los extinguidos archiarquitectos de allá y una forma de protocristianismo. No existía tal conexión. Yo manipulé los datos. Irónicamente, mi mayor pecado, al menos a ojos de la Iglesia, fue contravenir el método científico. En sus días finales, la Iglesia puede aceptar la herejía teológica pero no soporta que alguien viole el protocolo de la ciencia.

—¿Armaghast era así? —preguntó Sol, abarcando con un ademán el valle, las Tumbas y el acechante desierto.

Duré miró en torno, y los ojos le relucieron un instante.

—El polvo, la piedra y la sensación de muerte, sí. Pero este lugar es infinitamente más amenazador. Hay aquí algo que aún no ha sucumbido a la muerte, cuando debería haberlo hecho.

El cónsul rió.

—Esperemos entrar en esa categoría. Arrastraré el comlog a ese collado para tratar nuevamente de comunicarme con la nave.

—Yo también iré —anunció Sol.

—Y yo —intervino el padre Duré, quien se levantó, trastabilló un instante y rechazó la mano de Weintraub.

La nave no respondió a las llamadas. Sin la nave, no había ultralínea con los éxters, la Red ni ninguna otra parte fuera de Hyperion. Las bandas normales de comunicación no funcionaban.

—¿Habrán destruido la nave? —preguntó Sol al cónsul.

—No. Recibe el mensaje pero no responde. Gladstone aún tiene la nave en cuarentena.

Sol miró los yermos donde las montañas titilaban en el calor. Varios kilómetros más cerca, las escabrosas ruinas de la Ciudad de los Poetas se recortaban contra el horizonte.

—Qué más da —dijo—. Ya tenemos un deus ex machina de más.

Paul Duré se echó a reír con franqueza, pero se contuvo cuando sufrió un ataque de tos y tuvo que beber un sorbo de agua.

—¿De qué se trata? —preguntó el cónsul.

—El deus ex machina. La relación de que hablábamos antes. Sospecho que ésta es precisamente la razón por la cual estamos aquí. El pobre Lenar con su deus en la machina del cruciforme. Brawne con su poeta resucitado, atrapado en un bucle de Schrón, buscando la machina que la libere de su deus personal. Usted, Sol, esperando al oscuro deus que resolverá el terrible problema de su hija. El Núcleo, generado por una machina, procurando construir su propio deus.

El cónsul se ajustó las gafas.

—¿Y usted, padre?

Duré meneó la cabeza.

—Espero a que la mayor machina de todas produzca su deus el universo. En gran medida, mi exaltación de san Teilhard nació del simple hecho de que yo no hallaba indicios de un Creador viviente en el mundo actual. Como las inteligencias del TecnoNúcleo, procuro construir lo que no hallo en otra parte.

Sol escrutó el cielo.

—¿Qué deus buscan los éxters?

El cónsul respondió:

—La obsesión que tienen con Hyperion es real. Creen que ésta será la cuna de una nueva esperanza para la humanidad.

—Será mejor que regresemos allá —observó el profesor, protegiendo a Rachel del sol—. Brawne y Martin regresarán antes de la cena.

Pero no regresaron antes de la cena. Tampoco regresaron para el ocaso. A cada hora, el cónsul caminaba hasta la entrada del valle, trepaba a una roca y escudriñaba las dunas y las rocas. No había nadie. El cónsul lamentó que Kassad no hubiera dejado un par de sus binoculares de potencia.

Incluso antes que el anochecer oscureciera el cielo, los estallidos de luz en el cenit anunciaron que la batalla continuaba en el espacio. Los tres hombres se sentaron en el escalón más alto de la Esfinge y observaron el espectáculo de luces, lentas explosiones blancas, capullos rojos y opacos, estrías verdes y anaranjadas que dejaban ecos en la retina.

—¿Quién estará ganando? —se preguntó Sol.

El cónsul no volvió la cabeza.

—No tiene importancia. ¿Podremos dormir en otra parte esta noche? ¿Aguardar en alguna de las demás Tumbas?

—No puedo abandonar la Esfinge —dijo Sol—. Pero ustedes pueden irse.

Duré tocó la mejilla del bebé. Estaba succionando el chupete, moviendo la mejilla.

—¿Qué edad tiene ahora, Sol?

—Dos días. Casi exactamente. Habría nacido quince minutos después del ocaso en esta latitud, hora de Hyperion.

—Iré a mirar por última vez —anunció el cónsul—. Luego tendremos que encender una fogata o algo para ayudarlos a orientarse.

El cónsul había bajado media escalera cuando Sol se levantó y señaló. No hacia la reluciente entrada del valle, sino en dirección contraria, hacia las sombras.

El cónsul se detuvo y los otros dos se reunieron con él. El cónsul extrajo el paralizador neural que Kassad le había dado días antes. En ausencia de Lamia y Kassad, era la única arma que tenían.

—¿Ve usted? —susurró Sol.

La figura se movía en la oscuridad, más allá del fulgor tenue de la Tumba de jade. No parecía tan grande ni tan veloz como el Alcaudón; su andar era lento y vacilante.

El padre Duré miró en dirección contraria, hacia la entrada del valle.

—¿Es posible que Martin Silenus haya entrado en el valle desde esa dirección?

—No, a menos que haya saltado de los riscos —susurró el cónsul—. O se desviara ocho kilómetros hacia el nordeste. Además, es demasiado alto para ser Silenus.

La figura se detuvo, zigzagueó, se desplomó. A cien metros de distancia, parecía otra roca en el valle.

—Vamos —indicó el cónsul.

No corrieron. El cónsul encabezó la marcha por la escalera, el paralizador en la mano y sintonizado en veinte metros, aunque sabía que el efecto neural sería mínimo a esa distancia. El padre Duré lo seguía, sosteniendo a la niña mientras Sol buscaba una piedra.

—¿David y Goliat? —preguntó Duré cuando Sol puso un guijarro en una honda de fibroplástico que había construido durante la tarde con las correas.

La cara bronceada del profesor cobró un tinte más oscuro.

—Algo parecido. Déme, llevaré a Rachel.

—Me gusta llevarla. Y si hay que luchar, convendrá que ustedes dos tengan las manos libres.

Sol asintió y apresuró el paso para alcanzar al cónsul, dejando atrás al sacerdote y la niña.

A quince metros resultó evidente que la figura caída era un hombre, un hombre muy alto que llevaba una túnica tosca y yacía de bruces en el suelo.

—Quédense aquí —ordenó el cónsul al tiempo que echaba a correr. Giró el cuerpo, se guardó el arma en el bolsillo y desprendió una botella de agua del cinturón.

Sol trotó hacia ambos y el agotamiento le pareció una especie de vértigo agradable. Duré lo siguió más despacio.

Cuando el sacerdote llegó a la aureola de luz de la linterna del cónsul, vio que la capucha del hombre caído revelaba una cara asiática, larga y distorsionada por el fulgor de la Tumba de Jade.

—Es un templario —señaló Duré, asombrado de hallar allí a un seguidor del Muir.

—Es la Verdadera Voz del Árbol —dijo el cónsul—. El primero de nuestros peregrinos desaparecidos: Het Masteen.