Consuela López estaba agotada y dolorida. Se encontraba en la popa del ferry de Staten Island, sentada donde siempre, cerca de la salida para poder desembarcar enseguida. Si perdía el autobús 51, que pasaba a las 22.45, tendría que esperar un buen rato en la estación de autobuses de St. George para tomar el siguiente. El motor diesel de nueve mil caballos transmitía vibraciones a su delgado cuerpo y le daba sueño, pero desconfiaba demasiado de sus compañeros de viaje como para cerrar los ojos y que le desapareciera el bolso.
Había apoyado su inflamado tobillo izquierdo en el banco de plástico, pero había puesto un periódico debajo del talón. Poner el zapato directamente sobre el asiento habría sido una grosería y una falta de respeto. Se había hecho un esguince en el tobillo al tropezar con el cable de la aspiradora. Limpiaba oficinas en la zona baja de Manhattan y ese era el final de una larga jornada y una larga semana. Que el accidente ocurriera el viernes era una bendición porque tenía el fin de semana para recuperarse. No podía permitirse el lujo de perder un día de trabajo, así que rezó para que el lunes ya se encontrara bien. Si el sábado por la noche todavía le dolía, el domingo por la mañana iría a misa temprano y le rogaría a la Virgen María que la ayudara a curarse pronto. También quería ver al padre Rochas para enseñarle la postal que había recibido y que disipase sus miedos.
Consuela era una mujer feúcha que apenas hablaba inglés, pero era joven y tenía un cuerpo bonito, así que siempre estaba en guardia cuando se le insinuaban. Unas pocas filas más adelante había un joven hispano con una sudadera gris que no paraba de mirarla, y aunque al principio se sintió incómoda, algo en sus blancos dientes y en sus despiertos ojos le llevó a responderle con una educada sonrisa. No hizo falta más. El chico se presentó y pasó los últimos diez minutos del trayecto sentado junto a ella y compadeciéndose de su lesión.
Cuando el ferry llegó a puerto, Consuela bajó cojeando, sin aceptar la ayuda que él le ofrecía. Fue tan atento como para seguirla unos pasos por detrás a pesar de que caminaba a paso de tortuga. Le ofreció llevarla a casa pero ella dijo que no; eso estaba fuera de lugar. Pero como el ferry se había retrasado unos minutos y ella avanzaba tan despacio, acabó perdiendo el autobús y reconsideró la oferta. Parecía un buen chico. Era divertido y respetuoso. Aceptó y, cuando él se fue al aparcamiento a por el coche, Consuela se santiguó.
Cuando se acercaban a la curva que daba a su casa, en Fingerboard Road, el humor del chico cambió y ella empezó a preocuparse. La preocupación se convirtió en miedo cuando él apretó el acelerador y pasó de largo su calle sin hacer caso de sus protestas. Siguió conduciendo en silencio por Bay Street hasta que giró bruscamente a la izquierda, hacia el parque Arthur von Briesen.
Al final de la oscura carretera, ella lloraba y él gritaba y agitaba una navaja automática. La obligó a salir del coche y la arrastró del brazo, amenazándola con hacerle daño si gritaba. Su dolorido tobillo ya no le importaba. Corría tirando de ella entre los matorrales en dirección al agua. Consuela se estremecía de dolor, pero tenía demasiado miedo para hacer ruido.
La colosal superestructura del puente Verrazano-Narrows se alzaba oscura ante ellos como una presencia maléfica. No había ni un alma a la vista. En un claro de la arboleda la tiró al suelo y le arrancó el bolso de las manos. Ella empezó a sollozar y él le dijo que se callara. Rebuscó entre sus pertenencias y se embolsó los pocos dólares que llevaba. Entonces encontró la postal que le habían enviado con el dibujo hecho a mano de un ataúd y la fecha: 22 de mayo de 2009. Miró la postal y sonrió como un sádico.
—¿Piensa que yo le envié esto? —preguntó en español.
—No sé —dijo ella entre sollozos, sacudiendo la cabeza.
—Bueno, pues ahora le voy a enviar esto —dijo riendo y quitándose el cinturón.