Se reunieron en la entrada del Valle de las Tumbas de Tiempo. Brawne Lamia y Martin Silenus cargaban con tantos bártulos como podían. Sol Weintraub, el cónsul y el padre Duré guardaban silencio como un tribunal de patriarcas. Las primeras sombras de la tarde se extendían hacia el este por el valle, rozando las relucientes Tumbas como dedos de oscuridad.
—Aún no sé si conviene separarse de este modo —manifestó el cónsul, frotándose la barbilla. Hacía mucho calor. El sudor se le acumulaba en la barba crecida y le goteaba por el cuello.
Lamia se encogió de hombros.
—Sabíamos que cada cual tendría que enfrentarse solo al Alcaudón. ¿Tiene importancia que nos separemos unas horas? Necesitamos la comida. Ustedes tres pueden venir, si lo desean.
El cónsul y Sol miraron al padre Duré, quien a todas luces estaba exhausto. La búsqueda de Kassad le había consumido las escasas energías que le restaban después de su ordalía.
—Alguien debería esperar aquí, por si regresa el coronel —dijo Sol. El bebé parecía muy pequeño en sus brazos.
Lamia asintió. Se puso las correas en los hombros y el cuello.
—De acuerdo. Tardaremos un par de horas en llegar a la Fortaleza. Un poco más en regresar. Calculemos una hora para reunir las provisiones. Estaremos aquí antes del anochecer. A la hora de la cena.
El cónsul y Duré dieron la mano a Silenus. Sol abrazó a Brawne.
—Cuídese —susurró.
Ella tocó la mejilla del hombre barbudo, apoyó la mano un segundo en la cabeza de la niña, dio media vuelta y echó a andar valle arriba con paso enérgico.
—¡Oiga, espéreme! —rezongó Martin Silenus, haciendo tintinear los cacharros mientras corría.
Salieron de la garganta que unía ambos riscos. Silenus miró hacia atrás y vio a tres hombres empequeñecidos por la distancia, meras manchas de color entre las rocas y dunas que rodeaban la Esfinge.
—No va a salir tal como planeamos, ¿eh? —comentó.
—No lo sé —dijo Lamia. Se había puesto pantalones cortos para la caminata, y los músculos de las piernas cortas y poderosas relucían bajo una pátina de sudor—. ¿Cómo lo planeamos?
—Mi plan era concluir el más grandioso poema del universo e irme a casa —respondió Silenus. Bebió un sorbo de la última botella de agua—. Demonios, ojalá hubiéramos traído más vino.
—Yo no tenía un plan —declaró Lamia, casi para sí misma. Los rizos cortos, empapados de transpiración, se le pegaban al ancho cuello.
Martin Silenus soltó una carcajada.
—Usted está aquí por ese amante cíborg…
—Cliente —replicó Lamia.
—Como sea. La persona Johnny Keats consideraba importante llegar aquí. Y ahora que usted lo ha arrastrado tan lejos… Aún tiene el bucle Schrón, ¿verdad?
Lamia se tocó distraídamente la diminuta conexión neural que tenía detrás de la oreja izquierda. Una delgada membrana de polímero osmótico impedía que el polvo y la arena penetraran en los pequeños enchufes.
—Sí.
Silenus rió de nuevo.
—¿De qué demonios sirve si no hay una esfera de datos para interactuar? Daría lo mismo haber dejado la persona Keats en Lusus o en cualquier otra parte. —El poeta se detuvo un momento para ajustarse las correas y mochilas—. Oiga, ¿usted tiene acceso a esa personalidad?
Lamia pensó en sus sueños de la noche anterior. La presencia que había en los sueños parecía Johnny, pero las imágenes eran de la Red. ¿Recuerdos?
—No —contestó—, no tengo acceso al bucle Schrón por mí misma. Lleva más datos de los que podrían manipular cien implantes simples. ¿Por qué no cierra el pico y camina? —Apuró el paso y lo dejó plantado allí.
El cielo verdoso y límpido insinuaba las honduras del lapislázuli. Adelante la extensión rocosa se extendía hasta los yermos, y éstos daban paso a las dunas. Los dos anduvieron en silencio media hora, separados por cinco metros y sus pensamientos. El sol de Hyperion, pequeño y brillante, colgaba a la derecha.
—Las dunas son más empinadas —observó Lamia mientras escalaban otra cresta y se deslizaban al otro lado. La superficie estaba caliente, y los zapatos ya se les llenaban de arena.
Silenus asintió, se detuvo y se enjugó la cara con un pañuelo de seda. La boina púrpura le colgaba sobre la frente y la oreja izquierda, pero no ofrecía protección.
—Sería más fácil seguir el terreno alto hacia el norte. Cerca de la ciudad muerta.
Brawne Lamia se protegió los ojos para mirar hacia allí.
—Perderíamos media hora yendo por ese camino.
—Perderemos más yendo por éste. —Silenus se sentó en la duna y bebió agua. Se arrancó la capa, la plegó y la guardó en la mochila más grande.
—¿Qué lleva ahí? —preguntó Lamia—. Esa mochila parece llena.
—Nada que le importe a usted, mujer.
Lamia meneó la cabeza, se frotó las mejillas y sintió la quemadura del sol. No estaba acostumbrada a tantos días a la luz del sol, y la atmósfera de Hyperion filtraba pocos rayos ultravioleta. Sacó crema protectora del bolsillo y se embadurnó la cara.
—De acuerdo —accedió—. Nos desviaremos hacia allá. Seguiremos la línea del risco hasta dejar atrás las dunas más difíciles y luego avanzaremos en línea recta hacia la fortaleza.
Las montañas colgaban en el horizonte y no parecían más próximas. Las cumbres nevadas brindaban la promesa de brisa fresca y agua. El Valle de las Tumbas de Tiempo quedaba detrás de las dunas y las rocas.
Lamia se acomodó los bártulos, giró a la derecha y se deslizó duna abajo.
Cuando salieron de la arena para internarse en la aulaga y la hierba aguzada del risco, Martin Silenus no podía apartar los ojos de las ruinas de la Ciudad de los Poetas. Lamia había tomado a la izquierda, eludiendo todo excepto las piedras de las carreteras semienterradas que rodeaban la ciudad. Otras carreteras conducían a los yermos y se perdían detrás de las dunas.
Silenus se rezagó cada vez más, y al fin se detuvo y se sentó en una columna caída que otrora había sido un portal donde todas las noches pasaban los siervos androides después de trabajar en los campos. Esos campos ya no existían. De los acueductos, canales y carreteras sólo quedaban piedras caídas, depresiones en la arena o tocones castigados por la arena donde antaño los árboles daban sombra a un canal o un grato sendero.
Martin Silenus se enjugó la cara con la boina y contempló las ruinas. La ciudad aún era blanca. Blanca como las osamentas descubiertas por las cambiantes arenas, blanca como los dientes de un cráneo oscurecido por la tierra.
Silenus veía muchos de los edificios tal como los había visto hacía un siglo y medio. El Anfiteatro de los Poetas, inconcluso pero imponente, era un fantasmagórico coliseo romano cubierto de enredaderas del desierto y hiedra.
El gran atrio estaba abierto al cielo, las galerías destruidas no por el tiempo, sino por las sondas, lanzas y cargas explosivas de los atolondrados agentes de seguridad de Triste Rey Billy en las décadas posteriores a la evacuación. Iban a matar al Alcaudón. Iban a usar aparatos electrónicos y haces de luz coherente para matar a Grendel después de que el monstruo hubiera arrasado la sala de banquetes.
Martin Silenus rió y se inclinó hacia delante, de pronto mareado por el calor y el agotamiento.
Veía la gran cúpula de la Sala Común donde había comido, primero con centenares de artistas, luego en silencio con los pocos que se habían quedado, por razones inescrutables, cuando Billy se marchó a Keats, luego solo. Completamente solo. Una vez lanzó una copa y el eco retumbó medio minuto en la cúpula recubierta de hiedra.
Solo con los Morlocks, pensó Silenus. Pero al final ni siquiera la compañía de los Morlocks. Sólo mi musa.
Se oyó un aleteo brusco y una bandada de palomas blancas abandonó un nicho en el montón de torres rotas que había sido el palacio de Triste Rey Billy. Las palomas volaron en círculos en el cielo caliente, y Silenus se maravilló de que hubieran sobrevivido tantos años en el linde de ninguna parte.
Si yo pude, ¿por qué ellas no?
Había sombras en la ciudad, charcos de dulce sombra. Silenus se preguntó si los pozos aún tendrían agua: los grandes depósitos subterráneos, excavados antes de la llegada de las naves seminales humanas, aún llenos de preciosa agua. Se preguntó si su mesa de madera, una antigüedad de Vieja Tierra, aún estaría en la habitación donde había escrito buena parte de sus Cantos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Brawne Lamia, quien había desandado camino para acercarse.
—Nada. —Martin Silenus la miró con ojos entornados. Aquella mujer parecía un árbol robusto, una masa de oscuras raíces-muslo, corteza curtida por el sol y energía detenida. Trató de imaginarla exhausta, y el esfuerzo lo fatigó—. Acabo de comprender que perdemos el tiempo al retroceder hasta la Fortaleza. Hay pozos de agua en la ciudad. Probablemente haya reservas de alimento.
—No —dijo Lamia—. El cónsul y yo pensamos en ello. Han saqueado la Ciudad Muerta durante generaciones. Los peregrinos del Alcaudón deben de haber agotado las reservas hace sesenta u ochenta años. Los pozos no son de fiar… la corriente subterránea ha cambiado de rumbo y los depósitos están contaminados. Iremos a la Fortaleza.
Silenus se encolerizó ante el insufrible orgullo de aquella mujer, que daba por sentado que podía tomar el mando en cualquier situación.
—Iré a explorar —decidió—. Quizá nos ahorre horas de viaje.
Lamia se interpuso entre Silenus y el sol. Los bucles negros brillaban como la corona de un eclipse.
—No. Si perdemos tiempo aquí, no regresaremos antes del anochecer.
—Vaya usted, pues —replicó el poeta, sorprendido de sus palabras—. Yo estoy cansado. Iré a inspeccionar el depósito que hay detrás de la Sala Común. Quizá recuerde almacenes que los peregrinos nunca hallaron.
La mujer tensó el cuerpo pensando en arrastrarlo de nuevo a las dunas. Estaban apenas a un tercio del camino hasta los cerros donde comenzaba el largo ascenso a la escalera de la Fortaleza. Lamia relajó los músculos. —Martin, los demás dependen de nosotros. Por favor, no lo eche a perder.
Él rió y se recostó contra la columna derrumbada. —Al diablo con eso— masculló—. Estoy agotado. Usted sabe que transportará el noventa y cinco por ciento de las cosas, de todos modos. Soy viejo, mujer. Más viejo de lo que usted imagina. Déjeme descansar un rato. Tal vez encuentre comida. Tal vez escriba algo.
Lamia se agachó junto a él y palpó la mochila.
—Eso es lo que trae. Las páginas del poema. Los Cantos.
—Desde luego.
—¿Y todavía cree que la cercanía del Alcaudón le permitirá terminarlo?
Silenus se encogió de hombros, sintiendo el calor y el mareo.
—Esa cosa es una máquina de matar, un Grendel metálico forjado en el infierno —dijo—. Pero es mi musa.
Lamia suspiró, estudió el sol que descendía hacia las montañas, miró el camino que habían recorrido. —Regrese— murmuró—. Al valle. —Titubeó un instante—. Iré con usted, luego regresaré.
Silenus sonrió con los labios cuarteados.
—¿Para qué regresar? ¿Para jugar a los bebés con los otros tres viejos hasta que nuestra bestia venga a arroparnos? No, gracias, prefiero quedarme aquí a trabajar. Continúe, mujer. Usted puede cargar más cosas que tres poetas. —Se deshizo de sus mochilas y botellas vacías y se las entregó.
Lamia cogió la maraña de correas con un puño corto y duro como la cabeza de un martillo de acero.
—¿Está seguro? Podemos caminar despacio.
Silenus se levantó, irritado ante la piedad y la condescendencia de Lamia.
—Váyase al demonio, mujer de Lusus. Por si se ha olvidado, el propósito de la peregrinación era saludar al Alcaudón. Su amigo Hoyt no lo olvidó. Kassad comprendía el juego. El puñetero Alcaudón tal vez esté masticando sus estúpidos huesos militares en este mismo instante. No me sorprendería que los tres que dejamos atrás ya no necesiten alimentos ni agua a estas alturas. Continúe. Lárguese de aquí. Estoy harto de su compañía.
Brawne Lamia permaneció en cuclillas un momento, observando al poeta. Luego se puso de pie, titubeó, le tocó el hombro un instante, recogió las mochilas y botellas y echó a andar a un paso más rápido del que Silenus habría podido seguir incluso en su juventud.
—Regresaré dentro de unas horas —anunció Lamia, sin volverse—. Quédese en este linde de la ciudad—. Regresaremos juntos a las Tumbas.
Martin Silenus guardó silencio mientras Lamia desaparecía en el tosco terreno del sudoeste. Las montañas titilaban en el calor. Silenus miró el suelo y vio que ella le había dejado la botella de agua, escupió, cogió la botella y entró en la sombra expectante de la ciudad muerta.