CAPÍTULO 19

El consejo se parte en dos

Hubo demasiadas despedidas.

Aquella noche vi usar por primera vez en cuerpos reales las mortajas del campamento; algo que no deseaba volver a presenciar.

Entre los muertos se hallaba Lee Fletcher, de la cabaña de Apolo, que había caído bajo la porra de un gigante. Lo envolvieron en un sudario dorado sin ningún adorno. El hijo de Dioniso que había sucumbido luchando con un mestizo enemigo fue amortajado con un sudario morado oscuro, con un bordado de viñas. Se llamaba Castor. Me sentía avergonzado porque lo había visto por el campamento durante tres años y ni siquiera me había molestado en aprenderme su nombre. Tenía diecisiete años. Su hermano gemelo, Pólux, trató de pronunciar unas palabras, pero la voz se le estranguló y tomó la antorcha sin más. Encendió la pira funeraria situada en el centro del anfiteatro y, en unos segundos, el fuego se tragó la hilera de mortajas mientras las chispas y el humo se elevaban al cielo.

Nos pasamos el día siguiente atendiendo a los heridos, que eran prácticamente todos los campistas. Los sátiros y las dríadas se afanaron en reparar los daños causados al bosque.

A mediodía, el Consejo de Sabios Ungulados celebró una sesión de urgencia en su arboleda sagrada. Estaban presentes los tres viejos sátiros y también Quirón, que había adoptado su forma con silla de ruedas. Se le estaba soldando el hueso de la pata que se había roto y tendría que permanecer unos meses así, hasta que se le curase y pudiera soportar otra vez su peso. La arboleda estaba atestada de sátiros, de dríadas e incluso de náyades que habían salido del agua, todos ellos —eran centenares— ansiosos por oír lo que había sucedido. Enebro, Annabeth y yo permanecimos junto a Grover.

Sileno quería desterrarlo inmediatamente, pero Quirón lo persuadió para que al menos oyera los testimonios primero. Así pues, le contamos a todo el mundo lo ocurrido en la cueva de cristal y lo que nos había dicho Pan. Luego, numerosos testigos presentes en la batalla describieron el extraño sonido que Grover había emitido, provocando la retirada del ejército del titán.

—Era pánico lo que sentían —insistía Enebro—. Grover consiguió convocar el poder del dios salvaje.

—¿Pánico? —pregunté.

—Percy —me explicó Quirón—, durante la primera guerra entre los dioses y los titanes, el señor Pan soltó un grito horrible y el ejército enemigo huyó despavorido. Ese es… o era su mayor poder: una oleada de miedo que ayudó a los dioses a alzarse con la victoria. La palabra pánico proviene de Pan, ¿entiendes? Y Grover utilizó ese poder, sacándolo de sí mismo.

—¡Absurdo! —bramó Sileno—. ¡Sacrilegio! Tal vez el dios salvaje nos favoreció con una bendición. ¡O tal vez la música de Grover era tan espantosa que asustó al enemigo!

—No fue así, señor —intervino el acusado. Parecía mucho más calmado de lo que habría estado yo si me hubieran insultado de aquella manera—. El dios nos transmitió su espíritu. Debemos actuar. Cada uno debe contribuir a renovar la vida salvaje y preservar la que aún queda. Hemos de propagar la noticia. Pan ha muerto. Sólo quedamos nosotros.

—Después de dos mil años de búsqueda, ¿pretende que nos creamos eso? —gritó Sileno—. ¡Nunca! Hemos de continuar buscando. ¡Destierro al traidor!

Algunos de los sátiros más ancianos murmuraron su aprobación.

—¡Votemos! —exigió Sileno—. ¿Quién va a creer, además, a este joven y ridículo sátiro?

—¡Yo! —exclamó una voz conocida.

Todos nos volvimos. Cruzando la arboleda a grandes zancadas, apareció Dioniso. Llevaba un traje negro muy formal, de modo que casi no lo reconocí, y también una corbata morada, una camisa violeta y su pelo rizado cuidadosamente peinado. Tenía los ojos inyectados en sangre, como de costumbre, y su rollizo rostro parecía algo sofocado, pero daba la impresión de hallarse bajo los efectos del dolor y no de la abstinencia forzada.

Todos los sátiros se levantaron en señal de respeto e inclinaron la cabeza cuando se acercó. Dioniso hizo un gesto con la mano y surgió de la tierra otro asiento junto a Sileno: un trono hecho de ramas de vid.

Tomó asiento y cruzó las piernas. Chasqueó los dedos. Un sátiro se acercó corriendo con una bandeja de queso y galletitas y con una Coca Light.

El dios del vino contempló a la muchedumbre congregada a su alrededor.

—¿Me habéis echado de menos?

Todos los sátiros se apresuraron a asentir y a hacerle reverencias.

—¡Oh, sí! ¡Mucho, señor!

—¡Pues yo no he echado nada de menos este lugar! —les soltó el dios—. Traigo malas noticias, amigos míos. Pésimas noticias. Los dioses menores están cambiando de bando. Morfeo se ha pasado al enemigo. Hécate, Jano y Némesis también. Zeus tonante sabrá cuántos más…

Un trueno resonó a lo lejos.

—¡Peor todavía! —añadió—. Ni siquiera el mismísimo Zeus lo sabe. Bueno, quiero oír la historia de Grover. Otra vez. Desde el principio.

—Pero, ¡mi señor —protestó Sueno—, son sólo sandeces!

Los ojos de Dioniso relampaguearon con un brillo púrpura.

—Acabo de enterarme de que mi hijo Castor ha muerto, Sileno. No estoy de humor. Harías bien en seguirme la corriente.

Sileno tragó saliva y le hizo un gesto a Grover para que volviera a empezar.

Cuando concluyó, el señor D asintió.

—Da la impresión de que Pan habría hecho una cosa así. Grover tiene razón: esa búsqueda es agotadora. Debéis empezar a pensar por vuestra propia cuenta. —Se volvió hacia un sátiro—. ¡Tráeme unas uvas peladas, rápido!

—¡Sí, señor! —El sátiro salió corriendo.

—¡Hemos de desterrar al traidor! —insistió Sileno.

—Y yo digo que no —le replicó Dioniso—. Ese es mi voto.

—Yo también voto que no —intervino Quirón.

Sileno apretó los dientes con aire testarudo.

—¿A favor de desterrarlo?

El mismo y los otros dos viejos sátiros alzaron la mano.

—Tres a dos —sentenció Sileno.

—Sí —dijo Dioniso—, pero, por desgracia para ti, el voto de un dios vale por dos. Y como he votado en contra, estamos empatados.

Sileno se puso de pie, indignado.

—¡Esto es un escándalo! ¡El consejo no puede permanecer en semejante callejón sin salida!

—Entonces, ¡disuelve el consejo! —replicó el señor D—. Me tiene sin cuidado.

Sileno le hizo una envarada reverencia y abandonó la arboleda con sus dos colegas. Unos veinte sátiros los siguieron. Los demás permanecieron en su sitio, murmurando con inquietud.

—No os preocupéis —intervino Grover—. No necesitamos a un consejo que nos diga lo que debemos hacer. Eso podemos deducirlo por nuestra cuenta.

Repitió otra vez las palabras de Pan: que debían contribuir a salvar la vida salvaje aunque fuese poco a poco. Luego empezó a dividir a los sátiros en grupos: los que se ocuparían de los parques nacionales, los que debían salir en busca de los últimos rincones salvajes y los que habían de defender los parques de las grandes ciudades.

—Bueno —me dijo Annabeth—. Me parece que Grover se nos está haciendo mayor.

* * *

Aquella tarde me encontré a Tyson en la playa hablando con Briares. Este se había puesto a construir un castillo de arena con unas cincuenta manos. En realidad, lo hacía sin prestar mucha atención, pero sus manos habían levantado por sí solas un recinto de tres pisos con muros fortificados, foso y puente levadizo.

Tyson estaba dibujando un mapa en la arena.

—Gira a la izquierda en el acantilado —le dijo a Briares—. Sigue directamente hacia abajo cuando veas el barco hundido. Luego, a un par de kilómetros hacia el este, pasada la tumba de la sirena, empezarás a ver las hogueras.

—¿Le estás indicando el camino a las fraguas? —pregunté.

Tyson asintió.

—Briares quiere echar una mano. Les enseñará a los cíclopes técnicas que habían caído en el olvido para fabricar armas y armaduras mejores.

—Quiero estar con los cíclopes —asintió Briares—. No quiero seguir solo más tiempo.

—No creo que te sientas solo allá abajo —le dije, aunque con cierta melancolía, porque yo nunca había estado en el reino de Poseidón—. Te van a mantener ocupado.

El rostro de Briares adoptó una expresión de felicidad.

—¡Me gusta cómo suena! ¡Ojalá pudiera venir Tyson también!

Éste se ruborizó.

—He de quedarme con mi hermano. Te irá bien, Briares. Gracias.

El centimano me estrechó la mano unas cien veces.

—Nos veremos de nuevo, Percy. ¡Lo sé!

Luego le dio a Tyson un abrazo de pulpo y empezó a internarse mar adentro. Nos quedamos observándolo hasta que su enorme cabeza desapareció entre las olas.

Le di a Tyson una palmadita en la espalda.

—Le has sido de gran ayuda.

—Sólo hablé con él.

—Creíste en él. Sin Briares, jamás habríamos derrotado a Campe.

Tyson sonrió de oreja a oreja.

—¡Sabe tirar pedruscos!

Me eché a reír.

—Sí, menudos pedruscos. Venga, grandullón, vamos a cenar.

* * *

Resultaba agradable cenar normalmente en el campamento. Tyson se sentó conmigo en la mesa de Poseidón. La perspectiva del crepúsculo sobre Long Island Sound era preciosa. Las cosas no habían vuelto a la normalidad ni mucho menos, pero cuando me acerqué al brasero y arrojé una parte de mi comida a las llamas como ofrenda a Poseidón, sentí que tenía muchos motivos para estar agradecido. Mis amigos y yo seguíamos vivos. El campamento estaba a salvo. Cronos había sufrido un revés, y al menos podríamos respirar un tiempo.

Mi único motivo de preocupación era Nico, que se había recluido entre las sombras del fondo del pabellón. Le habían ofrecido sitio en la mesa de Hermes, e incluso en la mesa principal, pero él lo había rechazado.

Después de la cena, todos los campistas se encaminaron hacia el anfiteatro, donde la cabaña de Apolo nos había prometido un espectacular recital a coro para levantarnos el ánimo, pero Nico dio media vuelta y se adentró en el bosque. Pensé que sería mejor seguirlo.

Al deslizarme bajo las sombras de los árboles, me di cuenta de que se estaba haciendo muy oscuro. Nunca había tenido miedo en el bosque, a pesar de que sabía que estaba plagado de monstruos. Aun así, pensé en la batalla del día anterior y me pregunté si algún día volvería a ser capaz de caminar por allí sin recordar los horrores de aquellos combates.

No veía a Nico, pero tras unos minutos caminando divisé un resplandor un poco más adelante. Primero creí que Nico había encendido una antorcha. Al acercarme más, me di cuenta de que era el resplandor de un fantasma. La forma temblorosa de Bianca di Angelo se alzaba en medio del claro, sonriendo a su hermano. Le dijo algo, le acarició la cara —o lo intentó— y luego su imagen se desvaneció por completo.

Nico se dio la vuelta y me vio, pero no pareció enfurecerse.

—Estaba despidiéndome —explicó con voz ronca.

—Te hemos echado de menos durante la cena —le dije—. Podrías haberte sentado conmigo.

—No.

—No puedes saltarte las comidas, Nico. Si no quieres quedarte en la cabaña de Hermes, quizá puedan hacer una excepción y alojarte en la Casa Grande. Allí hay muchas habitaciones.

—No voy a quedarme, Percy.

—Pero… no puedes marcharte así como así. Es demasiado peligroso que un mestizo ande solo por ahí. Necesitas entrenarte.

—Yo me entreno con los muertos —replicó en tono tajante—. Este campamento no es para mí. Por algo no pusieron una cabaña de Hades. Él no es bienvenido aquí, como tampoco en el Olimpo. Yo no encajo en este lugar. Debo irme.

Habría deseado discutir, pero una parte de mí sabía que estaba en lo cierto. No me gustaba la idea, pero Nico tendría que encontrar su propio y oscuro camino. Me acordé de lo sucedido en la cueva de Pan; el dios salvaje nos había dirigido unas palabras a cada uno… salvo a él.

—¿Cuándo te vas? —le pregunté.

—Ahora. Tengo toneladas de cuestiones pendientes. Como, por ejemplo, quién era mi madre. O quién nos pagaba el colegio a Bianca y a mí. O quién era ese abogado que nos sacó del hotel Loto. No sé nada de mi pasado. He de averiguarlo.

—Es lógico —reconocí—. Pero espero que no tengamos que ser enemigos.

Él bajó la mirada.

—Lamento haberme portado como un mocoso. Debería haberte escuchado cuando pasó lo de Bianca.

—Por cierto… —Me saqué una cosa del bolsillo—. Tyson encontró esto mientras limpiábamos la cabaña. Pensé que quizá lo querrías. —Le tendí una figurita de plomo de Hades: la estatuilla del juego de Mitomagia que Nico había dejado tirada cuando huyó del campamento el invierno anterior.

Él vaciló.

—Ya no juego a esto. Es para críos.

—Tiene una potencia de ataque de cuatro mil —señalé en tono persuasivo.

—De cinco mil —me corrigió—, pero sólo si tu oponente ataca primero.

Sonreí.

—A lo mejor tampoco está mal volver a ser un crío de vez en cuando. —Le lancé la figurita.

Nico la estudió unos segundos y se la guardó en el bolsillo.

—Gracias.

Le tendí la mano. Él me la estrechó de mala gana. Tenía la piel fría como un témpano.

—He de investigar un montón de cosas —dijo—. Algunas… Bueno, si me entero de algo útil, te lo haré saber.

No sabía muy bien a qué se refería, pero asentí.

—Mantente en contacto, Nico.

Dio media vuelta y se alejó lentamente por el bosque. Las sombras parecían doblarse hacia él a medida que avanzaba, como si quisieran llamar su atención.

Una voz dijo a mi espalda:

—Ahí va un joven muy turbado.

Me volví y me encontré a Dioniso allí mismo, vestido aún con su traje negro.

—Acompáñame —indicó.

—¿Adonde? —pregunté, suspicaz.

—A la hoguera del campamento. Estaba empezando a sentirme bien, así que se me ha ocurrido hablar un rato contigo. Tú siempre consigues ponerme de mal humor.

—Ah, gracias.

Caminamos en silencio por el bosque. Advertí que en realidad Dioniso andaba por el aire: sus lustrosos zapatos negros se deslizaban a un par de centímetros del suelo. Supuse que no quería manchárselos.

—Hemos sufrido muchas traiciones —empezó—. Las cosas no pintan bien para el Olimpo. Pero tú y Annabeth habéis salvado el campamento. No estoy seguro de si debo darte las gracias.

—Ha sido un trabajo en equipo.

Él se encogió de hombros.

—A pesar de todo. Yo diría que ha sido un trabajo bastante competente el que habéis llevado a cabo. Y he pensado que debías saber… que no ha sido del todo en vano.

Llegamos al anfiteatro y Dioniso señaló la hoguera. Clarisse estaba pegada a un corpulento chico hispano que parecía contarle un chiste. Era Chris Rodríguez, el mestizo que había perdido la razón en el laberinto.

Me volví hacia Dioniso.

—¿Vos lo habéis curado?

—La locura es mi especialidad. Ha sido sencillo.

—Pero… habéis hecho una buena acción. ¿Por qué?

Arqueó una ceja.

—¡Porque soy bueno! Irradio bondad, Perry Johansson. ¿No lo has notado?

—Eh…

—Tal vez me sentía apesadumbrado por la muerte de mi hijo. Tal vez pensé que ese tal Chris merecía una segunda oportunidad. En todo caso, parece haber servido para mejorarle el humor a Clarisse.

—¿Y por qué me lo contáis?

El dios del vino suspiró.

—Que me aspen si lo sé. Pero recuerda, muchacho, que una buena acción puede ser a veces igual de poderosa que una espada. Como mortal, nunca fui un guerrero, un atleta o un poeta muy destacado. Me dedicaba sólo a hacer vino. Los de mi pueblo se reían de mí. Decían que nunca llegaría a nada. Mírame ahora. A veces las cosas más insignificantes pueden volverse muy grandes.

Me dejó solo para que pensara en ello. Mientras contemplaba a Clarisse y a Chris cantando estúpidas canciones de campamento y tomándose de las manos en la oscuridad, donde creían que nadie los veía, no pude reprimir una sonrisa.