Abro un ataúd
Saltar por una ventana a mil quinientos metros del suelo no suele ser mi diversión favorita. Sobre todo si llevo encima unas alas de bronce y tengo que agitar los brazos como un pato.
Caía en picado hacia el valle: directo hacia las rocas rojizas del fondo. Ya estaba convencido de que iba a convertirme en una mancha de grasa en el Jardín de los Dioses cuando oí que Annabeth me gritaba desde arriba:
—¡Extiende los brazos! ¡Mantenlos extendidos!
Por suerte, la pequeña parte de mi cerebro de la que aún no se había apoderado el pánico captó sus instrucciones y mis brazos obedecieron. En cuanto los extendí, las alas se pusieron rígidas, atraparon el viento y frenaron mi caída. Empecé a descender planeando, pero ya con un ángulo sensato, como un halcón cuando se lanza sobre su presa.
Aleteé una vez con los brazos, para probar, y tracé un arco en el aire con el viento soplándome en los oídos.
—¡Yuju! —grité. Era una sensación increíble. En cuanto le pillé el tranquillo, sentí como si las alas formaran parte de mi cuerpo. Podía remontarme en el cielo o bajar en picado cuando lo deseaba.
Levanté la vista y vi a mis amigos —Rachel, Annabeth y Nico— describiendo círculos y destellando al sol con sus alas metálicas. Más allá, se divisaba la humareda que salía por los ventanales del taller de Dédalo.
—¡Aterricemos! —gritó Annabeth—. Estas alas no durarán eternamente.
—¿Cuánto tiempo calculas? —preguntó Rachel.
—¡Prefiero no averiguarlo!
Nos lanzamos en picado hacia el Jardín de los Dioses. Tracé un círculo completo alrededor de una de las agujas de piedra y les di un susto de muerte a un par de escaladores. Luego planeamos los cuatro sobre el valle, sobrevolamos una carretera y fuimos a parar a la terraza del centro de visitantes. Era media tarde y aquello estaba repleto de gente, pero nos quitamos las alas a toda prisa. Al examinarlas de cerca, vi que Annabeth tenía razón. Los sellos autoadhesivos que las sujetaban a la espalda estaban a punto de despegarse y algunas plumas de bronce ya empezaban a desprenderse. Era una lástima, pero no podíamos arreglarlas ni mucho menos dejarlas allí para que las encontraran los mortales, así que las metimos a presión en un cubo de basura que había frente a la cafetería.
Usé los prismáticos turísticos para observar la montaña donde estaba el taller de Dédalo y descubrí que se había desvanecido. No se veía ni rastro del humo ni de los ventanales rotos. Sólo una ladera árida y desnuda.
—El taller se ha desplazado —dedujo Annabeth—. Vete a saber adonde.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunté—. ¿Cómo regresamos al laberinto?
Annabeth escrutó a los lejos la cumbre de Pikes Peak.
—Quizá no podamos. Si Dédalo muriera… Él ha dicho que su fuerza vital estaba ligada al laberinto. O sea, que tal vez haya quedado totalmente destruido. Quizá eso detenga la invasión de Luke.
Pensé en Grover y Tyson, todavía en alguna parte allá abajo. En cuanto a Dédalo… aunque hubiese cometido horribles faltas y puesto en peligro a todas las personas que me importaban, igualmente pensé que le había caído en suerte una muerte horrible.
—No —dijo Nico—. No ha muerto.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —pregunté.
—Cuando la gente muere, yo lo sé. Tengo una sensación, como un zumbido en los oídos.
—¿Y Tyson y Grover?
Nico meneó la cabeza.
—Eso es más difícil. Ellos no son humanos ni mestizos. No tienen alma mortal.
—Hemos de llegar a la ciudad —decidió Annabeth—. Allí tendremos más posibilidades de encontrar una entrada al laberinto. Debemos volver al campamento antes que aparezcan Luke y su ejército.
—Podríamos tomar un avión —sugirió Rachel.
Me estremecí.
—Yo no vuelo.
—Pero si acabas de hacerlo.
—Eso era a poca altura, y de todas formas ya entrañaba su riesgo. Pero volar muy alto es otra cosa… Es territorio de Zeus, no puedo hacerlo. Además, no hay tiempo para un avión. El camino de regreso más rápido es el laberinto.
No lo expresé en voz alta, pero tenía la esperanza de que tal vez, sólo tal vez, encontráramos por el camino a Grover y Tyson.
—Necesitamos un coche para llegar a la ciudad —señaló Annabeth.
Rachel echó un vistazo al aparcamiento. Esbozó una mueca, como si estuviera a punto de hacer una cosa que lamentaba por anticipado.
—Yo me encargo.
—¿Cómo? —preguntó Annabeth.
—Confía en mí.
Mi amiga parecía molesta, pero asintió.
—Vale, voy a comprar un prisma en la tienda de regalos. Intentaré crear un arco iris y enviar un mensaje al campamento.
—Voy contigo —intervino Nico—. Tengo hambre.
—Entonces yo me quedo con Rachel —dije—. Nos vemos en el aparcamiento.
Rachel frunció el ceño, como si no quisiera que la acompañara. Lo cual me hizo sentir un poco incómodo, pero la seguí de todos modos.
Se dirigió hacia un gran coche negro estacionado en un extremo del aparcamiento. Era un Lexus, con chófer y todo: el tipo de cochazo que veía a menudo por las calles de Manhattan. El conductor estaba fuera, leyendo el periódico. Iba con traje oscuro y corbata.
—¿Qué vas a hacer? —le pregunté a Rachel.
—Tú espera aquí —contestó, agobiada—. Por favor.
Se fue directa hacia el chófer y habló con él. El hombre puso mala cara. Rachel añadió algo más. Entonces el tipo palideció y dobló el periódico a toda prisa. Asintió y buscó a tientas el teléfono móvil. Tras una breve llamada, le abrió a Rachel la puerta trasera para que subiera. Ella me señaló y el chófer inclinó otra vez la cabeza, como diciendo: «Sí, señorita. Lo que usted quiera.»
No entendía por qué se había puesto tan nervioso.
Rachel vino a buscarme justo cuando Nico y Annabeth salían de la tienda de regalos.
—He hablado con Quirón —dijo Annabeth—. Se están preparando lo mejor posible para la batalla, pero quiere que volvamos al campamento. Necesitan a todos los héroes que puedan reclutar. ¿Hemos conseguido un coche?
—El conductor está listo —contestó Rachel.
El chófer estaba hablando con un tipo vestido con un polo y un pantalón caqui, que debía de ser el cliente que le había alquilado el coche. El tipo protestaba airadamente, pero oí que el otro le decía:
—Lo lamento mucho, señor. Se trata de una emergencia. Acabo de pedirle otro coche.
—Vamos —dijo Rachel.
Subió sin mirar siquiera al cliente, que se había quedado patidifuso, y los demás la seguimos. Unos minutos más tarde volábamos por la carretera. Los asientos eran de cuero y sobraba espacio para estirar las piernas. Había pantallas planas de televisión en los reposacabezas de delante y un minibar lleno de agua mineral, refrescos y aperitivos. Empezamos a ponernos morados.
—¿Adonde, señorita Dare? —preguntó el conductor.
—Aún no estoy segura, Robert. Debemos dar una vuelta por la ciudad y… echar un vistazo.
—Como usted diga, señorita.
Miré a Rachel.
—¿Conoces a este tipo?
—No.
—Pero lo ha dejado todo para ayudarte. ¿Por qué?
—Tú mantén los ojos abiertos —replicó ella—. Ayúdame a buscar.
Lo cual no era precisamente una respuesta.
Circulamos por Colorado Springs durante una media hora y no vimos nada que a Rachel le pareciera una posible entrada al laberinto. En ese momento era muy consciente del contacto de su hombro contra el mío. No podía dejar de preguntarme quién sería exactamente y cómo podía arreglárselas para acercarse a un chófer cualquiera y conseguir en el acto que la llevara.
Después de una hora dando vueltas, decidimos dirigirnos al norte, hacia Denver, pensando que quizá en una ciudad más grande nos resultaría más fácil encontrar una entrada al laberinto, aunque la verdad es que habíamos empezado a ponernos nerviosos. Estábamos perdiendo tiempo.
Entonces, cuando ya salíamos de Colorado Springs, Rachel se incorporó de golpe en su asiento.
—¡Salga de la autopista!
El conductor se volvió.
—¿Sí, señorita?
—He visto algo. Creo. Salga por ahí.
El hombre viró bruscamente entre los coches y tomó la salida.
—¿Qué has visto? —le pregunté, porque ya estábamos prácticamente fuera de la ciudad. No se veía nada alrededor, salvo colinas, prados y algunas granjas dispersas. Rachel indicó al hombre que tomara un camino de tierra muy poco prometedor. Pasamos junto a un cartel demasiado deprisa para que me diese tiempo a leerlo, pero Rachel dijo:
—Museo de Minería e Industria.
Para tratarse de un museo, no parecía gran cosa: un edificio pequeño, como una estación de tren antigua, con perforadoras, máquinas de bombeo y viejas excavadoras expuestas afuera.
—Allí. —Rachel señaló un orificio en la ladera de una colina cercana: un túnel cerrado con tablones y cadenas—. Una antigua entrada a la mina.
—¿Es una puerta del laberinto? —preguntó Annabeth—. ¿Cómo puedes estar tan segura?
—Bueno, ¡mírala! —respondió Rachel—. O sea… yo lo veo, ¿vale?
Le dio las gracias al chófer y nos bajamos los cuatro. Él ni siquiera pidió que le pagásemos.
—¿Está segura de que no corre ningún peligro, señorita Dare? Con mucho gusto puedo llamar a su…
—¡No! —exclamó Rachel—. No, de veras. Gracias, Robert. No necesitamos nada.
El museo parecía cerrado, así que nadie nos molestó mientras subíamos la cuesta hacia la entrada de la mina. En cuanto llegamos vi la marca de Dédalo grabada en el candado. El misterio era cómo podía haber captado Rachel una cosa tan diminuta desde la autopista. Toqué el candado y las cadenas cayeron al suelo en el acto. Quitamos los tablones a patadas y entramos. Para bien o para mal, estábamos de nuevo en el laberinto.
* * *
Los túneles de tierra se volvieron enseguida de piedra. Giraban y se ramificaban una y otra vez, tratando de confundirnos, pero Rachel no tenía problemas para guiarnos. Le dijimos que teníamos que regresar a Nueva York y ella apenas se detenía cuando los túneles planteaban un dilema.
Para mi sorpresa, Rachel y Annabeth se pusieron a charlar mientras caminábamos. Annabeth le hizo varias preguntas personales, pero, como Rachel se mostraba evasiva, empezaron a hablar de arquitectura. Resultó que Rachel tenía ciertos conocimientos de la materia porque había estudiado arte. Hablaban de las fachadas de distintos edificios de Nueva York («¿Has visto ese otro?», bla, bla, bla), así que me quedé un poco más atrás con Nico, sumido en un incómodo silencio.
—Gracias por venir a buscarnos —le dije por fin.
Nico entornó los párpados. Ya no parecía enfurecido como antes; sólo receloso y cauto.
—Te debía una por lo del rancho, Percy. Además… quería ver a Dédalo con mis propios ojos. Minos tenía razón, en cierto modo. Dédalo habría de morir. Nadie debería ser capaz de eludir la muerte tanto tiempo. No es natural.
—Es lo que tú has buscado todo el tiempo —comenté—. Intercambiar el alma de Dédalo por la de tu hermana.
Nico caminó otros cincuenta metros antes de responder.
—No ha sido fácil, ¿sabes? Tener sólo a los muertos por compañía. Saber que jamás seré aceptado entre los vivos. Sólo los muertos me respetan, y es porque me tienen miedo.
—Podrías ser aceptado —aseguré—. Podrías hacer amigos en el campamento.
Él se quedó mirándome.
—¿De veras lo crees, Percy?
No respondí. La verdad era que no lo sabía. Nico siempre había sido algo diferente, pero desde la muerte de Bianca se había vuelto casi… espeluznante. Tenía los ojos de su padre: ese fuego intenso y maníaco que te hacía sospechar que era un genio o un loco. Y la manera en que había fulminado a Minos y se había llamado a sí mismo el rey de los fantasmas… resultaba impresionante, desde luego, pero también me intimidaba.
Antes de que atinara a decirle algo, me tropecé con Rachel, que se había detenido. Nos encontrábamos en una encrucijada. El túnel continuaba recto, pero había un ramal que doblaba a la derecha: un pasadizo circular excavado en la oscura roca volcánica.
—¿Qué pasa? —pregunté.
Rachel examinó aquel túnel oscuro. A la débil luz de la linterna, su rostro se parecía al de uno de los espectros de Nico.
—¿Es éste el camino? —preguntó Annabeth.
—No —contestó Rachel, nerviosa—. En absoluto.
—Entonces, ¿por qué nos paramos? —pregunté.
—Escucha —indicó Nico.
Noté una ráfaga de viento procedente del túnel, como si la salida estuviera cerca. Y percibí un olor conocido que me traía malos recuerdos.
—Eucaliptos —dije—. Como en California.
El pasado invierno, cuando nos enfrentamos a Luke y el titán Atlas en la cima del monte Tamalpais, el aire olía exactamente igual.
—Hay algo maligno al fondo de ese túnel —dijo Rachel—. Algo muy poderoso.
—Y el aroma de la muerte —añadió Nico, lo cual no contribuyó a que me sintiera mejor.
Annabeth y yo nos miramos.
—La entrada de Luke —dedujo—. La que lleva al monte Othrys, al palacio del titán.
—He de comprobarlo —dije.
—No, Percy.
—Luke podría estar ahí mismo —insistí—. O Cronos… Tengo que averiguar qué pasa.
Annabeth vaciló.
—Entonces iremos todos.
—No —dije—. Es demasiado peligroso. Si cayera Nico en sus manos, o la propia Rachel, Cronos podría utilizarlos. Tú quédate aquí para protegerlos.
Me guardé una cosa: que me preocupaba Annabeth. No me fiaba de lo que pudiera hacer si veía otra vez a Luke. Él ya la había engañado y manipulado demasiadas veces.
—No, Percy —rogó Rachel—, no vayas tú solo.
—Iré deprisa —le prometí—. No cometeré ninguna estupidez.
Annabeth se sacó del bolsillo la gorra de los Yankees.
—Llévate esto, por lo menos. Y anda con cuidado.
—Gracias. —Recordé la última vez que nos habíamos separado, cuando me había deseado suerte con un beso en el monte Saint Helens. Esta vez lo único que me había ganado había sido la gorra.
Me la puse.
—Ahí va la nada andante…
Y me deslicé, invisible, por el oscuro pasadizo de roca.
* * *
Incluso antes de llegar a la salida oí voces: los rugidos y ladridos de los herreros-demonios marinos, los telekhines.
—Al menos conseguimos salvar la hoja —dijo uno—. El amo nos recompensará de todos modos.
—Sí, sí —chilló otro—. Una recompensa fuera de lo común.
Otra voz, ésta más humana, balbuceó:
—Hummm, sí, fantástico. Y ahora, si habéis terminado conmigo…
—¡No, mestizo! —dijo un telekhine—. Debes ayudarnos a hacer la presentación. ¡Es un gran honor!
—Ah, bueno… gracias —respondió el mestizo, y entonces me di cuenta de que era Ethan Nakamura, el tipo que había huido después de que le salvara la vida en la pista de combate.
Me deslicé hacia la salida. Tuve que recordarme a mí mismo que era invisible. Se suponía que ellos no podían verme.
Al salir me azotó una ráfaga de viento frío. Me hallaba muy cerca de la cima del monte Tamalpais. El océano Pacífico se extendía a mis pies, todo gris bajo un cielo encapotado. Unos seis metros más abajo, vi a dos telekhines colocando una cosa sobre una roca: un objeto largo y delgado, envuelto en un paño negro. Ethan les ayudaba a desenvolverlo.
—Cuidado, idiota —le regañó el telekhine—. Al menor contacto, la hoja arrancará el alma de tu cuerpo.
Ethan tragó saliva.
—Entonces será mejor que la desenvolváis vosotros.
Levanté la vista hacia la cima, donde se alzaba con aire amenazador una fortaleza de mármol negro idéntica a la que había visto en sueños. Me hacía pensar en un mausoleo gigantesco, con muros de quince metros de altura. No entendía cómo era posible que los mortales no lo vieran. Pero también era verdad que yo mismo veía borroso todo lo que quedaba por debajo de la cumbre, como si hubiese un espeso velo entre mis ojos y la parte baja de la montaña. Había allí un fenómeno mágico funcionando: una Niebla muy poderosa. Por encima de mí, en el cielo se arremolinaba una enorme nube con forma de embudo. No veía a Atlas, pero lo oía gemir a lo lejos, más allá de la fortaleza, todavía agobiado bajo el peso del cielo.
—¡Ahora! —dijo el telekhine y, con actitud reverente, alzó el arma. La sangre se me heló en las venas.
Era una guadaña: una hoja curvada, como una luna creciente, de casi dos metros, con un mango de madera recubierto de cuero. La hoja destellaba con dos colores distintos: el del acero y el del bronce. Era el arma de Cronos, la que utilizó para cortar en pedazos a su padre, Urano, antes de que los dioses lograran arrebatársela y lo cortaran a él a su vez en trocitos que arrojaron al fondo del Tártaro. Habían vuelto a forjar aquella arma mortífera.
—Hemos de santificarla con sangre —dijo el telekhine—. Luego tú, mestizo, cuando nuestro señor despierte, nos ayudarás a ofrecérsela.
Corrí hacia la fortaleza. Me palpitaban los oídos. No es que me apeteciera mucho acercarme a aquel espantoso mausoleo negro, pero tenía que hacerlo. Debía impedir que Cronos se alzara, y aquella sería tal vez mi única ocasión.
Crucé volando un vestíbulo oscuro y llegué a la sala principal. El suelo relucía como un piano de caoba: completamente negro y, sin embargo, lleno de luz. Junto a las paredes, se alineaban estatuas de mármol negro. No reconocía las caras, pero comprendía que se trataba de las imágenes de los titanes que habían gobernado antes de los dioses. Al fondo de la sala, entre dos braseros de bronce, se alzaba un estrado, y sobre éste se hallaba el sarcófago dorado.
Aparte del chisporroteo del fuego, reinaba un completo silencio. No estaba Luke. No había guardias. Nada.
Parecía demasiado fácil, pero me acerqué al estrado.
El sarcófago era tal como lo recordaba: de unos tres metros de largo, demasiado grande para un ser humano. Tenía esculpidas en relieve una serie de intrincadas escenas de muerte y destrucción: imágenes de los dioses pisoteados por carros de combate y de los templos y monumentos más famosos del mundo, destrozados y envueltos en llamas. Todo el ataúd desprendía un halo de frío glacial. Mi aliento se transformaba en nubes de vapor, como si estuviera en el interior de un frigorífico.
Saqué a Contracorriente. Sentir su peso en mi mano me reconfortó un poco.
Cada vez que me había acercado a Cronos en el pasado, su voz maligna me había hablado en el interior de mi mente. ¿Por qué permanecía ahora en silencio? Había sido descuartizado en millares de pedazos con su propia guadaña. ¿Qué iba a encontrarme si abría la tapa del ataúd? ¿Cómo podían construirle un nuevo cuerpo?
No tenía respuesta para eso. Solamente sabía una cosa: si estaba a punto de alzarse, debía abatirlo antes de que se hiciera con su guadaña. Tenía que hallar el modo de detenerlo.
Me detuve junto al sarcófago. La tapa estaba decorada todavía más profusamente que los costados, con escenas de terribles carnicerías y de poderío desatado. En medio había una inscripción grabada con letras más antiguas que el griego: una lengua mágica. No pude leerla bien, pero sabía lo que decía: «CRONOS, SEÑOR DEL TIEMPO.»
Toqué la tapa con la mano. Las yemas de los dedos se me pusieron azules. Una capa de escarcha rodeó mi espada.
Entonces oí ruido a mi espalda. Voces que se aproximaban. Ahora o nunca. Empujé la tapa dorada y cayó al suelo con un enorme ¡BRAAAAMMM!
Alcé la espada, lista para asestar un golpe mortal. Pero, al mirar al interior, no comprendí lo que veía. Unas piernas mortales, con pantalones grises. Una camiseta blanca y unas manos entrelazadas sobre el estómago. Le faltaba una parte del pecho: un orificio negro del tamaño de una herida de bala allí donde debía estar el corazón. Tenía los ojos cerrados y la piel muy pálida. El pelo rubio… y una cicatriz que le recorría el lado izquierdo de la cara.
El cuerpo del ataúd era el de Luke.
* * *
Debería haberle asestado una estocada en aquel momento. Tendría que haberle clavado la punta de Contracorriente con todas mis fuerzas. Pero estaba demasiado aturdido. No comprendía nada. Por mucho que odiara a Luke, por mucho que me hubiese traicionado, no acababa de entender por qué estaba en el ataúd y por qué parecía tan rematadamente muerto.
Las voces de los telekhines sonaron ahora muy cerca.
—¿Qué ha pasado? —gritó uno de los demonios al ver la tapa caída. Me alejé tambaleante del estrado, olvidando que era invisible, y me oculté tras una columna.
—¡Cuidado! —le advirtió el otro demonio—. Tal vez ha despertado. Hemos de ofrecerle ahora los presentes. ¡Inmediatamente!
Los dos telekhines avanzaron arrastrando los pies y se arrodillaron, sujetando la guadaña con su envoltorio de tela.
—Mi señor —dijo uno—. El símbolo de vuestro poder ha sido forjado de nuevo.
Silencio. En el ataúd no sucedió nada.
—Serás idiota —masculló el otro telekhine—. Primero le hace falta el mestizo.
Ethan retrocedió.
—¿Qué significa que le hago falta?
—¡No seas cobarde! —ladró el primer telekhine—. No precisa tu muerte, sólo tu lealtad. Júrale que te pones a su servicio. Renuncia a los dioses. Con eso basta.
—¡No! —grité. Era una estupidez, sin duda, pero salí de mi escondite y destapé el bolígrafo—. ¡No, Ethan!
—¡Un intruso! —Los telekhines me mostraron sus dientes de foca—. Nuestro amo se ocupará de ti enseguida. ¡Deprisa, chico!
—Ethan —supliqué—, no les hagas caso. ¡Ayúdame a destruirlo!
Él se volvió hacia mí. Entre las sombras de su rostro se perfilaba el parche de su ojo. Parecía apenado.
—Te dije que no me perdonaras la vida, Percy. «Ojo por ojo.» ¿Nunca has oído este dicho? Yo aprendí su significado del peor modo… al descubrir de qué divinidad procedo. Soy el hijo de Némesis, diosa de la Venganza. Y fui creado precisamente para esto.
Se volvió hacia el estrado.
—¡Renuncio a los dioses! ¿Qué han hecho ellos por mí? Asistiré a su destrucción. Serviré a Cronos.
El edificio entero retumbó. Una voluta de luz azul se alzó del suelo, a los pies de Ethan Nakamura, y lentamente se deslizó hacia el ataúd y empezó a temblar en el aire, como una nube de pura energía. Luego descendió hacia el sarcófago.
Luke se incorporó de golpe. Abrió los ojos. Ya no eran azules, sino dorados, del mismo color que el féretro. El orificio de su pecho había desaparecido. Estaba completo. Saltó del sarcófago con agilidad. Allí donde sus pies tocaron el suelo, el mármol se congeló dibujando un cráter de hielo.
Miró a Ethan y los telekhines con aquellos espantosos ojos dorados, como si fuese un niño recién nacido y no comprendiera lo que veía. Luego volvió la vista hacia mí y una sonrisa de reconocimiento se dibujó en sus labios.
—Este cuerpo ha sido bien preparado. —Su voz era como la hoja de una cuchilla de afeitar que se deslizara por mi piel. Era la de Luke, sí, pero ya no era de él mismo. Por debajo, resonaba un timbre más horrible: un sonido frío y antiguo, como de un metal arañando una piedra—. ¿No te parece, Percy Jackson?
No podía moverme, ni siquiera responder.
Cronos echó la cabeza atrás y soltó una carcajada. La cicatriz de su rostro se arrugó de un modo siniestro.
—Luke te temía —dijo la voz del titán—. Sus celos y su odio han sido instrumentos muy poderosos. Lo han mantenido obediente. Te doy las gracias por ello.
Ethan se derrumbó de puro terror, tapándose la cara con las manos. Los telekhines sostenían la guadaña, temblorosos.
Finalmente, recuperé el valor. Me arrojé sobre aquella cosa que había sido Luke para clavarle la espada en el pecho, pero su piel desvió el golpe como si fuese de acero. Me miró con aire divertido. Luego sacudió la mano y salí volando por los aires.
Me estrellé contra una columna. Me puse de pie penosamente, todavía aturdido por el porrazo, pero Cronos ya había tomado el mango de su guadaña.
—Ah… mucho mejor —dijo—. Luke llamaba Backbiter a su espada. Un nombre apropiado, sin duda. Ahora que ha sido forjada de nuevo, ésta también devolverá cada mordedura.
—¿Qué has hecho con Luke? —gemí.
Cronos alzó su guadaña.
—Ahora me sirve con todo su ser, como yo necesitaba. La diferencia es que él te temía, Percy Jackson, y yo no.
Entonces eché a correr. No lo pensé siquiera. No lo sopesé en mi mente, en plan: «¿Qué? ¿Le hago frente e intento luchar otra vez?» Nada de eso. Simplemente me limité a correr.
Pero los pies me pesaban como si fueran de plomo. El tiempo se ralentizó, como si el mundo se hubiera vuelto de gelatina. Ya había tenido esa misma sensación otra vez y sabía que procedía del poder de Cronos. Su presencia era tan intensa que era capaz de doblegar el tiempo por sí solo.
—¡Corre, pequeño héroe! —se burló—. ¡Corre!
Miré hacia atrás y vi que se me acercaba tranquilamente, balanceando su guadaña como si disfrutara de la sensación de tenerla de nuevo en sus manos. Ningún arma bastaría para detenerlo. Ni siquiera una tonelada de bronce celestial.
Lo tenía a tres metros cuando oí un grito:
—¡¡¡Percy!!!
Era Rachel.
Algo pasó volando por mi lado y, al cabo de un instante, un cepillo para el pelo de plástico azul le dio a Cronos en el ojo.
—¡Aj! —gritó éste. Por un momento, pareció únicamente la voz de Luke: una voz llena de sorpresa y de dolor. Noté mis miembros otra vez libres y corrí hacia Rachel, Nico y Annabeth, que estaban en la entrada de la sala, consternados.
—¿Luke? —gritó Annabeth—. ¿Qué…?
Corriendo más deprisa que en toda mi vida, la agarré de la camiseta y la arrastré hacia fuera. Salimos de la fortaleza y casi habíamos llegado a la entrada del laberinto cuando oí el bramido más atroz del mundo: la voz de Cronos, que recuperaba el control.
—¡Salid tras ellos!
—¡No! —gritó Nico. Dio una palmada y una columna de piedra del tamaño de un camión brotó de la tierra justo delante de la fortaleza. El temblor que provocó fue tan intenso que se vinieron abajo sus columnas frontales. Me llegaron, amortiguados, los alaridos de los telekhines que habían quedado atrapados dentro. Una nube de polvo lo cubrió todo.
Nos zambullidos en el laberinto y seguimos corriendo mientras, a nuestra espalda, el señor de los titanes estremecía con su aullido el mundo entero.