11 de junio de 2009, Nueva York

Aunque vivía en Nueva York, Will no era neoyorquino. Estaba allí como una nota adhesiva que puedes arrancar sin esfuerzo y pegar en cualquier otro sitio. Nunca se hizo al lugar, no conectaban. Ni sentía su ritmo ni poseía su ADN. Pasaba de todo lo nuevo y lo que estaba de moda: restaurantes, galerías, exposiciones, espectáculos, clubes. Él venía de fuera y no quería estar dentro. Si la ciudad fuera una tela, él sería una hebra deshilachada. Comía, bebía, dormía, trabajaba y de vez en cuando copulaba en Nueva York, pero aparte de eso nada le interesaba. Tenía su bar preferido en la Segunda Avenida, una buena cena griega en la calle Veintitrés, buena comida china para llevar en la Veinticuatro, una tienda de comestibles y una amable licorería en la Tercera Avenida. Ese era su microcosmos, un insulso cuadrado de asfalto con su propia banda sonora: el constante gemido de las ambulancias luchando contra el tráfico para hacer llegar los restos de la ciudad hasta Bellevue. Catorce meses serían tiempo suficiente para hacerse una idea de dónde quería que estuviese su hogar, pero ya sabía que no sería en Nueva York.

No era extraño que no estuviera al tanto de que Hamilton Heights era un barrio que se estaba poniendo de moda.

—¡Venga ya! —contestó con desinterés—. ¿En Harlem?

—¡Sí! En Harlem —afirmó Nancy—. Muchos profesionales se han mudado a la zona norte. Tienen un Starbucks.

El tráfico estaba alborotado, avanzaban a paso de tortuga en hora punta, y ella hablaba por los codos.

—Ahí está el City College de Nueva York —añadió con entusiasmo—. Hay un montón de estudiantes y de profesionales, unos cuantos restaurantes fabulosos, cosas así, y es mucho más barato que la mayoría de los barrios de Manhattan.

—¿Has estado allí alguna vez?

Aquí Nancy se desinfló un poco.

—Pues no.

—Entonces, ¿cómo sabes tanto?

—Lo he leído, ya sabes, la revista New York, el Times.

A Nancy, al contrario que a Will, le encantaba la ciudad. Había crecido en las afueras, en White Plains. Sus abuelos todavía vivían en Queens, emigrantes polacos que parecían no haber salido aún del barco, con su marcado acento y las costumbres de su país de origen. El hogar de Nancy era White Plains, pero la ciudad había sido su parque de juegos, el lugar donde había aprendido sobre música y arte, donde había tomado su primera copa, donde había perdido la virginidad en su habitación en la facultad de justicia criminal John Jay, donde había superado el listón tras graduarse como la mejor de su clase en la Facultad de Derecho de la Universidad de Fordham, donde había conseguido su primer trabajo en el departamento después de Quantico. No tenía el tiempo ni el dinero necesarios para vivir la experiencia de Nueva York al máximo, pero estaba decidida a tomarle el pulso a la ciudad.

Cruzaron sobre las turbias aguas del río Harlem y se abrieron paso hasta el cruce de la calle Ciento cuarenta Oeste con Nicholas Avenue, donde el edificio de doce plantas estaba convenientemente rodeado por media docena de coches patrulla de la comisaría 32 de Manhattan Norte. St. Nicholas Avenue era ancha y limpia. Estaba bordeada por una franja de césped verde menta, un cortafuegos entre el vecindario y el City College de Nueva York. La zona tenía un aspecto sorprendentemente próspero. En la cara de satisfacción de Nancy se leía: «Te lo dije».

El apartamento de Lucius Robertson estaba en el ático. Sus amplios ventanales abarcaban todo St. Nicholas Park, el compacto campus de la universidad y, más allá, el río Hudson y el boscoso New Jersey Palisades. En la lejanía, una barcaza color ladrillo, larga como un campo de fútbol, resoplaba hacia el sur arrastrada por un remolcador. El sol brilló en un antiguo telescopio dorado que descansaba sobre un trípode y Will sintió su atracción, ese impulso infantil de poner el ojo en la mirilla.

Se resistió, hizo destellar su placa e informó de su llegada.

—¡Ha llegado la caballería! —dijo un sargento, un fornido afroamericano deseoso de acabar su jornada.

También los policías de uniforme y los detectives parecieron aliviados. Les habían ampliado el horario y aspiraban a hacer mejor uso de su preciosa tarde de verano. En su lista de prioridades, la cerveza fría y las barbacoas estaban antes que el hacer de niñeras.

—¿Dónde está nuestro chico? —preguntó Will al sargento.

—En la habitación. Se ha echado. Hemos registrado todo el apartamento. Incluso tiene un perro. Esto está limpio.

—¿Tienen la postal?

Estaba embolsada y etiquetada: «Lucius Jefferson Robertson, calle Ciento cuarenta Oeste, 384, Nueva York, NY 10030». En la parte de atrás, el ataúd y la fecha: 11 de junio de 2009.

Will se la pasó a Nancy y examinó el lugar. El mobiliario era moderno, caro, un par de adornos orientales bonitos y paredes con pintura mate llenas de óleos del siglo XX de galerías de postín. Había un mural lleno de vinilos y CD enmarcados. Junto a la cocina, un Steinway de cola con algunas partituras. En un armario se apretujaban un equipo de música de lujo y cientos de CD.

—¿Ese tipo es músico? —preguntó Will.

El sargento asintió.

—Jazz. Yo no había oído hablar de él, pero Monroe dice que es famoso.

—Sí que es famoso, sí —dijo al momento un poli blanco y flacucho.

Tras una breve discusión estuvieron de acuerdo en que en adelante el FBI «custodiaría» al señor Robertson, y lo tendría en observación el tiempo que considerara necesario. Lo único que les quedaba era conocer a la persona que tendrían a su cargo.

—Señor Robertson —llamó el sargento desde la puerta del dormitorio—, ¿puede usted salir? El FBI quiere verlo.

—Está bien. Ya voy —se oyó al otro lado de la puerta.

Robertson parecía un viajero cansado; delgado, encorvado, salió de su habitación arrastrando las pantuflas; pantalones anchos, la camisa Chambray y una fina chaqueta de punto de color amarillo. Era un tipo de sesenta y seis años que aparentaba más. Las líneas que le surcaban el rostro eran tan profundas que se habría podido colar una moneda de diez centavos entre ellas. El color de su piel era negro puro, sin rastro de marrón, salvo en las palmas de sus manos de largos dedos, que eran pálidas, café con leche. Llevaba el pelo y la barba muy cortos, y tenía el cabello más cano que oscuro.

Vio a los recién llegados.

—Hola, ¿qué tal? —dijo a Will y Nancy—. Siento mucho causar tanto alboroto.

Will y Nancy se presentaron de manera formal.

—No me llamen señor Robertson, por favor —protestó el hombre—. Mis amigos me llaman Clive.

La policía no tardó en despejar la zona. El sol descendía sobre el río Hudson y comenzó a sumergirse y expandirse como un enorme pomelo. Will cerró las cortinas del comedor y bajó las persianas del dormitorio de Clive. En ninguno de los casos había intervenido un francotirador, pero el asesino del Juicio Final no paraba de mezclar las cosas. Nancy y él volvieron a inspeccionar cada palmo del apartamento, y mientras ella se quedaba con Clive, Will hizo un barrido del vestíbulo y el hueco de la escalera.

La entrevista fue rápida, no había mucho que contar. Clive había llegado a la ciudad a media tarde después de una gira por tres ciudades con su quinteto. Nadie tenía llave del apartamento y, por lo que él sabía, no habían tocado nada en su ausencia. Tras un vuelo sin incidencias desde Chicago, había tomado un taxi en el aeropuerto hasta su casa, donde encontró la postal enterrada entre el montón de correo de la semana. La reconoció de inmediato, llamó al 911 y eso era todo.

Nancy le recitó los nombres y las direcciones de las víctimas del Juicio Final, pero Clive sacudió la cabeza con tristeza. No conocía a ninguno de ellos.

—¿Por qué puede querer ese tipo hacerme daño? —se lamentó con su ronca voz—. Solo soy un pianista.

Nancy cerró su libreta y Will se encogió de hombros. Con eso bastaba. Eran casi las ocho. Quedaban cuatro horas para que terminara el día del Juicio Final.

—Tengo la nevera vacía porque he estado fuera, si no les ofrecería algo de comer.

—Pediremos algo —dijo Will—. ¿Qué hay de bueno por aquí? —Enseguida añadió—: Paga el gobierno.

Clive les aconsejó las costillas del Charley´s, que estaba en Frederick Douglass Boulevard; llamó por teléfono y realizó un complicado pedido con cinco platos diferentes.

—Use mi nombre —susurró Will al tiempo que se lo escribía en mayúsculas.

Mientras esperaban idearon un plan. No perderían de vista a Clive hasta la medianoche. No contestaría al teléfono. Mientras durmiera, velarían su sueño desde el salón, y a la mañana siguiente volverían a evaluar el nivel de amenaza e idearían un nuevo plan de protección.

Se sentaron en silencio. Clive, nervioso, no paraba de moverse en su sillón favorito, enarcaba las cejas, se rascaba la barba. No estaba cómodo ante las visitas, y menos ante mojigatos agentes del FBI que bien podían haber llegado a su salón procedentes de otro planeta.

Nancy estiró el cuello y examinó los cuadros hasta que sus párpados se alzaron de golpe y exclamó:

—Eso no será un De Kooning...

Apuntaba hacia un lienzo de grandes dimensiones con trazos abstractos y manchas de colores primarios.

—Muy bien jovencita, eso es justo lo que es. Conoce el arte de su país.

—Es increíble —dijo entusiasmada—. Debe de valer una fortuna.

Will miró el cuadro de reojo. Le pareció el tipo de cosa que los niños llevaban a casa para colgarlo en la puerta de la nevera.

—Es muy valioso —dijo Clive—. Willem me lo regaló hace muchos años. Yo le puse su nombre a una pieza musical, así que estamos en paz, pero creo que salí ganando.

A partir de aquí los dos se enzarzaron en una charla atropellada sobre arte moderno, un tema del que Nancy parecía saber bastante. Will se aflojó el nudo de la corbata, miró su reloj y escuchó los rugidos de su estómago. Había sido un día muy largo. De no ser por ese defecto en el corazón de Mueller, estaría en su sofá viendo la televisión y metiéndose unos lingotazos de whisky. Cada vez odiaba más a Mueller.

Unos nudillos golpearon la puerta principal. Will desenfundó su Glock.

—Llévalo al dormitorio.

Nancy cogió a Clive por la cintura y se apresuró a quitarle de en medio mientras Will echaba un vistazo por la mirilla.

Era un policía con una bolsa de papel enorme.

—Sus costillas —gritó—. Si no las quieren, los chicos y yo nos las comeremos.

Las costillas estaban buenas... No, estaban deliciosas. Se sentaron los tres alrededor de la pequeña mesa del comedor de Clive y comieron con ganas. Se sirvieron puré de patatas, macarrones con queso, maíz dulce y arroz con judías y acelgas, y masticaron y tragaron en silencio. La comida estaba demasiado buena para estropearla con una conversación banal. Primero acabó Clive y después Will, los dos a punto de reventar.

Nancy siguió a lo suyo durante unos cinco minutos más, siempre con el tenedor cargado. Los dos hombres la miraban con una especie de reservada admiración mientras mataban el tiempo educadamente abriendo unos paquetes con toallitas mojadas y limpiándose la salsa de barbacoa de los dedos de manera escrupulosa.

En el instituto Nancy era pequeñita y atlética. En el equipo de béisbol femenino jugaba de segunda base, y en el equipo de fútbol de la universidad jugaba de extremo. Durante el primer año que pasó fuera de casa sucumbió al síndrome del novato y comenzó a ganar peso. Engordó en la universidad, y siguió engordando en la escuela jurídica, con lo cual acabó bastante rechonchita. A mediados del segundo año de su especialización en Fordham decidió que quería hacer carrera en el FBI, pero su asesor de estudios le dijo que para eso tendría que ponerse en forma. Así pues, con una determinación suicida, siguió una dieta exprés e hizo jogging, hasta que se quedó en cincuenta y cinco kilos.

Que la destinaran a la oficina de Nueva York fue una buena y una mala noticia. La buena noticia era Nueva York. La mala noticia era Nueva York. Su rango como agente GS-10 conllevaba un salario base de unos 38.000 dólares, con un suplemento por disponibilidad absoluta como agente del orden público de 9.500 dólares. ¿Y dónde viviría ella en Nueva York ganando menos de cincuenta de los grandes? La respuesta era volver a su casa de White Plains, lo que incluía su antigua habitación, la cocina de mamá y fiambreras llenas de comida. Sus jornadas eran muy largas, y jamás vio un gimnasio por dentro. En tres años su peso aumentó de nuevo y rellenó su pequeña silueta.

Will y Clive la miraban como si estuviera participando en un concurso de comedores de perritos calientes. Avergonzada, se ruborizó y soltó los cubiertos.

Recogieron la mesa y lavaron los platos como si fueran una pequeña familia. Eran casi las diez de la noche.

Con un dedo, Will apartó las cortinas un par de centímetros. Era noche cerrada. Se puso de puntillas para poder ver lo que había abajo y vio a dos policías en el borde de la acera, donde se suponía que tenían que estar. Dejó que las cortinas se cerraran y comprobó el pestillo de la puerta principal. ¿Cuán decidido era el asesino? Ante un cordón policial, ¿qué haría? ¿Se retiraría y aceptaría la derrota? Al fin y al cabo, había asesinado a una anciana hacía menos de veinticuatro horas. Los asesinos en serie no eran tipos con energías de sobra, pero ese mataba por docenas. ¿Entraría echando abajo el muro del apartamento contiguo? ¿Se colgaría de una cuerda desde el tejado para entrar volando por la ventana? ¿Haría saltar por los aires el edificio para así matar a su víctima? Will no sabía a qué atenerse en cuanto al autor de los asesinatos; su comportamiento era atípico y el hecho de que fuera impredecible le incomodaba enormemente.

Clive, sentado de nuevo en su sillón favorito, intentaba convencerse de que el tiempo era su mejor amigo. Estaba haciendo buenas migas con Nancy, que parecía entrar en trance con la cadencia lenta y precisa de su voz. Hablaban de música. A Will le daba la impresión de que ella también sabía lo suyo sobre el tema.

—Me está tomando el pelo. ¿Ha tocado con Miles?

—Sí, sí, he tocado con todos esos. Toqué con Herbie, con Dizzy con Sonny, con Ornette. He tenido suerte.

—¿Cuál le gustaba más?

—Bueno, no podía ser otro sino Miles, jovencita. No necesariamente como ser humano, ya me entiende, pero como músico... ¡por todos los santos! Lo que tenía entre las manos no era una trompeta, era un cuerno de la abundancia enviado por el Señor. No, no, no era de este mundo. No hacía música, hacía magia. Cuando tocaba con él pensaba que las puertas del cielo se abrirían y aparecerían ángeles por todos lados. ¿Quiere que ponga algo de Miles para que vea a qué me refiero?

—Preferiría escuchar algo de su propia música —contestó Nancy.

—¿Está intentando seducirme, señorita FBI? ¡Pues lo ha conseguido! ¿Sabía que su compañera es una seductora? —le dijo a Will.

—Es nuestro primer día juntos.

—Tiene personalidad. Con eso ya se puede llegar lejos. —Clive se levantó de la silla con esfuerzo y se dirigió hacia el piano. Se sentó en el taburete y abrió y cerró las manos para desentumecer las articulaciones—. A esta hora tendré que tocar algo suave, por los vecinos.

Empezó a tocar. Era una música lenta, fresca, de una rara ternura, cautivadoras melodías solo insinuadas que desaparecían entre la bruma y volvían a aparecer a su debido momento. Tocó durante un buen rato con los ojos cerrados; de vez en cuando tarareaba algún compás de acompañamiento. Nancy estaba embelesada, pero Will permanecía alerta, miraba la hora, buscaba entre las notas de música algún golpe, crujido o ruido nocturno.

Cuando Clive terminó, cuando la última nota se disolvió hasta la nada más absoluta, Nancy dijo:

—Cielo santo, ha sido maravilloso. Muchísimas gracias.

—No, gracias a usted por escuchar y por cuidar de mí esta noche. —Volvió a hundirse en su cómodo sillón—. Gracias a los dos. Hacen que me sienta realmente seguro y se lo agradezco mucho. Oiga, jefe —le dijo a Will—, ¿se me permite una copa antes de dormir?

—¿Qué quiere? Yo se lo traigo.

—En la cocina, en el armario que hay a la derecha del fregadero hay una buena botella de Jack. No vaya a ponerle hielo...

Will encontró la botella, estaba medio llena. Le quitó el tapón y la olió. ¿Podrían haberla envenenado? ¿Así era como iba a ocurrir? Entonces tuvo una revelación: «Debo proteger a ese hombre y no me vendría mal un trago». Se sirvió un par de dedos y se lo bebió de una vez. Sabía como sabe el bourbon. Sintió un agradable zumbido en la cabeza. «Esperaré un par de minutos para ver si me muero; si no, ese buen hombre podrá tomarse su copita antes de acostarse», pensó, impresionado por su propia lógica.

—Jefe, ¿lo encuentra? —gritó Clive desde el salón.

—Sí, ya voy.

Había sobrevivido, así que sacó un vaso y se lo tendió a Clive, que olió su aliento y dijo:

—Hombre, me alegra ver que ya se ha servido. Nancy lo miró fijamente.

—Control de calidad, como el catador de comidas de los romanos —dijo Will, pero Nancy parecía estupefacta.

Clive comenzó a darle a la bebida y a la lengua.

—¿Sabe, señorita FBI? Le voy a enviar algunos cedés de mi banda, los Clive Robertson Five. Somos una panda de carcas, pero seguimos dándole caña a lo nuestro, ya me entiende. Seguimos cocinando a fuego lento, y Harry Smiley, el batería, tiene fuego para dar y regalar.

Casi una hora después todavía estaba hablando de la vida en la carretera, de estilos de teclados, del negocio de la música. Se había acabado la copa. Su voz se fue apagando, los ojos se le cerraron de golpe y empezó a roncar suavemente.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Nancy en voz baja.

—Falta una hora hasta la medianoche. Que se quede ahí mientras esperamos.

Will se levantó.

—¿Adónde vas?

—Al baño. ¿Te parece bien?

Nancy asintió con cara de enfado.

—¿Qué? —dijo Will—. ¿Te creías que iba a ponerme otra copa? Por el amor de Dios, tenía que estar seguro de que no lo habían envenenado.

—Autosacrificio —comentó ella—. Admirable.

Cuando volvió de cambiarle el agua al canario estaba cabreado. Se esforzó por controlar el volumen de su voz.

—¿Sabes, socia? Si quieres trabajar conmigo, tendrás que dejar de pontificar. ¿Cuántos años tienes?

—Treinta.

—Bien, cariño, cuando yo empecé a jugar a esto, tú todavía estabas en pañales, ¿vale?

—¡No me llames «cariño»! —dijo Nancy entre dientes,

—Tienes razón, eso ha sido del todo inapropiado. No conseguirías mi cariño ni en un millón de años.

Ella respondió con una explosión de furia expresada en susurros.

—Pues me alegro, porque la última vez que saliste con alguien de la oficina faltó poco para que te despidieran. Felicidades, Will. Recuérdame que nunca me deje aconsejar por ti acerca de mi carrera.

Clive resopló y se medio estiró. Will y Nancy permanecieron en silencio, mirándose el uno al otro.

A Will no le sorprendió que ella estuviera al tanto de su accidentado pasado, no era lo que se dice un secreto de Estado, pero le impresionó que lo hubiera sacado a relucir tan pronto. Normalmente le costaba más tiempo poner a una mujer a punto de ebullición. La chica los tenía bien puestos, eso había que admitirlo.

Había aceptado el traslado a Nueva York seis años atrás, cuando Hal Sheridan le dio la patada definitiva y lo sacó del nido tras convencer a los de recursos humanos en Washington de que Will sería capaz de desempeñar funciones de dirección. La oficina de Nueva York consideró que era un candidato aceptable para el puesto de inspector del departamento de Robos a Gran Escala y Crímenes Violentos. Volvieron a mandarlo a Quantico para que hiciera un curso de dirección y allí le llenaron la cabeza con todo lo que un inspector moderno del FBI necesita saber. Por supuesto, sabía que no debía hacérselo con las de administración, aunque fueran de otro departamento, pero en Quantico jamás le pusieron una foto de Rita Mather en los manuales.

Rita era tan escultural, olía tan bien, era tan apetitosa, y sobre todo se suponía que era tan buena en la cama que Will no tuvo elección. Ocultaron el lío durante meses, hasta que el jefe de Rita en la oficina de delitos financieros no le concedió el aumento de sueldo que ella esperaba y le pidió a Will que interviniera. Cuando este puso pegas, Rita explotó y cortó con él. Y a continuación el desastre: escuchas disciplinarias, abogados saliendo hasta de debajo de las piedras y los de recursos humanos metiendo la directa. Le faltó poco para que lo despidieran, pero Hal Sheridan intervino y consiguió que solo le degradaran para que pudiera completar sus veinte años de servicio. El viernes Sue Sánchez estaba a las órdenes de Will; el lunes era Will el que estaba a las órdenes de Sue.

Él, por supuesto, se planteó la dimisión, pero, cielos, la pensión tan anhelada estaba tan cerquita... Aceptó su destino, hizo un curso obligatorio sobre acoso sexual, cumplió con su trabajo de manera adecuada y subió un pelín sus índices de alcohol.

Antes de que pudiera replicar, Clive se removió en el sillón y abrió los ojos. Durante unos instantes se sintió perdido hasta que se acordó de dónde estaba. Tenía los labios resecos. Se los humedeció y comprobó, nervioso, que aún llevaba en la muñeca su viejo Cartier.

—Bueno, todavía no estoy muerto. ¿Le parece bien que vaya a hacer un pis yo sólito, sin ayuda federal, jefe?

—No hay problema.

Clive se dio cuenta de que Nancy estaba enfadada.

—¿Está bien, señorita FBI? Parece mosqueada. No se habrá mosqueado conmigo, ¿no?

—Claro que no.

—Entonces con el jefe.

Clive se balanceó hasta ponerse en posición vertical y enderezó dolorosamente sus artríticas rodillas.

Dio un par de pasos y se paró en seco. Su cara era una mezcla de alarma y sorpresa.

—¡Por Dios!

Will recorrió rápidamente la habitación con la mirada. ¿Qué estaba pasando?

Descartó un posible tiro en una fracción de segundo.

Ni cristales rotos, ni un impacto sordo, ni chorros de sangre.

—¡Will! —gritó Nancy al ver que Clive perdía el equilibrio y se estampaba contra el suelo.

El golpe fue tal que se le pulverizaron los huesos de la nariz por el impacto y la moqueta quedó salpicada con un estampado sanguinolento que parecía una pintura de Jackson Pollock. De haber sido un lienzo, a Clive le habría encantado añadirlo a su colección.