Siempre me han aburrido las batallas espaciales en películas y holos, pero contemplar el suceso real ejercía cierta fascinación: era como ver la retransmisión en vivo de una serie de accidentes de tránsito. Los costes de producción para la realidad —como sin duda había ocurrido durante siglos— eran mucho más bajos que los de un holodrama de presupuesto moderado. Incluso con las tremendas energías que se involucraban, una batalla real en el espacio causaba la aplastante sensación de que el espacio era vastísimo, mientras que las flotas, naves y acorazados de la humanidad parecían insignificantes.
Al menos eso me pareció mientras permanecía sentado en el centro de información táctica, la llamada Sala de Guerra, con Gladstone y sus patanes de la milicia y las paredes se transformaron en ventanas de veinte metros hacia el infinito. Cuatro enormes holomarcos nos rodearon con imágenes profundas y los altavoces inundaron la habitación con transmisiones ultralínea: parloteo radial entre los cazas, el chachareo de los canales de mando táctico, mensajes nave a nave en la banda ancha, canales láser, ultralínea de seguridad y gritos, exclamaciones, alaridos y obscenidades de batalla que dominaban todos los medios además del aire y la voz humana.
Era una dramatización del caos total, una definición funcional de la confusión, una danza de triste violencia sin coreografía. Era la guerra.
Gladstone y un puñado de allegados estaban sentados en medio del estruendo y las luces. La Sala de Guerra flotaba como un rectángulo enmoquetado de gris entre las estrellas y explosiones, el limbo de Hyperion era un resplandor lapislázuli que llenaba la mitad del holomuro norte, los gritos de hombres y mujeres moribundos llenaban todos los canales y todos los oídos. Yo era uno de los escogidos que tenía el dudoso privilegio de estar allí.
La FEM giró en su silla de respaldo alto, se tocó el labio inferior con los dedos ahusados y se volvió hacia los militares.
—¿Qué piensan ustedes?
Los siete hombres con medallas se observaron y luego seis de ellos miraron al general Morpurgo, quien mascaba un puro sin encender.
—No va bien —masculló—. Los mantenemos lejos del teleyector, nuestras defensas resisten bien allí, pero han penetrado demasiado en el sistema.
—¿Almirante? —preguntó Gladstone, ladeando la cabeza hacia el hombre alto y delgado con el uniforme negro de los efectivos espaciales de FUERZA.
El almirante Singh se tocó la pulcra barba.
—El general Morpurgo tiene razón. La campaña no va como se esperaba. —Señaló el cuarto muro, donde había diagramas (elipses, óvalos y arcos) superpuestos sobre una foto estática del sistema de Hyperion. Algunos arcos crecían a ojos vistas. Las líneas brillantes y azules representaban las trayectorias de la Hegemonía. Las líneas rojas eran éxters. Había más trazos rojos que azules.
—Los dos portanaves de ataque asignados a la Fuerza 42 están fuera de combate —explicó el almirante Singh—. Sombra del Olimpo fue destruido con toda la dotación y Estación de Neptuno sufrió serias averías, pero regresa a la zona de amarre cislunar con cinco naves-antorcha como escolta.
La FEM Gladstone se acarició el labio inferior.
—¿Cuántos había a bordo de Sombra del Olimpo, almirante?
Los ojos castaños de Singh eran tan grandes como los de Gladstone, pero no sugerían la misma tristeza. Le sostuvo la mirada un largo rato.
—Cuatro mil doscientos, sin contar el destacamento de marines, seiscientos hombres. Algunos desembarcaron en la Estación Teleyectora Hyperion, así que no tenemos información precisa acerca de cuántos había en la nave.
Gladstone asintió. Se volvió hacia el general Morpurgo.
—¿Por qué esta repentina dificultad, general?
Morpurgo tenía el semblante tranquilo, pero había mordido el puro que tenía entre los dientes.
—Más unidades de combate de las que esperábamos, FEM —informó—. Además de los lanceros, naves de cinco tripulantes, en realidad naves-antorcha en miniatura, más rápidos y mejor armados que nuestros cazas de largo alcance. Son como avispas mortíferas. Los hemos destruido a centenares, pero si uno logra pasar, puede penetrar las defensas de la flota y causar estragos. —Morpurgo se encogió de hombros—. Más de uno ha logrado pasar.
El senador Kolchev estaba sentado al otro lado de la mesa con ocho colegas. Kolchev se volvió hacia el mapa táctico.
—Parece que ya llegan a Hyperion —comentó con voz ronca.
Singh intervino.
—Recuerde la escala, senador. Lo cierto es que todavía retenemos la mayor parte del sistema. Todo lo que está en diez UA a la redonda de la estrella de Hyperion es nuestro. La batalla se libró más allá de la nube de Oort, y nos estamos reagrupando.
—¿Y esas manchas rojas por encima del plano de la eclíptica? —preguntó la senadora Richeau. La senadora vestía de rojo, una de sus marcas distintivas en el Senado.
Singh asintió.
—Una interesante estratagema —dijo—. El enjambre lanzó un ataque de tres mil lanceros para completar un movimiento en pinza contra el perímetro electrónico de la Fuerza Especial 87.2. Fue repelido, pero hay que admirar la astucia de…
—¿Tres mil lanceros? —interrumpió suavemente Gladstone.
—Sí, FEM.
Gladstone sonrió. Dejé de dibujar y me felicité de no ser el destinatario de aquella sonrisa.
—¿No se nos informó ayer que los éxters contarían a lo sumo con seiscientas o setecientas unidades? —Morpurgo había dicho esas palabras. Gladstone se volvió hacia el general. Enarcó la ceja derecha.
El general Morpurgo se sacó el puro de la boca, lo miró con mal ceño y se extrajo un fragmento de la dentadura.
—Eso decían nuestros informes de inteligencia. Estaban equivocados.
Gladstone asintió.
—¿El Consejo Asesor IA participó en esa evaluación de los servicios de inteligencia?
Todos los ojos se volvieron hacia el asesor Albedo. Era una proyección perfecta: estaba sentado entre los demás, las manos apoyadas en los brazos del sillón, no aparecía borroso ni transparente, como solía ocurrir en las proyecciones móviles. Tenía un rostro largo, con pómulos altos y una boca móvil que sugerían una sonrisa sardónica aun en los momentos más serios. Este era un momento serio.
—No, FEM —respondió el asesor Albedo—. No se pidió al grupo asesor que evaluara la fuerza éxter.
Gladstone asintió.
—Tenía entendido —dijo dirigiéndose a Morpurgo— que se incorporaban las proyecciones del Consejo en las estimaciones de los servicios de inteligencia de FUERZA.
El general de FUERZA fulminó a Albedo con la mirada.
—No, FEM —explicó—. Como el Núcleo no reconoce contacto con los éxters, entendimos que sus proyecciones no serían mejores que las nuestras. Utilizamos la red IA EMO:RHT para realizar nuestras evaluaciones. —Se metió el puro acortado en la boca. Irguió la barbilla. Habló mascando el puro—. ¿El Consejo lo habría hecho mejor?
Gladstone miró a Albedo.
El asesor movió los largos dedos.
—Nuestras estimaciones sugerían que este enjambre tendría de cuatro a seis mil unidades de combate.
Morpurgo se volvió hacia él, la cara roja de rabia.
—Usted no mencionó esto durante el informe —señaló Gladstone—, ni durante nuestras deliberaciones anteriores.
El asesor Albedo se encogió de hombros.
—El general tiene razón —admitió—. No tenemos contacto con los éxters. Nuestras estimaciones no son más fiables que las de FUERZA… Simplemente se basan en otras premisas. El Mando Olympus realiza una excelente labor. Si las IAs de allí tuvieran un orden de agudeza más alto en la escala Turing-Demmler, tendríamos que incorporarlas al Núcleo. —Gesticuló grácilmente—. Dada la situación, las premisas del Consejo podrían resultar útiles para la planificación futura. Desde luego, entregaremos todas las proyecciones a este grupo en cualquier momento.
Gladstone asintió.
—Hágalo de inmediato.
Se volvió hacia la pantalla, y los demás la imitaron. Captando el silencio, los monitores de la sala elevaron de nuevo el volumen de los altavoces y otra vez oímos gritos de victoria, llamadas de auxilio, la tranquila enumeración de posiciones, instrucciones y órdenes.
El muro más cercano era una proyección en tiempo real de la nave-antorcha N'Diamena, que buscaba supervivientes entre los restos del Grupo de Combate B.5. La nave-antorcha a la cual se acercaba, magnificada mil veces, parecía una fruta reventada, una granada cuyas semillas y pellejo rojo se derramaban a cámara lenta, transformándose en una nube de partículas, gases, fragmentos congelados, un millón de artefactos arrancados de sus soportes, alimentos, marañas de cables y —reconocibles ahora por sus brazos y piernas de marioneta— muchos cuerpos. La luz del N'Diamena, con diez metros de anchura a treinta mil kilómetros, acariciaba las ruinas alumbradas por las estrellas, identificando objetos, facetas y rostros. Tenía una belleza atroz. El reflejo de luz avejentaba a Gladstone.
—Almirante —dijo—, ¿es posible que el enjambre aguardara hasta que la Fuerza 87.2 se trasladara al sistema?
Singh se tocó la barba.
—¿Pregunta usted si fue una trampa?
—Sí.
El almirante miró de soslayo a sus colegas y luego a Gladstone.
—No creo. Sospechamos… yo sospecho… que cuando los éxters descubrieron la magnitud de nuestras fuerzas, decidieron ponerse a la par. Desde luego, eso significa que están totalmente decididos a tomar el sistema de Hyperion.
—¿Pueden lograrlo? —preguntó Gladstone sin apartar la vista de las ruinas que giraban en el espacio. El cuerpo de un joven mutilado se volvió hacia la cámara, mostrando los ojos y los pulmones reventados.
—No —respondió el almirante Singh—. Pueden desangrarnos. Pueden empujarnos hacia un perímetro totalmente defensivo alrededor de Hyperion. Pero no pueden derrotarnos ni expulsarnos.
—¿Destruir el teleyector? —preguntó la senadora Richeau con voz tensa.
—No, no pueden destruir el teleyector —contestó Singh.
—Tiene razón —intervino el general Morpurgo—. Apostaría mi carrera profesional.
Gladstone sonrió y se levantó. Los demás nos apresuramos a imitarla.
—Ya lo ha hecho —le murmuró Gladstone a Morpurgo—. Ya lo ha hecho. —Miró alrededor—. Nos reuniremos aquí cuando los acontecimientos lo requieran. Hunt será mi enlace con usted. Entretanto, caballeros y damas, la tarea del gobierno ha de continuar. Buenas tardes.
Mientras los demás se marchaban, me quedé sentado hasta que me quedé solo en la sala. Los altavoces recobraron el volumen. En una banda, un hombre lloraba. Una risa maniática atravesó la estática. Los campos estelares se movían despacio contra la negrura, y la gélida luz de las estrellas rebotaba sobre ruinas y escombros.
La Casa de Gobierno tenía forma de estrella de David, y en el centro de la figura había un jardín más pequeño que el Parque de los Ciervos pero no menos hermoso, protegido por parapetos y árboles que crecían estratégicamente. Yo paseaba por allí al anochecer, mientras el brillante azul blancuzco de Tau Ceti se transformaba en oro, cuando se me acercó Meina Gladstone.
Caminamos un rato en silencio. Advertí que ella se había cambiado el traje por una bata larga como las que usaban las matronas de Patawpha: la bata ancha y ondeante lucía intrincados y oscuros dibujos en azul y oro que casi armonizaban con el oscuro cielo. Gladstone tenía las manos en bolsillos ocultos, y las anchas mangas flameaban en la brisa, el ruedo acariciaba las lechosas piedras del sendero.
—Permitió usted que me interrogaran —dije—. Me gustaría saber por qué.
—No estaban transmitiendo —contestó Gladstone con voz cansada—. No había peligro de que comunicaran la información.
Sonreí.
—Pero permitió que me sometieran a esos tratos.
—Seguridad deseaba que hablaran para obtener información.
—¿A expensas de cualquier… incomodidad por mi parte?
—Sí.
—¿Y sabe Seguridad para quién trabajaban?
—El hombre mencionó a Harbrit —respondió la FEM—. Seguridad tiene la certeza de que se referían a Emlem Harbrit.
—¿La comerciante de Asquith?
—Sí. Ella y Diana Philomel tienen viejos lazos con las facciones realistas de Glennon-Height.
—Eran aficionados —comenté al recordar que Hermund había mencionado a Harbrit, en el confuso interrogatorio de Diana.
—Desde luego.
—¿Los realistas están vinculados con algún grupo serio?
—Sólo la Iglesia del Alcaudón —dijo Gladstone. Se detuvo ante un arroyo con un puente de piedra. Se recogió la bata y se sentó en un banco de hierro forjado—. Ninguno de los obispos ha salido aún de su escondrijo.
—Con los tumultos y las reacciones, no los culpo —observé. Me quedé de pie. No había guardias ni monitores a la vista, pero yo despertaría en una celda de Seguridad Ejecutiva si realizaba cualquier gesto amenazador hacia Gladstone. Las nubes perdieron su tinte áureo y reflejaron la luz plateada de las innumerables ciudades-torre de TC2.
—¿Qué hizo Seguridad con Diana y su esposo? —pregunté.
—Los sometió a interrogatorio pleno. Están… detenidos.
Asentí. Interrogatorio pleno significaba que sus cerebros estaban flotando en tanques con conexiones. Sus cuerpos permanecerían en almacenaje criogénico hasta que un juicio secreto determinara si sus actos podían calificarse de traición. Después del juicio, los cuerpos serían destruidos y Diana y Hermund permanecerían «detenidos», con todos los canales sensoriales y de comunicación cortados. Hacía siglos que la Hegemonía no usaba la pena de muerte, pero las otras posibilidades no resultaban mucho más agradables. Me senté en el largo banco, a cierta distancia de Gladstone.
—¿Aún escribe poesía?
La pregunta me sorprendió. Contemplé el sendero, donde se acababan de encender faroles japoneses y lámparas ocultas.
—No. A veces sueño en verso. O soñaba…
Gladstone cruzó las manos sobre el regazo y se las estudió.
—Si usted escribiera acerca de los acontecimientos actuales —dijo—, ¿qué clase de poema crearía?
Reí.
—Ya lo he comenzado y abandonado dos veces; mejor dicho, él lo hizo. Trataba de la muerte de los dioses y su resistencia a que los reemplazaran. Versaba sobre la transformación, el sufrimiento y la injusticia. Y sobre el poeta… quien a su propio entender era quien más sufría dicha injusticia.
Gladstone me miró. Su rostro era una masa de líneas y sombras en la penumbra.
—¿Cuáles son los dioses a quienes reemplazarán esta vez, Severn? ¿Es la humanidad, o los falsos dioses que creamos para que nos derrocaran?
—¿Cómo demonios voy a saberlo? —repliqué, alejándome para mirar el arroyo.
—Usted forma parte de ambos mundos, ¿verdad? La Humanidad y el TecnoNúcleo.
Reí de nuevo.
—No formo parte de ninguno de los dos mundos. Aquí soy un monstruo cíbrido, allá un proyecto de investigación.
—Sí, pero ¿la investigación de quién? ¿Y con qué finalidad?
Me encogí de hombros.
Gladstone se levantó y la seguí. Cruzamos el arroyo y escuchamos el murmullo del agua sobre las piedras. La senda serpeaba entre altas rocas cubiertas con un liquen exquisito que relucía bajo los faroles. Gladstone se detuvo al final de una corta escalinata de piedra.
—¿Cree usted que los Máximos del Núcleo lograrán construir la Inteligencia Máxima, Severn?
—¿Construirán a Dios? —repliqué—. Hay algunas IAs que no quieren construir a Dios. Aprendieron de la experiencia humana que buscar el siguiente paso en la conciencia es una invitación a la esclavitud, cuando no a la extinción.
—Pero, ¿cree que extinguiría un Dios verdadero a sus criaturas?
—En el caso del Núcleo y de la hipotética IM, Dios es la criatura, no el creador. Tal vez un dios deba crear a los seres inferiores que están en contacto con él para sentir alguna responsabilidad por ellos.
—Pero el Núcleo parece responsabilizarse por los seres humanos en los siglos transcurridos desde la Secesión IA —apuntó Gladstone. Me miraba intensamente, como si evaluara mi expresión.
Miré hacia el jardín. En la oscuridad el sendero irradiaba un fulgor blanco, casi sobrecogedor.
—El Núcleo trabaja para sus propios fines —dije consciente de que ningún ser humano sabía eso mejor que la FEM Meina Gladstone.
—¿Y usted piensa que la humanidad ya no constituye un medio para esos fines?
Hice un ademán de indiferencia.
—No pertenezco a ninguna de ambas culturas —repetí—. No estoy agraciado con el candor de los creadores involuntarios ni consumido por la terrible conciencia de sus criaturas.
—Genéticamente, es usted totalmente humano.
No era una pregunta. No respondí.
—Se dice que Jesucristo era plenamente humano —continuó Gladstone—. Y también plenamente divino. La intersección de la Humanidad y la Divinidad.
Me asombró la referencia a esa antigua religión. El cristianismo había sido reemplazado por el cristianismo Zen, luego por el gnosticismo Zen, luego por cien teologías y filosofías más vitales. El mundo natal de Gladstone no era un depósito de creencias desechadas, y tampoco lo era la FEM. Al menos eso esperaba yo.
—Si era plenamente humano y plenamente divino —dije—, yo soy su antiimagen.
—No —rebatió Gladstone—. Yo diría que la antiimagen es el Alcaudón al que ahora se enfrentan sus amigos peregrinos.
La miré fijamente. Era la primera vez que mencionaba al Alcaudón, a pesar de que yo sabía —y ella sabía que yo sabía— que su plan había inducido al cónsul a abrir las Tumbas de Tiempo y liberar a ese ser.
—Tal vez usted debió participar en la peregrinación, Severn —señaló la FEM.
—En cierto modo, ya participo.
Gladstone gesticuló, y la puerta de sus aposentos privados se abrió.
—Sí, en cierto modo participa usted. Pero si la mujer que lleva a su gemelo es crucificada en el legendario árbol de espinas del Alcaudón, ¿sufrirá usted por toda la eternidad en sus sueños?
No tenía respuesta, así que guardé silencio.
—Hablaremos por la mañana, después de la conferencia —dijo Meina Gladstone—. Buenas noches, Severn. Felices sueños.