Robamos unas alas usadas
—¡Por aquí! —gritó Rachel.
—¿Por qué habríamos de seguirte? —preguntó Annabeth—. ¡Nos has llevado a una trampa mortal!
—Era el camino que teníais que seguir. Igual que éste. ¡Vamos!
Annabeth no parecía muy contenta, pero siguió corriendo con todos los demás. Rachel parecía saber exactamente adonde se dirigía. Doblaba los recodos a toda prisa y ni siquiera vacilaba en los cruces. En una ocasión dijo «¡Agachaos!», y todos nos agazapamos justo cuando un hacha descomunal se deslizaba por encima de nuestras cabezas. Luego seguimos como si nada.
Perdí la cuenta de las vueltas que dimos. No nos detuvimos a descansar hasta que llegamos a una estancia del tamaño de un gimnasio con antiguas columnas de mármol. Me paré un instante en el umbral y agucé el oído para comprobar si nos seguían, pero no percibí nada. Al parecer, habíamos despistado a Luke y sus secuaces por el laberinto.
Entonces me di cuenta de otra cosa: la Señorita O'Leary no venía detrás. No sabía cuándo había desaparecido, ni tampoco si se había perdido o la habían alcanzado los monstruos. Se me encogió el corazón. Nos había salvado la vida y yo ni siquiera la había esperado para asegurarme de que nos seguía.
Ethan se desmoronó en el suelo.
—¡Estáis todos locos!
Se quitó el casco. Tenía la cara cubierta de sudor.
Annabeth sofocó un grito.
—¡Ahora me acuerdo de ti! ¡Estabas en la cabaña de Hermes hace unos años!, ¡eras uno de los chavales que aún no habían sido reconocidos!
Él le dirigió una mirada hostil.
—Sí, y tú eres Annabeth. Ya me acuerdo.
—¿Qué te pasó en el ojo?
Ethan miró para otro lado y a mí me dio la impresión de que aquél era un asunto del que no pensaba hablar.
—Tú debes de ser el mestizo de mi sueño —dije—. El que acorralaron los esbirros de Luke. No era Nico, a fin de cuentas.
—¿Quién es Nico?
—No importa —replicó Annabeth rápidamente—. ¿Por qué querías unirte al bando de los malos?
Ethan la miró con desdén.
—Porque el bando de los buenos no existe. Los dioses nunca se han preocupado de nosotros. ¿Por qué no iba…?
—Claro, ¿por qué no ibas a alistarte en un ejército que te hace combatir a muerte por pura diversión? —le espetó Annabeth—. Jo, me preguntó por qué.
Ethan se incorporó con esfuerzo.
—No pienso discutir contigo. Gracias por la ayuda, pero me largo.
—Estamos buscando a Dédalo —dije—. Ven con nosotros. Una vez que lo consigamos, serás bienvenido en el campamento.
—¡Estáis completamente locos si creéis que Dédalo va a ayudaros!
—Tiene que hacerlo —apuntó Annabeth—. Lo obligaremos a escucharnos.
Ethan resopló.
—Sí, vale. Buena suerte.
Lo agarré del brazo.
—¿Piensas largarte tú solo por el laberinto? Es un suicidio.
Él me miró conteniendo apenas la ira. El parche negro que le tapaba el ojo tenía la tela descolorida y los bordes deshilachados, como si lo hubiera llevado durante mucho tiempo.
—No deberías haberme perdonado la vida, Jackson. No hay lugar para la clemencia en esta guerra.
Luego echó a correr y desapareció en la oscuridad por la que habíamos venido.
* * *
Annabeth, Rachel y yo estábamos tan exhaustos que decidimos acampar allí mismo. Encontré unos trozos de madera y encendimos fuego. Las sombras bailaban entre las columnas y se alzaban a nuestro alrededor como árboles gigantescos.
—Algo le pasaba a Luke —murmuró Annabeth, mientras atizaba el fuego con el cuchillo—. ¿Has visto cómo se comportaba?
—A mí me ha parecido muy satisfecho —señalé—. Como si hubiese pasado un día estupendo torturando a un héroe tras otro.
—¡No es verdad! Algo le pasaba. Parecía… nervioso. Ha ordenado a sus monstruos que me perdonaran la vida. Quería decirme algo.
—Seguramente: «¡Hola, Annabeth! Siéntate aquí conmigo y mira cómo destrozo a tus amigos. ¡Va a ser divertido!»
—Eres insufrible —rezongó ella. Envainó su cuchillo y miró a Rachel—. Bueno, ¿y ahora por dónde?
Rachel no respondió enseguida. Estaba muy silenciosa desde que habíamos pasado por la pista de combate. Ahora, cada vez que mi amiga hacía un comentario sarcástico, apenas se molestaba en responder. Había quemado en la hoguera la punta de un palito y, con la ceniza, iba dibujando en el suelo imágenes de los monstruos que habíamos visto. Le bastaron unos trazos para captar a la perfección la forma de una dracaena.
—Seguiremos el camino —dijo—. El brillo del suelo.
—¿Te refieres al brillo que nos ha metido directamente en una trampa? —preguntó Annabeth.
—Déjala en paz —le dije—. Hace lo que puede.
Annabeth se puso de pie.
—El fuego se está apagando. Voy a buscar un poco más de madera mientras vosotros habláis de estrategia. —Y desapareció entre las sombras.
Rachel dibujó otra figura con su palito: un Anteo de ceniza colgado de sus cadenas.
—Normalmente no se comporta así —le dije—. No sé qué le pasa.
Rachel arqueó las cejas.
—¿Seguro que no lo sabes?
—¿A qué te refieres?
—Chicos… —murmuró entre dientes—. Totalmente ciegos.
—¡Oye, ahora no te metas tú también conmigo! Mira, siento mucho haberte involucrado en esto.
—No, tú tenías razón. Veo el camino. No podría explicarlo, pero está muy claro. —Señaló el otro extremo de la estancia, ahora sumido en la oscuridad—. El taller está por allí. En el corazón del laberinto. Ya nos encontramos muy cerca. Lo que no sé es por qué tenía que pasar el camino por la pista de combate. Eso sí lo lamento. Creía que ibas a morir.
Me pareció que estaba al borde de las lágrimas.
—Bueno, he estado a punto de morir muchas veces —le aseguré—. No vayas a sentirte mal por eso.
Ella me miró fijamente.
—¿Así que esto es lo que haces cada verano?, ¿luchar con monstruos y salvar el mundo? ¿Nunca tienes la oportunidad de hacer… no sé, ya me entiendes, cosas normales?
Nunca lo había pensado de esa manera. La última vez que había disfrutado de algo parecido a una vida normal había sido… Bueno, nunca.
—Si eres mestizo al final acabas acostumbrándote. O quizá no exactamente… —Me removí incómodo—. ¿Qué me dices de ti? ¿Qué haces en circunstancias normales?
Rachel se encogió de hombros.
—Pinto. Leo un montón.
Vale, pensé. Por ahora, cero puntos en la tabla de aficiones comunes.
—¿Y tu familia?
Noté que se alzaban sus barreras mentales. Era un tema de conversación delicado, por lo visto.
—Ah… Son, bueno, ya sabes… una familia.
—Antes has dicho que si desaparecieras no se darían cuenta.
Dejó a un lado su palito.
—¡Uf! Estoy muy cansada. Me parece que voy a dormir un poco, ¿vale?
—Claro. Perdona si…
Pero ella ya estaba acurrucándose y colocando su mochila a modo de almohada. Cerró los ojos y se quedó inmóvil, aunque me dio la impresión de que no estaba dormida.
Unos minutos más tarde, regresó Annabeth. Echó unos trozos de madera al fuego. Miró a Rachel y luego a mí.
—Yo hago la primera guardia —dijo—. Tú también deberías dormir.
—No hace falta que te comportes así.
—¿Cómo?
—Pues… No importa, da igual. —Me tumbé con una sensación de tristeza. Estaba tan cansado que me quedé dormido nada más cerrar los ojos.
* * *
Oía risas en sueños. Risas heladas y estridentes, parecidas al sonido de un cuchillo al ser afilado.
Me hallaba al borde de un abismo en las profundidades del Tártaro. La oscuridad burbujeaba a mis pies como una sopa de tinta.
—Tan cerca de tu propia destrucción, pequeño héroe —me reprendió la voz de Cronos—. Y todavía sigues ciego.
No era la misma voz que tenía antes. Casi parecía poseer consistencia física, como si hablara desde un cuerpo real y no… desde su extraño estado anterior, cuando se hallaba cortado en pedacitos.
—Tengo mucho que agradecerte —dijo Cronos—. Tú has hecho posible que me alce de nuevo.
Las sombras de la caverna se hicieron más densas e impenetrables. Traté de retroceder y de alejarme del abismo, pero era como nadar en una balsa de aceite. El tiempo se ralentizó. Mi respiración casi se detuvo.
—Un favor —prosiguió Cronos—. El señor de los titanes siempre paga sus deudas. Tal vez una visión momentánea de los amigos que abandonaste…
La oscuridad que me rodeaba se onduló y, súbitamente, me encontré en otra cueva.
—¡Rápido! —dijo Tyson al tiempo que entraba a toda prisa.
Grover apareció detrás, trastabillando. Sonó un ruido retumbante en el corredor por el que habían llegado y la cabeza de una serpiente enorme irrumpió en la cueva. En realidad, aquella cosa era tan grande que su cuerpo apenas cabía en el túnel. Tenía escamas cobrizas, una cabeza en forma de rombo, como una serpiente de cascabel, y unos ojos amarillos que relucían de odio. Cuando abrió la boca, vi que sus colmillos eran tan altos como el mismísimo Tyson.
Le lanzó un mordisco a Grover, pero él se escabulló dando saltos y la serpiente no se llevó más que un bocado de tierra. Tyson agarró una roca y se la arrojó al monstruo. Le dio entre los ojos, pero el reptil se limitó a retroceder con un escalofriante silbido.
—¡Te va a comer! —le gritó Grover a Tyson.
—¿Cómo lo sabes?
—¡Me lo acaba de decir! ¡Corre!
Tyson salió disparado, pero el monstruo usó la cabeza como una porra y lo derribó.
—¡No! —chilló Grover. Antes de que Tyson pudiera incorporarse, la serpiente lo envolvió con sus anillos y empezó a apretar.
Tyson tensó al máximo sus músculos y trató de zafarse con su inmensa potencia, pero el abrazo de la serpiente era todavía más poderoso. Grover la aporreaba frenético con sus flautas de junco y exactamente con los mismos resultados que si hubiera aporreado las paredes de piedra.
Toda la cueva tembló cuando la serpiente flexionó su musculatura con un estremecimiento para superar la resistencia de su víctima.
Grover se puso a tocar sus flautas y empezaron a caer estalactitas del techo. La cueva entera parecía a punto de venirse abajo…
* * *
Annabeth me despertó, sacudiéndome del hombro.
—¡Percy, despierta!
—¡Tyson! ¡Tyson corre peligro! —dije—. ¡Hemos de ayudarle!
—Lo primero es lo primero —replicó ella—. ¡Hay un terremoto!
En efecto: la estancia entera se sacudía.
—¡Rachel! —grité.
Ella abrió los ojos al instante, tomó su mochila y los tres echamos a correr. Casi habíamos llegado al túnel del fondo cuando la columna más cercana crujió y se partió. Seguimos a toda marcha mientras un centenar de toneladas de mármol se desmoronaba a nuestras espaldas.
Llegamos al pasadizo y nos volvimos un instante, cuando ya se desplomaban las demás columnas. Una nube de polvo se nos vino encima y continuamos corriendo.
—¿Sabes? —dijo Annabeth—. Empieza a gustarme este camino.
No había pasado mucho tiempo cuando divisamos luz al fondo: una iluminación eléctrica normal.
—Allí —señaló Rachel.
La seguimos hasta un vestíbulo hecho totalmente de acero inoxidable, como los que debían de tener en las estaciones espaciales. Había tubos fluorescentes en el techo. El suelo era una rejilla metálica.
Estaba tan acostumbrado a la oscuridad que me vi obligado a guiñar los ojos. Annabeth y Rachel parecían muy pálidas bajo aquella luz tan cruda.
—Por aquí —indicó Rachel, quien echó a correr de nuevo—. ¡Ya casi hemos llegado!
—¡No puede ser! —objetó Annabeth—. El taller debería estar en la parte más antigua del laberinto. Esto no…
Titubeó porque habíamos llegado a una doble puerta de metal. Grabada en la superficie de acero, destacaba una gran A griega de color azul.
—¡Es aquí! —anunció Rachel—. El taller de Dédalo.
* * *
Annabeth pulsó el símbolo y las puertas se abrieron con un chirrido.
—De poco nos ha servido la arquitectura antigua —dije.
Mi amiga me miró ceñuda y entramos los tres.
Lo primero que me impresionó fue la luz del día: un sol deslumbrante que entraba por unos gigantescos ventanales. No era precisamente lo que uno se espera en el corazón de una mazmorra. El taller venía a ser como el estudio de un artista, con techos de nueve metros de alto, lámparas industriales, suelos de piedra pulida y bancos de trabajo junto a los ventanales. Una escalera de caracol conducía a un altillo. Media docena de caballetes mostraban esquemas de edificios y máquinas que se parecían a los esbozos de Leonardo da Vinci. Había varios ordenadores portátiles por las mesas. En un estante se alineaba una hilera de jarras de un aceite verde: fuego griego. También se veían inventos: extrañas máquinas de metal que no tenían el menor sentido para mí. Una de ellas era una silla de bronce con un montón de cables eléctricos, como un instrumento de tortura. En otro rincón se alzaba un huevo metálico gigante que tendría el tamaño de un hombre. Había un reloj de péndulo que parecía completamente de cristal, de manera que se veían los engranajes girando en su interior. Y en una de las paredes habían colgado numerosas alas de bronce y de plata.
—¡Dioses del cielo! —musitó Annabeth. Corrió hacia el primer caballete y examinó el esquema—. Es un genio. ¡Mira las curvas de este edificio!
—Y un artista —dijo Rachel, maravillada—. ¡Esas alas son increíbles!
Las alas parecían más avanzadas que las que había visto en sueños. Las plumas estaban entrelazadas más estrechamente. En lugar de estar pegadas con cera, tenían tiras autoadhesivas que seguían los bordes.
Mantuve bien sujeta a Contracorriente. Al parecer, Dédalo no estaba allí, pero daba la impresión de que el taller había sido utilizado hasta hacía un momento. Los portátiles seguían encendidos, con sus respectivos salvapantallas. En un banco había una magdalena de arándanos mordida y una taza de café.
Me acerqué al ventanal. La vista era increíble. Identifiqué a lo lejos las Montañas Rocosas. Estábamos en lo alto de una cordillera, al menos a mil quinientos metros, y a nuestros pies se extendía un valle con una variopinta colección de colinas, rocas y formaciones de piedra rojiza. Parecía como si un niño hubiera construido una ciudad de juguete con bloques del tamaño de rascacielos y luego la hubiera destrozado a patadas.
—¿Dónde estamos? —me pregunté.
—En Colorado Springs —respondió una voz a nuestra espalda—. El Jardín de los Dioses.
De pie en lo alto de la escalera de caracol, con el arma desenvainada, vimos a nuestro desaparecido instructor de combate a espada. Quintus.
* * *
—¡Tú! —exclamó Annabeth—. ¿Qué has hecho con Dédalo?
El sonrió levemente.
—Créeme, querida: no te conviene conocerlo.
—A ver si nos entendemos, señor Traidor —gruñó ella—, no he luchado con una mujer dragón, con un hombre de tres cuerpos y una esfinge psicótica para verte a ti. Así que… ¿dónde está Dédalo?
Quintus bajó las escaleras, sosteniendo la espada desenvainada en un costado. Llevaba vaqueros, botas y una camiseta de instructor del Campamento Mestizo, que parecía un insulto ahora que sabíamos que era un espía. Yo no estaba muy seguro de poder vencerlo en un duelo a espada, porque Quintus era muy bueno, pero pensé que igualmente debía intentarlo.
—Creéis que soy un agente de Cronos —dijo—. Que trabajo para Luke.
—Vaya novedad —soltó Annabeth.
—Eres una chica inteligente, pero te equivocas. Yo sólo trabajo para mí.
—Luke habló de ti —le dije—. Y Gerión también te conocía. Estuviste en su rancho.
—Claro —admitió—. He estado en casi todas partes. Incluso aquí.
Pasó por mi lado, como si yo no representara ninguna amenaza, y se situó junto a la ventana.
—La vista cambia todos los días —musitó—. Siempre un lugar alto. Ayer era un rascacielos desde el que se dominaba todo Manhattan. Anteayer, una preciosa vista del lago Michigan. Pero siempre reaparece el Jardín de los Dioses. Supongo que al laberinto le gusta este lugar. Un nombre apropiado, imagino.
—O sea, que ya habías estado aquí antes —apunté.
—Desde luego.
—¿La vista es un espejismo ? —pregunté—. ¿Una proyección?
—No —murmuró Rachel—. Es auténtica. Estamos realmente en Colorado.
Quintus la observó.
—Tienes una visión muy clara, ¿no es cierto? Me recuerdas a otra mortal que conocí. Otra princesa que sufrió un accidente.
—Basta de juegos —dije—. ¿Qué has hecho con Dédalo?
Quintus me miró fijamente.
—Muchacho, necesitas unas lecciones de tu amiga para ver con más claridad. Yo soy Dédalo.
* * *
Podía haberle respondido de muchas maneras, desde «¡Lo sabía!» hasta «¡¡Mentiroso!!» o «Sí, claro, y yo soy Zeus».
En cambio, lo único que se me ocurrió fue:
—Pero ¡tú no eres inventor! ¡Eres un maestro de espada!
—Soy ambas cosas —explicó Quintus—. Y arquitecto. Y erudito. También juego al baloncesto bastante bien para un tipo que no empezó a practicar hasta los dos mil años de edad. Un verdadero artista debe dominar muchas materias.
—Eso es cierto —observó Rachel—. Yo pinto también con el pie, no sólo con las manos.
—¿Lo ves? —dijo Quintus—. Una chica muy dotada.
—Pero si ni siquiera te pareces a Dédalo —protesté—. Lo he visto en sueños y…
De repente se me ocurrió un pensamiento espantoso.
—Sí —dijo Quintus—. Por fin has adivinado la verdad.
—Eres un autómata. Te construiste un cuerpo nuevo.
—Percy —intervino Annabeth—, no es posible. Eso… eso no puede ser un autómata.
Quintus rió entre dientes.
—¿Sabes qué quiere decir quintus, querida?
—«El quinto», en latín. Pero…
—Este es mi quinto cuerpo. —El maestro de espada extendió el brazo, se apretó el codo con la mano y una tapa rectangular se abrió como un resorte en su muñeca. Debajo zumbaban unos engranajes de bronce y relucía una maraña de cables.
—¡Es alucinante! —se asombró Rachel.
—Es rarísimo —dije yo.
—¿Encontraste un medio de transferir tu animus a una máquina? —preguntó Annabeth—. Es… antinatural.
—Ah, querida, te aseguro que sigo siendo yo. Soy el mismísimo Dédalo de siempre. Nuestra madre, Atenea, se encarga de que no lo olvide. —Tiró de su camiseta hacia abajo. En la base del cuello tenía una marca que ya había visto antes: la forma oscura de un pájaro injertada en su piel.
—La marca de un asesino —declaró Annabeth.
—Por tu sobrino, Perdix —deduje—. El chico que empujaste desde la torre.
El rostro de Quintus se ensombreció.
—No lo empujé. Simplemente…
—Hiciste que perdiera el equilibrio —concluí—. Lo dejaste morir.
Quintus contempló las montañas violáceas por la ventana.
—Me arrepiento de lo que hice, Percy. Estaba furioso y amargado. Pero ya no puedo remediarlo y Atenea no me permite olvidar. Cuando Perdix murió, lo convirtió en un pequeño pájaro: una perdiz. Me marcó en el cuello la forma de ese pájaro a modo de recordatorio. Sea cual sea el cuerpo que adopte, la marca reaparece en mi piel.
Lo miré a los ojos y me di cuenta de que era el mismo hombre que había visto en mis sueños. Su rostro podía ser totalmente distinto, pero allí dentro residía la misma alma, la misma inteligencia, la misma infinita tristeza.
—Realmente eres Dédalo —decidí—. Pero ¿por qué viniste al campamento? ¿Para qué querías espiarnos?
—Para ver si vuestro campamento merecía salvarse. Luke me había ofrecido una versión de la historia. Preferí extraer mis propias conclusiones.
—O sea, que has hablado con Luke.
—Ah, sí, muchas veces. Un tipo bastante persuasivo.
—Pero ¡ahora has visto el campamento! —insistió Annabeth—. Y sabes que necesitamos tu ayuda. ¡No puedes permitir que Luke cruce el laberinto!
Dédalo dejó la espada en el banco de trabajo.
—El laberinto ya no está bajo mi control, Annabeth. Yo lo creé, sí. De hecho, está ligado a mi fuerza vital. Pero he dejado que viva y se desarrolle por sí mismo. Es el precio que he pagado para mantenerme a salvo.
—¿A salvo de qué?
—De los dioses. Y de la muerte. Llevo dos milenios vivo, querida, ocultándome de ella.
—Pero ¿cómo has podido ocultarte de Hades? —le pregunté—. Quiero decir… Hades tiene a las Furias.
—Ellas no lo saben todo —respondió—. Y tampoco lo ven todo. Tú te has tropezado con ellas, Percy, y sabes que es así. Un hombre inteligente puede esconderse durante mucho tiempo, y yo me he enterrado a mí mismo en una profundidad inaccesible. Sólo mi gran enemigo ha continuado persiguiéndome, y también he logrado desbaratar sus planes.
—Te refieres a Minos —supuse.
Dédalo asintió.
—Me acosa sin cesar. Ahora que es juez de los muertos, nada le gustaría más que ver cómo me presento ante él para poder castigarme por mis crímenes. Desde que las hijas de Cócalo lo mataron, el fantasma de Minos empezó a torturarme en sueños. Prometió darme caza. Y no tuve más remedio que retirarme por completo del mundo. Descendí a mi laberinto. Decidí que ése sería mi máximo logro: engañar a la muerte.
—Y lo has logrado —apuntó Annabeth—. Durante dos mil años.
Parecía impresionada, pese a las cosas horribles que Dédalo había hecho.
Justo en ese momento sonó un fuerte ladrido en el túnel. Oí el pa-PUM, pa-PUM, pa-PUM de unas pezuñas enormes y la Señorita O'Leary entró brincando en el taller. Me dio un lametón en la cara y luego casi derribó a Dédalo con las fiestas y saltos entusiastas que le dedicó.
—Aquí está mi vieja amiga. —Dédalo le rascó detrás de las orejas—. Mi única compañera durante todos estos años solitarios.
—Permitiste que me salvara —dije—. Al final resulta que el silbato funcionaba.
—Por supuesto que sí —asintió Dédalo—. Tienes buen corazón, Percy. Y sabía que le caías bien a la Señorita O'Leary. Yo quería ayudarte. Quizá me sentía culpable, además.
—¿Culpable de qué?
—De que toda vuestra búsqueda vaya a resultar inútil.
—¿Qué? —exclamó Annabeth—. Aún puedes ayudarnos. ¡Tienes que hacerlo! Danos el hilo de Ariadna para que Luke no pueda apoderarse de él.
—Ah… el hilo. Ya le dije a Luke que los ojos de un mortal dotado de una clara visión son los mejores guías, pero él no se fió de mí. Estaba obsesionado con la idea de un objeto mágico. Y el hilo funciona. Tal vez no tiene tanta precisión como vuestra amiga mortal, pero cumple su cometido. Sí, funciona bastante bien.
—¿Dónde está? —quiso saber Annabeth.
—Lo tiene Luke —respondió él con tristeza—. Lo lamento, querida. Llegas con varias horas de retraso.
Con un escalofrío, comprendí entonces por qué estaba Luke de tan buen humor en la pista de Anteo. Ya había conseguido el hilo de Dédalo. El único obstáculo que se interponía en su camino era el dueño de la pista de combate. Y yo me había encargado de librarlo de él, matándolo.
—Cronos me ha prometido la libertad —dijo Quintus—. Una vez que Hades sea derrocado, pondrá el inframundo bajo mi tutela. Entonces reclamaré a mi hijo Ícaro. Arreglaré las cosas con el pobre Perdix. Y haré que el alma de Minos sea arrojada al fondo del Tártaro, donde no pueda atormentarme más. Ya no tendré que seguir huyendo de la muerte.
—¿Ésa es tu gran idea? —gritó Annabeth—. ¿Vas a dejar que Luke destruya nuestro campamento, que mate a cientos de semidioses y ataque el Olimpo? ¿Vas a permitir que se venga abajo el mundo entero sólo para lograr lo que deseas?
—La tuya es una causa perdida, querida. Me di cuenta apenas comencé a trabajar en vuestro campamento. Es imposible que podáis resistir al poderoso Cronos.
—¡No es cierto! —estalló ella.
—No podía hacer otra cosa, querida. La oferta era demasiado buena para rechazarla. Lo lamento.
Annabeth dio un empujón a un caballete y los esquemas arquitectónicos se desparramaron por el suelo.
—Yo te respetaba ¡Eras mi héroe! Construías… cosas increíbles, resolvías problemas. Y ahora… no sé lo que eres. Se supone que los hijos de Atenea han de poseer sabiduría, no sólo inteligencia. Quizá no seas más que una máquina, a fin de cuentas. Deberías haber muerto hace dos mil años.
En lugar de ponerse furioso, Dédalo bajó la cabeza.
—Deberíais iros y alertar al campamento. Ahora que Luke tiene el hilo…
La Señorita O'Leary alzó de repente las orejas.
—¡Alguien viene! —dijo Rachel.
Las puertas del taller se abrieron violentamente y Nico entró a trompicones con las manos encadenadas. Detrás venían Kelli y los dos lestrigones, seguidos por el fantasma de Minos. Este casi parecía sólido: un rey pálido y barbado de ojos glaciales, de cuya túnica se desprendían jirones de niebla.
Su mirada se concentró en Dédalo.
—Aquí estás, mi viejo amigo.
Dédalo apretó los dientes y miró a Kelli.
—¿Qué significa esto?
—Luke te manda recuerdos —dijo ella—. Ha pensado que quizá te gustaría ver a tu antiguo jefe, Minos.
—Eso no formaba parte de nuestro acuerdo —espetó Dédalo.
—Cierto —admitió Kelli—. Pero ahora ya tenemos lo que queríamos de ti; y también hemos llegado a otros acuerdos. Minos nos ha pedido una sola cosa para entregarnos a este joven y bello semidiós —dijo deslizándole un dedo por el cuello a Nico—. Nos será muy útil, por cierto. Y lo único que Minos nos ha pedido a cambio ha sido tu cabeza, anciano.
Dédalo palideció.
—Traición.
—Vete acostumbrando —soltó ella.
—Nico —dije—. ¿Estás bien?
Él asintió con aire enfurruñado.
—Lo siento… Percy. Minos me aseguró que estabais en peligro. Me convenció para que volviera al laberinto.
—¿Pretendías salvarnos?
—Me engañó —dijo—. Nos ha engañado a todos.
Miré a Kelli.
—¿Y Luke? ¿Por qué no está aquí?
La mujer demonio sonrió como quien comparte un chiste privado.
—Luke está… ocupado. Ha de preparar el ataque. Pero no os preocupéis, tenemos más amigos en camino. Y mientras tanto, ¡voy a tomar un suculento aperitivo! —Sus manos se transformaron en garras, su pelo ardió en llamas y sus piernas adoptaron su forma real: una pata de burro y otra de bronce.
—Percy —me susurró Rachel—, las alas. ¿Tú crees…?
—Descuélgalas —dije—. Trataré de ganar tiempo.
Entonces se armó un auténtico pandemonio. Annabeth y yo arremetimos contra Kelli. Los gigantes lestrigones se lanzaron sobre Dédalo, pero la Señorita O'Leary se interpuso de un salto para defenderlo. Nico había sido derribado de un empujón y forcejeaba en el suelo con sus cadenas mientras el espíritu de Minos aullaba:
—¡Matad al inventor! ¡Matadlo!
Rachel tomó las alas de la pared. Nadie le prestaba atención. Kelli atacó con sus garras a Annabeth. Yo intenté clavarle mi espada, pero la mujer demonio era rápida y mortífera: volcaba mesas, aplastaba inventos y no permitía que nos acercáramos. Por el rabillo de ojo, vi que la Señorita O'Leary mascaba el brazo de un gigante. El monstruo daba alaridos de dolor y arrojaba a la perra de un lado para otro, tratando de sacudírsela. Dédalo intentó recuperar su espada, pero el segundo gigante le dio un puñetazo al banco donde la había apoyado y el arma salió volando por los aires. Una vasija de fuego griego cayó al suelo y empezó a arder. Sus llamas verdes se propagaron rápidamente.
—¡A mí! —gritó Minos—. ¡Espíritus de los muertos!
Alzó sus manos espectrales y el aire empezó a temblar.
—¡No! —gritó Nico, que había conseguido levantarse y quitarse los grilletes.
—¡No tienes ningún control sobre mí, estúpido jovenzuelo! —le espetó Minos con desprecio—. ¡He sido yo quien te ha controlado desde el principio! Un alma por otra alma, sí. Pero no será tu hermana la que regrese de entre los muertos. Seré yo, en cuanto haya matado al inventor.
Los espíritus empezaron a congregarse alrededor de Minos: siluetas temblorosas que se multiplicaban y se solidificaban hasta convertirse en soldados cretenses.
—Soy el hijo de Hades —insistió Nico—. ¡Desaparece!
El rey soltó una carcajada.
—No tienes poder sobre mí. ¡Yo soy el señor de los espíritus! ¡El rey de los fantasmas!
—No. —Nico sacó su espada—. Lo soy yo.
Hincó la hoja negra en el suelo, que se rajó como si fuese de mantequilla.
—¡Nunca! —La forma de Minos se onduló—. Yo…
La tierra empezó a retumbar. Las ventanas se resquebrajaron y se hicieron añicos, tras lo cual una violenta ráfaga de aire fresco entró en la estancia. Entonces se abrió una grieta en el suelo de piedra y Minos y todos sus espíritus cayeron en el vacío con un espantoso alarido.
La mala noticia: la lucha continuaba a nuestro alrededor y yo me había distraído. Kelli se echó sobre mí a tal velocidad que no tuve tiempo de defenderme. La espada se me escapó y, al caer al suelo, me di un porrazo en la cabeza con un banco. La vista se me nubló. No podía alzar los brazos.
—¡Seguro que tienes un sabor delicioso! —dijo Kelli riéndose y enseñándome los colmillos.
Súbitamente, su cuerpo se puso rígido y sus ojos inyectados en sangre se abrieron de par en par. Sofocó un grito.
—No… escuela… espíritu…
Annabeth sacó el cuchillo de su espalda. Con un chillido escalofriante, Kelli se esfumó en un vapor amarillo.
Mi amiga me ayudó a incorporarme. Todavía estaba mareado, pero no teníamos tiempo que perder. La Señorita O'Leary y Dédalo seguían enzarzados en su lucha con los gigantes mientras se oía un griterío en el túnel: se acercaban más monstruos que no tardarían en llegar al taller.
—¡Hemos de ayudar a Dédalo! —dije.
—No hay tiempo —gritó Rachel—. ¡Vienen muchos más!
Ya se había colocado las alas y estaba ayudando a Nico, que se había quedado pálido como la cera y cubierto de sudor tras su lucha con Minos. Las alas se ajustaron al instante a su espalda y sus hombros.
—¡Ahora tú! —me indicó.
En unos segundos, Nico, Annabeth, Rachel y yo tuvimos colocadas las alas de cobre. Ya me sentía impulsado hacia arriba por el viento que entraba por la ventana. El fuego griego se había apoderado de las mesas y los muebles, y se extendía también por la escalera de caracol.
—¡Dédalo! —grité—. ¡Vamos!
Tenía multitud de heridas por todo el cuerpo, pero no le salía sangre, sino un aceite dorado. Había recuperado su espada y usaba la plancha de una mesa destrozada como escudo frente a los gigantes.
—¡No abandonaré a la Señorita O'Leary! —replicó—. ¡Marchaos!
No había tiempo para discusiones. Aunque nos quedáramos, estaba seguro de que no serviría de nada.
—¡Ninguno de nosotros sabe cómo volar! —dijo Nico.
—¡Estupenda ocasión para averiguarlo! —respondí.
Y los cuatro juntos saltamos por la ventana.