Will tenía una resaca de mil demonios, se sentía como si una comadreja se hubiera despertado cómoda y calentita dentro de su cráneo y, aterrorizada al descubrir que estaba atrapada, arañara y mordiera para abrirse camino a través de los ojos.
La tarde había comenzado de una manera bastante benévola. De camino a casa había parado en su antro habitual, un tugurio que olía a humedad y se llamaba Dunigan's, y se había metido un par de gaseosas con el estómago vacío. Próxima parada, Pantheon Diner. Allí le gruñó a un camarero muy peludo, este le lanzó otro gruñido como respuesta y, sin intercambiar entre ellos ninguna frase completa, le sirvió el plato que Will comía dos o tres veces a la semana: kebab de cordero con arroz, regado, evidentemente, con un par de cervezas. Y luego, antes de decidirse a ir a casa, ofreció sus temblorosos respetos a su licorería amiga y se hizo con una botella de casi dos litros de Black Label, el único artículo de lujo que adornaba su vida.
Su apartamento era pequeño y espartano, y una vez despojado del toque de feminidad de Jennifer, quedó reducido a una propiedad lóbrega y sin interés: dos habitaciones exiguas, paredes blancas, suelo de parquet brillante, vistas al edificio de enfrente y unos pocos miles de dólares en muebles y alfombras del montón. Para ser sinceros, era casi demasiado pequeño para él solo. El salón era de cuatro por cinco metros; la habitación, de tres por cuatro, y la cocina y el cuarto de baño, del tamaño de un armario empotrado grande. A algunos de los criminales a los que había puesto a la sombra de por vida ese apartamento no les parecería una mejora. ¿Cómo se las había arreglado para compartir aquel piso con Jennifer durante cuatro meses? ¿De quién había sido tan brillante idea?
No quería pasarse bebiendo, pero esa botella, tan pesada y tan llena, parecía prometer tanto... Giró el tapón, rompió el precinto, la cogió por el gollete y llenó hasta la mitad su vaso preferido de whisky. Con el sonido de la televisión de fondo, bebió en el sofá y se hundió con decisión en un profundo y oscuro agujero mientras pensaba en su puñetero día, su puñetero caso y su puñetera vida.
A pesar de sus reticencias a encargarse del caso del Juicio Final, lo cierto era que los primeros días habían sido rejuvenecedores. Clive Robertson había sido asesinado delante de sus propias narices; la audacia y la complejidad del crimen le enardecían. Le recordaba a lo que sentía antes en los casos importantes, y el subidón de adrenalina concordaba exactamente con eso.
Se había zambullido en aquella maraña de hechos y, aunque sabía que los momentos epifánicos eran cosa de ficción, sentía la imperiosa necesidad de hurgar hasta el fondo y descubrir algo que se les hubiera pasado, un lazo de conexión que vinculara dos de los asesinatos, luego un tercero y después otro, hasta que el caso reventara.
La distracción de ese importante trabajo lo espoleaba. Empezó con más fuerza que nunca, devorando los archivos, alentando a Nancy, agotándose ambos en una maratón de días que se convertían en noches y noches que se convertían en días. Lo cierto es que durante un tiempo se tomó a pecho las palabras de Sue Sánchez. Ese sería su último gran caso. Quitaría de en medio a ese mamón y se retiraría con un bombazo.
Crescendo.
Decrescendo.
En una semana ya se había quemado, consumido en cuerpo y alma. Los informes de la autopsia y de los exámenes toxicológicos de Robertson no tenían ni pies ni cabeza. Los otros siete casos tampoco tenían ni pies ni cabeza. Estaba perdido en cuanto a la identidad del asesino y a la satisfacción que podían reportarle esos crímenes. Ninguna de sus ideas iniciales se confirmaba. Solo tenía un retablo de hechos aleatorios, y eso era algo que no había visto nunca en un asesino en serie.
El primer whisky fue para borrar la desagradable tarde que había pasado en Queens entrevistando a la familia de aquella víctima a la que habían matado en un abrir y cerrar de ojos, gente buena y fuerte pero imposible de consolar. El segundo whisky fue para calmar su frustración. El tercero, para llenar su vacío con recuerdos sensibleros; el cuarto, por la soledad. El quinto...
A pesar de los martillazos en la cabeza y las náuseas, su terquedad lo arrastró hasta el trabajo a las ocho. Su teoría era que si siempre llegabas al trabajo a la hora, nunca bebías en horas de servicio y nunca tocabas una gota antes del happy hour, no tenías problemas con la bebida. Aun así, no podía hacer caso omiso de ese persistente dolor de cabeza y cuando se metió en el ascensor se aferró a su café extralargo como si fuera un salvavidas. Se estremecía al pensar que se había despertado a las seis de la mañana vestido y con un tercio de la botella de whisky en el estómago. En su oficina tenía Ibuprofeno. Necesitaba llegar hasta allí.
Los informes del caso Juicio Final estaban apilados sobre su escritorio, dentro del archivador, en las estanterías y por todo el suelo, estalagmitas de notas, dossieres, investigaciones, páginas de ordenador impresas y fotos de dos escenarios de los crímenes.
Había conseguido atrincherarse allí practicando pasillos entre los montones: de la puerta a la silla del escritorio, de la silla a las estanterías, de la silla a la ventana para ajustar las persianas y protegerse los ojos del sol de media tarde. Se abrió paso entre los obstáculos, se dejó caer en la silla, echó mano a los calmantes y se los tragó con un café caliente. Se restregó los ojos con las palmas de las manos, y cuando los abrió Nancy estaba allí de pie y lo miraba como lo hacía un médico.
—¿Te encuentras bien?
—Estoy bien.
—Pues no lo parece. Parece que estés enfermo.
—Estoy bien. —Buscó a tientas un informe al azar y lo abrió. Nancy continuaba allí—. ¿Qué?
—¿Qué plan tenemos hoy? —preguntó.
—El plan es que yo me tome el café y que tú vuelvas dentro de una hora.
Nancy fue obediente y reapareció justo una hora más tarde. El dolor y las náuseas comenzaban a remitir pero su mente seguía en penumbra.
—Bien —comenzó Will—. ¿Qué programa tenemos?
Nancy abrió su omnipresente libretita.
—A las diez, videoconferencia con el doctor Sofer de la Johns Hopkins. A las dos, operación rueda de prensa. A las cuatro, a los barrios altos para hablar con Helen Swisher. Tienes mejor aspecto.
—Hace una hora estaba bien y ahora también —la cortó.
No pareció convencerla, con lo cual se preguntó si sabría que tenía resaca. Entonces cayó en la cuenta de que ella sí que tenía mejor aspecto. Tenía la cara un poco más delgada, el cuerpo un poco más esbelto, la falda no le apretaba tanto en la cintura. Habían sido compañeros inseparables durante diez días y acababa de darse cuenta de que ella estaba comiendo como un pajarito.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo Will.
—Claro.
—¿Estás a dieta o algo así? —Ella se ruborizó al instante.
—Algo así. Y he empezado a hacer jogging otra vez.
—Pues te sienta bien. Sigue así.
Nancy, avergonzada, bajó los ojos.
—Gracias.
Will cambió de tema rápidamente.
—Bueno, demos un paso atrás e intentemos ver el resumen de la película —dijo—.Tantos detalles van a acabar con nosotros. Hagamos un repaso una vez más y centrémonos en las conexiones.
Fue con ella hasta la mesa de conferencias y puso los archivos sobre otro montón de archivos para trabajar sobre una superficie ordenada. Cogió una hoja en blanco, escribió en ella «Observaciones clave» y subrayó las palabras un par de veces. Le pidió a su cerebro que trabajara y se aflojó el nudo de la corbata para dejar que la sangre fluyera.
Había habido tres muertes el día 22 de mayo, otras tres el día 25, dos más el 11 de junio, y desde entonces ninguna más.
—¿Qué nos dice esto? —preguntó. Nancy negó con la cabeza, así que se respondió él mismo—.Todos son días laborables.
—Tal vez ese tipo tenga un trabajo de fin de semana —apuntó Nancy.
—Vale. Tal vez. —Will introdujo su primera observación clave: «Días laborables»—. Busca los archivos de Swisher. Creo que están en la estantería.
Caso 1: David Paul Swisher, treinta y seis años, banquero especialista en inversiones en el HSBC. Park Avenue, acomodado, educación elitista. Casado, ningún lío a la vista. No parecía tener ningún negocio sucio guardado en el armario. Sacó a pasear al chucho de la familia de madrugada. Un hombre que había salido a correr lo encontró a las cinco de la mañana en un charco de sangre: reloj, anillos y cartera, desaparecidos; la carótida izquierda, seccionada limpiamente. El cuerpo aún estaba caliente; se encontraba a unos seis metros fuera del radio de la cámara del circuito cerrado de seguridad más próximo, situada en el tejado de una residencia en el lado sur de la calle Ochenta y dos. Por seis malditos metros no tenían el asesinato grabado en una cinta.
Sin embargo, sí tenían grabada a una persona: una secuencia de nueve segundos, desde las 5.02.23 hasta las 5.02.32, que había sido grabada con una cámara de seguridad situada en el tejado de un edificio de diez plantas del lado oeste de Park Avenue, entre la Ochenta y uno y la Ochenta y dos. Mostraba a un varón que caminaba hacia el interior del plano desde la calle Ochenta y dos, giraba en dirección sur en Park Avenue, para después girar sobre sus propios talones, volver por donde había venido y desaparecer una vez más por la calle Ochenta y dos. La imagen tenía poca calidad, pero los técnicos del FBI la habían mejorado. Por la coloración de las manos del sospechoso dedujeron que era negro o hispano, y tomando ciertas referencias calcularon que medía uno cincuenta y cinco y que pesaba entre setenta y ochenta kilos. Tenía la cara bañada en sombras por la capucha de una sudadera gris. Los tiempos coincidían, ya que la llamada al 911 entró a las 5.07, pero ante la ausencia de testigos no contaban con pistas acerca de su identidad.
Si no fuera por la postal, lo considerarían un asalto callejero más, pero David Swisher tenía una postal. David Swisher era la víctima número uno del caso Juicio Final.
Will sostuvo en alto una foto del hombre encapuchado y la agitó ante Nancy.
—Entonces, ¿este es nuestro hombre?
—Puede que sea el asesino de David, pero eso no le convierte en el asesino del Juicio Final —dijo ella.
—¿Un asesino en serie que delega? Sería el primero.
Nancy lo intentó de otra manera.
—Bueno, tal vez fue un asesinato por encargo.
—Es posible. Un inversor está llamado a tener enemigos —dijo Will—. En cada trato hay un ganador y un perdedor. Pero David era diferente de las otras víctimas. Era el único que iba al trabajo vestido de etiqueta. ¿Quién iba a pagar para que se cargaran a cualquiera de los otros? —Will hojeó uno de los archivos de Swisher—. ¿Tenemos alguna lista de los clientes de David?
—El banco no está cooperando mucho —dijo Nancy—. Cada petición de información tiene que pasar por el departamento jurídico y ser firmada por el consejero general. Aún no hemos conseguido nada, pero les estoy presionando.
—Tengo el presentimiento de que él es la clave. —Will cerró el archivo de Swisher y lo apartó—. El primer asesinato de una serie tiene un significado especial para el asesino, algo simbólico. ¿Has dicho que hoy iremos a ver a su esposa?
Nancy asintió.
—Ya es hora.
Caso 2: Elizabeth Marie Kohler, treinta y siete años, encargada del drugstore Duane Reade de Queens. Muerta de un disparo en la cabeza, aparentemente para robarle. La encontraron los empleados cuando llegaron a trabajar a las 8.30. En un principio la policía pensó que la había asesinado alguien que esperaba su llegada para robar narcóticos. Algo le salió mal, disparó, la mujer cayó al suelo y él se fue corriendo. La bala era del calibre 38, un tiro en la sien a corta distancia. No había vídeo ni datos forenses de utilidad. La policía tardó un par de días en encontrar la postal y relacionarla con las otras muertes.
Will alzó la vista del expediente.
—Muy bien, ¿qué conexión existe entre un banquero de Wall Street y la encargada de un drugstore?
—No lo sé —dijo Nancy—. Más o menos tenían la misma edad, pero sus vidas no tenían ningún punto de interconexión obvio. Él jamás compró en su tienda. No tenemos nada.
—¿Qué sabemos de su ex marido, antiguos novios, compañeros de trabajo?
—Casi todos están identificados y han testificado —contestó Nancy—. Hay un novio de la época del instituto que no hemos conseguido localizar. Su familia se trasladó a otro estado hace años. Sus ex que no tienen una coartada para su asesinato la tienen para los otros. Lleva divorciada cinco años. Su ex marido estaba conduciendo un autobús de línea regular la mañana en que le dispararon. Era una persona normal y corriente. No había complicaciones en su vida. No tenía enemigos.
—Así que si no tuviéramos esa postal, esto habría sido un caso abierto y cerrado de robo a mano armada que se tuerce.
—Eso es lo que parece a simple vista —convino Nancy.
—De acuerdo, puntos de actuación —dijo Will—. Busca si tenía algún anuario del instituto o la universidad y haz que introduzcan todos los nombres en la base de datos. Además, ponte en contacto con el dueño de la casa y consigue un listado de todos sus vecinos, los de ahora y los de antes, hasta cinco años atrás. Añádelos a la batidora.
—Hecho. ¿Quieres otro café?
—Lo estaba deseando.
Caso 3: Consuela Pilar López, treinta y dos años, inmigrante ilegal de República Dominicana, vivía en Staten Island y trabajaba en Manhattan limpiando oficinas. La encontró, pasadas las tres de la mañana, un grupo de adolescentes en un área boscosa cerca de la costa en el parque Arthur von Briesen, a menos de un par de kilómetros de su casa en Fingerboard Road. La habían violado y acuchillado repetidas veces en el pecho, la cabeza y el cuello. Esa noche había tomado el ferry de las diez en Manhattan, la cámara de videovigilancia así lo confirmaba. Después siempre tomaba el autobús del sur hacia Ford Wadsworth, pero nadie recordaba haberla visto en la estación de autobuses de la terminal St. George del ferry ni en el autobús número 51 que recorría Bay Street hacia Fingerboard.
La hipótesis que se manejaba era que alguien la había interceptado en la terminal, le había ofrecido acompañarla a casa y se la había llevado a alguna esquina oscura de la isla, donde encontraría su final bajo la imponente superestructura del puente Verrazano-Narrows. No había semen ni sobre su cuerpo ni en su interior. Al parecer el asesino había usado un condón. En la camisa de la mujer se encontraron fibras de color gris que podrían proceder de la tela de algodón de una sudadera. Según el examen de las heridas en la autopsia, la hoja del cuchillo que se utilizó tenía diez centímetros de largo, compatible con la que acabó con la vida de David. López residía en una vivienda adosada con primos y hermanos, algunos con papeles y otros sin ellos. Era una mujer religiosa, asistía a misa en la iglesia de San Silvestre, adonde acudieron en masa los sorprendidos parroquianos para rendirle honores. Según su familia y sus amigos, no tenía novio, y la autopsia señalaba que a pesar de tener treinta y dos años todavía era virgen. Todos los intentos de relacionarla con las otras víctimas habían resultado infructuosos.
Will había dedicado una cantidad de tiempo desproporcionada a ese asesinato en particular: había examinado el ferry y la estación de autobuses, había caminado por la escena del crimen y había visitado la casa y la iglesia. Los crímenes sexuales eran su fuerte. No es que aspirase a dedicarse a ello cuando empezó a ejercer (nadie en su sano juicio habría dicho en Quantico: «Algún día espero especializarme en crímenes sexuales»), pero sus primeros casos importantes tenían todos una perspectiva sexual y así era como acababan encasillándote en la agencia. Hizo algo más que seguir su propia intuición, la ambición le consumía y se formó a sí mismo como especialista en la materia. Estudió los anales sobre crímenes sexuales y se convirtió en una enciclopedia andante sobre la materia.
Había visto ese tipo de asesino antes, y el perfil del criminal le vino a la cabeza de inmediato. Se trataba de un acosador que planificaba sus actos, una persona solitaria y prudente que ponía mucho cuidado en no dejar su ADN tras de sí. Probablemente conocía bien el barrio, lo que quería decir que o vivía en Staten Island en ese momento o había vivido allí antes. Conocía ese parque como la palma de su mano y eligió el lugar exacto en el que podría llevar a cabo su propósito con la mínima probabilidad de que lo pillaran in fraganti. Había grandes probabilidades de que el tipo fuera hispano, pues consiguió que la víctima se sintiera lo suficientemente cómoda como para entrar en su coche, y el inglés de Consuela, según les habían dicho, era muy limitado. Había una probabilidad razonable de que conociera a su asesino, por lo menos de vista.
—Espera un momento —dijo Will de repente—.Aquí tenemos algo. Casi con toda certeza el asesino de Consuela tenía coche. Deberíamos buscar el mismo turismo azul oscuro que atropelló a Myles Drake. —Anotó: «Turismo azul»—. Recuérdame cómo se llamaba el cura de la iglesia de Consuela.
Nancy recordó aquella cara triste y no necesitó rebuscar entre sus notas.
—Padre Rochas.
—Hay que elaborar un folleto con diferentes modelos de turismos de color azul, darle copias al padre Rochas para que los distribuya entre sus feligreses y descubrir, si alguno de ellos conoce a alguien que tenga uno. Y también cotejar los nombres de los parroquianos con los registros de Tráfico para conseguir una lista de los vehículos registrados. Presta especial atención a los varones hispanos.
Nancy asentía y tomaba notas.
Will estiró los brazos por encima de la cabeza y bostezó.
—Tengo que cambiarle el agua al canario. Después llamaremos a ese tipo.
Los patólogos forenses de la oficina central les habían aconsejado que preguntaran su opinión a Gerald Sofer, el mayor experto del país en las afecciones más raras. Que acudieran a él era la prueba de lo perdidos que estaban ante la muerte de Clive Robertson.
Will y Nancy habían practicado el masaje cardiovascular en el cuerpo sin pulso de Clive durante seis frenéticos minutos, hasta que el equipo paramédico llegó. A la mañana siguiente presenciaron cómo el forense examinaba el cuerpo de Clive abierto en canal y buscaba la causa de la muerte. Aparte del tabique nasal roto, no había evidencias de un trauma externo. Aquel pesado cerebro, que hasta hacía tan poco rebosaba música, fue cortado en finas rodajas, cual una hogaza de pan. No había signos de infarto ni de hemorragia. Todos los órganos internos eran normales para su edad. El corazón estaba un poco hinchado, las válvulas eran normales, la cantidad de arteriosclerosis de las arterias coronarias era de leve a moderada, especialmente la arteria descendente anterior izquierda, que estaba ocluida en un setenta por ciento.
—Seguramente yo las tengo más obstruidas que este tipo —carraspeó el veterano forense.
No había evidencia alguna de ataque al corazón, aunque a Will le dijeron que el examen microscópico arrojaría datos determinantes.
—Por ahora no tengo un diagnóstico —dijo el patólogo mientras se quitaba los guantes.
Will estaba ansioso por conocer los resultados de las pruebas de sangre y tejidos. Esperaba que revelaran un veneno, una toxina, pero también le interesaba conocer los resultados de la prueba del sida porque le había hecho el boca a boca sobre el rostro sanguinolento de Clive. Unos días después le dieron los resultados. Las buenas noticias eran que Clive había dado negativo en sida y hepatitis; las malas, que había dado negativo en todo. No había razón para que aquel hombre muriera.
—Sí, he podido revisar el informe de la autopsia del señor Robertson —dijo el doctor Sofer—. Es lo típico del síndrome.
Will se acercó al micrófono del teléfono.
—¿Qué quiere decir?
—Bueno, su corazón no estaba tan mal. No había ninguna oclusión coronaria crítica, ni trombosis, ni evidencia histopatológica de que le diera un infarto de miocardio. Eso coincide con los pacientes que he estudiado que sufrían cardiomiopatía por estrés, también conocida como síndrome del corazón roto.
Según Sofer, un estrés emocional repentino, el miedo, la ira, la pena, o una conmoción podrían ser la causa de un fallo cardíaco de consecuencias devastadoras. Las víctimas solían ser personas que gozaban de buena salud y que habían sufrido una sacudida emocional repentina, como la muerte de un ser querido o un miedo aterrador.
—Doctor, le habla la agente especial Lipinski —dijo Nancy—. Leí su artículo en la New England Journal of Medicine. Ninguno de los pacientes que tenían el síndrome murió. ¿Por qué el caso del señor Robertson es diferente?
—Excelente pregunta —respondió Sofer—. A mi entender el corazón puede aturdirse y producir un fallo en el bombeo por una liberación abusiva de catecolaminas, unas hormonas del estrés, entre ellas la adrenalina, que segregan las glándulas adrenales en respuesta a la tensión o conmoción. Esta es una herramienta evolutiva básica para la supervivencia, ya que prepara al organismo para luchar o salir corriendo a la hora de afrontar un peligro de vida o muerte. Sin embargo, en algunos individuos el flujo de estas hormonas neuronales es tan enérgico que el corazón no es capaz de seguir bombeando de manera eficiente. El rendimiento cardíaco baja en picado y la presión sanguínea cae. Desafortunadamente para el señor Robertson, es probable que el fallo en el bombeo combinado con ese bloqueo moderado de su arteria coronaria izquierda llevara a una perfusión insuficiente de su ventrículo izquierdo, lo que fue el detonante de una arritmia fatal, posiblemente una fibrilación ventricular, y de la muerte repentina. Morir por el síndrome del corazón roto es raro, pero puede ocurrir. Si no lo he entendido mal, el señor Robertson estaba bajo un estrés agudo momentos antes de su muerte.
—Recibió una postal del asesino del Juicio Final —dijo Will.
—Bueno, entonces en términos profanos yo diría que al señor Robertson le dieron un susto de muerte.
—No parecía asustado —observó Will.
—Las apariencias engañan —dijo Sofer.
Cuando terminaron, Will colgó y se bebió lo que quedaba de su quinta taza de café.
—Más claro que el agua —musitó—. El asesino confió en que se cargaría al tipo dándole un susto de muerte. ¡Anda ya! —Alzó los brazos al aire, exasperado—. Bueno, no perdamos el hilo. El tío se ventila a tres personas el 22 de mayo y se da un respiro durante el fin de semana. El 25 de mayo nuestro sujeto vuelve a la carga.
Caso 4: Myles Drake, veinticuatro años, mensajero en bici originario de Queens. A las siete de la mañana está haciendo su trabajo en el distrito financiero cuando una oficinista de Broadway que está mirando por la ventana (es la única testigo) lo ve en la acera de John Street ponerse la mochila y montar en su bicicleta en el mismo momento en que un utilitario azul oscuro sube al bordillo, se lo lleva por delante y sigue su camino. Desde su posición no puede ver la matrícula del coche o identificar con seguridad la marca y el modelo. Drake sucumbe al instante; tiene el hígado y el bazo machacados. El coche, que sin duda ha sufrido algún daño en el parachoques, sigue en paradero desconocido, a pesar del extenso sondeo que se ha hecho por las chapisterías de los tres barrios de la zona. Myles vivía con su hermano mayor y era trigo limpio en todos los aspectos. No se conoce ninguna conexión directa o indirecta con otras víctimas, aunque nadie puede afirmar con seguridad que nunca hubiera estado en el Kohler's Duane Reade, el drugstore de Queens Boulevard.
—¿No hay nada que lo vincule con drogas? —preguntó Will.
—Nada, pero recuerdo que en derecho estudiamos un caso de mensajeros en bici que distribuían cocaína a corredores de bolsa.
—No es mala idea, será nuestro asunto de drogas. —Escribió: «Buscar residuos de narcóticos en la mochila».
Caso 5: Milos Ivan Covic, un hombre de ochenta y dos años de Park Slope, Brooklyn, a media tarde se tira por la ventana de su apartamento, en una novena planta, y organiza un desastre de mil demonios en Prospect Park West, cerca de Grand Army Plaza. La ventana de su dormitorio está abierta de par en par; el apartamento, cerrado; no hay señales de allanamiento ni robo. No obstante, hechas añicos, en el suelo, junto a la ventana, hay varias fotografías enmarcadas, en blanco y negro, de un joven Covic junto a otras personas, presumiblemente familiares. No hay ninguna nota de suicidio. El hombre, un inmigrante croata que había trabajado de zapatero durante cincuenta años, no tenía parientes vivos y era tan reservado que nadie puede dar fe de su estado mental. En el apartamento solo había, sus huellas dactilares.
Will echó un vistazo al montón de fotografías antiguas.
—¿Y no hemos identificado a ninguna de estas personas?
—A ninguna —contestó Nancy—. Hemos entrevistado a todos sus vecinos, lo hemos intentado entre la comunidad croata-americana, pero nadie lo conocía. No sé a dónde acudir. ¿Alguna idea?
Will alzó las palmas de las manos.
—Para este no se me ocurre nada.
Caso 6: Marco Antonio Napolitano, de dieciocho años, recién graduado en la escuela secundaria. Vivía con sus padres y su hermana en Little Italy. Su madre encontró la postal en su habitación y al ver el dibujo del ataúd se puso histérica. Su familia lo buscó infructuosamente durante todo el día. La policía encontró su cadáver esa misma noche en el cuarto de calderas del edificio; tenía una jeringuilla clavada en el brazo y los utensilios de la heroína y el torniquete junto a su cuerpo. La autopsia reveló sobredosis, pero la familia y sus amigos más cercanos insistieron en que no era adicto, lo cual fue corroborado por la ausencia de señales de pinchazos en su cuerpo. Lo habían pillado un par de veces en hurtos y ese tipo de cosas, pero no era un mal chico. En la jeringa había dos ADN diferentes, el suyo y el de un varón sin identificar, lo que sugería que alguien más se había chutado usando los mismos utensilios. Asimismo, en la jeringuilla y en la cuchara había dos tipos de huellas dactilares diferentes, las suyas y las de otro, las cuales, después de analizarlas, habían resultado estar limpias, con lo que los cincuenta millones de personas que había en la base de datos quedaban descartados.
—Vale —dijo Will—. En este podríamos encontrar conexiones.
Nancy también las veía.
—Sí, a ver qué te parece esto —dijo, animada—. El asesino es un adicto, mató a Elizabeth para quitarla de en medio cuando buscaba narcóticos en Duane Reade. Tuvo una riña con Marco y le inyectó una sobredosis, y tenía una cuenta que saldar con Myles, que era su proveedor.
—¿Y qué pasa con David?
—Eso es más un atraco por dinero, lo cual también encaja con un drogadicto.
Will sacudió la cabeza con una sonrisa de impaciencia.
—Demasiado facilón —dijo mientras escribía: «¿Posible drogadicto?»— Vale, recta final. Nuestro hombre se toma dos semanas de descanso y el 11 de junio vuelve a empezar. ¿Por qué esta pausa? ¿Está cansado? ¿Ocupado con alguna otra cosa en su vida? ¿Fuera de la ciudad? ¿De vuelta en Las Vegas?
Preguntas retóricas. Nancy estudiaba el rostro de Will mientras este se estrujaba el cerebro.
—Hemos repasado todas las infracciones que se produjeron en dirección al este en las carreteras principales entre Las Vegas y Nueva York durante los intervalos entre las fechas señaladas en las postales y las fechas de los asesinatos y no hemos encontrado nada relevante. ¿Correcto?
—Correcto —contestó Nancy.
—Y hemos conseguido las listas de los pasajeros de todos los vuelos directos y con escalas entre Las Vegas y el área metropolitana de Nueva York de las fechas que nos interesan. ¿Correcto?
—Correcto.
—¿Y qué hemos sacado en claro?
—Por ahora nada. Tenemos miles de nombres que cada pocos días cruzamos con los nombres de nuestra base de datos de víctimas. De momento no ha habido coincidencias.
—¿Y hemos examinado el pasado criminal estatal y federal de todos los pasajeros?
—¡Will, eso ya me lo has preguntado mil veces!
—¡Porque es importante! —No tenía intención de disculparse—. Consígueme una lista de todos los pasajeros que tengan apellidos hispanos. —Apuntó hacia una pila de expedientes que había en el suelo, junto a la ventana—. Pásame ese. Con ese es con el que empecé.
Caso 7: Ida Gabriela Santiago, setenta y ocho años de edad, asesinada por un intruso en su propia habitación con una bala del calibre 22 que le traspasó el oído. Tal como Will sospechaba, no la habían violado, y aparte de las huellas dactilares de la víctima y de su familia no se habían encontrado más huellas por ningún sitio. Le habían robado el bolso y aún no lo habían recuperado. Una huella de pie en la tierra de debajo de la ventana de la cocina revelaba un número cuarenta y siete y el dibujo de celdas propio de unas zapatillas de baloncesto Reebok DMX 10. Teniendo en cuenta la profundidad de la huella y la humedad de la tierra, los técnicos del laboratorio calculaban que el sospechoso pesaba unos setenta y siete kilos, más o menos lo mismo que el sospechoso de Park Avenue. Habían buscado conexiones, especialmente con el caso López, pero no parecía que hubiera ninguna relación entre las vidas de las dos mujeres hispanas.
Esto les dejaba con el caso 8: Lucius Jefferson Robertson, el hombre al que habían literalmente matado de un susto. No había mucho que decir acerca de él...
—Ya está, estoy frito —anunció Will—. ¿Por qué no haces un resumen, socia?
Nancy repasó sus anotaciones recientes y echó un vistazo a sus observaciones clave.
—Supongo que habría que decir que nuestro sospechoso es un varón hispano de un metro cincuenta y cinco que pesa unos setenta y siete kilos, es drogadicto y violador, conduce un coche azul, tiene una navaja, una pistola del calibre 22 y otra del calibre 38, viene y va de Las Vegas, bien en tren bien en coche, y prefiere matar en los días laborables y volver a casa para el fin de semana.
—Magnífico perfil —dijo Will esbozando por fin una sonrisa—. Vale, vamos al grano. ¿Cómo escoge a sus víctimas y qué sentido tienen las postalitas de los cojones?
—¡No digas tacos! —Nancy alzó la libreta en su dirección—. Puede que las víctimas tengan alguna conexión y puede que no. Cada crimen es diferente. Es casi como si fueran deliberadamente aleatorios. Tal vez también elija a sus víctimas al azar. Manda las postales para hacernos saber que los crímenes están relacionados y que es él quien decide si alguien debe morir. Lee las noticias sobre el asesino del Juicio Final que salen en los periódicos, tiene el satélite conectado las veinticuatro horas, de eso se alimenta. Es un tipo muy listo y muy retorcido. Ese es nuestro hombre.
Esperaba que Will le diera su aprobación pero lo que hizo fue pincharle el globo.
—Bueno, agente especial Lipinski, eres un hacha, ¿eh? —Se levantó y le maravilló lo bien que se sentía con la cabeza despejada y un estómago que admitía comida—.Tu síntesis solo tiene un fallo —dijo—. No me creo ni una palabra de lo que has dicho. El único archicriminal que conozco capaz de esa brillantez diabólica se llama Lex Luthor, y la última vez que lo vi fue en un tebeo. Tómate un descanso para almorzar. Ven a buscarme para ir a la rueda de prensa.
Le guiñó un ojo y se quedó mirándola mientras se retiraba. «Desde luego tiene mucho mejor aspecto», pensó.
El caso había entrado en el verano, y las actualizaciones de prensa sobre Juicio Final se hacían ahora semanalmente. Al principio había informes diarios, pero no siempre había noticias de interés. A pesar de eso la historia tenía cuerpo, tenía un cuerpo robusto, y daba pruebas de atraer a más audiencia que los casos O.J. Simpson, Jon Benet y Anna Nicole juntos. Todas las noches, en la televisión, el caso era diseccionado hasta niveles moleculares por charlatanes y una legión de ex agentes del FBI, agentes del orden público, abogados y expertos que soltaban sin descanso sus teorías de turno. En los últimos días había consenso en una cosa: el FBI no estaba haciendo progresos, por tanto los del FBI eran unos ineptos.
La rueda de prensa tenía lugar en el salón de actos del hotel Hilton de Nueva York. Cuando Will y Nancy tomaron posiciones junto a una entrada de servicio, la sala ya estaba casi llena entre periodistas y fotógrafos y los peces gordos empezaban a colocarse en la tarima. Cuando dieron la señal, la luz de la televisión se encendió y empezó la retransmisión en directo.
El alcalde, un tipo peripuesto e imperturbable, se colocó ante el estrado.
—Llevamos seis semanas con esta investigación —comenzó—. Como nota positiva cabe decir que no ha habido nuevas víctimas en los últimos diez días. Aunque por el momento no ha habido ninguna detención, la policía de la ciudad y del estado de Nueva York y el FBI han estado trabajando en diferentes pistas y teorías de manera diligente y, a mi parecer, productiva. No obstante, hemos tenido ocho asesinatos en la ciudad, y nuestros ciudadanos no se sentirán completamente seguros hasta que atrapemos al criminal y lo llevemos ante la justicia. Benjamin Wright, subdirector en funciones del FBI de Nueva York, atenderá sus preguntas.
Wright era un afroamericano alto y delgado de unos cincuenta años, fino bigote, pelo rapado y gafas de montura metálica que le daban un aspecto intelectual. Se levantó y alisó con la mano las arrugas de su chaqueta cruzada. Se sentía cómodo ante las cámaras y hablaba con naturalidad ante aquel montón de micrófonos.
—Tal como ha dicho el alcalde, el FBI está trabajando en cooperación con la policía de la ciudad y del estado para resolver este caso. Esta es, con diferencia, la mayor investigación criminal en torno a un asesinato en serie en la historia del FBI. Dado que no tenemos a ningún sospechoso bajo custodia, trabajamos sin descanso. Quiero dejar clara una cosa: encontraremos al asesino. No estamos escatimando recursos. Estamos invirtiendo todos nuestros medios en este caso. El problema no son los recursos humanos, es el tiempo. Responderé a sus preguntas de inmediato.
Los de la prensa rumorearon como un enjambre de abejas; daban por hecho que Wright no aportaría nada nuevo. Los reporteros de televisión se mostraron corteses y dejaron que los chupatintas de los periódicos, peor pagados, tiraran las primeras piedras.
Pregunta: ¿Se contaba con nueva información en cuanto a las pruebas de toxicología de Lucius Robertson?
Respuesta: No. Las pruebas de tejido no se tendrían hasta dentro de unas cuantas semanas.
Pregunta: ¿Le habían hecho pruebas de ricino y de ántrax?
Respuesta: Sí. Ambas dieron negativo.
Pregunta: Si todo había dado negativo, ¿qué mató a Lucius Robertson?
Respuesta: Todavía no se sabía.
Pregunta: ¿No era posible que esta falta de claridad confundiera a la gente a la larga?
Respuesta: Cuando sepamos las causas de su muerte las haremos públicas.
Pregunta: ¿La policía de Las Vegas estaba cooperando?
Respuesta: Sí.
Pregunta: ¿Se habían identificado todas las huellas que había en las postales?
Respuesta: La mayoría. Aún estaban trazando la pista de algunos trabajadores de correos.
Pregunta: ¿Había alguna pista sobre el hombre encapuchado del escenario del crimen de Swisher?
Respuesta: Ninguna.
Pregunta: ¿Coincidían las balas de las dos víctimas tiroteadas con algún otro crimen de los archivos?
Respuesta: No.
Pregunta: ¿Cómo podían estar seguros de que no se trataba de una trama de Al Qaeda?
Respuesta: No había indicio alguno de terrorismo.
Pregunta: Una vidente de San Francisco se quejaba de que el FBI se negaba a hablar con ella a pesar de que insistía en que un hombre de pelo largo llamado Jackson estaba implicado en los crímenes.
Respuesta: El FBI estaba interesado en toda pista que fuera creíble.
Pregunta: ¿Eran conscientes de que la gente estaba decepcionada por su falta de progresos?
Respuesta: Compartían esa frustración, pero seguían confiando en el éxito de la investigación.
Pregunta: ¿Pensaba él que habría más asesinatos?
Respuesta: Esperaba que no, pero no había manera de saberlo.
Pregunta: ¿Tenía el FBI un perfil del asesino del caso Juicio Final?
Respuesta: Todavía no. Estaban trabajando en ello.
Pregunta: ¿Por qué les estaba costando tanto tiempo?
Respuesta: Por la complejidad del caso. Will se inclinó hacia delante y susurró al oído de Nancy: «Menuda pérdida de tiempo».
Pregunta: ¿Tenían a sus mejores hombres asignados al caso?
Respuesta: Sí.
Pregunta: ¿Podrían los medios hablar con el agente especial que estaba a cargo de la investigación?
Respuesta: Yo puedo responder a todas sus preguntas.
«Esto se pone interesante», añadió Will.
Pregunta: ¿Por qué no podían hablar con el agente?
Respuesta: Intentarían que estuviera disponible en la siguiente rueda de prensa.
Pregunta: ¿Se encuentra en la sala en estos momentos?
Respuesta:...
Wright miró hacia Sue Sánchez, que estaba sentada en la primera fila, y le imploró con los ojos que controlara a su chico. Ella miró alrededor y vio que Will se levantaba. Lo único que podía hacer era inmovilizarlo fulminándolo con una mirada,
«Se piensa que soy un bala perdida —se dijo Will—. Bueno, pues es hora de empezar a cargar los cañones. Yo soy el agente especial a cargo. No quería el caso pero ahora es mío. Si me quieren, aquí estoy.»
—¡Aquí!
Will alzó la mano. Se había enfrentado a la prensa en múltiples ocasiones a lo largo de su carrera, así que para él aquello era pan comido. Era cualquier cosa menos tímido ante las cámaras.
Nancy vio la cara de horror de Sánchez y a punto estuvo de agarrarle de la manga. Casi. Will se levantó de un bote y se dirigió hacia la tarima con un andar extraño mientras las cámaras giraban hacia la izquierda.
Benjamin Wright no tuvo más remedio que desistir.
—De acuerdo, el agente especial Will Piper responderá a un número limitado de sus preguntas. Adelante, Will.
Cuando ambos hombres se cruzaron, Wright le susurró: «Abrevia y ándate con ojo».
Will se pasó una mano por el pelo y subió al estrado. El alcohol y sus efectos secundarios ya habían sido expulsados de su cuerpo, así que se sentía bien, incluso animado. «Y ahora a crear un poco de confusión», se dijo. Era un tipo fotogénico, un hombre alto, de pelo rojizo y espalda ancha, hoyuelo en la barbilla y ojos de un azul soberbio. En una sala de control, un realizador de televisión gritó: «¡Quiero un primer plano de ese tío!».
La primera pregunta fue: ¿cómo se escribe su nombre?
—Piper, como «tañedor de flauta»: P-I-P-E-R.
Los reporteros se irguieron en sus asientos. ¿Qué les iban a dar, un concierto? Algunos de los más viejos le susurraron a los otros: «Recuerdo a este tipo. Es famoso».
—¿Cuánto hace que trabaja para el FBI?
—Dieciocho años, dos meses y tres días.
—¿Cómo es que lleva la cuenta de una manera tan exacta?
—Soy minucioso.
—¿Qué experiencia tiene en asesinatos en serie?
—He dedicado mi carrera a casos como este. He llevado ocho de ellos: el violador de Asheville, el asesino de White River de Indianápolis, y otros seis. Los atrapamos a todos, y a este también lo cogeremos.
—¿Por qué no tienen aún un perfil del asesino?
—Créanme, lo estamos intentando, pero no se trata de un perfil convencional. No comete dos asesinatos iguales. No hay un patrón. Si no fuera por las postales, no sabríamos que los casos están relacionados.
—¿Cuál es su teoría?
—Creo que estamos ante un hombre muy inteligente y muy retorcido. No tengo ni idea de cuáles son sus motivos. Quiere atención, eso desde luego, y gracias a ustedes la está obteniendo.
—¿Piensa usted que no deberíamos cubrir el caso?
—No tienen opción. Simplemente constataba un hecho.
—¿Cómo conseguirá atraparlo?
—No es perfecto. Ha dejado algunas pistas de las que no voy a hablar por razones obvias. Lo atraparemos.
—¿Cree que el asesino atacará de nuevo?
—Déjeme que le responda de otra manera. Lo que creo es que el asesino está viendo esto en la televisión ahora mismo, así que esto va dirigido a ti. —Will miró hacia las cámaras. Menudos ojos azules—:Te voy a coger y te voy a poner entre rejas. Es solo cuestión de tiempo.
Wright, que se acercaba hacia él como una exhalación, prácticamente apartó a Will de los micros de un empujón.
—Muy bien, creo que esto es todo por hoy. Les haremos saber cuándo y dónde será el próximo encuentro.
Los de la prensa se pusieron en pie y la voz de una periodista del Post se alzó sobre las otras y gritó:
—¡Prométanos que volverá a sonar la flauta!
El número 941 de Park Avenue era un cubo sólido, un edificio de ladrillo de trece plantas del período anterior a la guerra, con las dos primeras plantas revestidas con una fina capa de granito blanco y el vestíbulo decorado con mármol y estampados de buen gusto. Will ya había estado por allí antes, siguiéndole la pista a los últimos pasos de David Swisher desde el vestíbulo hasta el lugar exacto de la Ochenta y dos donde se desangró hasta morir. Había realizado ese recorrido con la oscuridad prematinal y se había puesto en cuclillas justo en el mismo lugar, aún descolorido a pesar del refregado que le habían dado los del servicio de limpieza, para intentar visualizar lo último que la víctima debió de ver antes de que su cerebro perdiera la cobertura. ¿Una porción de acera moteada? ¿El enrejado negro de una ventana? ¿Las llantas de un coche aparcado?
¿Un roble delgado alzándose fuera de un cuadro de compacta suciedad?
El árbol, con un poco de suerte.
Tal como esperaba, Helen Swisher había estado jugando con él al gato y el ratón. Se había hecho la difícil durante las semanas anteriores con su siempre ocupado teléfono, su apretada agenda y sus viajes fuera de la ciudad. «¡Es la esposa de una víctima, por el amor de Dios! —se desahogó con Nancy—. ¡No una maldita sospechosa! Que coopere un poquito, ¿no?» Y entonces, justo cuando Sue Sánchez le iba a soltar el rollo por su «Aquí soy yo el que manda» de la rueda de prensa, la esposa le llamó al móvil para decirle que fuera puntual, que tenía poquísimo tiempo. Y luego la guinda: los recibió en el apartamento 9B con una mirada distante de condescendencia, como si fueran del servicio de limpieza y estuvieran allí para llevarse una de sus alfombras persas.
—No sé qué puedo decirles a ustedes que no le haya dicho ya a la policía —dijo Helen Swisher mientras cruzaban un arco que daba al salón, un espacio diáfano formidable con vistas a Park Avenue. Will se sentía incómodo con la decoración y el mobiliario, tanta finura, el salario de toda una vida dilapidado en una habitación, los decoradores como locos con los muebles antiguos, las arañas y las alfombras, cada una del precio de un buen coche.
—Muy bonito —dijo Will arqueando las cejas.
—Gracias —respondió ella con frialdad—. A David le gustaba leer los periódicos del domingo aquí. Acabo de ponerlo a la venta.
Tomaron asiento y ella se puso de inmediato a juguetear con la correa de su reloj, una señal de que el tiempo era oro para ella. Will la caló al momento y le hizo un miniperfil. A su manera caballuna era una mujer atractiva, su peinado perfecto y su traje de firma realzaban su aspecto. Swisher era judío, pero ella no, tal vez procediera de una familia acomodada, un banquero y una abogada que se conocieron no a través de los círculos sociales sino de manera concertada. No es que la tipa fuera un poco fría, era pura escarcha. El que no exteriorizara su pena no quería decir que no sintiera nada por su marido —probablemente le quería—, sino que era un reflejo del hielo que tenía en las venas. Si Will alguna vez tenía que demandar a alguien, alguien a quien odiara de verdad, esa era la mujer a la que buscaría.
Solo miraba a Will. Nancy podría haber sido invisible. Los subordinados, como esos socios colegiados del selecto gabinete de Helen, eran meros implementos, personajes secundarios. Solo cuando Nancy abrió su libreta, Helen la vio y frunció el ceño.
Will pensó que no tenía sentido comenzar con las consabidas condolencias. El no había ido allí a vender y ella no iba a comprar. Puso la directa y preguntó:
—¿Conoce a algún hispano que conduzca un coche azul?
—¡Válgame Dios! ¿Tanto han estrechado ya el cerco en su investigación?
Will hizo caso omiso de la pregunta.
—¿Sí o no?
—El único hispano que conozco es el que sacaba a pasear a nuestro perro, Ricardo. No tengo ni la menor idea de si tiene coche o no.
—¿Por qué ha dicho «paseaba»?
—Regalé el perro de David. Es curioso, pero uno de los de la ambulancia del hospital Lenox Hill se encariñó de él aquella mañana.
—¿Podría darme los datos para contactar con Ricardo?
—Por supuesto —respondió ella con desdén.
—Si tenían a alguien que sacaba a pasear al perro —dijo Will—, ¿por qué lo sacó su marido la mañana en que fue asesinado?
—Ricardo solo venía por las tardes, cuando los dos estábamos fuera trabajando. Cuando estábamos aquí lo sacaba David.
—¿Todas las mañanas a la misma hora?
—Sí, a eso de las cinco de la mañana.
—¿Quién conocía esa rutina?
—Supongo que el portero de noche.
—¿Tenía enemigos su marido? El tipo de enemigo al que le habría gustado verlo muerto...
—¡Desde luego que no! Es decir, cualquiera que se dedique a la banca tiene adversarios, eso es normal, pero las transacciones que realizaba David eran corrientes, amistosas por lo general. Era un buen hombre —dijo ella como si la bondad no fuera una virtud.
—¿Recibió el correo electrónico con los nombres de las víctimas?
—Sí, le eché un vistazo.
—¿Y?
La cara se le desfiguró.
—¡Y por supuesto que ni yo ni David conocíamos a nadie de esa lista!
Ahí estaba, esa era la explicación de que, se mostrara reacia a cooperar. Aparte de la inconveniencia de perder a un esposo en el que podía confiar, le asqueaba verse relacionada con el caso del Juicio Final. Era muy vistoso, pero de baja estofa. La mayoría de las víctimas vivían anónimamente al margen. El asesinato de David perjudicaba su imagen, su carrera; sus acomodados socios cotilleaban sobre Helen mientras meaban en sus urinarios y golpeaban la bola en el campo de golf. En cierto modo seguramente estaba enfadada con David por haber dejado que le rebanaran el cuello.
—Las Vegas —dijo Will de repente.
—Las Vegas —repitió ella con recelo.
—¿A quién conocía David en Las Vegas?
—Él se preguntó exactamente lo mismo cuando vio la postal la noche antes de que lo asesinaran. No se acordaba de nadie, y yo tampoco.
—Hemos intentado que el banco de su marido nos diera la lista de sus clientes pero ha resultado imposible —dijo Nancy.
Ella se dirigió a Will.
—¿Con quién han hablado?
—Con el director de la sucursal.
—Conozco bien a Steve Gartner. Si quiere, puedo llamarlo.
—Nos sería de gran ayuda.
El teléfono de Will se puso a sonar con su inadecuada música y él contestó sin excusarse, escuchó durante unos segundos, se levantó y se dirigió hacia un grupo de sillas y sofás que había en una esquina al otro lado de la habitación, dejando a las dos mujeres solas e incómodas.
Nancy, cohibida, se puso a repasar sus anotaciones para parecer ocupada en asuntos importantes, pero estaba claro que se sentía como un jabalí verrugoso ante esa leona. Helen se limitó a mirar fijamente la esfera de su reloj, como si con eso pudiera hacer desaparecer a aquella gente por arte de magia.
Will colgó y volvió sobre sus pasos.
—Gracias. Tenemos que irnos.
Eso fue todo. Un rápido apretón de manos y punto. Miradas frías y cordial antipatía.
Una vez en el ascensor Will dijo:
—Qué chica más maja.
Nancy estaba de acuerdo.
—Menuda zorra.
—Vamos a City Island.
—¿Por qué?
—Víctima número nueve.
A Nancy casi le da un tirón en el cuello al alzar la vista y mirarlo.
La puerta se abrió al vestíbulo.
—El juego ha cambiado, socia. No parece que vaya a haber una víctima número diez. La policía tiene a un sospechoso: Luis Camacho, varón hispano de treinta y dos años, uno setenta y cinco de altura y setenta y dos kilos de peso.
—¿En serio?
—Al parecer el tipo trabaja de auxiliar de vuelo. Adivina en qué ruta opera.
—¿Las Vegas?
—Las Vegas.