6

El cuerpo de Diana Philomel ostentaba toda la perfección que podían lograr la ciencia cosmética y la destreza de los ARNistas. Después de despertar, me quedé en el lecho varios minutos para admirarla. La clásica curva de la espalda, la cadera y el flanco ofrecía una geometría más bella y poderosa que cualquier hallazgo de Euclides: dos hoyuelos visibles por encima del fascinante arco de un trasero blanco como la leche, una intersección de ángulos blandos, muslos carnosos, más sensuales y sólidos de lo que jamás podría ser cualquier punto de la anatomía masculina.

Lady Diana estaba dormida, o eso parecía. Nuestras ropas yacían desperdigadas por la verde alfombra. A través de la densa luz magenta y azul que atravesaba los ventanales se veían las copas de árboles dorados. Grandes hojas de papel de dibujo yacían desparramadas, encima y debajo de nuestras prendas. Me incliné a la izquierda, alcé una hoja y vi un apresurado bosquejo de pechos, muslos, un brazo corregido con precipitación, un rostro sin rasgos. Realizar un estudio al natural estando borracho y en medio de una seducción no es la mejor fórmula para la calidad artística.

Gemí, rodé sobre mi espalda y estudié las volutas esculpidas en el alto techo. Si aquella mujer hubiera sido Fanny, jamás me habría movido. No lo era, así que me levanté, encontré mi comlog, advertí que era de madrugada en Centro Tau Ceti —catorce horas después de mi cita con la FEM— y fui al cuarto de baño en busca de una pastilla para la resaca.

En el botiquín de lady Diana había una variedad de medicamentos para escoger. Además de la habitual aspirina y las endorfinas, vi estimulantes, tranquilizantes, tubos de Flashback, inyecciones orgásmicas, pistones para empalmes cefálicos, inhaladores de cannabis, cigarrillos de tabaco y un centenar de drogas menos identificables. Encontré un vaso y engullí dos píldoras contra la resaca. La náusea y la jaqueca se disiparon en cuestión de unos segundos.

Lady Diana estaba despierta, sentada en la cama, aún desnuda, cuando regresé. Iba a sonreírle cuando vi a los dos hombres plantados junto a la puerta del este. Ninguno era el marido, aunque ambos eran igualmente corpulentos y compartían aquel estilo bestial que Hermund Philomel había perfeccionado.

A lo largo de la historia humana, sin duda hubo algún hombre que fue capaz de enfrentarse, sorprendido y desnudo, a dos forasteros totalmente vestidos y potencialmente hostiles (machos rivales, por así decirlo) sin acobardarse, sin sentir la urgencia de encorvarse para cubrirse los genitales y sin sentirse totalmente vulnerable y en desventaja, pero yo no soy ese personaje.

Me encorvé cubriéndome los genitales, retrocedí, farfullé «¿Qué …? ¿Quiénes…?». Me volví hacia Diana Philomel buscando ayuda y le vi la sonrisa, una sonrisa que congeniaba con la crueldad que antes le había descubierto en la mirada.

—Cogedlo. ¡Deprisa! —ordenó mi ex amante.

Llegué al cuarto de baño y busqué el interruptor manual para cerrar la puerta cuando uno de los dos me alcanzó, me atrapó, me arrastró al dormitorio y me lanzó a los brazos de su socio. Ambos eran de Lusus u otro mundo de mucha gravedad, o bien se alimentaban exclusivamente de esteroides y células de Sansón, pues me arrojaron de aquí para allá sin esfuerzo. Excepto por mi breve carrera como luchador del patio escolar, mi vida —el recuerdo de mi vida— ofrecía pocos ejemplos de violencia y menos ejemplos donde yo saliera vencedor en un enfrentamiento. Un vistazo a los dos hombres que se divertían a mis expensas me bastó para ver que pertenecían a esa especie sobre la que todos hemos leído sin poder creerlo: sujetos que rompen, achatan narices o destrozan rótulas sin mayores escrúpulos de los que yo sentiría al tirar una pluma defectuosa.

—¡Deprisa! —repitió Diana.

Indagué la esfera de datos, la memoria de la casa, la conexión comlog de Diana, la tenue conexión de los dos matones con el universo de la información. Averigüé dónde estaba —la finca Philomel, a seiscientos kilómetros de la capital de Pirre, en la franja agrícola de la zona terraformada de Renacimiento Menor— y quiénes eran los matones —Debin Farrus y Hemmit Gorma, personal de seguridad del Sindicato de Barrenderos de Puertas del Cielo— pero eso no me ayudó a saber por qué uno de ellos se me sentaba encima, con la rodilla en mi espalda, mientras el otro aplastaba mi comlog con el talón y me calzaba una esposa osmótica en la muñeca y el brazo…

Oí el siseo y me relajé.

—¿Quién eres?

—Joseph Severn.

—¿Es tu verdadero nombre?

—No. —Sentí el efecto de la droga de la verdad y supe que podía burlarla con sólo alejarme, sumirme en la esfera de datos o replegándome en el Núcleo. Pero eso significaría dejar mi cuerpo a merced de quien hiciera las preguntas. Me quedé donde estaba. Tenía los ojos cerrados pero reconocí la otra voz.

—¿Quién eres? —preguntó Diana Philomel.

Suspiré. Resultaba difícil responder con firmeza.

—John Keats —contesté al final. El silencio me indicó que el nombre no significaba nada para ellos. Era lógico. Una vez yo había predicho que sería un nombre «escrito en el agua». Aunque no podía moverme ni abrir los ojos, no tuve problemas para escrutar la esfera de datos, siguiendo los vectores de acceso. El nombre del poeta figuraba entre los ochocientos John Keats de la lista del archivo público, pero ellos no parecían demasiado interesados en alguien que había muerto novecientos años atrás.

—¿Para quién trabajas? —preguntó Hermund Philomel. Por alguna razón me sorprendí.

—Para nadie.

El tenue efecto Doppler de las voces cambió mientras parloteaban entre ellos.

—¿Se estará resistiendo a la droga?

—Nadie puede resistirla —dijo Diana—. Pueden morir cuando se les administra, pero no pueden resistirla.

—¿Qué ocurre entonces? —preguntó Hermund—. ¿Por qué Gladstone lleva a un tío insignificante al Consejo en vísperas de una guerra?

—Puede oírnos —advirtió uno de los matones.

—No importa —resolvió lady Diana—. De todos modos no vivirá para contarlo. —Se volvió hacia mí—. ¿Por qué te invitó FEM al Consejo… John?

—No estoy seguro. Para tener noticias de los peregrinos, quizá.

—¿Qué peregrinos, John?

—Los peregrinos del Alcaudón.

Alguien masculló unas palabras.

—Silencio —exigió lady Diana Philomel y continuó dirigiéndose a mí—. ¿Te refieres a los peregrinos que están en Hyperion, John?

—Sí.

—¿Se está realizando una peregrinación ahora?

—Sí.

—¿Y por qué Gladstone te pregunta a ti, John?

—Sueño con ellos.

Alguien resopló.

—Está loco —resolvió Hermund—. No sabe quién es ni siquiera con la droga de la verdad y ahora nos suelta esta bobada. Terminemos con esto…

—Cállate —se impacientó lady Diana—. Gladstone no está loca. Ella lo invitó, ¿recuerdas? John, ¿qué quiere decir que sueñas con ellos?

—Sueño con las impresiones de la primera personalidad recobrada Keats —expliqué. Tenía la voz gangosa, como si hablara en sueños—. Él se introdujo en uno de los peregrinos, una mujer, cuando le asesinaron el cuerpo, y ahora vaga por la microesfera de ellos. De alguna manera, sus percepciones son mis sueños. Quizá mis actos son los sueños de él, no lo sé.

—Descabellado —espetó Hermund.

—No, no —dijo lady Diana con voz tensa, alarmada—. John, ¿eres un cíbrido?

—Sí.

—Oh, Cristo y Alá —exclamó lady Diana.

—¿Qué es un cíbrido? —preguntó uno de los matones con voz aflautada, casi femenina.

Diana habló al cabo de un instante de silencio.

—Idiota. Los cíbridos son remotos humanos creados por el Núcleo. Hubo algunos en el consejo asesor hasta el siglo pasado, cuando los prohibieron.

—¿Algo parecido a un androide? —preguntó el otro matón.

—Cállate —ordenó Hermund.

—No —respondió Diana—. Los cíbridos son genéticamente perfectos, configurados con ADN que se remonta a Vieja Tierra. Sólo se necesitaba un hueso, un fragmento de pelo… John, ¿me oyes? ¿John?

—Sí.

—John, eres un cíbrido. ¿Sabes quién era tu modelo de personalidad?

—John Keats.

Le oí contener el aliento.

—¿Quién es… quién era John Keats?

—Un poeta.

—¿Cuándo vivió, John?

—De 1795 a 1821.

—¿Según qué cronología, John?

—Era cristiana. Vieja Tierra. Pre-Hégira. La era moderna…

—John —intervino agitadamente Hermund—, ¿estás en contacto con el TecnoNúcleo ahora?

—Sí.

—¿Puedes comunicarte con él a pesar de la droga de la verdad?

—Sí.

—Mierda —rezongó el matón de voz aflautada—. Tenemos que largarnos de aquí —urgió Hermund.

—Un momento —replicó Diana—. Tenemos que saber…

—¿Podemos llevarlo con nosotros? —preguntó el matón de voz profunda.

—Idiota —refunfuñó Hermund—. Si está vivo y en contacto con la esfera de datos y el Núcleo… demonios, vive en el Núcleo, su mente está allí… puede prevenir a Gladstone, al secretario ejecutivo, a FUERZA… ¡a cualquiera!

—Cállate —estalló Diana—. Lo mataremos en cuanto haya concluido. Unas preguntas más, John.

—Sí.

—¿Por qué Gladstone necesita saber qué ocurre con los peregrinos del Alcaudón? ¿Tiene algo que ver con la guerra con los éxters?

—No estoy seguro.

—Mierda —jadeó Hermund—. Vámonos.

—Silencio, John, ¿de dónde eres?

—Viví en Esperance los últimos diez meses.

—¿Y antes de eso?

—En la Tierra.

—¿Qué Tierra? —preguntó Hermund—. ¿Nueva Tierra? ¿Tierra Dos? ¿Ciudad Tierra? ¿Cuál de ellas?

—Tierra —respondí. Luego recordé—. Vieja Tierra.

—¿Vieja Tierra? —exclamó uno de los matones—. Esto es una locura. Me largo de aquí.

Se oyó un siseo de láser, un ruido de tocino frito. Olí algo más dulzón que el tocino frito, y oí que algo se desplomaba.

—John —continuó Diana—, ¿hablas de la vida de tu modelo de personalidad en Vieja Tierra?

—No.

—¿Tú… tu cíbrido estuvo en Vieja Tierra?

—Sí. Allí desperté de la muerte. En la misma habitación de la Piazza di Spagna donde morí, Severn no estaba conmigo, pero estaban el doctor Clark y algunos de los demás…

—Está loco —se asombró Hermund—. Hace más de cuatro siglos que Vieja Tierra fue destruida… A menos que los cíbrídos puedan vivir más de cuatrocientos años.

—No —replicó lady Diana—. Cállate y déjame terminar. John, ¿por qué el Núcleo te trajo de vuelta?

—No lo sé.

—¿Tiene algo que ver con la guerra civil que se libra entre las IAs?

—Quizá —respondí—. Probablemente. —Diana hacía preguntas interesantes.

—¿Qué grupo te creó? ¿Los Máximos, los Estables o los Volátiles?

—No lo sé.

Oí un suspiro de exasperación.

—John, ¿has comunicado a alguien tu paradero, lo que te ocurre ahora?

—No —dije. El hecho de que hubiera esperado tanto para formular esta pregunta indicaba que su inteligencia no era excepcional.

Hermund también soltó un suspiro.

—Sensacional —dijo—. Larguémonos de aquí antes…

—John —prosiguió Diana—. ¿Sabes por qué Gladstone inventó esta guerra con los éxters?

—No —contesté—. Mejor dicho, podría haber muchas razones. Lo más probable es que se trate de una treta para negociar con el Núcleo.

—¿Por qué?

—Hay elementos del liderazgo ROM del Núcleo que tienen miedo de Hyperion. Este planeta constituye una incógnita en una galaxia donde todas las variables están mesuradas.

—¿Quién tiene miedo, John? ¿Los Máximos, los Estables o los Volátiles? ¿Qué inteligencias artificiales temen a Hyperion?

—Las tres.

—Mierda —susurró Hermund—. Escucha… John. ¿Las Tumbas de Tiempo y el Alcaudón tienen algo que ver con todo esto?

—Sí, tienen mucho que ver.

—¿Cómo? —preguntó Diana.

—No lo sé. Nadie lo sabe.

Hermund o alguien me golpeó con saña en el pecho.

—¿Quieres decir que el puñetero Consejo Asesor del Núcleo no ha predicho el resultado de esta guerra, de estos acontecimientos? —gruñó Hermund—. ¿Esperas que crea que Gladstone y el Senado fueron a la guerra sin una predicción de probabilidades?

—No —respondí—. Se ha predicho hace siglos.

Diana Philomel se humedeció los labios como una niña ante una enorme golosina.

—¿Qué se predijo, John? Cuéntanoslo todo.

Tenía la boca seca. La droga me había dejado sin saliva.

—Se predijo la guerra. La identidad de los peregrinos del Alcaudón. La traición del cónsul de la Hegemonía, quien activó un artilugio que abrirá, de hecho ya ha abierto, las Tumbas de Tiempo. El surgimiento del flagelo del Alcaudón. El resultado de la guerra y el flagelo…

—¿Cuál es el resultado, John? —jadeó la mujer con quien horas antes había hecho el amor.

—El final de la Hegemonía. La destrucción de la Red de Mundos. —Traté de humedecerme los labios pero tenía la lengua seca—. El final de la especie humana.

—Oh, Jesús y Alá —susurró Diana—. ¿Hay alguna probabilidad de que la predicción sea errónea?

—No. Mejor dicho, sólo en el efecto de Hyperion en el resultado. Las demás variables ya están resueltas.

—Mátalo —gritó Hermund Philomel—. Mátalo, así podremos largarnos de aquí e informar a Harbrit y los demás.

—De acuerdo —dijo Lady Diana. Un segundo después añadió—: No, no con el láser, idiota. Le inyectaremos la dosis letal de alcohol, tal como habíamos planificado. Ten, sujeta la esposa osmótica para que pueda introducirle esta sonda.

Sentí una presión en el brazo derecho. Un instante después hubo explosiones, conmociones, un grito. Olí humo y aire ionizado. Una mujer chilló.

—Quitadle la esposa —ordenó Leigh Hunt. Lo vi de pie, en su conservador traje gris, rodeado por comandos de Seguridad Ejecutiva con armadura completa y polímeros camaleónicos. Un comando del doble de la talla de Hunt asintió, se llevó su látigo infernal al hombro y se apresuró a cumplir la orden.

En uno de los canales tácticos, el que yo monitorizaba desde hacía un rato, vi la imagen retransmitida de mí mismo: desnudo, despatarrado en la cama, la esposa osmótica en el brazo y una magulladura creciente en el pecho. Diana Philomel, su esposo y uno de los matones, yacían inconscientes pero vivos entre las astillas y cristales rotos de la habitación. El otro energúmeno estaba tendido en la puerta, y la parte superior del cuerpo tenía el color y la textura de un bistec muy hecho.

—¿Se encuentra bien, Severn? —preguntó Leigh Hunt, alzándome la cabeza y apoyándome una delgada máscara de oxígeno en la boca y la nariz.

Resoplé y farfullé. Ascendí a la superficie de mis sentidos como un buceador que emerge con demasiada rapidez. Me dolía la cabeza. Tenía las costillas resentidas. Los ojos aún no funcionaban bien, pero a través del canal táctico vi que Leigh Hunt contraía los labios en lo que para él era una sonrisa.

—Le ayudaremos a vestirse —me confortó—. Le serviremos café en el vuelo de regreso. Luego iremos a la Casa de Gobierno, Severn. No llegará puntual a su reunión con la FEM.