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El primer disparo pasa a menos de un metro de Fedmahn Kassad, astillando una roca. Kassad busca protección, el polímero de camuflaje activado, la armadura tensa, el rifle preparado, el visor en función de ataque. Kassad aguarda un largo instante, sintiendo los latidos del corazón y escrutando las colinas, el valle y las Tumbas en busca de calor o movimiento. Nada. Tuerce el gesto detrás del negro espejo del visor.

Quien le había disparado se proponía errar, sin duda. Había usado un rayo pulsátil estándar, encendido por un cartucho de 18 milímetros, y resultaba imposible no dar en el blanco a menos que el tirador estuviera a diez o más kilómetros de distancia.

Kassad se levantaba para correr hacia la Tumba de Jade, el segundo disparo le da en el pecho y lo tumba al suelo.

Gruñe y se aleja rodando, reptando hacia la entrada de la Tumba de Jade con todos los sensores activados. El segundo disparo fue una bala de rifle. Quien juega con él está usando un arma multipropósito similar a la suya. Supone que el atacante sabe que él usa blindaje, que la bala de rifle sería ineficaz a cualquier distancia. Pero el arma multipropósito tiene otros recursos, y si el siguiente nivel de juego incluye un láser mortífero, Kassad es hombre muerto. Se arroja en el portal de la tumba.

Aún no registra calor ni movimiento en los sensores, excepto las imágenes rojas y amarillas de las huellas de los demás peregrinos, las cuales se enfrían deprisa por donde ellos pasaron varios minutos antes.

Kassad usa sus implantes tácticos para cambiar las imágenes, recorriendo los canales VHF y de comunicación óptica. Nada. Aumenta el valle cien veces, calcula el viento y la arena, activa un indicador de blancos móviles. No se mueve nada que sea mayor que un insecto. Envía pulsaciones de radar, sonar y lorfo, desafiando al francotirador a reaccionar. Nada. Pide despliegues tácticos de los dos primeros disparos, y el visor muestra trazos balísticos azules.

El primer disparo había procedido de la Ciudad de los Poetas, más de cuatro kilómetros al sudoeste. El segundo disparo, menos de diez segundos después, vino del Monolito de Cristal, un kilómetro valle abajo hacia el nordeste. La lógica indica que tiene que haber dos francotiradores. Kassad está seguro de que sólo hay uno. Ajusta la escala. El segundo disparo provino desde lo alto del Monolito, al menos treinta metros de altura en la cara abrupta.

Kassad se asoma, eleva la ampliación, escruta la noche y los vestigios de la tormenta de arena y nieve, enfocando la enorme estructura. Nada. Ninguna ventana, ninguna ranura, ninguna abertura.

Sólo los millones de partículas coloidales que la tormenta dejó en el aire permiten ver el láser durante una fracción de segundo. Kassad descubre el rayo verde después de que le golpea el pecho. Se repliega hacia la entrada de la Tumba de jade, preguntándose si las paredes verdes contribuirán a desviar un haz de luz verde, mientras los superconductores de la armadura de combate irradian calor en todas direcciones y el visor táctico le indica lo que ya sabe: el disparo ha sido lanzado desde lo alto del Monolito de Cristal.

El dolor le aguijonea el pecho y al mirar descubre un círculo de cinco centímetros de blindaje que gotea fibras en el suelo. Sólo la última capa lo ha salvado. Tiene el cuerpo bañado en sudor dentro del traje y las paredes de la tumba relucen con el calor que ha desprendido el traje. Los biomonitores exigen atención, pero no aportan noticias graves. Los sensores del traje indican daños en los circuitos pero no describen nada irreemplazable, y su arma aún está cargada, activa y operativa.

Kassad reflexiona. Todas las Tumbas son invalorables tesoros arqueológicos, preservados durante siglos como un obsequio para las generaciones futuras, aunque estén retrocediendo en el tiempo. Sería un crimen a escala interplanetaria que el coronel Fedmahn Kassad pusiera su propia vida por encima de la preservación de estructuras de tal valor.

—Qué demonios —susurra Kassad mientras adopta la posición de ataque.

Rocía con fuego láser el flanco del Monolito hasta que el cristal se derrite y resquebraja. Descarga haces de alto poder explosivo a intervalos de diez minutos, empezando por los niveles superiores. Miles de astillas de material especular vuelan hacia la noche, rodando en cámara lenta hacia el piso del valle, abriendo huecos dentados en la fachada del edificio. Kassad sintoniza de nuevo la luz coherente de haz ancho y barre el interior a través de las brechas, sonriendo cuando algo estalla en llamas en varios pisos. Kassad dispara rayos de electrones de alta energía que desgarran el Monolito y abren boquetes cilíndricos de catorce centímetros de anchura en la rocosa pared del valle. Dispara granadas que estallan en decenas de miles de agujas después de atravesar la fachada de cristal del Monolito. Escupe ráfagas de láser que cegarían a cualquiera que lo esté espiando desde la estructura. Dispara dardos de rastreo térmico en cada orificio de la astillada estructura.

Kassad regresa a la puerta de la Tumba de jade y se sube el visor. Las llamas de la torre ardiente se reflejan en mil astillas de cristal desperdigadas por el valle. El humo se eleva hacia una noche donde de pronto no sopla el viento. Las dunas bermejas relucen en las llamas. El campanilleo del viento llena de pronto el aire cuando más trozos de cristal se resquebrajan y desmoronan, algunos colgando de largos cables de vidrio derretido.

Kassad desecha los cartuchos energéticos consumidos y los cargadores vacíos, los reemplaza, rueda sobre la espalda, inhalando el aire fresco que sale por la puerta abierta. No tiene la esperanza de haber matado al francotirador.

—Moneta —susurra Fedmahn Kassad. Cierra los ojos un segundo antes de continuar.

Moneta se le había aparecido en Agincourt en una mañana de finales de octubre del 1415 de la era cristiana. Los campos estaban sembrados de cadáveres franceses e ingleses y en el bosque vibraba la amenaza de un solo enemigo, pero ese enemigo habría sido el vencedor sin la ayuda de la alta mujer de pelo corto y ojos inolvidables. Después de aquella victoria compartida, aún empapados con la sangre del caballero derrotado, Kassad y la mujer hicieron el amor en el bosque.

La Red Histórico-Táctica de la Escuela de Mando Olympus era un simulador de estímulos más realista de lo que ningún civil pudiera experimentar, pero la amante fantasmal llamada Moneta no era una creación del simulador. A lo largo de los años, cuando Kassad era cadete en la Escuela de Mando Olympus de FUERZA y después, en los sueños postcatárticos que inevitablemente sucedían al combate real, ella acudía a él.

Fedmahn Kassad y la sombra llamada Moneta hicieron el amor en campos de batalla que abarcaban desde Antietam hasta Qom-Riyadh. Sin que nadie lo supiera, invisible para los demás cadetes, Moneta lo visitó en noches de guardia en el trópico y en días helados en las estepas rusas. Murmuraron apasionadamente en los sueños de Kassad tras noches triunfales reales en los campos de batalla isleños de Alianza-Maui y durante la dolorosa reconstrucción física, cuando estuvo al borde de la muerte en Bressia Sur. Y Moneta siempre había sido su único amor, una pasión abrumadora mezclada con el olor de la sangre y la pólvora: tufo de napalm, labios suaves, carne ionizada.

Luego vino Hyperion.

La nave-hospital del coronel Fedmahn Kassad fue atacada por naves éxter cuando regresaba del sistema de Bressia. Sólo Kassad sobrevivió, después de robar una nave éxter y aterrizar en Hyperion. En el continente de Equus. En los altos desiertos y áridos páramos de las tierras que se extendían más allá de la Cordillera de la Brida. En el Valle de las Tumbas de Tiempo. En el reino del Alcaudón.

Y Moneta esperaba. Hicieron el amor, y cuando los éxters aterrizaron para reclamar su prisionero, Kassad, Moneta y la fantasmagórica presencia del Alcaudón destruyeron las naves éxters, arrasaron sus grupos de desembarco y exterminaron sus tropas. Por un breve instante, el coronel Fedmahn Kassad, de las barriadas de Tharsis, hijo, nieto y bisnieto de refugiados, ciudadano de Marte en todo sentido, conoció el puro éxtasis de usar el tiempo como un arma, de moverse entre sus enemigos sin que lo vieran, convertirse en un dios de la destrucción de modos jamás soñados por los guerreros mortales.

Pero luego, mientras hacían el amor tras la carnicería, Moneta había cambiado. Se había transformado en un monstruo. O el Alcaudón la había reemplazado. Kassad no recordaba los detalles, no quería recordarlos a menos que fuera imprescindible para sobrevivir.

Pero sabía que había regresado para encontrar al Alcaudón y matarlo. Para encontrar a Moneta y matarla. ¿Matarla? No lo sabía. El coronel Fedmahn Kassad sólo sabía que todas las grandes pasiones de una vida apasionada lo habían conducido a ese lugar y a ese momento, y si la muerte aguardaba, que así fuera. Y si aguardaban el amor, la gloria y una victoria que haría temblar el Valhalla, que así fuera.

Kassad baja el visor, se levanta, sale gritando de la Tumba de Jade. Su arma lanza granadas de humo y partículas de interferencia hacia el Monolito, pero éstas ofrecen escasa protección para la distancia que debe cruzar. Alguien todavía dispara desde la torre; balas y centelleos estallan a lo largo del camino mientras Kassad las esquiva saltando de duna en duna, de una pila de escombros a la otra.

Recibe saetas en el casco y las piernas. El visor se resquebraja y emite señales de alarma. Kassad desactiva las lecturas tácticas y deja sólo los sensores de visión nocturna. Balas sólidas de alta velocidad le aciertan en el hombro y la rodilla. Kassad cae. La armadura se endurece, se distiende. Su polímero camaleónico trabaja desesperadamente para imitar la tierra de nadie que está cruzando: noche, llamas, arena, cristal derretido, piedra ardiente.

A cincuenta metros del Monolito, cintas de luz se clavan a izquierda y derecha, cristalizando la arena, buscándolo a una velocidad que nada podría superar. Los láseres mortíferos dejan de jugar con él y dan en el blanco, apuñalándole el casco, el corazón y la entrepierna con un fuego estelar. La armadura brilla como un espejo, cambiando de frecuencia en microsegundos para imitar los vibrantes colores del ataque. Un nimbo de aire recalentado rodea a Kassad. Los microcircuitos sobrecargados chillan liberando el calor y tratando de construir un campo de fuerza micrométrico para proteger la carne y el hueso.

Kassad avanza los últimos veinte metros, usando energía auxiliar para saltar sobre barreras de escoria cristalina. Múltiples explosiones lo tumban y lo levantan. El traje está rígido; Kassad es un muñeco que rebota entre manos llameantes.

El bombardeo cesa. Kassad se arrodilla y luego se yergue. Mira la fachada del Monolito de Cristal y sólo descubre llamas y fisuras. El visor está roto e inactivo. Kassad lo alza, inhala el humo y el aire ionizado, entra en la tumba. Sus implantes le indican que los demás peregrinos lo buscan en todos los canales de comunicación. Kassad los apaga, se quita el casco y entra en la oscuridad.

Hay una única sala, cuadrangular y oscura. Un conducto de ascenso se abre en el centro y Kassad alza los ojos: a cien metros hay una claraboya despedazada. Aureolada por las llamas, una figura aguarda en el décimo nivel, a sesenta metros de altura.

Kassad se apoya el arma en el hombro, se guarda el casco debajo del brazo, halla la gran escalera de caracol del centro del conducto e inicia el ascenso.