Reggie Saunders estaba dándose un revolcón con Laurel Barnes, la pechugona esposa del teniente coronel Julián Barnes, en la cama con baldaquín del teniente coronel. Se lo estaba pasando en grande. Se hallaba en una magnífica casa de campo con un magnífico dormitorio, un estupendo fuego para quitarse el frío y una agradecida señora Barnes acostumbrada a cuidar de sí misma mientras su marido estaba en la guerra.
Reggie era un tipo robusto y rubicundo con una barriga cervecera muy masculina. Su sonrisa infantil y unos hombros de una anchura imposible conquistaban a todo tipo de mujeres, incluida la actual. Oculta tras sus travesuras y su afabilidad había una brújula de la moral que estaba rota. La flecha siempre apuntaba en la misma dirección: hacia Reggie Saunders. Siempre había parecido que el mundo estaba en deuda con él por el mero hecho de existir, y su triunfante paso por la Segunda Guerra Mundial, con ojos, extremidades y genitales intactos, era para él una muestra más de que la agradecida nación debería continuar facilitándole sus necesidades, tanto económicas como sensuales. Las leyes de la Corona y las buenas costumbres en sociedad eran señales de guía aproximadas para su mundo, algo tal vez a tener en cuenta, para después soslayarlo.
Su servicio en la guerra empezó de una manera sucia e incómoda como sargento segundo en la octava compañía de Montgomery que intentaba desplazar a Rommel de Tobruk. Después de demasiado tiempo en el desierto, en 1944 consiguió un traslado desde el norte de África a la Francia liberada, a un regimiento cuya tarea era recuperar y catalogar las piezas de arte que los nazis habían robado.
Su jefe era el caballero más afable que jamás había conocido, un catedrático de Cambridge para el que ejercer el mando era preguntar educadamente a sus hombres si podrían ayudarle con esto o con lo otro. Lo increíble era que el ejército había acertado con el comandante Geoffrey Atwood y había encontrado un trabajo que realmente se ajustaba a las habilidades de este profesor de universidad de Arqueología y Antigüedades, en lugar de haberlo destinado, peligrosa e ineficazmente, a cualquier sitio con un mapa, prismáticos y armas de largo alcance.
El trabajo de Saunders consistía principalmente en dirigir a un batallón de muchachos para que sacaran unas pesadas cajas de madera de unos sótanos y las transportaran a otros sótanos. Jamás compartió un sentimiento de indignación moral ante los saqueos de los alemanes. Sus robos le parecían comprensibles dadas las circunstancias. De hecho, bajo su vigilancia una o dos chucherías pasaron por sus manos a cambio de unos cuantos billetes, y ¿por qué no? En la posguerra pasaba de una tarea a otra, reconstruyendo aquí y allá, huyendo de los enredos sentimentales cuando era necesario. Cuando Atwood le llamó para saber si le interesaría un poco de aventura en la isla de Wight, estaba entre varios compromisos, así que le contestó: «Silbe, jefe, y le seguiré a cualquier parte».
En estos momentos Reggie estaba dale que te pego perdido plácidamente en un mar de carne rosada que olía a talco y a lavanda. La mujer de la casa gorjeaba de una manera que lo transportaba hasta el aviario de Kew Gardens, adonde lo llevaron cuando era un muchacho para que adquiriera un poco de cultura natural. No tardó en volver al presente. La tenía a punto de caramelo, y su abuelo siempre le había dicho que una faena que merecía la pena, merecía la pena hacerla bien. Entonces oyó un sonido mecánico, un rumor gutural.
Los años patrullando por la noche en los desiertos del Líbano y Marruecos habían entrenado su oído, una técnica de supervivencia que volvió a poner en práctica.
—¡No pares, Reggie! —se quejó la señora Barnes.
—Aguanta un segundo, corazón. ¿No has oído eso?
—Yo no oigo nada.
—El motor. —No era el coche de un sirviente, desde luego que no. Estaba seguro de que era el motor de un purasangre—. ¿Estás segura de que tu maridito no está al llegar?
—Ya te lo he dicho. Está en Londres. —Le agarró las nalgas e intentó que siguiera dándole.
—Viene alguien, cielo, y no es el puñetero cartero.
Salió de la cama desnudo y separó las cortinas. Un par de faros atravesaban la oscuridad. Un Invicta color cereza estaba enfilando el camino de entrada, la gravilla crujía a su paso; era un modelo de una belleza tan particular, que lo reconoció en cuanto las farolas lo iluminaron.
—¿A quién conoces que tenga un Invicta rojo? —preguntó.
Si hubiera dicho: «Satanás está llamando a la puerta», el efecto habría sido el mismo.
Ella saltó de la cama, y, profiriendo agudos sonidos de alerta y miedo, recogió su ropa interior.
—Tiene que ser el coche del teniente coronel —dijo Reggie, fatalista, encogiendo sus grandes hombros—. Me voy volando, cielo. Chao.
Saltó dentro de sus pantalones, se apretó la ropa contra el pecho y salió embalado por la escalera trasera hacia la cocina. Estaba atravesando ya la puerta de servicio cuando el teniente coronel entraba en el vestíbulo llamando alegremente a su esposa:
—¡Yuju! ¡Adivina quién ha llegado a casa un día antes!
Reggie acabó de vestirse en el jardín y empezó a tiritar al instante. En tanto que la semana anterior había hecho un calor impropio de esa estación, en ese momento una masa de aire frío del norte martilleaba el termómetro. Se había encontrado con la mujer fuera del pub y ella le había llevado a su casa. Ahora estaba a por lo menos diez kilómetros de la base y pensó que no le quedaba otra que patear.
Avanzó de puntillas hasta la puerta de entrada. El Invicta de 1930 irradiaba calor. La cabina era profunda, como una bañera con asientos acanalados de cuero rojo. Las llaves estaban en el contacto. Su proceso analítico no era complicado: tengo frío, el coche está caliente, me lo llevo prestado y voy un poco más allá de la carretera. Entró y le dio al contacto. El motor Lagonda de ciento cuarenta caballos rugió y cobró vida, demasiado alto. Un segundo más tarde estaba aterrorizado. ¿Dónde demonios estaba la caja de cambios? Pasó las manos por todos sitios, intentando palparla. La puerta de la casa se abrió de golpe.
Entonces lo recordó: ¡aquel era el primer coche de transmisión automática que había habido en Gran Bretaña! Empujó el acelerador y la transmisión realizó su función con suavidad. El coche salió disparado levantando gravilla a su paso. En el retrovisor vio a un hombre de mediana edad muy enfadado alzando al aire sus puños apretados. El ruido del motor ahogaba lo que fuera que estuviera diciendo.
—¡Lo mismo digo, colega! —gritó Reggie—. Gracias por tu motor y gracias por tu señora.
Aparcó el Invicta fuera del pub de Fishbourne y recorrió a paso rápido el último kilómetro, silbando en la oscuridad y frotándose las manos para calentárselas. Una hoguera de troncos hasta los topes de parafina ardía en la base, lo que le ayudó a orientarse. Una capa densa de nubes difuminaba la luz de la luna; el cielo nocturno tenía el color de la franela gris. Los vapores del fuego se alzaban oscuros y espesos como depravadas arpías, y Reginald siguió su ascenso hasta que alcanzaron la amenazadora aguja de la catedral de la abadía de Vectis y los perdió.
Cuando Reggie se acercaba al fuego para calentarse, se abrió una puerta de una de las destartaladas caravanas.
—¡Gawd! —gritó un joven larguirucho—. ¿A que no sabes quién ha vuelto? ¡A Reggie le han dado la patada!
—Me he largado porque me ha dado la puta gana, chaval —replicó Reggie secamente—. ¿Queda algo de comida?
—Supongo que habrá latas de alubias.
—Pues saca una. Estoy hambriento después del polvo.
El chaval soltó una risotada, pero aquella palabra debía de tener una cualidad mágica, porque las puertas de las cuatro caravanas se abrieron y sus ocupantes salieron para escuchar más. Hasta el mismísimo Geoffrey Atwood, con un grueso jersey de lana de cuello alto, y dando caladas a su pipa con aspecto reflexivo, emergió de la caravana del jefe.
—¿Alguien ha dicho polvo?
—¿No estaréis esperando que os lo cuente con pelos y señales?
—Sí, por favor, sí —dijo libidinosamente el joven larguirucho, Dennis Spencer.
Era un novato de Cambridge con la cara llena de espinillas; lo suficientemente joven como para haberse librado del servicio a la patria.
Había otros cuatro, tres hombres y una mujer, todos del departamento de Atwood. Martin Bancroft y Timothy Brown, al igual que Spencer, no habían acabado la carrera, eran estudiantes maduros que habían vuelto de la guerra para completar sus interrumpidos estudios. Martin jamás había salido de Inglaterra. Lo habían destinado a Londres como oficial del servicio de inteligencia. Timothy había sido el encargado del radar en una fragata de la marina que operaba principalmente en el Báltico. Ambos estaban encantados de volver a Cambridge y les emocionaba la posibilidad de hacer un poco de trabajo de campo.
Ernest Murray era mayor que el resto, rondaba la treintena y estaba terminando su doctorado en Antigüedades, que había tenido que abandonar apresuradamente cuando los alemanes invadieron Polonia. En Indochina había presenciado la acción pura y dura, lo que le dejó terriblemente inseguro de sí mismo. De alguna manera la arqueología anglosajona ya no le parecía relevante y no era capaz de imaginar qué haría durante el resto de su vida.
La única mujer del grupo era Beatrice Slade, profesora de Historia Medieval y confidente académica de Atwood, que prácticamente había llevado el departamento de este durante la guerra. La señorita era un volcán en erupción de lo más guasón, lesbiana declarada y famosa por ello. Reggie y ella eran seres humanos esencialmente incompatibles. Cuando ella se daba la vuelta, él se mofaba cruelmente de su sexualidad, y cuando era Reggie quien se daba la vuelta Beatrice hacía lo propio con él.
—Vaya, estamos todos levantados —dijo Atwood, parpadeando ante el ardor del fuego—. ¿Nos tomamos un café mientras Reggie nos cuenta su historia?
—Yo lo preparo, profe —se ofreció Timothy.
—Bueno, ¿cómo ha ido, Reg? —preguntó Martin—. Creía que esta noche dormirías en una cama de plumas y que no volverías a este cuchitril mohoso.
—Tuve un problemilla, colega —respondió—. Nada que no pudiera controlar. —Se lió un cigarrillo y pasó la lengua por el papel.
—¿Nada que no pudieras controlar? —repitió Beatrice con sorna—. ¿Te bloqueaste porque quería más? —Movió las caderas como si fuera una fulana y todos, incluso Atwood, se partieron de risa.
—Muy gracioso, muy divertido —dijo Reggie—. Su marido llegó a casa antes de lo previsto y tuve que ahuecar el ala ipso facto para evitar un encuentro desagradable.
—Y dígame, señor Saunders —dijo Dennis fingiendo respeto hacia el que le superaba en edad—, mientras ahuecaba el ala, ¿llevaba usted el culo al aire?
Y volvieron a explotar. Atwood dio varias caladas a su pipa y dijo pensativamente:
—Es una imagen bastante desagradable.
Era una mañana invernal en la que habían caído unos pocos copos de nieve; parecía como si hubieran echado sal en la tierra. Ernest se las arreglaba para hacer un desayuno completo para los siete con solo dos fogones. Envueltos en capas de lana, se sentaban alrededor del fuego, sobre cajas de leche, y recobraban las fuerzas con jarras humeantes de té dulce. Mientras engullía un triángulo de pan tostado y mojado en yema de huevo, Atwood miró el mar helado más allá del frío campo.
—¿De quién fue la idea de excavar en enero? —dijo.
Una cálida mañana de verano o una fresca mañana otoñal habrían estado mejor, pero lo cierto es que para todos ellos era realmente extraordinario estar allí, fueran cuales fuesen la estación y las condiciones. Les parecía que el día anterior estaban todavía en plena guerra, soñando con lo maravilloso que sería hacer un poco de arqueología en una pacífica isla. Así que en cuanto Atwood recibió la subvención del Museo Británico para reanudar sus excavaciones en Vectis, se apresuró a organizarlo todo y al carajo con el invierno.
Reggie era el supervisor de obras. Miró su reloj, se levantó y con su mejor voz de sargento mayor gritó:
—¡Está bien, chicos, es hora de moverse! ¡Hoy tenemos un montonazo de polvo que mover!
Timothy señaló a Beatrice de una manera exagerada.
—¿Chicos? —preguntó.
—Tienes razón —dijo Reggie, aceptando el reto—. Mis disculpas. Es demasiado mayor para llamarle chico.
—Vete a tomar por culo, pajillero de mierda —dijo ella.
La excavación de Atwood ocupaba una esquina de los terrenos de la abadía, lejos de donde estaban la mayoría de los edificios. El abad, Dom William Scott Lawlor, un clérigo de voz suave apasionado por la historia, había tenido la amabilidad de permitirles acampar dentro del complejo. A cambio, Atwood le informaba de sus progresos; el sábado anterior, Lawlor incluso había aparecido por allí vestido con vaqueros y anorak y se había pasado una hora rascando un metro cuadrado de tierra con una pala pequeña.
El grupo de excavadores atravesaba el campo cuando las campanas de la catedral anunciaron la misa de las nueve de la mañana y la hora tercia. Arriba, las gaviotas descendían en picado y se quejaban, y en la distancia se agitaban las aceradas olas del Solent. Al este, la aguja de la catedral lucía magnífica contra el resplandeciente cielo. Cruzando los campos, diminutas figuras —monjes con oscuros ropajes— desfilaban hacia la iglesia desde sus dormitorios. Atwood los observó, con los ojos entrecerrados por la luz del sol; le maravillaba su intemporalidad. ¿Acaso habría visto una escena muy diferente si hubiera estado en ese mismo sitio mil años antes?
El yacimiento estaba delimitado con estacas y cordel. Cubría una extensión de cuarenta metros por treinta, rica tierra marrón con hierba desprovista de la capa superficial. Desde la distancia se veía claramente que se hallaba en una depresión, aproximadamente un metro por debajo de las tierras que lo rodeaban. Fue ese espacio vacío lo que llamó la atención de Atwood cuando inspeccionó las tierras de la abadía antes de la guerra. Estaba claro que allí se había llevado a cabo algún tipo de actividad.
Pero ¿por qué tan lejos del complejo principal de la abadía?
En las dos breves excavaciones de 1938 y 1939, Atwood había encontrado cimiento de piedra y trozos de cerámica, algunos del siglo XII, pero la mayoría del siglo XIII. En el fragor de la guerra, a menudo viajaba con el pensamiento a Vectis. ¿Por qué demonios se había construido una estructura del siglo XII allí, tan aislada del centro de la abadía? ¿Tendría un fin eclesiástico o secular? En los archivos de la biblioteca de la abadía no se mencionaba el edificio. Tuvo que resignarse y aceptar que no podía enfrentarse al misterio hasta que no derrotaran a Hitler.
En la cara sur del yacimiento, frente al mar, Atwood estaba abriendo la zanja principal, una sección de unos treinta metros de largo, cuatro de ancho y por lo pronto tres metros de profundidad. Reggie, que era bueno con la maquinaria pesada, había empezado a abrir la zanja con una excavadora, y ahora todo el equipo estaba allí abajo haciendo el trabajo de cubo y pala. Estaban siguiendo lo que quedaba del muro sur de la estructura hasta los cimientos para ver si encontraban un nivel de ocupación que contuviera más datos.
Atwood y Ernest Murray estaban en la esquina sudeste, limpiando el muro con paletas para tomar fotografías de la sección.
—Este nivel —dijo Atwood señalando una banda irregular de tierra negra que recorría toda la sección—, ¿ves que sigue por encima del muro? Aquí hubo un fuego.
—¿Accidental o deliberado? —preguntó Ernest.
Atwood le dio una chupada a su pipa.
—Nunca es fácil saberlo. Es posible que lo encendieran como parte de un ritual.
Ernest frunció el entrecejo.
—¿Con qué propósito? Esto no era precisamente un enclave pagano. ¡Es del mismo tiempo que la abadía y se halla en su perímetro!
—Excelente apreciación, Ernest. ¿Estás seguro de que no quieres hacer carrera en la arqueología?
El joven se encogió de hombros.
—No lo sé.
—Bueno, mientras consideras tu destino, tomemos esas fotografías y excavemos otro medio metro. No podemos estar muy lejos del suelo.
Atwood asignó a los tres estudiantes a la esquina sudeste para que hicieran la zanja más profunda. Beatrice estaba sentada a una mesa plegable, junto a la sección, catalogando fragmentos de cerámica, de modo que Atwood se llevó a Ernest y a Reggie a la esquina noroeste del yacimiento, donde abrirían una pequeña zanja en un intento de encontrar el otro lado del muro de contención. A medida que la mañana avanzaba, el calor aumentó y ellos empezaron a desprenderse de capas hasta que se quedaron en mangas de camisa.
A la hora del almuerzo Atwood se acercó a la zanja más profunda.
—¿Qué tenemos aquí? ¿Eso es otro muro? —preguntó.
—Eso creo —dijo Dennis, ilusionado—. Íbamos a ir a decírselo.
Habían dejado al descubierto la parte superior de un muro de piedra más fino que corría paralelo a unos dos metros de los cimientos.
—¿Ve? Ahí hay un hueco, profesor —intervino Timothy—. ¿Puede ser que ahí hubiera una puerta?
—Bueno, tal vez. Es posible. —Atwood bajó por una escalerilla—. Me preguntaba si podrías rebajar un poco esta área. —Señaló a una zona polvorienta—. Si el muro interior se extiende hacia el exterior perpendicularmente, diría que se trata de una pequeña habitación. ¿No sería estupendo?
Los tres jóvenes se pusieron de rodillas para darle a la paleta. Dennis trabajó cerca del muro exterior; Martin, junto al interior, y Timothy, en el medio. Unos minutos después todos habían llegado a la piedra.
—¡Tenía razón, profesor! —dijo Martin.
—Bueno, hace unos cuantos años que me dedico a esto. Se te despierta una sensibilidad especial ante estas cosas. —Estaba contento, así que encendió su pipa para celebrarlo—. Después del almuerzo cavaremos hasta el nivel del suelo y veremos si podemos averiguar para qué se usaba esta pequeña habitación.
Los jóvenes almorzaron rápido; estaban deseando llegar al suelo del yacimiento. Se zamparon los sándwiches de queso y la limonada y volvieron a saltar al hoyo.
—¡No impresionáis a nadie, estúpidos lameculos! —gritó Reggie tras ellos mientras se recostaba sobre un montón de polvo y encendía uno de sus cigarrillos liados.
—Cierra tu bocaza, Reg —dijo Beatrice—. Déjales en paz. Y líanos un piti a nosotros también.
Una hora después los jóvenes llamaban a los demás. Los tres estudiantes estaban de pie rodeando los límites de una pequeña habitación; parecían impresionados de lo que habían conseguido.
—¡Mirad! ¡Hemos encontrado el suelo! —exclamó Dennis.
Una superficie de suaves piedras oscuras, talladas de manera experta para que encajaran con otras, había quedado a la vista. Pero lo que atrajo la mirada de Atwood fue otra cosa.
—¿Qué es esto? —preguntó mientras bajaba para verlo de cerca.
En la esquina sudoeste de la pequeña habitación había una piedra muy grande, que parecía fuera de sitio. Las losas del suelo eran de pizarra, pero ese trozo más grande era un bloque de piedra caliza de unos dos metros por uno y medio, y bastante grueso. Sobresalía casi treinta centímetros del nivel del suelo y tenía unos bordes irregulares.
—¿Alguna idea? —preguntó Atwood a los suyos mientras escarbaba alrededor con su paleta.
—No parece que forme parte del conjunto, ¿verdad? —dijo Beatrice.
Ernest hizo algunas fotografías.
—Alguien se tomó muchas molestias para meter esto aquí. —Deberíamos intentar moverlo —dijo Atwood—. Reg, ¿quién dirías que tiene la espalda más fuerte?
—Beatrice —contestó Reggie.
—Que te den, Reg —replicó ella—.Vamos a ver cuánta fuerza tienen tus famosos musculitos.
Reggie cogió una barra e intentó encontrar un hueco bajo la caliza donde pudiera meterla y hacer palanca. Usó una roca como punto de apoyo, pero a pesar de eso el bloque no se movía.
—¡Vale! —Sudaba—.Voy a por la maldita excavadora.
Tardó una hora en hacer una rampa con la excavadora mecánica para bajar hasta el bloque de forma segura.
Una vez situado, lo bastante cerca para alcanzar la roca con la pala y lo bastante lejos del borde del tajo como para evitar un desplome, gritó desde la cabina que ya estaba listo. Sobre el petardeo del motor diesel las campanas llamaron al servicio de la hora nona.
Reggie golpeó los dientes de la pala contra el borde de la piedra caliza y lo pilló a la primera. Replegó la pala sobre su brazo y el bloque de piedra se levantó.
—¡Para! —gritó Atwood. Reggie detuvo la máquina—. ¡Traed una palanca!
Martin saltó al agujero e introdujo la barra de hierro en el hueco entre la piedra caliza y las losas de piedra. Apoyó todo su cuerpo contra la barra pero no consiguió moverla ni un centímetro.
—¡Pesa demasiado! —gritó.
Mientras Martin hacía una presión continua, Reggie volvió a mover la pala; la piedra se deslizó un poco, después otro poco. Martin iba guiándola con la palanca, y cuando se había corrido lo justo para que tuviera estabilidad, empezó a agitar los brazos como un loco.
—¡Para! ¡Para! ¡Venid aquí! ¡Venid!
Reggie detuvo el motor y todos se abrieron paso hasta el agujero.
Dennis fue el primero en verlo.
—¡Hostia!
Timothy meneó la cabeza.
—Madre mía, lo que hay aquí...
Mientras los demás miraban muertos de curiosidad, Reggie encendió una colilla que se había guardado en el bolsillo de la camisa y dio una larga calada.
—Joder... ¿Se suponía que eso tenía que estar ahí, profe?
Atwood se alborotó su cada vez menos poblada cabellera.
—Vamos a necesitar algo de luz —dijo.
Todos miraban el interior de un agujero negro y profundo; los rayos oblicuos del sol vespertino revelaban lo que parecían unas escaleras de piedra que se adentraban en la tierra.
Dennis corrió al campamento a por todas las linternas que pudiera encontrar. Volvió, colorado y resoplando, y las repartió entre sus compañeros.
Reggie sentía que debía proteger a su antiguo jefe, así que insistió en ir delante. En su día había limpiado unos cuantos búnkeres subterráneos de Rommel y sabía cómo apañárselas en un espacio estrecho. Todos los demás siguieron al hombretón en fila india; Beatrice había dejado a un lado su habitual bravuconería y cerraba la marcha con timidez.
Cuando todos terminaron de bajar por esa estrecha escalera de caracol que, según las estimaciones de Atwood, descendía de doce a quince metros dentro de la tierra, se encontraron apiñados en una habitación no mucho mayor que el interior de dos taxis londinenses. El aire estaba estancado, y Martin, que tenía predisposición a la claustrofobia, se agobió de inmediato.
—Esto está un poco cerrado —gimió.
Todos movían sus linternas alrededor y los haces de luz se cruzaban cual reflectores durante un bombardeo aéreo.
Reggie fue el primero en percatarse de que había una puerta.
—¡Vaya! ¿Qué haces tú aquí? —Inspeccionó con la linterna la superficie agujereada por los gusanos. Una enorme llave de hierro sobresalía del ojo de una cerradura.
Atwood dirigió su luz hacia ella.
—De perdidos, al río. ¿Os animáis?
El joven Dennis se acercó.
—¡Por supuesto!
—Perfecto —dijo Atwood—.Tú primero, Reggie.
Beatrice, desde atrás, no podía ver qué estaba sucediendo.
—¿Qué? ¿Qué vamos a hacer? —preguntó con voz tensa.
—Vamos a abrir un portón del copón —explicó Timothy.
—Bueno, daos prisa o me voy arriba —dijo Martin—, aquí no puedo respirar.
Reggie giró la llave y se oyó el sonido metálico de un mecanismo en funcionamiento. Apretó la palma de la mano contra la fría superficie de la madera, pero la puerta no se movió. Resistió a sus esfuerzos hasta que apoyó todo el peso de su hombro contra ella.
Crujió y se abrió lentamente.
Pasaron uno a uno como si fueran una cadena de presidiarios y barrieron con los haces de sus linternas el nuevo espacio.
Esa sala era mayor que la primera, mucho más grande.
Sus cerebros intentaban crear algo coherente con esa mezcla de imágenes estroboscópicas, pero ver no es lo mismo que creer, al menos al principio.
Nadie se atrevía a hablar.
Estaban en una cámara con una alta cúpula de las dimensiones de una sala de conferencias o un teatro pequeño. El aire era frío, seco y estanco. El suelo y las paredes eran de grandes bloques de piedra. Atwood tomó nota de estas características estructurales, pero lo que llamó su atención fue una larga mesa de madera y un banco. La recorrió de izquierda a derecha con la linterna y calculó que la mesa medía más de seis metros de largo. Se acercó más, hasta que sus muslos la rozaron. Iluminó su superficie. Había un cacharro de barro cocido del tamaño de una taza de té, con un poso negro. Un poco más abajo, en el banco, había otro cacharro, y otro, y otro.
¿Era posible eso?
Atwood dirigió el haz de luz más allá de la mesa. Había otra mesa. Y tras esta, otra. Y otra. Y otra.
Su cerebro trabajaba.
—Creo que sé qué es esto.
—Soy todo oídos, profe —dijo Reggie en voz baja—. ¿Dónde demonios estamos?
—En un scriptorium. Un scriptorium subterráneo. Simplemente asombroso.
—Si supiera qué significa eso —dijo Reggie, irritado—, supongo que sabría qué es esto.
—Es donde los monjes copiaban los manuscritos —explicó Beatrice, sobrecogida—. Si no me equivoco, es el primero que se descubre en un subterráneo.
—No te equivocas —dijo Atwood.
Dennis se disponía a coger uno de los tinteros cuando Atwood le detuvo.
—No toques nada. Hay que fotografiarlo todo in situ, tal como lo hemos encontrado.
—Perdón —dijo Dennis—. ¿Cree que encontraremos manuscritos aquí abajo?
—¿No sería maravilloso? —dijo Atwood arrastrando la voz—. Pero no me hago ilusiones.
Decidieron separarse en dos grupos para explorar los límites de la cámara. Ernest se llevó a los tres estudiantes a la derecha. Atwood, Reggie y Beatrice fueron hacia la izquierda.
—Vigilad por dónde pisáis —advirtió Atwood.
Contó las hileras de mesas y cuando llegó a quince vio que Reggie estaba iluminando otro portón que había al final de la habitación.
—¿No le gustaría pasar por esta? —preguntó Reggie.
—¿Por qué no? —contestó Atwood—. De todos modos, nada puede superar esto.
—Seguro que es el váter —bromeó Beatrice, nerviosa.
Estaban prácticamente pegados a Reggie mientras este levantaba el pesado cerrojo, tiraba de la puerta y la abría. Los tres iluminaron el interior al unísono. Atwood jadeó.
Se sintió mareado y tuvo que sentarse en el suelo. Poco a poco sus ojos volvieron a la vida.
Reggie y Beatrice se agarraron el uno al otro para darse apoyo, dos opuestos atraídos por primera vez.
Los gritos de los otros llegaron desde un rincón distante.
—¡Profesor, venga aquí! ¡Hemos encontrado unas catacumbas!
—¡Hay cientos de esqueletos, puede que miles!
—¡Siguen hasta el infinito!
Atwood no podía responder. Reggie dio unos cuantos pasos atrás para asegurarse de que su jefe se encontraba bien. Se inclinó, ayudó al viejo a ponerse en pie y gritó con voz de barítono:
—¡Que les den a esos esqueletos! Será mejor que vengáis aquí porque no vais a creeros dónde nos hemos metido.
Lo primero que pensó Atwood fue que estaba muerto, que había inhalado algún vapor tóxico y había muerto. No era un hombre religioso pero aquella tenía que ser una experiencia sobrenatural.
Pero no, era real. Si la primera cámara era del tamaño de un teatro, la segunda era como el hangar de un aeropuerto. A la izquierda, a solo unos tres metros de la puerta, había una enorme estantería de madera llena de volúmenes encuadernados en piel. A la derecha había otra idéntica, y entre las dos un pasillo lo suficientemente amplio para que pasara una persona. Atwood se recobró e inspeccionó una de las estanterías con su linterna para calcular sus dimensiones. Tenía aproximadamente quince metros de largo, diez de alto y veinte baldas. Hizo un conteo rápido de los libros que había en una balda: ciento cincuenta.
Al adentrarse en el pasillo central sintió un hormigueo en todas sus terminaciones nerviosas. A ambos lados había estanterías enormes, idénticas a las primeras y parecían extenderse hasta la oscuridad.
—Vaya mogollón de libros —dijo Reggie.
Atwood esperaba que las primeras palabras pronunciadas con ocasión de uno de los mayores descubrimientos en la historia de la arqueología hubieran sido más profundas. ¿Habría oído Cárter en la entrada de la tumba de Tutankamón: «Vaya mogollón de chatarra»? En cualquier caso, no le quedaba más remedio que estar de acuerdo.
—Desde luego.
Violó su propia regla de no tocar y presionó levemente el dedo índice contra el lomo de un libro que le quedaba a la altura de los ojos, al final de la tercera estantería. Cuero fino en excelente estado de conservación. Lo sacó con cuidado.
Pesaba mucho —como un saco de dos kilos de harina—, tenía unos cuarenta y cinco centímetros de largo, treinta de ancho y un grosor de doce. El cuero estaba frío, resplandeciente, sin ningún adorno ni marca en la cubierta, pero en el lomo vio un número enorme grabado en el cuero: 833. Los pergaminos estaban cortados de manera basta, un tanto desigual. Por lo menos había dos mil páginas.
Reggie y Beatrice estaban a su lado. Ambos dirigieron sus luces al libro que acunaba en el hueco de su brazo. Lo abrió por una página al azar.
Era una lista. Nombres, tres columnas por página, unos sesenta por columna. Antes de cada nombre había una fecha: 23 1 833. Después de cada nombre figuraba la palabra Mors o Natus.
—Es algún tipo de registro —susurró Atwood. Pasó la página. Más de lo mismo: una lista interminable—. ¿Te sugiere algo esto, Bea? —preguntó.
—Parece un registro de nacimientos y muertes como el que podría llevar cualquier parroquia en la Edad Media —contestó.
—¿No dirías que hay demasiados? —Atwood apuntó el haz de su linterna hacia el largo pasillo central.
Los otros ya habían llegado y hablaban en murmullos en la entrada de la biblioteca. Atwood les gritó que por el momento se quedaran donde estaban. No se había dado cuenta de que Reggie había avanzado por el pasillo central hasta el fondo de la cámara.
—¿De qué época crees que es esta cripta? —preguntó Atwood a Beatrice.
—Bueno, a juzgar por el trabajo de la piedra, la construcción de la puerta y la cerradura, diría que del siglo XI, tal vez del XII. Y me atrevo a afirmar que somos las primeras almas con vida que respiran este aire desde hace unos ochocientos años.
Desde una distancia de treinta metros resonó la voz de Reggie.
—Y si la marimandona es tan listilla, ¿cómo es que estoy viendo un libro en el que la fecha es el 6 de mayo de 1467?
Necesitaban un generador. A pesar de la emoción, Atwood decidió que era demasiado peligroso seguir explorando en la oscuridad. Volvieron sobre sus pasos y salieron al resplandor del final de la tarde. Después se apresuraron a cubrir la entrada a la escalera de caracol con tablones, una lona y arena para que un observador desenfrenado como Abbot Lawlor no percibiera nada en absoluto.
—Ni una palabra de esto a nadie —advirtió Atwood—. ¡A nadie!
Volvieron a la base y Reggie se llevó a dos de los chicos en busca de un generador; tenía que haber alguno en la isla. Atwood se atrincheró en su caravana para dar cuenta de todo en su libreta, en tanto que el resto hablaba en voz baja, al rumor del cordero cocido a fuego lento.
La furgoneta volvió tras la puesta de sol. Un obrero de Newport les había alquilado un generador portátil. También habían conseguido cien metros de cable eléctrico y una caja de bombillas.
Reggie abrió la puerta trasera de la furgoneta para que el profesor inspeccionara la mercancía.
—Reginald a su servicio —declaró con orgullo.
—Siempre parece estarlo. —Atwood dio una palmadita en la espalda del hombretón.
—Esto es algo gordo, ¿verdad, jefe?
Atwood calló por un momento; lo que había escrito en su diario lo intranquilizaba.
—Soñamos con encontrar algo importante —le respondió a Reg—. Algo que cambie el entorno, en realidad. Bien, pues me temo que como tú dices esto es algo demasiado gordo.
—¿A qué se refiere?
—No lo sé, Reg. Si te digo la verdad, tengo un mal presentimiento.
Pasaron toda la mañana siguiente poniendo en marcha el generador y cableando las estructuras subterráneas con luces incandescentes. Atwood decidió que lo primero de todo eran las fotografías; Timothy y Martin harían las tomas del scriptorium, Ernest y David de las catacumbas, y Beatrice y él de la biblioteca. El olor a ozono de los incesantes fogonazos del flash se mezclaba con el aire mohoso. Reggie hacía de electricista ambulante: tendía cable, cambiaba las bombillas que no iban bien y controlaba el generador, que traqueteaba en la superficie.
A media tarde descubrieron que había otra enorme biblioteca como aquella. Al final de la primera cámara había una segunda, construida al parecer en una fecha más tardía debido a la falta de espacio. La segunda cripta era tan grande como la primera, unos cuatrocientos metros cuadrados y no menos de nueve metros de alto. En cada una de las cámaras había sesenta pares de estanterías altas y largas, y cada par estaba separado por un pasillo central. La mayoría estaban atiborradas de gruesos volúmenes, excepto unos cuantos estantes vacíos al final de la segunda sala.
Tras una exploración superficial de los límites de las criptas, Atwood hizo un cálculo aproximativo en su libreta y le mostró los números a Beatrice.
—¡Demonios! —dijo ella—. ¿Has calculado bien?
—No soy matemático, pero creo que sí.
La biblioteca contenía cerca de setecientos mil volúmenes.
—Sería una de las diez bibliotecas más grandes de Gran Bretaña —dijo Beatrice.
—Y me atrevería a decir que la más interesante. ¿Seremos capaces de desentrañar por qué unos monjes medievales, si eso es lo que eran, registraron de una forma más bien compulsiva nombres y fechas del futuro? —Cerró su libreta de golpe y el ruido resonó durante un par de segundos.
—Apenas he dormido pensando en todo esto —admitió Beatrice.
—Ni yo. Ven conmigo.
La llevó a la segunda sala. El cable todavía no había llegado allí, así que Beatrice se pegó a Atwood y ambos siguieron la enfermiza luz amarilla que emitía su linterna. Se sumergieron en la oscuridad del fondo de la sala. El profesor se detuvo y tocó uno de los lomos: 1806.
Avanzó hacia otra fila.
—Ah. Nos vamos acercando, 1870. —Siguió su marcha, observando las fechas de los lomos, hasta que por fin dijo—: Aquí está, 1895, un año muy bueno.
—¿Por qué? —preguntó Beatrice.
—Es el año en que nací. Veamos. Acerca la luz, ¿puedes? No, tenemos que ir un poco más atrás, este empieza en septiembre. —Puso el libro en su sitio y probó con algunos de los que había cerca hasta que exclamó—: ¡Aja! Enero de 1895. Mi cumpleaños fue hace quince días, ya sabes. Aquí está, 14 de enero, un montón de nombres. ¡Caramba! ¡Si aquí están todas las lenguas que existen bajo el sol! Chino, árabe, inglés, español... ¿eso es finés? Si no me equivoco, esto es suajili. —Su dedo se desplazó por las columnas hasta que se detuvo—. ¡Por Dios bendito, Beatrice! ¡Mira esto! «Geoffrey Phillip Atwood 14-1-1895 Natus.» ¡Aquí estoy! ¡Estoy aquí, caramba! ¿Y cómo demonios podían saber que Geoffrey Phillip Atwood iba a nacer el día 14 de enero de 1895?
—Esto no tiene ninguna explicación racional, Geoffrey —dijo Beatrice con voz glacial.
—Salvo que eran puñeteramente inteligentes, ¿no crees? Me aventuraría a decir que son los que están en las catacumbas. Los puñeteramente inteligentes recibían un trato especial. No iban a enterrar a los especiales en un cementerio normal. Vamos a ver si encontramos algo más reciente, ¿te parece? —Hurgaron durante un rato en la segunda cámara. De repente Atwood se detuvo y Beatrice chocó contra su espalda. El profesor dejó escapar un discreto silbido—. ¡Mira esto, Beatrice!
Iluminó un montón de ropa que había en el suelo, cerca del final de una de las hileras, una masa de color marrón y negro, como si fuera un montón de ropa sucia. Se acercaron con cautela y lo miraron desde arriba, asombrados ante la visión de un esqueleto boca arriba completamente vestido.
La calavera, grande y de color pajizo, tenía restos de carne correosa y algunos mechones de pelo negro donde antes hubo cuero cabelludo. Junto a ella descansaba un gorro negro plano. El hueso occipital estaba abollado, con una fractura craneal bastante profunda, y las piedras que había bajo él estaban manchadas con sangre antigua. La ropa era de hombre: un jubón negro y acolchado con cuello alto, bombachos marrones hasta las rodillas, calzas negras sobre unos huesos largos, botas de piel. El cuerpo se hallaba sobre un largo manto negro, con el cuello remendado con una tela andrajosa.
—Está claro que nuestro amigo no es de la Edad Media —musitó Atwood.
Beatrice estaba ya de rodillas observándolo de cerca.
—Diría que es de la época isabelina.
—¿Estás segura?
Un monedero de seda púrpura, con las letras J. C. bordadas, colgaba del cinto del esqueleto. Beatrice lo tocó con el índice, abrió el cordel y volcó unas monedas de plata sobre la palma de su mano. Eran chelines y monedas de tres peniques. Atwood acercó un poco más su linterna. En el anverso podía verse el masculino perfil de Isabel I. Beatrice dio la vuelta a la moneda; sobre el escudo de armas estaba estampado con esmero: 1581.
—Sí, estoy segura —susurró—. ¿Por qué crees que está aquí, Geoffrey?
—Me parece que el día de hoy nos va a traer más preguntas que respuestas —replicó pensativo. Sus ojos recorrieron las columnas de libros que había por encima del cuerpo—. ¡Mira! ¡Estos libros están fechados en 1581! Desde luego, no es una coincidencia. Volveremos junto a nuestro amigo con el equipo de cámara, pero antes terminemos nuestra búsqueda.
Sortearon el esqueleto con cuidado y siguieron recorriendo las estanterías hasta que Atwood encontró lo que buscaba. Por fortuna, los volúmenes de 1947 estaban a mano, porque no llevaban escalera.
Iluminó las estanterías.
—¡Lo encontré! —exclamó—. ¡Aquí empieza 1947! —Emocionado, empezó a bajar volúmenes hasta que declaró triunfalmente—: ¡Hoy! ¡31 de enero!
Se sentaron el uno junto al otro en el frío suelo, apretujados entre los estantes, y apoyaron el pesado libro sobre los regazos de ambos, de modo que una mitad quedaba en las piernas de ella y la otra mitad en las de él. Revisaron una a una las páginas abarrotadas de nombres. Natus, Mors, Natus, Mors.
Atwood perdió la cuenta del número de páginas que habían pasado, cincuenta, sesenta, setenta.
Y entonces, solo un momento antes que ella, lo vio: «Reginald William Saunders Mors».
El equipo de excavadores había decidido que el Cunning Man de Fishbourne era su local. Podían llegar hasta allí caminando desde el yacimiento, la cerveza era barata y el dueño les dejaba usar la bañera reservada para los huéspedes a un penique por cabeza. El cartel del pub, un hombre de mirada aviesa, acuclillado en la corriente de un río atrapando una trucha con las manos, siempre conseguía arrancarles una sonrisa, pero esa tarde no. Se habían sentado a una larga mesa de aquella taberna llena de humo, evitando a los lugareños.
Reggie comprobó lo que le quedaba e intentó sacarle partido a la cosa.
—Si me prestas un par de pavos, esta ronda la pago yo. Mañana te los devuelvo, Beatrice.
Ella cogió su monedero y le soltó varios billetes.
—Aquí tienes, grandullón. Mañana los quiero de vuelta.
Reggie le arrebató los billetes.
—¿Usted qué piensa, profe? ¿Se cierra el telón para el bueno de Reg?
—Soy el primero en admitirlo: todo esto me deja perplejo —dijo Atwood, y a continuación vació lo que le quedaba de su pinta de cerveza. Iba por la tercera, lo cual era más de lo normal; la cabeza le daba vueltas. Bebían a un ritmo de vértigo y cada vez arrastraban más las palabras.
—Bueno, si esta es mi última noche sobre la tierra, me iré con la barriga llena de la mejor cerveza —dijo Reggie—. ¿Lo mismo para todos?
Recogió las jarras vacías y las llevó a la barra. Cuando ya no podía oírles, Dennis se inclinó hacia el grupo:
—En realidad, nadie se cree esa tontería, ¿verdad? —susurró.
Martin meneó la cabeza.
—Si es una tontería, ¿cómo es que la fecha de nacimiento del profe estaba en uno de los libros?
—Exacto —intervino Timothy.
—Tiene que haber una explicación científica —dijo Beatrice.
—¿Sí? —preguntó Atwood—. ¿Por qué todo tiene que encajar dentro del ordenado cajón de la ciencia?
—¡Geoffrey! —exclamó Beatrice—. ¿Eso ha salido de ti? ¿Del doctor Empirismo? ¿Cuándo fue la última vez que fuiste a la iglesia?
—No me acuerdo. He excavado en unas cuantas antiguas. —Tenía la mirada atontada del bebedor recién forjado—. ¿Adónde se ha ido mi cerveza? —Alzó la vista y vio a Reggie en la barra—. Ah, ahí lo tenemos. Buen chico. Sobrevivió a Rommel. Espero que sobreviva a Vectis.
Ernest estaba pensativo. No estaba tan achispado como el resto.
—Habría que hacer alguna prueba —dijo—. Comprobarlo con otra gente que conozcamos, o tal vez contrastar los personajes históricos para verificar las fechas.
—Ese es justamente el enfoque —dijo Atwood aplastando un posavasos con la mano—. Usar el método científico para demostrar que la ciencia es una tontería.
—¿Y si todas las fechas coinciden? —preguntó Dennis—. Entonces, ¿qué?
—Entonces le pasaremos esto a esos hombrecitos aterradores que hacen cositas aterradoras en sus aterradores despachitos de Whitehall —respondió Atwood.
—Ministerio de Defensa —dijo Ernest con voz queda.
—¿Y por qué a ellos? —preguntó Beatrice.
—¿Y a quién si no? —preguntó Atwood—. ¿A la prensa? ¿Al Papa?
Reggie estaba esperando a que el camarero le pusiera la última de las pintas.
—¡Por aquí la gente se muere de sed! —gritó Atwood.
—Ya voy, jefe —dijo Reggie.
Julián Barnes entró; llevaba su esplendoroso abrigo abierto, ondeando tras él. Nadie estaba más sorprendido que los lugareños, que sabían quién era pero jamás le habían visto en un pub, y mucho menos en ese. De alguna manera, su porte resultaba desagradable, una estirada mezcla de pomposidad y soberbia. Llevaba el pelo peinado hacia atrás y un bigote recortado a la perfección. Era un hombre pequeño y con pinta de hurón.
Uno de los lugareños, un sindicalista que le tenía bastante manía, dijo con sarcasmo:
—El teniente coronel nos ha confundido con las oficinas del Partido Conservador. ¡Bajando la calle a la izquierda, señor!
Barnes no le hizo caso.
—¡Díganme dónde puedo encontrar a Reginald Saunders! —vociferó en un tono de contrarréplica senatorial.
Los arqueólogos se giraron.
Reggie seguía en la barra, estaba a punto de llevarse las pintas. Se hallaba a un tiro de dardo de aquel hombrecillo pomposo.
—¿Quién quiere saberlo? —preguntó, estirándose para desplegar toda su amenazadora altura.
—¿Es usted Reginald Saunders? —inquirió Barnes en tono oficial.
—¿Quién coño eres tú, colega?
—Le repito la pregunta: ¿es usted Saunders?
—Sí, soy Saunders. ¿Tiene algún asunto pendiente conmigo?
El hombrecillo tragó saliva.
—Creo que conoce a mi esposa.
—Y su coche, jefe. No sabría decirle cuál me gusta más, la verdad.
El teniente coronel sacó una pistola de plata de su bolsillo y disparó a Reggie en la frente antes de que nadie pudiera hacer ni decir nada.
Tras su audiencia con Winston Churchill, Geoffrey Atwood fue devuelto a Hampshire en un camión del ejército cubierto con una lona. A su lado, en el banco de madera, tenía a un joven capitán impasible que solo hablaba cuando le dirigían la palabra. Su destino era una base militar de cuando la guerra; el ejército aún mantenía allí unos barracones, donde Atwood y los de su grupo habían sido retenidos.
—¿Por qué no pueden liberarme aquí mismo, en Londres? —preguntó Atwood al joven capitán al principio del viaje.
—Tengo instrucciones de devolverle a Aldershot.
—¿Por qué razón, si me permite la pregunta?
—Son las instrucciones que me han dado.
Atwood había estado el tiempo suficiente en el ejército para reconocer un objeto inamovible cuando lo veía, así que ahorró saliva. Supuso que los abogados estaban llegando a acuerdos secretos y que todo saldría bien.
Mientras el camión crujía y traqueteaba sobre sus gastados amortiguadores, él intentaba pensar en cosas agradables sobre su mujer y sus hijos; se morirían de alegría al verle de vuelta. Pensó en una buena comida, un baño caliente, y seguir con sus responsabilidades académicas, tan tranquilizadoramente prosaicas. Vectis desaparecía necesariamente en lo más hondo de un pozo, sus notas y sus fotografías serían confiscadas; sus recuerdos, expurgados. Imaginaba que tal vez tendría charlas furtivas con Beatrice bebiendo una copa de jerez en sus habitaciones del museo, pero el duro confinamiento al que les habían sometido había alcanzado el efecto deseado: tenía miedo. Mucho más miedo del que jamás había sentido durante la guerra.
Cuando volvió al encierro de los barracones era ya de noche, sus camaradas le rodearon cual fotógrafos revoloteando junto a una estrella de cine. Estaban pálidos, desanimados, habían perdido peso, estaban irritables, hartos y muertos de preocupación. Habían alojado a Beatrice aparte, separada de los hombres, pero durante el día se le permitía estar con ellos en una sala común, donde sus celadores les llevaban la bazofia incolora del ejército. Martin, Timothy y Dennis jugaban una partida de cartas tras otra. Beatrice fumaba y se metía con los vigilantes, en tanto que Ernest, sentado en una esquina, se frotaba las manos en un estado de depresión angustiante.
Habían puesto todas sus esperanzas en la visita de Atwood a Londres, y ahora que estaba de vuelta querían conocer todos los detalles. Escucharon absortos la conversación que había tenido con el teniente general Stuart y aplaudieron y lloraron cuando les dijo que su liberación era inminente. Tan solo era cuestión de que se desenredaran los acuerdos de secretismo del gobierno para que se aprobara la firma. Hasta Ernest se animó y acercó su silla; la tensión de su mentón se había relajado un poco.
—¿Sabéis qué haré cuando vuelva a Cambridge? —preguntó Dennis.
—No nos interesa, Dennis —dijo Martin.
—Me daré un baño, me pondré ropa limpia, iré al club de jazz y conoceré a mujeres promiscuas.
—¿No te han dicho que no nos interesa? —dijo Timothy.
Pasaron la mañana siguiente esperando con impaciencia que les notificaran su liberación. A la hora del almuerzo entró un cabo del ejército con una bandeja y la dejó en la mesa común. Era un soldado raso triste y sin sentido del humor, y a Beatrice le encantaba torturarle.
—Oye, tonto del culo —dijo—, tráenos un par de botellas de vino, que hoy volvemos a casa.
—Tendré que preguntarlo, señorita.
—Hazlo, chavalín. Y pregunta también si se te ha salido el cerebro por las orejas.
El teniente general Stuart cogió el teléfono en su despacho de Aldershot. La llamada era de Londres. Los músculos de su duro rostro, forjados a golpe de desprecio, no se movieron. La conversación fue corta, directa al grano. No hacía falta exponer ni clarificar nada. Cerró la conexión con un: «Sí, señor», y despegó la silla de su escritorio para llevar a cabo las órdenes.
El almuerzo era insípido pero tenían hambre y estaban ansiosos. Mientras comían panecillos rancios y espaguetis pastosos, Atwood, un hombre de una capacidad descriptiva increíble, les contó cuanto pudo recordar a propósito del famoso bunker de Churchill. A mitad de la comida, el soldado llegó con dos botellas de vino sin descorchar.
—¡Como que vivo y respiro! —exclamó Beatrice—. El soldado Tonto del Culo ha vuelto para salvarnos.
El chico dejó las botellas y se fue sin decir palabra.
Atwood hizo los honores y sirvió el vino en los vasos.
—Me gustaría proponer un brindis —dijo, muy serio—. Por desgracia no podremos volver a hablar de lo que hemos encontrado en Vectis, pero esta experiencia ha forjado entre nosotros un vínculo eterno que jamás se romperá. ¡Por nuestro querido amigo Reggie Saunders y por nuestra maldita libertad!
Chocaron sus vasos y se bebieron el vino de un trago.
Beatrice hizo una mueca.
—Dudo que este vino sea el de los oficiales.
Dennis fue el primero en quedarse agarrotado, tal vez porque era el más pequeño y el más ligero. Después lo hicieron Beatrice y Atwood. En unos segundos todos se habían desplomado de sus sillas y estaban en el suelo sufriendo convulsiones y echando espuma por la boca, con las lenguas manando sangre atrapadas entre los dientes, los ojos en blanco y los puños cerrados.
El teniente general Stuart entró cuando todo hubo terminado e inspeccionó aquel paisaje desolador. Estaba hasta las narices de la muerte, pero no había un soldado más obediente que él en el ejército de Su Majestad.
Suspiró. Había mucho que hacer y el día sería largo.
El general lideró un pequeño contingente de hombres de confianza para volver a la isla de Wight. El yacimiento arqueológico que fue descubierto por el grupo de Atwood había sido acordonado, y toda la zanja había sido cubierta por una enorme tienda de las que se usan como cuartel general en el campo de batalla, protegida de las miradas.
Un militar se encargó de decirle a Abbot Lawlor que el grupo de Atwood había descubierto artillería sin explotar en su zanja y que habían sido evacuados a tierra firme por su propia seguridad. Durante los siguientes doce días un flujo continuo de camiones del ejército llegaban a la isla en barcazas de la Marina Real y continuaban hasta la tienda. Soldados rasos que no tenían ni idea de la importancia de lo que llevaban en sus manos hicieron el duro trabajo de transportar día y noche las cajas de madera y sacarlas del agujero.
El general entró en la biblioteca al ritmo de la reverberación que producía el agudo sonido de sus botas. Desnudaron las salas de arriba abajo, vaciando las altísimas estanterías una hilera tras otra. Pasó por encima del esqueleto isabelino con total desinterés. Tal vez otro hombre hubiera intentado entender qué significaba aquello, intentar comprender cómo era posible, intentar batallar con la grandiosidad filosófica de todo ello. Pero Stuart no era ese hombre, y eso tal vez lo convertía en el hombre ideal para aquel trabajo. Él solo quería llegar a Londres a tiempo para poder ir al club y agasajarse con un whisky escocés y un bistec.
Cuando terminara la inspección, le haría una visita al abad y se lamentaría del terrible error que el ejército había cometido: cuando permitieron que el grupo de Atwood regresara, pensaban que habían despejado toda la artillería. Desgraciadamente, al parecer se habían dejado una pieza alemana de doscientos veinte kilos.
Tal vez sería apropiado hacer una misa en honor de los arqueólogos, acordarían sombríamente.
Stuart tenía ya la zona despejada y dejó que el encargado de demoliciones terminara con el cableado. Cuando desconectaron las bombas de percusión, la tierra se agitó como en un terremoto y toneladas de piedra medieval cayeron bajo su propio peso.
Los restos de Geoffrey Atwood, Beatrice Slade, Ernest Murray, Dennis Spencer, Martin Bancroft y Timothy Brown descansarían en lo más profundo de aquellas catacumbas convertidas en fosfatina por toda la eternidad junto a los huesos de generaciones enteras de escribas pelirrojos cuyos antiguos libros habían sido empaquetados en un convoy de camiones verde oliva que corría hacia la base militar de las fuerzas armadas estadounidenses de Lakenheath, Suffolk, para su transporte inmediato a Washington.