Desperté cuando aterrizó la nave. Hyperion, pensé, aún separando mis pensamientos de las hilachas de sueño.
El joven teniente nos deseó suerte y bajó en cuanto se abrió la puerta y un aire fresco y ligero reemplazó la atmósfera enrarecida y presurizada. Seguí a Hunt al exterior. Bajamos por una rampa, atravesamos la pared de protección y salimos a la pista.
Era de noche, y yo ignoraba la hora local, si el límite de iluminación acababa de pasar ese punto del planeta o si se estaba acercando, pero daba una sensación de hora tardía. Caía una llovizna perfumada con el aroma salobre del mar y un regusto a vegetación húmeda. Brillaban luces alrededor del distante perímetro, y una veintena de torres iluminadas proyectaban aureolas hacia las nubes bajas. Media docena de jóvenes marines descargaban la nave de descenso, y a treinta metros, nuestro joven teniente charlaba animadamente con un oficial. El pequeño puerto espacial parecía salido de un libro de historia, un puerto colonial de los primeros días de la Hégira. Primitivos fosos y cuadrángulos de aterrizaje se extendían un kilómetro hacia las oscuras colinas del norte, andamios y torres de mantenimiento rodeaban una veintena de transportes militares y naves de combate, y las zonas de aterrizaje estaban bordeadas por edificios militares modulares que exhibían antenas, violáceos campos de contención y un apiñamiento de deslizadores y aviones.
Seguí la mirada de Hunt y advertí que un deslizador se nos acercaba. Las luces de navegación iluminaban el símbolo geodésico de la Hegemonía, azul y oro, en uno de los bordes: la lluvia goteaba de las ampollas delanteras y se alejaba de las turbinas en una violenta cortina de vapor. El deslizador se posó, se abrió una ampolla de Perspex, un hombre bajó y corrió hacia nosotros.
Le tendió la mano a Hunt.
—¿Señor Hunt? Soy Theo Lane.
Hunt le estrechó la mano, y me señaló con la cabeza.
—Es un placer, gobernador general. Éste es Joseph Severn.
Estreché la mano de Lane y me asombró reconocerlo. Recordaba a Theo Lane por los jirones de déjá vu de la memoria del cónsul, que evocaban los años en que el joven era vicecónsul; también por el breve encuentro de una semana atrás, cuando saludó a todos los peregrinos antes que se remontaran río arriba en la barcaza de levitación Benarés. Parecía más viejo que seis días atrás. Pero el rebelde mechón de la frente era el mismo, así como las arcaicas gafas y el enérgico apretón.
—Me alegra que tuviera usted tiempo para descender a Hyperion —le dijo el gobernador general a Hunt—. Necesito comunicar varias cosas a la FEM.
—Por eso estamos aquí —dijo Hunt. Alzó al cielo los ojos entornados—. Tenemos una hora. ¿Hay alguna parte donde podamos secarnos?
El gobernador general exhibió una sonrisa juvenil.
—Esto es un manicomio, incluso a las 0520 y el consulado está bajo sitio. Pero conozco un lugar. —Señaló el deslizador.
Mientras nos elevábamos, reparé en los dos deslizadores de los marines que nos seguían, pero aún me sorprendía que un gobernador general del Protectorado pilotara su propio vehículo y no tuviera una guardia permanente. Luego recordé lo que el cónsul había dicho a los demás peregrinos —Theo Lane era un joven eficaz que pasaba inadvertido— y comprendí que esa discreción congeniaba con el estilo del diplomático.
El sol se elevó mientras nos alejábamos del puerto espacial rumbo a la ciudad. Las nubes bajas relucían iluminadas desde abajo, las colinas del norte chispeaban con un brillo verde, violeta y rojizo, y la franja del cielo que asomaba bajo las nubes hacia el este era de ese sobrecogedor tono verde y lapislázuli que yo recordaba de mis sueños. Hyperion, pensé, y la tensión y la euforia me formaron un nudo en la garganta.
Apoyé la cabeza en la ampolla del deslizador y comprendí que parte del vértigo y la confusión se debía a la pérdida de contacto con la esfera de datos. La conexión aún existía, a través de canales de microondas y ultralínea, pero era más tenue que nunca. Si la esfera de datos había sido el mar donde yo nadaba, ahora estaba en un bajío, en un charco formado por la marea, y el agua escaseaba cada vez más a medida que abandonábamos el puerto espacial y su tosca microesfera. Me obligué a prestar atención a la conversación entre Hunt y el gobernador general Lane.
—Aquí pueden ver las chabolas —señaló Lane, inclinando el deslizador para brindarnos una mejor vista de las colinas y el valle que separaban el puerto espacial de los suburbios de la capital.
Chabolas era un término demasiado cortés para aquel mísero apiñamiento de paneles de fibroplástico, retazos de lona, pilas de cajas de embalaje y astillas de flujoespuma que cubrían las colinas y los profundos desfiladeros. Lo que en el pasado había sido un grato paseo de diez kilómetros desde la ciudad hasta el puerto espacial, a través de colinas arboladas, ahora mostraba un terreno donde habían talado los árboles para usarlos como leña y material de construcción, prados tan pisoteados que se habían convertido en extensos lodazales, y una ciudad de setecientos u ochocientos mil refugiados que ocupaba cada palmo de terreno visible. El humo de cientos de fogatas se elevaba a las nubes y se veía movimiento por doquier: niños corriendo descalzos, mujeres recogiendo agua en arroyos que debían de estar contaminados, hombres acuchillados en los campos abiertos o haciendo fila frente a improvisados retretes. Vi alambradas y violáceos campos de contención a ambos lados de la carretera, y puestos militares cada medio kilómetro. Largas hileras de vehículos terrestres y deslizadores camuflados de FUERZA se desplazaban en ambas direcciones a lo largo de la carretera y en los carriles de vuelo bajo.
—… la mayoría de los refugiados son aborígenes —explicaba el gobernador general Lane—, aunque hay miles de terratenientes que tuvieron que largarse de las ciudades australes y las grandes plantaciones de fibroplástico de Aquila.
—¿Están aquí porque creen que los éxters los invadirán? —preguntó Hunt.
Theo Lane miró de soslayo al asistente de Gladstone.
—Al principio cundió el pánico ante la idea de que se abrieran las Tumbas de Tiempo —dijo—. La gente estaba convencida de que el Alcaudón atacaría.
—¿Y atacó? —pregunté.
El joven se volvió en el asiento para mirarme.
—La Tercera Legión de la Fuerza de Autodefensa enfiló hacia el norte hace siete meses —informó—. No regresó.
—Dijo usted que al principio huían del Alcaudón —observó Hunt—. ¿Por qué vinieron los demás?
—Esperan la evacuación —respondió Lane—. Todos saben lo que los éxters y las tropas de la Hegemonía hicieron en Bressia. Quieren estar lejos cuando eso le ocurra a Hyperion.
—¿Sabe usted que FUERZA considera que la evacuación es sólo un último recurso? —preguntó Hunt.
—Sí. Pero no lo hemos anunciado a los refugiados. Ya se produjeron grandes disturbios. Han destruido el Templo del Alcaudón… una turba lo sitió y alguien usó explosivos de plasma robados en las minas de Lusus. La semana pasada hubo ataques contra el consulado y el puerto espacial, y multitudes robando alimentos en Jacktown.
Hunt asintió y miró hacia la ciudad. Los bajos edificios —pocos tenían más de cinco pisos— y sus paredes claras y blancas relucían bajo los rayos oblícuos del sol matutino. Miré por encima del hombro de Hunt y vi la baja montaña con la cara tallada de Triste Rey Billy cavilando en el valle. El río Hoolie serpeaba por el centro del casco antiguo, se enderezaba antes de dirigirse hacia la invisible Cordillera de la Brida y se perdía de vista en las marismas de raraleña del sudeste, donde se ensanchaba formando un delta a lo largo de la Alta Crin. La ciudad parecía poco atestada y apacible después de la triste confusión de las barriadas de refugiados, pero cuando empezamos a descender hacia el río reparé en el tráfico militar, tanques, transportes blindados y vehículos armados con el polímero de camuflaje deliberadamente desactivado para que las máquinas parecieran más amenazadoras. Luego vi a los refugiados de la ciudad: tiendas improvisadas en plazas y callejones, miles de personas durmiendo en las aceras como bultos de ropa sucia y descolorida.
—Keats tenía doscientos mil habitantes hace dos años —prosiguió el gobernador general Lane—. Ahora nos acercamos a los tres millones y medio, incluyendo las barriadas suburbanas.
—Creía que había menos de cinco millones de personas en el planeta —dijo Hunt—. Nativos incluidos.
—Así es —asintió Lane—. Usted comprenderá por qué todo se desmorona. Las otras dos ciudades grandes, Puerto Romance y Endimion, albergan a la mayor parte del resto de los refugiados. Las plantaciones de fibroplástico de Aquila están desiertas, amenazadas por la selva y los bosques flamígeros, las granjas de la Crin y las Nueve Colas no están produciendo… y si producen no pueden trasladar los alimentos al mercado debido al colapso del sistema de transporte civil.
Hunt miró hacia el río.
—¿Qué está haciendo el gobierno?
Theo Lane sonrió.
—¿Qué estoy haciendo yo? Bien, la crisis ha fermentado durante tres años. El primer paso fue disolver el Consejo Interno e incluir formalmente a Hyperion en el Protectorado. Cuando me concedieron poderes ejecutivos, decidí nacionalizar las restantes compañías de tránsito y las líneas de dirigibles (ahora sólo los militares utilizan deslizadores) y desarticular la Fuerza de Autodefensa.
—¿Desarticularla? —dijo Hunt—. Pensé que querría utilizarla.
El gobernador general Lane meneó la cabeza. Pulsó el omnicontrol y el deslizador descendió en tirabuzón hacia el centro de la vieja Keats.
—Era peor que inútil —explicó—. Resultaba peligrosa. No lo lamenté demasiado cuando la «Tercera Legión de Combatientes» fue al norte y desapareció. En cuanto desembarcaron las tropas terrestres y marines de FUERZA, desarmé al resto de esos matones de la FA. Instigaban la mayoría de los saqueos. Aquí podremos desayunar y conversar.
El deslizador descendió sobre el río, trazó un último círculo y se posó en el patio de una antigua estructura de piedra y estacas con ventanas de imaginativo diseño: Cícero. Incluso antes que Lane identificara el lugar, lo reconocí por el recuerdo de los peregrinos: el viejo restaurante, cantina y posada estaba en el corazón de Jacktown y ocupaba más de cuatro edificios en nueve niveles, con balcones, pasadizos y aceros de raraleña oscura que colgaban sobre el parsimonioso Hoolie por un lado y los estrechos callejones de Jacktown por el otro. Cicero era más antiguo que el retrato de piedra de Triste Rey Billy, y sus umbríos cubículos y profundas bodegas habían sido el verdadero hogar del cónsul durante su exilio.
Stan Leweski nos salió al encuentro en la puerta del patio. Alto y macizo, con un rostro oscuro y fisurado como las paredes de piedra de la taberna, Leweski era Cícero, tal como lo habían sido su padre, abuelo y bisabuelo.
—¡Demonios! —tronó el gigante, palmeando el hombro de Theo con tal fuerza que hizo trastabillar al gobernador general y dictador de facto de aquel mundo—. Viene temprano por variar, ¿eh? ¿Trae a sus amigos a desayunar? ¡Bienvenidos a Cícero! —La manaza de Stan Leweski engulló la de Hunt y luego la mía en una bienvenida que me hizo temer una rotura en las articulaciones de los dedos—. ¿O es tarde para ustedes… por la hora de la Red? ¡Quizá les apetezca tomar una copa o cenar!
Leigh Hunt miró al tabernero fijamente.
—¿Cómo ha sabido que somos de la Red?
Leweski soltó una risotada que hizo girar los ventiladores.
—¡Ja! Una difícil deducción, ¿eh? Vienen con Theo al amanecer… ¿Creen ustedes que él trae a todo el mundo? Además, usan ropa de lana y aquí no hay ovejas. No son ustedes de FUERZA ni magnates del fibroplástico… ¡Los conozco a todos! Ipso facto toto, ustedes se teleyectan a naves de la Red y bajan aquí a gozar de una buena comida. Pues bien, ¿desayuno o copas?
Theo Lane suspiró.
—Danos un rincón tranquilo, Stan. Tocino, huevos y arenques para mí. ¿Caballeros?
—Sólo café —pidió Hunt.
—Café —dije. Seguimos al tabernero por pasillos, escaleras cortas, rampas de hierro forjado y más pasillos. El lugar era más bajo, más oscuro, más lleno de humo y más fascinante de lo que yo recordaba por mis sueños. Algunos parroquianos nos miraron, pero el lugar estaba menos frecuentado de lo que yo recordaba. Sin duda Lane había enviado efectivos para expulsar a los últimos bárbaros de la FA que ocupaban el lugar. Pasamos ante una ventana alta y estrecha y comprobé tal hipótesis echando un vistazo al transporte de FUERZA aparcado en el callejón: tropas merodeando con armas cargadas.
—Aquí —señaló Leweski mientras nos conducía a un pequeño porche que colgaba sobre el Hoolie y daba a los tejados de dos aguas y las torres de piedra de Jacktown—, Dommy estará aquí dentro de dos minutos con el desayuno y el café. —Se marchó con pasos que eran ágiles para aquel corpachón.
Hunt miró el comlog.
—Tenemos tres cuartos de hora hasta el retorno de la nave de descenso. Hablemos.
Lane asintió, se quitó las gafas y se frotó los ojos. Comprendí que había estado en vela toda la noche, quizá varias noches.
—Bien —dijo, calándose de nuevo las gafas—. ¿Qué quiere saber la FEM Gladstone?
Hunt guardó silencio mientras un hombre bajo de tez blanca como el pergamino y ojos amarillos nos traía el café en tazones profundos y gruesos, y ponía un plato con la comida de Lane.
—La FEM quiere saber cuáles son sus prioridades —dijo Hunt—. Necesita saber si usted puede resistir en caso de una lucha prolongada.
Lane comió un instante sin responder. Tomó un largo sorbo de café y miró intensamente a Hunt. Era café verdadero, superior al que se cultivaba en la Red.
—En primer lugar, contestaré la última pregunta —dijo Lane—. ¿A qué llama prolongada?
—Semanas.
—Semanas, quizá. Meses, imposible. —El gobernador general probó los arenques—. Ya ve usted el estado de nuestra economía. Si no fuera por los suministros que nos trae FUERZA, tendríamos saqueos todos los días, no una vez a la semana. Con la cuarentena no hay exportaciones. La mitad de los refugiados quiere dar con los sacerdotes del Templo del Alcaudón y matarlos, la otra mitad desea convertirse antes que el Alcaudón los encuentre a ellos.
—¿Ha encontrado usted a los sacerdotes? —preguntó Hunt.
—No. Estamos seguros de que escaparon del atentado contra el templo, pero las autoridades no han sabido localizarlos. Corre el rumor de que han ido a la Fortaleza de Cronos, un castillo de piedra que domina la alta estepa donde se encuentran las Tumbas de Tiempo.
Yo sabía que no era así. Por lo menos, sabía que los peregrinos no habían visto a ningún sacerdote del Templo del Alcaudón durante su breve estancia en la Fortaleza. Pero había indicios de una matanza.
—En cuanto a nuestras prioridades —continuó Lane—, la primera es la evacuación. La segunda es la eliminación de la amenaza éxter. La tercera es auxilio frente a la amenaza del Alcaudón.
Leigh Hunt se retrepó contra la madera pulida. El vapor del café aureolaba el grueso tazón que sostenía en las manos.
—La evacuación no es posible en este momento…
—¿Por qué? —exclamó Lane, quien disparó la pregunta como un proyectil.
—La FEM Gladstone no tiene el poder político, en este momento, para convencer al Senado y a la Entidad Suma de que la Red acepte cinco millones de refugiados…
—Estupideces. Había el doble de esa cantidad de turistas en Alianza Maui en su primer año en el Protectorado. Y eso destruyó una singular ecología planetaria. Llévenos a Armaghast o algún mundo desértico hasta que pase la amenaza de la guerra.
Hunt sacudió la cabeza. Sus ojos perrunos parecían más tristes que de costumbre.
—No es sólo la cuestión logística, ni la cuestión política. Es…
—El Alcaudón —lo interrumpió Lane. Cortó un trozo de tocino—. El Alcaudón es la verdadera razón.
—Sí. Y también el temor de una infiltración éxter en la Red.
El gobernador general rió.
—¿Conque teme que si se instalan portales teleyectores para evacuarnos, un puñado de éxters de tres metros aterrizarán y se pondrán en fila sin que nadie se dé cuenta?
Hunt bebió café.
—No —respondió—, pero hay verdadero peligro de invasión. Cada portal es una entrada en la Red. El Consejero Asesor se opone.
—De acuerdo —asintió Lane, masticando—. Utilicen naves. ¿No era ésa la razón para enviar una fuerza especial?
—La razón aparente —dijo Hunt—. Nuestro verdadero propósito es derrotar a los éxters e incorporar Hyperion a la Red.
—¿Y qué hay de la amenaza del Alcaudón?
—La neutralizaremos —aseguró Hunt. Calló cuando un pequeño grupo de hombres y mujeres pasó junto al porche. Miré al grupo que se internaba en el pasillo. Algo me había llamado la atención.
—¿Ése no era Melio Arúndez? —dije, interrumpiendo al gobernador general.
—¿Qué? Oh, el doctor Arúndez. Sí. ¿Lo conoce usted, Severn?
Leigh Hunt me fulminó con la mirada, pero lo ignoré.
—Sí —contesté, aunque nunca había visto personalmente a Arúndez—. ¿Qué hace en Hyperion?
—Su equipo vino hace seis meses locales con un proyecto de la Universidad Reichs de Freeholm para realizar nuevas investigaciones en las Tumbas de Tiempo.
—Pero las Tumbas estaban cerradas para investigadores y turistas.
—Sí. Pero sus instrumentos ya habían mostrado el cambio en los campos antientrópicos que rodeaban las Tumbas. Permitimos que los datos se transmitieran semanalmente al receptor ultralínea del consulado. La Universidad Reichs sabía que las Tumbas se estaban abriendo, si eso es lo que significa el cambio, y enviaron a los principales investigadores de la Red para estudiarlo.
—Pero usted no les otorgó autorización.
Theo Lane me dirigió una sonrisa glacial.
—La FEM Gladstone no les otorgó autorización. Las Tumbas están cerradas por orden directa de TC2. Si de mí dependiera, habría negado el permiso a los peregrinos y habría concedido acceso prioritario al equipo del doctor Arúndez. —Se volvió hacia Hunt.
—Perdonen —dije, y me fui del porche.
Encontré a Arúndez y su gente —tres mujeres y cuatro hombres, con atuendos y rasgos que sugerían diferentes mundos de la Red— a dos porches de distancia. Desayunaban encorvados sobre sus comlogs científicos, discutiendo en términos técnicos tan enigmáticos que habrían despertado la envidia a un estudioso del Talmud.
—¿Doctor Arúndez?
—¿Sí? —Arúndez se volvió hacia mí. Parecía veinte años mayor de lo que yo recordaba: era un hombre maduro y sesentón, pero aún conservaba el perfil elegante, la tez bronceada, la mandíbula maciza, el cabello ondulado y negro apenas canoso en las sienes, los penetrantes ojos castaños. Comprendí que una joven estudiante se hubiera enamorado enseguida de él.
—Me llamo Joseph Severn —me presenté—. Usted no me conoce, pero yo conocí a una amiga suya: Rachel Weintraub.
Arúndez se levantó al instante, presentó disculpas a los demás y me cogió por el codo para conducirme a un reservado vacío, bajo una ventana redonda que daba a tejados rojos. Me soltó el hombro y me evaluó con la mirada, reparando en mis ropas de la Red. Me estudió las muñecas, buscando los rastros azules del tratamiento Poulsen.
—Es usted demasiado joven —resolvió—. A menos que conociera a Rachel en la infancia.
—En realidad, conozco mejor al padre —dije.
El doctor Arúndez soltó un suspiro y asintió.
—Desde luego. ¿Dónde está Sol? Hace meses que trato de localizarlo a través del consulado. Las autoridades de Hebrón sólo me informan de que se mudó. —De nuevo me evaluó con la mirada—. ¿Usted está al corriente de la dolencia de Rachel?
—Sí —respondí. El mal de Merlín, que la había hecho envejecer a la inversa, restándole recuerdos con cada día y hora que pasaba. Melio Arúndez había sido uno de esos recuerdos—. Sé que usted fue a visitarla hace quince años estándar en Mundo de Barnard.
Arúndez hizo una mueca.
—Fue un error —reconoció—. Pensé que hablaría con Sol y Sarai. Cuando la vi… —Sacudió la cabeza—. ¿Quién es usted? ¿Sabe dónde están Sol y Rachel? Faltan tres días para el cumpleaños de la chica.
Asentí.
—Su primer y último cumpleaños. —Miré alrededor. El pasillo estaba vacío y en silencio, excepto por una risa distante—. Estoy aquí en un viaje de indagación del gobierno de la FEM. Sé que Sol Weintraub y su hija han viajado a las Tumbas de Tiempo.
Arúndez se quedó aturdido, como si le hubieran asestado un puñetazo en el plexo solar.
—¿Aquí? ¿En Hyperion? —Contempló los tejados un instante—. Debí imaginarlo… aunque Sol siempre se negó a venir aquí… pero con la muerte de Sarai… —Se volvió hacia mí—. ¿Está usted en contacto con él? ¿Ella está… están todos bien?
Sacudí la cabeza.
—En la actualidad no hay enlaces radiales ni de esfera de datos. Sé que pudieron llegar a salvo. La pregunta es qué sabe usted. Su equipo. Los datos acerca de lo que ocurre en las Tumbas de Tiempo pueden ser importantísimos para la supervivencia de ellos.
Melio Arúndez se alisó el cabello.
—¡Si tan sólo nos permitieran viajar allá! Esa estúpida miopía de los burócratas… Usted dice que pertenece al gobierno de Gladstone. ¿Puede explicarles por qué es importante que nos traslademos allá?
—Yo soy sólo un mensajero —me excusé—. Pero dígame por qué es tan importante y trataré de hacer llegar la información a alguien.
Las manazas de Arúndez aferraron una forma invisible en el aire. La tensión y la cólera eran palpables.
—Durante tres años recibimos datos vía telemetría, en los mensajes que el consulado permitía enviar semanalmente en su precioso aparato ultralínea. Revelaban una lenta pero inexorable degradación de la envoltura antientrópica, las mareas de tiempo que rodeaban e impregnaban las Tumbas. Era irregular, ilógica, pero constante. Nuestro equipo recibió autorización para viajar aquí cuando comenzó la degradación. Llegamos hace seis meses, descubrimos datos que sugerían que las Tumbas se estaban abriendo, entrando en fase con el presente, pero cuatro días después de nuestra llegada los instrumentos cesaron de emitir. Todos. Suplicamos a ese bastardo de Lane que nos permitiera ir para recalibrarlos, instalar nuevos sensores aunque no nos dejara investigar personalmente.
»Nada. Ningún permiso de tránsito. Ninguna comunicación con la universidad… ni siquiera cuando llegaron las naves de FUERZA, que facilitarían las cosas. Tratamos de navegar río arriba, sin autorización, y los marines de Lane nos interceptaron en Rizos de Karla y nos trajeron de vuelta esposados. Pasé cuatro semanas en la cárcel. Ahora nos permiten andar por Keats, pero nos encerrarán indefinidamente si abandonamos de nuevo la ciudad. ¿Puede usted ayudarnos?
—No lo sé. Quiero ayudar a los Weintraub. Tal vez sería mejor si usted pudiera llevar su equipo a las Tumbas. ¿Sabe cuándo se abrirán?
El físico gesticuló con furia.
—¡Ojalá tuviéramos nuevos datos! —Suspiró—. No, no lo sabemos. Ya podrían estar abiertas, o podrían transcurrir otros seis meses.
—Cuando usted dice «abiertas», no quiere decir abiertas físicamente.
—Claro que no. Las Tumbas de Tiempo han estado físicamente abiertas desde que las descubrimos, hace cuatro siglos estándar. Quiero decir abiertas en el sentido de eliminar los telones de tiempo que ocultan determinadas zonas, poniendo el complejo entero en fase con el flujo local de tiempo.
—¿Con «local» se refiere usted…?
—Me refiero a este universo, desde luego.
—¿Y está seguro de que las Tumbas retroceden en el tiempo desde nuestro futuro? —pregunté.
—Retroceden en el tiempo, sí. No sabemos si desde nuestro futuro. Ni siquiera sabemos qué significa «futuro» en términos físico-temporales. Podría haber una serie de probabilidades sinusoidales o un megaverso ramificado, o incluso…
—En cualquier caso, las Tumbas de Tiempo y el Alcaudón proceden de allí.
—Las Tumbas de Tiempo son seguras —replicó el físico—. No sé nada acerca del Alcaudón. Sospecho que es un mito alimentado por el mismo afán de verdades supersticiosas que impulsa a otras religiones.
—¿Incluso después de lo que ocurrió con Rachel? ¿Aún no cree en el Alcaudón?
Melio Arúndez me taladró con la mirada.
—Rachel contrajo el mal de Merlín. Se trata de una enfermedad antientrópica, no de la mordedura de un monstruo mítico.
—La mordedura del tiempo nunca ha sido mítica —espeté, sorprendiéndome con esa muestra barata de filosofía casera—. La pregunta es si el Alcaudón, o el poder que habita las Tumbas de Tiempo, permitirá que Rachel regrese al flujo temporal «local».
Arúndez asintió y miró hacia los tejados. Las nubes ocultaban el sol en aquella mañana lúgubre, y las tejas rojas parecían descoloridas.
Empezaba a llover de nuevo.
—Y la pregunta es —añadí, sorprendiéndome de nuevo— si usted sigue enamorado de ella.
El físico volvió la cabeza despacio, dirigiéndome una mirada colérica. Noté que la réplica —posiblemente un puñetazo— crecía, alcanzaba un momento álgido y se desvanecía. Se metió la mano en el bolsillo y me mostró una holoinstantánéa de una atractiva mujer con cabello canoso y dos hijos adolescentes.
—Mi esposa e hijos —explicó Melio Arúndez—. Me esperan en Vector Renacimiento. —Me apuntó con el dedo—. Si Rachel se curara hoy, yo tendría ochenta y dos años estándar antes que ella alcanzara la edad que tenía cuando nos conocimos. —Bajó el dedo, se guardó el holo en el bolsillo—. Y sí, todavía estoy enamorado de ella.
Se hizo un silencio. Una voz lo quebró al cabo de un instante.
—¿Preparado? —Me volví y vi a Hunt y Theo Lane en la puerta—. La nave despega dentro de diez minutos —anunció Hunt.
Estreché la mano de Melio Arúndez.
—Lo intentaré —prometí.
El gobernador general Lane ordenó que uno de sus deslizadores de escolta nos llevara de vuelta al puerto espacial mientras él regresaba al consulado. El deslizador militar no era más cómodo que el aparato consular, pero sí más veloz. Ya estábamos asegurados en nuestros asientos de red a bordo de la nave de descenso cuando Hunt dijo:
—¿Para qué habló usted con ese físico?
—Sólo renovaba viejos lazos con un extraño.
Hunt frunció el ceño.
—¿Qué intentará?
La nave ronroneó, se inclinó y brincó cuando la catapulta nos lanzó hacia el cielo.
—Le prometí que intentaría conseguirle una visita para una amiga enferma.
Hunt aún fruncía el ceño. Extraje una libreta de dibujo y garrapateé imágenes de Cícero hasta que entramos en la nave-puente, quince minutos después.
Fue todo un golpe atravesar el portal teleyector para regresar al nexo ejecutivo de la Casa de Gobierno. Otro paso nos condujo a la galería del Senado, donde Meina Gladstone aún hablaba ante una sala atestada.
Las cámaras y micrófonos transmitían el discurso a la Entidad Suma y a cien mil millones de ciudadanos expectantes.
Miré mi cronómetro. Las 1038. Sólo nos habíamos ausentado noventa minutos.