15 de julio de 2009, Nueva York

Hacía un calor pegajoso y humeante, era una de esas tardes de muchísima humedad en las que el calor que irradia el asfalto parece un castigo. Los neoyorquinos se las veían y se las deseaban en esas aceras que eran como parrillas, las suelas de goma se reblandecían y las extremidades les pesaban por el esfuerzo de caminar sobre algo que parecía engrudo. El polo de Will se le pegó al pecho mientras cargaba con un par de pesadas bolsas de plástico llenas de cosas para montar una fiesta.

Abrió una cerveza, encendió uno de los fuegos y cortó una cebolla en juliana mientras la sartén se calentaba. El chisporroteo de la cebolla y el humo dulce que llenaba la cocina le resultaban agradables. Hacía bastante tiempo que no olía a cocina de verdad y ni se acordaba de la última vez que se había puesto a los fogones. Probablemente en los tiempos de Jennifer, pero todo lo acontecido en aquella relación se había vuelto borroso.

La ternera picada se estaba dorando cuando sonó el timbre de la puerta. Nancy llevaba un pastel de manzana y una tarrina de helado de yogur que empezaba a derretirse; llevaba unos vaqueros de cintura baja y una blusa corta y sin mangas.

Will se sentía relajado y ella lo notó. Tenía una cara más amable de lo habitual, la mandíbula menos contraída y los hombros menos hundidos. La recibió con una amplia sonrisa.

—Pareces feliz —dijo ella con cierta sorpresa.

Él le quitó la bolsa de las manos y se inclinó para darle un beso en la mejilla; el gesto les cogió a ambos por sorpresa.

Will dio un paso atrás de inmediato y ella disimuló el rubor oliendo el comino y la bruma de chile picante y haciendo un comentario gracioso sobre sus desconocidas cualidades culinarias. Mientras él meneaba la sartén, Nancy puso la mesa.

—¿Le has comprado algo? —preguntó cuando hubo terminado.

Will dudó mientras daba vueltas a la pregunta en su cabeza.

—No —dijo finalmente—. ¿Debería haberlo hecho?

—¡Pues claro!

—¿El qué?

—¡Yo qué sé! Tú eres su padre.

Se quedó en silencio, con el humor cambiado.

—Salgo y le compro unas flores —se ofreció Nancy.

—Gracias —dijo asintiendo para sí mismo—. Le gustan las flores. —Era una suposición; tenía el recuerdo de una mocosa sosteniendo en su regordeta mano un ramo de margaritas recién cogidas—. Estoy seguro de que le gustan las flores.

Las últimas semanas de trabajo habían sido una pesadez. Lo esencial de la acusación contra Luis Camacho se había esfumado dejando tan solo un cargo por asesinato. No había manera de cargarle con ninguno de los otros asesinatos del caso Juicio Final, ni de lejos. Habían reconstruido cada día de su vida en los últimos tres meses. Luis era un trabajador constante que nunca faltaba a sus deberes, iba y venía de Las Vegas dos o tres veces por semana. Era un animal más bien doméstico; la mayoría de las noches que estaba en Nueva York las pasaba en casa de su amante. Pero también tenía arranques promiscuos, y cuando su pareja estaba cansada u ocupada con otras cosas, recorría los bares y las discos gays en busca de rollo. John Pepperdine era un monógamo de los que necesitan poco sexo, en tanto que Luis Camacho tenía una energía sexual que ardía como el magnesio. No cabía duda de que su temperamento apasionado le había llevado hasta el asesinato, pero al parecer su única víctima había sido John.

Y no había habido más asesinatos: buenas noticias para todos los que aún podían respirar, pero malas noticias para la investigación, que tan solo podía reseguir las mismas gastadas pistas. Y entonces, un buen día Will tuvo un momento de inspiración o algo por el estilo: ¿y si John Pepperdine iba a ser la novena víctima del asesino del Juicio Final pero Luis Camacho se le había adelantado con un crimen pasional ordinario?

Tal vez la conexión de Luis en Las Vegas fuera la típica pista falsa. ¿Y si el verdadero asesino del Juicio Final estaba en City Island ese mismo día, al otro lado del cordón policial, observándoles, desconcertado porque otro había cometido el crimen? ¿Y si luego, para tormento de las autoridades, había decidido hacer un alto, sembrar la semilla de la confusión y la frustración y dejar que se las arreglaran?

Will pudo conseguir un aplazamiento para las agencias de noticias que estaban en Minnieford Avenue aquella maldita tarde calurosa, y en el transcurso de los siguientes días Nancy y él se tragaron horas de vídeo y cientos de imágenes digitales en busca de otro hombre de piel oscura, estatura y complexión medias, que estuviera merodeando por la escena del crimen. No sacaron nada en claro, pero Will aún pensaba que era una hipótesis viable.

La celebración de ese día era un respiro. Puso un paquete de arroz precocinado en agua hirviendo y abrió otra cerveza. El timbre volvió a sonar. Esperaba que fuera Nancy que llegaba con las flores, y así era, solo que estaba con Laura, charlando alegres como dos buenas amigas. Tras ellas llegaba un joven alto, delgado como un palillo, con ojos inteligentes e instigadores y una mata de pelo castaño rizado.

Will le quitó el ramo a su compañera y se lo entregó servilmente a Laura.

—Felicidades, pequeña.

—No tenías por qué molestarte —bromeó Laura.

—No lo he hecho —respondió él al instante.

—Papá, este es Greg.

Ambos hombres comprobaron la fuerza de sus manos con un apretón.

—Encantado de conocerle.

—Lo mismo digo. No te esperaba, pero me alegro de que por fin nos conozcamos, Greg.

—Ha venido para darme apoyo moral —dijo Laura—. El es así. —Le dio un beso a su padre al pasar junto a él, puso su bolso en el sofá y lo abrió. Con expresión de triunfo, alzó un contrato de Elevation Press en el aire—. ¡Firmado, sellado y entregado!

—Entonces, ¿puedo llamarte ya escritora? —preguntó Will.

Una lágrima comenzó a brotar al tiempo que Laura asentía.

Will se alejó rápidamente hacia la cocina.

—Voy a traer las burbujas antes de que empieces a lloriquear.

—No le gusta nada cuando uno se pone sentimental —susurró Laura a Nancy.

—Me he dado cuenta —dijo Nancy.

Will brindó por enésima vez sobre los cuencos con el chile humeante; parecía encantado de que todos bebieran champán. Fue a por otra botella y se dispuso a servirla. Nancy protestó tímidamente pero le dejó que le pusiera hasta que la espuma le mojó los dedos.

—Casi nunca bebo, pero es que este está muy bueno.

—En esta fiesta todo el mundo tiene que beber —dijo Will con firmeza—. ¿Te gusta beber, Greg?

—Con moderación.

—Yo bebo con moderación de manera excesiva —bromeó Will; su hija lo miró con dureza—. Pensaba que los periodistas eran todos unos borrachines.

—Los hay de toda condición.

—¿Y tú eres de la misma condición de los que me siguen por ahí en las ruedas de prensa?

—Quiero hacer periodismo impreso. Reportajes de investigación.

Laura puso su granito de arena:

—Greg piensa que el periodismo de investigación es la manera más efectiva de atacar los problemas políticos y sociales.

—Ah, ¿sí? —preguntó Will con insolencia. La santurronería le sacaba de quicio.

—Pues sí —contestó Greg en el mismo tono.

—Vale, y declaro al acusado... —dijo Laura para quitarle hierro al asunto.

Will insistió.

—¿Cuáles son las perspectivas para el trabajo del periodista de investigación?

—No muy buenas. Estoy de prácticas en el Washington Post. Obviamente me encantaría conseguir un puesto allí. Si algún día quiere darme una primicia, aquí tiene mi tarjeta —dijo bromeando a medias.

Will se la metió en el bolsillo de la camisa.

—Antes salía con una chica del Washington Post. —Resopló—. Pero no sería de ninguna ayuda usarme como referencia.

Laura estaba deseando cambiar de tema.

—Bueno, ¿queréis que os cuente cómo ha ido la entrevista?

—Por supuesto, con pelos y señales.

Laura relamió la espuma del champán.

—Ha sido fantástico —dijo con voz melosa—. Mi editora, Jennifer Ryan, que la verdad es encantadora, se pasó casi media hora diciéndome cuánto le gustaban los cambios que había hecho, que solo necesitaba un par de ajustes, etcétera, etcétera, y luego dijo que iríamos a la cuarta planta a conocer a Mathew Bryce Williams, el editor en jefe. La editorial es una casa de campo antigua, preciosa, y la oficina de Mathew es oscura y está llena de antigüedades, como si fuera un club inglés o algo así, ya sabéis, y él es un tipo mayor, de la edad de papá pero mucho más distinguido.

—¡Eh! —aulló Will.

—¡Bueno, pero es que lo es! —continuó—. Es como una caricatura de un británico de clase alta pero en urbano y encantador, y... esto no os lo vais a creer... me ofreció jerez de una licorera de cristal y lo sirvió en unos vasitos tallados. Fue todo tan perfecto...Y después me dijo una y otra vez cuánto le gustaba cómo escribo... dijo que mi estilo era «libre y liviano con la musculatura de una voz joven y fresca». —Laura intentó poner acento británico—. ¿A que es increíble?

—¿Te dijo algo acerca de cuánto te iban a pagar? —preguntó Will.

—¡No! No iba a estropear ese momento con una prosaica discusión sobre dinero.

—Bueno, viviendo del aire no conseguirás jubilarte. ¿Es o no es, Greg? A menos que haya mucha tela que cortar en el periodismo de investigación.

El joven no quiso entrar al trapo.

—¡Es una editorial pequeña, papá! Solo hacen unos diez libros al año.

—¿Vas a hacer una gira de presentación? —preguntó Nancy.

—No lo sé todavía, pero no va a ser un bombazo de libro. Es literatura de ficción, no una novela sensacionalista.

Nancy quiso saber cuándo podría leerla.

—Las galeradas estarán listas en unos meses. Ya te mandaré una copia. ¿Quieres leerla, papá?

Will la miró fijamente.

—No lo sé. ¿Quiero?

—Supongo que sobrevivirás.

—No todos los días le llaman a uno bola de demolición, y menos tu propia hija —dijo él con voz pesarosa.

—Es una novela. No trata sobre ti. Solo está inspirada en ti.

Will alzó su copa.

—A la salud de los hombres inspiradores—. Brindaron de nuevo.

—¿Tú la has leído, Greg? —preguntó Will.

—Sí. Es genial.

—Entonces sabes más de mí de lo que yo sé de ti. —Will cada vez estaba más suelto y más ruidoso—. Tal vez en su próximo libro escriba sobre ti.

—¿Sabes? Tienes que leerla —dijo Laura con acidez—.También he hecho un guión con ella. ¿No te hace más ilusión? Te dejaré una copia. Se lee rápido. Así te harás una idea.

Laura y Greg se marcharon poco después de acabar la cena. Nancy se quedó con Will para ayudarle a limpiar. La noche era demasiado agradable para darla por terminada tan pronto, y Will se había quitado de encima el malhumor y parecía relajado y apacible, un hombre completamente diferente de aquel volcán en erupción con el que se encontraba cada día en el trabajo.

En el exterior oscurecía y el ruido del tráfico se desvanecía, a excepción del ocasional gemido de las ambulancias de Bellevue. Trabajaron codo con codo en la cocina, lavando y secando, bajo la influencia de los últimos coletazos del champán. Will ya se había pasado al whisky. Ambos se sentían contentos fuera de su rutina, y la simplicidad doméstica de lavar los platos tenía el efecto de un bálsamo.

Will no lo había planeado —reflexionaría sobre ello más tarde—, pero en lugar de alargar el brazo para coger el siguiente plato le puso la mano en el culo y empezó a acariciarlo suavemente con pequeños círculos. Mirándolo en retrospectiva, tendría que haberlo visto venir.

Ahora Nancy tenía pómulos y figura de bailarina y, maldita sea, si se lo hubieran preguntado lo habría dicho: el aspecto físico era importante para él. Pero era más que eso, su personalidad se había moldeado bajo su tutela. Era más calmada, menos obsesionada con el deber, con menos cafeína, y, para disfrute de Will, se le había pegado algo de su cinismo. Un placentero tufillo de sarcasmo salía de su boca de vez en cuando. La insufrible niña de colegio de monjas se había ido y en su lugar había una mujer que ya no le ponía de los nervios. Más bien todo lo contrario.

Nancy tenía las manos dentro del agua jabonosa. Las dejó allí, cerró los ojos y no hizo ni dijo nada.

Will la obligó a girarse y ella no sabía qué hacer con las manos. Al final las puso mojadas sobre los hombros de él y dijo:

—¿Piensas que esto es buena idea?

—No, ¿y tú?

—No.

La besó y le gustó cómo sabían sus labios y cómo se relajaba su mandíbula. Le puso las dos manos en el trasero y sintió la suave tela de los téjanos. Su cabeza empezó a nublarse de deseo. La apretó contra sí.

—Hoy han venido a hacer la limpieza. Hay sábanas limpias —susurró.

—Tú sí que sabes cómo cautivar a una mujer. —Ella quería que sucediera eso, Will lo veía claro.

Cogió su resbaladiza mano y la condujo hasta el dormitorio, se dejó caer sobre la colcha y la puso a ella encima.

Estaba besándole el cuello, en el que bullía la sangre, y explorando debajo de su blusa, cuando ella dijo:

—Nos vamos a arrepentir de esto. Va contra toda...

Will le tapó los labios con la boca, después se retiró para decir:

—Mira, si de verdad no quieres, podemos retroceder unos minutos en el tiempo y acabar con los platos.

Nancy le besó, era el primer beso que le daba ella.

—Odio lavar los platos —dijo.

Cuando salieron del dormitorio era de noche y el salón estaba tan silencioso que resultaba inquietante. Tan solo se oía el rumor del aire acondicionado y el distante silbido del tráfico en la autopista Franklin Delano Roosevelt. Will le había dejado una camisa blanca, algo que ya había hecho antes con otras mujeres. A todas les gustaba sentir el almidón contra su piel desnuda y la imaginería ritual que conllevaba. Y ella no era diferente. La camisa se la tragaba y la cubría hasta el máximo recato. Nancy se sentó en el sofá y pegó las rodillas al pecho. La piel que quedaba al descubierto estaba fría y moteada como el alabastro.

—¿Quieres beber algo? —preguntó Will.

—Creo que ya he bebido bastante esta noche.

—¿Te arrepientes?

—Debería, pero no. —Aún tenía rubor en la cara. Will pensó que le parecía más bonita que nunca, pero también mayor, más mujer—. De algún modo pensaba que esto podía pasar.

—¿Desde cuándo?

—Desde el principio.

—¿En serio? ¿Por qué?

—Una combinación de tu reputación y la mía.

—No sabía que tú también tuvieras una reputación.

—Pero de un tipo diferente. —Suspiró—. Buena chica, siempre la opción segura, nunca en aguas peligrosas. Creo que en mi fuero interno quería que el barco zozobrara para ver qué se sentía.

Will sonrió.

—¡Vaya! De la bola de demolición al naufragio. ¿Captas la similitud?

—Tú, Will Piper, eres un chico malo. A las chicas buenas en el fondo les gustan los chicos malos, ¿no lo sabías?

Tenía la cabeza más despejada, casi estaba completamente sobrio.

—Vamos a tener que mantenerlo en secreto, lo sabes.

—Lo sé.

—Me refiero a tu carrera, mi jubilación...

—¡Ya lo sé, Will! Debería irme.

—No tienes por qué.

—Gracias, pero no creo que de verdad quieras pasar la noche conmigo. —Antes de que él pudiera responder, dio una palmada a la portada del guión de Laura, que estaba en la mesilla—. ¿Lo vas a leer?

—No lo sé. Puede. —Y luego—: Probablemente.

—Creo que ella quiere que lo leas.

Cuando estuvo solo se sirvió un whisky, se sentó en el sofá y encendió la lámpara de mesa. El brillo de la bombilla hizo que los ojos le escocieran. Miró el guión de su hija; la imagen de la bombilla chamuscaba la cubierta. A medida que la imagen se desvanecía, le parecía ver una siniestra cara sonriente que lo miraba fijamente. Le desafiaba a que cogiera el guión. Aceptó el desafío.

—Maldita bola de demolición —musitó.

Nunca había leído un guión de cine. Sus relucientes anillas doradas le recordaron la última vez que había puesto sus ojos en uno, un mes antes, en casa de Mark Shackleton. Pasó la página de la portada y se puso manos a la obra... El formato, con todo ese mareo de interiores y exteriores, le confundía.

Tras unas páginas tuvo que volver a empezar, y esta vez le pilló el ritmo. Al parecer el personaje que estaba inspirado en él se llamaba Jack, un hombre cuya parca descripción daba la impresión de irle al pelo: un cuarentón fornido, un producto sureño de pelo rojizo, trato fácil y mal carácter.

No era sorprendente que Jack fuera un alcohólico de aúpa y un mujeriego. Su último desliz era Marie, una escultora demasiado lista para dejar que un hombre así entrara en su vida pero incapaz de resistirse a sus encantos. Al parecer, Jack había dejado una estela de mujeres en su camino y —eso a Will le dolió— una de ellas era su hija, una joven llamada Vicki. A Jack le perseguía la imagen de Amelia, una mujer emocionalmente frágil a la que había conseguido convertir en un desecho metafísico hasta que ella consiguió liberarse gracias al vodka y el monóxido de carbono. Amelia —un velado homenaje a Melanie, la primera esposa de Will y madre de Laura— era una mujer a la que navegar por las aguas de la vida le parecía demasiado difícil. A lo largo de todo el guión, Amelia se le aparece —de color rojo cereza por el efecto del veneno— para reprenderle por su crueldad con Marie.

A mitad del guión, Will se dio cuenta de que estaba demasiado sobrio para continuar, así que se puso tres dedos más de whisky. Esperó a que la bebida le anestesiara y luego siguió hasta llegar al amargo final, el suicidio de Marie, presenciado por el espectro lloroso de Amelia, y la decisión redentora de Vicki de dejar su propia relación de abuso y elegir a un hombre más atento aunque menos apasionado. ¿Y qué hay de Jack? Él sigue a lo suyo con Sarah, la prima de Marie, a la que ha conocido en el funeral. La bola de demolición continúa oscilando en el aire.

Cuando dejó el guión sobre la mesa, se preguntó por qué no estaba llorando.

Entonces, así era como lo veía su hija. ¿Tan grotesco era?

Pensó en sus ex esposas, en sus numerosas novias, en la larga línea de encuentros de una noche. Y ahora Nancy. La mayoría eran chicas majas y bonitas. Pensó en su hija, una manzana sana manchada por la manzana podrida que era su padre. Pensó en...

De repente su introspección derrapó. Cogió el guión y lo abrió por una página cualquiera.

—¡Joder!

El tipo de letra.

Era una Courier de cuerpo 12, como la de las postales del Juicio Final.

Había olvidado el asombro inicial que le había causado el tipo de letra de la postal, muy normal en los días de las máquinas de escribir pero mucho menos común en la era de las impresoras y la informática. Times New Román, Garamond, Arial, Helvética eran los nuevos estándares en el mundo de las pestañas que abren menús.

Navegó por internet y encontró la respuesta. La Courier 12 era la fuente obligatoria en los guiones de cine, de un rigor inexcusable. Si enviabas un guión a un productor en otro formato serías el hazmerreír del gremio. Y otro dato suculento: los programadores informáticos lo usaban para escribir código fuente.

Una visión mental irrumpió en sus pensamientos. Un par de guiones a nombre de Peter Benedict y unos cuantos bolígrafos Pentel negros sobre un escritorio blanco junto a una estantería llena de libros de programación informática. La voz de Mark Shackleton completó las imágenes: «No creo que vayáis a coger al tipo».

Se pasó un buen rato considerando las asociaciones, por raras que fueran, antes de desechar como absurda la noción de que pudiera haber una conexión entre el caso Juicio Final y su antiguo compañero de habitación. ¡El bicho raro y ya mayorcito de Shackleton corriendo por Nueva York apuñalando, disparando, sembrando el caos y la destrucción! ¡Anda ya!

No obstante, la fuente de la postal era una pista no sondeada, el presentimiento era cada vez más fuerte, y sabía que hacer caso omiso de una de sus corazonadas sería una insensatez, sobre todo cuando estaban en un callejón sin salida.

Cogió su teléfono móvil y, nervioso, le mandó un mensaje a Nancy: «Tú y yo vamos a leer guiones. Puede que nuestro asesino sea guionista».