15

No asistí a la fiesta nudista de Tyrena. Tampoco Spenser Reynolds, a quien vi charlando animadamente con Sudette Chier. Ignoro si monseñor Edouard cedió a las exhortaciones de Tyrena.

La cena aún no había terminado, los presidentes del Fondo de Socorro aún pronunciaban cortos discursos y muchos senadores importantes habían empezado a manifestar impaciencia cuando Leigh Hunt me susurró que el grupo de la FEM estaba preparado para marcharse y se requería mi presencia.

Eran casi las 2300 hora estándar de la Red, y supuse que el grupo regresaría a la Casa de Gobierno, pero cuando atravesé el portal —fui el último del grupo, excepto por los pretorianos que nos protegían— me encontré en un pasillo de piedra donde largas ventanas mostraban un amanecer marciano.

Técnicamente, Marte no estaba en la Red; resultaba deliberadamente difícil llegar a la más antigua colonia extraterrestre de la humanidad. Los peregrinos del gnosticismo Zen que viajaban a la Roca del Maestro, en la cuenca de Hellas, tenían que teleyectarse a la Estación Sistema Originario y abordar naves desde Ganímedes o Europa hasta Marte. Era un inconveniente de escasas horas, pero constituía un sacrificio y una aventura para una sociedad donde todo quedaba literalmente a diez pasos de cualquier lugar. Salvo para los historiadores o los expertos en el cultivo del cacto licorero, había pocas razones profesionales para viajar a Marte. Con la gradual declinación del gnosticismo Zen durante el siglo pasado, incluso el tráfico de peregrinos empezó a ralear. A nadie le interesaba Marte.

Excepto a FUERZA. Aunque las oficinas administrativas de FUERZA estaban en TC2 y las bases se diseminaban por la Red y el Protectorado, Marte continuaba siendo la verdadera sede de la organización militar, cuyo corazón era la Escuela de Mando Olympus.

Un pequeño grupo de importantes oficiales recibió al pequeño grupo de importantes políticos, y yo me acerqué a una ventana mientras ambas pandillas giraban como galaxias en colisión.

El corredor formaba parte de un complejo tallado en el labio superior del Mons Olympus, y desde esa altura de quince kilómetros daba la impresión de que se podía contemplar el planeta entero de una sola ojeada. El antiguo volcán predominaba, y el engaño de la distancia reducía las carreteras de acceso, la vieja ciudad del acantilado, las barriadas de la meseta de Tharsis y los bosques a meros garabatos en un paisaje rojo que tenía el mismo aspecto desde que los primeros humanos habían hollado ese mundo, reclamándolo para un país llamado Japón, y habían tomado una fotografía.

Estaba mirando un pequeño sol naciente, pensando que ése era el sol, disfrutando del increíble juego de luces sobre las nubes que emergían de la oscuridad junto a la interminable ladera, cuando Leigh Hunt se me acercó.

—La FEM lo recibirá después de la conferencia. —Me entregó dos cuadernos de dibujo que un asistente había traído de la Casa de Gobierno—. Comprenderá que todo lo que vea y oiga en esta conferencia es secreto.

No tomé esa afirmación como una pregunta.

Anchas puertas de bronce se abrieron en las paredes de piedra, y se encendieron luces que mostraban la rampa enmoquetada y la escalera que conducía a la mesa de una Sala de Guerra, en el centro de una estancia ancha y negra que podría haber sido un vasto teatro sumido en absoluta oscuridad excepto por la pequeña isla de iluminación. Los asistentes se apresuraron a indicar el camino, traer sillas y fundirse de nuevo con las sombras. De mala gana, di la espalda al amanecer y seguí al grupo.

El general Morpurgo y un trío de dirigentes de FUERZA se encargaron del informe. Los gráficos estaban a años-luz de distancia de las toscas proyecciones y holos de informe de la Casa de Gobierno; nos hallábamos en un espacio vasto, suficiente para albergar a ocho mil cadetes y oficiales cuando fuera necesario, pero ahora la mayor parte de esa negrura estaba cubierta por holos de óptima calidad y diagramas como campos de juego. En cierto modo, resultaba intimidatorio.

También lo era el contenido del informe.

—Estamos perdiendo la lucha en el sistema de Hyperion —concluyó Morpurgo—. A lo sumo conseguiremos un empate, si mantenemos a raya al enjambre éxter más allá de un perímetro de quince UA de la esfera de singularidad del teleyector. El acoso de sus naves pequeñas constituirá un problema permanente. En el peor de los casos, tendremos que adoptar posiciones defensivas mientras evacuamos la flota y a los ciudadanos de la Hegemonía y dejamos que Hyperion caiga en manos de los éxters.

—¿Qué pasó con el golpe contundente que nos habían prometido? —preguntó el senador Kolchev, sentado cerca de la cabecera de la mesa con forma de diamante—. ¿El ataque decisivo contra el enjambre?

Morpurgo carraspeó pero miró de soslayo al almirante Nashita, quien se levantó. El uniforme negro del comandante espacial de FUERZA creaba la ilusión de que sólo su mal ceño flotaba en la oscuridad. Tuve una sensación de déjá vu ante esa imagen, pero volví la mirada hacia Meina Gladstone, ahora iluminada por los mapas de guerra y los colores que flotaban sobre nosotros como una versión holoespectral de la proverbial espada de Damocles, y me puse de nuevo a dibujar. Había dejado la libreta de papel y ahora usaba mi ligera pluma sobre una hoja electrónica flexible.

—En primer lugar, nuestros informes de inteligencia acerca de los enjambres eran necesariamente limitados —comenzó Nashita. Los gráficos cambiaron sobre nosotros—. Las sondas de reconocimiento y los exploradores de largo alcance no nos pudieron explicar la naturaleza de cada unidad de la flota migratoria éxter. El resultado ha consistido en una obvia y grave subestimación de la capacidad de combate de este enjambre. Nuestros esfuerzos para penetrar las defensas del enjambre, usando sólo cazas de largo alcance y naves-antorcha, no arrojaron los resultados esperados.

»En segundo lugar, la necesidad de mantener un perímetro defensivo de tal magnitud en el sistema de Hyperion ha planteado tantas exigencias a nuestras dos fuerzas especiales que resultó imposible dedicar naves suficientes a nuestra ofensiva.

—Almirante —interrumpió Kolchev—, usted está diciendo que tiene pocas naves para llevar a cabo la misión de destruir o derrotar esta fuerza éxter en el sistema de Hyperion. ¿Correcto?

Nashita miró fijamente al senador y recordé las pinturas que retrataban a un samurai segundos antes de desenvainar la mortífera espada.

—Correcto, senador Kolchev.

—No obstante, en los informes del gabinete de guerra de hace sólo una semana estándar, nos aseguró que las dos fuerzas especiales bastarían para proteger Hyperion de la invasión o la destrucción y para asestar un golpe contundente al enjambre éxter. ¿Qué ha sucedido, almirante?

Nashita irguió el cuerpo —era más alto que Morpurgo pero más bajo que lo habitual en la Red— y se volvió hacia Gladstone.

—Ejecutiva, he explicado las variables que requieren una alteración en nuestro plan de batalla. ¿Comienzo de nuevo este informe?

Meina Gladstone estaba acodada sobre la mesa, la cabeza apoyada en la mano derecha, dos dedos contra la mejilla, dos bajo la barbilla, el pulgar en la mandíbula en un gesto de fatigada atención.

—Almirante —dijo en voz baja—, aunque considero que la pregunta del senador Kolchev es muy pertinente, entiendo que la situación que usted describió en este y otros informes de hoy la responde. —Se volvió hacia Kolchev—. Gabriel, nos equivocamos. Con estos efectivos de FUERZA obtendremos a lo sumo un empate. Los éxters son más resistentes, combativos y numerosos de lo que suponíamos. —Volvió su cansada mirada hacia Nashita—. Almirante, ¿cuántas naves más necesitará?

Nashita cobró aliento, sin duda sorprendido de que le formularan esa pregunta tan pronto. Miró a Morpurgo y a los demás jefes del estado mayor conjunto y entrelazó las manos sobre el regazo, como el director de una empresa fúnebre.

—Doscientas naves de combate —respondió—. Por lo menos. Es el número mínimo.

Un murmullo recorrió la sala. Aparté los ojos del dibujo. Todos cuchicheaban o cambiaban de posición excepto Gladstone. Tardé un instante en comprender.

La flota espacial de FUERZA totalizaba menos de seiscientas naves de combate. Desde luego, cada una era tremendamente cara. Pocas economías planetarias podían permitirse el lujo de construir más de una o dos naves interestelares, y hasta un puñado de naves-antorcha equipadas con motor Hawking podían llevar a un mundo colonial a la bancarrota. Por otra parte, cada cual era tremendamente poderosa: un portanaves de ataque era capaz de destruir un mundo, una fuerza de cruceros y gironaves podía acabar con un sol. Era concebible que las naves de la Hegemonía reunidas en el sistema de Hyperion pudieran —si utilizaban la matriz teleyectora de tránsito masivo de FUERZA— destruir la mayoría de los sistemas estelares de la Red. Se habían requerido menos de cincuenta naves como las que solicitaba Nashita para destruir la flota de Glennon-Heigh un siglo atrás, y para aplastar el motín para siempre.

Pero el verdadero problema de la solicitud de Nashita radicaba en la utilización simultánea de dos tercios de la flota de la Hegemonía en el sistema de Hyperion. Una angustia eléctrica flotaba en el aire.

La senadora Richeau de Vector Renacimiento se aclaró la garganta.

—Almirante, nunca hemos concentrado una flota de tal envergadura, ¿verdad?

La cabeza de Nashíta giró como si se deslizara sobre cojinetes. El mal ceño no se alteró.

—Nunca hemos emprendido una acción de tal importancia para el futuro de la Hegemonía, senadora Richeau.

—Sí, entiendo. Pero yo me refería al impacto que esto tendrá en otras defensas de la Red. ¿No es un riesgo excesivo?

Nashíta gruñó y los gráficos del vasto espacio que tenía detrás giraron, se disolvieron y formaron una asombrosa vista de la galaxia de la Vía Láctea tal como se veía desde arriba del plano de la eclíptica; el ángulo cambió lanzándonos a vertiginosa velocidad hacia un brazo espiralado hasta que la azul tracería de la red de teleyectores se hizo visible: la Hegemonía, un irregular núcleo dorado con protuberancias y seudópodos que se extendían al nimbo verde del Protectorado. La Red mostraba un diseño casual y parecía minúscula en comparación con la galaxia. Ambas impresiones eran acertados reflejos de la realidad.

De pronto el gráfico cambió, y la Red y los mundos coloniales se transformaron en el universo, excepto por un puñado de centenares de estrellas que le conferían perspectiva.

—Esto representa la posición de los elementos de nuestra flota en la actualidad —explicó el almirante Nashita. Dentro y alrededor del oro y el verde aparecieron cientos de manchas anaranjadas, la concentración más densa rodeaba una distante estrella del Protectorado, que tardé en reconocer como la de Hyperion—. Y éstos son los enjambres éxter según nuestros últimos datos. —Aparecieron una docena de líneas rojas, vectores y estelas de corrimiento al azul que mostraban trayectorias. Incluso en esa escala, ningún vector éxter se cruzaba con el espacio de la Hegemonía excepto por el vasto enjambre que se internaba en el sistema de Hyperion.

Advertí que los despliegues espaciales de FUERZA a menudo reflejaban vectores de enjambres, excepto por las aglomeraciones próximas a bases y mundos problemáticos como Alianza-Maui, Bressia y Qom-Riyadh.

—Almirante —intervino Gladstone, impidiendo toda descripción de esos despliegues—, supongo que usted ha tenido en cuenta la capacidad de reacción de la flota si hubiera una amenaza contra otros puntos de nuestra frontera.

El ceño fruncido de Nashita ofreció algo que quizá fuera una sonrisa.

—Sí, FEM —contestó con vago paternalismo—. Si usted repara en los enjambres más próximos, además del de Hyperion… —La proyección enfatizó vectores rojos encima de una nube dorada que abrazaba varios sistemas estelares, incluidos los de Puertas del Cielo, Bosquecillo de Dios y Mare Infinitum. En esa escala, la amenaza éxter parecía muy remota—. Rastreamos las migraciones de los enjambres según las estelas Hawking captadas por puestos de vigilancia dentro y fuera de la Red. Además, nuestras sondas de largo alcance verifican con frecuencia el tamaño y la dirección de los enjambres.

—¿Con cuánta frecuencia, almirante? —preguntó el senador Kolchev.

—Una vez cada varios años —replicó el almirante—. Comprenda usted que el tiempo de viaje es de muchos meses, incluso a velocidad de gironave, y la deuda temporal desde nuestro punto de vista puede sumar hasta doce años para semejante tránsito.

—Con brechas de años entre las observaciones directas —insistió el senador—, ¿cómo sabe usted dónde se hallan los enjambres en un momento determinado?

—Los motores Hawking no mienten, senador —respondió secamente Nashita—. Es importante simular la estela de distorsión Hawking. Aquí vemos la posición en tiempo real de cientos, en algunos casos de miles, de motores de singularidad en marcha. Al igual que con las emisiones ultralínea, no hay deuda temporal en la transmisión del efecto Hawking.

—Sí —dijo Kolchev, con voz tan seca y desdeñosa como la del almirante—, pero ¿qué ocurriría si viajaran a menor velocidad?

Nashita sonrió.

—¿A velocidades sublumínicas, senador?

—Sí.

Vi que Morpurgo y otros oficiales sacudían la cabeza u ocultaban sonrisas. Sólo el joven teniente de navío William Ajunta Lee escuchaba con atención y seriedad.

—A velocidades sublumínicas —expuso el almirante Nashita—, los nietos de nuestros nietos quizá deban preocuparse de prevenir a sus nietos de que sufrirán una invasión.

Kolchev no desistió. Se levantó y señaló el enjambre más cercano, que trazaba una curva sobre Puertas del Cielo.

—¿Qué ocurriría si este enjambre se aproximara sin motores Hawking?

Nashita suspiró, a todas luces irritado ante detalles que le impedían ir al grano.

—Senador, le aseguro que si el enjambre apagara ahora sus motores y virara ahora hacia la Red, tardaría… —Nashíta parpadeó mientras consultaba sus implantes y enlaces de comunicación— doscientos treinta años estándar en acercarse a nuestras fronteras. No es un factor a tomar en cuenta en esta decisión, senador.

Meina Gladstone se inclinó hacia delante y todas las miradas confluyeron en ella. Almacené mi boceto anterior en la hoja electrónica e inicié uno nuevo.

—Almirante, creo que nuestra verdadera preocupación radica en que esta concentración de fuerzas cerca de Hyperion no tiene precedentes y en el temor a poner todos los huevos en un solo cesto.

Hubo murmullos risueños. Gladstone era famosa por sus aforismos, anécdotas y clichés, tan antiguos y olvidados que resultaban novedosos. Éste era un ejemplo.

—¿Estamos poniendo todos los huevos en un solo cesto? —preguntó.

Nashita apoyó las manos en la mesa y extendió los largos dedos, apretando con intensidad. Esa intensidad congeniaba con la enérgica personalidad del hombrecillo; era uno de esos raros individuos que obtenía sin esfuerzo la atención y la obediencia de los demás.

—No, FEM, no es así. —Sin volverse, señaló las imágenes que tenía encima y detrás—. Los enjambres más próximos no podrían acercarse al espacio de la Hegemonía sin un tiempo de advertencia de dos meses de impulso Hawking. Eso representa tres años de nuestro tiempo. Nuestras unidades de Hyperion, aunque estuvieran desplegadas en una vasta escala y en situación de combate, tardarían menos de cinco horas en regresar a cualquier parte de la Red.

—Eso no incluye las unidades del exterior de la Red —apuntó la senadora Richeau—. Las colonias no pueden quedar sin protección.

Nashita gesticuló de nuevo.

—Las doscientas naves de guerra que utilizaremos para resolver la campaña de Hyperion son las que ya están dentro de la Red o las que poseen naves-puente con capacidad de teleyección. Ninguna de las unidades independientes asignadas a las colonias resultará afectada.

Gladstone asintió.

—¿Y si el portal de Hyperion fuera dañado o capturado por los éxters?

Los gestos y suspiros de los civiles me indicaron que Gladstone había mencionado la principal preocupación.

Nashita asintió y regresó a la pequeña tarima como si hubiera esperado esta pregunta y se alegrara de que hubieran terminado los detalles irrelevantes.

—Excelente pregunta. Se ha mencionado en informes anteriores, pero trataré esta posibilidad con cierto detalle.

»Primero, tenemos asegurada nuestra capacidad de teleyección, con dos naves-puente en el sistema en este momento y planes para llevar tres más cuando lleguen los refuerzos. Las probabilidades de que destruyan estas cinco naves son ínfimas, casi insignificantes si tenemos en cuenta nuestra mayor capacidad defensiva con los refuerzos.

»Segundo, las probabilidades de que los éxters capturen un teleyector militar intacto y lo utilicen para invadir la Red son nulas. Cada nave y cada individuo que atraviesa un portal de FUERZA se somete a la identificación de un microtranspónder a prueba de intercepciones, cuyo código se actualiza a diario…

—¿No podrían los éxters descifrar estos códigos e insertar los suyos? —preguntó el senador Kolchev.

—Imposible. —Nashita se paseaba por la tarima, las manos a la espalda—. La actualización de códigos se realiza diariamente a través de transmisiones ultralínea desde las jefaturas de FUERZA de la Red…

—Perdone —interrumpí, asombrado de oír mi propia voz en aquel sitio—, pero esta mañana hice una breve visita al sistema de Hyperion y no vi ningún código.

Las cabezas se volvieron hacia mí. El almirante Nashita adoptó de nuevo el aspecto de un búho que volviera la cabeza sobre cojinetes sin fricción.

—No obstante, señor Severn, usted y el señor Hunt tenían un código trazado indolora e imperceptiblemente por láseres infrarrojos, en ambos extremos del tránsito.

Asentí, asombrado de que el almirante hubiera recordado mi nombre, hasta que caí en la cuenta de que también él tenía implantes.

—Tercero —continuó Nashita, como si yo no hubiera hablado—, si ocurre lo imposible y las fuerzas éxter arrasan nuestras defensas, capturan los teleyectores intactos, burlan los códigos de tránsito y activan una tecnología con la cual no están familiarizados y que les hemos negado durante más de cuatro siglos… entonces todos sus esfuerzos serán en balde, pues todo el tráfico militar se encauza hacia Hyperion a través de la base de Madhya.

—¿De dónde? —preguntó un coro de voces.

Yo sólo había oído hablar de Madhya en la historia de Brawne Lamia acerca de la muerte de su cliente.

—Madhya —repitió el almirante Nashita, sonriendo sin disimulos. Era una sonrisa curiosamente infantil—. No busquen en los comlogs, caballeros y damas. Madhya es un sistema «negro» que no figura en los inventarios ni en los mapas civiles. Lo reservamos para este propósito. Con un solo planeta habitable, únicamente adecuado para la minería y nuestras bases, Madhya es la posición de retirada extrema. Si las naves éxter logran lo imposible y barren nuestras defensas y portales en Hyperion, el único sitio accesible para ellos será Madhya, donde hay gran cantidad de armas automáticas apuntadas contra todo lo que llegue. Si logran lo imposible y la flota sobrevive al tránsito hacia el sistema de Madhya, las conexiones teleyectoras con el exterior se autodestruirán automáticamente y sus naves quedarán perdidas a años de la Red.

—Sí, pero también las nuestras —objetó la senadora Richeau—. Dos tercios de la flota quedarían en el sistema de Hyperion.

Nashita adoptó la posición de descanso.

—Es verdad —reconoció—, y desde luego los jefes de estado mayor y yo hemos sopesado muchas veces las consecuencias de este hecho estadísticamente imposible. Los riesgos nos parecen aceptables. Si ocurriera lo imposible, aún tendríamos una reserva de más de doscientas naves para defender la Red. En el peor de los casos, habríamos perdido el sistema de Hyperion tras asestar un terrible golpe a los éxters… lo cual bastaría para disuadirlos de futuras agresiones.

»Sin embargo, no prevemos este desenlace. Con la transferencia de doscientas naves de guerra dentro de las próximas ocho horas estándar, nuestros analistas y los del Consejo Asesor IA estiman en un noventa y nueve por ciento las probabilidades de una derrota total del enjambre agresor, con pérdidas escasas para nuestras fuerzas.

Meina Gladstone se volvió hacia el asesor Albedo. La proyección resultaba perfecta en aquella luz tenue.

—Consejero, no sabía que habían formulado esta pregunta al Grupo Asesor. ¿La cifra del noventa y nueve por ciento es fiable?

Albedo sonrió.

—Muy fiable, FEM. Por otra parte, el factor de probabilidades fue del 99,962794 por ciento. —La sonrisa se ensanchó—. Bastante tranquilizador como para poner todos los huevos en un solo cesto provisionalmente.

Gladstone no sonrió.

—Almirante, ¿cuánto cree que durará la lucha después que reciban los refuerzos?

—Una semana estándar, FEM. A lo sumo.

Gladstone enarcó la ceja izquierda.

—¿Tan poco?

—Sí, FEM.

—¿General Morpurgo? ¿Qué piensa el sector terrestre de FUERZA?

—Estamos de acuerdo, FEM. Los refuerzos son necesarios, y de inmediato. Los transportes llevarán cien mil marines y tropas terrestres para limpiar los restos del enjambre.

—¿En siete días estándar o menos?

—Sí, FEM.

—¿Almirante Singh?

—Absolutamente necesario, FEM.

—¿General Van Zeidt?

Gladstone pidió la opinión de todos los jefes del estado mayor conjunto y los más altos oficiales, incluida la del comandante de la Escuela de Mando Olympus, que se hinchó de orgullo al ser consultado. Uno por uno aconsejaron enviar refuerzos.

—¿Teniente Lee?

Todos se volvieron hacia el joven oficial naval. Advertí la rigidez y el mal talante de los oficiales de más alto rango y comprendí que Lee estaba allí por invitación de la FEM y no por benevolencia de sus superiores. Recordé que Gladstone había comentado que el joven teniente de navío Lee demostraba la iniciativa y la inteligencia que a veces faltaba en FUERZA. Sospeché que su presencia en aquella reunión pondría en jaque su carrera.

El teniente William Ajunta Lee se agitó incómodamente en su cómoda silla.

—Con el debido respeto, FEM, soy un oficial naval de baja gradación y no estoy calificado para opinar en asuntos de tanta importancia estratégica.

Gladstone no sonrió. Asintió apenas.

—Agradezco esa actitud, teniente. Sin duda sus superiores también la agradecen. Sin embargo, en este caso, le pido que me complazca y nos ofrezca su comentario.

Lee estaba rígido. Por un instante sus ojos expresaron tanto una gran convicción como la desesperación de un animal acorralado.

—Pues bien, FEM, si he de opinar, diré que mi instinto (y es sólo instinto, pues soy muy ignorante en táctica interestelar) me aconsejaría no enviar refuerzos. —Lee cobró aliento—. Es una evaluación puramente militar, FEM. No sé nada acerca de las complejidades políticas de la defensa del sistema de Hyperion.

Gladstone se inclinó hacia delante.

—Pues bien, desde un punto de vista puramente militar, teniente, ¿por qué se opone a los refuerzos?

El impacto de las miradas de los jefes de FUERZA parecía una de esas descargas láser de cien millones de julios utilizadas para encender esferas de deuterio-tritio en un antiguo reactor de fusión inercial de confinamiento. Me asombró que Lee no sufriera un colapso, una implosión, una ignición y una fusión ante nuestros propios ojos.

—Desde un punto de vista militar —continuó Lee, con ojos desesperados pero con voz firme—, los dos mayores pecados que se pueden cometer son dividir las fuerzas propias y, como usted dice, FEM, poner todos los huevos en un solo cesto. En este caso, ni siquiera hemos tejido el cesto.

Gladstone asintió y se reclinó, entrelazando los dedos debajo del labio inferior.

—Teniente —escupió literalmente el general Morpurgo—, ahora que contamos con su consejo, ¿puedo preguntarle si alguna vez ha participado en una batalla espacial?

—No, señor.

—¿Está entrenado para una batalla espacial, teniente?

—Excepto por la cantidad mínima requerida en la EMO, que se limita a unos pocos cursos de historia, no, señor.

—¿Alguna vez ha participado en una planificación estratégica por encima del nivel de…? ¿Cuántas unidades navales comandó usted en Alianza-Maui, teniente?

—Una, señor.

—Una —jadeó Morpurgo—. ¿Una nave grande, teniente?

—No, señor.

—¿Se le otorgó el mando de esa nave, teniente? ¿Lo ganó usted? ¿O le llegó por vicisitudes de la guerra?

—Mataron a nuestro capitán, señor. Tomé el mando para sustituirlo. Eran las últimas acciones navales de la campaña de Alianza-Maui y…

—Eso es todo. —Morpurgo dio la espalda al héroe de guerra e interpeló a la FEM—. ¿Desea usted interrogarnos de nuevo?

Gladstone denegó con un gesto.

El senador Kolchev carraspeó.

—Quizá debiéramos celebrar una reunión de gabinete en la Casa de Gobierno.

—No es preciso —decidió Meina Gladstone—. Ya he tomado una decisión. Almirante Singh, está usted autorizado a desviar tantas unidades hacia el sistema de Hyperion como usted y los jefes conjuntos consideren necesario.

—Sí, FEM.

—Almirante Nashita, espero que las hostilidades cesen una semana estándar después de que usted reciba los refuerzos adecuados. —Miró alrededor—. Caballeros y damas, huelga decir que es importante conservar Hyperion y eliminar de una vez por todas la amenaza éxter. —Se levantó y enfiló hacia la rampa que conducía a arriba y a la oscuridad—. Muy buenas noches, caballeros, damas.

Eran casi las 0400 de la Red y Centro Tau Ceti cuando Hunt llamó a mi puerta. Yo había combatido el sueño durante tres horas desde que habíamos regresado. Pensaba que Gladstone se había olvidado de mí y empezaba a adormilarme cuando oí el golpe.

—El jardín —dijo Leigh Hunt—, y por amor de Dios, métase la camisa en los pantalones.

Mis botas resonaron suavemente en la gravilla del sendero mientras recorría las oscuras sendas. Los faroles y lámparas apenas irradiaban luz. Las estrellas no se veían debido al resplandor de las interminables ciudades de TC2, pero las luces de navegación de las estaciones orbitales surcaban el cielo como un incesante anillo de luciérnagas.

Gladstone estaba sentada en el banco de hierro, cerca del puente.

—Severn —murmuró—, gracias por venir. Discúlpeme por la hora. La reunión de gabinete ha terminado ahora mismo.

Callé y permanecí en pie.

—Quería preguntarle acerca de su visita de esta mañana a Hyperion. —Rió en la oscuridad—. La mañana de ayer. ¿Alguna impresión?

Me pregunté a qué se refería. Supuse que aquella mujer tenía un insaciable apetito de información, por irrelevante que fuese.

—Encontré a una persona —dije.

—¿Ah, sí?

—Sí, al doctor Melio Arúndez. Él era… es…

—… un amigo de la hija de Weintraub —concluyó Gladstone—. La niña que envejece a la inversa. ¿Tiene usted información actualizada acerca de ella?

—No. Hoy dormí una breve siesta, pero los sueños eran fragmentarios.

—¿Y qué surgió de la reunión con el doctor Arúndez?

Me froté la barbilla con dedos súbitamente fríos.

—Su equipo de investigación espera hace meses en la capital. Quizá sea nuestra única esperanza para comprender qué ocurre con las Tumbas. Y el Alcaudón…

—Nuestros analistas sostienen que es importante que los peregrinos actúen por su cuenta hasta cumplir su cometido —advirtió Gladstone. Parecía estar mirando al lado, hacia el arroyo.

Sentí una cólera repentina, inexplicable, incontenible.

—El padre Hoyt ya «cumplió su cometido» —espeté con tono más hiriente del que deseaba—. Se pudo haber salvado si se hubiera permitido que los peregrinos llamaran la nave. Arúndez y su gente podrían salvar a la niña Rachel, aunque sólo quedan pocos días.

—Menos de tres. ¿Hubo algo más? ¿Alguna impresión acerca del planeta o de la nave del almirante Nashita que le resultara interesante?

Apreté los puños, me calmé.

—¿No dejará que Arúndez vuele hasta las Tumbas?

—Por ahora, no.

—¿Y la evacuación de los civiles de Hyperion? Al menos los ciudadanos de la Hegemonía.

—No es posible en este momento.

Iba a decir algo, me contuve. El agua murmuraba bajo el puente.

—¿Ninguna otra impresión, Severn?

—No.

—Bien, le deseo buenas noches y gratos sueños. Mañana será un día muy agitado, pero deseo conversar con usted sobre esos sueños en algún momento.

—Buenas noches —me despedí, girando sobre los talones. Regresé deprisa hacia mi ala de la Casa de Gobierno.

En mi oscura habitación, sintonicé una sonata de Mozart y tomé tres trisecobarbitales. Me sumirían en un sueño profundo y sin sueños donde el espectro del difunto Johnny Keats y sus fantasmales peregrinos no me encontrarían. Eso defraudaría a Meina Gladstone, pero a mí me daba lo mismo.

Pensé en Gulliver, el marino de Swift, y en su repugnancia por la humanidad cuando regresó de la comarca de los equinos sabios, los houyhnhnms, una repugnancia por su propia especie que llegó al extremo de que debía dormir en establos para hallar consuelo en el olor y la presencia de los caballos.

Mi último pensamiento antes de dormirme fue: Al demonio con Meina Gladstone, al demonio con la guerra, al demonio con la Red.

Y al demonio con los sueños.