Will daba por sentado que ella no habría vuelto, y sus sospechas se confirmaron en cuanto abrió la puerta y dejó la maleta con ruedas y el maletín.
El apartamento estaba como en la etapa anterior a Jennifer. Nada de velas perfumadas. Nada de manteles individuales en la mesa del comedor. Nada de cojines con volantes. Ni su ropa, ni sus zapatos, ni sus cosméticos, ni su cepillo de dientes. Salió como un torbellino del dormitorio y abrió el frigorífico. Ni siquiera esas estúpidas botellas de agua con vitaminas.
Will había pasado dos días fuera de la ciudad como parte de un curso de sensibilización que debía hacer tras el informe de su última actuación policial. Si a ella le hubiera dado por volver inesperadamente, él lo habría intentado con nuevas técnicas, pero Jennifer seguía sin aparecer.
Se aflojó el nudo de la corbata, se quitó los zapatos y abrió el mueble bar que había debajo del televisor. El sobre estaba bajo la botella de Johnny Walker Black, el mismo sitio donde lo había encontrado el día en que ella lo abandonó. En él, con su letra inconfundiblemente femenina, había escrito: «Vete a la mierda». Se sirvió una buena copa, puso los pies sobre la mesa y, por los viejos tiempos, empezó a releer aquella carta que le revelaba cosas sobre sí mismo que ya sabía. Un repiqueteo le interrumpió cuando iba por la mitad, una fotografía enmarcada que había derribado con el dedo gordo del pie.
La había enviado Zeckendorf: los compañeros del primer año en su reunión del pasado verano. Otro año que se había ido.
Una hora más tarde, confundido por la bebida, le asaltó uno de los dictámenes de Jennifer: lo tuyo no tiene remedio.
«Lo tuyo no tiene remedio», pensó. Un concepto interesante. Irreparable. Irredimible. Sin posibilidad de rehabilitación o de mejora significativa.
Puso el partido de los Mets y se quedó dormido en el sofá.
Con remedio o sin él, a las ocho de la mañana del día siguiente estaba sentado a su escritorio comprobando la bandeja de entrada de su servidor de correo. Escribió un par de respuestas rápidas y luego envió un correo a su supervisora, Sue Sánchez, agradeciéndole su diligencia y su capacidad previsora al haberle recomendado que siguiera el seminario al que acababa de asistir. Consideraba que su sensibilidad había aumentado en torno a un cuarenta y siete por ciento, y esperaba que ella pudiera ver resultados inmediatos y cuantificables. Firmó: «Con toda mi sensibilidad, Will», y le dio a enviar.
Treinta segundos después su teléfono empezó a sonar. El número de Sánchez.
—Bienvenido a casa, Will —dijo ella con voz empalagosa.
—Encantado de estar de vuelta, Susan —contestó él; los años pasados fuera de Florida se habían llevado su acento sureño.
—¿Por qué no vienes a verme? ¿Te va bien?
—¿Cuándo te vendría bien a ti, Susan? —preguntó él de manera afectada.
—¡Ya! —Y colgó.
Sánchez estaba sentada ante el antiguo escritorio de Will en el antiguo despacho de Will, que gracias a Muhammad Atta disfrutaba de una bonita vista de la Estatua de la Libertad, pero lo que a él le irritaba más no era eso sino la expresión avinagrada de su tirante rostro color aceituna. Sánchez era una fanática del ejercicio que leía manuales de instrucciones y libros de autoayuda para directivos mientras hacía gimnasia. Siempre le había parecido atractiva, pero esa jeta de amargada y ese pedante tono nasal mezclado con el acento latino hacían que su interés decayera.
—Siéntate, Will —le dijo sin más demora—.Tenemos que hablar.
—Susan, si lo que planeas es darme la patada, estoy preparado para aceptarlo como un profesional. Regla número seis... ¿o era la cuatro?: «Cuando sientas que te provocan, no actúes de manera precipitada. Detente y considera las consecuencias de tus actos, después elige tus palabras con cuidado y respetando las reacciones de la persona o las personas que te han desafiado». No está mal, ¿eh? Me dieron un certificado. —Sonrió y cruzó las manos sobre su incipiente barriga.
—Hoy no estoy de humor para tu doctorado en ciencias —le dijo con voz cansada—.Tengo un problema y necesito que me ayudes a resolverlo.
—Si es por ti, cualquier cosa. Siempre y cuando no tenga que desnudarme o echar a perder mis últimos catorce meses.
Sánchez suspiró y permaneció en silencio, de modo que a Will le dio la impresión de que estaba poniendo en práctica la regla número cuatro, o la número seis. Will era consciente de que ella le consideraba su niño problemático número uno. Todos en la oficina sabían cómo iba el marcador:
Will Piper. Cuarenta y ocho años, nueve años mayor que Sánchez. Anteriormente su jefe, antes de que le largaran de su puesto para volver a ser agente especial. Anteriormente guapo como para quitar el hipo, futbolista de casi dos metros de alto con hombros como vigas de acero, ojos azul eléctrico, pelo castaño revuelto como un jovenzuelo, antes de que el alcohol y la inactividad dieran a su carne la consistencia y la palidez de la masa de pan.
Anteriormente todo un figura, antes de convertirse en un dolor de cabeza, que no veía la hora de largarse del trabajo.
—A John Mueller le dio un ataque hace un par de días —soltó Susan sin más—. Los médicos dicen que se recuperará, pero va a estar de baja un tiempo. Su ausencia, especialmente ahora, es un problema para este departamento. He estado hablando de ello con Benjamín y Ronald.
A Will la noticia lo dejó perplejo.
—¿Mueller? ¡Pero si es más joven que tú! Si es un obseso de los maratones. ¿Cómo puñetas le ha podido dar a él un ataque?
—Tenía un defecto cardíaco congénito que nadie le había detectado —dijo Sánchez—. Se le hizo un pequeño trombo en la pierna y desde ahí fue flotando hasta el cerebro. Eso me dijeron. Da miedo que pueda pasarte algo así.
Will despreciaba a Mueller. Era borde, engreído, imbécil. Seguía las órdenes al pie de la letra. Un tipo inaguantable. Como el cabrón pensaba que Will estaba aislado por su condición de leproso, el muy hijo de la gran puta todavía le hacía comentarios sarcásticos sobre su fiasco. «Ojalá ande y hable como un tarado el resto de su vida», fue lo primero que le vino a la cabeza.
—Por Dios, qué mala suerte —dijo en cambio.
—Necesitamos que te hagas cargo del caso Juicio Final.
Tuvo que hacer un esfuerzo sobrenatural para no mandarla al carajo.
Ese caso tendría que haber sido suyo desde el principio. De hecho, había sido un ultraje que no se lo ofrecieran en cuanto el caso llegó a la oficina. Ahí estaba él, uno de los mejores expertos en asesinos en serie de la historia reciente del FBI y no le asignaban un caso de primera de su jurisdicción. Supuso que eso daba la medida de lo perjudicada que estaba su carrera. Al principio aquella puñalada le dejó una buena herida, pero consiguió reponerse rápidamente y llegó a convencerse de que se había librado de una buena.
Estaba en la última curva antes de llegar a la meta. La jubilación era un milagro acuoso que resplandecía al final del desierto, simplemente fuera de su alcance. Ya había conocido suficiente lucha y ambición, suficiente política de despacho, suficientes asesinatos y muertes. Estaba cansado, solo y atrapado en una ciudad que detestaba. Quería volver a casa. Volver a casa con una pensión.
Se tragó como pudo las malas noticias. El Juicio Final no había tardado en convertirse en el caso más difícil del departamento, el tipo de casos que requerían una intensidad que Will hacía años que no tenía. El problema no eran las largas jornadas y el adiós a los fines de semana. Gracias a Jennifer tenía todo el tiempo del mundo. El problema lo tenía ante el espejo, porque, tal como le diría a cualquiera que se lo preguntara, simplemente le importaba un bledo. Para resolver un caso de asesinatos en serie era necesario tener una ambición feroz, y esa llama hacía ya tiempo que había chisporroteado hasta consumirse. La suerte también contaba, pero por lo que sabía por experiencia, el éxito solo llegaba cuando te partías el lomo y creabas el ambiente adecuado para que la suerte hiciera su caprichosa aparición.
Aparte de eso, la compañera de Mueller era una agente especial joven, solo llevaba tres años fuera de Quantico, y estaba tan imbuida de ferviente ambición y rectitud en el obrar, que a Will le parecía una fanática religiosa. Había observado su paso presuroso por la planta veintitrés, siempre a toda mecha por los pasillos, sin sentido del humor, mojigata, tomándose tan en serio a sí misma que le ponía enfermo.
Se inclinó hacia delante, casi blanco como el papel.
—Mira, Susan —comenzó a decir alzando la voz—, no creo que eso sea buena idea. Ese tren ya pasó. Deberías haberme pedido que llevara el caso hace semanas, porque, ¿sabes?, entonces era el momento adecuado. Pero ahora no sería conveniente ni para mí, ni para Nancy ni para el departamento, ni para la agencia, ni para los ciudadanos que pagan sus impuestos, ni para las víctimas, ni, maldita sea, ¡para las víctimas que estén por venir! ¡Y lo sabes tan bien como yo!
Sánchez se levantó para cerrar la puerta y después volvió a sentarse y cruzó las piernas. El frufrú de sus medias al rozar la una con la otra lo distrajo momentáneamente de su arrebato.
—Sí, ya bajo la voz —dijo—. Pero eres tú quien se llevará la peor parte. Tú eres la que está en el ojo del huracán. Llevas Investigación de Crímenes Violentos y Delitos Mayores contra la Propiedad, la segunda rama con más eco en Nueva York. Que cojan al gilipollas del Juicio Final es algo que está bajo tu supervisión, así que ponte las pilas. Eres mujer, eres hispana, dentro de unos años serás asistente de dirección en Quantico, o tal vez agente especial de supervisión en Washington. El límite está en el cielo. No la jodas metiéndome a mí por medio, ese es mi consejo de amigo.
Sánchez le dirigió una mirada que habría dejado helado hasta a un esquimal.
—Agradezco mucho tu asesoramiento, Will, pero no sé si debo confiar en el consejo de un hombre que está cada vez más abajo en el organigrama. Créeme, a mí tampoco me entusiasma la idea, pero ya hemos discutido esto internamente. Benjamín y Ronald se niegan a prescindir de nadie del departamento de antiterrorismo, y en la oficina de delitos financieros y en Crimen Organizado no hay nadie que haya llevado antes este tipo de casos. No quieren que venga ningún oportunista de Washington ni de ninguna otra oficina. Eso les haría quedar mal. Esto es Nueva York, no Cleveland. Se supone que tenemos los mejores profesionales. Tú tienes la experiencia adecuada... la personalidad incorrecta, tendrás que trabajar en ello, sí, pero tienes la experiencia adecuada. Es tuyo. Será tu último gran caso, Will. Te irás a lo grande. Míratelo así, y anímate.
Will lo intentó desde otro ángulo.
—Si cogiéramos a ese tipo mañana, cosa que no haremos, cuando esto llegue a juicio yo ya seré historia.
—Pues volverás para testificar. Seguro que entonces las dietas se pagan bien.
—Muy graciosa. ¿Y qué pasa con Nancy? La envenenaré. ¿Es que quieres que sea el chivo expiatorio?
—Nancy es impredecible. Puede cuidar de sí misma, y también de ti.
Acabó por ponerse huraño y dejó de buscar argumentos.
—¿Y qué pasa con la mierda en la que estoy trabajando?
—Se la pasaré a alguien. No hay problema.
Eso fue todo. No había más que hablar. No era una democracia y negarse o que le despidieran no eran opciones. Catorce meses. Catorce malditos meses.
En un par de horas su vida había cambiado. El gerente de la oficina apareció con unos cajones de color naranja con ruedas e hizo que se llevaran de su cubículo los expedientes del caso en el que estaba trabajando. En su lugar llegaron los expedientes del caso Juicio Final que llevaba Mueller, cajas llenas de documentos recopilados durante las semanas previas a que un cúmulo de plaquetas pegajosas hicieran papilla unos cuantos mililitros de su cerebro. Will las miró como si fueran un montón de boñigas apestosas, bebió otra taza de su café requemado y luego se dignó abrir al azar una de las carpetas.
Antes de verla, le oyó aclararse la garganta a la entrada del cubículo.
—¡Hola! —saludó Nancy—. Creo que vamos a trabajar juntos.
Nancy Lipinski iba embutida en un traje de color gris carbón. Le quedaba media talla pequeño y le apretaba en la cintura lo suficiente para que su barriga sobresaliera un poco, algo nada atractivo. Era un taponcito, descalza medía uno sesenta, y en opinión de Will tenía que perder un par de kilos de todas partes, incluso de su tersa y redonda cara. ¿Acaso había pómulos ahí debajo? No tenía para nada el típico cuerpo macizo de las graduadas que salían de Quantico. Will se preguntó cómo se las habría arreglado para pasar las revisiones de la unidad de entrenamiento físico de la academia. Allí abajo no se andaban con chiquitas y a las tías no les pasaban una. Había que admitir que era algo atractiva. La práctica media melena rojiza, el maquillaje y el brillo complementaban bien su delicada nariz, sus bonitos labios y sus expresivos ojos color miel, y su perfume habría seducido a Will de haberlo llevado otra mujer. Lo que le echaba para atrás era esa mirada de lástima. ¿Podía haberle negado cariño a un cero a la izquierda como era Mueller?
—¿Qué tienes pensado hacer? —preguntó Will de manera retórica.
—¿Tienes tiempo ahora?
—Mira, Nancy, prácticamente no he empezado a abrir las cajas. ¿Por qué no me das un par de horas, hasta después del mediodía, más o menos, y hablamos?
—Me parece bien, Will. Lo único que quería decirte es que, aunque esté contrariada por lo de John, voy a seguir partiéndome la espalda con este caso. No hemos trabajado nunca juntos, pero he estudiado algunos de tus casos y sé las contribuciones que has hecho en el campo. Siempre estoy dispuesta a mejorar, así que tus observaciones tendrán suma importancia para mí...
Will necesitó cortar de raíz toda esa palabrería.
—¿Te gusta Seinfeld? —preguntó.
—¿La serie de televisión?
Will asintió.
—Bueno, sé lo que es —contestó ella, suspicaz.
—Las personas que crearon la serie idearon unas reglas básicas para los personajes, y esas reglas básicas son las que la hacen diferente de cualquier otra comedia. ¿Quieres saber cuáles son esas reglas? Serán las reglas por las que nos vamos a regir tú y yo...
—¡Claro, Will! —dijo Nancy con entusiasmo, deseosa al parecer de aprender la lección.
—Las reglas eran: nada de aprendizaje y nada de abrazos. Hasta luego, Nancy —dijo con la mayor frialdad posible.
Mientras ella seguía allí intentando decidir si retirarse o contraatacar, oyeron que se acercaba un ruido de pasos ligeros y rápidos, una mujer intentando correr con tacones.
—¡Alerta Sue! —gritó Will con voz melodramática—. Diría que tiene algo que nosotros no tenemos.
En su profesión, la información dotaba al que la tenía de un poder temporal, y a Sue Sánchez eso de saber algo antes que los demás parecía que le daba alas.
—¡Bien, los dos estáis aquí! —dijo obligando a Nancy a quedarse—. ¡Ha habido otro! El número siete, en el Bronx. —Estaba exultante, aturdida, casi se diría que llena de júbilo—. Id hasta allí antes de que los de la Cuarenta y cinco la fastidien otra vez.
Will, exasperado, alzó los brazos.
—Por Dios, Susan, todavía no sé un carajo sobre los seis primeros. ¡Dame un respiro!
Bang. Nancy hizo su aparición estelar.
—Oye, ¡solo tienes que hacer como si fuera el número uno! ¡Sin problema! En fin, te pillo por el camino.
—Ya te lo había dicho, Will —dijo Susan con una sonrisa diabólica—. Es imprevisible.
Will cogió uno de los Ford Explorer negro que el departamento usaba para los asuntos de rutina. Salió del garaje subterráneo del 26 de Liberty Plaza y navegó por carreteras de sentido único hasta que tomó rumbo al norte por el carril rápido de la autopista. El coche estaba impecable y rodaba como la seda, el tráfico no estaba mal y a él le gustaba salir pitando de la oficina. De haber estado solo habría sintonizado la WFAN para saciar su hambre de deportes, pero no lo estaba. En el asiento del copiloto, Nancy Lipinski, libretita en mano, le ponía al día mientras pasaban bajo los raíles del teleférico de Roosevelt Island, cuya cabina se deslizaba lentamente en las alturas, sobre las turbulentas aguas del río East.
Estaba más excitada que un pervertido en un festival de pornografía. Este era su primer caso de asesinatos en serie, el summum en homicidios, el momento definitivo en su preadolescente carrera. Se lo habían asignado porque era la consentida de Sue y porque había trabajado ya con Mueller. Los dos se llevaban de maravilla, Nancy siempre dispuesta a fortalecer su quebradizo ego. «¡Es que eres tan listo, John!» «Pero John, ¿tienes memoria fotográfica o qué?» «Ojalá tuviera tu soltura en las entrevistas.»
A Will le costaba prestar atención. Asimilar tres semanas de datos que le estaban dando mascaditos era relativamente fácil, pero su mente se distraía y su cabeza seguía neblinosa por la cita que había tenido con Johnnie Walker la noche anterior. A pesar de todo, sabía que tardaría un suspiro en ver de qué iba el asunto. En esos veinte años había llevado ocho casos importantes de asesinatos en serie y había estado hurgando en un sinnúmero de ellos.
El primero tuvo lugar en Indianápolis durante su primer trabajo de campo, cuando no era mucho mayor que Nancy. El autor de los hechos era un psicópata retorcido al que le gustaba apagar cigarrillos en los párpados de sus víctimas, hasta que una colilla ofreció una pista.
Cuando su segunda mujer, Evie, consiguió que la admitieran en Duke para hacer el posgrado, pidió el traslado a Raleigh y, cómo no, otro pirado con una cuchilla de afeitar empezó a cargarse mujeres en Ashville y sus alrededores. Nueve meses angustiosos y cinco víctimas descuartizadas después agarró también a ese asqueroso. Y de golpe y porrazo se hizo con una reputación: era un especialista de facto. De allí le largaron, nuevo divorcio desastroso, y lo destinaron a la oficina central en Crímenes Violentos, un grupo dirigido por Hal Sheridan, el hombre que enseñó a toda una generación de agentes cómo se traza el perfil de un asesino en serie.
Sheridan era un tipo frío como el mármol, distante y apático, hasta el punto que corría un chiste por la oficina: si se producía una oleada de matanzas en Virginia, Hal estaría en la lista de sospechosos. Repartía los casos nacionales de manera cuidadosa, haciendo coincidir el perfil del criminal con el agente más apropiado. A Will le daba los casos en los que había brutalidad extrema y tortura, asesinos que dirigían toda su rabia contra las mujeres. Lo que son las cosas.
El recitado de Nancy comenzó a abrirse paso entre la niebla de su cabeza. Había que reconocer que los hechos eran pero que muy interesantes. Lo esencial lo conocía grosso modo por los medios de comunicación. ¿Quién no? No se hablaba de otra cosa. Como era de esperar, el apodo del maníaco, el Asesino del Juicio Final, era cosa de la prensa. El Post se llevó los honores. Su encarnecido rival, el Daily News, resistió unos cuantos días con el titular «Postales desde el Infierno», pero pronto capituló y las trompetas del Juicio Final resonaron en la primera plana.
Según Nancy, en las postales no había huellas dactilares interesantes; el que las había mandado seguramente había usado guantes de materiales sin fibra, posiblemente de látex. En un par de postales había unas cuantas huellas de personas que ni eran víctimas ni tenían relación alguna con ellas; las oficinas del FBI que colaboraban con ellos en ese campo estaban tratando de completar la cadena de los trabajadores de correos que participaban en los envíos entre Las Vegas y Nueva York. Las postales eran blancas de diez por quince, de las que uno puede encontrar en miles de tiendas. Se habían impreso en una impresora de inyección de tinta HP Photosmart, una de las miles que había en circulación, cargada dos veces para imprimir por ambas caras. El tipo de letra era uno de los más corrientes del menú de Word. La silueta de los ataúdes, dibujada con tinta, parecía hecha por la misma mano usando un bolígrafo negro de punta ultrafina de la marca Pentel, uno de los millones que había en circulación. El sello siempre era el mismo, de cuarenta y un céntimos, con un dibujo de la bandera estadounidense, como los cientos de millones que había en circulación, y autoadhesivo, ni rastro de ADN.
Las seis tarjetas fueron enviadas el 18 de mayo y timbradas en la oficina postal central de Las Vegas.
—Con lo cual al tipo le habría dado tiempo de volar de Las Vegas a Nueva York, pero lo habría tenido más complicado para venir en coche o en tren —intervino Will. Aquello la cogió por sorpresa, no estaba segura de que la estuviera escuchando—. ¿Habéis conseguido las listas de los pasajeros de todos los vuelos de Las Vegas que llegaron a La Guardia, Kennedy y Newark entre el 18 y el 21?
Nancy alzó la vista de su libreta.
—¡Le pregunté a John si deberíamos hacerlo! Y me dijo que sería una pérdida de tiempo porque alguien podría haber enviado las postales por el asesino.
El Camry que tenían delante iba demasiado lento para gusto de Will, tocó el claxon y luego, viendo que no le cedía el paso, lo adelantó agresivamente por la derecha. No pudo ocultar su sarcasmo.
—¡Sorpresa! Mueller se equivocaba. Los asesinos en serie casi nunca tienen cómplices. A veces matan en pareja, como aquellos francotiradores de Washington o los de Phoenix, pero eso es más raro que una estufa en el infierno. ¿Conseguir apoyo logístico para llevar a cabo un crimen? Sería el primer caso. Estos tíos son lobos solitarios.
Nancy apuntaba todo lo que decía.
—¿Qué haces? —preguntó Will.
—Tomo notas.
«Por todos los santos, no estamos en la escuela», pensó.
—Ya que le has quitado el capuchón al boli, anota esto también —dijo con sorna—: En caso de que el asesino haya hecho un esprint de una punta a otra del país, comprobar las multas por exceso de velocidad en las carreteras principales.
Nancy asintió con la cabeza y luego preguntó con cautela:
—¿Quieres que te siga contando?
—Te escucho.
La cosa quedaba así: las edades de las víctimas, cuatro varones y dos mujeres, iban de los dieciocho a los ochenta y dos años. Tres en Manhattan, una en Brooklyn, una en Staten Island y una en Queens. La de ese día era la primera en el Bronx. El modus operandi siempre era el mismo. La víctima recibe una postal con una fecha de uno o dos días más tarde, cada una con un ataúd dibujado en el dorso, y es asesinada en la fecha de la postal. Dos a puñaladas, una a tiros, otra de manera que pareciera una sobredosis de heroína, otra atropellada por un coche que se subió a la acera, se la llevó por delante y se dio a la fuga, y otra arrojada desde una ventana.
—¿Y qué dijo Mueller de todo eso? —preguntó Will.
—Pensaba que el asesino estaba usando patrones diferentes para intentar despistarnos.
—¿Y tú qué piensas?
—Creo que esto se sale de lo normal. No es lo que pone en los manuales.
Will se imaginó sus textos sobre criminología, párrafos marcados de manera compulsiva con fluorescente amarillo y al margen, anotaciones pulcras con una letra minúscula.
—¿Qué hay del perfil de las víctimas? —preguntó—. ¿Alguna conexión?
No parecía haber ninguna relación entre las víctimas. Los informáticos de Washington estaban utilizando una base de datos múltiple para buscar comunes denominadores, una versión en supercomputadora de aquello de los seis grados de separación de Kevin Bacon, pero hasta el momento no había conexiones.
—¿Agresiones sexuales?
Nancy iba pasando páginas.
—Solo una, una hispana de treinta y dos años, Consuela Pilar López en Staten Island. La violaron y la acuchillaron hasta matarla.
—Cuando terminemos con lo del Bronx, quiero que empecemos por ahí.
—¿Por qué?
—Se puede saber mucho de un asesino por cómo trata a una señorita.
Se encontraban en la autopista Bruckner, entrarían en el Bronx por el este.
—¿Sabes a dónde tenemos que ir? —preguntó.
Nancy encontró la información en su libreta.
—Ocho cuatro siete de Sullivan Place.
—¡Gracias! No tengo ni puta idea de dónde está eso —gruñó—. Sé dónde está el campo de los Yankees y punto. Eso es todo lo que conozco del puto Bronx.
—Por favor, no digas tacos —dijo ella muy seria; pareció la reprimenda de una maestra—.Tengo un plano. —Lo desplegó, lo estudió un instante y miró alrededor—.Tenemos que salir en Bruckner Boulevard.
Continuaron en silencio durante más de un kilómetro. Will esperaba que Nancy acabara su exposición, pero ella miraba la carretera con cara larga.
Will por fin la miró y vio que le temblaba el labio inferior.
—¿Qué? ¿Te has mosqueado conmigo porque digo palabrotas, hostia puta?
Ella le miró con nostalgia.
—Eres muy distinto a John Mueller.
—Por Dios —murmuró Will—. ¿Tanto has tardado en darte cuenta?
Yendo hacia el sur por East Tremont pasaron junto a la comisaría 45 de Barkley Avenue, un edificio feo y bajo con muy pocas plazas de aparcamiento para todos los coches de policía que se amontonaban a su alrededor. El termómetro casi alcanzaba los treinta grados y la calle era un hervidero de puertorriqueños que acarreaban bolsas de plástico, empujaban carritos con niños o simplemente vagaban por ahí con el móvil pegado a la oreja, entrando y saliendo de los colmados, las bodegas y los baratillos. Las mujeres llevaban las carnes al aire. Para su gusto, había demasiadas jamonas con tops y shorts demasiado cortos contoneándose por allí en chanclas. «¿De verdad se creen que son sexys?», se preguntó. En comparación, su acompañante parecía una supermodelo.
Nancy estaba absorta en el plano, intentando no fastidiarla.
—Desde aquí es la tercera a la izquierda —dijo.
Sullivan Place era una calle nada apropiada para un asesinato. Coches patrulla, vehículos sin matrícula y furgonetas de los médicos forenses, todos aparcados en doble fila frente al escenario del crimen, bloqueando el tráfico. Will hizo señas a un joven policía que intentaba hacer transitable uno de los carriles y le mostró su identificación.
—Dios —gimió el poli—, no sé dónde le voy a meter. ¿Puede dar la vuelta a la manzana? A lo mejor encuentra un sitio a la vuelta de la esquina.
—A la vuelta de la esquina —repitió Will como un loro.
—Sí, dé la vuelta a la manzana, ya sabe... un par de giros a la derecha.
Will quitó las llaves del contacto, salió del coche y le tiró las llaves al policía. Los cláxones de los coches sonaron al momento ante el instantáneo embotellamiento.
—¿Qué hace? —vociferó el policía—. ¡No puede dejar esto aquí!
Nancy seguía sentada en el todoterreno, muerta de vergüenza.
Will la llamó.
—Vamos, no hay tiempo que perder. Y anota en tu libretita el número de placa del agente Cuneo, no sea que trate con descuido las propiedades del gobierno.
—Gilipollas —murmuró el policía.
Will se moría de ganas por tener una bronca y ese chaval le venía al pelo.
—¡Escúchame! —dijo, conteniendo su furia—, si a ti te gusta tu patético trabajo, a mí no me jodas. Y si no te importa una mierda, entonces prueba suerte. ¡Vamos! ¡Prueba!
Dos tipos cabreados con las venas a punto de explotar, cara a cara.
—¡Will! ¿Podemos irnos ya? —imploró Nancy—. Estamos perdiendo el tiempo.
El policía meneó la cabeza, se metió en el Explorer, arrancó, avanzó un poco y lo aparcó en doble fila, frente al coche de un detective. Will, respirando todavía profundamente, le guiñó el ojo a Nancy.
—Ya sabía yo que encontraría un sitio.
Era un bloque de apartamentos pequeño: tres plantas, seis pisos, una chapuza de ladrillo blanco sucio construida en los años cuarenta. La entrada estaba en penumbra y tenía un aspecto deprimente: suelo ajedrezado con baldosas marrones y negras, paredes color beis mugre, bombillas amarillas. Los hechos habían tenido lugar en el interior y en los alrededores del apartamento 1.° A, en la planta baja a la izquierda. Hacia el final del pasillo, cerca del hueco para las basuras, se hallaban reunidos los miembros de la familia en una desolación multigeneracional: una mujer de mediana edad sollozaba suavemente; su marido, un hombre con botas de trabajo, intentaba consolarla; una joven con un buen bombo había sufrido hiperventilación y se había sentado en el suelo para intentar calmarse; una chica vestida de domingo parecía desconcertada; un par de viejos con la camisa sin abrochar movían la cabeza y se rascaban la barbilla.
La puerta del apartamento estaba entornada. Will se coló dentro y Nancy le siguió. Cuando vio a tantos cocineros estropeando el caldo hizo un gesto de fastidio. Como mínimo había doce personas en un espacio de setenta metros cuadrados, lo cual multiplicaba astronómicamente las posibilidades de contaminación de la escena del crimen. Hizo un reconocimiento rápido con Nancy pisándole los talones y sorprendentemente nadie les detuvo ni les preguntó qué hacían allí. Salón: muebles de señora mayor y cacharritos; televisor de hacía veinte años. Se sacó un bolígrafo del bolsillo y lo usó para apartar las cortinas y así poder mirar a través de cada una de las ventanas; repitió ese mismo procedimiento en todas las habitaciones. Cocina: limpísima; ni un plato en el fregadero. Baño: también limpio; olor a polvos para los pies. Dormitorio: demasiada gente charlando como para ver algo más que un par de piernas gordotas, grises y con manchas, junto a una cama sin hacer, con un pie medio metido en una zapatilla de andar por casa.
—¿Quién está al mando? —gritó Will.
Un silencio repentino, hasta que alguien dijo:
—¿Quién lo pregunta?
Un detective calvo y gordo, vestido con un traje ajustado, se separó del grupo y fue hacia la entrada del dormitorio.
—FBI —dijo Will—. Soy el agente especial Piper.
Nancy parecía dolida por no haber sido presentada.
—Detective Chapman, comisaría 45. —Le tendió una mano grande y cálida que pesaba como un ladrillo. El tipo olía a cebolla.
—Detective, ¿qué le parece si dejamos esto libre para que podamos hacer una buena inspección del escenario del crimen?
—Mis chicos casi han terminado; en cuanto acaben, será todo suyo.
—Lo vamos a hacer ahora, ¿vale? La mitad de sus hombres no llevan guantes. Ninguno lleva botas. Lo están ensuciando todo, detective.
—Nadie está tocando nada —dijo Chapman a la defensiva. Entonces vio que Nancy estaba tomando notas y preguntó, nervioso—: ¿Y esta quién es? ¿Su secretaria?
—Agente especial Lipinski —dijo ella mientras agitaba con dulzura su libreta ante él—. ¿Me puede decir su nombre de pila, detective Chapman?
Will hizo esfuerzos para no sonreír.
Chapman no era dado a marcar territorio ante los federales. Habría perdido el tiempo cabreándose para acabar en el bando de los perdedores. La vida era demasiado corta.
—¡Escuchad todos! —gritó—.Tenemos aquí al FBI, y quieren que se vaya todo el mundo, así que recoged y dejadles hacer su trabajo.
—Que nos dejen la postal —dijo Will.
Chapman metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó una bolsa de plástico con cierre; dentro estaba la tarjeta.
—Aquí la tiene.
Cuando la habitación quedó vacía, inspeccionaron el cadáver junto con el detective. Hacía calor allí dentro, y los primeros efluvios de la putrefacción ya estaban en el aire. Para haber muerto de un disparo, había muy poca sangre: algunos coágulos en su enmarañado pelo gris, un chorreón que bajaba por la mejilla izquierda, donde la sangre que manaba de la oreja había formado un afluente que le recorría el cuello y goteaba en la moqueta verde musgo. La mujer estaba boca arriba, a unos treinta centímetros de los volantes floreados de su cama sin hacer, vestida con un camisón de algodón rosa que probablemente se habría puesto mil veces. Sus ojos, más secos que una pasa, estaban abiertos, con la mirada fija. Will había visto innumerables cadáveres, muchos de ellos embrutecidos hasta no reconocerlos como humanos. La dama en cuestión tenía buen aspecto, una bonita abuela puertorriqueña de la que pensarías que con un buen meneo de hombros reviviría. Miró a Nancy para medir su reacción ante la presencia de la muerte.
Estaba tomando notas.
Chapman empezó el análisis.
—Pues tal como yo lo veo...
Will alzó la mano y lo interrumpió a media frase.
—Agente especial Lipinski, ¿por qué no nos dice lo que ha pasado aquí?
Nancy se ruborizó y sus mejillas parecieron hincharse. El rubor se extendió por el cuello y desapareció bajo su blusa blanca. Tragó saliva y se mojó los labios con la punta de la lengua.
Comenzó con calma y fue cogiendo ritmo a medida que ponía orden en sus pensamientos.
—Bien, el asesino probablemente había estado aquí antes, no necesariamente dentro del apartamento pero sí cerca del edificio. El pestillo de seguridad de una de las ventanas de la cocina se abrió de manera premeditada. Tendría que echarle otro vistazo, pero yo diría que el marco de la ventana estaba podrido. Aun así, aunque se escondiera en el callejón de al lado, no se habría arriesgado a hacer todo el trabajo en una sola noche si lo que quería era tener la seguridad de que coincidiera con la fecha de la postal. Volvió anoche, entró por el callejón y acabó de sacar el pestillo. Luego cortó el vidrio con un cortacristales y desencajó el cerrojo desde fuera. Pisó alguna porquería en el callejón y dejó huellas en el suelo de la cocina, en la entrada, aquí mismo y allí.
Señaló dos manchas que había en la moqueta, incluido un churrete sobre el que estaba Chapman, que apartó los pies como si estuviera sobre algo radiactivo.
—Probablemente la mujer oyó algún ruido, porque se sentó e intentó ponerse las zapatillas. Antes de que pudiera hacerlo, el asesino ya estaba en la habitación y le disparó un tiro a quemarropa que le penetró por la oreja izquierda. Parece que fue una bala redonda de poco calibre, probablemente del 22. La bala está dentro del cráneo, no hay herida de salida. No creo que haya habido agresión sexual, pero tendremos que comprobarlo. También habrá que averiguar si han robado algo. El lugar no ha sido saqueado, pero no he visto el bolso por ninguna parte. Probablemente el asesino se marchó por donde entró. —Hizo una pausa y se apretó la frente—. Es todo. Eso es lo que creo que ha pasado.
Will la miró con el ceño fruncido, lo que la hizo sudar durante unos segundos, y después dijo:
—Sí, eso es justamente lo que yo pienso que ha pasado. —Nancy tenía cara de haber ganado un concurso de deletreo y miró con orgullo sus zapatos de suela de goma—. ¿Coincide usted con mi socia, detective?
Chapman se encogió de hombros.
—Podría haber sido así perfectamente. Sí, una pistola del 22, estoy seguro de que esa ha sido el arma.
«El colega no tiene ni puta idea», pensó Will.
—¿Sabe si han robado algo?
—Su hija dice que se han llevado el monedero. Ella fue quien la encontró esta mañana. La postal estaba en la mesa de la cocina, junto a otras cartas.
Will señaló los muslos de la anciana.
—¿Ha habido agresión sexual?
—¡No tengo ni idea! Si no les hubiera dado una patada en el culo a los forenses tal vez lo sabríamos —se quejó Chapman.
Will se inclinó y usó su bolígrafo para levantarle el camisón con cuidado. Miró en el interior de la tienda de campaña y vio ropa interior de señora mayor que no había sido mancillada.
—No lo parece —dijo—.Veamos la postal.
Will la inspeccionó con atención por delante y por detrás y se la pasó a Nancy.
—¿Es el mismo tipo de letra que en las anteriores?
Nancy dijo que así era.
—Una Courier de cuerpo 12 —dijo Will.
Ella le preguntó cómo era posible que supiera eso; parecía impresionada.
—Soy erudito en tipos de letra —respondió él con guasa. Leyó el nombre en voz alta—: Ida Gabriela Santiago.
Según Chapman, la hija le había dicho que su madre jamás usaba su segundo nombre.
Will se irguió y estiró la espalda.
—Muy bien, por nosotros ya está —dijo—. Mantengan el área clausurada hasta que llegue el equipo forense. Estaremos en contacto por si necesitamos algo.
—¿Tienen alguna pista sobre este descerebrado? —preguntó Chapman.
El teléfono móvil de Will empezó a entonar el Himno a la alegría dentro de su chaqueta. Mientras intentaba echarle mano contestó:
—Solo tenemos un montón de mierda, detective, pero es mi primer día en el caso. —Luego dijo al teléfono—: Aquí Piper...
Escuchó y sacudió la cabeza un par de veces.
—Cuando el río suena, agua lleva —dijo—. Dime, Mueller no se habrá recuperado milagrosamente, ¿verdad?... Mala suerte. —Colgó y alzó la vista—. ¿Preparada para una noche larga, socia?
Nancy asintió como esos muñecos que tienen un muelle en el cuello. Daba la sensación de que le gustaba que la llamara «socia», de que le gustaba mucho.
—Era Sánchez —dijo Will—.Tenemos otra postal, pero esta es un poco diferente. Lleva la fecha de hoy, y el tipo continúa vivo.