CAPÍTULO 14

Mi hermano me desafía a un duelo a muerte

La puerta estaba medio escondida detrás de una cesta de la lavandería del hotel llena de toallas sucias. No tenía nada de particular, pero Rachel me señaló dónde debía mirar y distinguí el símbolo azul, apenas visible en la superficie de metal.

—Lleva mucho tiempo en desuso —observó Annabeth.

—Traté de abrirla una vez —dijo Rachel—. Por simple curiosidad. Está atrancada por el óxido.

—No. —Annabeth se adelantó—. Sólo le hace falta el toque de un mestizo.

En efecto, en cuanto puso la mano encima, la marca adquirió un fulgor azul y la puerta metálica se abrió con un chirrido a una oscura escalera que descendía hacia las profundidades.

—¡Uau! —Rachel parecía tranquila, aunque yo no sabía si fingía. Se había puesto una raída camiseta del Museo de Arte Moderno y sus vaqueros de siempre, decorados con rotulador. Del bolsillo le sobresalía el cepillo de plástico azul. Llevaba el pelo rojo recogido en la nuca, todavía con algunas motas doradas. En la cara también le brillaban algunos restos de pintura—. Bueno… ¿pasáis vosotros delante?

—Tú eres la guía —replicó Annabeth con burlona educación—. Adelante.

Las escaleras descendían a un gran túnel de ladrillo. Estaba tan oscuro que no se veía nada a medio metro, pero Annabeth y yo nos habíamos aprovisionado con varias linternas y, en cuanto las encendimos, Rachel soltó un aullido.

Un esqueleto nos dedicaba una gran sonrisa. No era humano. Tenía una estatura descomunal, de al menos tres metros. Lo habían sujetado con cadenas por las muñecas y los tobillos de manera que trazaba una «X» gigantesca sobre el túnel. Pero lo que me provocó un escalofrío fue el oscuro agujero que se abría en el centro de la calavera: la cuenca de un solo ojo.

—Un cíclope —señaló Annabeth—. Es muy antiguo. Nadie… que conozcamos.

«No es Tyson», quería decir, aunque eso no me tranquilizó. Tenía la impresión de que lo habían puesto allí en señal de advertencia. No me apetecía tropezarme con lo que fuera capaz de matar a un cíclope adulto.

Rachel tragó saliva.

—¿Tenéis un amigo cíclope?

—Tyson —contesté—. Mi hermanastro.

—¿Cómo?

—Espero que nos lo encontremos por aquí abajo —comenté—. Y también a Grover. Un sátiro.

—Ah —dijo con una vocecita intimidada—. Bueno, entonces será mejor que avancemos.

Pasó por debajo del brazo izquierdo del esqueleto y continuó caminando. Annabeth y yo nos miramos un momento; ella se encogió de hombros y luego seguimos a Rachel rumbo a las profundidades del laberinto.

Después de recorrer unos ciento cincuenta metros llegamos a una encrucijada. El túnel de ladrillo seguía recto. Hacia la derecha, se abría un pasadizo con paredes de mármol antiguo; hacia la izquierda, un túnel de tierra cuajada de raíces.

Señalé a la izquierda.

—Se parece al camino que tomaron Tyson y Grover.

Annabeth frunció el ceño.

—Ya, pero a juzgar por la arquitectura de esas viejas losas de la derecha, es probable que por ahí se llegue a una parte más antigua del laberinto. Tal vez al taller de Dédalo.

—Debemos seguir recto —decidió Rachel.

Los dos la miramos.

—Es la opción menos probable —objetó Annabeth.

—¿No os dais cuenta? —preguntó Rachel—. Mirad el suelo.

Yo no veía nada, salvo ladrillos gastados y barro.

—Hay un brillo ahí —insistió ella—. Muy leve. Pero el camino correcto es ése. Las raíces del túnel de la izquierda empiezan a moverse como antenas más adelante, cosa que no me gusta nada. En el pasadizo de la derecha hay una trampa de seis metros de profundidad y agujeros en las paredes, quizá con pinchos. No creo que debamos arriesgarnos.

Yo no captaba nada de lo que describía, pero asentí.

—Vale. Recto.

—¿Te crees lo que dice? —me preguntó Annabeth.

—Sí. ¿Tú no?

Parecía a punto de discutir, pero indicó a Rachel que siguiera adelante. Avanzamos por el túnel de ladrillo. Tenía muchas vueltas y revueltas, pero ya no presentaba más desvíos. Daba la sensación de que descendíamos y nos íbamos sumiendo cada vez a mayor profundidad.

—¿No hay trampas? —le pregunté, inquieto.

—Nada —respondió Rachel, arqueando las cejas—. ¿No debería resultar tan fácil?

—No lo sé —admití—. Hasta ahora no lo ha sido.

—Dime, Rachel —preguntó Annabeth—, ¿de dónde eres exactamente?

Sonaba como: «¿De qué planeta has salido?» Pero Rachel no pareció ofenderse.

—De Brooklyn.

—¿No se preocuparán tus padres si llegas tarde a casa?

Ella resopló.

—No creo. Podría pasarme una semana fuera y no se darían ni cuenta.

—¿Por qué no? —Esta vez mi amiga no fue tan sarcástica. Los problemas con los padres los entendía muy bien.

Antes de que Rachel pudiera responder, se oyó un gran chirrido, como si hubieran abierto unas puertas gigantescas.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Annabeth.

—No lo sé —dijo Rachel—. Unas bisagras metálicas.

—Ya, gracias por la información. Quería decir: «¿Qué es eso?»

Entonces sonaron unos pasos que sacudían el pasadizo entero y se acercaban a nosotros.

—¿Corremos? —pregunté.

—Corremos —asintió Rachel.

Dimos media vuelta y salimos disparados por donde habíamos venido. No habíamos recorrido más de seis metros cuando nos tropezamos con unas viejas amigas. Dos dracaenae, mujeres serpiente con armadura griega, nos apuntaron al pecho con sus jabalinas. Entre ambas venía Kelli, la empusa del equipo de animadoras.

—Vaya, vaya —dijo.

Saqué a Contracorriente y Annabeth agarró su cuchillo, pero, antes de que mi bolígrafo adoptase forma de espada, Kelli se abalanzó sobre Rachel, la agarró por el cuello con unas manos que ya eran garras y la sujetó muy firmemente.

—¿Conque has sacado de paseo a tu pequeña mascota mortal? —me dijo—. ¡Son tan frágiles! ¡Tan fáciles de romper!

A nuestra espalda, los pasos retumbaron cada vez más cerca hasta que una silueta descomunal se perfiló entre las sombras: un gigante lestrigón de dos metros y medio con colmillos afilados y los ojos inyectados en sangre.

El gigante se relamió al vernos.

—¿Puedo comérmelos?

—No —replicó Kelli—. Tu amo los querrá vivos. Le proporcionarán diversión de la buena. —Me dirigió una sonrisa sarcástica—. En marcha, mestizos. O sucumbiréis aquí mismo los tres, empezando por la mascota mortal.

* * *

Aquello venía a ser mi peor pesadilla. Y te aseguro que había tenido ya unas cuantas. Nos hicieron desfilar por el túnel flanqueados por las dracaenae. Kelli y el gigante iban detrás, por si tratábamos de escapar. A nadie parecía preocuparle que echáramos a correr hacia delante: era la dirección que querían que siguiéramos.

Al fondo distinguí unas puertas de bronce que tendrían tres metros de altura y se hallaban decoradas con un par de espadas cruzadas. Desde el otro lado nos llegó un rugido amortiguado, como el de una gran multitud.

—Ah, sssssí —susurró la mujer serpiente de mi izquierda—. Le gustaréisss mucho a nuestro anfitrión.

Nunca había visto a una dracaena tan de cerca y, la verdad, no me emocionaba demasiado esa oportunidad única. Tenía una cara que tal vez habría resultado hermosa de no ser por su lengua bífida y por aquellos ojos amarillos con ranuras negras en lugar de pupilas. Llevaba una armadura de bronce que le llegaba a la cintura. Por debajo, en vez de piernas le salían dos gruesos troncos de serpiente moteados de bronce y verde. Avanzaba medio deslizándose y medio caminando, como si llevara puestos unos esquíes animados.

—¿Quién es vuestro anfitrión? —pregunté.

—Ah, ya lo verásss. Os llevaréisss divinamente. Al fin y al cabo, es tu hermano.

—¿Mi qué? —Pensé inmediatamente en Tyson, pero no era posible. ¿A quién podría referirse?

El gigante se adelantó y abrió las puertas.

—Tú te quedas aquí —le dijo a Annabeth, sujetándola de la camisa.

—¡Eh! —protestó mi amiga, pero el tipo era el doble de grande que ella y ya nos había confiscado su cuchillo y mi espada.

Kelli se echó a reír. Todavía sujetaba a Rachel del cuello con sus garras.

—Vamos, Percy. Diviértenos. Te esperamos aquí con tus amigas para asegurarnos de que te portas bien.

Miré a Rachel.

—Lo siento. Te sacaré de ésta.

Ella asintió en la medida de lo posible, porque apenas podía moverse con aquellas garras en la garganta.

—Sería estupendo.

Las dracaenae me hostigaron con la punta de las jabalinas para que cruzara el umbral y, sin más, me vi metido en una pista de combate.

* * *

Quizá no era la más grande que había visto en mi vida, pero parecía muy espaciosa si se consideraba que estaba bajo tierra. Tenía forma circular y tamaño suficiente como para poder recorrerla con un coche sin despegarse del borde. En el centro, se desarrollaba un combate entre un gigante y un centauro. Este último parecía muerto de pánico y galopaba alrededor de su enemigo con una espada y un escudo; el gigante blandía una jabalina del tamaño de un poste telefónico y la muchedumbre lo vitoreaba enloquecida.

La primera fila se hallaba a más de tres metros de altura. Las gradas de piedra daban la vuelta completa a la pista y todos los asientos estaban ocupados. Había gigantes, dracaenae, semidioses, telekhines y criaturas todavía más extrañas: demonios con alas de murciélago y seres que parecían medio humanos y medio… lo que se te ocurra: pájaros, reptiles, insectos, mamíferos…

Pero lo más espeluznante eran las calaveras. La pista de tierra estaba llena de ellas. También se alineaban, una tras otra, por todo el borde de la valla, y había pilas de casi un metro decorando los escalones entre los asientos. Sonreían clavadas en picas desde lo alto de las gradas o colgadas del techo con cadenas, como lámparas espantosas. Algunas parecían muy antiguas: sólo quedaba el hueso blanqueado. Otras eran mucho más recientes. No voy a describírtelas. Créeme, no te gustaría.

Y en mitad de este panorama, orgullosamente desplegada en la valla, había una cosa que para mí no tenía ningún sentido: una pancarta verde con el tridente de Poseidón. ¿Qué significaba aquel símbolo allí, en un lugar tan horrible?

Por encima de la pancarta, en un asiento de honor, distinguí a un viejo enemigo.

—¡Luke! —exclamé.

No sé si llegó a oírme entre el rugido de la multitud, pero me sonrió fríamente. Llevaba unos pantalones de camuflaje, una camiseta blanca y una coraza de bronce, tal como lo había visto en mi sueño. Pero todavía iba sin su espada, cosa que me pareció extraña. Junto a él se sentaba el gigante más enorme que he visto jamás: muchísimo más grande, en todo caso, que el que luchaba en la pista con el centauro. Aquél debía de medir cerca de cinco metros y era tan corpulento que ocupaba él solo tres asientos. Llevaba únicamente un taparrabos, como un luchador de sumo.

Su piel de color rojo oscuro estaba tatuada con dibujos de olas azules. Supuse que sería el nuevo guardaespaldas de Luke.

Se oyó un alarido en el ruedo y retrocedí de un salto justo cuando el centauro aterrizaba a mi lado.

Me miró con ojos suplicantes.

—¡Socorro!

Eché mano a la espada, pero me la habían quitado y aún no había reaparecido en mi bolsillo.

El centauro se debatía en el suelo y trataba de incorporarse, mientras el gigante se acercaba con la jabalina en ristre.

Una mano férrea me agarró del hombro.

—Si aprecias las vidasss de tus amigasss —me advirtió la dracaena que me custodiaba—, será mejor que no te entrometas. Éste no es tu combate. Aguarda a que llegue tu turno.

El centauro no podía levantarse. Se había roto una pata. El gigante le puso su enorme pie en el pecho y alzó la jabalina. Levantó la vista para mirar a Luke. La muchedumbre gritó:

—¡muerte! ¡muerte!

Luke no movió una ceja, pero su colega, el luchador de sumo tatuado, se puso en pie y dirigió una sonrisa al centauro, que gimoteaba desesperado:

—¡No! ¡Por favor!

El tipo extendió la mano y colocó el pulgar hacia abajo.

Cerré los ojos cuando el gladiador levantó el arma sobre su víctima. Al volver a abrirlos, el centauro se había desintegrado y convertido en ceniza. Lo único que quedaba era una pezuña, que el gigante recogió del suelo y mostró a la multitud como si fuese un trofeo. Se alzó un rugido de aprobación.

En el extremo opuesto de la pista se abrió una puerta y el gigante desfiló con aire triunfal.

Arriba, en las gradas, el luchador de sumo alzó las manos para pedir silencio.

—¡Una buena diversión! —bramó—. Pero nada que no hubiera visto antes. ¿Qué más tenéis, Luke, hijo de Hermes?

Éste apretó los dientes. Era evidente que no le gustaba que lo llamaran «hijo de Hermes», pues odiaba a su padre.

Pese a ello se levantó tranquilamente, con los ojos brillantes. De hecho, parecía de muy buen humor.

—Señor Anteo —dijo, levantando la voz para que todos los espectadores lo oyesen—. ¡Habéis sido un excelente anfitrión! ¡Nos encantaría divertiros para pagaros el favor de dejarnos cruzar vuestro territorio!

—¡Un favor que no he concedido todavía! —refunfuñó Anteo—. ¡Quiero diversión!

Luke hizo una reverencia.

—Creo que tengo algo mejor que un centauro para combatir en vuestro estadio. Se trata de un hermano vuestro. —Me señaló con el dedo—. Percy Jackson, hijo de Poseidón.

La multitud empezó a abuchearme y a lanzarme piedras. Esquivé la mayoría, pero una me dio de lleno en la mejilla y me hizo un corte bastante grande.

Los ojos de Anteo se iluminaron.

—¿Un hijo de Poseidón? ¡Entonces sabrá luchar bien! ¡O morir bien!

—Si su muerte os complace, ¿dejaréis que nuestros ejércitos crucen vuestro territorio?

—Tal vez —respondió Anteo.

A Luke no pareció convencerle aquella respuesta. Me lanzó una mirada asesina, como advirtiéndome que procurase morir de un modo espectacular… o me vería metido en un buen lío.

—¡Luke! —chilló Annabeth—. ¡Termina con esto! ¡Suéltanos!

Sólo entonces Luke pareció reparar en ella. Por un momento se quedó atónito.

—¿Annabeth?

—Ya habrá tiempo para que luchen las mujeres —lo interrumpió Anteo—. Primero, Percy Jackson. ¿Qué armas piensas elegir?

La dracaena me empujó hacia el centro de la pista, desde donde miré a Anteo.

—¿Cómo es posible que seas hijo de Poseidón?

Anteo se rió y la muchedumbre estalló en carcajadas.

—¡Soy su hijo favorito! —declaró con voz tonante—. ¡Mira el templo que he erigido al Agitador de la Tierra con los cráneos de todos los que he matado en su nombre! ¡El tuyo se unirá a mi colección!

Miré horrorizado los centenares de calaveras y la pancarta de Poseidón. ¿Cómo iba a ser aquello un templo dedicado a mi padre? Él era un buen tipo. Nunca me había exigido que le enviara una postal el Día del Padre, mucho menos la calavera de alguien.

—¡Percy! —me gritó Annabeth—. ¡Su madre es Gea! ¡Gea…!

El lestrigón que la custodiaba le tapó la boca con la mano. «Su madre es Gea.» La diosa de la Tierra. Annabeth trataba de indicarme que eso era importante, pero no entendía por qué. Quizá porque el tipo tenía dos padres divinos. Con lo cual sería aún más difícil matarlo.

—Estás loco, Anteo —le dije—. Si crees que ésa es una buena manera de rendir honores a Poseidón, es que no lo conoces.

Los espectadores me insultaban a gritos, pero Anteo levantó la mano para imponer silencio.

—Armas —insistió—. Así veremos cómo mueres. ¿Quieres un par de hachas? ¿Escudos? ¿Redes? ¿Lanzallamas?

—Sólo mi espada —repliqué.

Una gran carcajada se elevó de las gradas, pero de inmediato apareció Contracorriente en mis manos y algunas voces de la multitud vacilaron, inquietas. La hoja de bronce relucía con un leve fulgor.

—¡Primer asalto! —anunció Anteo. Se abrieron las puertas y salió a la pista una dracaena con un tridente en una mano y una red en la otra: el equipo clásico del gladiador. Yo llevaba años entrenándome en el campamento contra aquel tipo de armas.

Me lanzó un viaje con el tridente para probarme y me hice a un lado. Enseguida me arrojó la red para trabarme la mano con la que sujetaba la espada, pero yo me aparté con facilidad, le partí en dos el mango del tridente y le clave la espada aprovechando una grieta de su armadura. Con un alarido de dolor, la criatura se volatilizó. Los vítores del público se apagaron instantáneamente.

—¡No! —bramó Anteo—. ¡Demasiado deprisa! Has de esperar para matarla. ¡Sólo yo puedo dar esa orden!

Miré a Annabeth y Rachel por encima del hombro. Tenía que hallar el modo de liberarlas, quizá distrayendo a sus guardias.

—¡Buen trabajo, Percy! —dijo Luke sonriendo—. Has mejorado con la espada, lo reconozco.

—¡Segundo asalto! —bramó Anteo—. ¡Y esta vez más despacio! ¡Más entretenido! ¡Aguarda mi señal antes de matar a alguien, o sabrás lo que es bueno!

Se abrieron otra vez las puertas y esta vez apareció un joven guerrero algo mayor que yo, de unos dieciséis años. Tenía el pelo negro y reluciente, y llevaba un parche en el ojo izquierdo. Era flaco y nervudo, de manera que la armadura griega le venía holgada. Clavó su espada en el suelo, se ajustó las correas del escudo y se puso un casco con un penacho de crin.

—¿Quién eres? —le pregunté.

—Ethan Nakamura —dijo—. Debo matarte.

—¿Por qué haces esto?

—¡Eh! —nos abucheó un monstruo desde las gradas—. ¡Dejaos de charla y luchad! —Los demás se pusieron a corear lo mismo.

—Tengo que probarme a mí mismo —explicó Ethan—. ¡Es la única manera de alistarse!

Dicho lo cual, arremetió contra mí. Nuestras espadas entrechocaron y la multitud rugió entusiasmada. No me parecía justo. No quería combatir para distraer a una pandilla de monstruos, pero Ethan Nakamura no me dejaba alternativa.

Me presionaba. Era bueno. Nunca había estado en el Campamento Mestizo, que yo supiera, pero se le notaba bien entrenado. Paró mi estocada y casi me arrolló con un golpe de su escudo, pero yo retrocedí de un salto. Me lanzó un tajo y rodé hacia un lado. Intercambiamos mandobles y paradas mientras estudiábamos nuestros respectivos estilos. Yo procuraba mantenerme en el lado ciego de Ethan, pero no me servía demasiado. Por lo visto, llevaba mucho tiempo luchando con un solo ojo, porque defendía su lado izquierdo con excelente destreza.

—¡Sangre! —gritaban los monstruos.

Mi contrincante levantó la vista hacia las gradas. Ése era su punto flaco, pensé. Necesitaba impresionarlos. Yo no.

Lanzó un iracundo grito de guerra y arremetió otra vez con su espada. Paré el golpe y retrocedí, dejando que me siguiera.

—¡Buuuu! —gritó Anteo—. ¡Aguanta y lucha!

Ethan me acosaba, pero, aun sin escudo, yo no tenía problemas para defenderme. El iba vestido de un modo defensivo —con escudo y una pesada armadura— y pasar a la ofensiva le resultaba muy fatigoso. Yo era un blanco más vulnerable, pero también más ligero y rápido. La multitud había enloquecido, protestaba a gritos y nos lanzaba piedras. Llevábamos casi cinco minutos luchando y aún no había sangre a la vista.

Finalmente, Ethan cometió un error. Intentó clavarme la espada en el estómago, le bloqueé la empuñadura con la mía y giré bruscamente la muñeca. Su arma cayó al suelo. Antes de que él atinara a recuperarla, le golpeé el casco con el mango de Contracorriente y le propiné un buen empujón. Su pesada armadura me ayudó lo suyo. Aturdido y exhausto, se vino abajo. Le puse la punta de la espada en el pecho.

—Acaba ya —gimió Ethan.

Alcé la vista hacia Anteo. Su cara rubicunda se había quedado de piedra de pura contrariedad, pero extendió la mano y colocó el pulgar hacia abajo.

—Ni hablar. —Envainé la espada.

—No seas idiota —gimió Ethan—. Nos matarán a los dos.

Le tendí la mano. Él la agarró de mala gana y lo ayudé a levantarse.

—¡Nadie osa deshonrar los juegos! —bramó Anteo—. ¡Vuestras dos cabezas se convertirán en tributo al dios Poseidón!

Miré a Ethan.

—Cuando tengas la oportunidad, corre.

Luego me volví hacia Anteo.

—¿Por qué no luchas conmigo tú mismo? ¡Si es cierto que gozas del favor de papá, baja aquí y demuéstralo!

Los monstruos volvieron a rugir en las gradas. Anteo miró alrededor y comprendió que no tenía alternativa. No podía negarse sin parecer un cobarde.

—Soy el mejor luchador del mundo, chico —me advirtió—. ¡Llevo combatiendo desde el primer pankration!

¿Pankration? —pregunté.

—Quiere decir «lucha a muerte» —explicó Ethan—. Sin reglas, sin llaves prohibidas. En la Antigüedad era un deporte olímpico.

—Gracias por la información.

—No hay de qué.

Rachel me miraba con los ojos como platos. Annabeth movió la cabeza enérgicamente una y otra vez, pese a que el lestrigón seguía tapándole la boca con una mano.

Apunté a Anteo con mi espada.

—¡El vencedor se lo queda todo! Si gano yo, nos liberas a todos. Si ganas tú, moriremos todos. Júralo por el río Estigio.

Anteo se echó a reír.

—Esto va a ser rápido. ¡Lo juro con tus condiciones!

Saltó la valla y aterrizó en la pista.

—Buena suerte —me deseó Ethan—. La necesitarás. —Y se retiró a toda prisa.

Anteo hizo crujir los nudillos y sonrió. Entonces me fijé en que incluso sus dientes tenían grabado un diseño de olas. Debía de ser un suplicio cepillárselos después de las comidas.

—¿Armas? —preguntó.

—Me quedo con mi espada. ¿Y tú?

Él alzó sus grandiosas manazas y flexionó los dedos.

—¡No necesito nada más! Maestro Luke, vos seréis el arbitro del combate.

—Con mucho gusto —respondió éste dirigiéndome una sonrisa desde lo alto.

Anteo se lanzó sobre mí. Yo rodé por debajo de sus piernas y le di una estocada en la parte trasera del muslo.

—¡Aj! —aulló. Pero no salió sangre, sino un chorro de arena que se derramó en el suelo. La tierra de la pista se alzó en el acto y se acumuló en tornó a su pierna, casi como un molde. Cuando volvió a caer, la herida había desaparecido.

Cargó otra vez contra mí. Por suerte, yo tenía experiencia en el combate con gigantes. Hice un quiebro, le di una estocada por debajo del brazo y la hoja de Contracorriente se le hundió hasta la empuñadura entre las costillas. Esa era la buena noticia. La mala era que cuando el gigante se volvió, se me escapó la espada y salí disparado hasta el centro de la pista, donde aterricé totalmente desarmado.

Anteo bramaba de dolor. Aguardé a que se desintegrara. Ningún monstruo había resistido una herida como aquella. La hoja de bronce celestial debía de estar destruyéndolo por completo. Pero mi contrincante buscó la empuñadura a tientas, se arrancó la espada y la lanzó hacia atrás con fuerza. Una vez más cayó arena de la brecha y una vez más la tierra se alzó para cubrirlo, rodeándole todo el cuerpo hasta los hombros. Cuando Anteo quedó de nuevo a la vista, se había recobrado.

—¿Comprendes ahora por qué nunca pierdo, semidiós? —dijo, regodeándose—. Ven aquí para que te aplaste. ¡Será rápido!

Ahora se interponía entre la espada y yo. Desesperado, me volví a uno y otro lado y mi mirada se encontró con la de Annabeth.

La tierra, pensé. ¿Qué había tratado de decirme mi amiga? La madre de Anteo era Gea, la madre tierra, la más antigua de todas las diosas. Su padre podía ser Poseidón, pero era Gea quien lo mantenía con vida. Era imposible herirlo de verdad mientras tuviera los pies en el suelo.

Intenté rodearlo, pero él se anticipó y me cerró el paso, riéndose entre dientes. Ahora estaba jugando conmigo. Me tenía acorralado.

Levanté la vista hacia las cadenas que colgaban del techo con los cráneos de sus enemigos sujetos con ganchos y súbitamente se me ocurrió una idea.

Hice una finta hacia el otro lado. Anteo me impidió el paso. La multitud me abucheaba y le pedía a gritos al gigante que acabara conmigo. Pero él se estaba divirtiendo de lo lindo.

—Vaya un enclenque —dijo—. ¡No eres digno de ser hijo del dios de mar!

Noté que el bolígrafo regresaba a mi bolsillo, aunque eso Anteo no lo sabía. Él creía que Contracorriente seguía en el suelo, a su espalda. Suponía que mi único objetivo era recuperar el arma. Tal vez no era una gran ventaja, pero era lo único que tenía.

Arremetí de frente, agazapándome para que pensara que iba a rodar otra vez entre sus piernas. Mientras se agachaba para atraparme, salté con todas mis fuerzas, le aparté el brazo de una patada, me encaramé sobre su hombro como si se tratara de una escalera y le apoyé un pie en la cabeza. El hizo lo que cabía esperar. Se enderezó indignado y gritó: «¡Eh!» Me di impulso, utilizando su propia fuerza para catapultarme hacia el techo, y me agarré de lo alto de una cadena. Las calaveras y los ganchos tintinearon debajo. Rodeé la cadena con las piernas, como hacía en los ejercicios con cuerdas de la clase de gimnasia. Saqué a Contracorriente y corté la cadena más cercana.

—¡Baja, cobarde! —bramaba Anteo. Intentó agarrarme desde el suelo, pero yo quedaba fuera de su alcance.

Aferrándome como si me fuera en ello la vida, grité:

—¡Sube aquí y atrápame! ¿O acaso eres demasiado lento y gordinflón?

Soltó un aullido e intentó agarrarme de nuevo. No lo consiguió, pero sí atrapó una cadena y trató de izarse. Mientras él forcejeaba, bajé la cadena que había cortado, como si fuese una caña de pescar, con el gancho colgando en la punta. Me costó dos intentos, pero al final logré prenderlo en el taparrabos de Anteo.

—¡¡¡Ajú!

Rápidamente, deslicé el amarre de la cadena suelta en la mía, procurando tensarla al máximo y asegurarla lo mejor posible. Anteo procuró bajar al suelo, pero su trasero permanecía suspendido por el taparrabos. Tuvo que sujetarse en otras cadenas con ambas manos para no volcarse y quedar boca abajo. Recé para que el taparrabos y la cadena resistieran unos segundos más. Mientras él maldecía y se agitaba, trepé entre las cadenas, columpiándome y saltando como un mono enloquecido, y enlacé ganchos y eslabones metálicos. No sé cómo lo hice, la verdad. Mi madre siempre dice que tengo un don especial para enredar las cosas. Además, quería salvar a mis amigas a cualquier precio. El caso es que en un par de minutos tuve al gigante completamente envuelto en cadenas y suspendido por encima del suelo.

Me dejé caer en la pista, jadeante y sudoroso. Tenía las manos en carne viva de tanto aferrarme a las cadenas.

—¡Bájame de aquí! —berreó Anteo.

—¡Libéralo! —exigió Luke—. ¡Es nuestro anfitrión!

Destapé otra vez a Contracorriente.

—Muy bien. Voy a liberarlo.

Y le atravesé el estómago al gigante. Él bramó y aulló mientras derramaba arena por la herida, pero esta vez estaba demasiado alto y no tenía contacto con la tierra, de manera que la arena no se alzó para ayudarlo. Anteo se fue vaciando poco a poco hasta que no quedó más que un montón de cadenas balanceándose, un taparrabos gigantesco colgado de un gancho y un montón de calaveras sonrientes que bailaban por encima de mi cabeza como si tuvieran por fin algo que celebrar.

—¡Jackson! —aulló Luke—. ¡Tendría que haberte matado hace tiempo!

—Ya lo intentaste —le recordé—. Ahora déjanos marchar. He hecho un trato con Anteo bajo juramento. Soy el ganador.

Él reaccionó como me esperaba.

—Anteo está muerto —replicó—. Su juramento muere con él. Pero, como hoy me siento clemente, haré que te maten deprisa.

Señaló a Annabeth.

—Perdonadle la vida a la chica. —La voz le tembló un poco—. Quiero hablar con ella… antes de nuestro gran triunfo.

Todos los monstruos de la audiencia sacaron un arma o extendieron sus garras. Estábamos atrapados. Nos superaban de un modo abrumador.

Entonces noté algo en el bolsillo: una sensación gélida que se hacía más y más glacial. «El silbato para perros.» Lo rodeé con mis dedos. Durante días había evitado recurrir al regalo de Quintus. Tenía que ser una trampa. Pero en esa situación… no tenía alternativa. Me lo saqué del bolsillo y soplé. No produjo ningún ruido audible y se partió en pedazos de hielo que se me derritieron en la mano.

—¿Para qué se supone que servía eso? —se burló Luke.

Desde detrás me llegó un gañido de sorpresa. El gigante lestrigón que custodiaba a Annabeth pasó por mi lado corriendo y se estrelló contra la pared.

—¡Aj!

Kelli, la empusa, soltó un chillido. Un mastín negro de doscientos kilos la había agarrado con los dientes como si fuera un pelele y la lanzó por los aires, directa al regazo de Luke. La Señorita O'Leary gruñó amenazadora y las dos dracaenae retrocedieron. Durante un instante, los monstruos de las gradas quedaron sobrecogidos por la sorpresa.

—¡Vamos! —grité a mis amigas—. ¡Aquí, Señorita O'Leary!

—¡Por el otro lado! —dijo Rachel—. ¡Ése es el camino!

Ethan Nakamura nos siguió sin pensárselo dos veces. Cruzamos el ruedo corriendo todos juntos y salimos por el extremo opuesto, seguidos por la Señorita O'Leary. Mientras corríamos, oí el tremendo tumulto de un ejército entero que saltaba desordenadamente de las gradas, dispuesto a perseguirnos.