Cuando Will era joven, su padre lo llevaba a pescar porque eso es lo que se supone que los padres hacen. Se despertaba antes del amanecer con un toquecito en el hombro, se vestía con lo primero que pillaba y se subía a la camioneta para ir desde Quincy hasta Panamá City. Su padre alquilaba por horas una lancha de ocho metros de eslora en un puerto deportivo para gente de la clase obrera y recorría viento en popa unas diez millas hacia el interior del golfo. El trayecto desde su oscura habitación hasta las resplandecientes aguas del caladero transcurría con el mínimo intercambio de palabras. Le veía pilotar el bote, su abultada silueta teñida de naranja con el sol naciente, y se preguntaba por qué ni siquiera la belleza natural de un paseo en barca por aguas cristalinas y calmas en una mañana cálida conseguía poner un poco de alegría en la cara de aquel hombre. Al final su padre apagaba el cigarro y decía algo así como: «Vale, vamos a poner el cebo a estos sedales», y tras esto se instauraba un silencio que duraba horas, hasta que un pargo o un peto mordía el anzuelo y empezaban a gritar órdenes.
Mientras cruzaba el puente de City Island y miraba hacia la bahía de Eastchester, se sorprendió a sí mismo pensando en su viejo, en el momento en que vio el primero de los puertos deportivos, un bosque de aluminio donde los mástiles se balanceaban con la brisa de la tarde. City Island era un pequeño y particular oasis, una parte del Bronx desde una perspectiva municipal, pero a nivel geocultural estaba mucho más cerca de Isla Fantasía, un trozo de tierra tan diferente de la ciudad que quedaba al otro lado del paso elevado, que los visitantes la asociaban con otros lugares y otros tiempos.
Para los indios de Siwanoy, esta isla había sido durante siglos un fértil caladero de peces y ostras; para los colonos europeos, un astillero y un centro marítimo; para los residentes actuales, un enclave de clase media con casas unifamiliares mezcladas con bellas mansiones victorianas de marinos mercantes, y un litoral salpicado de clubes náuticos para los ricachones de fuera de la isla. Su enjambre de callejuelas, algunas de ellas prácticamente campestres, la miríada de callejones que daban al océano, el incesante griterío infantil de las gaviotas y el olor salobre de la costa hacían pensar en un lugar de vacaciones o de correrías de la infancia, no en el área metropolitana de Nueva York.
Nancy se dio cuenta de que se había quedado boquiabierto.
—¿Habías estado por aquí antes? —preguntó.
—No, ¿y tú?
—Solíamos venir de excursión cuando era niña. —Consultó el plano—.Tienes que girar a la izquierda en Beach Street.
Minnieford Avenue no era una avenida en el sentido clásico de la palabra sino un camino de carros y constituía otro pobre escenario para la investigación de un crimen de altura. La policía, los vehículos de urgencias y los camiones de las televisiones por satélite obstruían la carretera como una trombosis. Will se unió a la larga cola de coches inmovilizados sin remedio y se quejó a Nancy de que tendrían que haber hecho el resto del camino a pie. Estaba bloqueando un cruce, y temía que un tipo de espalda ancha y camiseta imperio, que no dejaba de mirarle, montara alguna bronca, pero el hombre simplemente dijo:
—¿Estáis metidos en esto? —Will asintió con la cabeza—.
Soy policía de Nueva York retirado. No os preocupéis, yo vigilo el coche —ofreció—. No me voy a mover de aquí.
Los tambores de la selva se habían dejado oír alto y fuerte. Todos los que estaban al servicio de la ley, y hasta los tíos lejanos de estos, sabían que City Island se había convertido en el kilómetro cero del caso del Juicio Final. Los medios de comunicación habían recibido el chivatazo, así que aquello rayaba la histeria. La casita de color verde lima estaba rodeada por una muchedumbre de periodistas y un cordón de policías de la comisaría 45. Los reporteros de la televisión daban codazos en la abarrotada acera para que los cámaras pudieran sacarlos con la casa de fondo y sin interferencias. Micrófonos en mano, sus camisas y blusas ondeaban como banderas marinas ante los severos vientos de poniente.
Cuando vislumbró la casa, vio en una instantánea mental las fotografías que darían la vuelta al mundo en caso de que se confirmara que ese era el sitio donde se había capturado al asesino. La casa del Juicio Final. Una modesta vivienda de dos plantas de los años cuarenta, tablillas abombadas, postigos descascarillados y un porche hundido con un par de bicicletas, varias sillas de plástico y una barbacoa. No había jardín propiamente dicho, un escupitajo lanzado con fuerza desde las ventanas llegaría a las casas que había a los lados y detrás. Tan solo había espacio asfaltado para dos coches, un Honda Civic de color beis, que estaba apretujado entre la casa y la valla metálica del vecino, y un viejo BMW rojo aparcado entre el porche y la acera, en la que de no haber estado el coche habría hierba.
Will miró su reloj con cansancio. Estaba siendo un día muy largo y no tenía pinta de acabar a una hora temprana. Podían pasar horas hasta que pudiera beber una copa, y esa privación le estaba pasando factura. Aun así, qué maravilloso sería cerrar el caso de una vez por todas y encaminarse plácidamente hacia la jubilación sabiendo que podría plantarse todos los días en la barra del bar a las cinco y media de la tarde... Solo de pensarlo, su paso se aceleró y obligó a Nancy a caminar al trote.
—¿Lista para el rock and roll? —le gritó.
Antes de que ella pudiera contestarle, un bomboncito de Channel Four reconoció a Will de la rueda de prensa y gritó a su cámara:
—¡A tu derecha! ¡Suena la flauta! —La cámara de vídeo giró en su dirección—. ¡Agente Piper! ¿Puede confirmarnos que han atrapado al asesino del Juicio Final?
Al instante, los camarógrafos le siguieron y Nancy y él se vieron rodeados por una muchedumbre vocinglera.
—Sigue andando —susurró Will.
Nancy se parapetó detrás de él y dejó que fuera Will quien se abriera paso.
Nada más entrar se encontraron en el escenario del crimen. En la habitación principal había sangre por todos lados. La habían precintado, estaba perfectamente preservada, así que Will y Nancy tuvieron que echar un ojo desde la puerta, como si estuvieran en un museo detrás del cordón de seguridad. El delgado cuerpo de un hombre con los ojos abiertos yacía medio dentro medio fuera de un sofá de dos plazas amarillo. Tenía la cabeza sobre uno de los reposabrazos, hundida sobre él, con el cuero cabelludo seccionado y una media luna de duramadre que resplandecía ante los últimos rayos de sol dorados. Su rostro, o lo que quedaba de él, era un estropicio plastoso en el que se veían fragmentos de huesos y cartílagos de color marfil. Le habían destrozado los brazos hasta dejarlos en una posición nauseabunda, anatómicamente imposible.
Will leyó la habitación como si se tratara de un manuscrito: las paredes salpicadas de sangre, dientes esparcidos por la moqueta como palomitas de maíz en una fiesta loca... y llegó a la conclusión de que el hombre había muerto en el sofá, pero que no era allí donde había comenzado el ataque. La víctima estaba de pie cerca de la puerta cuando recibió el primer golpe, un mazazo de abajo arriba que hizo que su cabeza rebotara y llenara el techo de sangre. Le habían golpeado una y otra vez mientras se tambaleaba y daba vueltas alrededor de la habitación intentando esquivar los palos que recibía de un objeto contundente. No había sido fácil acabar con él. Will intentó interpretar sus ojos. Había visto esa mirada de ojos abiertos incontables veces. ¿Cuál había sido la emoción final? ¿Miedo? ¿Rabia? ¿Resignación?
A Nancy le había atraído otro detalle del panorama.
—¿Has visto eso? —preguntó—. Sobre el escritorio. Creo que es la postal.
El comisario del distrito era un joven advenedizo, un capitán llamado Brian Murphy que iba de punta en blanco. Al presentarse, sus musculosos pectorales abultaban con orgullo bajo una camisa azul planchada con esmero. Para él, aquel caso podía dar alas a su carrera; al difunto, un tal John William Pepperdine, probablemente le habría irritado bastante saber el júbilo que su deceso había provocado en el policía.
Cuando se dirigían hacia allí, Nancy y Will estaban preocupados ante la posibilidad de que los del distrito 45 volvieran a pisotearles el escenario del crimen, pero en esta ocasión Murphy se había encargado personalmente de impedirlo. Al gordo y desaliñado detective Chapman no se lo veía por ningún sitio. Will felicitó al capitán por haber preservado la zona y eso tuvo el mismo efecto que cuando se acaricia a un chucho y se le dice «Buen perrito». A partir de entonces Murphy sería su amigo de por vida, así que les hizo un rápido resumen de cómo sus agentes, en respuesta a una llamada al 911 acerca de unos gritos y voces, habían descubierto el cadáver y la postal, y cómo uno de sus sargentos había visto al autor de los hechos, Luis Camacho, empapado de sangre, aprisionado tras el depósito de aceite del sótano. El tipo quiso confesar en el acto, así que Murphy había tenido el sentido común de grabarle en vídeo mientras renunciaba a sus derechos y hacía su declaración de manera gris y monótona. Tal como lo expresó Murphy con desdén, se trataba de un crimen entre maricas.
Will escuchaba con calma pero Nancy estaba impaciente.
—¿Ha confesado los otros? ¿Los otros asesinatos?
—A decir verdad no he llegado hasta ahí —dijo Murphy—. Eso os lo dejo a vosotros, chicos. ¿Queréis verle?
—En cuanto sea posible —dijo Will.
—Seguidme.
Will sonrió satisfecho.
—¿Todavía le tenéis aquí?
—Quería que lo tuvierais más fácil. Supongo que no os apetece recorrer todo el Bronx, ¿verdad?
—Capitán Murphy, eres un figura —dijo.
—No te cortes en compartir tu opinión con el inspector jefe —apuntó Murphy.
Lo primero que percibió en Luis Camacho es que era clavado a su retrato robot: piel morena, altura media, complexión delgada, unos setenta kilos. Vio cómo Nancy apretaba los labios y se dijo que ella también se había fijado. Estaba sentado a la mesa de la cocina con las manos esposadas tras la espalda, tembloroso, con los tejanos y la camiseta completamente tiesos por la sangre seca. «Así que este es el que lo hizo, de acuerdo —pensó—. Fíjate, va cubierto con la sangre de otro, como si acabara de salir de un rito tribal.»
La cocina era mona y estaba ordenada; había una caprichosa colección de botes con galletitas, diferentes pastas en tubos de plástico, manteles individuales con dibujos de globos aerostáticos, un mueble con piezas de cerámica floreadas. «Todo muy hogareño, muy gay», pensó Will. Se acercó a Luis hasta que tuvo que mirarle a los ojos.
—Señor Camacho, soy el agente especial Piper y esta es la agente especial Lipinski. Somos del FBI y tenemos que hacerle algunas preguntas.
—Ya le he dicho a la poli lo que he hecho —dijo Luis casi en un susurro.
Will imponía en los interrogatorios. Se valía de su aspecto de tipo duro para amenazar y acto seguido lo contrarrestaba con un tono tranquilizador y su dulce acento sureño. El sujeto nunca sabía con seguridad a qué o a quién se enfrentaba, y Will usaba eso como un arma.
—Eso está muy bien. Sin duda le hará las cosas más fáciles. Nosotros solo queremos ampliar un poco la investigación.
—¿Se refiere a la postal que recibió John? ¿A eso se refiere con ampliar la investigación?
—Exacto, nos interesa la postal.
Luis agitó la cabeza con desesperación y las lágrimas no tardaron en brotar.
—¿Qué me va a pasar ahora?
Will pidió a uno de los policías que flanqueaban a Luis que le limpiara la cara con un pañuelo.
—Eso lo decidirá el jurado, pero si continúa cooperando en la investigación, creo que eso incidirá de manera positiva en el desenlace. Ya sé que ha hablado con estos policías, pero le agradecería que empezara por aclararnos su relación con el señor Pepperdine y luego nos dijera qué ha pasado hoy.
Le dejó que hablara libremente, ajustando la dirección de vez en cuando mientras Nancy tomaba sus notas. Se habían conocido en un bar en el año 2005. No era un bar de ambiente, pero se calaron enseguida y empezaron a salir, el temperamental asistente de vuelo puertorriqueño de Queens y el emocionalmente bloqueado propietario de la librería anglicana de City Island. John Pepperdine había heredado esa cómoda casa verde de sus padres y a lo largo de los años había vivido ahí con sus sucesivos novios. Con su cuarenta cumpleaños ya en el retrovisor, John les había dicho a sus amigos que Luis era su último gran amor, y había acertado.
Su relación había sido tempestuosa, con la infidelidad como tema recurrente. John exigía monogamia, y Luis era incapaz de ello. John le acusaba regularmente de que le ponía los cuernos, pero el trabajo de Luis, con sus constantes viajes a Las Vegas, le daba carta blanca. Luis había volado a casa esa misma noche, pero en vez de ir a City Island se había marchado a Manhattan con un hombre de negocios al que había conocido en el vuelo, le había invitado a comer en un sitio caro y luego se lo había llevado a su casa de Sutton Place. Luis había llegado a la cama de John a cuatro patas a las cuatro de la mañana y no se había despertado hasta la tarde siguiente. Tambaleándose por la resaca, había bajado la escalera para hacerse un café, esperando tener la casa para él solo.
Pero se encontró con que John no había ido a trabajar, se había quedado en casa y estaba acampado en el salón, emocionalmente destrozado, delirando casi, llorando por la ansiedad, despeinado y blanco como la cal. ¿Dónde había estado Luis? ¿Con quién se había ido? ¿Por qué no había contestado a las llamadas ni a los mensajes que le había enviado al móvil? ¿Por qué, entre todos los días, tenía que haber elegido precisamente el de ayer para dejarlo solo? Luis pasó de aquello y le preguntó por qué le daba tanta importancia. ¿Acaso un hombre no podía salir de trabajar y tomarse un par de copas con los amigos? Aquello era más que patético. «¿Crees que soy patético? —le había gritado John—. ¡Mira esto, hijo de puta!» Corrió hasta la cocina y volvió con una postal cogida entre los dedos. «Es una postal de las del Juicio Final, capullo, ¡con mi nombre y la fecha de hoy!»
Luis la miró y le dijo que seguramente era una broma macabra. Tal vez ese contable idiota al que John había despedido hacía poco estuviera intentando vengarse. Y en cualquier caso, ¿había llamado John a la policía? No, no lo había hecho. Estaba demasiado asustado. Discutieron sobre eso, le dieron vueltas y más vueltas, hasta que el tono petardo de «Oops, I Did it Again» del móvil de Luis empezó a sonar en la mesa de la entrada de la casa. John saltó entonces para cogerlo y gritó: «¿Quién coño es Phil?». La verdad es que era el tipo de Sutton Place, pero Luis intentó esconder la verdad de manera poco convincente.
Las emociones de John se habían puesto al rojo y, según Luis, el que normalmente era un tipo de maneras suaves perdió la cabeza: agarró un bate de béisbol de aluminio que había abandonado en la entrada de la casa hacía una década, tras romperse el talón de Aquiles en un partido de la liga de adultos de Pelham. John blandía el bate como si fuera una lanza, le empujaba los hombros con él y profería obscenidades. Luis le devolvió los gritos para poner las cosas en su sitio pero los golpes continuaron, Luis perdió su capacidad de control y de alguna manera el bate acabó en sus manos y la habitación comenzó a pintarse con el color de la sangre.
Will escuchaba con un malestar creciente porque aquella confesión tenía visos de ser auténtica. Pero no pensaba darle tan pronto la bula papal. Ya le habían engañado antes, y deseaba que también le estuvieran engañando ahora. No esperó a que Luis dejara de llorar para preguntarle de manera agresiva y sin previo aviso:
—¿Mataste a David Swisher?
Luis alzó la vista con cara de sorpresa. Su instinto le hizo intentar mover las manos como protesta y sus muñecas se desollaron contra las esposas.
—¡No!
—¿Mataste a Elizabeth Kohler?
—¡No!
—¿Mataste a Marco Napolitano?
—¡Basta! —Luis buscó auxilio en los ojos de Nancy—. Pero ¿de qué habla este tío?
A modo de respuesta Nancy continuó con la batería:
—¿Mataste a Myles Drake?
Luis había dejado ya de llorar. Se sorbió los mocos y se quedó mirándola.
—¿Mataste a Milos Covic? —preguntó Nancy.
Y después Will:
—¿A Consuela López?
Y luego Nancy:
—¿A Ida Santiago?
Y otra vez Will:
—¿A Lucius Robertson?
El capitán Murphy, impresionado con la metralla, sonrió.
Luis sacudió la cabeza enérgicamente.
—¡No! ¡No! ¡No! ¡No! ¿Están locos? Ya les he dicho que maté a John en defensa propia, pero no he matado a ninguno de esos. ¿Creen que soy el asesino del Juicio Final? ¿Eso piensan? ¡Por favor! ¡Esto es absurdo!
—Muy bien, Luis, te escucho. Tranquilo. ¿Quieres un poco de agua? —preguntó Will—. Bueno, ¿cuánto tiempo llevas haciendo la ruta Nueva York-Las Vegas?
—Casi cuatro años.
—¿Llevas algún tipo de diario donde anotes los vuelos?
—Sí, tengo un libro. Está arriba, en el ropero.
Nancy salió por la puerta apresuradamente.
—¿Alguna vez has mandado postales desde Las Vegas? —preguntó Will.
—¡No!
—Te he oído decir alto y claro que tú no asesinaste a esas personas, pero dime, Luis, ¿conocías a alguna de ellas?
—¡Pues claro que no!
—¿Eso incluye a Consuela López y a Ida Santiago?
—¿Qué? ¿Tendría que conocerlas porque son latinas? ¿Es usted tonto o qué? ¿Sabe cuántos hispanos hay en Nueva York?
Will no desaceleró.
—¿Alguna vez has vivido en Staten Island?
—No.
—¿Alguna vez has trabajado allí?
—No.
—¿Tienes allí algún amigo?
—No.
—¿Has estado allí en alguna ocasión?
—Puede que una vez, en un paseo en ferry.
—¿Cuándo fue eso?
—Cuando era pequeño.
—¿Qué coche conduces?
—Un Civic.
—¿El coche blanco que hay en la entrada?
—Sí.
—¿Alguno de tus amigos o familiares tiene un coche azul?
—No, hombre, no creo.
—¿Tienes unas zapatillas deportivas marca Rebook DMX 10?
—¿Tengo pinta de llevar zapatillas de negrata adolescente?
—¿Alguna vez te han pedido que mandes alguna postal desde Las Vegas?
—¡No!
—Admites haber matado a John Pepperdine.
—En defensa propia.
—¿Es la primera vez que matas a alguien?
—¡Sí!
—¿Sabes quién mató a las otras víctimas?
—¡No!
Interrumpió de repente el interrogatorio, salió a buscar a Nancy y la encontró en el rellano de la escalera. Tenía un mal presentimiento y la mueca de disgusto de Nancy confirmó sus temores. Llevaba puestos unos guantes de látex y estaba hojeando una agenda del año 2008 de color negro.
—¿Problemas? —preguntó Will.
—Si este diario no es falso, tenemos grandes problemas. Salvo hoy, cuando se llevaron a cabo los otros asesinatos, él estaba en Las Vegas o en tránsito. No puedo creerlo, Will. No sé qué decir.
—Di mierda. Eso es lo que tienes que decir. —Se apoyó hastiado contra la pared—. Porque este caso es una mierda descomunal.
—Podría haber falseado el diario.
—Comprobaremos los registros con la compañía, pero sabes tan bien como yo que este tío no es el asesino del Juicio Final.
—Bueno, está claro que mató a la víctima número nueve.
Will asintió.
—Muy bien, socia. Te diré lo que vamos a hacer.
Nancy dejó el diario de Luis y abrió su libreta para tomar nota de las instrucciones.
—Tú no bebes, ¿verdad?
—Pues no.
—Vale, considéralo como una misión. Dentro de unos cinco minutos ficharemos y daremos por terminada la jornada. Tu misión es llevarme a un bar, hablar conmigo mientras yo me emborracho y luego llevarme a casa. ¿Harás eso por mí?
Nancy lo miró con desaprobación.
—Si es eso lo que quieres...
Bebía tan rápido que tenía a la camarera volando continuamente entre el reservado y la barra. Nancy lo observaba traspasar las barreras de la sobriedad mientras sorbía de mala gana un ginger ale light con una pajita. Su mesa del Harbor Restaurant miraba a la bahía, y a medida que el sol se iba poniendo, las tranquilas aguas se volvían más negras. Will se había fijado en el restaurante antes de que salieran de la isla y había musitado: «Ese sitio tiene pinta de tener un bar».
No estaba tan borracho como para no darse cuenta de que Nancy se sentía incómoda por estar tomando una copa con su superior, un tipo que casualmente tenía fama de ser el borrachuzo y canalla de la oficina. Se sentía de lo más incómoda.
Como ella no hablaba, Will se entretenía jugando a la esponja humana. Seguramente Nancy sentía que actuaba como una cómplice ayudándole a lubricarse la garganta tan rápido como le fuera posible.
Y seguramente estaba enamorándose de él. Lo veía en sus ojos, especialmente a primera hora de la mañana, cuando entraba en su despacho. La mayoría de las mujeres acababan cayendo. No era fanfarronería, simplemente era un hecho.
En ese preciso momento seguramente ella le odiaba por quién era y al mismo tiempo le deseaba. Ese era el efecto que tenía sobre las mujeres.
A la luz de aquella lamparita de queroseno, el cuerpo de Will se comprimía y se ablandaba como un molde de barro sin cocer dejado al sol en la calle en un día abrasador. La cara abatida, los hombros caídos, todo él desplomado en el reluciente asiento de vinilo.
—Se supone que tienes que hablar conmigo —farfulló—. Lo único que haces es estar ahí sentada y mirarme.
—¿Quieres que hablemos del caso?
—No, joder, cualquier cosa menos eso.
—Entonces, ¿de qué?
—¿De béisbol? —sugirió—. ¿Eres de los Mets o de los Yankees?
—La verdad es que no sigo los deportes.
—Ah, vaya...
—Lo siento.
Nancy observó las luces de una lancha motora avanzando a velocidad progresiva hasta que la perdió de vista. Will tenía la cabeza gacha. Jugaba con los cubitos de hielo, los hacía girar con el dedo como un remolino, y cuando tuvo el vaso vacío, agitó burdamente su dedo mojado hacia la joven camarera.
Entrecerró los ojos para enfocar los rasgos borrosos de Nancy.
—No tienes ganas de estar aquí, ¿verdad?
Will golpeó la mesa demasiado fuerte con la palma de la mano y Nancy dio un bote y las decorosas cabezas de alrededor se giraron.
—Me gusta tu sinceridad. —Cogió un puñado de frutos secos y se los comió, luego se quitó la sal de sus grasientas manos—. La mayoría de las mujeres no se sinceran conmigo hasta que ya es demasiado tarde. —Dio un bufido como si hubiera dicho algo gracioso—.Vale, socia, dime qué estarías haciendo ahora si no estuvieras de niñera conmigo.
—No sé, ayudando a preparar la cena, leyendo, escuchando música. —Se disculpó—: No soy una persona apasionante, Will.
—¿Leyendo qué?
—Me gustan las biografías. Novelas.
Will fingió interés.
—Yo antes leía un montón. Ahora casi que lo único que hago es ver la televisión y beber. ¿Quieres saber qué hace eso de mí?
Nancy no quería.
—¡Un hombre! —graznó Will—. Un maldito Homo sapiens varón del siglo XXI.
Engulló otros pocos frutos secos, se cruzó de brazos de manera desafiante y estiró los labios hasta conseguir una sonrisa estúpida.
Por la expresión gélida de Nancy se dio cuenta de que estaba yendo demasiado lejos, pero no le importaba.
Se estaba poniendo hasta las cejas y lo estaba pasando bien; si a Nancy no le gustaba, peor para ella. La camarera llevaba un pequeño crucifijo de oro que osciló y golpeó sobre su profundo escote cuando le sirvió otro whisky. Will la miró con lascivia.
—Eh, ¿quieres venir a casa conmigo a beber y ver la tele?
Nancy ya había tenido suficiente.
—Lo siento, tráenos la nota —dijo mientras la camarera huía—.Will, nos vamos —anunció con voz severa—. Es hora de que vayas a casa.
—¿Y no es eso lo que acabo de sugerir? —dijo arrastrando las sílabas.
En su chaqueta sonó el Himno a la alegría. Tanteó hasta que consiguió sacar el teléfono del bolsillo. Al ver quién llamaba, hizo una mueca.
—Mierda. No creo que sea buen momento para hablar. —Se lo pasó a Nancy—. Es Helen Swisher —susurró, como si la persona que llamaba ya estuviera a la escucha.
Nancy le dio al botón de aceptar la llamada.
—Hola, este es el teléfono de Will Piper.
Will salió del reservado y se dirigió al servicio de hombres. Cuando volvió, Nancy ya había pagado y estaba esperándole junto a la mesa. Había decidido que Will no iba tan pasado como para no poder escuchar las noticias.
—Helen Swisher ha conseguido la lista de clientes del banco de David. Al final, parece ser que tenía una conexión en Las Vegas.
—¿Sí?
—En 2003 hizo una financiación para una compañía de Nevada llamada Desert Life Insurance. Su cliente era el director general, un hombre llamado Nelson Elder.
Will parecía un hombre intentando mantenerse de pie en la cubierta de un barco sacudido por la tormenta. Se balanceó sin control y declaró en voz muy alta:
—Vale, muy bien. Pues voy a salir ahí fuera, voy a hablar con Nelson Elder y voy a encontrar a ese maldito asesino. ¿Qué te parece el plan?
—Dame las llaves del coche —dijo.
La ira de Nancy rasgó su borrachera.
—No te enfades conmigo —rogó—. ¡Soy tu socio!
Cuando salieron al aparcamiento, las cálidas ráfagas de viento salado y el punzante aroma de la marea baja llenaron sus sentidos. Lo normal habría sido que eso dejara a Nancy con un aire soñador y despreocupado, pero al oír a Will arrastrando los pies detrás de ella, tambaleándose y hablando entre dientes como si fuera el monstruo de Frankenstein, le pareció que estaba en un cuarto oscuro.
—Vamos a Las Vegas, nena, vamos a Las Vegas.