25 de junio de 2009, Las Vegas

Will había empezado a coquetear al nivel del mar y seguía con ello a diez mil metros de altura. La azafata era su tipo, una chica grande y bien proporcionada de labios carnosos y pelo rubio jaspeado. Un mechón de pelo le caía sobre un ojo y ella se lo apartaba constantemente de manera distraída. Pasado un rato empezó a imaginarse desnudo junto a ella, apartándoselo él mismo. Inexplicablemente, le invadió una pequeña oleada de culpabilidad cuando Nancy, recatada y censuradora, se coló en sus pensamientos. ¿A santo de qué le fastidiaba sus fantasías? Contraatacó con toda la intención y volvió a la azafata.

Había seguido los protocolos de seguridad habituales para embarcar en aquel vuelo de US Airways con su arma de servicio. Había embarcado antes que los demás pasajeros y le habían asignado un asiento de pasillo a la altura del ala. A Darla, la azafata, le gustó de inmediato ese tipo de chaqueta deportiva y pantalones caqui y se pegó a su asiento.

—Hola, FBI —gorjeó la chica, que estaba al corriente por los formalismos por los que Will había tenido que pasar.

—Hola, tú.

—¿Te consigo algo de beber antes de que nos invadan?

—¿Es café eso que huelo?

—Marchando —dijo ella—. Hoy tenemos con nosotros a un agente federal de paisano en el 7C, pero lo tuyo es mucho más grande.

—¿Te importaría decirle que estoy aquí?

—Ya lo sabe.

Después, durante el servicio de bebidas, a Will le parecía que le acariciaba ligeramente el hombro cada vez que pasaba. Tal vez fuera su imaginación, pensó mientras se echaba a dormir, acunado por el suave rugido de los motores. O tal vez no.

Se despertó con un sobresalto, plácidamente desorientado. Verdes campos de cultivo se extendían hacia el horizonte, por lo que supo que estaban en algún lugar en mitad del país. En la parte de atrás, cerca de los servicios, se oían gritos de enfado. Se quitó el cinturón de seguridad, se dio la vuelta e identificó el problema: tres jóvenes británicos armando alboroto, colegas de juerga en modo borrachera total, preparando el hígado para sus vacaciones en Las Vegas. Gesticulaban como un monstruo de tres cabezas y caras como gambas al esbelto auxiliar de vuelo que les había cortado el chorro de cerveza. El que estaba más cerca del pasillo, un amasijo tenso de músculos y tendones, se levantó y se encaró al auxiliar de vuelo ante la atenta mirada de los alarmados pasajeros.

—¡Ya has oído a mi colega! —gritó—. ¡Que le pongas otra puta cerveza!

Darla enfiló rápidamente el pasillo para acudir en ayuda de su compañero y buscó deliberadamente los ojos de Will al pasar junto a él. El agente federal se mantenía en su asiento 7C, tal como ordenaba el manual, observando la cabina de mandos, en guardia por si se trataba de una maniobra de distracción. Era un tipo joven, estaba de los nervios, se lo estaba tragando todo. «Es probable que sea su primer incidente real», pensó Will, que se asomó al pasillo y lo observó.

Y entonces, un ruido nauseabundo, cráneo contra cráneo, lo que se llama el beso de Glasgow.

—¡Esto es lo que te mereces, cabronazo de mierda! —gritó el agresor—. ¿Quieres otro?

Will se perdió la actuación pero vio el resultado.

El cabezazo le había abierto la cabeza al asistente de vuelo, que estaba hincado de rodillas en el suelo y aullando. A Darla se le escapó un chillido ante la visión de la sangre.

El agente federal y Will se levantaron al unísono, actuaron como si fueran un equipo que había hecho eso mismo un montón de veces. El agente se quedó en el pasillo y sacó el arma.

—¡Agentes federales! ¡Siéntense y pongan las manos en el asiento de delante! —gritó.

Will mostró su identificación y avanzó lentamente hacia la parte de atrás sosteniendo su placa sobre la cabeza.

—¿Qué coño es esto? —gritó el británico cuando vio que Will se acercaba—. Colega, lo único que queremos es que nos rellenen el bebedero.

Darla ayudó a levantarse al ensangrentado asistente y lo llevó hacia la parte de delante alentada por Will, que le dirigió un guiño tranquilizador. Cuando Will estuvo a cinco filas de los buscaproblemas, se detuvo y habló lenta y pausadamente.

—Siéntese inmediatamente y ponga las manos sobre la cabeza. Está usted detenido. Sus vacaciones se han acabado. —Y tras esto la puntilla—: Colega.

Los amigos le imploraban que lo dejara ya, pero el tipo no quería bajarse del burro, lloraba de rabia y miedo, acorralado, completamente morado y con las venas hinchadas.

—¡No me da la gana! —repetía sin cesar— ¡No me da la gana!

Will se guardó la identificación y desenfundó su arma. Comprobó dos veces el seguro. Los pasajeros estaban aterrorizados. Una mujer obesa con un niño empezó a lloriquear, y así empezó una reacción en cadena en el pasaje. Will intentó quitarse la cara de sueño y parecer lo más despierto posible.

—Esta es tu última oportunidad para que esto acabe bien. Siéntate y pon las manos en la cabeza.

—¿O qué? —le provocó el otro, sorbiéndose los mocos—. ¿Me pegarás un tiro y harás un agujero en el puto avión?

—Usamos munición especial —dijo Will, mintiendo como un bellaco—. La bala simplemente repiqueteará dentro de tu cabeza y te dejará el cerebro hecho papilla.

A esa distancia, Will, un tirador experto que se había pasado la infancia cazando ardillas zorro en los bosques de Florida, era capaz de poner la bala donde quisiera con precisión milimétrica, pero salir, la bala saldría.

El tipo se había quedado sin palabras.

—Tienes cinco segundos —anunció Will mientras alzaba la pistola y del pecho la dirigía a la cabeza—. La verdad es que llegados a este punto ya me importa poco apretar el gatillo. Con esto ya me has dado una semana de papeleo.

—¡Hostia puta, Sean, siéntate! —gritó uno de los amigos al tiempo que le tiraba de la camiseta.

Sean duró unos segundos, luego se dejó arrastrar hasta el asiento y, sumiso, puso las manos en la cabeza.

—Buena decisión —dijo Will.

Darla corrió pasillo arriba con un puñado de esposas de plástico y con la ayuda de otros pasajeros consiguieron inmovilizar a los tres amigos. Will bajó el arma, la guardó bajo la chaqueta y se dirigió al agente federal:

—Todo controlado aquí atrás.

Volvió torpemente a su asiento respirando hondo y acompañado por el estruendoso aplauso de todo el pasaje. Se preguntaba si podría volver a conciliar el sueño.

El taxi se apartó de la acera y se puso en camino. A pesar de que ya era de noche, el calor del desierto aún era impresionante, por lo que Will agradeció el frío glacial del interior del vehículo.

—¿Adónde vamos? —preguntó el taxista.

—¿Quién le parece que tiene las mejores habitaciones? —preguntó Will.

Darla le pinchó en las costillas de manera juguetona.

—Probablemente las habitaciones para los de las compañías aéreas y para los funcionarios del gobierno son iguales. —Se recostó sobre él y susurró—: Pero, cariño, no creo que vayamos a darnos cuenta.

Estaban dando la vuelta al perímetro del aeropuerto McCarran en dirección hacia la franja. Will vio tres 737 junto a un hangar lejano, sin marca alguna excepto la línea roja que recorría el fuselaje.

—¿Qué compañía es esa? —preguntó a Darla.

—Esa es la lanzadera de Área 51 —contestó—. Son aviones militares.

—Me tomas el pelo.

El taxista quiso participar en aquello.

—No le toma el pelo. Es el secreto peor guardado de Las Vegas. Cientos de científicos del gobierno hacen escala aquí todos los días. Tienen naves espaciales extraterrestres, y están intentando hacerlas funcionar. Eso he oído.

Will rió entre dientes.

—Sea lo que sea, estoy seguro de que es un despilfarro de dinero de los contribuyentes. Lo crea o no, me parece que conozco a un tipo que trabaja allí.

Nelson Elder lideraba un grupo de culto al cuerpo. Él hacía ejercicio enérgicamente a diario y esperaba lo mismo de los miembros de su equipo directivo. «Nadie quiere ver a un corredor de seguros gordo», les decía, y él menos que nadie. Sus prejuicios contra aquellos que no estaban en forma rayaban la repugnancia, un vestigio de su pobre infancia en Bakersfield, California, donde la obesidad y la pobreza se mezclaban a partes iguales en el marginal parque de autocaravanas en el que vivía. No contrataba a gente obesa, y si les hacía seguros se cercioraba de que pagaran primas en función del riesgo.

Su bronceada piel aún sentía un hormigueo tras los cinco kilómetros recorridos y la punzante ducha de vapor, y cuando se sentó en su despacho de ejecutivo, con esas bellas vistas de montañas color chocolate y el segmento aguamarina del lago Mead se sentía tan bien físicamente como podría sentirse un hombre de sesenta y un años. Su traje a medida le sentaba como un guante y su atlético corazón latía con lentitud. Pero mentalmente estaba muy confundido, y la infusión que se estaba tomando no lograba tranquilizarle.

Bertram Myers, uno de los altos ejecutivos de Desert Life, estaba en su puerta sudando y resollando como un caballo de carreras. Era veinte años más joven que su jefe, tenía el pelo negro e hirsuto, pero era peor atleta.

—¿Qué tal la carrerita? —preguntó Elder.

—Genial, gracias —contestó Myers—. ¿Ya te has dado la tuya?

—¿Lo dudas?

—¿Cómo es que has llegado tan pronto?

—El maldito FBI. ¿No te acuerdas?

—Dios, se me había olvidado. Me iba a la ducha. ¿Quieres que me siente?

—No, ya me las arreglaré —dijo Elder.

—¿Te preocupa? Pareces preocupado.

—No estoy preocupado. Creo que es lo que hay, y ya está.

—Exactamente, es lo que hay —convino Myers.

Will se había dado un paseíto en taxi hasta las oficinas centrales de Desert Life en Henderson, una ciudad dormitorio al sur de Las Vegas, junto al lago Mead. Elder le parecía como salido de un catálogo, el típico ejecutivo madurito atractivo, cuidadoso con su salud y su estilo de vida. El ejecutivo se acomodó en su silla e intentó bajar las expectativas de Will.

—Tal como le dije por teléfono, agente especial Piper, no estoy seguro de poder serle de ayuda. Tal vez haya hecho un viaje demasiado largo para tan corta visita.

—No se preocupe por eso, señor —contestó Will—.Tenía que venir de todos modos.

—Vi en las noticias que han detenido a alguien en Nueva York.

—No puedo hacer comentarios sobre una investigación en curso —dijo Will—, pero supongo que entiende que si pensara que el caso está cerrado no habría venido hasta aquí. Me pregunto si podría hablarme sobre la relación que mantenía con David Swisher.

Según Elder, no había mucho que contar. Se habían conocido hacía seis años en el transcurso de una de las frecuentes visitas de Elder a Nueva York para reunirse con los inversores. Por entonces el banco de Swisher era uno de los muchos que cortejaban a Desert Life para conseguirlo como cliente, y David, director ejecutivo del banco, una máquina de hacer dinero. Elder había ido a la oficina central del banco, donde Swisher llevaba su equipo de ventas.

Durante el siguiente año, Swisher hizo un seguimiento agresivo vía telefónica y por correo electrónico y la perseverancia dio sus frutos. Cuando en el año 2003 Desert Life decidió lanzar al mercado una oferta de bonos para financiar una de sus adquisiciones, Elder eligió el banco de Swisher para que dirigiera el consorcio financiero.

Will le preguntó si Swisher viajó personalmente a Las Vegas como parte de ese proceso.

Elder estaba seguro de que no lo había hecho. Recordaba claramente que las visitas a las compañías las realizaban banqueros de menor estatus. Aparte de en la cena para el cierre del negocio en Nueva York, los dos hombres no volvieron a verse.

¿Se habían mantenido en contacto durante esos años?

Elder recordaba alguna que otra llamada.

¿Y cuándo fue la última?

Hacía más de un año. Nada reciente. Los dos estaban en las listas de invitaciones para las vacaciones de empresa, pero no podía decirse que eso fuera una relación activa. Elder dijo que, por supuesto, cuando leyó que habían asesinado a Swisher se quedó atónito.

La batería de preguntas de Will se vio interrumpida por la tonadilla de Beethoven en su teléfono. Se disculpó y lo apagó, pero antes reconoció la identidad de la llamada entrante.

¿Por qué demonios le llamaba Laura?

Will recuperó la secuencia de sus pensamientos y arremetió con una lista de preguntas de rastreo. ¿Le habló Swisher alguna vez de algún contacto que tuviera en Las Vegas? ¿Amigos? ¿Negocios? ¿Alguna vez mencionó que apostara o tuviera deudas personales? ¿Sabía Elder si tenía algún enemigo?

Todas las respuestas eran negativas. Elder quería que Will entendiera que su relación con Swisher era superficial, transitoria y transaccional. Le gustaría poder ser de mayor ayuda, pero estaba claro que no podía.

Will sentía que su decepción subía como la bilis. La entrevista no le llevaba a ninguna parte, otro callejón sin salida en el caso Juicio Final. Sin embargo, había una constante en la conducta de Elder, una pequeña discordancia. ¿No había una nota de tensión en su garganta, un toque de falta de sinceridad? Will no sabía de dónde había salido la pregunta que iba a hacer, tal vez brotó de un manantial de intuición.

—Dígame, señor Elder, ¿cómo le van los negocios?

Elder dudó demasiado como para que Will no se percatara y concluyera que le había dado donde dolía.

—Bueno, los negocios van muy bien. ¿Por qué lo pregunta?

—Por nada, simple curiosidad. Permítame que le pregunte: la mayoría de las aseguradoras están en sitios como Hartford, Nueva York, ciudades grandes. ¿Por qué Las Vegas? ¿Por qué Henderson?

—Aquí están nuestras raíces —contestó Elder—. Construí esta compañía ladrillo a ladrillo. Cuando salí de la universidad, comencé como agente en una pequeña correduría de Henderson, a un par de kilómetros de esta oficina. Teníamos seis empleados. Cuando el propietario se jubiló, se la compré y la llamé Desert Life. Ahora tenemos unos ocho mil empleados de costa a costa.

—Es impresionante. Puede estar orgulloso.

—Gracias, lo estoy.

—Y, por lo que me dice, el negocio de los seguros va bien. De nuevo esa pequeña vacilación.

—Bueno, todo el mundo necesita un seguro. Hay mucha competición en el mercado, y las leyes reguladoras de cada sitio a veces constituyen un desafío, pero tenemos un negocio sólido.

Mientras le escuchaba, Will vio que en el escritorio había un cubilete de cuero lleno hasta los topes de bolígrafos Pentel de color rojo y negro.

No pudo contenerse.

—¿Le importaría prestarme uno de sus bolígrafos? —preguntó, señalándolos—. Uno de los negros.

—Claro —contestó Elder, perplejo.

Era de punta ultrafina. Bueno, bueno.

Alcanzó su maletín y sacó una hoja de papel que había dentro de una bolsa de plástico; una fotocopia de las dos caras de la postal de Swisher.

—¿Le importaría echarle un vistazo?

Elder cogió la hoja y se puso las gafas de leer.

—Escalofriante —dijo.

—¿Ve el franqueo?

—Dieciocho de mayo.

—¿Se encontraba usted en Las Vegas ese día?

No había duda de que a Elder le irritó la pregunta.

—No tengo ni idea, pero mi asistente lo comprobará gustosamente.

—Estupendo. ¿Cuántas veces ha estado en Nueva York en las últimas seis semanas?

Elder frunció el ceño y respondió, ya crispado:

—Cero.

—Comprendo —dijo Will. Señaló la fotocopia—. ¿Puede devolverme eso, por favor?

Elder le dio la hoja y Will pensó: «Bueno, chico, menos es nada, tengo tus huellas».

Cuando Will se fue, entró Bertram Myers y se sentó en la silla aún caliente.

—¿Cómo ha ido? —preguntó a su jefe.

—Lo previsto. Se ha centrado en el asesinato de David Swisher. Quería saber dónde estaba el día que le mandaron la postal desde Las Vegas.

—Bromeas.

—No, no bromeo.

—No tenía ni idea de que fueras un asesino en serie, Nelson.

Elder se aflojó el ajustado nudo de su cara corbata. Por fin empezaba a relajarse.

—Ten cuidado, Bert, podrías ser el próximo.

—¿Eso ha sido todo? ¿No te hizo ninguna pregunta comprometedora?

—Ninguna. No sé por qué estaba preocupado.

—Dijiste que no lo estabas.

—Mentí.

Will abandonó Henderson y estuvo trabajando en el centro de análisis que el FBI tiene en el distrito norte de Las Vegas hasta la hora de su vuelo nocturno a Nueva York. Los agentes locales habían estado analizando las huellas de las postales del caso Juicio Final. En la oficina central de Las Vegas habían conseguido identificar algunas de las huellas que se resistían, mediante el cruce con las que habían tomado de los trabajadores de correos. Tras pedir que metieran en la batidora las huellas digitales de Elder, se acomodó en la sala de conferencias para leer el periódico y esperar el resultado. Cuando su estómago empezó a rugir, se dio un paseo hasta Lake Mead Boulevard en busca de una sandwichería.

El calor era sofocante. Quitarse la chaqueta y arremangarse la camisa no fue de mucho alivio, así que se metió en el primer local que encontró, un Quiznos tranquilo y agradablemente refrigerado, llevado por una patrulla de trabajadores desganados. Mientras esperaba en una mesa a que se tostara su bocadillo, llamó a su contestador automático y escuchó los mensajes.

El último le sacó de sus casillas. Se puso a decir tacos en voz alta y el encargado le clavó una mirada asesina. Una voz nasal acababa de informarle de que estaban a punto de cortarle la televisión por satélite. Llevaba tres meses de retraso, y a no ser que pagara ese mismo día, cuando llegara a casa se encontraría con la carta de ajuste.

Intentó acordarse de la última vez que había pagado las cuentas de la casa, pero no pudo. Visualizó el montón de cartas sin abrir en la encimera de la cocina. Aquello lo superaba.

Tendría que llamar a Nancy. De todas formas ya le debía una.

—Saludos desde la Ciudad del Pecado —dijo, lo cual la dejó indiferente—. ¿Cómo va lo de Camacho? —preguntó.

—Hemos comprobado las fechas del diario. No pudo cometer los otros asesinatos.

—Supongo que eso no es ninguna sorpresa.

—No. ¿Qué tal tu entrevista con Nelson Elder?

—¿Es él nuestro asesino? Lo dudo mucho. ¿Algo en él huele a gato encerrado? Sí, sin duda.

—¿A gato encerrado?

—Me da en la nariz que oculta algo.

—¿Algo sólido?

—Tenía rotuladores Pentel ultrafinos en su escritorio.

—Consigue una orden del juez —dijo ella con sequedad.

—Bueno, me encargaré de comprobarlo. —Tras esto, suave como un guante, le pidió que le ayudara con el problema de la televisión. Tenía una llave en su despacho. ¿Sería ella tan amable de pasar por su apartamento, recoger esa factura sin pagar y llamarle para que él pudiera solucionarlo con la tarjeta de crédito?

—No hay problema —dijo ella.

—Gracias. Y una cosa más. —Sentía que tenía que decirlo—. Quiero pedirte disculpas por lo de la otra noche. Me puse hasta las cejas.

Will la oyó soltar un suspiro.

—No pasa nada.

Él sabía que sí pasaba, pero ¿qué más podía decir? Tras colgar miró su reloj. Todavía tendría que matar unas cuantas horas hasta que saliera su vuelo nocturno a Nueva York. No le gustaba apostar, así que no haría una escapada a los casinos. Darla ya se había ido hacía tiempo. Se podía poner hasta arriba, pero eso podía hacerlo en cualquier sitio. Entonces se le ocurrió algo que casi le hizo sonreír. Abrió el teléfono para hacer otra llamada.

Nancy se puso en alerta en cuanto abrió la puerta del apartamento de Will. Sonaba música.

En el salón había una bolsa de viaje.

—¿Hola? —dijo.

El agua de la ducha estaba abierta.

—¿Hola? —dijo alzando la voz.

El ruido del agua cesó y oyó una voz procedente del baño.

—¿Hola?

Apareció una chica mojada, confusa, envuelta en una toalla de baño. Tenía poco más de veinte años, era rubia, de movimientos elegantes y una naturalidad cautivadora. Alrededor de sus perfectos pies se formaban charcos. «Impúdicamente joven», pensó Nancy con amargura, sorprendida por su reacción ante la extraña: un ataque de celos.

—Oh, hola —dijo la joven—. Soy Laura.

—Yo soy Nancy.

Hubo una larga e incómoda pausa hasta que Laura dijo:

—Will no está.

—Lo sé. Me ha pedido que venga a buscar una cosa.

—Adelante, yo salgo enseguida —dijo Laura volviendo al cuarto de baño.

Nancy intentó encontrar la factura de la televisión antes de que la otra volviera a aparecer, pero ella estaba siendo muy lenta y Laura muy rápida. Salió descalza, con téjanos, camiseta y el pelo envuelto en la toalla como un turbante. La cocina era demasiado pequeña para las dos.

—La factura de la tele —dijo Nancy con voz débil.

—Es fatal con las AD —dijo Laura, y ante la incomprensión de Nancy, añadió—: Actividades Diarias.

—Ha estado bastante ocupado —dijo Nancy en su defensa.

—¿Y tú... de qué lo conoces? —preguntó Laura, indagando.

—Trabajamos juntos. —Nancy se preparó para su siguiente respuesta: No, no soy su secretaria.

En lugar de esto le sorprendió escuchar:

—¿Eres una agente?

—Sí. —Imitó a Laura—: ¿Y tú de qué lo conoces?

—Es mi padre.

Una hora después todavía estaban hablando. Laura bebía vino, Nancy agua del grifo con hielo, dos mujeres unidas por un vínculo desesperante: Will Piper.

Una vez que dejaron claros sus respectivos papeles, se dedicaron la una a la otra. Nancy parecía aliviada de que aquella mujer no fuera la novia de Will. Laura parecía aliviada de que su padre tuviera una compañera de trabajo normal. Laura había tomado el tren desde Washington por la mañana para acudir a una cita de última hora. Cuando vio que no podía localizar a su padre para preguntarle si podía pasar la noche allí, decidió que probablemente estaría fuera de la ciudad y entró con su propia llave.

Al principio Laura se mostraba tímida, pero la segunda copa de vino descorchó una agradable fluidez. Solo se llevaban seis años, así que pronto encontraron un terreno común más allá de Will. Al contrario que su padre, Laura era una persona culta cuyos conocimientos en arte y música rivalizaban con los de Nancy. Compartían un museo favorito: el Metropolitan; una ópera favorita: La Bohéme; y un pintor favorito: Monet.

Espeluznante, de acuerdo, pero gracioso.

Laura había terminado sus estudios hacía dos años y se ganaba la vida haciendo un trabajo de oficina a tiempo parcial. Vivía en Georgetown con su novio, un estudiante de posgrado de periodismo en la American University. A esa edad tan tierna, estaba a punto de cruzar lo que ella consideraba un umbral importante. Una pequeña, pero prestigiosa editorial estaba considerando seriamente publicar su primera novela. Aunque había escrito desde la adolescencia, un profesor de inglés del instituto la había reprendido por darse el nombre de escritora antes de que su obra se hubiera publicado. Y ella deseaba desesperadamente decir que era escritora.

Laura se sentía insegura y cohibida, pero sus amigos y profesores la habían animado. Le dijeron que su libro era publicable, y ella tuvo la inocencia de mandar su manuscrito, sin agente y sin que nadie se lo hubiera pedido, a una docena de editoriales, y después se puso a escribir el guión, ya que también lo veía como una película. El tiempo pasó y se fue acostumbrando a los pesados paquetes que encontraba en su puerta, su manuscrito devuelto más una carta de rechazo, nueve, diez, hasta once veces, pero la duodécima nunca llegó. Lo que llegó fue una llamada, de Elevation Press, en Nueva York, expresándole su interés y preguntándole si estaría dispuesta a hacer algunos cambios y reenviarlo sin que ello supusiera un compromiso. Ella accedió inmediatamente y la corrigió siguiendo las pautas que le habían dado. El día anterior había recibido un correo electrónico del editor en el que la invitaba a sus oficinas, algo aterrador y al mismo tiempo prometedor.

A Nancy le pareció que Laura era fascinante, como echar un vistazo en una vida alternativa. Los Lipinski no eran escritores ni artistas, eran tenderos o contables, dentistas o agentes del FBI. Y le intrigaba saber cómo el ADN de Will había sido capaz de producir esa criatura encantadora e intachable. La respuesta tenía que hallarse en la madre.

De hecho, la madre de Laura, la primera esposa de Will, Melanie, escribía poesía y enseñaba escritura creativa en una comunidad universitaria de Florida. El matrimonio, según le contó Laura, había durado lo suficiente para su concepción, nacimiento y fiesta de su segundo cumpleaños; luego Will lo hizo añicos. Laura se crió con las palabras «tu padre» proferidas casi como insultos.

Su padre era un fantasma. Se enteraba de lo que pasaba en su vida de segundas, atenta a lo que se les escapaba a su madre y sus tíos. Se lo imaginaba gracias al álbum de bodas: ojos azules, grande y sonriente. Abandonó la oficina del sheriff y se unió al FBI. Volvió a casarse. Se divorció de nuevo. Bebía. Era un mujeriego. Un cabrón que solo se salvaba porque pagaba la manutención de su hija. Y nunca se molestaba en llamar o enviar una carta.

Un día Laura lo vio en la tele, lo entrevistaban con motivo de algún horrible asesino. Vio el nombre Will Piper en la pantalla, reconoció los ojos azules y la mandíbula cuadrada, y la chica de quince años lloró a mares. Empezó a escribir relatos sobre él o sobre lo que imaginaba de él. Y ya en la universidad, emancipada de la influencia materna, hizo el trabajo propio de un detective y lo encontró en Nueva York. Desde entonces llevaban una relación cercana a lo filial y provisoria. Él era la inspiración de su novela.

Nancy le preguntó el título.

Bola de demolición —contestó Laura.

Nancy se rió.

—Supongo que le va como anillo al dedo.

—Sí, es una bola de demolición, pero también lo son el alcohol, los genes y el destino. Me refiero a que el padre y la madre de papá eran alcohólicos. Tal vez no tuviera escapatoria. —Se sirvió otra copa de vino y la agitó a modo de brindis. Ahora su discurso era un tanto espeso—. Tal vez tampoco yo la tenga.

Nelson Elder llegaba al camino que llevaba a su casa, una mansión de seis habitaciones en The Hills, Summerlin, cuando sonó su teléfono móvil. En el identificador ponía número privado. Contestó y dirigió su enorme Mercedes hasta una de las plazas de garaje.

—¿Señor Elder?

—Sí, ¿quién es?

La voz del remitente estaba salpicada de tensión, casi era un chillido.

—Nos conocimos hace unos meses en el Constellation. Me llamo Peter Benedict.

—Lo siento, no me acuerdo.

—Pillé a los que contaban en el blackjack.

—¡Ah, sí, ya me acuerdo! El informático. —«Qué raro», pensó Elder—. ¿Te di mi número de teléfono?

—Pues sí —mintió Mark. No había ningún teléfono en el mundo que no fuera capaz de conseguir—. ¿Le molesto?

—Claro que no. ¿En qué puedo ayudarte?

—Bueno, lo cierto, señor, es que soy yo quien querría ayudarle.

—¿Y eso?

—Su compañía tiene problemas, señor Elder, pero yo puedo salvarla.

Mark respiraba entrecortadamente y temblaba. Tenía el teléfono móvil sobre la mesa de la cocina, aún con el calor de su mejilla. Cada uno de los pasos de su plan había sido una dura prueba, pero este era el primero que requería interacción humana y el pánico tardaba en disiparse. Nelson Elder se encontraría con él. Un movimiento de ajedrez más y la partida sería suya.

Entonces sonó el timbre de la puerta y le lanzó al siguiente estadio de hiperactividad involuntaria. Rara vez recibía visitas sin anunciar, así que del miedo casi salió disparado a su habitación. Se calmó, avanzó hacia la puerta, indeciso, y la entreabrió un poco.

—¿Will? —preguntó sin dar crédito—. ¿Qué haces tú aquí? Will se quedó allí con una enorme sonrisa en el rostro.

—No me esperabas, ¿eh?

Se dio cuenta de que Mark estaba incómodo, como un castillo de naipes que intentaba mantener la compostura.

—No, no te esperaba.

—Ya ves, estaba en la ciudad por un asunto de trabajo y he pensado en venir a verte. ¿Te pillo en mal momento?

—No, está bien —dijo Mark mecánicamente—. Solo que no esperaba a nadie. ¿Quieres pasar?

—Claro. Pero solo estaré un rato. Me sobraba un poco de tiempo antes de ir al aeropuerto.

Will le siguió hasta el salón y se percató de la tensión y la incomodidad en la voz aguda y el rígido andar de su antiguo compañero de habitación. No podía evitar hacerle la radiografía. No se trataba de ningún truco barato. Siempre había tenido el don, la habilidad para hacerse una idea de los sentimientos del otro, sus conflictos y emociones, en un abrir y cerrar de ojos. De pequeño usaba su perspicacia natural para diseñar un espacio triangular de protección entre sus alcohólicos padres, diciendo y haciendo las cosas apropiadas en la cantidad apropiada para satisfacer sus necesidades y preservar en cierta medida el equilibrio y la estabilidad del hogar.

Siempre había hecho uso de ese talento en su propio beneficio. En su vida personal lo usaba como los libros de autoayuda, para ganar amigos y ejercer influencia sobre la gente. Las mujeres de su vida decían que lo utilizaba para manipularlas al máximo. Y en lo que concernía a su profesión, le había dado una ventaja tangible respecto a los criminales que poblaban su mundo.

Will se preguntaba por qué Mark se sentía tan incómodo, ¿algún tipo de desorden de la personalidad, fóbico, misántropo, o algo relacionado con su visita?

Se sentó en un sofá más duro que una piedra e hizo lo posible por encontrarse cómodo.

—¿Sabes? Después de que nos viéramos en la reunión, me sentía mal por no haber hecho el esfuerzo de ponerme en contacto contigo en todos estos años. —Mark estaba sentado frente a él, mudo, con las piernas cruzadas y en tensión—. Así que, como solo me quedo hoy y casi nunca vengo por Las Vegas, ayer cuando iba de camino al hotel alguien señaló hacia la lanzadera de Área 51 y pensé en ti.

—¿En serio? —preguntó Mark con voz ronca—. ¿Y eso por qué?

—Allí es donde insinuaste que trabajabas, ¿no?

—Ah, ¿sí? No recuerdo haberlo dicho.

Will recordó el extraño comportamiento de Mark cuando salió el tema de Área 51 en la cena. Parecía un tema prohibido. En realidad, no le importaba, tanto daba. Estaba claro que Mark tenía un trabajo de seguridad de altos niveles y se lo tomaba en serio. Mejor para él.

—Bueno, da igual. No me importa dónde trabajes, simplemente hice esa asociación de ideas y decidí pasarme por aquí, eso es todo.

Mark seguía pareciendo escéptico.

—¿Y cómo me has encontrado? No estoy en los listados.

—Como si no lo supiera. Lo admito: consulté una base de datos de la oficina local del FBI cuando vi que el número de localización de abonados no funcionaba. Y no salías en el radar, chaval. ¡Debes de tener un trabajo muy interesante! Así que llamé a Zeckendorf para ver si tenía tu número de teléfono. No lo tenía, pero debiste de darle tu dirección a su mujer para que te enviara esa foto. —Señaló la foto que había en la mesa—. Yo también puse la mía en la mesilla del salón. Supongo que somos un par de sentimentales. No tendrás nada de beber, ¿no?

Will vio que Mark respiraba con más tranquilidad. Había conseguido romper el hielo. Probablemente tenía algún tipo de desorden de ansiedad social y necesitaba tiempo para entrar en calor.

—¿Qué te gustaría beber? —preguntó Mark.

—¿Tienes whisky?

—Lo siento, solo cerveza.

—Todos los caminos llevan a Roma.

En cuanto Mark se fue a la cocina, Will se puso en pie y echó un vistazo alrededor por pura curiosidad. El salón estaba escasamente amueblado con objetos modernos e impersonales que podrían haber estado en el vestíbulo de cualquier espacio público. Todo muy ordenado, ni cosas amontonadas ni ningún toque femenino. Conocía ese estilo de decoración fría. La brillante estantería cromada estaba llena de libros de informática y manuales de programación ordenados según la altura, de manera que las hileras quedaran lo más rectas posible.

En el escritorio lacado en blanco, junto a un portátil cerrado, había dos finos manuscritos con anillas metálicas. Echó un vistazo a la portada del que había encima: CONTADORES: UN GUIÓN DE PETER BENEDICT, AEA # 4235567. «¿Quién será Peter Benedict? —se preguntó—, el álter ego literario de Mark u otra persona?» Junto a los guiones había dos rotuladores negros. Casi se le escapó una carcajada. Pentel ultrafinos. Esos puñeteros estaban por todas partes. Cuando Mark volvió con las cervezas, Will estaba de nuevo en el sofá.

—Cuando estuvimos en Cambridge, ¿no mencionaste que escribías? —preguntó Will.

—Escribo.

—¿Son tuyos esos guiones? —Los señaló.

Mark asintió y tragó saliva.

—Mi hija también es escritora o algo así. ¿Sobre qué escribes?

Mark comenzó con indecisión, pero se relajó a medida que hablaba de su guión más reciente. Cuando Will hubo acabado con su cerveza ya lo sabía todo sobre casinos, contadores de cartas y agentes de talentos de Hollywood. Para alguien tan reticente, aquello era hablar por los codos. Durante la segunda cerveza pudo saborear un aperitivo de lo que había sido la vida de Mark después de la universidad y antes de Las Vegas, un paisaje inhóspito en el que había pocos vínculos personales y un trabajo interminable con los ordenadores. Durante la tercera cerveza Will correspondió con detalles sobre su propio pasado, matrimonios amargos, relaciones rotas y todo eso; Mark escuchaba con aparente fascinación, con un asombro creciente al saber que la vida del chico de oro, que él había creído perfecta, era cualquier cosa menos eso. Al mismo tiempo, punzadas de culpabilidad cada vez más intensas consiguieron que Will se sintiera incómodo.

Tras ir al baño, regresó al salón y anunció que tenía que marcharse, pero que antes quería sacarse una espinita.

—Quiero pedirte disculpas.

—¿Por qué?

—Cuando pienso en nuestro primer año me doy cuenta de que era un capullo. Tendría que haberte ayudado más, hacer que Alex te dejara tranquilo. Fui un tonto del culo y lo siento. —No mencionó el incidente de la cinta americana. No era necesario.

Mark rompió a llorar sin poder evitarlo; parecía muy avergonzado.

—Yo...

—No tienes que decir nada. No quiero que te sientas incómodo.

Mark se sorbió los mocos.

—No, mira, te lo agradezco. Creo que en realidad no nos conocíamos.

—Una verdad como un templo. —Will se metió las manos en los bolsillos en busca de las llaves del coche—. Bueno, gracias por las cervezas y la charla. Tengo que largarme.

Mark respiró hondo.

—Creo que ya sé por qué has venido a la ciudad —dijo finalmente—. Te vi por la tele.

—Sí, el caso Juicio Final. La conexión de Las Vegas. Claro.

—Hace años que te veo en la tele. Y he leído todos los artículos de las revistas.

—Sí, he tenido mis momentos de gloria en los medios.

—Debe de ser excitante.

—Créeme, no lo es.

—¿Y cómo va? Me refiero a la investigación.

—Pues tengo que decirte que es como un grano en el culo. No quería tomar parte en ello. Lo único que intentaba era deslizarme tranquilamente hacia el camino de la jubilación.

—¿Algún progreso?

—Está claro que eres un tipo que sabe guardar un secreto, así que ahí va uno: no tenemos ni una puta pista.

Mark parecía un poco cansado.

—No creo que vayáis a coger al tipo —dijo.

Will lo miró con cara de estupefacción.

—¿Por qué dices eso?

—No sé. Por lo que he leído, parece bastante listo.

—No, no, no. Lo voy a pillar. Siempre los pillo.