Baldwin, el abad de Vectis, estaba arrodillado rezando atormentado a los pies de la tumba más sagrada de la abadía. La lápida conmemorativa estaba encajada en el suelo de piedra, entre los pilares que separaban la nave de los pasillos. El frío helador de las suaves losas de piedra atravesaba sus vestiduras y le entumecía las rodillas. Aun así, permanecía agachado, concentrado en sus lastimeras plegarias sobre el cuerpo de san Josephus, santo patrón de la abadía de Vectis.
La tumba de Josephus era uno de los sitios preferidos para los ruegos y la meditación en el interior de la catedral de Vectis, el espléndido edificio con alto capitel de aguja que había sido erigido en el yacimiento de la antigua iglesia de la abadía. La lápida de piedra azul que señalaba su tumba tenía una simple inscripción bien cincelada: SAN JOSEPHUS, ANNO DOMINI 800.
En los quinientos años que habían seguido a la muerte de Josephus, la abadía de Vectis había experimentado profundos cambios. Las lindes se habían expandido grandemente con la anexión de los campos y pastos circundantes. Un alto muro de piedra y una reja elevadiza protegían el lugar de la rapiña de los piratas franceses en la isla y la costa de Wessex. La catedral, una de las más bellas de Inglaterra, agujereaba el cielo con su grácil y esbelta torre. Más de treinta edificios, incluidos los dormitorios, la casa capitular, las cocinas, el refectorio, la bodega, la alacena, la enfermería, el hospicio, el scriptorium, las salas de calderas, la fábrica de cerveza, la casa del abad y los establos estaban comunicados unos con otros, por pasadizos ocultos y pasajes internos. Los claustros, los jardines y las huertas eran amplios y bien proporcionados. Había un gran cementerio. Una granja con un molino de grano y unas porquerizas ocupaban una parcela lejana. La abadía daba cobijo a unas seiscientas personas, lo que la convertía en la segunda ciudad más grande de la isla. Ese próspero faro de la cristiandad rivalizaba en importancia con Westminster, Canterbury y Salisbury.
También la isla había crecido en población y prosperidad. Tras la conquista de Britania por Guillermo, duque de Normandía, en la batalla de Hastings de 1066, la isla cayó bajo dominio de los normandos y se deslizó por completo de sus lazos escandinavos. Los normandos empezaron a llamarla isla de Wight, y el arcaico nombre de Vectis que le dieran los romanos dejó de utilizarse. Guillermo regaló la isla a su amigo William Fitz Osbern, quien se convirtió en el primer señor de la isla de Wight. Bajo el protectorado de Guillermo el Conquistador y los futuros monarcas británicos, la isla constituyó un rico y bien fortificado bastión contra los franceses. Desde el rectangular castillo de Carisbrooke, situado en el centro, los sucesivos señores de la isla de Wight ejercieron el gobierno feudal y forjaron una alianza eclesiástica con los monjes de la abadía de Vectis, sus vecinos espirituales.
El último señor feudal de la isla de Wight no fue en realidad un señor sino una señora, la condesa Isabella de Fortibus, que adquirió la señoría al morir su hermano en 1262. Con las tierras que poseía y los impuestos marítimos que recaudaba, la amargada y hogareña Isabella se convirtió en la mujer más rica de Inglaterra. Como estaba sola y era rica y pía, Edgar, el anterior abad de Vectis, y después Baldwin, el actual abad, la halagaban empalagosamente y la engatusaban con sus plegarias más solícitas y sus manuscritos mejor iluminados. Ella les correspondía con generosas donaciones a la abadía y se convirtió en su principal mecenas.
En 1293 Baldwin recibió aviso de que se presentara en su lecho de muerte en Carisbrooke; allí, en sus aposentos, donde se colaban las corrientes de aire, Isabella le comunicó con voz débil que había vendido la isla al rey Eduardo por seis mil libras, transfiriendo así el control a la Corona. Tendría que buscar patrocinio en otra parte, le dijo con desdén. Mientras exhalaba su último aliento, el abad le dio la bendición de mala gana.
Los cuatro años transcurridos desde la muerte de Isabella habían supuesto un desafío para Baldwin. Tras décadas de dependencia de esa mujer, la abadía no estaba preparada para afrontar el futuro. La población de Vectis había aumentado tanto que ya no era autosuficiente y requería constantemente ingresos del exterior. Baldwin tuvo que salir de la isla con frecuencia, como un mendigo, para agasajar a los duques, señores, cardenales y obispos. Él no era un animal político como su predecesor, Edgar, que era un hombre muy cercano y querido por sus monjes, por los niños y hasta por los perros. Baldwin era un tipo frío y escurridizo, un administrador eficiente con una pasión por las escrituras tan grande como su amor por Dios, pero con poco amor hacia sus semejantes. Su idea de la dicha era pasar una tarde tranquila solo entre sus libros. Sin embargo, últimamente la felicidad y la paz no eran más que conceptos abstractos.
Se avecinaban problemas.
Desde las profundidades de la tierra.
Baldwin elevó una plegaria especial a Josephus y se puso en pie para buscar a su prior y pedirle consejo urgente.
Luke, hijo de Archibald, un zapatero de Londres, era el monje más joven de Vectis. Era un fornido veinteañero con un físico más propio de un soldado que de un siervo de Dios. A su padre le desconcertó y le decepcionó que su hijo mayor prefiriera la religión a un horno de piedra, pero poner freno a su tozudo hijo habría sido como querer que no subiera la masa del pan. El joven Luke, cuando era un golfillo, había caído en la amable esfera del cura de su parroquia, y desde entonces no había querido otra cosa en la vida que ofrecer su vida a Cristo.
La total inmersión en la vida monástica le atraía muchísimo. Había oído hablar a los curas sobre la aislada belleza de la abadía de Vectis, así que a la edad de diecisiete años se dirigió hacia el sur, a la isla de Wight, gastando sus últimas monedas en el bote que cruzaba hasta allí. Durante la travesía vio los abruptos y cóncavos acantilados de las islas y se quedó boquiabierto ante la visión de la aguja del capitel de la catedral en el horizonte cual un dedo de piedra señalando el cielo. Rezó con todas sus fuerzas para que ese fuera un viaje sin retorno.
Tras una larga caminata a través de la rica campiña, Luke se presentó delante de las rejas elevadizas y rogó humildemente que le admitieran. El prior Félix, un fornido bretón tan moreno como rubio era Luke, reconoció su fervor y le permitió la entrada. Tras cuatro años de prueba como oblato y después como hermano lego, Luke fue ordenado ministro de Dios, y desde aquel instante su corazón rebosó júbilo todos los días. Su sempiterna sonrisa llenaba de regocijo a sus hermanos y hermanas; algunos a veces incluso se desviaban de su camino para cruzárselo y ver su dulce rostro.
Pocos días después de su llegada a Vectis empezó a oír rumores de los novicios más antiguos acerca de las criptas. Se decía que en la abadía había un mundo subterráneo. Bajo tierra había seres extraños y quehaceres extraños. Rituales. Perversiones. Una sociedad secreta, la Orden de los Nombres.
Luke pensó que todo eso eran tonterías, un rito de iniciación para jóvenes con demasiada imaginación. Se concentraría en sus obligaciones y en su educación y no permitiría que tales sandeces lo arrastraran.
Sin embargo, no podía negar que había un complejo de edificios que les estaba vedado a él y a sus compañeros. En un rincón lejano de la abadía, más allá de los límites del cementerio de los monjes, había un sencillo edificio de madera, sin decoración alguna, del tamaño de una capilla pequeña, que estaba conectado a una construcción antigua baja y alargada, que algunos llamaban la cocina exterior. Movido por la curiosidad, Luke merodeaba por allí de vez en cuando, lo suficientemente cerca para entrever a gente que iba y venía. Presenció entregas de grano, verduras, carne y leche. Vio al mismo grupo de hermanos entrando y saliendo con regularidad, y en más de una ocasión vio que llevaban a mujeres jóvenes al interior de aquel pequeño edificio.
Era joven e inexperto, y le satisfacía saber que había cosas en el mundo que ni le era dado saber, ni se esperaba que comprendiera. No permitiría que le distrajeran de su intimidad con Dios, la cual crecía cada día que pasaba entre los muros del monasterio.
La existencia en perfecto equilibrio y armonía de Luke llegó a su fin un día de finales de octubre. La mañana había comenzado con un calor y un sol propios de otra estación, pero se había vuelto fría y lluviosa a medida que el frente de una tormenta barría la isla. Paseaba meditabundo por los terrenos de la abadía, y cuando empezó a arreciar el viento y a llover a cántaros se pegó al muro circundante en busca de refugio. Llegó así hasta la parte más alejada del dormitorio de las hermanas; vio que las jóvenes salían corriendo a recoger la colada.
Una fuerte ráfaga arrancó una camisa de niño de uno de los tendederos y la elevó por los aires, donde el viento jugó con ella un rato y luego la depositó sobre la hierba, a escasos metros de Luke. Cuando salió corriendo a por ella, vio que una chica se separaba de sus compañeras y cruzaba el campo a la carrera para recuperarla. Mientras corría, se le cayó el velo, dejando al descubierto un pelo largo del color de la miel.
«No es una hermana —pensó Luke—, pues llevaría el pelo rapado.» Sus movimientos eran ágiles y gráciles como los de un cervatillo, y se mostró igual de asustadiza cuando se dio cuenta de que iba a entrar en contacto con él. Se paró en seco, dejó que Luke cogiera la camisa y dio media vuelta. El la atrapó y la ondeó bajo la lluvia; su sonrisa era más amplia que nunca.
—¡La he cogido! —le gritó.
Luke jamás había visto una cara tan hermosa: barbilla perfecta, pómulos marcados, ojos verde azulados, labios húmedos y una piel con la luminosidad de una perla que vio un día en manos de una fina dama de Londres.
Elizabeth no tenía más de dieciséis años; una encarnación de la juventud y la pureza. Era de Newport. Su padre la había vendido como sierva a la condesa Isabella en Carisbrooke. Por su parte, Isabella, dos años más tarde, la legó a Vectis como regalo para la abadía. La hermana Sabeline eligió personalmente a Elizabeth entre el grupo de chicas que le ofrecieron. Aguantó la barbilla de la chica con el pulgar y el índice y afirmó que sería adecuada para el monasterio.
—Gracias —dijo Elizabeth a Luke cuando este se acercó a ella. Su voz le pareció una campanita ligera y aguda.
—Siento que se haya empapado. —Le dio la camisa. A pesar de que sus manos no se tocaron, sintió que una energía pasaba entre los dos. Se aseguró de que nadie les miraba y preguntó—: ¿Cómo te llamas?
—Elizabeth.
—Yo soy el hermano Luke.
—Lo sé. Te he visto.
—¿Sí?
La muchacha bajó la vista.
—Tengo que irme —dijo, y salió corriendo.
Observó cómo se alejaba de él y en ese mismo momento Elizabeth empezó a competir en sus pensamientos con Jesucristo, su Señor y Salvador.
Pasar por detrás de los dormitorios de las hermanas durante sus paseos se convirtió en una costumbre, y la chica siempre aparecía, aunque solo fuera para golpear la ropa contra la piedra del lavadero o para vaciar un cubo. Cuando la veía, su sonrisa se ensanchaba y ella le saludaba con un movimiento de cabeza y dejaba que las comisuras de sus labios subieran casi hasta sus orejas. Jamás se dirigían la palabra, pero eso no disminuía el placer de los encuentros, y tan pronto como uno acababa ya estaba él pensando en el siguiente.
Sin duda aquel comportamiento estaba mal y sus contemplaciones eran impuras, pensaba Luke, pero nunca se había sentido así con nadie, y era totalmente incapaz de apartarla de su mente. Se arrepentía y se arrepentía una y otra vez, pero en su interior seguía sintiendo la insana necesidad de tocar su sedosa piel con la palma de sus manos, una obsesión que aún era más fuerte cuando yacía solo en su cama, intentando calmar el dolor de sus genitales.
Luke empezó a odiarse a sí mismo, y esa profunda aversión borró la perpetua sonrisa de su cara. Tenía el alma torturada y se convirtió en otro monje de rostro sombrío que se movía lentamente por el monasterio.
Sabía exactamente qué merecía: el castigo, si no en este mundo, en el siguiente.
Mientras el abad Baldwin terminaba sus plegarias en el santuario de Josephus, Luke pasaba por detrás del dormitorio de las hermanas con la esperanza de ver a Elizabeth. Era una mañana fría y cristalina, y el punzante viento contra su piel avivaba su masoquismo. El jardín que había tras el dormitorio estaba vacío; solo podía confiar en que ella siguiera sus movimientos desde una de las ventanitas de aquel edificio de tejado tan pronunciado.
No lo decepcionó. Al acercarse, se abrió una puerta y Elizabeth salió por ella envuelta en un largo manto marrón. Luke había estado aguantando la respiración; cuando la vio, soltó el aire y este se condensó en una nube efímera. Le pareció tan preciosa que decidió avanzar más despacio para prolongar el momento, y quizá se permitiera la osadía de acercarse un poco más de lo habitual, lo suficientemente cerca para ver el aleteo de sus párpados.
Entonces ocurrió algo de lo más extraordinario.
Elizabeth caminó directamente hacia él, que se quedó paralizado donde estaba. Ella siguió avanzando hasta que estuvo solo a un brazo de distancia. Luke se preguntaba si aquello no sería un sueño, pero cuando vio que ella lloraba y sintió el aire caliente de sus sollozos palpitando contra su cuello supo que era real. Estaba demasiado emocionado para comprobar si había espías.
—¡Elizabeth! ¿Qué te pasa?
—La hermana Sabeline me ha dicho que yo seré la siguiente —dijo a trompicones y medio ahogándose.
—¿La siguiente? ¿La siguiente para qué?
—¡Para las criptas! ¡Me van a llevar a las criptas! ¡Por favor, Luke, ayúdame!
Quería tenderle los brazos y consolarla, pero sabía que eso sería imperdonable.
—No sé de qué estás hablando. ¿Qué pasa en las criptas?
—¿No lo sabes?
—¡No! ¡Dímelo!
—¡Aquí no! ¡Ahora no! —dijo entre sollozos—. ¿Podemos vernos esta noche? ¿Después de vísperas?
—¿Dónde?
—¡No lo sé! —gritó—. ¡Aquí no! ¡Rápido o me encontrará la hermana Sabeline!
Pensó rápido, pensamientos llenos de pánico.
—De acuerdo, en los establos. Después de vísperas. Nos veremos allí, si puedes.
—Iré. Debo partir. Que Dios te bendiga, Luke.
Baldwin, nervioso, daba vueltas alrededor de su prior, Félix, que estaba sentado en una silla con un cojín de pelo de caballo. Normalmente aquel era un lugar agradable —la sala de visitas privada del abad, un buen fuego, un cáliz de vino, un mullido asiento—, pero estaba claro que Félix no se encontraba cómodo. Baldwin revoloteaba como una mosca en una habitación caldeada y su ansiedad era contagiosa. Era un hombre de apariencia y proporciones totalmente ordinarias, no había en él signos externos —como un aspecto sereno o un semblante que reflejara sabiduría— que revelaran su posición sagrada. De no ser por el armiño que engalanaba su hábito y por el recargado crucifijo de abad, cualquiera lo habría tomado por un comerciante o un mercader de pueblo.
—He rezado para conseguir respuestas pero no he logrado ninguna —gimió Baldwin—. ¿No puedes arrojar algo de luz sobre esta oscura materia?
—No puedo, padre —respondió Félix con su fuerte acento bretón.
—Entonces tendremos que hacer una reunión del consejo.
Hacía muchos años que el Consejo de la Orden de los Nombres no se reunía. Félix intentó recordar la última vez... creía que había sido casi veinte años atrás, cuando hubo que tomar decisiones respecto a la última gran expansión de la Biblioteca. Entonces era un hombre joven, un erudito encuadernador de libros que había ido a Vectis a causa de su famoso scriptorium. Su inteligencia, sus aptitudes y su honradez decidieron a Baldwin, que en aquellos días era prior, a reclutarlo para la orden.
Baldwin ofició la hora nona en el interior de la catedral; el apacible canto de su congregación llenaba el santuario. Siguió de memoria el orden prescrito para el servicio y dejó vagar sus pensamientos por las criptas durante los monótonos cantos. La nona comenzaba con el Deus in Adjutorium, seguido del canto nono, los salmos 125, 126 y 127, un versículo, el Señor ten piedad, el Pater, el Oratio, y concluía con la decimoséptima plegaria de san Benito. Cuando todo acabó, fue el primero en salir del santuario, y oyó que los pasos de los miembros de la orden le siguieron hasta la casa capitular, un edificio poligonal con tejado a dos aguas.
Sentados a la mesa estaban: Félix; el hermano Bartholomew, el viejo monje de larga barba gris que regentaba el scriptorium; el hermano Gabriel, un astrónomo de lengua afilada; el hermano Edward, el cirujano que dirigía la enfermería; el hermano Thomas, el gordo y adormilado guardián de las bodegas y las despensas; y la hermana Sabeline, la madre superiora, una mujer orgullosa de mediana edad con sangre aristócrata en las venas.
—¿Quién puede decirme cómo es la situación actual en la Biblioteca? —preguntó Baldwin, refiriéndose a los monjes que trabajaban allí.
Todos la habían visitado recientemente, movidos por la curiosidad y la preocupación, pero nadie sabía más que Bartholomew, que pasaba gran parte de su vida bajo tierra e incluso empezaba a parecerse físicamente a un topo. Tenía un rostro anguloso, la luz le provocaba aversión, y enfatizaba su discurso moviendo sus flacos brazos con pequeños y rápidos gestos.
—Algo los está perturbando —comenzó—. Llevo muchos años observándolos. —Suspiró—. Muchos, y esto es lo más cerca que los he visto de la emoción.
—Estoy de acuerdo con nuestro hermano —intervino Gabriel—. No son las típicas muestras de emotividad que podría experimentar cualquiera de nosotros (alegría, enfado, cansancio, hambre), sino una sensación turbadora de que algo no funciona bien.
—¿Qué hacen ahora que no hacían antes? —preguntó Baldwin, pensativo.
Félix se inclinó hacia delante.
—Yo diría que su motivación ha disminuido.
—¡Sí! —convino Bartholomew.
—Todos estos años nos hemos maravillado ante su infalible laboriosidad —continuó Félix—. Su capacidad de trabajo no tiene límites. Trabajan hasta que se desploman y cuando se despiertan tras un breve respiro, lo hacen rejuvenecidos y vuelven a empezar. Sus pausas para comer, beber y acudir a la llamada de la naturaleza son fugaces. Pero ahora...
—¡Ahora se están volviendo perezosos como yo! —dijo riéndose a carcajadas el hermano Thomas.
—No creo que sea pereza —intervino el cirujano. El hermano Edward se toqueteaba de manera obsesiva su fina y larga barba—.Yo diría que están apáticos. El ritmo de su trabajo es más lento, más mesurado, sus manos se mueven despacio, sus períodos de sueño son más largos. Se entretienen con la comida.
—Sí, es apatía —convino Bartholomew—. Hacen lo de siempre pero con cierta apatía; tienes razón.
—¿Algo más? —preguntó Baldwin.
La hermana Sabeline se alzó un poco el velo con un dedo.
—La semana pasada, uno de ellos no estuvo a la altura de las circunstancias.
—¡Increíble! —exclamó Thomas.
—¿Ha vuelto a suceder? —preguntó Gabriel.
Ella negó con la cabeza.
—No se ha presentado la ocasión. No obstante, mañana llevaré a una chica muy guapa que se llama Elizabeth. Informaré de los resultados.
—Hágalo —dijo el abad— Y manténganme informado sobre esa... apatía.
Bartholomew bajaba con cuidado la empinada escalera de caracol que llevaba desde el pequeño edificio con forma de capilla hasta las criptas. Dispuestas a cierta distancia a lo largo de la escalera había antorchas que iluminaban lo suficiente para la mayoría, pero a Bartholomew los ojos empezaban a fallarle después de una vida leyendo manuscritos a la luz de las velas. Deslizaba su sandalia derecha hasta sentir el borde del peldaño antes de dejar que su pie izquierdo cayera sobre el siguiente. La curva de la escalera era tan pronunciada, y dio tantas vueltas sobre sí mismo, que cuando llegó al final estaba mareado. Cada vez que bajaba allí se maravillaba de las habilidades para la construcción y la ingeniería de sus predecesores, de que en el siglo XI hubieran escarbado la tierra hasta semejante profundidad.
Abrió la enorme puerta con la pesada llave de hierro que guardaba en su cinturón. Como era pequeño y ligero, tuvo que hacer fuerza con todo el cuerpo. La puerta giró sobre sus goznes y Bartholomew accedió a la Sala de los Escribas.
Aunque había entrado en la sala miles de veces desde que se iniciara en la Orden de los Nombres, cuando era un joven y alegre estudiante en la abadía, el asombro y la maravilla que le causaba verla siempre le hacían detenerse.
Ahora Bartholomew observaba a un conjunto de hombres y muchachos de piel pálida y pelo naranja, cada uno de ellos pluma en mano, mojando y escribiendo, mojando y escribiendo, produciendo un rasguido tal que parecía que cientos de ratas estuvieran tratando de desgarrar los barriles del grano. Algunos de ellos eran viejos, otros jóvenes, pero todos se parecían increíblemente. Cada una de las caras era tan inexpresiva como la siguiente; sus ojos verdes penetraban las hojas de pergamino blanco.
Los escribas se hallaban de cara a la entrada de la caverna, sentados hombro con hombro a las largas mesas. La cámara tenía un techo abovedado que estaba enyesado y encalado. La cúpula había sido diseñada por el arquitecto del siglo XI, el hermano Bertram, para que reflejara la luz de las velas y aumentara así su luminosidad, y cada pocas décadas encalaban de nuevo el yeso para tapar el hollín.
Había más de diez escribas en cada una de las quince mesas que llegaban hasta el final de la cámara. La mayoría de las mesas estaban llenas, pero había huecos aquí y allá. La razón de los huecos era evidente: en el borde de la cámara había catres, algunos de los cuales estaban ocupados por personas durmiendo.
Bartholomew caminó entre las filas; de vez en cuando se detenía para mirar por encima de un hombro. Todo parecía en orden. La puerta principal, que llevaba al hueco de la escalera, se abrió. Entraron hermanos jóvenes con los cacharros de la comida.
Bartholomew abrió otra pesada puerta al final de la cámara. Encendió una antorcha con una vela que siempre estaba junto a la puerta y entró en la primera de dos habitaciones interconectadas y a oscuras; cada una de ellas hacía que la Sala de los Escribas pareciera pequeña.
La Biblioteca era una construcción magnífica, bóvedas frías y secas tan vastas que a la luz de la antorcha parecían no tener fin. Pasó por el estrecho pasillo central de la primera cripta y respiró el intenso olor terrenal de las cubiertas de cuero. Le gustaba hacer una revisión periódica para comprobar que no había roedores hurgando ni insectos anidando que penetraran su fortaleza de piedra, y habría inspeccionado escrupulosamente toda la Biblioteca de no haber oído un alboroto detrás de él.
Uno de los hermanos jóvenes, un monje que respondía al nombre de Alfonso, estaba llamando a sus compañeros.
Bartholomew volvió corriendo a la sala y lo vio arrodillado detrás de la cuarta mesa junto a dos de sus compañeros. Se había derramado un cuenco con caldo en el suelo y a Bartholomew le faltó poco para resbalar.
—¿Qué ha pasado? —gritó el viejo a Alfonso.
A ninguno de los escribas parecía afectarle aquel jaleo. Siguieron ocupados como si nada hubiera pasado. Pero en las rodillas de Alfonso había un charco de sangre, y del ojo de uno de los de cabeza anaranjada chorreaba un arroyo carmesí: tenía clavada una pluma en el ojo izquierdo, hasta la masa cerebral.
—¡Por Jesucristo Nuestro Salvador! —exclamó Bartholomew al verlo—. ¿Quién ha hecho esto?
—¡Nadie! —gritó Alfonso. El joven español temblaba como un perro mojado y muerto de frío—. Se lo ha hecho él mismo, yo lo he visto. Estaba sirviendo el caldo. ¡Se lo hizo él mismo!
La Orden de los Nombres volvió a reunirse aquel día. Nadie había visto ni oído hablar de nada parecido, y no existía una historia oral. Ciertamente, los escribas nacían y morían, pero lo hacían de viejos. En ese sentido eran como cualquier mortal, con la salvedad de que jamás registraban sus nacimientos ni sus muertes. Pero esta muerte era completamente diferente. El escriba era joven y no daba signos de estar enfermo. El hermano Edward, el cirujano, lo había confirmado. Bartholomew había examinado la última entrada en la última de las páginas escritas por aquel hombre y no había nada destacable. Era simplemente un nombre más escrito en caracteres chinos, según le había parecido a Bartholomew.
Estaba claro que se trataba de un suicidio, una abominación inexplicable en cualquier hombre. Discutieron largo y tendido durante buena parte de la noche sobre las acciones que deberían tomar, pero no había respuestas claras. Gabriel se preguntaba si deberían sacar el cadáver al nivel superior para quemarlo, pero no hubo consenso. Jamás habían hecho eso con un escriba, y se resistían a romper las viejas tradiciones. Al final Baldwin decidió que lo llevarían al enjambre de criptas que había bajo tierra, a lo largo de la Sala de los Escribas. Generaciones de escribas descansaban en paz en las catacumbas, y esa alma descarriada seguiría el mismo destino que los otros.
Cuando Félix volvió a la cámara subterránea con hermanos jóvenes y fuertes para que ayudaran en el entierro, se percató de que los escribas trabajaban a un ritmo aún más lento y desganado que antes, y que dormidos en los catres había muchos más escribas que lo habitual.
Era casi como si estuvieran velando.
Los caballos se revolvieron y relincharon cuando Luke entró en los establos. Estaba oscuro, hacía frío y le asustaba su propia audacia de haber ido hasta allí.
—¿Hola? —dijo en un susurro—. ¿Hay alguien?
—Estoy aquí, Luke, al fondo —le contestó una vocecilla.
Aprovechó la luz de la luna que se colaba por la puerta abierta para encontrarla. Elizabeth estaba en la cuadra de una gran yegua zaina, acurrucada junto a su panza para calentarse.
—Gracias por venir —dijo—.Tengo miedo. —Ya no lloraba. Hacía demasiado frío para eso.
—Estás helada.
—¿Sí?
Sacó una mano para que él se la tocara. Él lo hizo con cierto temor, pero cuando sintió su muñeca de alabastro la rodeó con su mano y ya no la soltó.
—Sí. Lo estás.
—¿Me das un beso, Luke?
—¡No puedo!
—Por favor.
—¿Por qué me torturas? Sabes que no puedo. ¡He hecho los votos! Además, he venido para que me hables de tu problema. Hablaste de criptas. —La soltó y se apartó de ella.
—No te enfades conmigo, por favor. Mañana me llevarán a las criptas.
—¿Con qué intención?
—Quieren que yazca con un hombre, y yo nunca he hecho eso. —Lloró—. Otras chicas han sufrido ya ese destino. Las he conocido. Dan a luz y les quitan el niño cuando aún están amamantándolo. A algunas las usan como paridora una y otra vez, hasta que pierden la cabeza. ¡Por favor, no dejes que a mí me pase eso!
—¡Eso no puede ser verdad! —exclamó Luke—. ¡Esta es la casa de Dios!
—Sí es verdad. En Vectis hay secretos. ¿No has oído las historias que se cuentan?
—He oído muchas cosas, pero no he visto nada con mis propios ojos. Yo creo en lo que veo.
—Pero crees en Dios —dijo ella—.Y a Él no lo has visto.
—¡Eso es diferente! —protestó—.A Él no necesito verlo. Siento su presencia.
La desesperación de Elizabeth crecía. Se obligó a calmarse, alargó el brazo y le cogió una mano.
—Luke, por favor, échate conmigo en la paja.
Le llevó la mano hasta sus pechos y la apretó. Luke sintió sus firmes carnes a través del manto y la sangre le subió a las orejas. Deseó cerrar la palma de la mano alrededor de aquella dulce esfera y le faltó poco para hacerlo. Pero entonces recobró sus sentidos y reculó, golpeándose con uno de los lados de la caballeriza.
Ella tenía la mirada encendida.
—¡Por favor, Luke, no te vayas! Si te acuestas conmigo, no me llevarán a las criptas. No les serviré.
—¿Y qué será entonces de mí? —murmuró él—. ¡Me echarán! No lo haré. ¡Soy un hombre de Dios! ¡Por favor, debo irme!
Mientras huía de los establos oyó los suaves sollozos de Elizabeth mezclados de manera discordante con los quejidos de los importunados caballos.
Las pesadas nubes de tormenta yacían tan bajas sobre la isla que la transición de la oscuridad al alba fue muy tenue. Luke yació despierto e inquieto toda la noche. En los laudes le fue prácticamente imposible concentrarse en los cantos y salmos, y en el breve intervalo antes de que tuviera que volver a la catedral para el primer oficio hizo sus tareas a la carrera.
Pero llegó un momento en que ya no pudo más. Se acercó a su superior, el hermano Martin, apretándose el estómago, y le pidió permiso para desatender los rezos y acudir a la enfermería.
Con el permiso concedido, se puso la capucha y eligió el camino más largo hacia los edificios prohibidos. Escogió un gran arce que había en una loma cercana, lo suficientemente cerca para observar y lo suficientemente lejos para permanecer oculto. Desde ese punto aventajado montó guardia en la niebla.
Oyó las campanas que anunciaban la hora prima.
Nadie llegó ni salió de aquel edificio con forma de capilla.
Oyó las campanas que señalaban el final del oficio.
Todo estaba en silencio. Se preguntaba cuánto tiempo pasaría sin que lo vieran y qué consecuencias tendría aquel subterfugio. Aceptaría su castigo, pero tenía la esperanza de que Dios tendría un poco de amor y comprensión para su lamentable debilidad humana.
Sentía la áspera corteza del árbol en su mejilla. Se quedó dormido, consumido por la fatiga, pero se despertó de golpe cuando se raspó la piel de la cara contra la irregular superficie del tronco.
La vio avanzar camino abajo, conducida por la hermana Sabeline como si la arrastraran con una cuerda. Incluso desde aquella distancia podía ver que estaba llorando.
Al menos esa parte de la historia que le había contado era cierta.
Las dos mujeres desaparecieron tras la puerta principal de la capilla.
Se le aceleró el pulso. Cerró los puños y los golpeó levemente contra el tronco. Rezó para ver la luz. Pero no hizo nada.
Cuando Elizabeth entró en la capilla y comenzó su descenso al subterráneo creyó que estaba soñando. Años después, al mirar atrás, su mente no retendría los detalles de aquello que estaba a punto de ver, y ya de anciana a menudo se sentaría sola junto al fuego e intentaría decidir si algo de aquello había sido real.
La capilla en sí misma era un espacio vacío con el suelo de piedra azul. Había muros de piedra bajos, pero la mayor parte de la estructura era de madera y tenía un tejado muy inclinado. La única decoración interior era un crucifijo de madera, bañado en pan de oro, colgado en la pared sobre una puerta de roble que había al final de la sala.
La hermana Sabeline tiró de Elizabeth para que atravesara esa puerta y la guió escalera abajo hacia las profundidades de la tierra.
En el umbral de la Sala de los Escribas, Elizabeth entornó los ojos y paseó la mirada por el interior de la oscura caverna; intentaba entender lo que estaba viendo. Miró a Sabeline con los ojos como platos, pero solo obtuvo una fría reprimenda como respuesta.
—La boca cerrada, niña.
Ninguno de los escribas parecía darse cuenta de su presencia mientras Sabeline la arrastraba por delante de ellos, uno por uno, fila tras fila, hasta que uno de los hombres alzó su anaranjada cabeza de la hoja y miró a la muchacha. Tendría dieciocho o diecinueve años. Elizabeth vio que tres largos dedos de su mano derecha estaban manchados de tinta negra. Creyó oír un grave gruñido salido de su enclenque pecho.
Sabeline apartó de un tirón a la horrorizada muchacha. Cuando llegó al final de la fila, tiró de ella hacia un corredor abovedado que se adentraba en la oscuridad. Elizabeth pensó que aquello seguramente era la puerta del Infierno. Miró atrás y vio que el joven que había gruñido se levantaba.
Aquello era la entrada a las catacumbas. Si la primera habitación olía a miseria, la segunda olía a muerte. Elizabeth tosió y el hedor le produjo arcadas. Apilados como si fueran leños en los huecos de los muros había esqueletos amarillos con restos de carne adherida. Sabeline llevaba una vela, y allí donde llegaba la luz, Elizabeth veía calaveras con las mandíbulas separadas. Rezaba por perder el conocimiento, pero lamentablemente conservó todos los sentidos.
No estaban solas. Había alguien junto a ella. Giró sobre sus talones y vio el mudo e inexpresivo rostro y los ojos verdes del joven; estaba bloqueando el paso. Sabeline se retiró y rozó con la manga los huesos de las piernas de un cadáver; los secos huesos repiquetearon. La hermana sostuvo la vela en alto y se quedó observando a corta distancia.
Elizabeth jadeaba como un animal. Podría haber huido hacia las profundidades de las catacumbas, pero tenía demasiado miedo. El hombre del pelo color naranja estaba a escasos centímetros de ella, con los brazos colgándole a los lados. Pasaron segundos. Sabeline, decepcionada, gritó:
—¡He traído a esta chica para ti!
No ocurrió nada.
El tiempo pasaba.
—¡Tócala! —ordenó la monja.
Elizabeth se preparó mentalmente para que la tocara aquello que parecía un esqueleto vivo y cerró los ojos. Sintió una mano en el hombro, pero lo extraño fue que no le pareció repulsiva sino tranquilizadora. Oyó chillar a la hermana Sabeline:
—¿Qué haces tú aquí? Pero ¿qué haces?
Abrió los ojos y como por arte de magia la cara que tenía ante sí era la de Luke. El joven pálido y pelirrojo estaba en el suelo, intentando levantarse del sitio al que Luke le había empujado con violencia.
—¡Hermano Luke, déjenos solos! —gritó Sabeline—. ¡Ha violado un lugar sagrado!
—No me iré sin esta muchacha —dijo Luke, desafiante—. ¿Cómo puede ser esto sagrado? Todo cuanto veo es maldad.
—¡No lo entiende! —rugió la monja.
Oyeron un tumulto repentino en la sala.
Fuertes golpes.
Crujidos.
Bandazos. Destrozos.
El chico pelirrojo se giró y se encaminó hacia el ruido.
—¿Qué está pasando? —preguntó Luke.
Sabeline no contestó. Cogió la vela y corrió hacia la sala, dejándolos solos en la oscuridad total.
—¿Te han hecho daño? —preguntó Luke con ternura.
Su mano seguía en su hombro, y ella se dio cuenta de que no la había apartado.
—Has venido a por mí —susurró.
Se abrieron camino desde la oscuridad hacia la luz, hacia la sala.
Ya no era la Sala de los Escribas. Era la Sala de la Muerte.
El único ser viviente era Sabeline, cuyos zapatos estaban empapados de sangre. Caminaba sin rumbo entre un mar de cuerpos que cubrían las mesas, los catres, el suelo, una masa exangüe y agitada por espasmos involuntarios. Sabeline parecía ida.
—Dios mío, Dios mío, Dios mío, Dios mío —musitaba una y otra vez con la cadencia de un cántico.
El suelo, las mesas y las sillas de la cámara se fueron tiñendo poco a poco con la sangre de aquellos ciento cincuenta hombres y muchachos pelirrojos; tenían una pluma clavada en un ojo.
Luke llevó a Elizabeth de la mano a través de aquella carnicería. Tuvo el aplomo necesario para echar un vistazo a los pergaminos que había sobre las mesas de los escribas, algunos de los cuales eran puros charcos de sangre. ¿Qué clase de curiosidad o instinto de supervivencia le empujó a llevarse una de las hojas en su huida? Eso sería algo que se preguntaría durante muchos años.
Subieron a la carrera la precaria escalera, atravesaron la capilla y después, fuera, la niebla y la lluvia. Siguieron corriendo hasta que estuvieron a poco más de un kilómetro de la puerta de la abadía. Solo entonces se detuvieron para dar un respiro a sus abrasados pulmones y escuchar las campanas de la catedral, que repicaban en señal de alarma.