Doce horas antes, el coronel Fedmahn Kassad salió de la escalera de caracol al más alto nivel del Monolito de Cristal. Crecían llamas por todas partes. A través de los boquetes que había abierto en la superficie de cristal, Kassad veía la oscuridad. La tormenta impulsaba granos bermejos a través de las aperturas y el aire parecía sangre en polvo. Kassad se puso el casco.
Moneta aguardaba a diez pasos.
Estaba desnuda bajo el traje energético, lo cual daba un efecto de mercurio derramado sobre la piel. Las llamas se reflejaban en las curvas de los senos y los muslos, la luz se arqueaba en los huecos de la garganta y el ombligo. El cuello era largo, el rostro una perfecta talla de cromo. Los ojos albergaban reflejos gemelos de la alta sombra que era Fedmahn Kassad.
Kassad alzó el rifle y sintonizó el selector en fuego de espectro pleno. Dentro de la armadura activada, el cuerpo se le tensó, preparándose para el ataque.
Moneta movió la mano y el traje se disolvió desde la coronilla hasta el cuello. Ahora era vulnerable. Kassad conocía cada faceta de aquel rostro, cada poro y folículo. El corto pelo castaño caía a la izquierda. Los grandes y curiosos ojos reflejaban sorpresa en sus verdes honduras.
La pequeña boca de labios carnosos vacilaba al borde de una sonrisa. Kassad reparó en las inquisitivas cejas arqueadas, las pequeñas orejas que había besado tantas veces. La blanda garganta donde había apoyado las mejillas para escuchar sus palpitaciones.
Kassad la apuntó con el rifle.
—¿Quién eres? —preguntó ella. La voz era tan suave y sensual como él recordaba, el acento igualmente elusivo.
Con el dedo en el gatillo, Kassad titubeó. Habían hecho el amor veintenas de veces, se habían conocido durante años en sus sueños y el paisaje de las simulaciones militares. Pero si ella en efecto retrocedía en el tiempo…
—Lo sé —se respondió ella misma con voz tranquila, al parecer sin notar que él ya presionaba el gatillo—, eres el prometido por el Señor del Dolor.
Kassad respiraba entrecortadamente. Habló con voz ronca y tensa.
—¿No me recuerdas?
—No. —Ella ladeó la cabeza para observarlo—. Pero el Señor del Dolor prometió un guerrero. Estábamos destinados a encontrarnos.
—Nos encontramos hace mucho tiempo —balbuceó Kassad. El rifle apuntaría automáticamente a la cara, cambiando de longitud de onda y de frecuencia a cada microsegundo hasta vencer las defensas del traje. Al cabo de un instante dispararía los haces láser, el látigo infernal, dardos y rayos pulsátiles.
—No tengo recuerdos de hace mucho tiempo —explicó ella—. Nos movemos en direcciones opuestas en el flujo general del tiempo. ¿Con qué nombre me conoces en mi futuro, tu pasado?
—Moneta —jadeó Kassad, cerrando la mano para disparar.
Ella sonrió, asintió.
—Moneta. Hija de la Memoria. Qué ironía.
Kassad recordó la traición, la transformación mientras hacían el amor esa última vez ante la desolada Ciudad de los Poetas. Moneta se había convertido en el Alcaudón o había permitido que el Alcaudón la sustituyera. Había transformado un acto de amor en una obscenidad.
El coronel Kassad apretó el gatillo.
Moneta parpadeó.
—No funcionará aquí, dentro del Monolito de Cristal. ¿Por qué deseas matarme?
Kassad gruñó, arrojó el arma inútil, infundió energía a sus guanteletes y embistió.
Moneta no intentó escapar. Se quedó mirándolo. Kassad tenía la cabeza baja. La armadura gemía mientras cambiaba el alineamiento cristalino de los polímeros y Kassad aullaba. Ella bajó los brazos para rechazarlo.
La masa y la velocidad de Kassad hicieron trastabillar a Moneta y ambos rodaron. Kassad intentó apresarle la garganta con las manos enguantadas, Moneta le cogió las muñecas con fuerza mientras rodaban por el suelo hasta el borde de la plataforma. Kassad se montó sobre ella, para que la gravedad se sumara a la fuerza del ataque: los brazos rectos, los guantes rígidos, los dedos curvados en un gesto letal. La pierna izquierda le colgaba sobre el abismo de sesenta metros.
—¿Por qué deseas matarme? —susurró Moneta, y lo hizo girar. Ambos cayeron de la plataforma.
Kassad gritó e hizo descender el visor con un cabeceo brusco. Cayeron, las piernas entrelazadas con fiereza. Ella le sostenía las manos con fuerza. El tiempo pareció frenar su transcurso y cayeron a cámara lenta. El aire se movía como una manta que le cubriera la cara lentamente. Luego el tiempo se aceleró, se volvió normal: caían los últimos diez metros. Kassad gritó y visualizó el símbolo adecuado para que la armadura se pusiera rígida. Hubo un gran estrépito.
Desde una rojiza distancia, Fedmahn Kassad trepó a la superficie de la conciencia, sabiendo que sólo habían transcurrido un par de segundos desde la caída. Se levantó trabajosamente. Moneta también se incorporaba despacio, apoyándose en una rodilla, mirando el suelo de cerámica astillado por el impacto.
Kassad infundió energía a los servomecanismos de la pierna del traje y le arrojó un fuerte puntapié a la cabeza.
Moneta esquivó el golpe, le cogió la pierna, giró y lo lanzó. Kassad se estrelló contra el cuadrado de cristal, lo hizo añicos, cayó en la arena y la noche. Moneta se tocó el cuello, el mercurio le cubrió la cara, salió.
Kassad alzó el visor destrozado, se quitó el casco. El viento le agitaba el cabello corto y negro, la arena le arañaba las mejillas. Se levantó despacio. La pantalla del cuello del traje emitía parpadeos rojos, anunciando que se agotaban las últimas reservas de energía. Kassad ignoró las alarmas; habría suficiente para los próximos segundos, y eso era todo lo que importaba.
—Lo que haya ocurrido en mi futuro… tu pasado —empezó Moneta—. No fui yo quien cambió. Yo no soy el Señor del Dolor. Él…
Kassad saltó los tres metros que los separaban, aterrizó detrás de Moneta y trazó con el guantelete de la mano derecha un arco que rompió la barrera del sonido, el canto rígido y aguzado como podían lograrlo los filamentos piezoeléctricos de carbono-carbono.
Moneta no se agachó ni intentó frenar el golpe. El guantelete le dio en la base del cuello con una fuerza que habría talado un árbol o quebrado medio metro de piedra. En Bressia, combatiendo cuerpo a cuerpo en la capital de Buckminster, Kassad había matado a un coronel éxter con tal celeridad —el guantelete había atravesado la armadura, el casco, el campo de fuerza, la carne y el hueso sin pausa— que la cabeza del hombre había mirado el cuerpo veinte segundos antes que la muerte lo reclamara.
El golpe de Kassad dio en el blanco, pero se detuvo en la superficie del traje. Moneta no trastabilló ni reaccionó. Kassad advirtió que la energía del traje fallaba en el mismo instante que el brazo se le aturdía y los músculos del hombro se le retorcían de dolor. Retrocedió, el brazo derecho caído al costado. El traje perdía energía como un herido que se desangra.
—No quieres escuchar —suspiró Moneta. Avanzó, cogió a Kassad, lo arrojó veinte metros hacia la Tumba de Jade.
Aterrizó con fuerza y la armadura se endureció para absorber parte de la colisión mientras se le agotaba la energía. El brazo izquierdo le protegió la cara y el cuello, pero la armadura se detuvo y el brazo quedó inútilmente curvado.
Moneta saltó los veinte metros, aterrizó junto a él, lo alzó en el aire con una mano, apresó un puñado de blindaje con la otra y le desgarró el traje, abriendo doscientas capas de microfilamento y polímeros de tela omega. Lo abofeteó suavemente, casi con pereza. Kassad casi se desvaneció. El viento y la arena le aguijoneaban la carne desnuda del pecho y el vientre.
Moneta le arrancó el resto del traje, destruyendo biosensores y controles de realimentación. Alzó al hombre desnudo por los brazos y lo sacudió. Kassad saboreó sangre y puntos rojos nadaron en su campo visual.
—No teníamos que ser enemigos —murmuró ella.
—Tú… me… disparaste.
—Para probar tus reacciones, no para matarte. —La boca se movía normalmente bajo la capa de mercurio. Lo abofeteó de nuevo. Kassad voló dos metros en el aire, aterrizó en una duna, rodó cuesta abajo en la fría arena. Un millón de manchas poblaban el aire: nieve, polvo, puntos de luz coloreada. Kassad rodó, se incorporó, aferró la duna con dedos transformados en garfios insensibles.
—Kassad —susurró Moneta.
Él se tendió de espaldas, esperando.
Ella había desactivado el traje. La carne parecía cálida y vulnerable, la tez tan pálida que era casi traslúcida. Claras venas azules se perfilaban sobre los pechos perfectos. Las piernas eran fuertes y escultóricas, los muslos se entreabrían en la ingle. Los ojos brillaban verdes y oscuros.
—Amas la guerra, Kassad —susurró Moneta, al tiempo que se echaba sobre él.
Kassad se resistió, alzó los brazos para golpearla. Moneta le sujetó los brazos por encima de la cabeza con una sola mano. Su cuerpo irradiaba calor, sus senos se mecían rozando el pecho de Kassad. Se acomodó entre las piernas abiertas de Kassad, quien sintió la ligera curva del vientre de Moneta contra el abdomen.
Comprendió que esto era una violación, que podía negarse con sólo no reaccionar, rechazándola. No dio resultado. El aire parecía líquido, la tormenta bramaba distante, la arena oscilaba en la brisa como una cortina de encaje.
Moneta se contoneaba sobre él, contra él. Kassad sintió el lento movimiento de su propia excitación. Se resistió, luchó, pateó, forcejeó para liberar los brazos. Ella era mucho más fuerte. Usó la rodilla derecha para apartarle la pierna izquierda. Los pezones le frotaban el pecho como guijarros tibios; la calidez del vientre y la ingle de Moneta hicieron que su carne reaccionara como una flor que buscara la luz.
—¡No! —gritó Fedmahn Kassad, pero Moneta lo besó obligándole a callar. Con la mano izquierda, ella continuaba aferrándole los brazos; con la mano derecha lo tanteó, lo encontró, lo guió.
Kassad le mordió el labio, pero sus forcejeos lo obligaron a penetrar más en ella. Trató de relajarse, y ella lo aplastó contra la arena. Kassad recordó las otras veces que habían hecho el amor, hallando cordura en la mutua calidez mientras la guerra tronaba fuera del círculo de su pasión.
Kassad cerró los ojos, arqueó el cuello para postergar la agonía de placer que lo embestía como una ola. Saboreó sangre, sin saber si era de él o de ella.
Poco después, mientras aún se movían juntos, Kassad comprendió que ella le había soltado los brazos. Sin titubear, bajó ambos brazos, le apoyó los dedos en la espalda, la apretó, deslizó una mano para acariciarle la nuca con suavidad.
El viento sopló de nuevo, el sonido regresó, la arena arremolinada sopló desde el linde de la duna como rocío.
Kassad y Moneta resbalaron por la suave curva, rodaron cuesta abajo hasta el lugar donde rompería la ola de arena, olvidando la noche, la tormenta, la batalla y todo lo demás excepto ese momento y ellos dos.
Luego, mientras caminaban a través de la despedazada belleza del Monolito de Cristal, ella lo tocó una vez con una férula dorada y después con un toroide azul. En la astilla de un panel de cristal, él vio que su reflejo se transformaba en un bosquejo de mercurio líquido, perfecto hasta los detalles de los genitales y las líneas de las costillas en el delgado torso.
«¿Ahora qué?», preguntó Kassad en ese medio que no era telepatía ni sonido.
«El Señor del Dolor aguarda».
¿Eres su servidora?».
«No. Soy su consorte y su némesis. Su guardiana».
«¿Has venido del futuro con él?».
«No, me arrebataron de mi época para retroceder con él en el tiempo».
«Entonces, ¿quién eras antes de…?».
La repentina aparición —no, la repentina presencia del Alcaudón interrumpió la pregunta.
La criatura era tal como la recordaba de su primer encuentro, sucedido años atrás. Kassad reparó en el brillo de mercurio y cromo, tan similar a sus propios trajes, pero supo intuitivamente que debajo del caparazón no había mera carne y hueso. El ser tenía por lo menos tres metros de altura, los cuatro brazos tenían una apariencia normal en el elegante torso, y el cuerpo era una escultura de espinas, puñales, articulaciones y capa de alambre cortante. Los ojos de mil facetas ardían con la luz de un láser color rubí. La larga mandíbula y las hileras de dientes eran de pesadilla.
Kassad estaba preparado. Si el traje le daba la misma fuerza y movilidad que había proporcionado a Moneta, al menos moriría luchando.
No hubo tiempo para eso. En un momento el Señor del Dolor estaba a cien metros, al siguiente estaba al lado de Kassad, aferrándole el brazo en un apretón de acero que penetró el traje y le hizo sangrar los bíceps.
Kassad se tensó, esperando el golpe y resuelto a devolverlo, aunque ello significara empalarse en las hojas, espinas y el cortante acero.
El Alcaudón alzó la mano derecha y un portal rectangular de cuatro metros cobró existencia. Era similar a un portal teleyector, excepto por el fulgor violáceo que llenaba el interior del Monolito con una densa luz.
Moneta asintió y lo atravesó. El Alcaudón avanzó, hundiendo apenas los agudos dedos en el brazo de Kassad.
Kassad pensó en resistirse, pero comprendió que la curiosidad era más intensa que el deseo de morir y avanzó con el Alcaudón.