30 de julio de 2009, Los Ángeles

Desde la habitación se veía Rodeo Drive. Mark estaba de pie junto a la ventana, enfundado en un albornoz del hotel, observando con pesar a través de las cortinas entreabiertas los coches de lujo que llegaban hasta Rodeo desde Wilshire. El sol aún no estaba lo bastante alto para que desapareciese la bruma matinal, pero daba la impresión de que sería un día perfecto. Aquella suite en la planta catorce del hotel Berverly Wilshire costaba dos mil quinientos dólares la noche, que había pagado al contado para hacérselo un poco más difícil a los vigilantes. Pero ¿a quién quería engañar? Buscó el teléfono de Kerry en su bolso. Se lo había apagado durante el viaje, mientras ella conducía, y seguía apagado. Seguramente ya la tenían en su radar, pero estaba intentando ganar tiempo. Un tiempo precioso.

Habían llegado tarde, tras un largo trayecto a través del desierto durante el cual ninguno de los dos habló mucho. No había tiempo para planear las cosas, pero quería que todo saliera a la perfección. Su mente retrocedió a cuando tenía siete años: se había levantado antes que sus padres y les preparó el desayuno por primera vez en su vida; distribuyó los cereales, cortó plátanos en rodajas, hizo equilibrios con una bandeja llena de cuencos, cubiertos y vasitos con zumo de naranja y, orgulloso de sí mismo, se lo sirvió en la cama. Aquel día había querido que todo fuera perfecto, y una vez que todo salió bien estuvo semanas queriendo oír sus elogios. Si se mantenía alerta, tal vez ese día también saliera todo bien.

Al llegar tomaron chuletas y champán. Para el desayuno habían pedido más champán, tortitas y fresas. En una hora se reunirían con un agente inmobiliario en el vestíbulo y pasarían la tarde a la caza de una vivienda. Mark quería que ella fuera feliz.

—Kerry...

Ella se removió bajo las sábanas y él la llamó otra vez, un poquito más alto.

—Hola —dijo ella contra la almohada.

—El desayuno está de camino, con mimosas.

—¿No acabamos de comer?

—Hace un siglo ya de eso. ¿No quieres levantarte?

—Vale. ¿Les has dicho ya que no irás a trabajar?

—Ya lo saben.

—Mark...

—¿Sí?

—Anoche te comportaste de una manera un tanto extraña.

—Lo sé.

—¿Te comportarás normal hoy?

—Sí.

—¿De verdad vamos a comprarnos la casa hoy?

—Si ves una que te guste, sí.

Kerry se incorporó sobre los codos; una sonrisa le iluminaba la cara.

—Bueno, mi día ha empezado bastante bien. Acércate, quiero que el tuyo también empiece bien.

Will había conducido durante toda la noche y ahora estaba atravesando la llanura de Ohio, corriendo hacia el amanecer y esperando poder pasarla sin sobresaltos, evitando las trampas de velocidad y a la policía del estado. Sabía que tendría que parar a dormir. Elegiría bien los sitios —moteles de mala muerte junto a la autopista—, pagaría en metálico, descansaría cuatro horas aquí, otras seis allí, nunca más de eso. Quería llegar a Las Vegas el viernes por la noche y estropearle el fin de semana a aquel hijo de puta.

No recordaba cuándo había sido la última vez que había pasado toda una noche en acción, especialmente una noche sin alcohol, y no le sentaba nada bien. Tenía ganas de beber, de dormir y de hacer algo que apaciguara su indignación y su rabia. Agarraba el volante tan fuerte que le daban calambres en las manos. Le dolía el tobillo derecho porque aquel viejo Taurus no tenía control de velocidad automático. Tenía los ojos secos y enrojecidos. Le dolía la vejiga debido al último café largo que se había tomado. Lo único que le ofrecía algo de consuelo era aquella rosa roja de los Lipinski, saludable y carnosa, que había puesto en un botellín de agua en el reposavasos.

Malcolm Frazier salió del centro de operaciones en mitad de la noche para darse un paseo y despejarse. Pensó que la última noticia que tenían era increíble. Acojonantemente increíble. Y esa abominación había ocurrido bajo su vigilancia. Si sobrevivía a esto —si sobrevivían a esto—, estaría testificando en las vistas a puerta cerrada del Pentágono hasta que tuviera cien años.

El estado de crisis había empezado en el momento en que Shackleton apagó su teléfono móvil y perdieron a la presa. Todo un equipo se había presentado en el Venetian, pero él se había ido, había dejado su Corvette en el garaje y la cuenta sin pagar.

Lo que siguió fue una hora de lo más oscura, hasta que fueron capaces de darle la vuelta al asunto. Había estado allí con una mujer, una morena atractiva; según el conserje, era como una de las muchas mujeres de compañía que rondaban el hotel. Accedieron a las llamadas realizadas desde el móvil de Shackleton y encontraron una decena dirigidas a una tal Kerry Hightower, la cual encajaba con la descripción de esa mujer.

El móvil de Hightower estuvo enviando señales desde las torres de telefonía de la carretera interestatal número 15 en dirección oeste, hasta que expiraron a unos veinticinco kilómetros de Barstow. Todo apuntaba a que Los Ángeles era el destino más probable. Pasaron la descripción del coche de Kerry y su número de matrícula a las patrullas de la autopista de California y a las comisarías locales; más tarde, tras una investigación posterior a la acción, se enteraron de que el Toyota de Kerry había estado en el taller todo ese tiempo y que conducía uno de alquiler.

Rebecca Rosenberg estaba comiéndose una barrita de chocolate (la tercera desde la medianoche) cuando de repente traspasó el encriptado de Shackleton y casi se ahogó con un pegote de caramelo. Salió deprisa de su laboratorio, corrió torpemente por el pasillo hasta el centro de operaciones e irrumpió entre los vigilantes con su pelo afrosesentero (en versión chica blanca) botando sobre sus hombros.

—¡Ha estado pasando información del Departamento de Defensa a una compañía! —jadeó.

Frazier estaba ya en su ordenador. Se giró hacia ella; parecía a punto de vomitar. Ya no podía pasar nada peor.

—¿Estás segura de esa mierda que has dicho?

—Al cien por cien.

—¿Qué clase de compañía?

Sí, aún podía ser peor.

—Seguros de vida.

Los pasillos del Laboratorio de Investigación Principal estaban vacíos, lo cual amplificaba el efecto del eco. Para aliviar la tensión, Malcolm Frazier tosió y jugó con el rebote acústico. Aunque no le estuviera escuchando nadie, gritar o cantar al estilo tirolés no le habría parecido digno. Durante el día, como jefe de Operaciones de Seguridad de la NTS-51, recorría los subterráneos con un deambular chulesco que intimidaba a propios y extraños. Le gustaba que le tuvieran miedo, y no lamentaba que sus vigilantes fueran universalmente odiados. Eso significaba que hacían bien su trabajo. ¿Cómo mantener el orden si la gente no tenía miedo? La tentación de explotar aquella baza era demasiado grande para esos técnicos cretinos. Le parecían despreciables, y siempre sentía un arrebato de superioridad cuando los veía por el escáner, gordos y sebosos, o delgados y débiles, jamás en forma y con una buena musculatura como los de su equipo. Shackleton, lo recordaba perfectamente, era delgado y débil, podría partirlo como partiría un tablón de madera podrida.

Se metió en el ascensor especial y lo activó con su llave de acceso. El descenso era muy suave, apenas perceptible; cuando salió, estaba solo en la Cripta. Cualquier movimiento pondría en marcha un monitor vigilado por uno de sus hombres, pero él tenía permiso para estar allí, conocía los códigos de entrada y era una de las pocas personas autorizadas a atravesar aquellas pesadas puertas de acero.

La Cripta tenía un poder visceral. Frazier sintió que la espalda se le tensaba como si le hubieran metido una barra de hierro por la columna. Se le hinchó el pecho y se le aguzaron los sentidos; su percepción de la profundidad —incluso con aquella tenue luz azul y fría— era tan fina que casi veía en tres dimensiones. Algunos hombres se sentían minúsculos ante la vastedad de aquel lugar, pero a él la Cripta le hacía sentirse enorme y poderoso. Y esa noche, en medio del mayor fallo del sistema de seguridad en la historia de Área 51, necesitaba estar allí.

Se internó en aquella fría y deshumidificada atmósfera: un par de metros, cuatro, diez, veinte, treinta. No tenía previsto recorrerla de punta a punta, no tenía tanto tiempo. Solo se adentró lo necesario para sentir en toda su magnitud su techo abovedado y sus dimensiones de estadio. Un dedo de su mano derecha acarició una de las cubiertas. El contacto con los libros no estaba permitido, pero tampoco es que estuviera sacándolo del estante... era solo una reafirmación.

El cuero era frío y suave, del color del ante moteado. En el lomo llevaba grabado el año: 1863. Había hileras enteras dedicadas a 1863. La guerra civil. Y sabría Dios lo que había pasado en el resto del mundo. El no era historiador.

En un lado de la Cripta había una estrecha escalera que llevaba hasta una pasarela desde la que se podía ver el panorama al completo. Fue allí y subió a lo más alto. Había miles de estanterías de metal gris que se perdían en la distancia, cerca de setecientos mil gruesos libros de cuero, unos doscientos cuarenta mil millones de nombres inscritos. Estaba convencido de que la única manera de entender lo que significaban esos números era estar donde él estaba e interiorizarlos con tus propios ojos. Hacía tiempo que toda esa información había sido almacenada en discos, y si eras uno de esos técnicos cretinos es probable que te impresionaran todos esos terabits de datos, o alguna chorrada como esa, pero nada era como estar en la Biblioteca. Se agarró a la barandilla, se asomó y respiró profunda y lentamente.

A Nelson Elder la mañana le estaba yendo fenomenal. Sentado a su mesa favorita en la cafetería de la compañía, atacaba una tortilla de claras de huevo y leía el diario de la mañana. La carrera, la ducha de vapor y la resucitada confianza en el futuro hacían que se sintiera con energías renovadas. De todas las cosas de su vida que podían afectar a su humor, las acciones de Desert Life era lo único que realmente le importaba. En el último mes habían subido un 7,2 por ciento, experimentando un ascenso del 1,5 por ciento el día anterior a la actualización del analista. Era demasiado pronto para que la locura de Peter Benedict afectara a su línea de flotación, pero estaba claro que denegar el seguro de vida a los solicitantes que tuvieran una fecha de muerte inminente y ajustar las primas de aquellos con un horizonte de mortandad intermedio a los riesgos que comportaba convertiría su compañía en la gallina de los huevos de oro.

Para colmo, los resultados de los coqueteos de Bert Myers con el lado oscuro de los fondos de inversión de Connecticut estaban a la vuelta de la esquina, con unos rendimientos del 10 por ciento en julio. Elder traducía sus valores en alza en el uso de un tono mucho más agresivo con los inversores y los analistas de resultados, y Wall Street se percataba de ello. La opinión acerca de Desert Life estaba cambiando.

No le importaba cómo ese perro verde de Benedict conseguía acceder a esa mágica base de datos ni de dónde procedía, ni tan siquiera cómo era posible. Él no era ningún filósofo de la moral. Lo único que le importaba era Desert Life, y ahora contaba con un margen que ninguno de sus competidores podría igualar. Le había pagado a Benedict cinco millones de dólares de su propio bolsillo para evitar que sus auditores intuyeran una transacción de la corporación y le hicieran preguntas. Bastantes preocupaciones le daba ya la aventurita del fondo de inversiones de Bert.

Pero se trataba de un dinero bien invertido. El valor de su paquete de acciones personal se había encarecido hasta los diez millones de dólares, un rendimiento alucinante para una inversión hecha un mes antes. Respecto a lo de Benedict, no seguiría más que sus propios consejos. Nadie sabía nada del asunto, ni tan siquiera Bert. Era demasiado enrevesado y demasiado peligroso. Ya era bastante complicado explicarle a su jefe de seguros por qué necesitaba recibir diariamente una lista nacional de todos los nuevos solicitantes de seguros de vida.

Bert vio que estaba comiendo solo y se le acercó con una sonrisa y alzando un dedo.

—¡Ya sé tu secreto, Nelson!

Aquello asustó al viejo.

—¿De qué estás hablando? —le preguntó, muy serio.

—Esta tarde vas a dejarnos tirados para irte a jugar al golf.

Elder respiró y sonrió.

—¿Cómo te has enterado?

—Yo me entero de todo lo que pasa por aquí —presumió el gerente financiero.

—De todo, no. Tengo un par de ases en la manga.

—¿Es ahí donde guardas mis comisiones?

—Tú sigue consiguiéndonos buenos rendimientos y en un par de años podrás comprarte una isla. ¿Quieres desayunar conmigo?

—No puedo. Reunión de presupuestos. ¿Con quién vas a jugar?

—Es un rollo de esos humanitarios que hacen en el Wynn. Ni siquiera sé quién está en mi equipo.

—Bueno, que te diviertas. Te lo mereces.

Elder le guiñó un ojo.

—En eso te doy la razón. Me lo merezco.

Nancy no podía concentrarse en los expedientes de robos de bancos. Giró la página y al rato se dio cuenta de que no se había enterado de nada, así que tuvo que volver a leerla. Tenía una cita con John Mueller esa misma mañana, y se suponía que esperaba algo así como un resumen. Cada dos por tres abría el servidor y buscaba en la red nuevos artículos sobre Will, pero solo encontraba la misma nota de agencia. Al final no pudo esperar más.

Sue Sánchez la vio en el vestíbulo y la llamó. Sue era una de las últimas personas a las que le apetecía ver, pero no podía hacer como que no la había visto.

La tensión era patente en su cara. Tenía un tic en el borde del ojo izquierdo y le temblaba la voz.

—Nancy —dijo, se acercó tanto que hizo que se sintiera incómoda—, ¿ha intentado ponerse en contacto contigo?

Nancy se aseguró de que la cremallera del bolso estaba cerrada.

—Ya me lo preguntaste anoche. La respuesta sigue siendo no.

—Tengo que preguntártelo. Era tu compañero. Los compañeros intiman. —Esa afirmación consiguió que Nancy se pusiera nerviosa, y Sue se dio cuenta y se retractó—: No me refiero a ese tipo de intimidad. Hablo de complicidad, de amistad.

—No me ha llamado ni me ha enviado ningún correo. Además, de haberlo hecho ya lo sabrías —soltó casi sin querer.

—¡No tengo autorización para pincharos la línea ni a él ni a ti! —insistió Sue—. Si pincháramos los teléfonos, lo sabría. ¡Soy su jefa!

—Sue, sé mucho menos que tú de todo lo que está pasando, pero ¿de verdad te sorprendería que alguna otra de las agencias tuviera la sartén por el mango?

Sue parecía ofendida y a la defensiva.

—No sé de qué estás hablando. —Nancy se encogió de hombros y Sue recobró la compostura—. ¿Adónde vas?

—Al autoservicio. ¿Te traigo algo? —Se encaminaba hacia el ascensor.

—No. No necesito nada. —No parecía muy convencida.

Nancy caminó cinco manzanas antes de meter la mano en el bolso para coger el teléfono de prepago. Miró por última vez alrededor por si veía alguna placa y tecleó el número.

Respondió al segundo tono.

—Tacos Joe.

—Qué apetitoso —dijo ella.

—Me alegro de que hayas llamado. —Parecía que estuviera hecho polvo—. Empezaba a sentirme solo.

—¿Dónde estás?

—En algún sitio más plano que una tabla de planchar.

—¿Podrías ser más específico?

—La señal decía Indiana.

—No lo habrás hecho todo de un tirón, ¿verdad?

—Creo que sí.

—¡Pero tienes que dormir!

—Aja.

—¿Cuándo?

—Mientras hablamos, estoy buscando un sitio. ¿Has hablado con Laura?

—Primero quería saber cómo estabas tú.

—Dile que estoy bien. Dile que no se preocupe.

—Se va a preocupar. Yo estoy preocupada.

—¿Cómo van las cosas por la oficina?

—Sue tiene un aspecto horrible. Todos están a puerta cerrada.

—En la radio han hablado de mí durante toda la noche. Están haciendo la bola más grande.

—Si han montado todo un operativo por ti, ¿qué estarán haciendo con Shackleton?

—Supongo que las posibilidades de que lo encuentre descansando en el porche no son muchas.

—Y entonces, ¿qué?

—Tendré que poner en práctica mis años de habilidades y recursos.

—¿Y eso qué significa?

—Significa que tendré que improvisar. —Se quedó callado y después dijo—: ¿Sabes qué? He estado pensando.

—¿En qué?

—En ti.

—¿Qué pasa conmigo?

Siguió otra larga pausa y el silbido de un adolescente que pasó pedaleando.

—Creo que estoy enamorado de ti.

Nancy cerró los ojos. Cuando los abrió, seguía en la parte baja de Manhattan.

—Vamos, Will. ¿Por qué me dices algo así? ¿La falta de sueño?

—No. Lo digo en serio.

—Por favor, encuentra un motel y duerme.

—¿Eso es todo lo que tienes que decirme?

—No. Creo que puede que yo también lo esté.

Greg Davis estaba esperando a que el agua de la tetera rompiera a hervir. Solo llevaba año y medio con Laura Piper y estaban afrontando su primera crisis significativa como pareja. Quería estar a la altura de las circunstancias, ser un buen tipo y un hombro en el que apoyarse, y en su familia cuando había que enfrentarse a una crisis lo hacían con una buena taza de té.

El apartamento donde vivían era minúsculo, apenas había luz y no tenía vistas, pero preferían vivir en un cuchitril en Georgetown que en un sitio más bonito en un barrio residencial sin vida. Al final, Laura había conseguido dormirse a las dos de la madrugada, pero en cuanto se despertó, puso la tele, vio que en la banda informativa inferior de la pantalla decían que su padre continuaba prófugo, y volvió a echarse a llorar.

—¿Quieres té normal o una infusión? —gritó Greg.

La oía sollozar.

—Infusión.

Le llevó una taza y se sentó en la cama, junto a ella.

—He intentado llamarle otra vez —dijo con voz débil.

—¿A casa y al móvil?

—Buzón de voz. —Greg estaba todavía en calzoncillos—. Se te va a hacer tarde —le dijo.

—Voy a llamar y a decir que no voy.

—¿Por qué?

—Para estar contigo. No voy a dejarte sola.

Laura le abrazó y le mojó el hombro con sus lágrimas.

—¿Por qué te portas tan bien conmigo?

—¿A qué viene esa pregunta?

El teléfono móvil de Greg empezó a vibrar y a moverse sobre la mesilla de noche. Se abalanzó sobre él antes de que cayera al suelo. Leyó: número desconocido.

—¿Diga?

—Greg, soy Nancy Lipinski. Nos conocimos en el apartamento de Will.

—¡Dios santo, Nancy! ¡Hola! —Le susurró a Laura—: Es la compañera de tu padre. —Ella saltó a su lado a la velocidad del rayo—. ¿Cómo has conseguido mi número de teléfono?

—Greg, trabajo para el FBI.

—Sí, ya lo veo. ¿Llamas por lo de Will?

—Sí. ¿Está Laura contigo?

—Sí, está aquí. ¿Por qué me llamas a mí?

—Puede que hayan pinchado los teléfonos de Laura.

—Cielos, ¿qué es lo que ha hecho Will?

—¿Estoy hablando con el novio de su hija o con un periodista? —preguntó Nancy.

Greg dudó un momento, luego miró los suplicantes ojos de Laura.

—Con el novio.

—Tiene un problema muy gordo, pero no ha hecho nada malo. Estábamos a punto de llegar a algo y él no está dispuesto a dar marcha atrás. Necesito que me prometas que esto seguirá siendo confidencial.

—Está bien —convino él—. No constará en acta.

—Pásame a Laura. Will quiere que sepa que está bien.

La agente inmobiliaria era una rubia platino que estaba entrando en la edad del bótox. Hablaba por los codos y enseguida hizo buenas migas con Kerry. Mientras ellas iban dándole que te pego en la parte de delante del lujoso coche, Mark estaba anestesiado en el asiento trasero, con su maletín entre las piernas.

Era consciente de que hablaban, de que se cruzaban con coches, gente y tiendas en el bulevar Santa Mónica, de que en aquel turismo se estaba fresco, de que hacía sol y calor tras los cristales tintados, de que había dos perfumes en colisión dentro del coche y de que notaba un regusto metálico en la boca y un dolor punzante bajo los ojos, pero cada una de estas sensaciones existían en una dimensión propia. Mark no era más que una serie de sensores sin conexión. Su mente no era capaz de procesar la información e integrarla. Estaba en cualquier otra parte menos allí. Estaba perdido.

El chillido de Kerry penetró el velo.

—¡Mark! ¡Gina te está haciendo una pregunta!

—Perdón. ¿Qué?

—Te preguntaba que para cuándo la queréis.

—Pronto —dijo él en voz baja—. Cuanto antes.

—¡Genial! Usaremos eso como motor de compra. ¿Y decías que querías cerrar la operación al contado?

—Eso es.

—¡O sea que lo tenéis clarísimo! —dijo la agente con entusiasmo—. Cuando viene gente de fuera, lo único que quieren ver es Beverly Hills, Bel Air o Brentwood, las tres bes, pero vosotros sois listos y decididos. ¿Sabíais que con esa actitud agresiva las colinas de Hollywood son el único valor de lujo en Los Ángeles con la horquilla de precios que me habéis dicho? ¡Vamos a pasar una tarde total!

Mark no contestó, así que las mujeres retomaron su conversación y lo dejaron en paz. Cuando el coche comenzó su ascenso por la cordillera sintió la presión del asiento en su espalda. Al cerrar los ojos se encontraba ya en la parte de atrás del coche de su padre, en dirección a White Mountains, a la cabaña que alquilaban en Pinkham Notch. Sus padres mantenían una aburrida charla sobre esto y lo de más allá y él estaba en su mundo, con los números bailando en su cabeza, intentando hacer de ellos un principio de teorema. Cuando el teorema afloraba y su mente comenzaba a iluminarse con el «Demostrado», le invadía una ola de alegría que anhelaba poder recuperar en este momento.

El Mercedes caracoleaba en carreteras estrechas y sinuosas y entre casas ocultas tras verjas y setos. Se detuvo detrás de una de esas omnipresentes camionetas de arreglo de jardines que habían adelantado, y cuando Mark abrió la puerta le llegó la onda expansiva del calor infernal y el rugido de un soplador de hojas. Kerry salió disparada hacia la verja; en la mano llevaba una hoja con un listado. Parecía una niña que va a jugar a la comba.

—¡Qué mona es! —dijo la agente inmobiliaria—. Chicos, más vale que os lo toméis con calma. ¡Tenemos un montón de citas programadas!

El motor de Frazier se alimentaba de café y adrenalina, y si podía persuadir a alguien del equipo médico para que le diera anfetaminas también las metía en el saco. Las instalaciones estaban ahora en modo «día normal», llenas hasta arriba de empleados que hacían su trabajo técnico habitual. Por otra parte, él tenía entre manos algo irregular y sin precedentes: conjugaba una investigación interna y tres operativos con la consulta constante de los masters que había hecho en Washington.

Uno de los operativos estaba en Nueva York, encargándose de lo de Will Piper; el segundo, en Los Ángeles, en modo «por si las moscas», por si acaso Mark Shackleton se materializaba en California; el tercero, en Las Vegas, trabajando en el asunto de Nelson Elder. Todos sus hombres habían sido antes militares. Algunos habían servido en los grupos de entrenamiento de la CÍA en Oriente Próximo. Eran eficientes hijos de puta que actuaban con frialdad a pesar del pánico impotente del Pentágono.

Ya no le tenía tanta manía a Rebecca Rosenberg, a pesar de que sus hábitos alimentarios le daban asco, eran un reflejo de su falta de disciplina personal. La observaba tragar turrón y caramelo toda la noche, y le parecía que la veía convertirse en una bola delante de sus ojos. Su papelera siempre estaba llena de envolturas y además Rebecca era fea como un demonio, pero estaba llegando a la conclusión, con reticente admiración, que no era sólo una cretina, sino que se había ganado el derecho de ser una cretina muy molesta: había penetrado en las defensas de Shackleton poco a poco y lo había puesto completamente al descubierto.

—Mira esto —dijo ella cuando pasó por allí—. Más cosas sobre Peter Benedict. Tenía una línea de crédito con ese nombre en el casino Constellation, y también hay una tarjeta Visa a nombre de Peter Benedict. La usó poco, pero había unas cuantas transacciones con la Asociación de Escritores de América. Para registrar guiones o algo así.

—Dios santo, un puto escritor. ¿Puedes entablar contacto con ellos?

—¿Te refieres a que entre en su sistema? Sí, probablemente. Pero hay más.

—Suéltalo.

—Hace un mes abrió una cuenta en las islas Caimán. Empezó con una transferencia de cinco millones de dólares de Nelson G. Elder.

—Joder. —Tenía que llamar a DeCorso, el jefe del equipo de Las Vegas.

—Probablemente sea el mejor programador que hemos tenido nunca —dijo maravillada—. Un lobo vigilando corderos.

—¿Cómo haría para sacar la información al exterior?

—Todavía no lo sé.

—Vamos a tener que pasar por la pantalla a todos los empleados —dijo él—. En plan forense.

—Lo sé.

—Tú incluida.

Rosenberg le lanzó una mirada de «no me jodas» y le dio un dólar.

—Anda, sé bueno y tráeme otra chocolatina.

—Después de que llame al maldito secretario.

Harris Lester, secretario de la Marina, tenía una oficina presidencial en las profundidades del Pentágono, en el anillo C, lo más lejos del aire fresco que podía hallarse cualquier espacio interior del complejo. Su camino hacia el altar de la política era de lo más típico: servicio en la Marina en Vietnam, años en el equipo de gobierno de Maryland, congresista durante tres legislaturas, vicepresidente de la división de sistemas de la Northrop Grumman, la empresa de sistemas de inteligencia, vigilancia y reconocimiento que ejecuta las misiones del Departamento de Defensa y, finalmente, hacía un año y medio, citación del recién elegido presidente para ser secretario de la Marina.

Era un burócrata preciso y con aversión al riesgo, odiaba las sorpresas tanto en lo personal como en lo profesional, así que su reacción ante la reunión para la que le citaba su jefe, el secretario de Defensa, en Área 51, estuvo a medio camino entre la conmoción y la irritación.

—¿Qué es esto, algún tipo de iniciación en una hermandad, señor secretario?

—¿Tengo pinta de ser un maldito hermano mayor? —ladró el secretario de Defensa—. Esto es un lío de los gordos, y por tradición le compete a la Marina, así que te compete a ti, y que Dios te ayude si bajo tu mando se produce alguna filtración.

La camisa de Lester estaba tan almidonada que cuando se sentó ante su escritorio crujió. Se alisó la corbata de rayas negras y plateadas y se pasó la mano por lo que le quedaba de pelo para que todos los mechones estuvieran en la misma dirección; luego se puso sus gafas de leer sin montura. Su secretaria le llamó por el intercomunicador antes de que le diera tiempo a abrir la primera carpeta.

—Malcolm Frazier le llama desde Groom Lake, señor secretario. ¿Se lo paso?

Casi sentía el ácido chorreando en su estómago. Esas llamadas lo estaban matando, pero no podía delegarlas. Ese asunto le competía, debía tomar decisiones. Le echó un vistazo al reloj: ahí fuera estaban ya en mitad de la noche. El momento perfecto para las pesadillas.

El Mercedes llegó a su cita ya bien entrada la tarde. Aparcaron en una entrada semicircular de una propiedad de estilo mediterráneo.

—¡Yo creo que os vais a quedar con esta! —exclamó la agente, con una energía sin límites—. He guardado lo mejor para el final.

Kerry estaba aturdida pero contenta. Se retocó el pelo mirándose en el espejo de la polvera y dijo con aire soñador:

—Me encantan todas.

Mark arrastró sus pies tras ellas. Les esperaba un agente de ventas con pinta de remilgado que señalaba su reloj de pulsera a modo de amonestación.

Esto le recordó a Mark que tenía que mirar el suyo.

Nelson Elder estaba haciendo el recorrido con el subdirector de marketing de la organización Wynn, el jefe de bomberos de la ciudad y el director de una compañía local de aparatos médicos. No se le daba mal el golf, tenía un hándicap de catorce golpes, pero ese partido le iba fenomenal y se sentía eufórico. Había presentado una tarjeta de cuarenta y un golpes, el mejor nueve que había hecho en años.

Los recién regados caminos de hierba bermuda lucían el color de las esmeraldas húmedas ante el marrón del desierto. En los greens de hierba agrostis, la bola rodaba que daba gusto, así que, Dios mediante, era imposible hacerlo mal. Aunque había agua en abundancia en el recorrido, él estaba consiguiendo mantener la bola seca y recta. El sol danzaba repelido por la superficie vidriada del hotel Wynn, que se alzaba sobre el club de campo, y mientras descansaba en el carrito, bebiendo té helado y escuchando el fluir de un riachuelo artificial, Elder se sintió más satisfecho y tranquilo de lo que había estado desde hacía mucho tiempo.

A Kerry aquella mansión mediterránea de Hollyridge Drive la estaba volviendo loca. Corría de una gloriosa habitación a otra —cocina de diseño, salón a un nivel más bajo, comedor para banquetes de sociedad, biblioteca, sala de audiovisuales, bodega, un dormitorio principal gigantesco acompañado de otros tres dormitorios— gritando: «¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!», mientras la de la agencia la seguía, zalamera: «¡Te lo había dicho! Está todo reformado. Fíjate en los acabados».

Mark no tenía estómago para tanto. Se dirigió hacia el patio bajo la mirada suspicaz del agente de ventas y se sentó junto a las espumosas aguas de la piscina con cubierta automática. El patio estaba flanqueado de gayubas y los colibríes, se posaban en sus delicadas flores celestes. A sus pies se extendía el inmenso cañón, la cuadrícula de las calles era imperceptible a la luz vespertina.

Por encima de su hombro, sobre la línea superior del tejado, en lo más alto de un risco distante, se veían las letras de HOLLYWOOD. Eso era lo que él quería, se dijo con pesar, lo que soñaba que haría cuando fuese escritor, sentarse junto a la piscina, en las colinas, bajo aquel letrero. Pero ahora pensaba que aquello no duraría más de cinco minutos.

Kerry cruzó corriendo el umbral de las puertas francesas y casi llora con las vistas.

—Mark, esta casa me encanta. ¡Me encanta, me encanta, me encanta!

—Le encanta —añadió la agente de compra, que venía detrás de ella.

—¿Cuánto? —preguntó Mark, imperturbable.

—Piden tres cuatrocientos, y creo que es un buen precio. Por lo menos se han gastado un millón y medio en remodelaciones...

—Nos la quedamos. —Se le veía impasible.

—¡Mark! —gritó Kerry. Le echó los brazos al cuello y le plantó un montón de besos.

—Bien, con esto haces inmensamente felices a dos mujeres —dijo la ambiciosa agente inmobiliaria—. Kerry me ha contado que eres escritor. ¡Pues diría que vas a escribir un montón de guiones magníficos sentado junto a esta preciosa piscina! ¡Voy a remitir vuestra oferta y esta noche os llamo al hotel!

Kerry estaba tomando fotos con el teléfono móvil. Mark no cayó en ello de inmediato, pero cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo se levantó de un salto y le arrebató el teléfono de las manos.

—¿Has hecho más fotos antes?

—¡No! ¿Por qué?

—¿Acabas de encender el teléfono?

—Sí. ¿Qué problema hay?

Mark lo apagó.

—Te queda poca batería y el mío ya no tiene. Intento ahorrar por si acaso necesitamos hacer alguna llamada —dijo mientras se lo devolvía.

—Vale, tonto. —Le miró con cara de reproche, como si dijera: «No vuelvas a ponerte raro»—. ¡Ven conmigo a verla por dentro! ¡Estoy tan contenta!

Frazier estaba dormitando sobre su escritorio cuando uno de sus hombres le dio un golpecito en el hombro. Se despertó con un hondo ronquido.

—Ha llegado señal desde el teléfono de Hightower. Fue muy rápida, encender y apagar.

—¿Dónde están?

—Zona este de Hollywood Hills. Frazier se pasó la mano por su mejilla sin afeitar. —Muy bien, eso ha sido un golpe de suerte. Tal vez haya otro. ¿En qué situación está DeCorso?

—En posición y esperando autorización.

Frazier volvió a cerrar los ojos.

—Despiértame cuando llamen del Pentágono.

Elder estaba ensayando su primer golpe en el hoyo dieciocho. Como telón de fondo del green había una cascada con una caída de once metros, una forma espléndida de acabar el partido.

—¿Qué opinas tú? —preguntó al ejecutivo de Wynn—. ¿Un driver?

—Sí, sí, deja jugar también a los grandes. Llevas todo el día machacándonos.

—¿Sabes? Si cierro este con par, será el mejor partido que haya jugado nunca.

Al oír esto, el jefe de bomberos y el subdirector se acercaron un poco más para ver la trayectoria de la bola.

—¡Por el amor de Dios! ¡No lo estropees ahora! —gritó el tipo de Wynn.

El movimiento del palo en el swing fue lento y perfecto, y cuando el arco alcanzó su punto álgido —justo un momento antes de que una bala atravesara el cráneo de Elder y salpicara al cuarteto con sangre y trozos de cerebro—, pensó que la vida era demasiado bonita.

DeCorso confirmó el asesinato a través de la mira telescópica de su fusil de francotirador, desmontó el arma eficientemente, la tiró dentro de una bolsa para trajes y salió de aquella habitación en la planta undécima de un hotel con magníficas vistas al inmaculado campo de golf.

Cuando volvieron a la suite del hotel, Kerry quería hacer el amor, pero él no se veía en condiciones de poder hacerlo. Declinó la oferta, echándole la culpa al sol, y se escabulló hasta la ducha. Ella, demasiado excitada para parar de hablar, siguió con el parloteo a través de la puerta, en tanto que Mark dejaba que la potente ducha ahogara el sonido de sus sollozos.

La agente inmobiliaria le había dicho a Kerry que el Cut, el restaurante del hotel, estaba de muerte, un comentario que a él le hizo estremecerse. Le suplicó que la llevara a cenar allí, y cualquier cosa que ella pidiera, él estaba dispuesto a dársela, aunque lo que deseaba con toda su alma era quedarse escondido en su habitación.

Estaba despampanante con su vestido rojo, así que cuando entraron en el local, la gente se giró para ver si se trataba de alguna famosa. Mark llevaba consigo su maletín, por lo que todas las apuestas se decantaban por una actriz que se reunía con su agente o su abogado. Estaba claro que ese tipo tan flacucho era demasiado feo para ser su pareja, a no ser, claro está, que estuviera podrido de dinero.

Se sentaron a una mesa junto a una ventana, bajo un enorme tragaluz; a la hora del postre la luz de la luna inundaría la sala.

Ella solo quería hablar de la casa. Era un sueño hecho realidad; no, mucho más que eso, porque, según exclamó, nunca había soñado que un sitio como aquel pudiera existir. Se elevaba tanto en las alturas que daba la sensación de que uno estaba en una nave espacial, como el ovni que ella había visto cuando era pequeña. Parecía una niña con tantas preguntas... cuándo dejaría el trabajo, cuándo se mudarían, qué clase de muebles comprarían, cuándo podría empezar las clases de interpretación, cuándo se pondría él a escribir. Mark se encogía de hombros o respondía con monosílabos y miraba por la ventana, y ella volaba hasta el siguiente pensamiento.

De repente Kerry paró de hablar, y eso hizo que Mark alzara la vista.

—¿Por qué estás tan triste? —le preguntó.

—No estoy triste.

—Sí lo estás.

—No, no lo estoy.

No pareció convencerla, pero lo dejó pasar y dijo:

—Bueno, pues yo estoy contenta. Este es el mejor día de toda mi vida. Si no te hubiera conocido, ahora estaría... bueno, ¡aquí desde luego no! Gracias, Mark Shackleton. —Le lanzó un besito de gata que lo atravesó todo hasta hacerle sonreír—. Eso está mejor —ronroneó.

El teléfono de Kerry sonó dentro de su bolso.

—¡Tu teléfono! —dijo Mark—. ¿Por qué está encendido?

Su expresión de pánico consiguió asustarla.

—Gina tenía que poder llamarnos en caso de que aceptaran nuestra oferta. —Revolvió el interior del bolso hasta que dio con él—. ¡Seguro que es ella!

—¿Desde cuándo está encendido? —preguntó Mark en tono quejumbroso.

—No lo sé. Un par de horas. No te preocupes, va bien de batería. —Apretó el botón de aceptar—. ¿Diga? —Su cara fue de decepción y desconcierto—. ¡Es para ti! —dijo pasándole el teléfono.

Mark respiró hondo y se lo pegó al oído. Era una voz masculina, autoritaria, cruel.

—Escúcheme, Shackleton. Soy Malcolm Frazier. Quiero que salga del restaurante, que vuelva a su habitación y espere a que los vigilantes le recojan. Estoy seguro de que ha revisado la base de datos. Hoy no es su día. Hoy era el día de Nelson Elder y ya no está entre nosotros. Hoy es el día de Kerry Hightower. No es su día. Pero eso no significa que no podamos hacerle mucho daño y que desee que sí lo fuera. Necesitamos averiguar cómo consiguió hacerlo. Esto no tiene por qué ser difícil si usted no quiere.

—Ella no sabe nada —dijo Mark con un susurro suplicante mientras se giraba a un lado.

—Da igual lo que diga. Hoy es el día de ella. Así que levántese y váyase ahora mismo. ¿Me ha entendido?

Su corazón latió varias veces sin que él contestara.

—¿Shackleton?

Apagó el teléfono y retiró su silla de la mesa.

—¿Pasa algo? —preguntó Kerry.

—No es nada. —Tenía la respiración desbocada y la cara desencajada.

—¿Es por lo de tu tía?

—Sí. Tengo que ir al cuarto de baño. Enseguida vuelvo. —Luchó por mantener la compostura. Era incapaz de mirarla a la cara.

—Mi pobre chiquitín —dijo ella en tono tranquilizador—. Me preocupas. Yo quiero que seas tan feliz como yo. Anda, ve y vuelve corriendo junto a tu muñequita Kerry, ¿vale?

Mark recogió su maletín y se marchó —un hombre rumbo al matadero—, dando pasitos pequeños, con la cabeza gacha. En cuanto llegó al vestíbulo, oyó el sonido de los cristales al romperse seguido de dos desesperantes segundos de silencio, y luego desgarradores chillidos de mujer y ensordecedores gritos de hombre.

El restaurante y el vestíbulo eran una barahúnda de cuerpos corriendo, gateando, empujándose unos a otros. Mark siguió caminando como un zombi hacia la entrada del Wilshire, donde había un coche junto a la acera, esperando al mozo del hotel. El aparcacoches quería ver qué pasaba en el vestíbulo y se dirigió hacia las puertas giratorias.

Sin pensarlo siquiera, Mark se coló en el asiento del conductor, arrancó y se adentró en la cálida noche de Beverly Hills, intentando ver a través de sus lágrimas.