6 de julio de 777, Vectis, Britania

Confluencia.

La palabra había estado rondado su cabeza y a veces, cuando estaba solo, escapaba de su boca y lo dejaba temblando.

Le preocupaba la confluencia, como a toda la hermandad, pero estaba convencido de que a él le afectaba más que a los otros, deducción esta del todo imaginaria ya que los problemas de ese tipo no se discutían de manera abierta.

Por supuesto, estaban concienciados desde hacía tiempo de que ese séptimo día llegaría, pero la creencia de que se trataba de una profecía creció cuando en el mes de mayo apareció un cometa, y ahora, dos meses después, su luminosa cola permanecía en el cielo nocturno.

El prior Josephus estaba despierto antes de que sonara la campana para maitines. Apartó el pesado cobertor, se levantó, se alivió en el orinal y se refrescó la cara con el agua fría de una jofaina. En el suelo de barro había un jergón, una mesa y una silla. Esa era su celda; no había ventanas. Su blanca túnica de lana y sus sandalias de cuero eran sus únicas pertenencias terrenales.

Y era feliz.

A sus cuarenta y cuatro años se estaba quedando calvo y se había puesto un poco rechoncho debido a su afición a la fuerte cerveza de los barriles de la cervecería de la abadía. La calvicie de la coronilla le facilitaba la tarea de mantener la tonsura; todos los meses, Ignatius, el barbero cirujano, le hacía un trabajo rápido y lo despachaba con una palmadita en su rala calva y un guiño de complicidad.

Había entrado en el monasterio cuando tenía quince años, y en su condición de oblato, tenía prohibido el acceso a las zonas más alejadas del monasterio hasta que hubiera completado su iniciación y fuera un miembro de pleno derecho. Una vez dentro supo de inmediato que viviría siempre entre esos muros y que allí sería donde moriría. El amor que sentía hacia Dios y sus lazos de hermandad con los miembros de la comunidad (los siervos de Cristo) eran tan fuertes que a veces lloraba de alegría, atemperada solo por la culpa de saberse tan afortunado en comparación con tantas almas descarriadas como había en la isla.

Se arrodilló junto a la cama y, siguiendo la tradición iniciada por san Benito, comenzó su jornada espiritual con el padrenuestro para que, tal como san Benito habia escrito, la comunidad se purifique de «las espinas de escándalo que suelen producirse»:

Pater noster, qui es in caelis:

sanctificetur Nomen Tuum;

adveniat Regnum Tuum;

fiat voluntas Tua...

Acabó la plegaria, se santiguó, y en ese momento sonó la campana de la abadía. Suspendida en la torre con una cuerda recia, había sido labrada hacía casi dos décadas por Matthias, el herrero de la comunidad y amigo del alma de Josephus, que había muerto hacía tiempo a causa de la lepra. El melodioso tañido del badajo contra las placas de hierro le traía siempre el recuerdo de la risa sincera del herrero de mejillas sonrosadas.

Por un momento pensó en disciplinarse en memoria de su amigo, pero entonces la palabra «confluencia» invadió sus pensamientos.

Había tareas que hacer antes de los laudes, y como prior de la comunidad era el encargado de supervisar las labores de los novicios y los jóvenes monjes. Fuera hacía un frío agradable y estaba oscuro como boca de lobo; cuando respiraba, el aire húmedo que se colaba por su nariz le traía el sabor del mar. En los establos, las vacas estaban cargadas de leche; le satisfizo ver que, cuando él llegó, los jóvenes ya estaban ocupándose de las ubres.

—La paz sea contigo, hermano —dijo en voz baja a cada uno de los hombres, posando la mano sobre su hombro a medida que pasaba junto a ellos. Entonces se quedó helado: había siete vacas y siete hombres.

Siete.

El misterioso número de Dios.

El libro del Génesis estaba repleto de sietes: los siete cielos, los siete tronos, los siete sellos, las siete iglesias. Las murallas de Jericó se desmoronaron el séptimo día del sitio. En las Revelaciones, siete espíritus de Dios eran enviados para que se adentraran en la tierra. Desde David hasta el nacimiento de Cristo Nuestro Señor hubo exactamente siete generaciones.

Y ahora se encontraban al borde del séptimo día del séptimo mes del Anno Domini 777, que confluía con el advenimiento del cometa que Paulinus, el astrónomo de la abadía, había llamado con cautela Cometes Luctus, el Cometa de las Lamentaciones.

Y luego estaba el problema de Santesa, la esposa de Ubertus el picapedrero, que se acercaba al final de su preocupante estado.

¿Cómo podían aparentar todos semejante placidez? ¿Qué traería, en el nombre del Señor, el día de mañana?

La iglesia de la abadía de Vectis era una obra colosal en proceso, una fuente de inmenso orgullo. La iglesia original, de madera y paja, construida casi un siglo antes, era una estructura sólida que había aguantado los vientos del litoral y el azote de las tormentas marinas. La historia de la iglesia y la abadía era bien conocida, ya que algunos de sus monjes más antiguos habían servido junto a los hermanos fundadores. De hecho, uno de sus miembros, el anciano Alric, ahora demasiado enfermo hasta para salir de su celda y acudir a misa, había conocido a Birino, el eminente obispo de Dorchester, en sus tiempos de juventud.

Birino era un franciscano que había llegado a Wessex en el año 634, tras haber sido investido obispo por el papa Honorio con la misión de convertir a los paganos sajones del oeste. Pronto adoptó el papel de árbitro en una guerra civil en esa tierra dejada de la mano de Dios y se esforzó por forjar una alianza entre el gañán Cinegildo, rey de los sajones del oeste, y Osvaldo, rey de Northumbría, de temperamento mucho más afable, un cristiano. Pero Osvaldo no se aliaría con un no creyente, así que Birino, sintiendo que esa era una oportunidad única, persuadió a Cinegildo para que se convirtiera al cristianismo y vertió personalmente el agua bautismal sobre su sucia cabeza en el nombre de Cristo.

A esto siguió un pacto con Osvaldo y una larga paz. Cinegildo, en agradecimiento, legó Dorchester a Birino como sede episcopal y se convirtió en su benefactor. Birino, por su parte, se embarcó en la fundación de abadías según la tradición de san Benito por los territorios del sur, y cuando se estableció la carta fundacional de la abadía de Vectis en 686, el año de la peste negra, la última de las islas de Britania entró en el seno de la cristiandad. Cinegildo donó a la Iglesia sesenta fanegas de tierra cercanas al agua en ese enclave isleño, al que se accedía fácilmente en barco desde las costas de Wessex.

Conseguir que la plata de la realeza revirtiera en los intereses de la Iglesia ahora era asunto de Aetia, obispo de Dorchester. Había inculcado en el rey Offa de Mercia los beneficios espirituales que comportaría la siguiente fase de gloria para la abadía de Vectis —el paso de la madera a la piedra— para alabanza y honra del Señor. «Al fin y al cabo —había murmurado el obispo al rey—, el prestigio no se mide en roble sino en piedra.»

En una cantera, no lejos de las murallas de la abadía, los picapedreros italianos llevaban dos años cincelando bloques de arenisca que se transportaban con bueyes hasta la abadía, donde los albañiles los colocaban con mortero, erigiendo poco a poco los muros de la iglesia sobre la estructura de madera. El tañido metálico del cincel en la piedra llenaba el aire a lo largo del día, solo silenciado durante los oficios, cuando la contemplación y las calladas oraciones de los hermanos inundaban el santuario.

Josephus volvió al dormitorio, de camino a maitines, y abrió con cuidado la puerta de la celda de Alric para asegurarse de que el viejo monje seguía en este mundo. Le animó escuchar ronquidos, de modo que susurró una plegaria sobre su cuerpo hecho un ovillo, se marchó sin hacer ruido y entró en la iglesia por la escalera del dormitorio que llevaba directamente al transepto.

El santuario estaba iluminado por apenas una docena de velas, pero esa luz bastaba para evitar accidentes. Desde allí arriba, en la oscuridad, Josephus podía intuir las formas de los murciélagos frugívoros que revoloteaban entre las vigas. Los hermanos, de pie en dos filas a ambos lados del altar, esperaban pacientemente a que llegara el abad. Josephus se acercó lentamente a Paulinus, un monje pequeño y nervioso, y de no haber escuchado el crujido de la puerta principal al abrirse, habrían intercambiado un saludo furtivo. Pero el abad había llegado y nadie se atrevió a hablar.

El abad Oswyn era un hombre imponente de largas extremidades y amplios hombros, un hombre que había pasado la mayor parte de su vida mirando a la hermandad desde una cabeza más arriba, pero que en los últimos años parecía haberse encogido debido a una dolorosa curvatura en la columna. Como resultado de ese mal, sus ojos miraban al suelo casi de manera permanente y en los pasados años le había resultado prácticamente imposible alzar la vista al cielo. Con los años su ánimo se había ensombrecido, y eso, sin duda, afectaba negativamente en la fraternidad de la comunidad.

Los hermanos le oían arrastrar los pies por el santuario, sus sandalias rasgaban los tablones de madera. Como siempre, tenía la cabeza gacha y la luz de las velas se reflejaba en su brillante cuero cabelludo y su níveo flequillo. Ascendió lentamente la escalera del altar, haciendo muecas por el esfuerzo, y se colocó donde le correspondía, bajo el baldaquino de pulido nogal. Colocó las palmas de las manos sobre la suave y fría madera de la tabula y entonó con una voz nasal y aguda: «Aperi, Domine, os meum ad henedicendum nomen sanctum tuum».

Los monjes, en dos filas, rezaron y pronunciaron su salmodia contestando a los responsos; sus voces se unían y llenaban el santuario. ¿Cuántos miles de veces Josephus habría dado voz a esas plegarias? Sin embargo, ese día sentía una necesidad especial de pedirle a Cristo su perdón y su compasión, y las lágrimas brotaron de sus ojos cuando llegó a la última línea del Salmo 148: «Alleluja, laúdate Dominum de caelis, alleluja, alleluja».

Era un día caluroso y seco, y la abadía era un hervidero de actividad. Josephus pasó a través de la recién segada hierba del claustro para hacer sus rondas matinales y revisar las tareas de la comunidad. Sin contar a los trabajadores que acudían solo durante el día, había ochenta y tres almas en la abadía de Vectis la última vez que se contaron, y cada uno de ellos esperaba ver al prior al menos una vez al día. No era de los que hacen inspecciones aleatorias, tenía su rutina y todos la conocían.

Comenzó con los albañiles para ver los progresos del edificio y le inquietó sobremanera percatarse de que Ubertus no había llegado al trabajo. Buscó al hijo mayor de Ubertus, Julianus, un robusto adolescente cuya piel morena resplandecía por el sudor, y supo así que Santesa había empezado con los dolores del parto. Ubertus volvería en cuanto pudiera.

—Mejor hoy que mañana, ¿no? Eso es lo que dice la gente —dijo Julianus al prior, quien asintió solemnemente para expresar su conformidad y le pidió que le informara cuando el nacimiento tuviera lugar.

Josephus se dirigió al cellarium para revisar las provisiones de carne y verduras, y después al granero para asegurarse de que los ratones no se habían metido en el trigo. En la cervecería se vio obligado a hacer una cata de la cerveza de cada barril y, como parecía no estar seguro acerca del sabor, volvió a probarlas. Después fue a la cocina contigua al refectorio para comprobar si las hermanas y jóvenes novicias estaban de buen humor. Lo siguiente fue darse una vuelta por el lavatorium para verificar que el agua fresca fluía adecuadamente hacia los lebrillos y las letrinas, donde tuvo que aguantar la respiración mientras inspeccionaba la zanja.

En el huerto comprobó que los hermanos mantenían a raya a los conejos para que no se comieran los brotes tiernos. Luego bordeó el pasto de las cabras para inspeccionar su edificio favorito, el scriptorium, el cual presidía Paulinus con los seis hermanos que, encorvados sobre las mesas, realizaban bellas copias de la regla de san Benito y de la Sagrada Biblia.

A Josephus le gustaba esa cámara más que ninguna por el silencio y la noble vocación que se practicaba en ella, y también porque consideraba que Paulinus era pío e instruido. Si había alguna pregunta sobre los cielos, las estaciones o sobre cualquier fenómeno natural, Paulinus siempre estaba dispuesto a ofrecer una interpretación profunda, paciente y correcta. La conversación banal disgustaba al abad, pero Paulinus era una fuente excelente de conocimiento, algo que Josephus tenía en alta estima.

El prior atravesó el scriptorium de puntillas, cuidándose mucho de no interrumpir la concentración de los copistas. El único sonido allí era el agradable roce de las plumas sobre los pergaminos. Saludó con la cabeza a Paulinus, y este esbozó una sonrisa. Una muestra de camaradería mayor no habría sido apropiada; las muestras exteriores de afecto estaban reservadas al Señor. Paulinus le indicó con un gesto que salieran.

—Que tengas buen día, hermano —dijo Josephus, entornando los ojos ante la luz del mediodía.

—También tú. —Paulinus parecía preocupado—.Así pues, mañana es el día de la verdad —susurró.

—Sí, sí —convino Josephus—. Al fin ha llegado.

—Anoche observé el cometa durante un buen rato.

—¿Y?

—Cuando llegó la medianoche, su estela se volvió roja y brillante. Del color de la sangre.

—¿Qué significa eso?

—Creo que es una señal de mal augurio.

—He oído que la mujer ha empezado con los dolores de parto —apuntó Josephus, esperanzado.

Paulinus cruzó los brazos firmemente sobre el hábito y frunció los labios con desdén.

—¿Y supones que, como ha dado a luz nueve veces anteriormente, este niño vendrá al mundo rápido? ¿En el sexto día del mes, en lugar del séptimo?

—Bueno, eso es lo que cabría esperar —dijo Josephus.

—Tenía el color de la sangre —insistió Paulinus.

El sol estaba llegando a lo más alto, y Josephus se apresuró para completar su circuito antes de que la comunidad volviera a ocupar sus puestos en el santuario para la hora sexta. Pasó deprisa por el dormitorio de las hermanas y entró en la casa capitular, en la que las filas de bancos de pino estaban aún vacías, a la espera de que llegara la hora en que el abad leería un capítulo de la regla de san Benito a toda la comunidad. Un gorrión se había colado dentro y batía sus alas en las alturas con desesperación; Josephus dejó las puertas abiertas con la esperanza de que fuera capaz de encontrar la libertad. Fue hacia la parte de atrás de la casa y golpeó con los nudillos la puerta de la cámara privada del abad.

Oswyn estaba sentado a la mesa de estudio con la cabeza inclinada sobre la Biblia. Dorados haces de luz atravesaban las vidrieras de las ventanas e incidían sobre la mesa en un ángulo perfecto que hacía que el sagrado libro refulgiera con un brillo color naranja. Oswyn se irguió lo justo para ver a su prior.

—Ah, Josephus. ¿Cómo van las cosas hoy por la abadía?

—Van bien, padre.

—¿Y qué hay de los progresos de nuestra iglesia, Josephus? ¿Cómo va el segundo arco del muro oriental?

—El arco está casi terminado. Sin embargo, Ubertus, el picapedrero, se ha ausentado hoy.

—¿No se encuentra bien?

—No, su esposa ha empezado con los dolores de parto.

—Ah, sí. Ya me acuerdo. —Esperó a que su prior añadiera algo, pero Josephus permaneció en silencio—. ¿Te preocupa ese nacimiento?

—Tal vez sea un mal augurio.

—El Señor nos protegerá, prior Josephus. De eso puedes estar seguro.

—Sí, padre. No obstante, me preguntaba si debería partir hacia el pueblo.

—¿Con qué propósito? —preguntó Oswyn bruscamente.

—Por si fuera necesaria la presencia de un religioso —dijo Josephus mansamente.

—Ya sabes lo que pienso sobre abandonar los claustros. Somos siervos de Cristo, Josephus, no de los hombres.

—Sí, padre.

—¿Han pedido nuestra ayuda los del pueblo?

—No, padre.

—Entonces preferiría que no te implicaras. —Alzó su encorvado cuerpo de la silla—. Ahora vamos a la hora sexta y reunámonos con nuestros hermanos y hermanas para rogar al Señor.

Las vísperas, el oficio que tenía lugar al ponerse el sol, era el preferido de Josephus, ya que el abad permitía que la hermana Magdalena tocara el salterio como acompañamiento a sus plegarias. Sus largos dedos punteaban las diez cuerdas del laúd, y él estaba seguro de que la perfección del tono y la precisión de la cadencia eran testimonio de la magnificencia del Todopoderoso.

Tras el oficio las hermanas y los hermanos salían del santuario en fila y se dirigían hacia sus respectivos dormitorios, pasados los bloques de piedra, los escombros y los andamios que habían dejado allí los italianos. En su celda, Josephus intentaba aclarar su mente y dedicar unos momentos a la contemplación, pero pequeños ruidos en la lejanía le distraían. ¿Había llegado alguien? ¿Traerían noticias acerca del nacimiento que estaba por venir? Esperaba que sonara la campana de los invitados en cualquier momento.

Antes de que se diera cuenta tocaron a completas; había llegado la hora del último oficio del día. Sus preocupaciones no le habían permitido meditar, y rezó pidiendo perdón por tal transgresión. Cuando pronunciaron los últimos sones del último canto, observó al abad descender con mucho cuidado del altar mayor y pensó que Oswyn jamás había parecido más viejo y más frágil.

Josephus tuvo un sueño intranquilo, enturbiado por molestas pesadillas de cometas de color rojo sangre y niños con brillantes ojos rojos. En ese sueño la gente se congregaba en la plaza de un pueblo, donde los había convocado un campanero con un brazo fuerte y otro atrofiado. El campanero estaba angustiado y lloraba, y entonces, de golpe, Josephus se despertó y se dio cuenta de que aquel hombre era Oswyn.

Alguien llamaba a su puerta.

—¿Sí?

—Prior Josephus, siento despertarle —dijo una voz joven desde el otro lado de la puerta.

—Entra.

Era Theodore, el novicio encargado esa noche de hacer guardia en la entrada principal.

—Ha venido Julianus, el hijo de Ubertus, el picapedrero. Ruega que vaya usted con él a casa de su padre. Su madre está teniendo un parto difícil y puede que no sobreviva.

—¿Aún no ha nacido el niño?

—No, padre.

—¿Qué hora es, hijo mío? —Josephus puso los pies en el suelo y se frotó los ojos.

—La undécima.

—Entonces el séptimo día está al llegar

En la oscuridad de esa noche sin luna, Josephus estuvo a punto de torcerse un tobillo en los surcos que las ruedas de los carros tirados por bueyes habían dejado en el camino. Se esforzaba por mantener el ritmo de las grandes zancadas de Julianus para seguir con más facilidad la corpulenta silueta negra del muchacho y no salirse del camino. La brisa fría del viento traía los sonidos del canto de los grillos y los graznidos de las gaviotas. Normalmente Josephus se habría deleitado con esa música nocturna, pero esa noche prácticamente ni la oía.

Cuando estaban cerca de la primera de las casas de los picapedreros, Josephus oyó sonar la campana de la abadía, la llamada para el oficio nocturno.

Medianoche.

Avisarían a Oswyn de su incursión y Josephus estaba seguro de que no sería de su agrado.

Para ser medianoche, en el pueblo reinaba una actividad inquietante. En la distancia Josephus podía ver las teas brillar desde las puertas abiertas de las pequeñas casas de paja, y antorchas que se movían arriba y abajo por el camino; la gente estaba fuera de sus casas. A medida que se acercaban, quedó claro que el centro de la actividad era la casa de Ubertus. La gente se arremolinaba a la entrada y las antorchas proyectaban fantásticas sombras alargadas. En la puerta, mirando hacia el interior, bloqueando la entrada, había tres hombres. Josephus oyó un parloteo en italiano y retazos de oraciones en latín que los picapedreros habían oído en la iglesia y habían robado como si fueran urracas.

—Abrid paso, el prior de Vectis está aquí —declaró Julianus.

Los hombres se apartaron al tiempo que se santiguaban y hacían reverencias.

Del interior salió un grito, el de una mujer agonizante, un grito horrible y desgarrador que casi traspasaba la carne. Josephus sintió que las piernas le fallaban.

—Que Dios nos proteja —dijo, y se obligó a cruzar el umbral.

El caserón estaba lleno de familiares y de gente del pueblo; para que Josephus pudiera entrar, tuvieron que salir dos para dejar espacio libre. Ubertus, un hombre duro como la piedra que cortaba a diario, estaba sentado junto al hogar, abatido, con la cabeza entre las manos.

—Prior Josephus —dijo el picapedrero con voz queda debido al cansancio—, gracias a Dios que ha venido. ¡Por favor, rece por Santesa! ¡Rece por todos nosotros!

Santesa estaba tumbada en la cama principal, rodeada de mujeres. Tenía las rodillas pegadas a su abultado vientre; el camisón arremangado dejaba a la vista unos muslos con manchitas. Tenía la cara del color de la remolacha, tan deformada que prácticamente le faltaba humanidad.

Había algo animalesco en ella, pensó Josephus. Tal vez el diablo ya la había hecho suya.

Una mujer oronda que Josephus reconoció como la mujer de Marcus, el vigilante del cementerio, parecía hallarse a cargo del parto. Estaba a los pies de la cama, con la cabeza entrando y saliendo del camisón de Santesa, y no paraba de hablar en italiano y de dar órdenes a Santesa. Llevaba el pelo trenzado en un moño, lejos de los ojos; tenía las manos y el delantal cubiertos de una materia rosa y viscosa. Josephus se percató de que a Santesa le brillaba el vientre por un ungüento rojizo y que en la cama había una pata ensangrentada de una grulla. Brujería. Eso no lo podía tolerar.

Al darse cuenta de la presencia del religioso, la partera se volvió.

—Viene del revés —dijo simplemente.

Josephus se arrimó a ella por detrás e inmediatamente la partera levantó el camisón: un piececillo púrpura minúsculo colgaba del cuerpo de Santesa.

—¿Es un niño o una niña?

La mujer bajó el camisón.

—Un niño.

Josephus tragó saliva, hizo la señal de la cruz y se hincó de rodillas.

- In nomine patris, et filii, et spiritus sancti...

Pero por más que rezara, deseaba con todas sus fuerzas que el niño naciera muerto.

Nueve meses antes, en una cruda noche de noviembre, soplaba un vendaval fuera de la casa del picapedrero. Ubertus reavivó el fuego por última vez y fue de jergón en jergón comprobando que estuvieran todos sus retoños, dos o tres por cama, excepto Julianus, que tenía edad suficiente para poseer su propio jergón. Tras esto, se metió en la cama principal, junto a su esposa, que estaba a punto de quedarse dormida, exhausta tras otro largo día de duro trabajo.

Ubertus se subió la pesada colcha de lana hasta la barbilla. Se había traído esa tela desde Umbría en un arcón de madera de cedro; le hacía un gran servicio en ese clima tan duro. Sintió el cuerpo cálido de Santesa a su lado y le puso una mano en el pecho; subía y bajaba suavemente. Sus ganas eran patentes y su dureza tendría que ser satisfecha. Por Dios que se merecía un poco de placer en este difícil mundo terrenal. Arrastró su mano hacia abajo y le separó las piernas.

Santesa ya no era hermosa. Sus treinta y cuatro años y los nueve niños se habían cobrado su parte. Estaba hinchada y demacrada, y tenía un sempiterno ceño fruncido por el dolor de sus muelas podridas. Pero era obediente, así que, cuando se dio cuenta de las intenciones de su marido, suspiró y susurró:

—Estamos en ese momento del mes en que hay que pensar en las consecuencias.

Él sabía exactamente a qué se refería.

La madre de Ubertus había parido trece hijos: ocho niños y cinco niñas. Solo nueve de ellos habían llegado a la edad adulta. Ubertus era el séptimo hijo, y a medida que fue creciendo tuvo que asumir esa cruz. Según la leyenda, si alguna vez tenía un séptimo hijo, ese chico sería un brujo, un conjurador de las fuerzas oscuras, un demonio. En ese pueblo todos sabían de esa leyenda del séptimo hijo de un séptimo hijo, pero nadie, la verdad sea dicha, había conocido a ninguno.

En sus años mozos Ubertus había sido un mujeriego que explotaba la imagen peligrosa del potencial que encerraba en sus entrañas. Tal vez usó ese estatus para seducir a Santesa, la chica más bonita del pueblo. De hecho, Santesa y él se habían gastado bromas durante años, pero tras el nacimiento del sexto hijo, Lucius, las bromas cesaron y sus uniones sexuales tomaron un tono de seriedad. Cada uno de los tres siguientes embarazos fueron una fuente de inquietud considerable. Santesa intentaba saber con anticipación el sexo de los bebés pinchándose en el dedo con una espina y dejando que la sangre cayera en un cuenco con agua de manantial. Una gota que se hundía en el agua significaba un chico, pero unas veces la gota se hundía y otras flotaba. Gracias a Dios, todos habían sido niñas.

Ubertus se abrió paso hacia el interior. Ella tomó aire y susurró:

—Rezo para que sea otra niña.

Junto al lecho, en noche cerrada, la situación era cada vez más grave a pesar de los rezos de Josephus. Santesa estaba demasiado débil para gritar y su respiración era poco profunda. Ese minúsculo pie que sobresalía estaba cada vez más oscuro, del color del barro azul oscuro que usaban los ceramistas de la abadía.

Por fin la partera afirmó que tendrían que hacer algo si no querían perderlos a los dos. Siguió un debate acalorado y llegaron a un consenso: tenían que sacar el bebé a la fuerza. La partera metería las dos manos, agarraría las piernas y tiraría tan fuerte como fuera necesario. Probablemente, esa maniobra acabaría con el bebé, pero tal vez la madre consiguiera salvarse. No hacer nada era condenar a ambos a una muerte segura.

La partera se volvió hacia Josephus para que le diera la bendición.

Josephus asintió. Había que hacerlo.

Ubertus permanecía de pie junto a la cama, con los ojos fijos en aquella catástrofe. Sus brazos, tremendamente musculosos, pendían de sus hombros débilmente.

—¡Yo te imploro, Señor! —gritó, pero nadie sabía con certeza si pedía por su esposa o por su hijo.

La partera empezó a tirar. La tensión de su rostro reflejaba que estaba realizando un gran esfuerzo. Santesa murmuró algo ininteligible, pero ya había traspasado el umbral de dolor. La partera soltó su presa, sacó las manos para secárselas en el delantal y tomó aliento. Volvió a agarrar las piernas y comenzó de nuevo.

Esa vez sí hubo movimiento. Afloraba lentamente a la superficie. Rodillas, muslos, pene, nalgas. Y de repente ya estaba fuera. El canal de parto cedió ante su gran cabeza y de pronto el niño estaba en las manos de la partera.

Era un bebé grande, bien proporcionado, pero de un azul arcilloso e inerte. Mientras los hombres, las mujeres y los niños que había en la habitación lo observaban sobrecogidos, la placenta se desprendió e hizo un ruido sordo al caer al suelo. El pecho del bebé dio un espasmo e inhaló. Después volvió a respirar. Y un momento después ese niño azul estaba sonrosado y berreaba como un cerdito.

Cuando la vida llegó al niño, la muerte llegó a su madre. Santesa inspiró por última vez y su cuerpo se quedó inmóvil.

Ubertus rugía de pena y agarró al niño de manos de la partera.

—¡Este no es mi hijo! —gritó—. ¡Es hijo del demonio!

Con movimientos rápidos, arrastrando la placenta por el sucio suelo, se abrió paso entre la multitud dando golpes con los hombros y llegó hasta la puerta. Josephus estaba demasiado aturdido para reaccionar. Farfulló algo pero las palabras no acudieron a su boca.

Ubertus estaba de pie en el camino; sostenía a su hijo en sus manos como rocas y gemía como un animal. La gente del pueblo portaba antorchas y lo miraba. Entonces Ubertus agarró el cordón umbilical y volteó al bebé sobre su cabeza como si blandiera una honda.

El cuerpecito se estrelló con fuerza contra el suelo.

—¡Uno! —gritó.

Lo hizo volar sobre su cabeza y volvió a estrellarlo contra el suelo.

—¡Dos!

Y así una y otra vez:

—¡Tres!... ¡Cuatro!... ¡Cinco!... ¡Seis!... ¡Siete!

Tras esto, tiró el cadáver roto y sangriento al camino y volvió aletargado hacia la casa.

—Ya está. Lo he matado.

No podía entender por qué nadie le hacía caso. Todos los ojos estaban fijos en la partera que, encorvada sobre el cuerpo inerte de Santesa, manoseaba entre sus piernas de manera frenética.

Había salido un mechón de pelo rojizo.

Después una frente. Y una nariz.

Josephus lo observaba atónito, no podía dar crédito a lo que veían sus ojos. Otro niño estaba saliendo de una matriz sin vida.

—Mirabile dictu! —murmuró.

La partera hizo una mueca de esfuerzo y tiró hasta que asomó la barbilla, un hombro y un cuerpo largo y delgado. Era otro niño, y este había comenzado a respirar sin ayuda, una respiración fuerte y clara.

—¡Milagro! —dijo un hombre, y todos lo repitieron.

Ubertus avanzó a trompicones y observó el espectáculo con ojos vidriosos.

—¡Este es mi octavo hijo! —gritó—. ¡Oh, Santesa, hiciste gemelos! —Y le tocó una mejilla con miedo, como quien toca una olla hirviendo.

El bebé se retorció en las manos de la partera pero no lloró.

Nueve meses antes, cuando Ubertus terminó de plantar su semilla, su rocío atravesó la matriz de Santesa. Y ese mes ella había producido no uno sino dos óvulos.

El segundo óvulo fertilizado se convirtió en el bebé que ahora yacía destrozado en un camino de carros.

El primer óvulo fertilizado, el séptimo hijo, se convirtió en el niño pelirrojo que contenía en él cada alma de aquella maravillada habitación.