La resaca de Will era tan suave que prácticamente no se podía calificar como tal. Era más bien como un ligero resfriado que podía curarse en una hora con un par de analgésicos.
La noche anterior había imaginado que caería en lo más profundo, rebotaría por el fondo durante un buen rato y no emergería a la superficie hasta que estuviera a punto de ahogarse. Pero cuando ya llevaba un par de copas de su planeada juerga se enfadó lo suficiente como para dejar de autocompadecerse y mantener el flujo de whisky a un ritmo continuo en el que el nivel de entrada fuera acorde con su metabolismo. Quedó estable y en lugar del habitual sin sentido volátil que se hacía pasar por lógica, la mayor parte de la noche tuvo pensamientos de lo más racionales. En el transcurso de este intervalo funcional llamó a Nancy y concertaron una cita por la mañana temprano.
Estaba ya en un Starbucks, junto a la estación central, bebiendo un café largo, cuando llegó ella. Tenía peor aspecto que él.
—¿Buena conexión? —bromeó Will.
Pensó que Nancy se pondría a llorar y casi consideró darle un abrazo, pero habría sido la primera vez que demostraba su afecto en público.
—Tengo un café con leche sin calorías esperándote. —Le pasó la taza—.Todavía está caliente. —Aquello consiguió que se desmoronara. Se le saltaron las lágrimas—.Vamos, mujer, que solo es una taza de café —dijo él.
—Ya lo sé. Gracias. —Dio un sorbo y luego lanzó la pregunta—: ¿Qué ha pasado?
Se inclinó sobre la mesa para escuchar la explicación. El local estaba lleno de clientes, y entre las voces y la máquina de café había mucho ruido.
Se la veía joven y vulnerable, así que Will le rozó la mano. Ella malinterpretó el gesto.
—¿Crees que se han enterado de lo nuestro? —preguntó.
—¡No! No tiene nada que ver con eso.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque nos hubieran hecho mover el culo hasta el jefe de personal y él nos lo hubiera dicho. Créeme, sé de qué hablo.
—Entonces, ¿qué?
—No se trata de nosotros, es el caso.
Bebió un poco de café; miraba todas las caras que entraban por la puerta.
—No quieren que detengamos a Shackleton —dijo ella leyendo su mente.
—Eso parece.
—¿Por qué iban a interponerse en la captura de un asesino en serie?
—Excelente pregunta. —Se masajeó la frente y los ojos con cansancio—. Porque se trata de mercancía peligrosa. —Nancy lo miró inquisitiva. Will bajó la voz—: ¿Cuándo borran a alguien del sistema? ¿Testigo de los federales? ¿Actividad encubierta? ¿Operaciones clandestinas? Sea lo que sea, la pantalla se oscurece y él no existe. Dijo que trabajaba para los federales. En Área 51, lo que quiera que sea, o en alguna mierda de ese tipo. Me huele a que una parte del gobierno (nosotros) se ha dado de bruces contra otra parte del gobierno, y hemos perdido.
—¿Me estás diciendo que ciertos oficiales de una agencia federal han decidido dejar marchar a un asesino? —No podía creerlo.
—No estoy diciendo nada. Pero sí, es posible. Depende de lo importante que sea. O tal vez, si existe la justicia, se encargarán de él a su debido tiempo.
—Pero nunca lo sabremos —dijo ella.
—Nunca lo sabremos.
Nancy se acabó el café y hurgó en su bolso en busca de una polvera con la que recomponer su maquillaje.
—Entonces, ¿ya está? ¿Hemos acabado?
Will la observó quitarse los churretes.
—Tú has acabado. Yo no. —El gesto de su cuadrada mandíbula emanaba agresividad pero también serenidad, el tipo de mueca turbadora del que se halla en una cornisa dispuesto a saltar al vacío—.Tú vuelve a la oficina —dijo—.Tendrán un nuevo trabajo para ti. He oído que Mueller va a volver. Tal vez os pongan juntos otra vez. Tú harás un carrerón porque eres una agente magnífica.
—Will...
—No, escúchame, por favor —dijo—. Esto es algo personal. No sé cómo ni por qué Shackleton mató a toda esa gente, pero sé que lo hizo para restregarme la mierda de este caso por la cara. Esa tiene que ser parte, quizá gran parte, de su motivación. Lo que va a pasar conmigo es lo que se suponía que tenía que ocurrir. Ya no formaré un equipo nunca más. Hacía años de la última vez. Toda esa idea de guardar las formas y no decir una palabra más alta que la otra para llegar a la jubilación ha sido una majadería. —Se estaba descargando, pero estar en un espacio público lo retenía—. Al carajo los veinte años y al carajo la pensión. Encontraré un trabajo en algún sitio. No necesito mucho para ir tirando.
Nancy dejó la polvera en la mesa. Daba la impresión de que tendría que volver a recomponer su maquillaje.
—¡Por Dios, Nancy, no llores! —susurró Will—. Esto no tiene nada que ver con nosotros. Lo nuestro es genial. Es la mejor relación hombre-mujer que he tenido en mucho tiempo, tal vez la mejor que he tenido nunca, si he de ser sincero. Además de ser inteligente y sexy, eres la mujer más autosuficiente con la que he estado nunca.
—¿Eso es un cumplido?
—¿Viniendo de mí? Un cumplido enorme. No eres dependiente como el cien por cien de mis ex. Te sientes cómoda con tu propia vida, y eso hace que yo me sienta cómodo con la mía. Eso no voy a volver a encontrarlo.
—Entonces, ¿por qué mandarlo al infierno?
—Esa obviamente no era mi intención. Tengo que encontrar a Shackleton.
—¡Estás fuera del caso!
—Pero voy a volver a meterme. De una manera u otra, me darán la patada. Conozco su manera de pensar. No van a tolerar la insubordinación. Mira, cuando sea agente de seguridad de un centro comercial de Pensacola tal vez puedas conseguir que te trasladen allí. No sé qué entenderán allí por museos de arte, pero ya nos inventaremos alguna manera de conseguirte algo de cultura.
Nancy se frotó los ojos.
—Al menos tendrás un plan.
—No es que sea muy elaborado. Les he llamado y les he dicho que estoy enfermo. A Sue le aliviará saber que hoy no tendrá que vérselas conmigo. Tengo un vuelo para Las Vegas al final de la mañana. Le encontraré y conseguiré que hable.
—Y se supone que yo tengo que volver al trabajo como si no hubiera pasado nada.
—Sí y no. —Sacó dos móviles de su maletín—. Irán a por mí en cuanto se den cuenta de que me he dado el piro y que voy por libre. Es probable que te pinchen el teléfono. Toma uno de estos de prepago. Los usaremos para comunicarnos entre nosotros. A no ser que consigan los números, no podrán localizarlos. Necesitaré ojos y oídos, pero si piensas por un segundo que estás comprometiendo tu carrera, apagamos y nos vamos. Y llama a Laura. Dile algo que la deje tranquila. ¿Vale?
Nancy cogió uno de los teléfonos. En ese breve tiempo que estuvo en su mano se quedó empapado.
—Vale.
Mark estaba soñando con líneas de códigos de programas informáticos. Tomaban forma más rápido de lo que él podía teclearlos, con la misma rapidez con la que pensaba. Cada una de las líneas era única, perfecta a su manera minimalista, sin caracteres superfluos. Había una pizarra flotante que se iba llenando rápidamente con algo maravilloso. Era un sueño fabuloso y le horrorizó que lo estuviera destruyendo el sonido del teléfono.
Que su jefa, Rebecca Rosenberg, le llamara al móvil, era algo que no le cuadraba. Estaba en la cama con una mujer preciosa en una magnífica suite del hotel Venetian y el acento de Jersey de su supervisora con cara de trol le revolvía el estómago.
—¿Qué tal estás? —preguntó ella.
—Bien. ¿Qué pasa? —Nunca le había llamado al móvil.
—Siento interrumpir tus vacaciones. ¿Dónde estás?
Si querían podían averiguarlo por la señal de su móvil, así que no mintió.
—En Las Vegas.
—Vale, ya sé que en realidad es una imposición, pero tenemos un problema de códigos que nadie consigue arreglar. Los HITS lambda han caído y a los vigilantes les está dando un soponcio.
—¿Habéis intentado reiniciarlos? —preguntó, somnoliento.
—Un millón de veces. Parece como si el código estuviera corrupto.
—¿Cómo?
—Nadie lo entiende. Tú eres su papi. Me harías un favor enorme si pudieras venir mañana.
—¡Estoy de vacaciones!
—Lo sé. Siento haber tenido que llamarte, pero si haces esto por nosotros te conseguiré tres días más de vacaciones, y si acabas el trabajo en medio día, haremos que te lleven en jet hasta McCarran para la hora del almuerzo. ¿Qué me dices? ¿Trato hecho?
Meneó la cabeza como si no pudiera creérselo.
—Sí. Lo haré.
Tiró el teléfono a la cama. Kerry seguía completamente dormida. Algo no iba bien. Había cubierto sus huellas tan bien que estaba seguro de que el asunto de Desert Life era imposible de detectar. Tan solo tenía que esperar el momento, un mes o dos antes de comenzar el proceso de baja voluntaria. Les diría que había conocido a una chica, que iban a casarse y a vivir en la costa Este. Le pondrían mala cara y le darían lecciones sobre el compromiso mutuo, el tiempo empleado en seleccionarle y prepararle, la dificultad de encontrar un sustituto. Apelarían a su patriotismo. Él aguantaría como pudiera. No era un esclavo. Tenían que dejarle marchar. A la salida lo registrarían a fondo, pero no encontrarían nada. Le vigilarían durante años, tal vez siempre, como habían hecho con todos los antiguos empleados. Tanto le daba. Podían vigilarle cuanto quisieran.
Cuando Rosenberg colgó, los vigilantes se quitaron los auriculares y asintieron. Malcolm Frazier, el jefe de los vigilantes, también estaba allí: cuello tenso, cara inexpresiva y cuerpo de luchador.
—Lo has hecho muy bien —dijo a Rosenberg. —Si pensáis que es un peligro para la seguridad, ¿por qué no vais hoy a por él? —preguntó ella.
—No lo pensamos, lo sabemos —dijo en tono grosero—. Preferimos hacerlo en un entorno controlado. Confirmaremos que está en Nevada. Tenemos gente rondando su casa. Le dejaremos pinchada la señal del móvil. Si tenemos sospechas de que no piensa aparecer mañana, nos moveremos.
—Estoy segura de que sabéis cómo hacer vuestro trabajo —dijo Rosenberg. El aire de su despacho estaba cargado con el aroma que transpiraban aquellos hombres grandes y atléticos.
—Sí, doctora Rosenberg, sabemos cómo hacerlo.
Cuando iba hacia el aeropuerto empezó a lloviznar; el limpiaparabrisas del taxi zumbaba como un metrónomo que llevara el tiempo de un adagio. Will se desplomó en el asiento trasero y cuando se quedó dormido, su barbilla acabó descansando sobre su hombro. Se despertó en la carretera de servicio de La Guardia, con el cuello dolorido, y le dijo al taxista que volaba con US Airways.
Su traje color canela estaba salpicado de gotas de lluvia. Se quedó con el nombre de la agente de viajes, Vicki, que tomó de la tarjeta de su camisa, y habló de cosas triviales con ella mientras le presentaba su documentación y su licencia federal para llevar armas. La observó teclear distraídamente, una chica simplona y entradita en carnes con un pelo largo castaño arreglado en una cola que no le favorecía.
Una luz gris bañaba la terminal, una explanada clínicamente esterilizada con poco tráfico de viandantes, ya que era media mañana. Eso se lo puso fácil a la hora de examinar el vestíbulo y decidir qué personas podrían ser de su interés. Tenía el radar en funcionamiento y estaba tenso. Nadie salvo Nancy sabía que le había dado por pasarse al lado oscuro, pero aun así le parecía que llamaba la atención, como si llevara un cartel colgando del cuello. Los pasajeros que esperaban para facturar y los que había por el vestíbulo parecían legales; al fondo había un par de polis hablando junto a un cajero.
Le quedaba una hora libre. Iría a por algo de comer y compraría el periódico. Una vez en el aire podría relajarse durante unas horitas, a no ser que Darla trabajara en esa ruta, en cuyo caso tendría que luchar con el dilema de si ponerle o no los cuernos a Nancy, aunque estaba seguro de que sucumbiría a aquello de que «lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas». Hacía tiempo que no pensaba en aquella rubia grandota, pero en ese momento le costaba quitársela de la cabeza. Para ser una chica con ese cuerpazo, llevaba una lencería de lo más pequeña y ligera.
Se dio cuenta de que Vicki tardaba demasiado. Revolvía papeles y miraba su ordenador con ojos asustados.
—¿Va todo bien? —preguntó Will.
—Sí. La pantalla se ha quedado bloqueada. Ahora se arreglará.
Los polis del cajero miraban en su dirección y hablaban por los intercomunicadores.
Will cogió su identificación de encima del mostrador.
—Bueno, Vicki, ya acabaremos luego con esto. Tengo que ir al servicio.
—Pero...
Se dio toda la prisa que pudo. Los polis estaban a más de cincuenta metros y el suelo resbalaba bastante. La salida le quedaba a tiro de piedra, así que estuvo fuera del edificio en tres segundos. No volvió la vista atrás. Su única alternativa era moverse y pensar más rápido que los polis que le seguían. Vio una limusina negra de la que salía un pasajero. El conductor estaba a punto de arrancar cuando Will abrió la puerta de atrás, tiró su bolsa de viaje al asiento y se coló dentro.
—¡Eh! ¡Aquí no puedo recoger a nadie! —El conductor era un sesentón con acento ruso.
—¡No hay problema! —dijo Will—. Soy un agente federal. —Le enseñó la placa—. Circule, por favor.
El conductor refunfuñó algo en ruso pero aceleró suavemente. Will hizo como que buscaba algo en su bolsa, una treta para agachar la cabeza. Oyó gritos en la distancia. ¿Le habrían identificado? ¿Tendrían su número de placa? El corazón se le salía por la boca.
—Me podrían despedir por esto —dijo el conductor.
—Lo siento. Estoy en un caso.
—¿FBI? —preguntó el ruso.
—Sí, señor.
—Yo tengo un hijo en Afganistán. ¿Adónde quiere ir?
Will consideró rápidamente los escenarios.
—A la terminal de la Marina.
—¿Simplemente al otro lado del aeropuerto?
—Está usted siendo de gran ayuda. Sí, allí. —Desconectó su teléfono móvil, lo metió en su bolsa y lo cambió por el armatoste de prepago.
El conductor no quería dinero. Will salió del coche y miró alrededor: era el momento de la verdad. Todo parecía normal, ni luces azules ni perseguidores. Se puso de inmediato en la hilera de taxis frente a la terminal y se metió en uno de los amarillos. Una vez en marcha, usó su teléfono de prepago para llamar a Nancy y ponerla al corriente. Entre los dos urdieron un pequeño plan de emergencia.
Imaginó que ahora estarían motivados y que contarían con refuerzos, así que tendría que esforzarse un poco, hacer varios transbordos, zigzaguear. El primero de los taxis le dejó en Queens Boulevard, donde pasó por un banco y sacó unos cuantos de los grandes en metálico de su cuenta, y llamó a otro taxi. La siguiente parada fue en la calle Ciento veinticinco de Manhattan, donde se metió en el metro norte que conectaba con White Plains.
Rondaba ya el mediodía y tenía hambre. La lluvia había cesado y el aire era más fresco y respirable. El cielo se estaba abriendo; como su bolsa no pesaba demasiado, decidió buscar a pie dónde comer. Encontró un pequeño restaurante italiano en Mamaroneck Avenue y se instaló en una mesa alejada de los ventanales; pidió un menú de tres platos para matar el tiempo. Se reprimió y no pidió una tercera cerveza y se pasó a la gaseosa para acompañar la lasaña. Cuando acabó, pagó en metálico, se aflojó un poco el cinturón y salió a caminar a la luz del sol.
La biblioteca pública estaba cerca. Era un edificio municipal enorme, lo que algún arquitecto entendía por diseño neoclásico. Guardó su bolsa en el mostrador de la entrada, pero como no había detector de metales se dejó el arma en la pistolera y encontró un rinconcito tranquilo en una larga mesa al fondo de la sala de lectura con aire acondicionado.
De repente volvió a parecerle que llamaba la atención. De las doce personas que había en la sala, él era el único que vestía traje y el único que tenía la mesa vacía. La inmensa sala estaba silenciosa como solo lo están las bibliotecas, con alguna tos ocasional y el chirrido de la pata de una silla contra el suelo. Se quitó la corbata, se la metió en un bolsillo de la chaqueta y decidió buscar un libro con el que matar el tiempo.
No es que fuera muy lector, no recordaba cuándo había sido la última vez que había rondado las estanterías de una biblioteca, probablemente en la universidad, probablemente persiguiendo a una chica más que buscando un libro. A pesar de lo dramático del día, sentía pesadez de estómago, estaba adormilado y le pesaban las piernas. Recorrió las claustrofóbicas estanterías de metal y aspiró el rancio olor a cartón. Los miles de títulos de libros se mezclaron unos con otros hasta que su cerebro empezó a confundirse. Tenía unas ganas terribles de acurrucarse en un rincón oscuro y echar un sueñecito y estaba a punto de quedarse dormido cuando de golpe volvió a estar alerta.
Le estaban vigilando.
Primero solo lo sintió, luego oyó el ruido de los pasos a su izquierda, en otro de los pasillos. Se volvió justo a tiempo para ver un talón que desaparecía al final de las estanterías. Se palpó la pistolera por encima de la chaqueta, corrió hacia el final del pasillo y giró dos veces hacia la derecha. El pasillo estaba vacío. Aguzó el oído, creyó oír algo un poco más lejos y avanzó con cautela en esa dirección, un par de pasillos más hacia el centro de la sala. Al doblar la esquina vio a un hombre que se escabullía. —¡Eh! —gritó Will.
El hombre se detuvo y se dio la vuelta. Era un tipo obeso, con una barba negra moteada y revuelta, que iba vestido de invierno, con botas de montaña, un jersey apolillado y una trenca. Tenía las mejillas irritadas y picadas y una nariz bulbosa con la textura de una piel de naranja. Llevaba unas gafas con montura de metal que parecían sacadas de un rastrillo. Aunque debía de rondar los cincuenta, tenía todo el aspecto de un niño al que han pillado haciendo una travesura.
Will se le acercó con prudencia.
—¿Me estaba siguiendo?
—No.
—Me ha parecido que lo hacía.
—Le estaba siguiendo —admitió.
Will se relajó. Aquel hombre no representaba ningún peligro. Lo clasificó como esquizofrénico no violento controlado.
—¿Por qué me seguía?
—Para ayudarle a encontrar un libro. —No había modulación en su voz. Cada palabra tenía el mismo tono y énfasis que la anterior, pronunciadas todas con una seriedad absoluta.
—Bueno, amigo, podría irme bien su ayuda. Las bibliotecas no son lo mío.
El hombre sonrió y mostró una hilera de dientes enfermos.
—A mí me encanta la biblioteca.
—Vale, ayúdame a encontrar un libro. Me llamo Will.
—Yo Donny.
—Hola, Donny. Tú primero, yo te sigo—. Donny se apresuró alegremente por los pasillos como una rata que conoce un laberinto de memoria. Llevó a Will hacia una esquina y luego bajó dos pisos por una escalera hasta una sala en el sótano, donde exploró el nuevo nivel como quien sabe lo que hace. Pasaron junto a una bibliotecaria, una mujer mayor que empujaba un carrito de libros y que sonrió tímidamente, contenta de que Donny hubiera encontrado un compañero de juegos.
—Debes de estar buscando un libro muy bueno, Donny —dijo Will.
—Un libro muy bueno.
Con tanto tiempo por delante como tenía, esta escapada le parecía de lo más divertida. Ese tipo tenía todas las papeletas de padecer esquizofrenia crónica, probablemente con un toque de retraso, y por su aspecto estaba de pastillas hasta arriba. Y allí estaba Will, en las profundidades de aquel sótano, en la casa de Donny jugando al juego de Donny, pero no le importaba.
Finalmente Donny se paró en medio de uno de los pasillos, alargó el brazo y eligió un libro grande con las cubiertas gastadas. Necesitó ambas manos sudadas para sacarlo, luego se lo tendió a Will.
La Sagrada Biblia.
—¿La Biblia? —dijo Will con lógico tono de sorpresa—. He de decirte, Donny, que no soy un gran lector de la Biblia. ¿Tú lees la Biblia?
Donny se miró las botas y agitó la cabeza.
—No la leo.
—Pero crees que yo debería hacerlo.
—Deberías.
—¿Algún otro libro que debería leer?
—Sí. Otro libro.
Se puso de nuevo en marcha; Will lo seguía con esa Biblia de casi cuatro kilos bajo el brazo, apoyada en la pistolera. Su madre, una baptista sumisa que aguantó al hijo de puta de su padre durante treinta y siete años, leía la Biblia constantemente, y en ese momento recordó a su madre sentada a la mesa de la cocina, leyendo la Biblia, aferrándose a ella como a una tabla de salvación, con su labio inferior temblando, mientras el viejo, borracho en el salón, la maldecía a voz en grito. Y cuando ella también se dio a la bebida para liberarse, siguió buscando el perdón en la Biblia. Así pues, Will no estaba deseando ponerse a leer la Biblia.
—¿El siguiente libro va a ser tan profundo como este? —preguntó.
—Sí. Será un buen libro para ti.
Will estaba deseando ver cuál era.
Bajaron otra escalera hasta la última planta, una zona que no parecía recibir muchas visitas. De repente Donny se detuvo y se agachó frente a una estantería llena de libros viejos con cubierta de cuero. Sacó uno de ellos de manera triunfal.
—Este es bueno para ti.
Will se moría de curiosidad. ¿Qué libro podría equipararse a la Biblia según la visión del mundo de ese pobre diablo? Se preparó para ese momento de revelación.
Código Municipal del estado de Nueva York de 1951.
Dejó la Biblia en el suelo para examinar el nuevo libro. Tal como anunciaba, se trataba de una página tras otra de códigos municipales con especial énfasis en los usos legales de la tierra. Seguramente hacía por lo menos medio siglo que nadie tocaba aquel volumen.
—Bueno, desde luego esto es profundo, Donny.
—Sí. Es un buen libro.
—Cogiste estos dos libros al azar, ¿verdad?
Donny asintió con la cabeza de manera vigorosa.
—Los cogí al azar, Will.
A las cinco y media estaba durmiendo en la sala de lectura con la cabeza reposando cómodamente sobre la Biblia y el Código Municipal. Sintió que le tiraban de la manga, miró hacia arriba y vio a Nancy de pie frente a él.
—Hola.
Ella examinó su material de lectura.
—No preguntes —le rogó Will.
Una vez fuera, se sentaron a hablar en el coche de Nancy. Will se dijo que si le hubieran seguido la pista ya lo habrían cogido. Daba la sensación de que nadie había reseguido la línea de puntos.
Nancy le dijo que en la oficina se habían desatado los infiernos. Que ella no estaba en el punto de mira, pero que las noticias se propagaban rápidamente por la agencia. Habían añadido el nombre de Will a la lista del servicio de seguridad de transportes, y su intento de facturación en La Guardia había creado una situación de pánico total entre las distintas agencias. Sue Sánchez estaba que trinaba. Se pasaba el día en reuniones a puerta cerrada con los jefazos y solo salía para gritar unas cuantas órdenes, por lo general para dar por saco. Había preguntado varias veces a Nancy si conocía las acciones e intenciones de Will, pero parecían aceptar que no sabía nada. Sue casi le pedía perdón por haberla obligado a trabajar con él en el caso Juicio Final, y le aseguró repetidas veces que su carrera no se vería manchada por esta asociación.
Will suspiró profundamente.
—Bueno, pues me han cortado las alas. No puedo volar, no puedo alquilar un coche, no puedo usar la tarjeta de crédito. Si intento coger un tren o un autobús, me detendrían en Penn Station o en la Autoridad Portuaria. —Se quedó mirando por la ventana del copiloto, luego le puso una mano en la pierna y le dio unos golpecitos traviesos—: Supongo que tendré que robar un coche.
—Tienes toda la razón. Vas a robar un coche. —Puso el motor en marcha y salió del aparcamiento.
Se pasaron todo el trayecto hacia casa de Nancy discutiendo. Will no quería meter a sus padres en medio, pero Nancy insistió.
—Quiero que te conozcan.
Will quiso saber por qué.
—Han oído hablar un montón de ti. Te han visto en la tele. —Hizo una pausa y luego añadió—: Saben lo nuestro.
—Dime que no les dijiste a tus padres que te has liado con tu compañero que casi te dobla la edad.
—Somos una familia unida. Y tú no me doblas la edad.
La morada de los Lipinski, una casa de ladrillo de 1930, con un tejado de pizarra muy inclinado, estaba en un callejón sin salida, frente al antiguo instituto de Nancy, con cascadas de rosas de color rojo y naranja que hacían que pareciera que las llamas estaban consumiendo el edificio.
Joe Lipinski se hallaba en el jardín de atrás. Era un hombre bajito, sin camisa y con pantalones caídos. Tenía pelo color blanco ceniza por todas partes, poco en su calva quemada por el sol, arremolinado en el pecho. Sus redondos y picaros mofletes eran la parte más carnosa de su cuerpo. Estaba arrodillado en la hierba podando un rosal, pero se puso en pie de un salto.
—¡Vaya! —gritó—. ¡Pero si es Piper el de la flauta! ¡Bienvenido a Casa Lipinski!
—Tiene usted un jardín precioso, señor —dijo Will.
—No me llames señor, llámame Joe. Pero gracias. ¿Te gustan las rosas?
—Claro que me gustan.
Joe alcanzó un capullo pequeño, lo cortó y se lo tendió.
—Para el ojal de la chaqueta. Nancy, pónselo en el ojal.
Nancy se puso como un tomate, pero accedió y lo hizo.
—¡Eso es! —exclamó Joe—.Ahora ya podéis ir al baile. Venga. Salgamos del sol. Tu madre ya tiene la cena casi lista.
—No quiero ser una molestia —protestó Will.
Joe le dedicó una mirada de «qué me estás contando» y le hizo un guiño a su hija.
En la casa hacía calor porque Joe no creía en el aire acondicionado. Era una pieza de época, no había cambiado desde el día de la mudanza, en 1974. La cocina y los baños habían sido reformados en los sesenta, pero eso era todo. Habitaciones pequeñas con moquetas gruesas y mullidas y mobiliario viejo y descascarillado; la huida de la primera generación a los suburbios.
Mary Lipinski estaba en la cocina, donde reinaban los olores de las cazuelas al fuego. Era una mujer guapa que no se había dejado echar a perder, aunque, él se dio cuenta, era de las de caderas anchas. Will tenía la desagradable costumbre de intentar adivinar qué aspecto tendrían sus novias dentro de veinte años, como si alguna relación le hubiera durado más de veinte meses. Aun así, tenía una cara tersa y juvenil, una preciosa media melena de pelo negro, pecho firme y bonitos muslos. Nada mal para cincuenta y muchos o sesenta y pocos años.
Joe era contable jurado y Mary era contable. Se habían conocido en una empresa de comestibles en la que él, unos diez años mayor que Mary, trabajaba de contable, y ella era secretaria del departamento de impuestos. Él vivía en Queens; ella era una chica de White Plains de toda la vida. Cuando se casaron, compraron esa casita en Anthony Road, a menos de dos kilómetros de las oficinas centrales. Años después, la compañía pasó a manos de una multinacional y cerraron la planta de White Plains, por lo que Joe rescindió su contrato. Decidió abrir su propio gabinete contable, y Mary empezó a trabajar en un concesionario de coches, donde llevaba la contabilidad. Nancy era su única hija y ambos estaban encantados de tenerla de nuevo en su antigua habitación.
—Así que esos somos nosotros, unos José y María modernos —dijo Joe, dando por concluido el breve historial familiar y pasándole a Will un plato de judías pintas.
En la radio sonaba una tranquila ópera de Verdi. Con la comida, la música y la sencilla conversación, Will se sintió arrullado hacia un estado de satisfacción plena. Este era justo el tipo de vida que él jamás le había dado a su hija, pensó con nostalgia. Una copa de vino o una cerveza no habrían venido mal, pero al parecer los Lipinski no iban a servirlo. Joe cada vez hilaba más fino en sus bromas.
—Somos justo igual que los originales, ¡solo que esta no vino de la inmaculada concepción!
—¡Papá! —protestó Nancy.
—¿Quieres otro trozo de pollo, Will? —preguntó Mary.
—Sí, señora. Muchas gracias.
—Nancy me ha dicho que te has pasado la tarde en nuestra bonita biblioteca —dijo Joe.
—Sí. Y conocí a todo un personaje.
Mary sonrió.
—Donny Golden —dijo.
—¿Lo conoces? —preguntó Will.
—Todo el mundo conoce a Donny —contestó Nancy.
—Dile a Will cómo lo conociste tú, Mary —le pinchó su marido.
—Lo creas o no, Donny y yo fuimos juntos al instituto.
—¡Era su novia! —gritó Joe alegremente.
—¡Salimos un día! Es una historia muy triste. Era un chico muy guapo, venía de una buena familia judía. Cuando se fue a la universidad estaba sano, normal, pero durante el primer curso se puso muy enfermo. Unos dicen que fueron las drogas y otros que simplemente fue entonces cuando desarrolló su enfermedad mental. Pasó años ingresado en instituciones. Vive en una especie de casa tutelada en el centro de la ciudad y se pasa todo el día en la biblioteca. Es inofensivo, pero verle resulta doloroso. Yo no voy nunca por allí.
—No lleva una vida tan mala —dijo Joe—. No tiene presiones. Vive ajeno a los males de este mundo.
—A mí también me parece triste —dijo Nancy picando de su comida—. Lo vi en la orla, y era muy guapo.
Mary suspiró.
—¿Quién podía saber lo que el destino le aguardaba? ¿Quién puede saberlo?
De pronto Joe se puso serio.
—Bien, Will, dinos lo que te aguarda a ti. He oído que las cosas se han puesto raras. Me preocupa lo que te pase a ti, desde luego, pero como padre me preocupa más lo que le pase a mi hija.
—Will no puede hablar sobre una investigación en curso, papá.
—No, escucha, te entiendo, Joe. Tengo ciertas cosas que hacer, pero no quiero que Nancy se pille los dedos con esto. Ella aún tiene un brillante porvenir.
—Yo preferiría que se dedicara a algo menos peligroso que el FBI —dijo su madre entonando el soniquete de lo que parecía una cantinela constante.
Nancy hizo una mueca y Joe quitó importancia a la preocupación de su mujer con un movimiento de la mano.
—Por lo que entiendo, estabais a punto de detener a alguien cuando os han dejado a los dos fuera de la investigación. ¿Cómo puede ocurrir algo así en los Estados Unidos de América? Cuando mis padres estaban en Polonia, este tipo de cosas pasaban todos los días, pero ¿aquí?
—Eso es lo que quiero averiguar. Nancy y yo hemos dedicado mucho tiempo a este caso, y luego están esas víctimas que no tienen voz.
—Haz lo que tengas que hacer. Pareces un buen tipo. Y Nancy te aprecia mucho. Eso significa que estarás en mis plegarias.
La ópera se había acabado y en la radio daban las noticias. Ninguno de ellos les habría prestado atención si no hubieran mencionado el nombre de Will: «Y en otro orden de cosas, la oficina del FBI de Nueva York ha emitido una orden de detención para uno de los suyos. El agente especial Will Piper es buscado para ser interrogado acerca de irregularidades y posibles actividades delictivas relacionadas con la investigación del asesino en serie del caso Juicio Final. A Piper, un veterano de casi veinte años al servicio del orden público, se le conoce mejor por ser la cara pública del aún por resolver caso del Juicio Final. Se desconoce su paradero y se le considera armado y potencialmente peligroso. Si cualquier persona que esté viendo esto tiene alguna información, por favor, contacten con las autoridades de la policía local o con el FBI».
Will, muy serio, se levantó y se puso la chaqueta. Se recolocó el capullo de rosa en la solapa.
—Joe y Mary, gracias por la cena y gracias por vuestra hospitalidad. Tengo que ponerme en marcha.
A esa hora del día no había mucho tráfico en la circunvalación de la ciudad. Antes habían parado en una tienda de comestibles de Rosedale Avenue, donde Nancy había comprado provisiones mientras él se revolvía inquieto en el coche. En el asiento de atrás había dos bolsas llenas de comida, pero no, había dicho ella enfáticamente, no iba a comprarle nada de bebida.
Avanzaban a velocidad constante por la carretera del río Hutch, hacia el puente de Whitestone. Will le recordó que llamara a su hija, luego se quedó en silencio y observó el color naranja tostado del estuario de Long Island bajo la luz del sol.
La casa de los abuelos de Nancy se encontraba en una calle tranquila de casitas tamaño postal de Forest Hills. Su abuelo tenía Alzheimer y estaba en una casa de acogida; su abuela, tomándose un respiro en casa de una nieta que tenía en Florida. El viejo Ford Taurus del abuelo estaba aparcado en el garaje que había tras la casa, por si acaso se encontraba una cura, bromeó Nancy con humor negro. Llegaron al atardecer y aparcaron frente a la casa. Las llaves del garaje estaban bajo un ladrillo; las llaves del coche, dentro del garaje, bajo una lata de pintura. El resto dependía de Will.
Él se inclinó y la besó; se quedaron abrazados un largo rato, como una pareja en el autocine.
—Tal vez deberíamos entrar —soltó Will.
Ella le golpeó juguetonamente la frente con los nudillos.
—¡No voy a colarme en casa de mi abuela para echar un polvo!
—¿Es mala idea?
—Malísima. Además, te entraría sueño.
—Eso no estaría bien.
—No, no estaría bien. Llámame en cada parada que hagas en el camino, ¿vale?
—Vale.
—¿Tendrás cuidado?
—Sí.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
—Hoy ha pasado algo en el trabajo que no te he contado —le dijo dándole un último beso— John Mueller ha estado por allí unas horas. Sue nos ha puesto juntos para que trabajemos en los robos de bancos de Brooklyn. He hablado con él un rato y... ¿sabes qué?
—¿Qué?
—Creo que es gilipollas.
Will rió, alzó el pulgar y abrió la puerta del coche. —Entonces mi trabajo aquí ya está hecho.
Mark estaba nervioso. ¿Por qué había accedido a ir si estaba de vacaciones?
No era lo suficientemente rápido ni fuerte para plantarle cara a las situaciones él solo. Siempre había sido el perrito faldero de sus padres, profesores y jefes, siempre complaciente y temiendo defraudar. No quería abandonar el hotel y explotar esa burbuja en la que vivían Kerry y él.
Ella estaba en el cuarto de baño, preparándose para salir. Habían planeado una noche por todo lo alto: cena en Rubochon's en la mansión MGM, un poco de blackjack y, ya de vuelta en el Venetian, unas copas en el Tao Beach Club. Tendría que acostarse temprano e ir directamente al aeropuerto, probablemente no se sentiría demasiado bien cuando amaneciera, pero ¿qué otra cosa podría hacer en ese momento? Si no aparecía, saltarían todas las alarmas.
Vestido ya para la noche e inquieto, se conectó a internet usando la línea de alta velocidad del hotel. Meneó la cabeza: otro correo de Elder. Aquel hombre le estaba dejando seco, pero un trato era un trato. Tal vez se había quedado corto pidiéndole cinco millones de dólares. Quizá tuviera que sangrarle otros cinco dentro de unos meses. ¿Qué podía hacer el tipo? ¿Decir que no?
Mientras Mark trabajaba con la nueva lista de Elder, el equipo de Malcolm Frazier estaba en Alerta Alfa: turno durmiendo en catres y alimentándose con comida fría. Si los malos humos ya los llevaban de serie, la perspectiva de pasar una noche lejos de sus esposas y novias les hacía sentirse desgraciados. Frazier incluso había obligado a Rebecca Rosenberg a que pasara allí la noche, una novedad. Aquella situación la tenía fuera de sí, estaba hecha polvo.
Frazier señaló su monitor con irritación.
—Mira. Otra vez está en ese portal codificado. ¿Por qué demonios no podéis traspasar eso? ¿Cuánto vais a tardar? Ni siquiera sabemos quién está al otro lado.
Rosenberg lo fulminó con la mirada. Estaba viendo exactamente lo mismo que él en su propia pantalla.
—¡Es uno de los mejores científicos en seguridad informática del país!
—Pues tú eres su jefa, así que traspasa el maldito código, ¿vale? ¿Qué van a decir si tenemos que pasarle esto a la Agencia de Seguridad Nacional? Se supone que eres la mejor, ¿recuerdas?
Rosenberg soltó un chillido de frustración y los hombres que había en la sala se sobresaltaron.
—¡El mejor es Mark Shackleton! ¡Yo solo le firmo las fichas de entrada y de salida! ¡Cállate y déjame hacer mi trabajo!
Mark casi había terminado ya con su correo electrónico cuando la puerta del cuarto de baño se abrió un poco y oyó la voz cantarina de Kerry.
—¡Ya me queda poco!
—Ojalá no tuviera que volver mañana al trabajo —dijo él por encima del sonido de la televisión.
—Sí. Ojalá.
Pulsó el botón de silencio. A ella le gustaba hablar desde el cuarto de baño.
—Igual podemos reservar para el próximo fin de semana.
—Sería estupendo. —El agua del grifo corrió durante un segundo, luego paró—. ¿Sabes lo que también sería estupendo?
Él se desconectó y guardó el ordenador en su funda.
—¿Qué?
—Que el próximo fin de semana fuéramos juntos a Los Ángeles, tú y yo. Vamos, que los dos queremos vivir allí. Ahora que has conseguido todo ese dinero, podrías dejar tu estúpido trabajo con los ovnis y dedicarte a escribir guiones de cine, y yo podría dejar mi estúpido trabajo de acompañante y mi estúpido trabajo con las vasectomías y ser actriz, igual hasta una actriz de las de verdad. Podríamos ir a buscar casa el fin de semana que viene. ¿Qué me dices? Lo pasaríamos bien.
La cara de Will Piper ocupaba toda la pantalla de plasma. «¡Dios! —pensó Mark—. ¡Es la segunda vez en dos días!»Volvió a dar sonido a la tele.
—¿Me has oído? ¿No te parece que lo pasaríamos bien?
—¡Espera un segundo, Kerry, enseguida estoy contigo!
Escuchó los informativos aterrorizado. Sentía como si una boa constrictor se le hubiera enroscado alrededor del pecho y le estuviera apretando hasta cortarle la respiración. ¿El día anterior alardeaba de que tenía nuevas pistas y de pronto se había convertido en un fugitivo? ¿Y que le llamaran estando de vacaciones era pura coincidencia? Sus doscientos puntos de coeficiente intelectual se pusieron a remar en la misma dirección.
—Mierda, mierda, mierda, mierda...
—¿Qué dices, cariño?
—¡Ahora estoy contigo!
Cuando cogió de nuevo el portátil, las manos le temblaban como si tuviera malaria.
Nunca había querido hacer eso. En Área 51 había un montón de gente que había sentido la tentación, para eso estaban los vigilantes, para eso eran sus algoritmos, pero él no era como el resto. El era del tipo «esto es lo que hay». Y ahora necesitaba desesperadamente saber. Introdujo su contraseña y se registró en la base de datos pirateada que tenía almacenada en su disco duro. Tenía que trabajar con rapidez. Si se paraba a pensar en lo que estaba haciendo lo mandaría todo al garete.
Comenzó a introducir nombres.
Kerry salió del cuarto de baño, iba de punta en blanco con un provocativo vestido rojo y su nuevo reloj resplandeciendo en su muñeca.
—¡Mark! ¿Qué te pasa?
Tenía el ordenador cerrado en su regazo pero berreaba como un niño pequeño, sollozos de los que encogen el corazón y torrentes de lágrimas. Ella se arrodilló junto a él y le rodeó con sus brazos.
—¿Estás bien, cariño?
Mark sacudió la cabeza.
—¿Qué ha pasado?
Tenía que pensar rápido.
—Me han enviado un correo. Mi tía ha muerto.
—¡Oh, cariño, lo siento mucho! —Mark se levantó; temblaba, no, era más que eso: le faltó poco para desmayarse. Ella se puso en pie con él y le dio un abrazo enorme, lo cual impidió que Mark se cayera de espaldas—. ¿Ha sido así, de improviso?
Asintió con un gesto e intentó secarse las lágrimas con la mano. Kerry fue a buscar un pañuelo, volvió corriendo junto a él y le limpió la cara como lo haría una madre con un niño desvalido.
—Escucha, tengo una idea —dijo él como un autómata—. Iremos a Los Ángeles esta noche. Ahora mismo. En coche. Mi coche se calienta mucho. Iremos en el tuyo. Mañana compraremos una casa, ¿vale? En las colinas de Hollywood, donde viven los escritores y los actores. ¿Vale? ¿Puedes hacer las maletas?
Ella se lo quedó mirando, preocupada y perpleja.
—¿Estás seguro de que quieres ir ahora mismo, Mark? Acabas de sufrir un shock. ¿Y si esperamos a mañana?
Marx dio un zapatazo en el suelo y gritó como lo haría un crío:
—¡No! ¡No quiero esperar! ¡Quiero ir ahora!— Ella dio un paso atrás.
—¿Por qué tanta prisa, cariño? —Kerry comenzaba a asustarse.
Estuvo a punto de volver a echarse a llorar, pero consiguió controlarse. Respirando profundamente a través de sus bloqueadas fosas nasales, guardó su portátil y apagó el teléfono móvil.
—Porque la vida es muy corta, Kerry. Joder, es demasiado corta.