Peter Benedict se vio reflejado y le maravilló cómo su imagen quedaba fragmentada y difuminada por la óptica del cristal. La fachada del edificio era una superficie cóncava que alzaba sus diez pisos de altura sobre Wilshire Boulevard y prácticamente te absorbía desde la acera hasta su vestíbulo oval de dos plantas. Había un austero patio de entrada con suelo de pizarra, frío y completamente vacío excepto por una escultura de bronce de Henry Moore, una estructura angulosa que recordaba a algo humano que se hallaba a un lado. El cristal del edificio era un espejo infalible que capturaba el humor y el color de los alrededores y, tratándose de Beverly Hills, el humor solía ser radiante y el color de un celeste intenso. La concavidad era tan marcada que el cristal recogía también imágenes de otros vidrios y las devolvía cual una ensalada de nubes, edificios, la escultura de Moore, los transeúntes y los coches, todo revuelto. Era maravilloso. Ese era su momento.
Había llegado a la cima. Tenía una cita planeada y confirmada para ver a Bernie Schwartz, uno de los dioses de Artist Talent Inc.
Peter había revisado todo su ropero. Nunca había tenido una cita como esa y le daba demasiada vergüenza preguntar cómo debía ir vestido. ¿Llevaban traje los agentes? ¿Y los escritores? ¿Debería intentar parecer conservador u hortera? ¿De corbata o más natural? Optó por algo intermedio: pantalones grises, camisa blanca, americana azul, mocasines negros. A medida que se acercaba se veía cada vez menos distorsionado y, consciente de su aspecto esquelético y de sus prominentes entradas, que normalmente escondía bajo una gorra, apartó la vista rápidamente. Sabía que cuanto más joven era un escritor, mejor, y le horrorizaba que esa cocorota calva le hiciera parecer demasiado viejo. ¿Por qué tenía que saber el mundo que pronto sería un cincuentón?
Las puertas giratorias lo llevaron hasta el aire frío. El mostrador de recepción era de madera noble pulida y seguía la concavidad del edificio. Incluso el suelo era cóncavo, fabricado con finos tablones de bambú curvado y resbaladizo. El diseño interior era luminoso, espacioso y lujoso. Había un montón de recepcionistas del tipo coristas con auriculares inalámbricos que decían al unísono: «ATI, ¿con quién le pongo? ATI, ¿con quién le pongo?».
Una y otra vez, una y otra vez; parecía que cantaran.
Giró el cuello en torno a aquel espacio acristalado y en lo más alto de las galerías vio a un ejército de jóvenes modernos que se movían con rapidez, y sí, los agentes llevaban traje. Aquello era Armania.
Se acercó al mostrador y tosió para que le prestaran atención. La mujer más hermosa que había visto en su vida le preguntó:
—¿En qué puedo ayudarle?
—Tengo una cita con el señor Schwartz. Me llamo Peter Benedict.
—¿Cuál de ellos?
Parpadeó con estupefacción y tartamudeó:
—No... no... no sé a qué se refiere. Peter Benedict soy yo.
—¿A qué señor Schwartz se refiere? —dijo ella con voz gélida—. Tenemos tres.
—¡Ah, claro! Bernard Schwartz.
—Siéntese, por favor. Llamaré a su ayudante.
Si uno no supiera que Bernie Schwartz era uno de los mejores agentes de talentos de Hollywood, tampoco lo intuiría al ver su despacho en una octava planta. Quizá coleccionista de arte o antropólogo. No había ni carteles de películas, ni fotos junto a estrellas o políticos, ni premios, ni cintas de casete, ni DVD, ni pantallas de plasma ni revistas del sector. Nada salvo arte africano, todo tipo de esculturas de madera, cacharros decorativos, escudos, lanzas, pinturas geométricas, máscaras. Para ser un judío de Pasadena bajito, gordo y entrado en años, lo suyo con el continente negro era algo serio.
—¿Me recuerdas el motivo de que reciba a este tipo? —gritó desde la puerta a uno de sus cuatro ayudantes.
—Víctor Kemp —dijo una voz de mujer.
Schwartz agitó la mano izquierda.
—Vale, vale. Ya me acuerdo. Dame la carpeta con la portada y entra a interrumpirme dentro de diez minutos como mucho. Mejor cinco.
Cuando Peter entró en la oficina del agente de inmediato se sintió incómodo en presencia de Bernie, a pesar de que el hombrecillo tenía una gran sonrisa y agitaba la mano desde detrás del escritorio como si fuera el oficial de cubierta de un portaaviones.
—Pasa, pasa.
Peter se acercó fingiendo estar contento, asaltado por todos esos primitivos artefactos africanos.
—¿Qué puedo ofrecerte? ¿Un café, tal vez? Tenemos expreso, café con leche, lo que quieras. Soy Bernie Schwartz. Encantado de conocerte, Peter.
La escuálida mano de Peter quedó espachurrada por una mano pequeña y regordeta que la agitó unas cuantas veces.
—¿Podría ser agua?
—Roz, ¿te importaría traerle agua al señor Benedict? Siéntate, siéntate allí. Ya me acerco yo al sofá.
En unos segundos, una chica china, otra belleza, se materializó allí con una botella de agua y un vaso. Todo en ese lugar se movía rápido.
—¿Y qué, has venido en avión, Peter? —le preguntó Bernie.
—No, he venido en coche.
—Listo, muy listo. Te diré una cosa, no pienso volver a volar, al menos en un vuelo comercial. Todavía me parece que fue ayer el 11 de septiembre. Podría haber estado en uno de esos aviones. La hermana de mi mujer vive en Cape Cod. ¡Roz! ¿Me puedes traer un té? Así que eres escritor. ¿Cuánto tiempo llevas haciendo guiones?
—Unos cinco años, señor Schwartz.
—¡Llámame Bernie, por favor!
—Unos cinco años, Bernie.
—¿Cuántos tienes?
—¿Contando solo los que están acabados?
—Sí, sí, proyectos acabados —dijo Bernie con impaciencia.
—El que le envié es el primero.
Bernie cerró los ojos con fuerza, como si se estuviera comunicando telepáticamente con su secretaria: «¡Cinco minutos, no diez!».
—Y bien, ¿eres bueno? —preguntó.
Peter reflexionó. Le había enviado el guión hacía dos semanas. ¿Acaso Bernie no lo había leído?
Para Peter aquel guión era un texto sagrado envuelto en un aura casi mágica. Había puesto el alma en él, y siempre tenía una copia en su escritorio, bien a la vista, un manuscrito con tres anillas doradas resplandecientes. Su primera obra completa. Todas las mañanas, antes de salir de casa, acariciaba la portada como si fuera un amuleto o la panza de Buda. Era su billete hacia otro tipo de vida y estaba ansioso por que se lo validaran. Aún más, el tema que trataba era para él muy importante: un himno a la vida y al destino. Cuando era estudiante le fascinaba El puente de San Luis Rey, aquella novela de Thornton Wilder sobre cinco desconocidos que perecen juntos en un puente que se derrumba. Lógicamente, cuando comenzó su nuevo trabajo en Nevada se puso a divagar sobre los conceptos de sino y predestinación. Había decidido embarcarse en una versión moderna de aquella narración clásica en la que —en su obra— las vidas de esos desconocidos se cruzan en el momento de un ataque terrorista.
Trajeron el té de Bernie.
—Gracias, querida. Estate alerta a mi siguiente cita, ¿vale?
Roz quedó fuera del campo de visión de Peter y le guiñó un ojo a su jefe.
—Bueno, yo creo que es bueno —contestó Peter—. ¿Ha podido echarle un vistazo?
Bernie hacía años que no leía un guión. Había otros que los leían por él y escribían sus comentarios en la portada.
—Sí, sí, aquí mismo tengo mis notas. —Abrió la carpeta y echó un vistazo a la portada.
Trama endeble.
Diálogos horribles.
Pobre desarrollo de los personajes, etcétera, etcétera. Recomendación: pase.
Bernie se mantuvo en su papel, sonrió y preguntó:
—Dime, Peter, ¿de qué conoces a Víctor Kemp?
Un mes antes Peter Benedict se encaminaba hacia el Constellation con un hálito de esperanza. Prefería el Constellation a cualquier otro casino de Las Vegas. Era el único que tenía un componente intelectual y, lo que es más importante, cuando Peter era un chaval había sido un apasionado de la astronomía. En la cúpula-planetario se proyectaba con láser el cielo nocturno de Las Vegas tal como lo verías si en ese momento sacaras la cabeza por la ventana y se apagaran los cientos de millones de bombillas y de tubos de neón. Si mirabas con atención, ibas allí a menudo y eras estudiante de la materia, con el tiempo llegarías a distinguir cada una de las ochenta y cinco constelaciones. La Osa Mayor, Orion, Andrómeda... eran las más fáciles. Pero Peter identificaba también algunas más ocultas: Corvus, Delfinus, Erídano, el Sextante. De hecho solo le faltaba Coma Berenices, la Cabellera de Berenice, un grupito difuminado en el cielo de septentrión que quedaba entre Los Lebreles y Virgo. Algún día también las encontraría.
Estaba jugando al blackjack en una mesa de apuestas altas: mínimo cien dólares y máximo cinco mil; una gorra de los Lakers le cubría la calva. Casi nunca sobrepasaba el mínimo, pero prefería esas mesas porque el espectáculo era más interesante. Jugaba bien y era disciplinado; solía terminar la noche ganando unos cientos de dólares, pero de vez en cuando se iba mil dólares más rico o más pobre, dependiendo de la suerte que tuviera esa noche con las cartas. Pero las verdaderas emociones las vivía a través de los demás, cuando observaba a los que apostaban elevadas sumas hacer malabarismos a tres manos: cambiar cartas, doblar las apuestas, arriesgar de una vez quince o veinte de los grandes. Le habría encantado poder inyectarse ese tipo de adrenalina, pero sabía que con su salario eso era algo que jamás iba a pasar.
El crupier, un húngaro que se llamaba Sam, se dio cuenta de que no estaba teniendo una buena noche e intentó animarle: «No te preocupes, Peter, la suerte va a cambiar. Ya lo verás».
Peter no pensaba lo mismo. El dispensador de cartas llevaba una cuenta de menos quince, lo que favorecía bastante a la banca. Aun así, Peter no cambió su juego, por más que cualquier contador de cartas se habría retirado durante un rato y habría vuelto cuando el conteo hubiera subido.
Como contador Peter era un fenómeno. Contaba simplemente porque podía hacerlo. Su cerebro trabajaba tan rápido y le costaba tan poco esfuerzo hacerlo que una vez que aprendió la técnica no podía evitar contarlas. Las cartas altas (del diez al as) estaban a menos uno; las cartas medias (del dos al seis) estaban a más uno. Un buen contador solo tenía que hacer dos cosas bien: llevar la cuenta del total para cuando sacaran la sexta baraja del dispensador, y calcular el número de cartas que había sin repartir. Si la cuenta iba a la baja, apostabas el mínimo o abandonabas la mesa. Si iba al alza, apostabas cuanto podías. Si lo hacías bien podías conseguir que las leyes de la probabilidad se inclinaran a tu favor y ganar de manera sistemática. Es decir, hasta que el crupier, el jefe de sala o el ojo celestial te pillaran, te echaran a puntapiés y te vetaran la entrada.
De vez en cuando Peter tomaba alguna decisión en función del conteo, pero como nunca variaba su apuesta no le era posible capitalizar su conocimiento. Le gustaba el Constellation. Disfrutaba jugando tres, cuatro o cinco horas en las mesas, y le daba miedo que le echaran de su antro favorito. Era parte del mobiliario.
Aquella noche solo había otros dos jugadores a la mesa: un anestesista de Denver de cara somnolienta que había ido a una convención médica y un ejecutivo canoso muy bien vestido que era el único que apostaba elevadas sumas. Peter había perdido seiscientos dólares y se balanceaba sobre sus pies mientras bebía una cerveza.
Cuando quedaban un par de manos para que volvieran a cargar el dispensador, llegó un tipo de unos veintidós años vestido con camiseta y pantalones de faena, se plantó en una de las dos sillas que había libres y pidió fichas por valor de uno de los grandes. El pelo le llegaba a los hombros y tenía ese encanto despreocupado propio de la gente del oeste.
—Hey ¿cómo va la cosa esta noche? ¿Es buena esta mesa?
—No para mí —dijo el ejecutivo—. Si cambia contigo, serás bienvenido.
—Encantado de ayudar en lo que pueda —dijo el chico. Se fijó en la tarjeta con el nombre del crupier—. Dame cartas, Sam.
Apostando lo mínimo, convirtió una mesa silenciosa en una mesa animada. Les contó que era estudiante de la Universidad de Las Vegas, que se estaba especializando en gobernación y, empezando por el médico, les preguntó de dónde eran y a qué se dedicaban. Tras decir un par de tonterías acerca de un dolor en uno de sus hombros, se volvió hacia Peter.
—Yo soy de aquí —dijo Peter—.Trabajo con ordenadores.
—Vaya, chaval, eso está muy bien.
—Lo mío son los seguros —dijo el ejecutivo.
—¿Vendes seguros, tío?
—Bueno, sí y no. Llevo una compañía de seguros.
—¡Genial! ¡Tú sí que apuestas fuerte, colega! —exclamó el chico.
Sam puso una baraja nueva en el dispensador y Peter volvió a contar por puro instinto. Cinco minutos más tarde ya habían gastado buena parte del dispensador y el conteo estaba subiendo. Peter iba tirando, le iba algo mejor, había ganado unas cuantas manos más que las que había perdido.
—¡Te lo había dicho! —exclamó Sam alegremente después de que ganara tres manos seguidas.
El médico había perdido dos de los grandes, pero el de los seguros ya llevaba perdidos más de treinta mil y empezaba a mostrarse irascible. El chico apostaba sin ton ni son, como si no tuviera ni idea del juego, pero solo había perdido doscientos. Pidió un ron con Coca-Cola y jugueteó con el mezclador hasta que este cayó accidentalmente desde su boca al suelo.
—Ups —dijo en voz baja.
Una rubia de casi treinta años, con tejanos ajustados y camiseta ceñida de color lima-limón, se acercó a la mesa y se sentó en el asiento que quedaba libre. Se colocó su caro bolso Vuitton bajo los pies para tenerlo a buen recaudo y puso sobre la mesa diez mil dólares en cuatro fajos bien ordenados.
—Hola —dijo tímidamente. No era guapísima, pero tenía un cuerpo de impresión y una voz suave y sexy que los dejó sin habla—. Espero no molestar...
—¡Qué va! —dijo el chico—. Hacía falta una rosa entre tantas espinas.
—Me llamo Melinda.
Ellos se presentaron al estilo minimalista de Las Vegas. Ella era de Virginia. Señaló su anillo de bodas. Hubby estaba en la piscina.
Peter la observó apostar durante varias manos. Era rápida y atrevida, apostaba quinientos por mano y se plantaba siempre al límite, lo cual estaba dándole muy buenos resultados. El chico perdió tres manos seguidas, se recostó en la silla y dijo:
—Estoy gafado.
Gafado.
Peter se percató de que el conteo iba sobre trece y quedaban unas cuarenta cartas en el dispensador. Gafado.
La rubia empujó un montón de fichas por valor de tres mil quinientos. Al verlo, el de los seguros subió la apuesta y puso el máximo.
—Haces que me envalentone —le dijo.
Peter siguió con sus cien, lo mismo que apostaron el médico y el chaval.
Sam repartió rápidamente y dio un buen diecinueve a Peter, catorce al de los seguros, diecisiete al médico, doce al chico y un par de jotas, veinte, a la rubia. El crupier mostraba un seis. «Esta no falla —pensó Peter—. Conteo alto, el crupier probablemente se retire y pierda, con el veinte va sobrada.»
—Quiero cambiar una carta, Sam —dijo la rubia.
Sam parpadeó y asintió mientras ella ponía otros tres mil quinientos dólares sobre el tapete.
¡Joder! Peter se había quedado a cuadros. ¿Quién cambia un diez?
A no ser que...
Peter y el médico se plantaron, el chico sacó un seis y se quedó en dieciocho. El de los seguros se pasó con un diez.
—¡Su puta madre! —se le escapó del disgusto.
La rubia contuvo el aliento y apretó los puños hasta que Sam le dio una reina en una mano y un siete en la siguiente. La chica aplaudió y soltó el aire al mismo tiempo.
El crupier dio la vuelta a su carta oculta, un rey, y sacó un nueve.
La banca pierde.
En medio de los chillidos de la chica, Sam hizo los pagos a la mesa y empujó siete de los grandes en fichas hacia la rubia.
Peter se excusó y se fue al baño de caballeros. Estaba hecho un lío. La maquinaria de su cabeza chirriaba. «¿En qué estoy pensando? —se dijo—. ¡Esto no es asunto mío! ¡Paso!»
Pero no podía. La vergüenza moral que sentía le abrumaba. Si él no se aprovechaba, ¿por qué iban a poder hacerlo ellos? Sin pensárselo más, giró sobre sus talones, volvió hacia las mesas de blackjack y cruzó su mirada con la del jefe de sala, quien asintió con la cabeza y sonrió. Peter se le acercó con naturalidad y dijo:
—¿Qué, cómo va eso?
—No va mal, señor. ¿En qué puedo ayudarle esta noche?
—¿Ve a ese chico que está en aquella mesa, y a la chica?
—Sí, señor.
—Están contando.
El jefe de sala dio un respingo. Había visto muchas cosas pero jamás que un jugador delatara a otro. ¿Qué sentido tenía?
—¿Está seguro?
—Completamente. El chico cuenta y se lo transmite a ella.
El jefe de sala usó su intercomunicador para llamar al encargado, que a su vez habló con seguridad para que revisaran la cinta de las dos últimas manos jugadas en esa mesa. La apuesta que había hecho la rubia era bastante sospechosa.
Peter acababa de volver a la mesa cuando un regimiento de hombres de seguridad uniformados llegó y puso las manos sobre los hombros del chico. —Eh, ¿qué coño pasa?
Los jugadores de las otras mesas pararon su juego y observaron la escena.
—¿Ustedes dos se conocen? —preguntó el jefe de sala.
—¡No la había visto en mi vida! ¡De verdad, joder! —se quejó el chaval.
La rubia no dijo nada. Se limitó a coger su bolso, recogió las fichas y le tiró a Sam una propina de quinientos dólares.
—Hasta la vista, chicos —dijo mientras la conducían al exterior.
El jefe de sala hizo una señal con la mano y otro crupier sustituyó a Sam.
El médico y el de los seguros miraron a Peter con cara de pasmarotes.
—¿Qué demonios acaba de pasar? —preguntó el de los seguros.
—Estaban contando —dijo Peter con naturalidad—. Los he delatado.
—¡No, no lo has hecho! —berreó el tipo de los seguros.
—Sí lo he hecho, sí. Me estaban poniendo malo.
—¿Y cómo podías saberlo? —preguntó el médico.
—Lo sabía. —No se sentía cómodo siendo el centro de atención. Tenía ganas de largarse de allí.
—¡Alucinante! —dijo el tipo de los seguros meneando la cabeza—.Te invito a una copa, amigo. ¡Alucinante! —Sus ojos azules brillaban cuando echó mano de la cartera y sacó una de sus tarjetas de empresa—.Aquí tienes mi tarjeta. Mi empresa funciona a base de ordenadores. Si necesitas trabajo no tienes más que llamarme, ¿de acuerdo?
Peter cogió la tarjeta: NELSON G. ELDER, PRESIDENTE Y DIRECTOR GENERAL, COMPAÑÍA ASEGURADORA DESERT LIFE.
—Muy amable, pero ya tengo trabajo —musitó Peter con una voz apenas audible bajo la repetitiva melodía y el tintineo de las máquinas tragaperras.
—Bueno, si algún día cambian las cosas, tienes mi número.
—Les pido disculpas por lo que acaba de suceder. Señor Elder, ¿cómo le va esta noche? Hoy la bebida y la comida de todos ustedes corre a cuenta de la casa, y tengo entradas para cualquier espectáculo al que les apetezca asistir. ¿De acuerdo? Y de nuevo, siento mucho lo ocurrido.
—¿Tanto como para devolverme lo que he perdido esta noche, Frankie?
—Ojalá pudiera, señor Elder, pero eso es imposible.
—Bueno —dijo Elder—, había que intentarlo.
El jefe de sala dio una palmadita en el hombro de Peter y le susurró:
—El encargado quiere verle. —Peter se puso pálido—, No se preocupe, es para bien.
Gil Flores, el encargado del Constellation, era un hombre pulcro y refinado, y en su presencia Peter se sintió desaliñado e inseguro. Tenía las axilas empapadas. Quería salir de allí cuanto antes. El despacho del encargado era un espacio práctico, equipado con múltiples pantallas planas con imágenes en directo de las mesas y las tragaperras.
Flores se estaba rompiendo la cabeza intentando resolver el cómo y el porqué de la cuestión. ¿Cómo un tipo corriente se había dado cuenta de algo que a sus chicos les había pasado por alto y por qué los había delatado?
—¿Qué me he perdido? —preguntó Flores al tímido hombre.
Peter bebió un sorbo de agua.
—Yo sabía cómo iba la cuenta —admitió Peter.
—¿Usted también estaba contando?
—Sí.
—¿Es usted contador? ¿Me está diciendo en las narices que es un contador? —Flores había elevado la voz.
—Yo cuento pero no hago conteo.
Las buenas maneras de Flores se esfumaron.
—¿Qué cojones significa eso?
—Sigo la cuenta, es como una costumbre que tengo, pero no la uso.
—¿Y espera que me crea eso?
Peter se encogió de hombros.
—Lo siento, pero esa es la verdad. Llevo viniendo aquí dos años y jamás he variado mis apuestas. Pierdo un poco, gano un poco, ya sabe.
—Increíble. ¿Así que usted lleva el conteo cuando este mierdoso hace qué?
—Dijo que estaba gafado. La cuenta estaba a trece, ya sabe, lo usó como palabra en código para trece. Ella se unió a la mesa cuando el conteo estaba al alza. Creo que el chico tiró un mezclador de cóctel para indicárselo.
—Así que él contea y lanza el señuelo y la chica apuesta y recoge las ganancias.
—Probablemente tienen un código para cada conteo, como «silla» para cuatro, o «dulce» para dieciséis.
El teléfono sonó. Flores contestó y permaneció a la escucha.
—Sí, señor —dijo al rato.
»Bueno, Peter Benedict, hoy es su día de suerte —anunció Flores—.Víctor Kemp quiere verle arriba, en el ático.
Las vistas que había desde el ático eran espectaculares: toda la Strip, la franja, de Las Vegas serpenteaba hacia el oscuro horizonte como la cola de un cometa. Víctor Kemp se acercó y le tendió la mano, y Peter sintió el grosor de sus anillos de oro cuando entrelazaron sus dedos. Tenía el pelo negro y ondulado, la tez bronceada y los dientes resplandecientes. Era elegante y natural como una estrella de cine en el mejor club de la ciudad. Llevaba un traje de un azul vibrante que atrapaba la luz y jugaba con ella, una tela que no parecía de este mundo. Sentó a Peter en su enorme salón y le ofreció una bebida. Mientras una camarera iba a por una cerveza, Peter se percató de que uno de los monitores que había en la pared ofrecía un plano del despacho de Gil. Cámaras por todas partes.
Peter cogió la cerveza y por unos instantes consideró si debía quitarse la gorra. Se la dejó puesta; con gorra o sin gorra seguiría sintiéndose fuera de lugar.
—«Un hombre honrado es la más noble obra de Dios» —dijo Kemp de improviso—. Lo escribió Alexander Pope. ¡Salud! —Kemp hizo chocar su copa de vino contra la flauta que contenía la cerveza de Peter—. Me ha puesto usted de buen humor, señor Benedict, y eso tengo que agradecérselo.
—No pasa nada —dijo Peter con cautela.
—Parece usted un hombre inteligente. ¿Puedo preguntarle cómo se gana la vida?
—Trabajo con ordenadores.
—¿Por qué será que eso no me sorprende? Se ha dado cuenta de algo que ha pasado inadvertido a todo un ejército de profesionales preparados para ello, así que por una parte estoy contento de que sea usted un hombre honrado, pero por otra estoy descontento con mi gente. ¿Ha pensado alguna vez en trabajar en un casino, en la seguridad, señor Benedict?
Peter meneó la cabeza.
—Esta es la segunda oferta de trabajo que me hacen esta noche.
—¿Quién más se lo ha ofrecido?
—Un tipo de mi mesa de blackjack. El director general de una compañía de seguros.
—¿Canoso, delgado, cincuentón?
—Sí.
—No puede ser sino Nelson Elder, muy buen tipo. Menuda noche la suya... Pero si está feliz con su trabajo tendré que encontrar otra forma de agradecérselo.
—Oh, no, señor. No es necesario.
—¡No me llames señor! Tú llámame Víctor y yo te llamaré Peter. Bueno, Peter, esto es como si te hubieras encontrado al genio de la lámpara, pero como esto no es ningún cuento de hadas solo puedes pedir un deseo, así que, ya sabes, que sea realista. ¿Qué va a ser? ¿Quieres una chica, un crédito, conocer a alguna estrella de cine?
El cerebro de Peter era capaz de procesar rápidamente una cantidad de información tremenda. En apenas unos segundos su mente operó sobre varios escenarios y sus posibles consecuencias, hasta que dio con una proposición que para él era muy ambiciosa.
—¿Conoces a algún agente de Hollywood? —preguntó con voz trémula.
Kemp soltó una carcajada.
—Pues claro que sí. Todos vienen por aquí. ¿Eres escritor?
—He escrito un guión —dijo con vergüenza.
—Entonces te voy a concertar una cita con Bernie Schwartz, que es uno de los peces gordos de la ATI. ¿Te parece bien eso? ¿Eso es lo que más te gustaría?
—Oh, sí... ¡Eso sería increíble! —dijo Peter embriagado por la dicha.
—Entonces, de acuerdo. No puedo prometerte que le gustará tu guión, Peter, pero lo que sí te prometo es que lo leerá y te recibirá. Trato hecho.
Volvieron a estrecharse la mano. Cuando salía, Kemp le puso una mano en el hombro y le dijo paternalmente:
—Y ahora no vayas a hacer conteo, ¿eh, Peter? Estás del lado de los justos.
—Pues sí que es curioso —dijo Bernie—. Víctor Kemp es Las Vegas. Ese hombre es un príncipe.
—¿Y qué me dice de mi guión? —Peter contuvo la respiración a la espera de la respuesta.
Había llegado la hora de la verdad.
—La verdad, Peter, es que el guión, aunque es bueno, necesita pulirse un poco antes de que pueda moverlo. Pero aquí viene lo importante. Esto es una película de alto presupuesto. Hay un tren que explota y un montón de efectos especiales. Cada vez es más difícil hacer estas películas de acción, a no ser que cuenten con un público garantizado o posibilidad de franquicia. Pero lo peor de todo es que abordas el terrorismo. El 11 de septiembre lo cambió todo. Muy pocos de los proyectos que me cancelaron en el año 2001 han podido resucitarse. Nadie quiere hacer una película sobre terrorismo. No podré venderla. Lo siento, pero el mundo ha cambiado.
«Suelta el aire.» Se sentía aturdido.
Roz entró.
—Señor Schwartz, ha llegado su siguiente visita.
—¡El tiempo vuela! —Bernie se puso en pie, y Peter hizo lo propio—. Bueno, ahora vete y escribe un guión sobre apuestas de alto voltaje y gente que hace conteos en el casino, métele un poco de sexo y de risas y te prometo que lo leeré. Me alegro mucho de haberte conocido, Peter. Dale recuerdos al señor Kemp. Y, oye, qué bien que hayas venido en coche. Yo no pienso volver a volar, al menos en un vuelo comercial.
Cuando Peter Benedict llegó a su pequeño rancho en Spring Valley esa noche, un sobre asomaba por debajo del felpudo de la entrada. Lo abrió sin demora y leyó su letra manuscrita bajo la luz del porche.
Querido Peter:
Siento que no te haya ido bien hoy con Bernie Schwartz. Permíteme que haga algo por ti. Ven esta noche a las diez, a la habitación 1834 del hotel.
Víctor
Peter estaba cansado y con la moral por los suelos, pero era viernes y tenía el fin de semana para recuperarse.
En el mostrador de recepción del Constellation había una llave de la habitación esperándole, así que subió. Era una suite enorme con unas vistas magníficas. En la mesa del salón había una cesta de frutas y una botella de Perriet Jouet puesta a enfriar. Y otro sobre. Dentro había dos tarjetas, una era un bono por valor de mil dólares para gastar en productos del centro comercial del Constellation; la otra, un crédito de cinco mil dólares para el casino.
Se sentó en el sofá, anonadado, y miró hacia el paisaje de neón.
Alguien llamó a la puerta.
—¡Entre! —gritó Peter.
—¡No tengo llave! —contestó una voz femenina.
Peter corrió hacia la puerta.
—Perdone —dijo—. Pensé que eran del servicio.
Era preciosa. Y joven, casi una niña. Una morenita de rostro dulce y descarado; sus ebúrneas carnes asomaban de su ceñido vestido de noche.
—Tú debes de ser Peter —dijo cerrando la puerta tras de sí—. El señor Kemp me envía para que te salude. —Tenía ese acento pueblerino, delicado y musical, de tantas chicas de Las Vegas que son de cualquier otra parte.
Peter se ruborizó de tal manera que parecía que tuviera la cara hecha de plástico rojo.
—¡Oh!
La chica caminó lentamente hacia él, haciéndole retroceder hasta el sofá.
—Me llamo Lydia. ¿Te parezco bien?
—¿Bien?
—Si prefieres un chico no importa. No estaban seguros.
Tenía algo de tontina que la hacía encantadora.
—¡No me gustan los tíos! —La opresión que Peter sentía en la laringe hizo que le saliera un gallo—. ¡Me gustan las chicas!
—¡Bueno, genial! Porque yo soy una chica —ronroneó ella; había practicado—. ¿Por qué no te sientas y abres esa botella de champán mientras averiguamos a qué tipo de juegos te gustaría jugar?
Alcanzó el sofá justo cuando las rodillas empezaban a doblársele y cayó de culo con todo su peso. Su cerebro nadaba en un mar de jugos —miedo, lujuria, vergüenza— Jamás había hecho eso. Parecía una tontería, sin embargo...
—¡Eh, yo te conozco de algo! —dijo entonces Lydia, excitada de verdad—. ¡Sí, te he visto cientos de veces! ¡Acabo de caer!
—¿Dónde? ¿En el casino?
—¡No, tonto! Seguramente no me reconoces porque ahora no llevo ese estúpido uniforme. Por el día trabajo en la recepción del aeropuerto McCarran, ya sabes, en la terminal EG&G.
Se le borró el rubor de la cara.
El día ya era demasiado para él. Más que demasiado.
—¡Tú no te llamas Peter! Te llamas Mark no sé qué. Mark Shackleton. Se me dan bien los nombres.
—Bueno, ya sabes lo que pasa con los nombres —dijo él con voz temblorosa.
—¡Claro! Oye, que eso a mí ni me va ni me viene. Lo que pasa en Las Vegas en Las Vegas se queda, cariño. Si te digo la verdad, yo tampoco me llamo Lydia.
Cuando la vio desprenderse de su vestido negro y mostrar la artillería de encajes que llevaba debajo mientras hablaba a mil palabras por segundo Peter se quedó mudo.
—¡Qué pasada! ¡Me moría de ganas de hablar con alguno de vosotros! Tiene que ser increíble entrar todos los días en Área 51... ¡Es tan alto secreto que me pone cachonda!
Se quedó boquiabierto.
—Sé que no se os permite hablar de eso, pero, por favor, solo di que sí con la cabeza si lo que estamos estudiando allí son ovnis. ¡Eso es lo que todo el mundo dice!
Intentó mantener la cabeza erguida y quieta.
—¿Eso ha sido un sí? —preguntó ella—. ¿Has movido la cabeza?
—No puedo decir nada de lo que ocurre allí —consiguió contestar—. ¡Por favor!
Por un momento pareció decepcionada, pero enseguida volvió a animarse y retomó su trabajo.
—¡Vale! Está bien. Te diré lo que vamos a hacer, Peter. —Se acercó lentamente al sofá meneando las caderas—. Esta noche yo seré tu ofni particular, objeto follador no identificado. ¿Qué te parece?