19 de marzo de 2009, Las Vegas

Mark Shackleton, hijo único criado en Lexington, Massachusetts, rara vez se sentía frustrado. Sus indulgentes padres de clase media satisfacían todos sus caprichos, así que se hizo mayor sin apenas relacionarse con la palabra «no». Su vida interior tampoco se veía perturbada por sentimientos de frustración, ya que su rápida y analítica mente se movía a través de los problemas con una eficiencia tal que aprender apenas le suponía ningún esfuerzo.

Dennis Shackleton, un ingeniero aeroespacial de Raytheon, estaba orgulloso de haber transmitido a su hijo el gen de las matemáticas. El día del quinto cumpleaños de Mark —todo un acontecimiento en esa ordenada casa de dos pisos en la que vivían—, Dennis sacó una hoja de papel y anunció:

—El teorema de Pitágoras.

Aquel niño flacucho agarró un lápiz y, sintiendo sobre él los ojos de sus padres, tías y tíos, se acercó a la mesa del comedor, dibujó un triángulo y escribió debajo: a² + b² =c².

—¡Bien! —exclamó su padre mientras se subía las gafotas negras hasta el puente de la nariz—.Y esto, ¿qué es esto? —preguntó apuntando con un dedo el lado más largo del triángulo.

Los abuelos se reían entre dientes cuando veían que el chico arrugaba la cara unos segundos y después soltaba:

—¡El hipopótamo!

Las primeras frustraciones de Mark le llegaron en la adolescencia, cuando empezó a darse cuenta de que su cuerpo no se desarrollaba con la misma robustez que su mente. Se sentía superior —no, era superior— a esos cachas atléticos con cerebro de mosquito que poblaban el instituto, pero las chicas no eran capaces de ver más allá de sus enclenques piernas y su pecho de paloma y descubrir el interior de Mark, un intelecto privilegiado, un conversador brillante, un incipiente escritor de elaboradas historias de ciencia ficción en torno a razas alienígenas que conquistaban a sus adversarios con su inteligencia superior en lugar de a través de la fuerza bruta. Ojalá esas chicas bonitas de pechos aterciopelados hubieran hablado con él en vez de reírse cuando paseaba su desgarbado cuerpo por los pasillos o alzaba enérgicamente la mano desde la primera fila de la clase.

La primera vez que una chica le dijo «No» se juró que sería la última. En su segundo año en la universidad, cuando al fin consiguió reunir el coraje suficiente para invitar a Nancy Kislik al cine, ella le miró de manera rara y le dijo con frialdad: «No», así que decidió cerrar la puerta a esa parte de sí mismo durante años. Se sumergió en el universo paralelo del Club de Matemáticas y el Club de Informática, donde era el mejor entre los menos populares, el primero entre sus iguales. Los números nunca le decían que no. Ni las líneas de códigos de los programas informáticos. Fue mucho después de que se licenciara en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, cuando era un joven empleado en una compañía de seguridad de bases de datos, podrido de acciones de bolsa y con un descapotable, cuando consiguió quedar con una tal Jane, analista de sistemas, y, gracias a Dios, mojar al fin por vez primera.

En este momento Mark estaba recorriendo nervioso la cocina y transformándose mediante esta energía cinética en su álter ego y seudónimo: Peter Benedict, un hombre de mundo, un magnífico jugador, un escritor de guiones de cine de Hollywood.

Un hombre completamente diferente a Mark Shackleton, empleado del gobierno, friki de la informática. Respiró hondo varias veces y se tomó lo que quedaba de su café tibio. «Hoy es el día, hoy es el día, hoy es el día.» Intentaba mentalizarse, prácticamente rezaba, hasta que su ensoñación se vio detenida por su odioso reflejo en las puertas correderas. Mark, Peter, poco importaba, era un tipo enclenque con una nariz protuberante que se estaba quedando calvo. Intentó sacárselo de la cabeza, pero una palabra desagradable se abrió paso: patético.

Había empezado a trabajar en su guión, Contadores, poco después de la reunión en ATI. Pensar en Bernie Schwartz y sus máscaras africanas le daba mareos, pero aquel hombre le había encargado un guión sobre contadores de cartas, ¿no? La experiencia en ATI le había revuelto las tripas. Sentía por el guión rechazado el mismo tipo de afecto que se profesa a un primer hijo, pero ahora tenía otro plan: vendería el segundo guión y luego lo usaría como palanca para resucitar el antiguo. Se juró que no lo dejaría morir en el intento.

Así pues, se entregó al proyecto en cuerpo y alma. Todas las tardes, cuando llegaba a casa del trabajo, y todos los fines de semana, allí estaba él dándole que te pego a las secuencias de acción y a los diálogos. Tres meses después lo había terminado, y creía que era algo más que bueno; quizá incluso era genial.

Tal como él la había concebido, la película sería, primero y ante todo, un vehículo para las grandes estrellas, a las cuales él imaginaba acercándosele en el rodaje (¿en el Constellation?) para decirle cuánto les encantaban esos diálogos que él había puesto en sus labios. La historia lo tenía todo: intriga, drama, sexo, todo ello en el mundo de altos vuelos de las apuestas de casino y las trampas. ATI recibiría millones por el guión y él cambiaría su vida en un laboratorio subterráneo en medio del desierto, con unos ahorros de poco menos de ciento treinta de los grandes, por el suntuoso mundo del guionista: viviría en una mansión en lo más alto de las colinas de Hollywood, recibiría las llamadas de los directores, asistiría a estrenos en los que habría cañones de luz barriendo el horizonte. Aún no había cumplido los cincuenta. Todavía tenía futuro.

Pero para ello Bernie Schwartz debía dar el sí. Hasta algo tan simple como llamar a aquel hombre resultaba complicado. Mark salía de casa demasiado temprano y volvía demasiado tarde para contactar con la oficina de Bernie desde casa. Llamar al exterior desde su puesto de trabajo era imposible. Cuando trabajas en las profundidades de un bunker subterráneo, eso de salir un momentito para hacer una llamada por el móvil —suponiendo que los móviles estuvieran permitidos— era algo que simplemente estaba fuera de lugar. Y eso significaba que tenía que pillarse días de baja para quedarse en Las Vegas y poder llamar a Los Ángeles. Unas cuantas ausencias más y sus superiores le harían preguntas y le obligarían a someterse a un examen del departamento médico.

Marcó el número de teléfono y esperó hasta escuchar la cantinela:

—ATI, ¿con quién le pongo?

—Bernard Schwartz, por favor.

—Un momento, por favor.

Durante las últimas dos semanas la música de espera había sido una pieza para clavicordio de Bach, relajante a su manera matemática. Mark veía en su cabeza los patrones musicales y eso le ayudaba a calmar el estrés que le producía llamar a ese hombrecillo tan repugnante y, sin embargo, esencial.

La música cesó.

—Aquí Roz.

—Hola, Roz, soy Peter Benedict. ¿Está por ahí el señor Schwartz?

Una pausa embarazosa y después con una frialdad total: —Hola, Peter, no, no está en su escritorio.

Frustración.

—¡He llamado ya siete veces, Roz!

—Lo sé, Peter, he hablado contigo las siete veces.

—¿No sabes si ha leído mi guión?

—No estoy segura de que haya podido hacerlo.

—Cuando te llamé la semana pasada, me dijiste que lo comprobarías.

—La semana pasada no lo había hecho.

—¿Crees que lo hará la próxima? —suplicó.

Silencio en la línea. Creyó escuchar el sonido incesante del clic de un bolígrafo. Y por fin:

—Mira, Peter, eres un buen tipo. No debería decirte esto, pero hemos recibido el informe de Contadores de nuestros lectores y no es favorable. Es una pérdida de tiempo que sigas llamando. El señor Schwartz es un hombre muy ocupado y no va a representar este proyecto.

Mark tragó saliva y apretó el teléfono con tanta fuerza que se hizo daño en la mano.

—¿Peter?

La garganta se le había secado y le quemaba.

—Gracias, Roz. Siento haberte molestado.

Colgó el teléfono y dejó que sus rodillas se abatieran sobre la silla más cercana.

Comenzó con una lágrima que caía de su ojo izquierdo, después del derecho. Mientras se secaba la cara, la presión ascendió desde debajo del diafragma, alcanzó el pecho y se escapó de su laringe en un sollozo sordo y grave. Tras este, otro más, y luego otro, hasta que sus hombros comenzaron a moverse espasmódicamente y se puso a llorar de manera descontrolada. Como un niño, como un bebé. No. No.

El cielo del desierto se tornó púrpura mientras Mark caminaba como aletargado hacia el Constellation; en su mano derecha apretaba un fajo de billetes dentro del bolsillo del pantalón. Se abrió paso a través del abarrotado vestíbulo con una visión en túnel que desdibujaba la periferia y anduvo con paso firme hasta el casino Grand Astro. Casi no oía el bullicio de las voces, el tintineo y las simplonas notas musicales de las máquinas tragaperras y de videopóquer. Lo que oía era su sangre latiéndole con fuerza en los oídos, como una pesada ola que borboteaba dentro. Cosa extraña, no prestó atención a los puntos de luz de la cúpula del planetario, con Tauro, Perseo y el Auriga justo encima de su cabeza. Torció a la izquierda y pasó bajo Orion y Géminis de camino hacia Ursus Major, la Osa Mayor, donde le aguardaba la sala de grandes apuestas al blackjack.

Había seis mesas de cinco mil dólares, y él eligió aquella en la que estaba Marty, uno de sus crupieres favoritos. Marty originario de New Jersey, llevaba su ondulado pelo castaño recogido en una coleta bien peinada. Los ojos del crupier brillaron cuando lo vio acercarse.

—¡Señor Benedict! ¡Aquí tengo un buen sitio para usted!

Mark se sentó y musitó un saludo a los otros cuatro jugadores, todos hombres, todos tan serios como enterradores. Sacó el fajo de billetes y lo cambió por ocho mil quinientos dólares en fichas. Marty nunca le había visto cambiar tanto.

—¡De acuerdo! —dijo en voz alta para que le oyera el jefe de sala, que estaba por allí cerca—. Espero que le vaya de maravilla esta noche, señor Benedict.

Mark apiló las fichas y se quedó mirándolas como un idiota; estaba muy espeso. Apostó el mínimo de quinientos y jugó en modo piloto automático durante unos minutos, cubriendo pérdidas hasta que Marty relanzaba la partida y comenzaba una nueva apuesta. Entonces se le aclaró la mente como si hubiera respirado sales aromáticas y comenzó a oír números reverberando en su cabeza cual balizas de sonido en la niebla.

Más tres, menos dos, más uno, más cuatro.

El conteo le llamaba y, como hipnotizado, por una vez se permitió asociar la cuenta a sus apuestas. Durante la siguiente hora subió y bajó como la marea, retirándose al mínimo cuando el conteo estaba bajo y haciendo saltar las apuestas cuando estaba alto. Su pila de fichas aumentó a trece mil dólares, más tarde a treinta y un mil dólares, y siguió jugando, ni se dio cuenta de que Marty había sido reemplazado por una chica llamada Sandra con cara de pocos amigos y dedos manchados de nicotina. Media hora después tampoco se dio cuenta de que Sandra cada vez cambiaba el juego con más frecuencia. No se dio cuenta de que su pila había crecido hasta los sesenta mil dólares. No se dio cuenta de que no le habían servido otra cerveza. Y no se dio cuenta de que el jefe de sala se le acercaba por detrás con sigilo junto a dos guardias de seguridad.

—Señor Benedict, ¿le importaría acompañarnos?

Gil Flores se movía arriba y abajo con pasitos rápidos, como uno de los tigres siberianos de aquel viejo espectáculo de Siegfried y Roy. El hombrecillo humillado y sumiso que tenía sentado ante él casi podía sentir las bocanadas de aire caliente sobre su calva cabeza.

—¿En qué coño estabas pensando? —le preguntó Flores—. ¿Acaso creías que no te íbamos a pillar, Peter?

Mark no contestó.

—¿No dices nada? Esto no es un puto tribunal. Aquí no vale lo de inocente hasta que se demuestre lo contrario. Eres culpable, amigo. Me has dado por el culo, y ese no es el tipo de sexo que me gusta.

Una mirada vacía y muda.

—Creo que deberías contestar. Creo de verdad que es mejor que contestes de una puta vez.

Mark tragó saliva con dificultad, un trago seco y duro que produjo un gracioso «glup».

—Lo siento. No sé por qué lo he hecho.

Gil se llevó la mano a su espesa cabellera negra y se despeinó con exasperación.

—¿Cómo es posible que un hombre inteligente diga: «No sé por qué lo he hecho»? Para mí, eso no tiene sentido. Claro que sabes por qué lo has hecho. ¿Por qué lo has hecho?

Mark lo miró por fin y se echó a llorar.

—No me vengas con lloros —le advirtió Flores—. No soy tu puñetera madre. —Dicho esto le puso una caja de pañuelos en el regazo.

Se enjugó las lágrimas.

—Hoy me he llevado un chasco. Estaba cabreado. Estaba enfadado y he reaccionado de ese modo. Ha sido una estupidez y pido disculpas. Pueden quedarse con el dinero.

Flores casi se había calmado, pero aquello último volvió a ponerle de los nervios.

—¿Que me puedo quedar con el dinero? ¿Te refieres al dinero que me has robado? ¿Esa es tu solución? ¿Permitirme que me quede con un puto dinero que me pertenece?

Con los gritos, Mark se puso a gimotear y necesitó otro pañuelo.

Sonó el teléfono que había en el escritorio. Flores contestó y permaneció unos segundos a la escucha.

—¿Está seguro de eso? —Y después de una pausa—: Por supuesto. No hay problema.

Colgó el teléfono y se colocó frente a Mark, lo que obligó a este a hacer un movimiento brusco con el cuello.

—Está bien, Peter, te diré cómo vamos a solucionar esto.

—Por favor, no me denuncien a la policía —imploró Mark—. Perdería mi trabajo.

—¿Te importaría cerrar el pico y escucharme? Esto no es una conversación. Yo hablo y tú escuchas. Esta es la asimetría a la que te han llevado tus actos.

—De acuerdo —susurró Mark.

—Número uno: prohibido entrar en el Constellation. Si vuelves a entrar en este casino, serás detenido y te denunciaremos por allanamiento. Número dos: te vas con los ocho mil quinientos con los que entraste. Ni un penique más ni un penique menos. Número tres: has traicionado mi confianza y mi amistad, así que quiero que salgas de mi despacho y de mi casino ahora mismo—. Mark pestañeó.

—¿Por qué no te has ido todavía?

—¿No va a llamar a la policía?

—¿No me has estado escuchando?

—¿No me prohíben entrar en otros casinos?

Flores, atónito, sacudió la cabeza.

—¿Me estás dando ideas? Créeme, se me ocurren un montón de cosas que me gustaría hacerte, entre ellas mandarte a un cirujano para que te arregle la cara. Piérdete, Peter Benedict. —Y escupió sus últimas palabras—: Eres persona non grata.

Víctor Kemp observaba desde el ático cómo ese hombre encorvado se levantaba y se dirigía hacia la salida; lo vio, acompañado por los de seguridad, volver al interior del casino, donde recorrió con la mirada la cúpula del planetario por última vez, su último intento de localizar Coma Berenices, atravesar el vestíbulo y salir al aparcamiento y al cielo nocturno auténtico.

Kemp removió los hielos de su copa y habló en voz alta y grave para el auditorio inexistente de su inmenso salón:

—Víctor, jamás sacarás un centavo confiando en la gente.

Mark avanzaba con su Corvette por la franja de Las Vegas entre la caravana de coches. Quedaban tres horas para la medianoche y la ciudad empezaba a llenarse de gente que salía en busca de diversión nocturna. Iba rumbo al sur, con el Constellation en el retrovisor, pero no se dirigía a ningún destino en concreto. Intentaba no pensar en lo que acababa de ocurrir. Le habían echado. Desterrado. El Constellation era su hogar fuera del hogar y ya nunca podría volver allí. ¿Qué había hecho?

No quería estar solo en casa, quería estar en un casino y distraer su mente con la frivolidad del juego y el tintineo incesante de las tragaperras. Gracias a Dios, Gil Flores no había corrido la voz y no habían colgado su foto en todos los casinos del estado. Se podía dar con un canto en los dientes. La pregunta que se hacía una y otra vez mientras conducía era: «¿Adonde debería ir?». Beber podía hacerlo en cualquier sitio. Jugar al blackjack también. Lo que necesitaba era un lugar con el ambiente apropiado para su peculiar temperamento, un lugar como el Constellation, que tenía un componente intelectual, aunque fuera simbólico.

Pasó el Caesars y el Venetian, pero eran demasiado de pega, tipo Disney. El Harrahs y el Flamingo lo dejaban frío. El Bellagio era demasiado pretencioso. El New York New York, otro parque temático. Estaba empezando a salirse de la franja. Una posibilidad era el MGM Grand. No le encantaba, pero tampoco lo detestaba. Cuando llegó a la esquina del Tropicana estuvo a punto de dar un volantazo a la izquierda para meterse en el aparcamiento del MGM. Pero entonces lo vio y se dio cuenta de que aquel sería su nuevo hogar.

Por supuesto, lo había visto antes miles de veces, al fin y al cabo era un icono de Las Vegas: treinta pisos de cristal negro, la pirámide de Luxor elevándose más de cien metros en el cielo del desierto. Un obelisco y la Gran Esfinge de Gizeh señalaban la entrada, pero el verdadero símbolo estaba en la cúspide, un haz de luz apuntando hacia lo más alto, agujereando la oscuridad, el faro más brillante del planeta proyectando la insana luminosidad de cuarenta y un gigacandelas, más que suficiente para cegar a un piloto desprevenido acercándose al aeropuerto McCarran de Las Vegas. Se dirigió hacia el edificio de cristal y se deleitó con la perfección matemática de aquellas caras triangulares. Su mente se llenó con las ecuaciones geométricas de pirámides y triángulos, y un nombre se deslizó con delicadeza de sus labios:

—Pitágoras.

Antes de que Mark se sentara a la tranquila barra del asador que había en la planta del casino, echó una ojeada a la propiedad como si fuera un posible comprador. No era el Constellation, pero se vendían un montón de tíquets. Le gustaban esos llamativos diseños jeroglíficos en las alfombras de color dorado, rojo y lapislázuli, el imponente vestíbulo con recreaciones de las estatuas del templo de Luxor y la calidad museística de la maqueta de la tumba de Tutankamón. Sí, era bastante kitsch, pero, por Dios bendito, estaba en Las Vegas, no en el Louvre.

Se bebió su segunda Heineken y consideró cuál sería su siguiente movimiento. Había localizado las salas de apuestas altas tras unos separadores de cristal esmerilado en la parte de atrás del casino. Tenía dinero en el bolsillo y sabía que aunque se negara a llevar la cuenta en su cabeza podría divertirse en las mesas durante unas horas. Al día siguiente era viernes, día de trabajo, y su despertador sonaría a las cinco y media. Pero esa noche le parecía realmente excitante eso de estar en un nuevo casino. Era como una primera cita, y se sentía tímido y estimulado.

El bar estaba a tope, grupos de gente que habían ido a cenar y aguardaban su mesa, parejas y grupos rebosantes de conversación animada y risotadas. Había elegido el taburete vacío que quedaba en medio en una fila de tres, y en tanto que el alcohol iba haciéndole efecto se preguntaba por qué los taburetes que tenía a cada lado seguían desocupados. ¿Acaso estaba contaminado, era radiactivo o algo así? ¿Sabía esa gente que era un escritor fracasado? ¿Habrían oído decir que era un tramposo? Hasta el camarero le había atendido de manera fría, ni siquiera se había esforzado por conseguir una propina decente. Volvió a ponerse de mal humor. Se bebió de un trago lo que le quedaba de cerveza y dio un golpe en la barra para que le pusieran otra.

Cuando el alcohol le empapó el cerebro, le asaltó una idea paranoica: ¿y si también habían descubierto su verdadero secreto? No, no tenían ni idea, decidió con desprecio. «No tenéis ni idea, gentuza —pensó con ira—, ni puta idea. Sé cosas que vosotros no sabréis en toda vuestra puta vida.»

A su derecha, una mujer pechugona de unos cuarenta años que estaba apoyada en la barra soltó un grito cuando el gordo que tenía al lado le puso un cubito de hielo en el cogote. Mark se giró para ver la escenita y cuando volvió a su posición original había un hombre ocupando el taburete de su izquierda.

—A mí me hace eso y le parto la cara —dijo el hombre.

Mark lo miró sorprendido.

—Disculpe, ¿estaba hablando conmigo? —preguntó.

—Solo decía que si un extraño me hiciera eso, lo tendría claro, ¿sabe a qué me refiero?

El gordo y la damisela del cuello frío se estaban manoseando alegremente.

—No me parece que no se conozcan —dijo Mark.

—Tal vez. Yo solo digo lo que yo habría hecho.

Era un hombre delgado pero muy musculoso, de afeitado apurado, pelo negro, labios ligeramente carnosos y piel lustrosa y del color de las avellanas. Era puertorriqueño, con un fuerte acento de la isla, y vestía de manera despreocupada, pantalones negros y camisa tropical con el pecho descubierto. Tenía los dedos largos, llevaba las uñas arregladas, un anillo en cada dedo y brillantes cadenas de oro colgadas al cuello. Como mucho tendría treinta y cinco años. Le tendió la mano y Mark, por mera educación, se vio obligado a aceptarla.

—Luis Camacho —dijo el hombre—. ¿Qué tal?

—Peter Benedict —contestó Mark—. Bien.

—Cuando estoy en la ciudad, este es mi sitio favorito —dijo Luis señalando el suelo—. Adoro el Luxor, tío.

Mark dio un sorbo a su cerveza. Para él nunca era buen momento para hablar de banalidades, y esa noche menos. Se oyó el ruido de un mezclador.

Luis siguió a lo suyo sin inmutarse.

—Me gustan las paredes inclinadas de las salas, ya sabes, por lo de las pirámides. Me parece que está muy currado, ¿sabes?

Luis esperaba una respuesta, y Mark sabía que si no llenaba el vacío tal vez le partieran la cara.

—No había estado aquí nunca —dijo.

—¿No? ¿En qué hotel estás?

—Vivo en Las Vegas.

—¡No jodas! ¡Alguien de aquí! ¡Qué flipe! Suelo venir un par de días a la semana y casi nunca me cruzo con gente local, aparte de los que trabajan aquí, ¿sabes? —El camarero vertió un líquido espeso de la coctelera en la copa de Luis—. Es una margarita helada —anunció Luis con orgullo—. ¿Quieres una?

—No, gracias. Tengo la cerveza.

—Heineken —observó Luis—. Buena cerveza.

—Sí, está bien —respondió Mark, tenso. Desgraciadamente el vaso estaba demasiado lleno como para retirarse de manera elegante.

—¿Y a qué te dedicas, Peter?

Mark miró de reojo y vio que sobre el labio de Luis había aparecido un bigotillo espumoso muy cómico. ¿Quién sería esta noche? ¿El escritor? ¿El jugador? ¿El analista de sistemas? Las posibilidades rodaron como en una máquina tragaperras hasta que las ruedas se detuvieron.

—Soy escritor —respondió.

—¡No jodas! ¿Novelas y eso?

—Películas. Escribo guiones.

—¡Guau! Igual he visto alguna de tus películas...

Mark no paraba de moverse en el taburete.

—Todavía no se han producido, pero estoy considerando la oferta de un estudio para este año como muy tarde.

—¡Eso es genial, tío! ¿De acción y tal? ¿O comedias divertidas?

—Sobre todo de acción. Superproducciones.

Luis dio un buen trago espumoso a su bebida.

—¿Y de dónde sacas las ideas?

Mark abrió los brazos.

—De todos lados. Estamos en Las Vegas. Si no consigues ideas en Las Vegas, no las consigues en ningún sitio.

—Sí, ya te entiendo. Tal vez pueda leer algo de lo que hayas escrito. Eso molaría.

La única manera de cambiar la conversación que se le ocurrió fue lanzar otra pregunta.

—¿Y tú a qué te dedicas, Luis?

—Soy auxiliar de vuelo. Trabajo para US Air. Esta es mi ruta, de Nueva York a Las Vegas. Voy y vengo, voy y vengo. —Movió la mano en una dirección y luego en otra para ilustrar el concepto.

—¿Te gusta? —preguntó Mark de manera automática.

—Sí, ya sabes, está bien. Es un vuelo de unas seis horas, así que hago noche en Las Vegas unas cuantas veces a la semana y me quedo aquí, o sea que sí, me gusta bastante. Me podrían pagar más, pero tengo una buena seguridad social y toda esa mierda, y la mayor parte del tiempo nos tratan con respeto. —Luis se había acabado su bebida. Le hizo señas al camarero para que le pusiera otra—. ¿Seguro que no quieres que te invite a uno, o a otra Heineken, Peter?

Mark rechazó la oferta.

—Tengo que retirarme prontito.

—¿Juegas? —preguntó Luis.

—Sí, a veces juego al blackjack —contestó Mark.

—No me gusta mucho ese juego. Me gustan las máquinas, pero soy auxiliar de vuelo, tío, tengo que andarme con ojo. Lo que hago es ponerme un límite de cincuenta pavos. Si paso de eso, ya puedo olvidarme. —Se puso un poco tenso, después preguntó—: ¿Apuestas a lo grande?

—A veces.

Le sirvieron otra margarita. Ahora Luis parecía nervioso, se lamía los labios para mantenerlos húmedos. Sacó la cartera y pagó con tarjeta. Era una cartera fina pero estaba llena de cosas, y con la tarjeta de crédito se deslizó el permiso de conducir de Nueva York. Dejó el permiso de conducir en la barra, puso la cartera encima y dio un largo trago a la margarita que acababan de servirle.

—Bueno, Peter —dijo finalmente—, ¿te apetece apostar a lo grande por mí esta noche?

Mark no entendió la pregunta. Estaba desorientado.

—No sé a qué te refieres.

Luis dejó que su mano se moviera por la encerada madera hasta que rozó ligeramente la mano de Mark.

—Has dicho que nunca habías visto cómo son las habitaciones de aquí. Podría enseñarte cómo es la mía.

Mark se sintió desfallecer. Existía la posibilidad de que se desmayara, de que se cayera del taburete como un borracho de comedia barata. Sintió que el corazón le latía más fuerte y que su respiración se hacía más agitada y entrecortada. El pecho le oprimía como si lo llevara vendado como una momia. Irguió la espalda y apartó la mano.

—¿Piensas que yo...?

—Eh, tío, lo siento. Pensaba que, bueno, ya sabes, que quizá te lo hacías con tíos. No pasa nada. —Y después, casi notando su aliento—: John, mi novio, estará encantado de que no haya tenido suerte.

«¿Que no pasa nada? —pensó Mark asqueado—. ¡Una mierda, no pasa nada! ¡Mira, capullo, te diré yo si pasa o no pasa nada, maricón de mierda! ¡Me importa una mierda tu puto novio! ¡Déjame en paz de una puta vez!» Toda esta retahíla tronaba en su cabeza como una cascada de sensaciones viscerales: mareos, una náusea creciente, un pánico real y auténtico. No creía que fuera capaz de levantarse y largarse de allí sin dar con sus huesos en el suelo. Los sonidos del restaurante y el casino se desvanecieron. Solo oía los latidos en su pecho.

Al ver que Mark tenía los ojos abiertos como platos y mirada de loco, Luis se asustó.

—Eh, tío, tranquilo, está bien. Eres un buen tipo. No quiero estresarte. Voy a cambiarle el agua al canario y luego si quieres hablamos. Olvida lo de la habitación. ¿Vale?

Mark no respondió. Permanecía allí inmóvil, intentando controlar su cuerpo. Luis cogió su cartera.

—Ahora vuelvo —dijo— Vigílame la copa, ¿sí? —Le dio un golpecito suave en la espalda e intentó sonar tranquilizador—: Cálmate, ¿vale?

Mark observó cómo Luis desaparecía al torcer la esquina; sus esbeltas caderas bien apretadas bajo los pantalones. Aquella visión hizo que todas sus emociones se destilaran en una: ira. Le subió la temperatura. Le ardían las sienes. Intentó calmarse bebiéndose la cerveza que le quedaba.

Unos instantes después pensó que tal vez ya podría ponerse en pie y probó sus piernas con cautela. De momento, perfecto. Las rodillas le aguantaban. Quería salir de allí cuanto antes, sin dejar rastro, así que tiró un billete de veinte a la barra y luego otro de diez, por si no llegaba. El segundo billete aterrizó sobre una tarjeta. Era el permiso de conducir de Luis. Mark miró alrededor y luego lo cogió sin que nadie lo viera.

Luis Camacho

189 Minnieford Avenue, City Island, Nueva York, 10464

Nacido el: 1-12-1977

Lo volvió a tirar a la barra y salió de allí prácticamente corriendo. No necesitaba anotarlo. Lo había memorizado.

Tras salir del Luxor, condujo hasta su casa, que estaba en un callejón en el que había seis parcelas más como la suya. La casa era de color blanco estuco con tejado de tejas. Se hallaba sobre un solar con un césped tamaño alfombra. En el jardín trasero había una terraza que salía de la cocina y una valla para poder tomar el sol sin intromisiones. El interior estaba decorado con despreocupación de soltero. Cuando estuviera en el sector privado y ganara un salario de alta tecnología en Menlo se compraría muebles contemporáneos y caros para su moderno apartamento, piezas minimalistas con aristas y salpicaduras de colores primarios. Ese mismo mobiliario en un rancho de estilo español se vería anticuado, como comida echada a perder. Era un interior sin alma, completamente desprovisto de arte, decoración o toque personal.

Mark no daba con un sitio donde se sintiera cómodo. Las emociones eran como un baño de ácido para su cuerpo. Intentó ver la televisión, pero la apagó a los pocos minutos, asqueado. Cogió una revista y al rato la tiró a la mesilla, de donde se resbaló, chocó con el marco de una fotografía y la derribó. La cogió y la miró: los compañeros del primer año en su reunión del veinticinco aniversario. La mujer de Zeckendorf la había enmarcado y se la había mandado como recuerdo.

No estaba seguro de por qué la tenía allí a la vista. Esas personas ya no significaban nada para él. De hecho, hubo un momento en el que incluso las despreciaba. En especial a Dinnerstein, su torturador personal, quien con su constante ridiculización hacía que el trauma normal de ser un novato con problemas para las relaciones sociales se convirtiera en una tortura. Zeckendorf no era mucho mejor. Will siempre había sido diferente de los otros, pero en cierto sentido acabó decepcionándole más que ellos.

En la fotografía Mark aparecía rígido, con una sonrisa falsa y el enorme brazo de Will sobre su hombro. Will Piper, el chico de oro. Durante aquel primer año, Mark había observado con envidia lo fáciles que le resultaban a aquel las cosas: mujeres, amigos, pasarlo bien. Will siempre mostraba una gracia caballerosa, incluso con él. Cuando Dinnerstein y Zeckendorf se aliaban contra él, Will los desarmaba con una broma o los espantaba con esa garra de oso que tenía por mano. Durante meses había fantaseado con que Will le pidiera que fueran compañeros de cuarto en el segundo curso y así poder disfrutar del reflejo de su gloria. Entonces, en primavera, antes de los exámenes, ocurrió algo.

Una noche estaba en la cama intentando conciliar el sueño. Sus tres compañeros estaban en el salón, bebiendo cerveza, con la música a todo volumen. Harto, les gritó desde la habitación:

—¡Eh, mamones, que mañana tengo un examen!

—¿El comemierda ese nos ha llamado mamones? —preguntó Dinnerstein a los otros.

—Creo que sí —convino Zeckendorf.

—Hay que hacer algo al respecto —afirmó Dinnerstein.

Will bajó el volumen del equipo de música.

—Dejadle en paz.

Una hora más tarde, los tres estaban más que borrachos: pasadísimos, beodos, esa clase de estado en el que las malas ideas parecen buenas.

Dinnerstein llevaba un rollo de cinta americana en la mano y se coló en la habitación de Mark. Dormía como un tronco, así que Zeckendorf y él no tuvieron problemas para atarlo a la litera de arriba pasando la cinta por debajo una y otra vez, hasta que pareció una momia. Will los observaba desde el pasillo con estupor y una estúpida sonrisa en la cara, pero no hizo nada para detenerlos.

Cuando estuvieron satisfechos con su obra de ingeniería, siguieron bebiendo y riendo en el salón hasta que se cayeron al suelo.

A la mañana siguiente, cuando Will abrió la puerta del dormitorio, se encontró a Mark cual capullo de seda, inmovilizado en su envoltorio gris. Las lágrimas surcaban su enrojecido rostro.

—Me he perdido el examen.

Y después:

—Me he meado encima.

Will cortó la cinta con una navaja suiza y Mark oyó que entre su resaca se filtraba alguna disculpa tonta, pero ya no volvieron a dirigirse la palabra.

Will había saltado a la fama haciendo cosas admirables mientras él se había pasado la vida trabajando en la sombra. Se acordó de lo que Dinnerstein había dicho de Will aquella noche en Cambridge: el mejor criminólogo de asesinos en serie de la historia. El hombre. Infalible. ¿Y qué podía decir la gente de él? Cerró los ojos y apretó los párpados con fuerza.

La oscuridad hizo que algo se disparara en su cabeza. Las ideas empezaron a tomar forma y, dada la velocidad de su mente, tomaban forma muy rápidamente. A medida que las ideas cristalizaban, otra parte de su cerebro intentaba congelarlas para que se disiparan sin provocar daños.

Sacudió la cabeza con tanta vehemencia que le dolió, un dolor punzante y sordo. Fue un impulso primitivo, como habría hecho un niño para sacarse de la cabeza pensamientos perversos: «¡Para de pensar esas cosas!».

—¡Para ya!

Al darse cuenta de que acababa de gritar, se levantó, asombrado de sí mismo.

Salió a la terraza para intentar calmarse observando el cielo nocturno. Pero hacía un frío de mil demonios y un enjambre informe de nubes oscurecía las constelaciones. Se retiró a la cocina y allí se bebió otra cerveza sentado incómodo en una silla de respaldo alto junto a la mesa del desayuno. Cuanto más intentaba poner freno a sus pensamientos, más abría las compuertas a ese remolino de rabia y asco que emergía de él como un río de agua salada.

«Vaya mierda de día —pensó—. Puto día de mierda.»

Eran ya más de las doce de la noche. De repente pensó en algo que podría hacer que se sintiera mejor y rebuscó el móvil en el bolsillo. Solo había una medicina para la epidemia de ese día. Suspiró hondo y accedió a uno de los números de la agenda de su teléfono. Ya estaba sonando.

—¿Hola? —dijo una voz de mujer.

—¿Eres Lydia?

—¿Quién lo pregunta? —contestó ella con dulzura.

—Soy Peter Benedict, del Constellation, ¿te acuerdas? El amigo del señor Kemp.

—¡Área 51! —gritó ella—. ¡Hola, Mark!

—Te acuerdas de mi nombre verdadero. —Eso estaba bien.

—Pues claro que me acuerdo. Eres mi ovni particular. Ya no trabajo en McCarran, por si has estado buscándome.

—Sí. Ya me di cuenta de que no estabas por allí.

—He conseguido un trabajo mejor en una clínica justo pasado la franja. Estoy de recepcionista. Hacen reversiones de la vasectomía. ¡Me encanta!

—Suena bien.

—¿Y tú en qué andas?

—Bueno, me preguntaba si estabas libre esta noche.

—Cariño, yo nunca estoy libre, pero si la pregunta es si estoy disponible, ya me gustaría. Justo ahora salgo para el Four Seasons para una cita, y luego habrá que darle un poquito de sueño a mi cuerpito, que mañana tengo que estar pronto en la clínica. Lo siento.

—Y yo.

—¡Oh, cielo! Prométeme que me llamarás pronto. Si me lo dices con un poco más de antelación, quedamos seguro.

—Claro.

—Saluda de mi parte a nuestros amiguitos verdes, ¿vale?

Se quedó sentado un rato más y, completamente derrotado, dejó que sucediera, se dejó sucumbir al plan emergente que se galvanizaba dentro su cabeza. Pero antes tenía que encontrar una cosa. ¿Qué había hecho con aquella tarjeta de visita? Sabía que se la había guardado, pero ¿dónde? La buscó haciendo un barrido apresurado por los sitios habituales hasta que al final la encontró bajo una pila de calcetines limpios que había en su cómoda.

NELSON G. ELDER, PRESIDENTE Y DIRECTOR GENERAL,

COMPAÑÍA ASEGURADORA DESERT LIFE.

Tenía el portátil en el salón. Tecleó con impaciencia «Nelson G. Elder» en el buscador y se dispuso a absorber la información como una esponja. Su compañía, Desert Life, cotizaba en bolsa y se había quedado estancada, con las acciones a la baja, durante casi cinco años. La bandeja de entrada de su correo estaba llena de mensajes con improperios de sus inversionistas. A Nelson Elder los accionistas no le tenían demasiado aprecio, y muchos de ellos aportaban sugerencias muy gráficas acerca de lo que podía hacer con su paquete de compensaciones de 8,6 millones de dólares. Mark visitó la página de la compañía y se adentró en sus archivos secretos. Se metió en los asuntos jurídicos y financieros. Tenía experiencia en pequeñas inversiones, así que estaba familiarizado con el papeleo de las grandes compañías. Al poco tiempo ya tenía una idea aproximada del modelo de negocio y el estado de cuentas de Desert Life.

Cerró el portátil. En un segundo su plan apareció ante él completamente formado, cada uno de sus detalles tan claros como el agua. Parpadeó como reconocimiento de su perfección.

«Voy a llevarlo a cabo —pensó con amargura—. ¡Joder, si voy a hacerlo!»Todos esos años de frustración se habían amontonado como un cúmulo de magma caliente y gaseoso. A la mierda toda esa vida de insuficiencias. A la mierda toda esa carga de celos y anhelos. A la mierda todos esos años viviendo bajo el yugo de la Biblioteca. ¡El Vesubio había erupcionado! Posó sus ojos en la fotografía de la reunión y clavó una mirada helada en los rasgos duros y hermosos del rostro de Will. «Y a la mierda tú también.»

Todos los viajes comienzan en algún lugar. El de Mark comenzó expurgando como un loco uno de los cajones de la cocina que estaba lleno hasta los topes y en el que guardaba una bolsa de artículos varios con componentes de ordenador en desuso. Antes de caer rendido en la cama encontró justo lo que estaba buscando.

A las siete y media de la mañana siguiente se encontraba roncando plácidamente a quince mil pies de altura. Rara vez dormía en su viaje diario a Área 51, pero se había acostado muy tarde. Abajo, la tierra se veía amarilla y muy agrietada. Desde el aire la cresta de la sierra, pequeña y alargada, parecía la columna de un reptil disecado. El 737 solo llevaba veinte minutos en el aire rumbo al noroeste y ya había empezado las maniobras de aproximación. El avión parecía un trozo de caramelo ante el nebuloso cielo azul, un cuerpo blanco con una alegre línea roja desde la cabeza hasta la cola, los colores de la extinta Western Airlines, absorbida por la contratista EG&G que operaba el vuelo a Las Vegas para el Departamento de Defensa. Los números que llevaba en la cola eran del registro de la Marina de Estados Unidos.

Al descender hacia el campo militar, el copiloto radió:

—JANET 4 pidiendo permiso para aterrizar en Groom Lake, pista catorce izquierda.

JANET. La señal de radio-llamada para la red aérea de empleados de transportes. Un nombre espeluznante. Los usuarios de hecho preferían llamarla la estación fantasma CASPER.

Con el tren de aterrizaje fuera, Mark se despertó de golpe. El avión frenó con fuerza y, de manera instintiva, Mark empujó con los talones para contrarrestar la presión del cinturón de seguridad. Subió la ventanilla y entornó los ojos ante el terreno abrasado y lleno de calvas. Se sentía apresurado, incómodo, tenía el estómago revuelto y se preguntaba si se le vería tan raro como se sentía.

—Pensé que tendría que zarandearte.

Mark se volvió hacia el tipo que había en el asiento del medio. Era de los Archivos Rusos, un hombre con un pandero enorme que se llamaba Jacobs.

—No hace falta —dijo Mark con la mayor naturalidad que pudo—. Estoy listo para ponerme en marcha.

—Es la primera vez que te veo dormir en pleno vuelo —observó el hombre.

¿Seguro que Jacobs trabajaba en Archivos? Mark apartó aquello de su cabeza. «No seas paranoico», pensó. Claro que estaba en Archivos. Ningún vigilante tenía el culo gordo. Eran más bien ágiles.

Antes de que les permitieran bajar al subterráneo, a lo más profundo de la fría tierra, los 635 empleados del Edificio 34 de Groom Lake, comúnmente llamado Edificio Truman, tenían que someterse a uno de los dos rituales temidos del día, el DPE, también conocido como Desnúdese y Pase por el Escáner. Cuando los autobuses los dejaban en esa estructura parecida a un hangar, se dividían según su sexo y tomaban entradas separadas. Dentro de cada una de estas secciones del edificio había una larga hilera de taquillas que recordaban las de un instituto de secundaria de barrio. Mark se apresuró hacia su taquilla, a mitad de camino de aquel largo pasillo. A muchos de sus compañeros de trabajo les parecía fantástico hacerse los remolones y pasar por el escáner cuanto más tarde mejor, pero hoy Mark tenía prisa por llegar al subsuelo.

Hizo girar la rueda de la combinación de la taquilla, se quedó en calzoncillos y colgó la ropa en perchas. En el banco que correspondía a su taquilla había una sudadera verde oliva con el nombre SHACKLETON, M. bordado en el bolsillo, limpia y bien doblada. Se la puso. Los días en que los empleados podían vestir ropa de calle en las instalaciones hacía ya tiempo que habían pasado a mejor vida. Cualquier cosa que los empleados del Edificio 34 llevaran consigo en el avión tenían que dejarla en las taquillas. A un lado y otro de la fila la gente ponía en las estanterías sus libros, revistas, bolígrafos, móviles y carteras. Mark se movió con rapidez y consiguió llegar de los primeros a la fila del escáner.

El magnetómetro estaba flanqueado por dos vigilantes, dos jóvenes rapados sin sentido del humor que saludaban a cada empleado con un rápido gesto militar. Mark aguardaba; sería el siguiente en pasar por el escáner. Se percató de que Malcolm Frazier, el jefe de operaciones de seguridad, el vigilante jefe, estaba por allí, controlando el escáner. Era un hombretón de aspecto terrible, con un cuerpo de musculatura grotesca y una cabeza rectangular que le hacían parecer el malo de un tebeo. A pesar de que los vigilantes estaban presentes en algunas de las reuniones, Mark había intercambiado pocas palabras con Frazier a lo largo de los años. Normalmente se parapetaba detrás de su directora de grupo y dejaba que fuera ella la que se las viera con Frazier y su pandilla. Frazier era ex militar, antiguo miembro de las fuerzas especiales, y su rostro huraño, rezumante de testosterona, le aterraba como a un crío. Tenía por costumbre evitar cruzar la mirada con él, y ese día en particular bajó la cabeza cuando sintió que su mirada penetrante se posaba en él.

El objetivo del escáner era impedir que entraran en las instalaciones cualquier tipo de cámara fotográfica o aparato de grabación. Por la mañana los empleados pasaban por el escáner vestidos. Al final del día pasaban por el aro desnudos, ya que los escáneres no podían detectar el papel. El subsuelo era terreno aséptico. Nada entraba, nada salía.

El Edificio 34 era el complejo mejor esterilizado de Estados Unidos. Sus empleados habían sido seleccionados por reclutadores del Departamento de Defensa que no tenían ni idea de la naturaleza del trabajo para el que los seleccionaban, solo sabían las cualidades que se requerían. A la segunda o tercera ronda de entrevistas se les permitía revelar que el trabajo tenía que ver con Área 51, y esto solo con el permiso expreso de sus superiores. Era inevitable que entonces les preguntaran: «¿Se refieren al sitio ese donde tienen extraterrestres y ovnis?», a lo cual la respuesta autorizada era: «Se trata de una instalación del gobierno altamente secreta que realiza un trabajo fundamental en la defensa nacional. Eso es todo lo que podemos revelarle por el momento. No obstante, los aspirantes que consigan el puesto estarán entre un reducido grupo de empleados del gobierno que tendrán completo conocimiento de las actividades de investigación que se llevan a cabo en Área 51».

El resto del discurso era algo así como: formará parte de un equipo de élite de científicos e investigadores, algunos de los mejores cerebros del país. Tendrá acceso a la tecnología más avanzada del mundo. Tendrá conocimiento de la información más secreta del país, de cuya existencia solo están al tanto unos cuantos altos mandos del gobierno. Para compensarles parcialmente por abandonar sus bien remunerados trabajos en grandes compañías o su carrera universitaria, recibirán alojamiento gratuito en Las Vegas, una reducción de los impuestos federales y una subvención para las matrículas universitarias de sus hijos.

Tal como estaba el mundo laboral, esa propuesta era una bicoca. La mayoría de los candidatos estaban lo suficientemente intrigados como para tirarse al barro y pasar a la fase de exploración y análisis, un proceso que llevaba de seis a doce meses en el que se dejaba al descubierto cada uno de los aspectos de su vida para el escrutinio de los agentes especiales del FBI y los analistas del Departamento de Defensa. Era un proceso extenuante. De cada cinco aspirantes que entraban en el embudo, solo uno llegaba al final del proceso, en el que había un investigador de la inteligencia especial encargado de conceder la autorización para trabajar en asuntos de seguridad con información restringida y delicada.

Los que pasaban esta criba eran invitados a una entrevista final en el Pentágono con el jefe del gabinete jurídico de la Oficina de la Marina. Desde que James Forrestal la fundara, la NTS 51 había sido una operación de la marina, y entre los militares estas tradiciones calaban hondo. El abogado de la marina, que no conocía las actividades que se llevaban a cabo en Área 51, les ponía un contrato de servicios ante los ojos y les explicaba los detalles, incluyendo las faltas graves que resultarían de la ruptura de cualquiera de las disposiciones, especialmente en lo que se refería a la confidencialidad.

Como si veinte años de presidio en Leavenworth no fueran suficiente, una vez dentro la rueda de los rumores aplastaba a los nuevos empleados con historias de lenguas sueltas que se convertían en lenguas muertas a manos de los operativos clandestinos del gobierno. «Bueno, ¿y pueden explicarme ya en qué voy a trabajar?», era la pregunta típica que le hacían al abogado de la marina. «Ni lo sueñe», era la respuesta.

Porque una vez que el contrato había sido comprendido y aceptado verbalmente, se requería una nueva autorización de seguridad, un Programa de Acceso Especial, el PAS-NTS 51, que era aún más difícil de conseguir que el anterior. Tan solo cuando se habían recortado los últimos flecos, otorgado el PAS y cumplimentado el contrato debidamente, el novato volaba hasta la base de Groom Lake, donde el jefe de personal, un flemático contraalmirante de la marina sentado en su despacho del desierto como un pez fuera del agua, y al que le habría gustado que le dieran cien pavos cada vez que oía «¡La hostia, esto era lo último que me esperaba!», les decía esa verdad que les dejaba de piedra.

Mark respiró ya con más calma cuando pasó por el escáner sin que saltara la alarma, sin que Malcolm Frazier y los vigilantes se dieran cuenta de nada. El ascensor 1 estaba esperando ya en la planta baja. Cuando se llenó con los primeros doce hombres, las puertas se cerraron y, atravesando múltiples capas de cemento armado, bajó seis plantas, desaceleró y se detuvo en el Laboratorio de Investigación Principal. La Cripta estaba seis plantas más abajo; la humedad y la temperatura se controlaban de manera meticulosa. La inversión multimillonaria que se hizo a finales de los ochenta en la Cripta añadió a su estructura unos amortiguadores de los efectos de grandes terremotos y explosiones nucleares, una tecnología que se compró a los japoneses, que estaban a la vanguardia en la mitigación de terremotos.

Pocos empleados tenían razones para visitar la Cripta. Sin embargo, había una tradición en Área 51. El primer día el director ejecutivo bajaba con el recién llegado, en un ascensor de uso restringido, hasta la planta de la Cripta, para que la viera.

La Biblioteca.

Sus puertas de acero estaban flanqueadas por vigilantes con pistoleras que intentaban mostrarse lo más amenazadores posible. Introducían los códigos y las pesadas puertas se abrían de manera silenciosa. Entonces los recién llegados eran conducidos hacia esa cámara enorme tenuemente iluminada, un lugar tan tranquilo y sombrío como una catedral, y se quedaban anonadados por la visión que tenían ante sí.

Hoy en el ascensor tan solo le acompañaba uno de los miembros del Grupo de Seguridad Algorítmica de Mark, un matemático de mediana edad que tenía el extraño nombre de Elvis Brando; no era familia ni del uno ni del otro.

—¿Qué tal va eso, Mark? —le preguntó.

—De maravilla —contestó Mark; sintió náuseas.

El subsuelo estaba bañado por una fuerte luz fluorescente. Cualquier sonido, por ligero que fuera, sonaba amplificado por el eco del suelo sin enmoquetar y las paredes azul sanatorio. El despacho de Mark era uno de los varios que había alrededor de una gran sala central que hacía las veces de área de conferencias para grupos y de banquillo para los técnicos de nivel inferior. Era pequeño y estaba lleno de cosas, un cuchitril, comparado con el nidito que tenía en su anterior trabajo para el sector privado en California, con vistas al campus universitario, césped bien cuidado y piscinas iluminadas. Pero en el subsuelo el espacio era algo muy codiciado y Mark tenía suerte de no verse en la obligación de compartir. El escritorio y el aparador eran baratos y de contrachapado, pero las sillas eran de un modelo ergonómico de los caros, el único lujo en el que el laboratorio no escatimaba. Eran muchas las horas de apoyar el trasero en Área 51.

Mark encendió el ordenador y entró en el sistema tras introducir una clave y pasar un escáner de retina y huella dactilar. La colorida insignia del Departamento de la Marina adornaba la pantalla de bienvenida. Mark miró hacia la sala común. Elvis ya estaba encorvado sobre su ordenador en un despacho que quedaba en diagonal al suyo. Nadie más del departamento había pasado aún por el escáner, y lo más importante, la directora de grupo, Rebecca Rosenberg, estaba de vacaciones.

Lo cierto era que no tenía que preocuparse demasiado por la vigilancia. Bajo tierra y sobre tierra, Mark era un solitario. Sus compañeros de trabajo lo dejaban a su aire. No le iban ni el cotilleo ni las bromas. A la hora del almuerzo se sentaba solo en la cantina y cogía una revista de los estantes. Doce años antes, cuando llegó por primera vez a la base, se esforzó muchísimo por integrarse. En los primeros días alguien le preguntó si era pariente del Shackleton de la Antártida y él dijo que sí solo para darse importancia, incluso se inventó una historia familiar muy graciosa en la que metió a un tío abuelo de Inglaterra. No pasó mucho hasta que uno de los frikis informáticos hizo un seguimiento de su genealogía y puso al descubierto la mentira.

Durante doce años había acudido a su puesto de trabajo, había hecho sus tareas y las había hecho bien. Tanto en su período de especialización como en las compañías de alta tecnología en las que había trabajado en Silicon Valley se había ganado la reputación de ser uno de los mayores expertos del país en seguridad en bases de datos, toda una autoridad en la protección de los servidores contra accesos no autorizados. Esa fue la razón por la que hicieron lo posible por traerlo a Groom Lake. Aunque al principio se mostró remiso, acabó seduciéndolo el hacer algo secreto y de vital importancia; era el contrapunto al aburrimiento y la previsibilidad de su desarraigada vida.

En Área 51 se dedicaba a escribir códigos innovadores que vacunaran sus sistemas contra los gusanos informáticos y otras intrusiones, unos algoritmos que, en caso de que hubiera podido publicarlos, tanto la industria como el gobierno habrían estado encantados de adoptar como nuevos patrones oro. Entre los de su grupo, hablaban de claves de sistemas de seguridad públicos y privados, protocolos de conexiones seguras, credenciales de autenticación y sistemas de detección de intrusos. Él era el responsable de rastrear continuamente los servidores en busca de intentos de acceso no autorizados desde dentro del complejo y de los sondeos que los piratas externos intentaban desde fuera.

Los vigilantes también estaban en sus listas de grupos en cuarentena, una por cada empleado: los nombres de familiares, amigos, vecinos, esposas de compañeros de trabajo... todo aquello que constituía un área personal de acceso restringido. Uno de esos algoritmos atrapamoscas de Mark podía detectar a un empleado que intentara acceder a la información que formaba parte de su lista en cuarentena, y que esa detección no conllevara consecuencias desagradables no era más que un acto de fe. Aún se hablaba de cierto analista de finales de los setenta que intentó buscar información sobre su prometida... supuestamente el pobre hombre seguía pudriéndose en un agujero de la prisión federal.

Sintió un fuerte retortijón de tripas. Apretó los dientes, salió corriendo de la oficina y caminó a paso rápido por el pasillo hasta el servicio de hombres más cercano. Poco después, estaba de nuevo en su escritorio, aliviado, y aferraba algo en la mano izquierda. Cuando estuvo seguro de que nadie lo miraba, abrió la mano y dejó un trozo de plástico gris con forma de bala de unos cinco centímetros dentro del primer cajón de su escritorio.

Al volver a la sala común avanzó cual un hombre invisible entre las personas que en ese momento llenaban la habitación y charlaban animadamente sobre sus planes para el fin de semana. Encontró el equipo de soldadura que buscaba en un armario de suministros empotrado, volvió con él como si tal cosa a su despacho y cerró la puerta con cuidado.

Con Rosenberg fuera, las posibilidades de que alguien le interrumpiera eran prácticamente nulas, así que se puso manos a la obra. En el último cajón del escritorio tenía unos cables de ordenador atados con gomas. Escogió un conector USB y rompió uno de los extremos de metal usando unos alicates pequeños. Ya estaba listo para la bala gris.

Un minuto más tarde había terminado. Había conseguido soldar con éxito el conector de metal a la bala y fabricar así un dispositivo de almacenamiento de memoria de cuatro gigas completamente operativo, un aparato capaz de almacenar tres millones de páginas de datos, algo más letal para la seguridad de Área 51 que si hubiera conseguido entrar con un arma automática.

Mark volvió a poner el dispositivo de memoria en su escritorio y se pasó el resto de la mañana escribiendo códigos. Había estado trabajando en ello mentalmente por la mañana temprano, durante el breve trayecto hasta el aeropuerto de Las Vegas, así que ahora sus dedos sobre el teclado prácticamente echaban humo. Se trataba de un programa de camuflaje diseñado para ocultar que estaba a punto de desarmar su propio impenetrable sistema de detección de intrusos. A la hora del almuerzo habría acabado.

Cuando la sala común y los despachos colindantes se vaciaron para el almuerzo, hizo el cambio y activó el nuevo juego de códigos. Funcionaba a la perfección, tal como sabía que lo haría, al cien por cien a prueba de rastreos, y cuando estuvo seguro de que no podrían detectarlo se registró en la base de datos principal de Estados Unidos.

Entonces introdujo un nombre: «Camacho, Luis. Nacido el 1/12/1977», y contuvo la respiración. La pantalla se encendió. No hubo suerte.

Por supuesto, tenía otras ideas bajo la manga. La siguiente mejor opción podría ser el novio de Luis, John. Dio por hecho que encontrarlo sería pan comido, y estaba en lo cierto. Oculto tras su programa de camuflaje, abrió un portal de NTS 51 en una base de datos personalizada que contenía facturas de teléfono de todos los proveedores del servicio de Estados Unidos.

Le bastó hacer un cruce entre el nombre, John, y la dirección, 189 Minnieford Avenue, City Island, Nueva York, para que saliera el nombre completo, John William Pepperdine, y su número de la Seguridad Social. Unas cuantas pulsaciones más y consiguió su fecha de nacimiento. «Esto es coser y cantar», pensó. Armado con esos datos, volvió a entrar en la base de datos principal de Estados Unidos y pulsó el icono de búsqueda.

Resopló, no podía creer que tuviera tanta suerte. El resultado era extraordinario. No. Era perfecto.

Ya tenía el gancho.

«Vale, Mark, date prisa —pensó— Ya has entrado, ¡ahora sal!» Los de su departamento pronto volverían del almuerzo y quería dejar de caminar por la cuerda floja. Movió con cuidado el dispositivo de memoria recién soldado a un puerto USB de su ordenador.

Grabar en su dispositivo la deseada lista de datos de Estados Unidos fue cosa de unos segundos. Una vez hecho esto, cubrió su rastro de manera experta, desactivando su programa de camuflaje y reiniciando el sistema de detección de intrusos simultáneamente. Dio fin a la operación rompiendo el conector de metal que había unido a la bala gris y soldándolo de nuevo al cable USB. Cuando todos los componentes volvieron a su lugar en el escritorio, abrió la puerta de su despacho y, con la mayor naturalidad posible, se dirigió hacia el armario de suministros para devolver el equipo de soldadura.

Cuando se apartó del armario, Elvis Brando, un hombre prepotente de cara cuadrada, estaba bloqueándole el paso y se hallaba lo suficientemente cerca como para que Mark pudiera oler el chili en su aliento.

—¿Te has saltado el almuerzo? —preguntó Elvis.

—Creo que tengo gastroenteritis —dijo Mark.

—Quizá deberías ir al médico. Estás sudando como un cerdo.

Mark tocó su húmeda frente y se dio cuenta de que tenía la sudadera empapada por las axilas.

—Estoy bien.

Cuando quedaba media hora para el final de la jornada, Mark volvió a visitar los servicios y encontró uno libre. Se sacó dos objetos del bolsillo de la sudadera, el dispositivo de almacenamiento de memoria con forma de bala y un condón arrugado. Metió la bala de plástico dentro del condón y se quitó la sudadera. Tras esto, apretó los dientes y se introdujo el secreto mejor guardado del planeta por el trasero.

Aquella noche se sentó en el sofá y perdió la noción del tiempo mientras que su portátil calentaba sus piernas y provocaba que le escocieran los ojos. Manipuló la base de datos pirateada mezclándola como si fuera una baraja de cartas, haciendo cruces, verificaciones, escribiendo sus propias listas a mano y revisándolas hasta que estuvo satisfecho.

Trabajaba con impunidad. Aunque hubiera estado conectado a la red, su ordenador tenía una protección ante los ataques que los vigilantes no podrían penetrar. Las únicas partes de su cuerpo que se movían eran las manos y los dedos, pero cuando hubo acabado estaba prácticamente sin aliento por el esfuerzo realizado. Su propia audacia le ponía los pelos de punta; le habría gustado poder vacilar con alguien de lo descarada que era su inteligencia.

De niño, cuando sacaba una buena nota o resolvía un problema matemático, corría a contárselo a sus padres. Su madre había muerto de cáncer. Su padre se había vuelto a casar con una mujer desagradable y todavía estaba profundamente decepcionado con él porque había dejado una buena compañía por un trabajo para el gobierno. Rara vez hablaban. Por otra parte, ese no era el tipo de cosa que uno pudiera contarle a nadie.

De pronto se le ocurrió una idea que le hizo reír de la emoción.

¿Y por qué no? ¿Quién iba a saberlo?

Cerró la base de datos, la aseguró con una contraseña, abrió el archivo de su primer guión, esa oda al destino, estilo Thornton Wilder, que había tirado a la basura aquel insignificante sapo de Hollywood. Recorrió el guión haciendo cambios aquí y allá, y cada vez que le daba a la tecla encontrar y a reemplazar, chillaba emocionado, como un niño travieso con un secreto perverso.