Marilyn Monroe había estado allí, y Liz Taylor, Fred Astaire, Jack Nicholson, Nicole Kidman, Brad Pitt, Johnny Depp y otros más que había olvidado porque no estaba prestando demasiada atención a lo que decía el botones, que podía ver en su cara que quería estar solo y que se fuera cuanto antes sin hacerle la visita guiada de costumbre.
Al botones le pareció que aquel hombre estaba confuso y bastante inquieto. Su único equipaje era un maletín. Pero allí llegaban todos los días toda clase de drogatas ricos y de excéntricos; además, aquel tipo medio tartamudo había sacado un billete de cien de un fajo y se lo había dado como propina, así que para él todo era perfecto.
Mark se despertó desorientado tras un profundo sueño, pero a pesar de los fuegos artificiales que tenía en la cabeza volvió a la realidad rápidamente y cerró los ojos de nuevo con desazón. Era consciente de varios sonidos: el silencioso ronroneo del aire acondicionado, el piar de un pájaro tras la ventana y el roce de su pelo entre las sábanas de algodón y su oreja. Sintió la ráfaga de aire que enviaba el ventilador del techo. Tenía la boca sequísima, como si no hubiera ni una sola molécula de humedad para lubricarle la lengua.
Era el tipo de suite que agasaja a sus huéspedes con botellas gigantes del mejor licor. Sobre el escritorio había una botella de vodka medio vacía, una medicina fuerte y eficaz para los problemas de memoria. Había bebido un vaso tras otro hasta que dejó de recordar. Al parecer se había quitado la ropa y había apagado las luces; algún reflejo de los más básicos debió de quedar intacto.
La luz que se filtraba a través de la puerta del salón transmitía algo de color a la decoración pastel. Diferentes tonos de albaricoque, malva y verde salvia. A Kerry le habría encantado, pensó hundiendo la cara en la almohada.
Había recorrido con el coche unas cuantas manzanas cuando decidió que estaba demasiado cansado para conducir. Se detuvo, aparcó en un tramo residencial y tranquilo de North Crescent, salió del coche y deambuló a la deriva sin ningún plan. Estaba demasiado aturdido para darse cuenta de que en Beverly Hills llamaba más la atención andando que conduciendo un BMW robado. Pasó un tiempo indeterminado. Se sorprendió mirando unas letras blancas en tres dimensiones que sobresalían de un letrero verde limón.
Hotel Beverly Hills.
Alzó la vista y vio un edificio que parecía una chuchería de color rosa tras un frondoso jardín. Y enfiló el camino de entrada, llegó hasta la recepción, preguntó qué habitaciones había libres, eligió la más cara, un bungalow con mucha historia, y pagó con un puñado de billetes.
Salió de la cama a trompicones; demasiado deshidratado para orinar, se bebió una botella de agua de un tirón y luego volvió a sentarse en la cama para pensar. Su cerebro informático estaba recalentado y pastoso. No estaba acostumbrado a que le costara resolver un problema mental. Aquel era un análisis de decisión arbóreo: cada acción tenía posibles resultados, cada resultado daría lugar a nuevas posibles acciones.
¿Por qué le resultaba tan difícil? «¡Concéntrate!»
Recorrió la horquilla de posibilidades entre escapar y ocultarse, vivir de lo que le quedaba en efectivo hasta que se quedara sin nada, darse por vencido y entregarse a Frazier inmediatamente. Hoy no era su día, ni tampoco mañana: no estaba en la lista, así que sabía que ni se lo iban a cargar ni se le iba a ir tanto la cabeza como para suicidarse. Pero eso no significaba que Frazier no cumpliera su amenaza de hacerle daño, y en el mejor de los casos se pasaría el resto de su vida encerrado en un agujero oscuro y solitario.
Se puso a llorar de nuevo. ¿Lloraba por Kerry o por haberla fastidiado de una manera tan miserable? ¿Por qué no se había contentado con las cosas tal como estaban antes? Se llevó las manos a sus palpitantes sienes y comenzó a mecerse. Su vida tampoco había sido tan mala, ¿no? ¿Qué le hacía creer que necesitaba dinero y fama? Ahí estaba él, en un templo de dinero y fama, el mejor bungalow del hotel Beverly Hills, y qué carajo importaba: no eran más que un par de habitaciones con varios electrodomésticos. Todas esas cosas ya las tenía. Mark Shackleton no era un mal tipo. Era un hombre con mesura. Había sido ese mamón de Peter Benedict, ese trepa codicioso, el que le había metido en problemas. «Es a él a quien tienen que castigar, no a mí», pensaba Mark, caminando pasito a pasito hacia la locura.
De repente encendió la televisión. En un intervalo de cinco minutos fue el protagonista de tres noticias.
Un francotirador había asesinado a un ejecutivo de una compañía de seguros en un campo de golf de Las Vegas.
Will Piper, el agente del FBI a cargo de la investigación del caso Juicio Final, seguía fugitivo de la justicia.
En las noticias locales, un agresor sin identificar que aún andaba suelto le había disparado un tiro en la cabeza a uno de los comensales de un restaurante de Wolfgang Puck a través de la ventana.
De nuevo se puso a gimotear ante la visión del cuerpo de Kerry, que apenas llenaba la bolsa del médico forense.
Era consciente de que no podía dejarse atrapar por Frazier. Ese hombre con ojos de muerte le aterraba. Siempre le habían dado miedo los vigilantes. Y eso era cuando no sabía que asesinaban a sangre fría sin que les temblara el pulso.
Entonces decidió que solo había una persona en el mundo que podía ayudarle.
Necesitaba encontrar una cabina de teléfonos.
Esa tarea casi acaba con él, porque en el Beverly Hills del siglo XXI no hay teléfonos públicos y él iba a pie. Seguramente el hotel tenía uno, pero necesitaba encontrar un lugar que no les condujera directamente hasta su puerta.
Caminó casi durante una hora, empapado en sudor, hasta que por fin encontró uno en una tienda de bocadillos de North Beverly. Era la hora entre el desayuno y el almuerzo, así que no había demasiada gente. Le dio la sensación de que los pocos clientes que había le observaban, pero solo eran imaginaciones suyas. Se escurrió desde la sosa entrada hasta donde estaban los servicios y la puerta trasera. En el hotel había pedido cambio para un billete de veinte, así que, armado con un bolsillo lleno de monedas, llamó al primer número. Le salió el buzón de voz. Colgó sin dejar mensaje.
Tras eso, el segundo. De nuevo el buzón de voz.
Finalmente el último número. Contuvo la respiración.
Al segundo tono contestó una mujer.
—¿Laura Piper? —preguntó Mark.
—Sí. ¿Quién es? —Su aprensión era notoria.
—Me llamo Mark Shackleton. Soy el hombre al que busca tu padre.
—¡Dios mío, el asesino!
—¡No! ¡Por favor, no soy un asesino! Tienes que decirle que yo no he matado a nadie.
Nancy llevaba a John Mueller a Brooklyn para una entrevista con uno de los directores de banco afectados por la última ola de robos en el distrito. Había una vigilancia apabullante e indicios testimoniales que señalaban que en los cinco robos estaban implicados dos hombres de Oriente Próximo, y el Grupo de Expertos en Terrorismo estaba encima de la División de Crímenes Mayores para ver si el caso tomaba una perspectiva terrorista.
A Nancy le molestaban esas elucubraciones, pero a su compañero no le incomodaban en absoluto.
—No hay que tomarse estos casos a la ligera —le dijo—. Aprende esta lección cuanto antes. Estamos ante una guerra global de terror y me parece de lo más apropiado tratar a estos criminales como terroristas hasta que se demuestre lo contrario.
—Solo son ladrones de banco que casualmente parecen musulmanes. Nada indica que tengan motivos ideológicos —insistió ella.
—Equivócate una vez y te mancharás las manos con la sangre de miles de americanos. Si yo hubiera estado en el caso Juicio Final, también habría ido tras la pista del terrorismo.
—No había ninguna conexión con el terrorismo, John.
—Eso tú no lo sabes. A no ser que me haya perdido algo, el caso no está cerrado. ¿O sí?
Nancy apretó los dientes.
—No, John, no está cerrado.
Aún no había sacado el tema y esa era su forma de hacerlo.
—De todos modos, ¿qué demonios está haciendo Will?
—Creo que piensa que está haciendo su trabajo.
—Siempre hay una forma de hacer las cosas bien y muchas de hacerlo mal, y Will siempre da con una de las equivocadas —dijo con soberbia—. Me alegro de estar aquí y de poder guiar de nuevo tu instrucción por el buen camino.
Cuando John no miraba, ella ponía los ojos en blanco. Estaba nerviosa, y él estaba consiguiendo que la cosa fuera a peor. El día había comenzado con la turbadora historia en las noticias del asesinato de Nelson Elder a manos de un francotirador, seguramente pura coincidencia, pero no tenía potestad para comprobarlo, estaba fuera del caso.
Tal vez Will había oído la noticia en la radio del coche o en la televisión del motel; en cualquier caso, no quería llamarle y arriesgarse a despertarle en una de sus pausas para descansar. Tendría que esperar a que la llamara él.
Justo cuando se disponía a entrar en la zona de aparcamiento de Flatbush sonó su teléfono de prepago. Se deshizo del cinturón de seguridad con rapidez, salió a trompicones del todo terreno y se fue lo suficientemente lejos del radio de escucha de Mueller.
—¡Will!
—Soy Laura. —Parecía inquieta.
—¡Laura! ¿Qué pasa?
—Acaba de llamarme Mark Shackleton. Quiere ver a papá.
Will estaba en plena ascensión, y le estaba sentando bien porque era una sensación diferente. Estaba hasta el gorro de luchar contra la hipnosis de la llanura, y la pendiente de la interestatal 40 a través de las montañas Sandia le levantaba el ánimo. En Plainfield, Indiana, había pasado seis horas en un motel, pero de eso hacía ya dieciocho horas. Si no se daba otro respiro, pronto se le caería la cabeza hacia delante y se estrellaría.
Cuando parase, llamaría a Nancy. Había oído lo del asesinato de Elder en la radio y quería comprobar si ella sabía algo. Eso le estaba volviendo loco, pero había un buen montón de cosas que lo perturbaban, entre ellas su forzosa abstinencia. Estaba nervioso, e intentaba animarse poniendo voces ridículas:
—A ver si va a resultar que tienes un problema con la bebida, Willy.
»Que te den, tío, el único problema que tengo es que todavía no he bebido.
»Ahí acaba mi alegato.
»Pues coge tu alegato y métetelo por el culo.
Y también le preocupaba lo que le había dicho a Nancy el día anterior, el asunto ese del amor. ¿Lo había dicho en serio? ¿Habían sido el cansancio y la soledad los que habían hablado? ¿Y Nancy? ¿Lo había dicho en serio? Ahora que se había decidido a destapar la palabra amor iba a tener que lidiar con ella.
Y tal vez más pronto que tarde. Su teléfono estaba sonando.
—Eh, me alegro de que me llames.
—¿Dónde estás?
—En el gran estado de Nuevo México. —Al otro lado se escuchaba el sonido del tráfico—. ¿Y tú, estás en la carretera?
—En Broadway. Tráfico de viernes. Tengo algo que decirte, Will.
—¿Es por lo de Nelson Elder, verdad? Lo oí en las noticias. Me está volviendo majareta.
—Ha llamado a Laura.
Will estaba confundido.
—¿Quién la ha llamado?
—Mark Shackleton.
La línea quedó muda.
—¿Will?
—¿Que ese hijo de puta ha llamado a mi hija? —Estaba furioso.
—Dijo que lo había intentado con tus otros números de teléfono y que la única forma de contactar era Laura. Quiere verte.
—Puede entregarse a las autoridades donde quiera.
—Tiene miedo. Dice que eres el único en quien puede confiar.
—Ya estoy a menos de mil kilómetros de Las Vegas. Puede confiar en que voy a cargármelo por haber llamado a Laura.
—No está en Las Vegas. Está en Los Ángeles.
—Cielos, quinientos kilómetros más. ¿Qué más ha dicho?
—Que no ha matado a nadie.
—Increíble. ¿Algo más?
—Que lo siente.
—¿Dónde puedo encontrarle?
—Quiere que vayas a una cafetería de Beverly Hills mañana a las diez. Tengo la dirección.
—¿Estará él allí?
—Eso dijo.
—Muy bien, si sigo yendo a este ritmo y duermo ocho horitas en alguna parte, tendré tiempo suficiente para tomarme un buen café con mi viejo amigo.
—Estoy preocupada por ti.
—Pararé a descansar. Me duele un poco el culo pero estoy bien. El coche de tu abuela no lo hicieron para correr ni para estar cómodo.
Oírla reír le puso contento.
—Escucha, Nancy, lo que te dije ayer...
—Esperemos a que todo esto acabe —le interrumpió ella—. Más vale que hablemos de eso cuando estemos juntos.
—Vale —aceptó él de inmediato—. Ten el móvil cargado. Eres mi salvavidas. Dame la dirección.
Frazier no había ido a su casa desde que empezó la crisis ni había dejado que sus hombres abandonaran el centro de operaciones. No parecía que el final estuviera próximo. La presión desde Washington era intensa y reinaba la frustración. Reprochó duramente a sus hombres que habían tenido a Shackleton en sus manos y que un mierda sin instrucción había conseguido escapar de las garras de algunos de los hombres con mejor entrenamiento táctico del país. Frazier se había quedado con el culo al aire y eso no le gustaba nada.
—Aquí lo que hace falta es un gimnasio —se quejó uno de sus hombres.
—Esto no es un balneario —le soltó Frazier.
—Una pera de boxeo nos iría bien. Podríamos colgarla en una esquina —añadió otro desde su terminal.
—¿Queréis darle puñetazos a algo? Venid aquí y probad conmigo —gruñó Frazier.
—Yo lo único que quiero es encontrar a ese capullo y marcharme a casa —dijo el primero que había hablado.
Frazier le corrigió.
—Son dos capullos: nuestro hombre y el mamón ese del FBI. Tenemos que coger a los dos.
Sonó la línea directa con el Pentágono y el que había propuesto lo de la pera de boxeo contestó al teléfono y se puso a tomar notas. Por su lenguaje corporal, Frazier adivinó que algo se estaba fraguando.
—Malcolm, tenemos algo. Las escuchas de la Agencia de Inteligencia de Defensa han captado una llamada a la hija del agente Piper.
—¿De quién? —preguntó Frazier.
—Shackleton.
—No me jodas...
—Están bajando las coordenadas de intersección. Las tendremos en un par de minutos. Shackleton quiere verse con Piper en una cafetería de Beverly Hills mañana por la mañana.
Frazier aplaudió y gritó:
—¡Dos pájaros de un puto tiro! Gracias, Señor. —Y comenzó a pensar—: ¿Alguna llamada saliente? ¿Cómo le ha pasado la información?
—No ha habido llamadas desde la línea de su casa ni del móvil desde que se hizo esa.
—Vale. Ella está en Georgetown, ¿verdad? Pues apuntad a todos los teléfonos públicos en un radio de tres kilómetros del lugar donde vive y comprobad las llamadas recientes a otras cabinas o a móviles de prepago. Y averiguad si tiene compañeros de piso o novio y conseguid los registros de llamadas. Quiero ver la cruz del punto de mira en la frente de Piper.
En Los Ángeles era ya media tarde y el calor empezaba a disiparse. Mark se quedó todo el día en su bungalow con el cartel de no molestar en la puerta. Ayunó, en un acto de desagravio hacia Kerry, pero al comenzar la tarde se sintió mareado y no le quedó más remedio que asaltar el surtido de aperitivos y galletas del bar. En cualquier caso —razonó—, lo que le había pasado estaba escrito, así que en realidad él no tenía la culpa, ¿o sí? Este pensamiento consiguió que se sintiera un poco mejor, así que se abrió una cerveza. Se bebió otras dos con una velocidad pasmosa y luego se pasó al vodka.
Su bungalow tenía un pequeño jardincito escondido tras aquellas paredes salmón con falsos arcos a la italiana. Se aventuró a salir con la botella, se sentó en una tumbona y la reclinó. En el aire reinaban los exóticos aromas de las flores tropicales. Dejó que le venciera el sueño, y cuando despertó el cielo estaba ya oscuro y empezaba a hacer frío. Tiritó en aquel aire nocturno y se sintió más solo que nunca.
En el desierto de Mojave la temperatura era de cuarenta y siete grados centígrados a primera hora de la mañana del sábado, así que cuando Will paró en el arcén y salió del coche para orinar, pensó que se convertiría en un caso de combustión espontánea. Rezó para que el viejo Taurus arrancara de nuevo y lo hizo. Conseguiría llegar a Beverly Hills con tiempo de sobra.
En el centro de operaciones de Área 51 Frazier veía la singladura electrónica de Will como un punto amarillo sobre un mapa de una vista tomada por satélite. La última señal de su teléfono móvil venía de una torre de Verizon, a unos ocho kilómetros de Needles, en la interestatal 40. A Frazier le gustaba limitar las variables operacionales y eliminar las sorpresas, así que la visión del ojo de halcón digital le resultaba reconfortante.
Llegar hasta el teléfono de prepago de Will fue una tarea de rastreo para principiantes. Un equipo de la Agencia de Inteligencia de Defensa de Washington (AID) estableció que el apartamento de Laura estaba alquilado por un hombre llamado Greg Davis. El viernes por la noche el teléfono de Greg Davis había recibido y hecho llamadas a un teléfono de prepago localizado en White Plains, Nueva York. Ese mismo teléfono solo había hecho y recibido llamadas de otro número desde el momento en que lo habían activado, un número que correspondía a otro teléfono de la misma compañía que estaba recorriendo Arizona en dirección oeste la noche del viernes.
Llegar hasta Nancy Lipinski, la compañera de Will en el FBI, que vivía en White Plains, fue un juego de niños. Los que hacían las escuchas de la AID pusieron ambos teléfonos bajo vigilancia y se lo dieron todo hecho a Frazier, envuelto y con un lacito, como un regalo de Navidad. Sus hombres irían a la cafetería Sal and Tony y disfrutarían de un buen desayuno mientras él se dedicaba a observar cómo el puntito amarillo de Will avanzaba hacia el oeste a ciento treinta kilómetros por hora y a contar las horas que quedaban para que terminara toda aquella tortura.
Will entró en Beverly Hills justo antes de que dieran las siete de la mañana y pasó con el coche por delante de la cafetería. El tráfico hacia North Beverly era inexistente. A esa hora toda la ciudad parecía un pueblecito somnoliento. Aparcó en una calle paralela, Canon Drive, puso la alarma de su teléfono a las nueve y media y se quedó dormido de inmediato.
Cuando apagó la alarma, la calle bullía de actividad y en el coche empezaba a hacer un calor agobiante. Su primer asunto en la lista era encontrar unos servicios públicos para las abluciones matinales. Una manzana más allá había una gasolinera. Cogió su bolsa de viaje, salió del coche y oyó un ruido, el golpe de su teléfono de prepago al chocar contra la acera. Maldijo su suerte, lo recogió y volvió a metérselo en el bolsillo de los pantalones.
En ese momento la señal de la pantalla de Will que monitorizaban en el centro de operaciones desapareció. Frazier se alarmó y despotricó hasta que se calmó.
—Todo irá bien —concluyó—. Lo tenemos donde queremos. En media hora todo esto será historia.
Sal and Tony era una cafetería muy frecuentada. Lugareños y turistas abarrotaban las mesas y los reservados. Olía a tortitas, café y sofrito, y cuando Will llegó unos minutos antes de la hora prevista el ruido de las conversaciones asaltó sus oídos.
La camarera de sala le saludó con voz grave de fumadora.
—¿Cómo va eso, querido? ¿Estás solo?
—He quedado con alguien. —Miró alrededor—. No creo que haya llegado todavía. —Se suponía que Shackleton estaría en la puerta de atrás, junto al teléfono público, a las diez.
—Seguro que no tarda. En un par de minutos tendréis una mesa lista.
—Tengo que ir a llamar por teléfono —dijo Will. —Ya te avisaré.
Will inspeccionó la sala desde la parte trasera del restaurante, saltó mentalmente de mesa en mesa e hizo una radiografía de los clientes. Un anciano con bastón junto a su mujer... gente del lugar. Cuatro jóvenes bien vestidos... representantes. Tres mujeres fofas y pálidas con viseras de Rodeo Drive... turistas. Seis mujeres coreanas... turistas. Un padre y su hijo de seis años... visita de divorciado. Una pareja de veinteañeros resacosos y con los vaqueros destrozados... lugareños. Dos hombres de mediana edad y una mujer con camisas Verizon... trabajadores.
Y luego estaban esos cuatro de la mesa del centro de la sala que hacían que las manos le sudaran. Cuatro hombres en la treintena cortados por el mismo patrón. Pulcros, con el pelo recién cortado y en forma (le bastaba verles el cuello para saber que hacían pesas). Ponían tanto empeño en parecer despreocupados, con sus camisas holgadas y sus pantalones color caqui, que sobreactuaban hasta cuando se pasaban la mantequilla. Uno de ellos tenía una sospechosa riñonera sobre la mesa.
Ninguno miró en su dirección, así que él hizo como que no les miraba. Movió los pies y se puso a esperar junto al teléfono, manteniéndolos en su campo visual. Chicos de agencia; no sabía de cuál. Todo le decía que abortara el plan, que saliera por la puerta de atrás y siguiera su camino. Pero entonces, ¿qué? Tenía que encontrar a Shackleton, y esa era la única manera. Tendría que lidiar con los forzudos. Cada vez que respiraba, sentía el peso de la pistola contra las costillas.
Una chispa de electricidad recorrió el cuerpo de Frazier cuando Will Piper volvió a aparecer en su monitor. Uno de sus hombres llevaba un aparato de seguimiento en la riñonera, y en el monitor aparecía apoyado en una pared junto a un teléfono público.
—Muy bien, DeCorso, esto pinta bien —dijo Frazier al micrófono de su intercomunicador—. Le tengo. —Apretó la mandíbula. Quería ver al segundo objetivo en la pantalla, quería dar la señal de ataque y observar cómo sus hombres los derribaban y los empaquetaban para un envío urgente.
Will estudió sus opciones. Imitó lo mejor que pudo un paseo casual y entró en el baño de caballeros para echar un vistazo. No había ventanas. Se echó un poco de agua fría en la cara y se secó. Todavía faltaban varios minutos para las diez. Salió del baño y se dirigió hacia la puerta trasera. Quería ver si alguno de ellos hacía un movimiento y, más importante, explorar los alrededores. Había un callejón entre Beverly y Canon que comunicaba los edificios de ambas calles. Vio las puertas traseras de una librería, un autoservicio, un salón de belleza, una zapatería y un banco, todo ello a tiro de piedra. A su izquierda el callejón se abría hasta el aparcamiento de uno de los edificios comerciales de Canon Drive. Había vías peatonales que podían llevarle en dirección norte, sur, este u oeste. Se sintió un poco menos atrapado y volvió adentro.
—¡Ahí estás! —gritó la camarera desde la entrada—.Tu mesa está lista.
La mesa para dos estaba cerca de la ventana, pero se veía el teléfono perfectamente. Eran las diez en punto. Los hombres de la mesa del medio habían pedido más café.
Al auricular de DeCorso, el jefe del grupo —rapado, espesas cejas negras y brazos gruesos e hirsutos—, llegaban las protestas de Frazier: «Ya es la hora. ¿Dónde coño está Shackleton?».
Desde su monitor, Frazier vio que Will se servía café de una jarra y lo removía tras echarle la leche.
Pasaron cinco minutos.
Will estaba hambriento, así que pidió de comer. Diez minutos.
Devoró los huevos con beicon. Los hombres que estaban en la mesa del medio se hacían los remolones.
A las diez y diez ya empezaba a pensar que Shackleton estaba jugando con él. Las tres tazas de café se cobraban su peaje; se levantó para usar el baño de caballeros. Dentro solo estaba el anciano del bastón, que se movía como un caracol. Cuando Will terminó con lo suyo, salió y se fijó en el tablón de anuncios que había junto al teléfono público. Era un batiburrillo de tarjetas comerciales, anuncios de apartamentos en alquiler y gatos perdidos. Había visto el tablón antes pero no le había prestado atención.
¡La tenía delante de la cara!
Una cartulina de diez por quince, el tamaño de una postal.
Un ataúd dibujado a mano, el ataúd del Juicio Final, y las palabras: «Hotel Bev. Hills, Bung. 7».
Will tragó saliva y actuó por puro impulso.
Arrancó la postal del tablón y salió disparado por la puerta de atrás hacia el callejón.
Frazier reaccionó antes que los hombres que había en el local.
—¡Se larga! ¡Maldita sea, se larga!
Los cuatro hombres saltaron de sus asientos y fueron tras él, pero el viejo anciano salía en ese momento del servicio y les bloqueó el camino. Fue imposible ver las imágenes de vídeo ya que la cámara que había en la bolsa se zarandeaba arriba y abajo, pero Frazier vio alguna imagen del viejo y gritó:
—¡No os retraséis! ¡Se os escapa!
DeCorso levantó al hombre con un abrazo de oso y volvió a depositarlo en el servicio de caballeros mientras sus compañeros se precipitaban hacia la puerta. Cuando llegaron al callejón, estaba desierto. DeCorso envió a dos hombres hacia la izquierda y a otros dos hacia la derecha.
Lo buscaron frenéticamente. Registraron el callejón, recorrieron las tiendas y los edificios de las calles Beverly y Canon, miraron bajo los coches aparcados. Los gritos de Frazier en los auriculares de DeCorso eran tales que el hombre le rogó:
—Por favor, Malcolm, mantén la calma. No puedo seguir el operativo con tanto grito.
Will estaba dentro del lavabo del salón de belleza Via Véneto, en la puerta contigua a la cafetería. Se quedó allí quieto diez minutos, subido al váter, con la pistola en la mano. Alguien entró poco después de que él llegara pero se fue de allí sin usar las instalaciones. Soltó el aire de sus pulmones y aguantó en aquella incómoda postura.
No podía quedarse allí todo el día y alguien necesitaría usar el baño en algún momento, así que salió y se coló como si nada en el salón, donde había media docena de guapas peluqueras haciendo su trabajo y charlando con las clientas. Parecía una peluquería solo para mujeres, así que él estaba allí totalmente fuera de lugar.
—¡Hola! —dijo una de las peluqueras, sorprendida. Llevaba el pelo rubio muy corto y una minifalda minúscula y ceñida sobre unas mallas color frambuesa—. No te había visto.
—¿Trabajáis sin cita previa?
—Normalmente no —dijo la chica; le gustaba su aspecto y se preguntó si no sería alguien famoso—. ¿Te conozco de algo?
—Todavía no, pero lo harás si me cortas el pelo —bromeó—. ¿Admitís a hombres?
Ella ya estaba colada por él.
—Te lo haré yo —dijo con entusiasmo—. Acaban de cancelarme una cita.
—No quiero sentarme cerca de la ventana y quiero que te tomes tu tiempo. No tengo ninguna prisa.
—Cuántas exigencias, ¿no? —Se rió—. ¡Yo me ocupo de ti, don Marimandón! Siéntate ahí mientras yo voy a por una taza de café o de té.
Una hora más tarde Will tenía cuatro cosas: un buen corte de pelo, la manicura, el número de teléfono de la chica y su libertad. Pidió un taxi y, cuando lo vio aparecer en Canon Drive, dio una buena propina a la chica, saltó al asiento trasero y se agachó. En cuanto el coche arrancó, presintió que había sido una huida limpia. Hizo trizas el papelito con el número de teléfono y dejó que sus fragmentos revolotearan por la ventanilla. Le contaría a Nancy lo que acababa de hacer, prueba certificada de su compromiso.
La puerta del bungalow 7 era color albaricoque. Will llamó al timbre. Había un cartel de no molestar en el picaporte y un periódico del sábado que acababa de llegar. Se metió la Glock bajo el cinto, para tenerla a mano, y acarició su recia empuñadura.
La mirilla se oscureció por un segundo; luego el picaporte se movió.
La puerta se abrió y los dos hombres se miraron.
—Hola, Will. Encontraste mi mensaje.
A Will le sorprendió mucho lo descuidado y viejo que se le veía. Estaba prácticamente irreconocible. Mark se retiró un poco y lo dejó pasar. La puerta se cerró sola, dejándoles en la semioscuridad de la habitación con las cortinas echadas.
—Hola, Mark.
Mark vio la culata de la pistola.
—No vas a necesitar la pistola.
—¿No?
Mark se hundió en el sillón que había junto a la chimenea, no tenía fuerzas para quedarse en pie. Will se dirigió hacia el sofá. También estaba cansado.
—La cafetería estaba vigilada.
A Mark casi se le salen los ojos de las órbitas.
—No te habrán seguido, ¿verdad?
—Creo que estamos a salvo. Por ahora.
—Seguramente localizaron la llamada que hice a tu hija. Sabía que te cabrearías y lo siento, pero no me quedaba más remedio.
—¿Quiénes son?
—La gente para la que trabajo.
—Primero contéstame a esto: ¿qué habría pasado si no hubiera visto la tarjeta?
Mark se encogió de hombros.
—Cuando estás en este negocio confías en el destino.
—¿Y cuál es ese negocio, Mark? Vamos, Mark, ¿en qué negocio estás metido?
—En el de la Biblioteca.
Frazier estaba desesperado. Todo el operativo se había ido al infierno y no podía pensar en nada más que hacer salvo gritar hecho una furia. Cuando tenía ya la garganta demasiado desgarrada para continuar, les ordenó a sus hombres con la voz ronca que permanecieran en sus posiciones y siguieran con esa aparentemente fútil búsqueda hasta que se les dijera lo contrario. Si él hubiera estado allí, eso no habría pasado, se lamentaba. Pensaba que sus hombres eran profesionales. DeCorso era un buen agente, pero estaba claro que como jefe de operativos había fallado, ¿y a quién culparían? Se dejó los cascos pegados al cráneo y comenzó a caminar lentamente por los pasillos vacíos de Área 51, murmurando:
—El fracaso no es una opción, joder.
Luego subió con el ascensor para sentir en su cuerpo el calor del sol.
Mark se mostraba tan reacio a confesar como dispuesto a hacerlo; tan lloroso como, al instante siguiente, fanfarrón, arrogante, incluso irritado por preguntas que consideraba repetitivas o infantiles. Will conservaba su tono uniforme y profesional, aunque a veces le costaba Dios y ayuda mantener la compostura ante lo que estaba escuchando.
Will arrancó con una simple pregunta:
—¿Mandaste las postales del Juicio Final?
—Sí.
—Pero no mataste a las víctimas.
—No he salido de Nevada. No soy un asesino. Sé por qué pensabas que había un asesino. Eso es lo que yo quería que pensarais tú y todos los demás.
—Entonces, ¿cómo murió toda esta gente?
—Asesinatos, accidentes, suicidios, causas naturales... las mismas cosas que matan a cualquier grupo indeterminado de personas.
—¿Me estás diciendo que no había un asesino?
—Eso es lo que te estoy diciendo. Esa es la verdad.
—¿No contrataste ni indujiste a nadie a cometer esos asesinatos?
—¡No! Algunos fueron asesinatos, seguro, pero tú en el fondo sabes que no todos lo fueron, ¿verdad?
—Algunos son problemáticos —admitió Will. Pensó en Milos Covic y en su salto por la ventana, en Marco Napolitano y en la aguja en el brazo, en Clive Robertson y su desplome. Will entrecerró los ojos—. Si lo que me estás diciendo es verdad, ¿cómo demonios sabías tú que esas personas iban a morir?
La sonrisa enigmática de Mark le puso de los nervios. Había entrevistado a muchos psicóticos y esa cara de «yo sé algo que tú no sabes» estaba sacada directamente del libro blanco de la esquizofrenia. Pero sabía que Mark no estaba loco.
—Área 51.
—¿Qué pasa con Área 51? ¿Qué tiene eso de relevante?
—Yo trabajo allí.
Will empezaba a enfadarse.
—Sí, muy bien, creo que hasta ahí llego. ¡Suéltalo ya! Me has dicho que estabas en el negocio de las bibliotecas.
—En Área 51 hay una biblioteca.
Estaba obligándole a usar el sacacorchos, pregunta tras pregunta.
—Háblame de esa biblioteca.
—La construyó Harry Truman a finales de los cuarenta. Tras la Segunda Guerra Mundial los británicos encontraron un complejo cerca de un monasterio de la isla de Wight, la abadía de Vectis. En él había cientos de miles de libros.
—¿Qué clase de libros?
—Libros que se remontaban a la Edad Media. Contenían nombres, Will, millones de nombres... más de doscientos cincuenta mil millones de nombres.
—¿Nombres de quiénes?
—De todos los que han pisado la tierra.
Will agitó la cabeza. Intentaba caminar sobre las aguas pero sentía que se hundía.
—Lo siento, no te sigo.
—Desde el principio de los tiempos, ha habido menos de cien mil millones de personas que han vivido en este planeta. En estos libros se comenzó un listado de todos los nacimientos y las muertes a partir del siglo VIII. Son la crónica de más de mil doscientos años de vidas y muertes humanas sobre la tierra.
—¿Cómo? —Will estaba cabreado. ¿Al final iba a resultar que ese tío estaba chalado?
—La ira es la reacción más común. A la mayoría de la gente le da rabia que le cuenten lo de la Biblioteca porque pone en tela de juicio todo lo que creemos saber. Lo cierto, Will, es que nadie tiene ni idea del cómo ni el porqué. Habrían sido necesarios cientos de monjes, si es que eso es lo que eran, escribiendo sin parar durante más de quinientos años, para registrar todos esos nombres, uno por cada nacimiento, uno por cada muerte. Están listados por fechas, las primeras en el calendario juliano y las posteriores en el calendario gregoriano. Cada nombre está escrito en su lengua nativa con una simple anotación en latín: nacimiento o muerte. Eso es todo lo que hay. Ni un comentario, ni una explicación. ¿Cómo lo hicieron? Los que son religiosos dicen que estaban en contacto con Dios. Tal vez fueran videntes y podían predecir el futuro. Tal vez vinieran del espacio exterior. ¡Créeme, nadie tiene ni idea! Lo único que sabemos es que fue una tarea monumental. Piénsalo: los números han ido a más a lo largo de los siglos; en el día de hoy, 1 de agosto de 2009, nacerán trescientas cincuenta mil personas y morirán ciento cincuenta mil. Cada nombre está escrito con pluma y tinta. Y les siguen los nombres de mañana y los de pasado mañana y los del día después de pasado mañana. ¡Durante mil doscientos años! Debían de ser como máquinas.
—Sabes perfectamente que no puedo creer nada de esto —dijo Will con tranquilidad.
—Si me das un día, puedo demostrártelo. Puedo sacarte una lista de toda la gente que morirá mañana en Los Ángeles. O en Nueva York, o en Miami. Donde quieras.
—No tengo un día. —Will se levantó y comenzó a andar arriba y abajo enérgicamente—. Ni siquiera entiendo cómo es que te estoy dando el día de hoy. —Soltó unos cuantos tacos con rabia y le exigió—: Conéctate y mira en el News Herald de Panamá City, en Florida. Busca en las necrológicas de hoy a ver si las tienes en tu maldita lista.
—Y el periódico local que hay en la puerta ¿no sería más fácil?
—¿Y si ya lo has mirado?
—¿Piensas que he preparado todo esto?
—Podría ser.
Mark parecía preocupado.
—No puedo conectarme.
—¡Vale, o sea que es una chorrada! —gritó Will—. Sabía que era una chorrada.
—Si conecto mi ordenador a la red nos localizarán en un par de minutos. No pienso hacerlo.
Will, frustrado, echó un vistazo a la habitación y vio un teclado en el mueble de la televisión.
—¿Qué es eso? —preguntó.
Mark sonrió.
—La conexión a internet del hotel. No había caído.
—Entonces, ¿qué, puedes hacerlo?
—Soy científico informático. Supongo que encontraré la manera.
—Creía que habías dicho que eras bibliotecario.
Mark no le hizo caso. Un minuto después ya tenía la página web del periódico en la pantalla de la televisión.
—El periódico de tu pueblo, ¿verdad?
—Ya sabes que sí.
Mark sacó su portátil y lo puso en funcionamiento.
Mientras estaba metiendo la contraseña, Will cayó en la cuenta de que en todo aquello había algo contradictorio.
—¡Un momento! Has dicho que esos libros solo contienen nombres y fechas. Pero luego dijiste que podías clasificarlos por ciudades. ¿Cómo?
—Ese es gran parte del trabajo que realizamos en Área 51. Sin su concordancia geográfica esos datos no valen nada. Tenemos acceso virtual a todas las bases analógicas y digitales del mundo: partidas de nacimiento, registros de llamadas, balances bancarios, registros civiles, de la propiedad, seguridad social, servicios públicos, impuestos, seguros, lo que quieras. Hay seis mil millones y medio de personas en el mundo. Tenemos algún tipo de identificador del domicilio, aunque tan solo sea el país o la provincia, del noventa y cuatro por ciento de ellas. Prácticamente del ciento por ciento en Norteamérica y Europa. —Alzó la vista—. Esto lo tengo encriptado. Ya sabes, hay que introducir una contraseña, que no voy a darte. Necesito tener la seguridad de que me vas a proteger.
—¿De quién?
—De los mismos que van tras de ti. Les llamamos los vigilantes. La seguridad de Área 51. Vale, ya estoy dentro. Toma el teclado.
—Vete al dormitorio —le dijo Will—. No quiero que veas las fechas.
—No te fías de mi.
—Eso es, no me fío.
Will se tiró varios minutos gritando nombres de personas recién fallecidas en Panamá City. Mezclaba los nombres de los archivos con los de gente que había muerto el día anterior. Para su sorpresa, Mark le devolvía la fecha correcta de cada muerte. Finalmente, Will le pidió que volviera a entrar.
—¡Vamos, hombre! Esto es como un salón de actos de Las Vegas y tú eres uno de esos mentalistas. ¿Cómo lo haces?
—Te he dicho la verdad. Si piensas que te estoy tomando el pelo, tendrás que esperar hasta mañana. Te daré los nombres de diez personas de Los Ángeles que van a morir hoy. Y tú mañana comprueba las necrológicas.
Mark procedió entonces al dictado de diez nombres, fechas y domicilios. Will los anotó en un cuadernillo del hotel y se metió de mala gana la hoja en el bolsillo. Pero inmediatamente después se la sacó y dijo:
—¡No pienso esperar hasta mañana!
Rebuscó el teléfono en los pantalones y vio que no funcionaba... la batería se había soltado cuando el teléfono se le cayó en la acera. La recolocó y el teléfono volvió a la vida. Mark le observaba divertido mientras llamaba a información para conseguir los números de teléfono.
Will soltaba un taco en voz alta cada vez que saltaba el contestador o no le cogían la llamada. En el número siete de la lista contestó alguien.
—Hola, soy Larry Jackson. Tengo una llamada perdida de Ora LeCeille Dunn —dijo Will. Escuchaba y caminaba por la habitación—. Sí, me llamó la semana pasada. Nos conocemos de hace tiempo. —Seguía escuchando pero ahora se desplomó sobre el sofá—. Lo siento. ¿Cuándo dice que ocurrió? ¿Esta mañana? ¿Así, de improviso? Siento mucho escuchar esta noticia. Le acompaño en el sentimiento.
Mark, pletórico, abrió los brazos.
—¿Me crees ahora?
En los cascos de Frazier volvía a haber ruido.
—Malcolm, el teléfono de Piper ha dado señales de vida. Está en alguna parte del 9600 de Sunset.
Frazier regresó corriendo al centro de operaciones haciendo una ascensión vertical en su montaña rusa particular.
Will se levantó y examinó el bar. Quedaba un quinto de Johnnie Walker etiqueta negra. Lo abrió y se puso lo justo en un vaso de whisky.
—¿Quieres uno?
—Es muy temprano.
—No me digas. —Se tragó el chupito y dejó que hiciera su trabajo en su organismo—. ¿Cuánta gente sabe esto?
—No lo sé con exactitud. Supongo que unas mil personas entre Nevada y Washington.
—¿Quién lo lleva? ¿Quién está al mando?
—Es una operación de la Marina. Supongo que el presidente y algunos miembros de su gabinete tienen que saberlo, alguna gente del Pentágono y de Defensa, pero la persona de mayor rango de la que estoy seguro que lo sabe es el secretario de la Marina porque su nombre está en los memorandos.
—¿Por qué la Marina? —preguntó Will, perplejo.
—No lo sé. Así se estableció desde el principio.
—¿Esto ha permanecido oculto durante sesenta años? Los del gobierno no son tan buenos.
—Asesinan a los que se van de la lengua —dijo Mark amargamente.
—¿Con qué objetivo? ¿Qué hacen ellos con los datos?
—Investigación. Planificación. Localización de recursos. La CÍA y los militares lo han usado como herramienta desde principios de los cincuenta. Está ahí, y no pueden permitirse no sacarle provecho. Podemos predecir acontecimientos, aunque no se puedan alterar los resultados, las muertes. Si puedes predecir los grandes acontecimientos, puedes planificarlos, preparar los presupuestos, dictar la política, tal vez suavizar sus efectos. Área 51 predijo la guerra de Corea, las purgas chinas de Mao, la guerra de Vietnam, Pol Pot en Camboya, las guerras del Golfo, las hambrunas de África. Podemos localizar grandes accidentes aéreos, desastres naturales como las inundaciones y los maremotos. Sabíamos lo del 11 de septiembre.
Will estaba anonadado.
—¿Y no podíamos hacer nada?
—Como he dicho, los resultados no se pueden cambiar. No sabíamos cómo iban a ocurrir los ataques ni quién era responsable, aunque teníamos alguna idea más o menos acertada. Creo que por eso fuimos tan rápidos en pasar al ataque contra Irak. La partida estaba decidida desde el principio.
—Dios santo.
—Tenemos superordenadores que están analizando datos las veinticuatro horas del día, buscando patrones que se repitan a escala mundial. —Se inclinó sobre él y bajó la voz—. Puedo decirte con seguridad que el 9 de febrero de 2013 morirán doscientas mil personas en China, pero no puedo decirte por qué. Ahora mismo hay gente trabajando en eso. En 2025, el 25 de marzo para ser exactos, morirán más de un millón de personas en India y Pakistán. Esto significa un cambio de paradigma, pero queda demasiado lejos para que alguien se ocupe de ello.
—¿Por qué en Nevada?
—Las fuerzas aéreas llevaron la Biblioteca hasta allí después de volar con ella de Inglaterra a Washington. Construyeron una cámara acorazada resistente a ataques nucleares bajo el desierto. Se tardaron veinte años en transcribir todo el material posterior a 1947 y digitalizarlo. Antes de que estuvieran informatizados, esos libros eran un tesoro. Ahora más que nada tienen un valor testimonial. Verla es increíble, pero la verdadera Biblioteca ya no tiene mucho sentido. En cuanto a por qué Nevada, porque era un sitio remoto y fácil de proteger. Truman echó una cortina de humo sobre ella al inventarse la historia del ovni de Roswell y dejar que la gente creyera que Área 51 se había construido para la investigación de ovnis. No podían ocultar la existencia del laboratorio a causa de toda la gente que trabajaba allí, pero encubrieron su propósito. Hay un montón de tontainas que todavía se creen esa chorrada de los ovnis.
Will estaba a punto de servirse otro whisky pero se percató de que le estaba haciendo más efecto del que quería. Ponerse como una cuba no era la mejor opción en ese momento.
—¿Y tú qué haces allí? —preguntó.
—Seguridad de las bases de datos. Tenemos los servidores más seguros del mundo. Un sistema a prueba de piratas y de filtraciones, o al menos así era antes.
—Has violado tu propio sistema.
—Soy el único que podía hacerlo —fanfarroneó.
—¿Cómo?
—Fue de lo más simple. Me metí un almacenador de memoria por el trasero. Se la clavé a esos mamones de los vigilantes. La existencia de la Biblioteca no puede hacerse pública. ¿Te imaginas lo que sería del mundo? Todo el mundo se quedaría paralizado si supieran el día que van a morir... o su esposa, o sus padres, o sus hijos, o sus amigos. Nuestros analistas piensan que la sociedad, tal como hoy la conocemos, se vería alterada para siempre. Segmentos enteros de la población podrían mandarlo todo a tomar por saco y decir: «¿Para qué?». Los criminales podrían cometer más crímenes si supieran que no los iban a matar. Cabe prever escenarios bastante horribles Y lo curioso es que no son más que nacimientos y muertes. No hay nada en los datos que indique cómo la gente vive sus vidas, nada acerca de su calidad. Todo eso son extrapolaciones.
Will alzó el tono de voz.
—¿Y entonces por qué lo hiciste? ¿Por qué enviaste las postales?
Mark había visto venir la pregunta. Will se daba cuenta. Su labio inferior temblaba como el de un niño a punto de ser reprendido.
—Yo quería... —Se vino abajo, lloró y se atragantó.
—Querías ¿qué?
—Quería que mi vida mejorara. Quería ser alguien... diferente. —De nuevo volvió a deshacerse en lágrimas. Resultaba patético, pero Will controló su ira.
—Continúa, te escucho.
Mark cogió un pañuelo y se sonó.
—No quería ser un zángano encerrado en el laboratorio toda mi vida. Veo a los ricos en los casinos y me pregunto: «¿Por qué ellos? Yo soy un millón de veces más inteligente que ellos. ¿Por qué no yo?». Pero nunca sonó la flauta. Ninguna de las compañías para las que trabajé tras dejar MIT explotó. Ningún Microsoft, ningún Google. Conseguí sacar algunos pavos con acciones de bolsa, pero todo el tema de las puntocom pasó. Y luego la fastidié al decidir trabajar para el gobierno. En cuanto el atractivo de Área 51 queda al desnudo, no es más que un trabajo de informático mal pagado en un bunker subterráneo. Intenté vender mis guiones, ya te dije que soy escritor, y me los rechazaron. Así que decidí que podía dar un cambio a mi vida con solo filtrar un poco de información.
—Entonces, ¿lo haces por dinero? ¿Es eso?
Mark asintió.
—No el dinero por el dinero —aclaró—, sino por el cambio que va unido a él.
—¿Y cómo ibas a sacar dinero del Juicio Final?
La cara circunspecta de Mark se volvió una sonrisa triunfal.
—¡Ya lo he hecho! ¡Un montón de dinero!
—Ilumíname, Mark, no soy tan vivo como tú.
Mark no cogió el chiste, se lo tomó como un cumplido y se enzarzó en una explicación lenta y paciente al principio y luego con presión ascendente.
—De acuerdo, ahí va cómo lo concebí. Y tengo que decir que salió exactamente tal como lo había planeado. Necesitaba una demostración de los servicios que podía ofrecer. Necesitaba credibilidad. Necesitaba el poder de llamar la atención de la gente. La manera de conseguirlo es implicar a los medios, ¿verdad? ¿Y qué podía satisfacer todos estos criterios? ¡El Juicio Final! Por cierto, el nombre me pareció estupendo. Quería que el mundo pensara que había un asesino en serie que avisaba a sus víctimas. Así que saqué de la base de datos un grupo de nueve personas de Nueva York, al azar. Vale, ya veo lo que dicen tus ojos, y tal vez sea un delito a cierta escala, pero es obvio que yo no maté a nadie. Pero una vez que el caso estuvo fuera de los medios de comunicación, pude captar inmediatamente la atención del hombre al que necesitaba llegar: Nelson Elder. —La cara de Will lo dejó perplejo—. ¿Qué? ¿Lo conoces?
Will sacudía la cabeza, no daba crédito a lo que estaba escuchando.
—Sí, lo conozco. He oído que ha muerto.
—Le asesinaron. —Y añadió en un susurro—: Y a Kerry.
—Perdona, ¿a quién?
—¡A mi novia! —Mark lloró y después volvió a bajar la voz—. Ella no sabía nada. No tenían por qué hacerlo. Y lo peor es que yo podía haber mirado si estaban en la lista antes de que pasara. Para cuando pensé en ello...
A Will se le apagó la bombilla de la cabeza, una reacción algo lenta.
—¡Dios santo! ¡Nelson Elder, seguros de vida!— Mark asintió.
—Lo conocí en un casino. Era un buen tipo. Después me enteré de que su compañía tenía problemas. ¿Y qué mejor forma de ayudar a una compañía de seguros de vida que decirles cuándo va a morir la gente? Esa fue mi gran idea. Elder lo pilló al momento.
—¿Cuánto?
—¿Dinero?
—Sí, dinero.
—Cinco millones de dólares.
—¿Dejaste escapar las joyas de la Corona por cinco míseros millones?
—¡No! Todo era muy discreto. Él me daba los nombres y yo le daba las fechas. Eso era todo. Era un buen trato para todos. Yo me quedé con la base de datos. Soy el único que la tiene.
—¿Enterita?
—Solo la de Estados Unidos. Desert Life solo tiene negocios en Estados Unidos. La base de datos al completo era demasiado grande para robarla.
Will estaba nadando en un estofado de sobrecarga informativa y emociones violentas.
—Hay algo más en todo esto... otra vuelta de tuerca, ¿verdad?
Mark permaneció en silencio, jugueteando nervioso con sus manos.
—¿Querías pegármela, no es cierto? Elegiste Nueva York para tu pantomima porque esa es mi zona. Querías que tragara mierda. ¿Verdad?
Mark agachó la cabeza como un niño arrepentido.
—Siempre te he tenido celos —susurró—. Cuando compartimos habitación en la universidad; en el instituto no conocí a nadie como tú. Todo lo que hacías te salía genial. Todo lo que hacía yo... —Su voz se fue perdiendo hasta apagarse—. Cuando te vi el año pasado se reabrieron viejas heridas.
—Solo fuimos compañeros de habitación durante el primer año de la carrera, Mark. Nueve meses juntos cuando éramos unos críos. Éramos unas personas muy diferentes.
Mark lo admitió con desamparo, conteniendo sus emociones.
—Yo esperaba que tú quisieras volver a compartir habitación después del primer año. Y tú les ayudaste. Les ayudaste a que me ataran con cinta a la cama.
A Will se le puso el vello de punta. El tipo era patético. Nada en sus acciones ni en sus intenciones era noble. Todo era una cuestión de conmiseración y desprecio hacia sí mismo, y de impulsos infantiles envueltos en un exceso de coeficiente de inteligencia. De acuerdo, él siempre se había sentido culpable, ¡pero había sido una broma universitaria inocente, por el amor de Dios! El hombre que se había escondido en esa habitación de hotel era repugnante y peligroso, y Will tenía que reprimir las ganas de tumbarlo de un puñetazo en su enclenque y afilada mandíbula.
Esa criatura penosa le había contado su vida de una sentada. Will no quería tener nada que ver con eso. Lo único que quería era retirarse y que lo dejaran tranquilo. Pero estaba claro que una vez que tenías conocimiento de la Biblioteca tu vida no volvía a ser la misma. Necesitaba pensar, pero primero necesitaba sobrevivir.
—Dime una cosa, Mark, ¿has visto si estoy en la lista? —dijo, enfrentándose a él—. ¿Acabarán conmigo hoy? —Mientras esperaba la respuesta, pensó: «Y si es hoy, ¿qué coño importa? De todos modos, ¿qué razones tengo para vivir? Lo único que haré es joderle la vida a Nancy como se la he jodido a todos los demás. ¡Desembucha!».
—No. Ni yo tampoco. Somos FDR.
—¿Qué significa eso?
—Fuera del registro. A partir de 2027 ya no hay más libros. Área 51 tiene una esperanza de vida de ochenta años.
—¿Y por qué no hay más?
—No lo sabemos. Al parecer hubo un incendio en el monasterio. ¿Desastre natural? ¿Causa política? ¿Religiosa? No hay manera de saberlo. Simplemente es un hecho.
—Así que viviré hasta después de 2027 —dijo Will melancólicamente.
—Y yo también —le recordó Mark—. ¿Puedo hacerte una pregunta?
—Di.
—¿Averiguaste que era yo? ¿Por eso te buscan?
—Sí. Te tenía cogido por los huevos.
—¿Y cómo? —Will vio que se moría por saberlo—. Estoy seguro de que no dejé ninguna pista.
—Encontré tu guión en el registro de la AEA. En la primera versión había unos cuantos nombres de personajes sin interés. En la segunda versión, unos cuantos nombres muy interesantes. Necesitabas contárselo a alguien, ¿eh? Aunque fuera como una broma privada.
Mark estaba atónito.
—¿Cómo se te ocurrió?
—El tipo de letra de las postales. Hoy en día esa fuente no la usa mucha gente, salvo los que escriben guiones de cine.
—No tenía ni idea —soltó Mark.
—¿De qué?
—De que eras tan listo.
En cuanto Frazier se sentó frente a su ordenador, se obligó a entrar en un estado de optimismo. Tenían la señal del teléfono de Will de nuevo en la pantalla, sus hombres estaban en las proximidades y se recordó a sí mismo que ninguno de los miembros del operativo moriría ese día, como tampoco lo harían Shackleton ni Piper. La conclusión inevitable era que la operación se llevaría a cabo sin sobresaltos y que conseguirían apresar a los dos hombres para su interrogatorio. Lo que les pasara después no dependía de él. Ambos eran FDR, así que suponía que de un modo u otro los dejarían fuera de circulación. Eso a él le importaba poco.
DeCorso puso en peligro su optimismo.
—Malcolm, esta es la situación —escuchó por los cascos—. Esto es un hotel, el Beverly Hills. Tiene varios cientos de habitaciones en cincuenta mil metros cuadrados. La señal que nos llega está a unos doscientos setenta y cinco metros. No contamos con los efectivos necesarios para acorralarlo y registrar el hotel.
—Hostia puta —dijo Frazier—. ¿No se puede aumentar la potencia de la señal de alguna forma?
Uno de los técnicos del centro de operaciones le contestó sin levantar la vista de la pantalla.
—Llama a su teléfono. Si contesta, podremos triangular la señal hasta quince metros.
La boca de Frazier se convirtió en la sonrisa del gato de Cheshire.
—Eres un puto crack. Te voy a invitar a una caja de cervezas. —Cogió un teléfono y presionó el botón para llamadas al exterior.
El teléfono de prepago de Will sonó. Pensó en Nancy. Quería oír su voz, así que no prestó atención a la información que aparecía en pantalla: fuera de señal.
—¿Diga?
No hubo respuesta.
—¿Nancy?
Nada.
Colgó.
—¿Quién era? —preguntó Mark.
—Esto no me gusta —contestó Will. Miró su teléfono, hizo una mueca y lo apagó—. Creo que hay que irse. Coge tus cosas.
Mark parecía asustado.
—¿Adónde vamos?
—Todavía no lo sé. A algún lugar fuera de Los Ángeles. Saben que estoy aquí, así que también saben que tú estás aquí. Cogeremos un taxi hasta mi coche y seguiremos con él. A un par de tipos listos como nosotros se les tiene que ocurrir algo.
Mark se agachó para guardar el portátil. Will se puso delante de él.
—¿Qué? —dijo Mark, alarmado.
—Yo llevaré tu maletín.
—¿Por qué?
Will puso cara de más vale fuerza que maña.
—Porque quiero. Que no te lo tenga que repetir. Y dame la contraseña.
—¡No! Me dejarás tirado.
—No voy a dejarte tirado.
—¿Y cómo puedo estar seguro?
Aquel tipo enclenque parecía tener tanto miedo y ser tan vulnerable que a Will le dio pena por primera vez.
—Porque te doy mi palabra de honor. Mira, si los dos tenemos la clave, hay más posibilidades de que pueda usarla como palanca en caso de que nos separemos. Es el movimiento adecuado.
—Pitágoras.
—¿Mande?
—El matemático griego, Pitágoras.
—¿Se supone que eso tiene algún significado?— Antes de que Mark pudiera contestar, Will escuchó un crujido procedente del patio y desenfundó su pistola.
La puerta principal y la del patio se abrieron al mismo tiempo.
De repente la habitación se llenó de gente.
Para el que participa en él, un tiroteo cuerpo a cuerpo parece no acabar nunca, pero para un observador externo como Frazier, que recibía una señal con el sonido, todo había terminado en menos de diez segundos.
DeCorso vio el arma de Will y empezó a disparar. La primera tanda pasó zumbando junto a su oreja.
Will se zambulló en la alfombra naranja, devolvió los disparos desde una posición baja y le alcanzó en el pecho y el abdomen —grandes masas corporales— apretando el gatillo todo lo rápido que podía. En acción solo había disparado su arma una vez antes, en un área de servicio de Florida con muy mala pinta, en su segundo año como ayudante del sheriff. Aquel día cayeron dos hombres. Fue más fácil que acertar a las ardillas.
DeCorso fue el primero en caer; hubo un momento de desconcierto entre sus hombres. Las pistolas de los vigilantes llevaban silenciador, así que cuando las balas penetraron en la madera, los muebles y la carne, no hicieron pum sino zas. Por el contrario, la pistola de Will tronaba cada vez que apretaba el gatillo, y Frazier hizo una mueca de dolor por cada una de ellas, dieciocho petardazos en total, hasta que la habitación se quedó en silencio.
Una humareda azul abrasadora y el acre olor de la pólvora llenaban la habitación. Will oía una vocecita que gritaba histérica en unos auriculares que había en el suelo, separados del hombre que los había llevado.
Por todos lados, el color de la sangre desentonaba con los tonos pastel de la suite. En el suelo había cuatro intrusos, dos gimiendo y dos en silencio. Will se puso de rodillas y luego, tambaleándose, consiguió ponerse en pie; parecía que tuviera las piernas de goma. No sentía dolor, pero había oído que la adrenalina puede enmascarar temporalmente una herida muy grave. Miró a ver si tenía sangre, pero estaba limpio. Después vio los pies de Mark detrás del sofá y se arrastró para ayudarle a levantarse.
«Dios santo —pensó al verlo—. Dios santo.» En la cabeza tenía un agujero, del tamaño del tapón de una botella de vino, que desbordaba sangre y masa cerebral, y él estaba balbuceando y le salían secreciones por la boca.
¿Y era un FDR?
Will pensó en ese pobre hijo de puta viviendo en ese estado durante como mínimo dieciocho años y se encogió de hombros, luego cogió el maletín de Mark y salió por la puerta como una flecha.