Ardo como una antorcha
Ya creía que le habíamos perdido la pista a la araña cuando Tyson captó un lejano sonido metálico. Dimos unas cuantas vueltas, retrocedimos varias veces y por fin encontramos a la araña, que golpeaba una puerta de metal con su cabecita.
La puerta parecía una de aquellas anticuadas escotillas de los submarinos: con forma oval, remaches metálicos y una rueda, en lugar de un pomo, para abrirla. Encima de ella había una gran placa de latón, que el tiempo había cubierto de verdín, con una eta griega en el centro.
Nos miramos unos a otros.
—¿Listos para conocer a Hefesto? —dijo Grover, nervioso.
—No —reconocí.
—¡Sí! —dijo Tyson, eufórico, mientras hacía girar la rueda.
En cuanto se abrió la puerta, la araña se deslizó al interior; Tyson la siguió de cerca y los demás avanzamos también, aunque con menos entusiasmo.
El lugar era inmenso. Como el garaje de un mecánico, estaba lleno de elevadores hidráulicos. En algunos de ellos había coches, pero en otros se veían cosas bastante más extrañas: un hippalektryon de bronce desprovisto de su cabeza de caballo y con un montón de cables colgando de su cola de gallo, un león de metal que parecía conectado a un cargador de batería, y un carro de guerra griego hecho enteramente de fuego.
Había además una docena de mesas de trabajo totalmente cubiertas de artilugios de menor tamaño. Se veían muchas herramientas colgadas y cada una tenía su silueta pintada en un tablero, aunque nada parecía estar en su sitio. El martillo ocupaba el lugar del destornillador; la grapadora, el de la sierra de metales, y así sucesivamente.
Por debajo del elevador hidráulico más cercano, que sostenía un Toyota Corolla del 98, asomaban dos piernas: la mitad inferior de un tipo enorme, con unos mugrientos pantalones grises y unos zapatos incluso más grandes que los de Tyson. En una de las piernas tenía una abrazadera metálica.
La araña se deslizó por debajo del coche y los martillazos se interrumpieron al instante.
—Vaya, vaya. —La voz retumbaba desde debajo del Corolla—. ¿Qué tenemos aquí?
El mecánico salió sobre un carrito y se sentó. Había visto a Hefesto en el Olimpo en una ocasión, así que creía estar preparado. En ese momento, sin embargo, tragué saliva.
Supongo que se habría lavado cuando lo vi en el Olimpo, o que habría usado algún truco mágico para que su forma resultara menos espantosa. Pero al parecer allí, en su propio taller, no le preocupaba en absoluto su aspecto. Llevaba un mono cubierto de grasa, con un rótulo bordado en el bolsillo de la pechera que decía «HEFESTO». La pierna de la abrazadera le chirriaba y daba chasquidos mientras se incorporaba y, una vez de pie, vi que el hombro izquierdo era más bajo que el derecho, de manera que parecía ladeado incluso cuando se erguía. Tenía la cabeza deformada y llena de bultos, y una permanente expresión ceñuda. Su barba negra humeaba. De vez en cuando, se le encendía en los bigotes una pequeña llamarada que acababa extinguiéndose sola. Sus manos debían de ser del tamaño de unos guantes de béisbol y, sin embargo, sostenían la araña con increíble delicadeza. La desarmó en dos segundos y volvió a montarla.
—Ahí está —dijo entre dientes—. Mucho mejor así.
La araña dio un saltito alegre en su palma, lanzó un hilo de metal al techo y se alejó balanceándose.
Hefesto nos dirigió una mirada torva.
—¿No os he construido yo, verdad?
—¿Eh? —dijo Annabeth—. No, señor.
—Menos mal —gruñó el dios—. Un trabajo muy chapucero.
Nos estudió a Annabeth y a mí.
—Mestizos —refunfuñó—. Podríais ser autómatas, desde luego, pero seguramente no lo sois.
—Nos conocemos, señor —le dije.
—¿Ah, sí? —preguntó con aire ausente. Me dio la sensación de que le traía sin cuidado. Más bien parecía cavilar cómo me funcionaba la mandíbula; si iba con bisagra, con una palanca o con qué—. Bueno, pues si no te hice papilla la primera vez que nos vimos, supongo que no tengo por qué hacerlo ahora.
Miró a Grover y frunció el ceño aún más.
—Sátiro. —Luego miró a Tyson y sus ojos centellearon—. Bueno, un cíclope. Bien, bien. ¿Qué haces viajando con éstos?
—Eh… —balbuceó Tyson, contemplando maravillado al dios.
—Sí, bien dicho —asintió Hefesto—. Será mejor que tengáis un buen motivo para molestarme. La suspensión de este Corolla es un verdadero quebradero de cabeza, ¿sabéis?
—Señor —intervino Annabeth, vacilante—, estamos buscando a Dédalo. Pensamos…
—¿A Dédalo? —rugió el dios—. ¿Queréis ver a ese viejo canalla? ¿Os atrevéis a buscarlo?
Su barba estalló en llamas y los ojos negros destellaron como carbones.
—Eh, sí, señor. Por favor —musitó Annabeth.
—Puf. Estáis perdiendo el tiempo. —Miró algo que tenía en la mesa y se acercó cojeando a recogerlo: un amasijo de muelles y placas de metal, que empezó a manipular. En apenas unos segundos sostenía en sus manos un halcón de plata y bronce. El artilugio extendió sus alas metálicas, parpadeó con sus ojos de obsidiana y echó a volar por el taller.
Tyson se puso a reír y a dar palmas. El pájaro se le posó en el hombro y le mordisqueó cariñosamente la oreja.
Hefesto lo observó. Su ceño no se modificó, pero me pareció ver un brillo más amable en sus ojos.
—Presiento que tienes algo que decirme, cíclope.
La sonrisa de Tyson se desvaneció.
—S… sí, señor. Vimos al centimano.
Hefesto asintió. No parecía sorprendido.
—¿A Briares?
—Sí. Es… estaba asustado. No quiso ayudarnos.
—Y eso te preocupa.
—¡Sí! —La voz le tembló—. ¡Briares tendría que ser fuerte! Es el mayor y el más viejo de los cíclopes. Pero huyó.
Hefesto soltó un gruñido.
—Hubo un tiempo en el que admiraba a los centimanos. En los días de la primera guerra. Pero las personas, los monstruos e incluso los dioses cambian, joven cíclope. No puedes fiarte de ellos. Mira a mi querida madre, Hera. La habéis conocido, ¿verdad? Os habrá sonreído y os habrá hablado largo y tendido de lo importante que es la familia, ¿cierto? Lo cual no le impidió expulsarme del monte Olimpo cuando vio mi rostro.
—Creía que había sido Zeus —aduje.
Hefesto carraspeó y lanzó un salivazo a una escupidera de bronce. Chasqueó los dedos y el robot halcón regresó otra vez a la mesa de trabajo.
—Ella prefiere contar esa versión —rezongó—. La hace quedar mejor, ¿no? Le echa toda la culpa a mi padre. La verdad es que a mi madre le gusta la familia, sí, pero sólo cierto tipo de familia. Las familias perfectas. Así que me echó un vistazo y… bueno, yo no encajo en esa imagen, ¿no?
Le quitó una pluma al halcón y el autómata entero se desmoronó en pedazos.
—Créeme, joven cíclope —prosiguió Hefesto—, no puedes confiar en los demás. Fíate solamente del trabajo de tus propias manos.
Parecía una forma muy solitaria de vivir. Además, no es que me fiara precisamente del trabajo de Hefesto. Una vez, en Denver, sus arañas mecánicas estuvieron a punto de matarnos a Annabeth y a mí. Y el año anterior había sido un modelo defectuoso del gigante Talos (otro pequeño proyecto de Hefesto) lo que había acabado con la vida de Bianca.
Ahora el dios entornó los ojos y se concentró en mí, como si estuviera leyéndome el pensamiento.
—A éste no le gusto —musitó—. No te preocupes, ya estoy acostumbrado. ¿Qué quieres pedirme tú, pequeño semidiós?
—Ya se lo hemos dicho —respondí—. Debemos encontrar a Dédalo. Un tipo que trabaja para Cronos, Luke, está tratando de encontrar la manera de orientarse por el laberinto para invadir el campamento. Si no nos adelantamos y encontramos primero a Dédalo…
—Y yo también os lo he dicho a vosotros, chico. Buscar a Dédalo es una pérdida de tiempo. Él no os ayudará.
—¿Por qué?
Hefesto se encogió de hombros.
—Algunos hemos sido desterrados sin contemplaciones… Y nuestro aprendizaje de que no debemos fiarnos de nadie ha resultado incluso más doloroso. Pídeme oro. O una espada flamígera. O un corcel mágico. Eso puedo concedértelo fácilmente. Pero el modo de encontrar a Dédalo… Es un favor muy caro.
—Entonces sí sabe dónde está —lo presionó Annabeth.
—No es sabio ni juicioso andar buscando, muchacha.
—Mi madre dice que buscar es el principio de toda sabiduría.
Hefesto entornó sus ojos.
—¿Quién es tu madre?
—Atenea.
—Eso encaja. —Suspiró—. Buena diosa, Atenea. Una pena que prometiera no casarse nunca. Bien, mestiza. Puedo revelarte lo que deseas saber. Pero tiene un precio. Necesito un favor.
—El que usted diga —respondió Annabeth.
Hefesto se echó a reír de un modo muy ruidoso, que sonaba como el resoplido de un fuelle enorme avivando el fuego.
—Ah, los héroes —dijo—. Siempre haciendo promesas temerarias. ¡Qué refrescante!
Pulsó un botón de su mesa de trabajo y en la pared se abrieron unos postigos metálicos. O era una ventana enorme, o se trataba de una pantalla gigante de televisión, no estaba del todo seguro. Se veía una montaña gris rodeada de bosques. Debía de ser un volcán, porque de la cima salía humo.
—Una de mis fraguas —explicó Hefesto—. Tengo muchas, pero ésta era mi preferida.
—Es el monte Saint Helens —intervino Grover—. Los bosques de los alrededores son grandiosos.
—¿Has estado ahí? —pregunté.
—Buscando… ya sabes, a Pan.
—Un momento —dijo Annabeth, mirando a Hefesto—. Ha dicho que era su fragua preferida. ¿Qué sucedió?
Hefesto se rascó su barba humeante.
—Bueno, ahí es donde está atrapado el monstruo Tifón, ¿lo sabías? Antes era debajo del Etna, pero, cuando nos trasladamos a Norteamérica, su fuerza quedó sujeta bajo el monte Saint Helens. Una fuente de fuego espléndida, aunque algo peligrosa. Siempre cabe la posibilidad de que escape. Hay muchas erupciones últimamente; no para de arrojar humo. Está muy inquieto con la rebelión de los titanes.
—¿Qué quiere que hagamos? —preguntó—. ¿Luchar con él?
Hefesto soltó un bufido.
—Eso sería suicida. Hasta los dioses huían de Tifón cuando estaba libre. No, rezad más bien para no tener que verlo nunca. Últimamente he percibido la presencia de intrusos en mi montaña. Alguien o algo está usando mi fragua. Cuando yo llego no hay nadie, pero noto que la han utilizado. Deben de presentir mi llegada y desaparecen. Envío autómatas a investigar y no regresan. Hay algo antiguo allí… Algo maligno. Quiero saber quién se atreve a invadir mi territorio y si pretenden liberar a Tifón.
—¿Quiere que averigüemos quién es? —pregunté.
—Sí. Id allí. Quizá no presientan vuestra llegada. Vosotros no sois dioses.
—Menos mal que se ha dado cuenta —murmuré.
—Id y averiguad lo que podáis —dijo Hefesto—. Volved a informarme y os contaré lo que queréis saber de Dédalo.
—De acuerdo —convino Annabeth—. ¿Cómo podemos llegar allí?
Hefesto dio unas palmadas. La araña bajó balanceándose, colgada de un hilo de las vigas. Annabeth retrocedió un paso cuando el bicho aterrizó a sus pies.
—Mi creación os mostrará el camino —aseguró el dios—. No queda lejos si vais por el laberinto. Y procurad manteneros con vida, ¿de acuerdo? Los humanos son mucho más frágiles que los autómatas.
* * *
Íbamos muy bien hasta que tropezamos con las raíces de los árboles. La araña corría a toda velocidad y nosotros manteníamos su ritmo, pero al ver un túnel lateral excavado en la tierra desnuda, plagado de gruesas raíces, Grover se detuvo en seco.
—¿Qué pasa? —pregunté.
Él ni siquiera se movió. Miraba boquiabierto el túnel, mientras el viento le alborotaba el rizado pelo.
—¡Vamos! —dijo Annabeth—. ¡Sigamos adelante!
—Es éste el camino —musitó Grover, sobrecogido—. Es éste.
—¿Qué camino? —pregunté—. ¿Quieres decir… para encontrar a Pan?
Grover miró a Tyson.
—¿No lo hueles?
—Tierra —dijo Tyson—. Y plantas.
—¡Sí! Es el camino. ¡Estoy seguro!
La araña se alejaba ya por el pasadizo de piedra. Unos segundos más y le perderíamos la pista.
—Ya volveremos —prometió Annabeth—. En el camino de vuelta para hablar con Hefesto.
—El túnel habrá desaparecido para entonces —protestó Grover—. Tengo que seguirlo. ¡Una puerta así no permanecerá abierta!
—Pero no podemos —objetó Annabeth—. ¡Las fraguas!
Grover la miró con tristeza.
—Tengo que hacerlo, Annabeth. ¿No lo comprendes?
Ella parecía desesperada, como si no entendiera nada. La araña casi se había perdido de vista. Recordé la conversación con Grover de la noche anterior y comprendí de inmediato lo que debíamos hacer.
—Nos dividiremos —decidí.
—¡No! —dijo Annabeth—. Sería muy peligroso. ¿Cómo volveremos a encontrarnos? Además, no puede ir solo.
Tyson le puso a Grover una mano en el hombro.
—Voy con él.
No podía creer lo que estaba oyendo.
—¿Estas seguro?
El grandullón asintió.
—El niño cabra necesita ayuda. Encontraremos al dios. Yo no soy como Hefesto. Me fío de los amigos.
Grover respiró hondo.
—Volveremos a encontrarnos, Percy. Aún conservamos la conexión por empatía. Tengo… tengo que hacerlo.
No lo culpaba. Era el objetivo de su vida. Si no encontraba a Pan en aquel viaje, el consejo no le daría otra oportunidad.
—Espero que tu intuición sea cierta.
—Estoy seguro. —Nunca me había parecido tan convencido, salvo cuando afirmaba que las enchiladas de queso eran mejores que las de pollo.
—Ve con cuidado.
Miré a Tyson, que se tragó un sollozo y me dio un abrazo de los suyos (por poco se me salen los ojos de las órbitas). Enseguida él y Grover se internaron en el túnel de las raíces y desaparecieron en la oscuridad.
—Esto no me gusta —se quejó Annabeth—. Separarse es una idea muy, pero que muy mala.
—Volveremos a encontrarnos —declaré, fingiendo aplomo—. Y ahora vamos. ¡La araña se está alejando!
* * *
No había pasado mucho tiempo cuando el túnel empezó a calentarse en serio.
Los muros de piedra adquirieron un brillo candente y el aire se enrareció. Daba la sensación de que caminábamos por un horno. El pasadizo descendía en una pronunciada pendiente y al fondo se oía un gran rugido, como el fragor de un río de metal. La araña se deslizaba a toda velocidad; Annabeth la seguía de cerca.
—¡Eh, espérame! —le grité.
Ella me echó una mirada por encima del hombro.
—¿Qué?
—Hay una cosa que ha comentado Hefesto antes… sobre Atenea.
—Ah, que juró no casarse nunca —respondió Annabeth—. Como Artemisa y Hestia. Es una de las diosas solteras.
Parpadeé, perplejo. Era la primera vez que oía decir aquello de Atenea.
—Pero entonces…
—¿Cómo es que tiene hijos semidioses?
Asentí. Seguramente me había ruborizado, pero hacía tanto calor allí dentro que Annabeth no lo notó.
—Percy, ¿tú sabes cómo nació Atenea?
—Brotó de la cabeza de Zeus con la armadura completa. O algo así.
—Exacto. No nació de la manera normal. Surgió literalmente del pensamiento. Y sus hijos nacen del mismo modo. Cuando Atenea se enamora de un mortal es algo puramente intelectual, tal como amó a Ulises en las antiguas historias. Es un encuentro de las mentes. Ella diría que es la forma más pura de amor.
—Entonces tu padre y Atenea… tú no fuiste…
—Nací de parto cerebral —me confirmó Annabeth—. Literalmente. Los hijos de Atenea brotamos del pensamiento divino de nuestra madre y del ingenio mortal de nuestro padre. Se supone que somos un regalo, una bendición de la diosa a los hombres que ella ha elegido.
—Pero…
—Percy, casi he perdido de vista a la araña. ¿Pretendes que te explique ahora los detalles exactos de mi nacimiento?
—Eh… no. Ya está bien.
Esbozó una sonrisa socarrona.
—Me lo imaginaba.
Se adelantó corriendo y yo la seguí, aunque no estaba seguro de si podría volver a mirarla de la misma manera. Algunas cosas, decidí, era mejor dejarlas envueltas en el misterio.
El rugido había ido en aumento. Después de un kilómetro más o menos, desembocamos en una caverna del tamaño del estadio de la Super Bowl. Nuestra araña se detuvo y se acurrucó hasta formar una bola. Habíamos llegado a la fragua de Hefesto.
No había suelo propiamente dicho, sólo un lago de lava que bullía mucho más abajo, a centenares de metros. Nosotros estábamos en una cresta rocosa que rodeaba todo el perímetro de la caverna. Una red de puentes metálicos se extendía sobre el abismo. Y en el centro, una inmensa plataforma con toda clase de maquinas, calderas, fraguas y el yunque más grande que he visto en mi vida: un bloque de hierro como una casa. Unas criaturas se movían por la plataforma: una serie de sombras extrañas y oscuras que quedaban demasiado lejos para distinguirlas con claridad.
—No podremos acercarnos a hurtadillas —dije.
Annabeth recogió la araña metálica y se la metió en el bolsillo.
—Yo sí. Espera aquí.
—¡Un momento! —advertí. Pero, antes de que pudiera discutir, se puso la gorra de los Yankees y se volvió invisible.
No me atreví a llamarla a gritos, pero no me gustaba la idea de que se acercara sola a la fragua. Si aquellas cosas percibían la llegada de un dios, ¿estaría Annabeth a salvo?
Miré a mi espalda el túnel del laberinto. Ya echaba de menos a Grover y Tyson. Al final, decidí que no podía quedarme quieto y me deslicé sigilosamente por la cresta que bordeaba el lago de lava, con la esperanza de encontrar un ángulo más favorable desde donde observar la plataforma.
El calor era espantoso. El rancho de Gerión había sido un paraíso comparado con aquel lugar. En muy pocos minutos, estaba empapado de sudor. Los ojos me ardían a causa del humo. Avancé poco a poco, procurando no acercarme demasiado al borde, hasta que me encontré el paso bloqueado por una vagoneta con ruedas metálicas, como las que usan en las minas. Levanté la lona y descubrí que estaba medio llena de residuos de metal. Iba a intentar rodearla, arrimándome a la pared, cuando oí voces que venían de más adelante, seguramente de un túnel lateral.
—¿Lo llevamos? —preguntó uno.
—Sí —respondió otro—. La película casi ha terminado.
Me entró pánico. No tenía tiempo de retroceder. No se me ocurría ningún sitio donde esconderme… salvo la vagoneta. Me encaramé a toda prisa, me metí dentro y me cubrí con la lona. Confiaba en que no me hubieran visto. Agarré a Contracorriente con fuerza, por si tenía que recurrir a ella.
La vagoneta se movió con una sacudida.
—¡Uf! —dijo una voz ronca—. Pesa una tonelada.
—Es bronce celestial —expuso el otro—. ¿Qué te creías?
Me empujaron hacia delante. Doblamos una esquina y por el eco de las ruedas en las paredes deduje que habíamos cruzado un túnel hasta llegar a una pequeña habitación. Confiaba en que no fueran a arrojarme a un recipiente de fundición. Si empezaban a volcar la vagoneta, tendría que salir de allí y abrirme paso con la espada. Me llegaba una algarabía de voces que parloteaban, pero no sonaban humanas: algo a medio camino entre el grito de una foca y el gruñido de un perro. Había otros sonidos también: algo similar a un viejo proyector de cine y una vocecita que narraba una historia.
—Acomodaos atrás —ordenó una nueva voz procedente del otro extremo de la habitación—. Ahora, jóvenes, prestad atención a la película. Luego habrá tiempo para preguntas.
Las voces se acallaron y pude oír la película.
«A medida que el demonio marino madura —decía el narrador— se producen cambios en su cuerpo. Tal vez habéis notado que os han crecido colmillos y sentís un repentino deseo de devorar seres humanos. Estos cambios son perfectamente normales y les suceden a todos los monstruos jóvenes.»
Un clamor de excitados gruñidos inundó la habitación. El profesor —supuse que debía de ser un profesor— ordenó a los jóvenes que guardaran silencio y la proyección continuó. La mayor parte no la entendí y tampoco me atrevía a asomar la cabeza. La película seguía hablando de crisis de crecimiento, de problemas de acné causados por el trabajo en las fraguas y de la higiene adecuada de las aletas. Y por fin, concluyó.
—Ahora, jóvenes —dijo el instructor—, ¿cuál es el nombre correcto de nuestra especie?
—¡Demonios marinos! —ladró uno.
—No. ¿Alguien más?
—¡Telekhines! —gruñó otro monstruo.
—¡Muy bien! —dijo el instructor—. ¿Y por qué estamos aquí?
—¡Venganza! —gritaron varios.
—Sí, sí, pero ¿por qué?
—¡Zeus es malvado! —intervino un monstruo—. Nos arrojó al Tártaro sólo porque utilizábamos la magia.
—En efecto —confirmó el maestro—. Después de que hubiéramos fabricado muchas de las mejores armas de los dioses… El tridente de Poseidón, para empezar. Y por supuesto, ¡la mayor arma de los titanes! Zeus, sin embargo, se deshizo de nosotros y prefirió confiar en esos cíclopes tan torpes. Por eso nos estamos apoderando de las fraguas del usurpador Hefesto. Y pronto controlaremos los hornos submarinos, ¡nuestro hogar ancestral!
Agarré con más fuerza mi bolígrafo-espada. ¿Aquellas criaturas que hablaban con gruñidos habían creado el tridente de Poseidón? ¿Qué era todo aquello? Nunca había oído una palabra sobre los telekhines.
—Así pues, jóvenes, ¿a quién serviremos?
—¡A Cronos! —gritaron todos.
—Y cuando crezcáis y os convirtáis en telekhines adultos, ¿fabricaréis armas para su ejército?
—¡Sí!
—Excelente. Bueno. Os hemos traído un poco de chatarra para que practiquéis. Veamos lo ingeniosos que sois.
Hubo un revuelo de cuerpos en movimiento y de voces excitadas que se aproximaban a la vagoneta. Me dispuse a destapar a Contracorriente. Cuando retiraron la lona de un tirón, me levanté bruscamente al tiempo que mi espada cobraba vida y me encontré ante un montón… de perros.
O sea, tenían cara de perro, con el hocico negro, ojos castaños y orejas puntiagudas. Pero sus cuerpos eran negros y lustrosos, como los de los mamíferos marinos, con unas piernas rechonchas a medio camino entre las aletas y los pies, y con manos casi humanas, pero provistas de garras. Era algo parecido a la combinación de un crío, un dóberman y un león marino.
—¡Un semidiós! —gruñó uno.
—¡Cómetelo! —gritó otro.
No llegaron más lejos porque lancé un gran mandoble, trazando un arco con Contracorriente, y toda la primera fila de monstruos quedó volatilizada.
—¡Atrás! —grité al resto, fingiendo ferocidad. Al fondo estaba el maestro: un telekhine de casi dos metros que me gruñía con sus colmillos de dóberman. Hice todo lo posible para intimidarlo con la mirada.
—¡Nueva lección! —anuncié—. La mayoría de los monstruos se volatilizan cuando los hiere una espada de bronce celestial. Este cambio es perfectamente normal… ¡y lo experimentaréis ahora mismo si no os ECHÁIS ATRÁS!
Para mi sorpresa, funcionó. Los monstruos retrocedieron, pero eran veinte por lo menos y mi capacidad para amedrentarlos no iba a durar mucho.
Salté de la vagoneta, grité: «¡LA CLASE HA TERMINADO!» y corrí hacia la salida.
Los monstruos me persiguieron ladrando y soltando gruñidos. Esperaba que aquellas piernas achaparradas y con aletas no les permitieran correr muy deprisa, pero la verdad es que avanzaban con bastante ligereza. Gracias a los dioses, había una puerta en el túnel que conducía a la caverna. La cerré de golpe y giré la rueda para atrancarla, aunque dudaba de que eso los mantuviera a raya mucho tiempo.
No sabía qué hacer. Annabeth andaba por allí, pero era invisible. Nuestras posibilidades de hacer una sutil labor de reconocimiento habían saltado por los aires, así que corrí hacia la plataforma suspendida sobre el lago de lava.
* * *
—¡Annabeth! —chillé.
—¡Chist! —Una mano invisible me tapó la boca y me obligó a agacharme tras un caldero enorme de bronce—. ¿Quieres que nos maten?
Encontré a tientas su cabeza y le quité la gorra de los Yankees. Annabeth recobró ante mí su apariencia visible, ahora muy ceñuda y con la cara tiznada de ceniza.
—¿Se puede saber qué te pasa, Percy?
—¡Vamos a tener compañía! —Le hablé a toda prisa de la clase de orientación para monstruos. Ella abrió mucho los ojos.
—Así que son telekhines —dijo—. Debería habérmelo imaginado. Y están haciendo… Bueno, míralo.
Atisbamos por encima del caldero. En el centro de la plataforma había cuatro demonios marinos, pero éstos eran completamente adultos y medían al menos dos metros y medio. Su pelaje negro relucía a la lumbre mientras se afanaban de aquí para allá y hacían saltar chispas martilleando por turnos un trozo muy largo de metal al rojo vivo.
—La hoja casi está terminada —comentó uno—. Sólo hace falta enfriarla otra vez con sangre para fundir los metales.
—Sí, señor —dijo otro—. Estará incluso más afilada que antes.
—¿Qué es eso? —susurré.
Annabeth meneó la cabeza.
—No paran de hablar de fundir metales. Me pregunto…
—Antes se han referido a la mayor arma de los titanes —recordé—. Y han dicho… que ellos fabricaron el tridente de mi padre.
—Los telekhines traicionaron a los dioses —me explicó Annabeth—. Practicaban la magia negra. No sé qué hacían exactamente, pero Zeus los desterró al Tártaro.
—Con Cronos.
Asintió.
—Hemos de salir…
Apenas lo había dicho cuando la puerta de la clase explotó y los jóvenes telekhines salieron atropelladamente por el hueco. Tropezaban unos con otros, tratando de averiguar por dónde debían seguir para lanzarse al ataque.
—Ponte otra vez la gorra —dije—. ¡Y lárgate!
—¿Cómo? —chilló Annabeth—. ¡No! ¡No voy a dejarte aquí!
—Tengo un plan. Yo los distraeré. Tú puedes usar la araña metálica. Quizá vuelva a conducirte hasta Hefesto. Has de contarle lo que ocurre.
—Pero ¡te matarán!
—Todo saldrá bien. Además, no tenemos opción.
Annabeth me miró furiosa, como si tuviera ganas de darme un puñetazo. Y entonces hizo una cosa que me sorprendió todavía más. Me besó.
—Ve con cuidado, sesos de alga. —Se puso la gorra y desapareció.
En otras circunstancias, probablemente me habría quedado allí sentado el resto del día, contemplando la lava y tratando de recordar cómo me llamaba. Pero los demonios marinos me devolvieron bruscamente a la realidad.
—¡Allí! —gritó uno de ellos.
La clase de telekhines al completo empezó a cruzar el puente. Corrí al centro de la plataforma, dándoles tal susto a los cuatro demonios adultos que se les cayó la hoja de metal candente. Debía de medir casi dos metros y era curvada como una luna creciente. Había visto muchas cosas terroríficas, pero aquella hoja de metal —fuese lo que fuese— me asustó más que cualquier otra.
Los demonios adultos se recobraron enseguida de la sorpresa. De la plataforma salían cuatro rampas, pero antes de que acertara a echar a correr en una u otra dirección, cada uno había cubierto una salida.
El más alto soltó un gruñido.
—Pero ¿qué tenemos aquí? ¿Un hijo de Poseidón?
—Sí —refunfuñó otro—. Huelo el mar en su sangre.
Alcé a Contracorriente. El corazón me latía a cien por hora.
—Derriba a uno de nosotros, semidiós —dijo el tercer demonio—, y los demás te romperemos en pedazos. Tu padre nos traicionó. Tomó nuestro regalo y no abrió la boca cuando nos arrojaron al abismo. Haremos que lo corten en pedazos ante nuestros propios ojos. A él y a los demás olímpicos.
Ojalá hubiera tenido un plan. Ojalá no hubiese mentido a Annabeth. Yo sólo quería que se marchara y se pusiera a salvo, y esperaba que hubiera sido lo bastante sensata para hacerme caso. Pero en ese momento empezaba a darme cuenta de que aquél iba a ser quizá el lugar donde habría de sucumbir. Nada de profecías sobre mí. Acabaría destrozado en el corazón de un volcán por una pandilla de leones marinos con cara de perro. Los jóvenes telekhines habían llegado ahora a la plataforma y me lanzaban gruñidos mientras aguardaban a que sus mayores se ocuparan de mí.
Sentí que me ardía una cosa en el muslo. El silbato de hielo estaba cada vez más frío. Si alguna vez iba a necesitar ayuda en mi vida, sería en ese momento. Pero vacilé. No me fiaba del regalo de Quintus.
Antes de acertar a decidirme, el telekhine más alto dijo:
—Veamos lo fuerte que es. ¡A ver cuánto tarda en arder!
Recogió un poco de lava del horno más cercano, lo cual hizo que se le prendiera fuego en los dedos, cosa que a él no pareció molestarle. Los demás telekhines lo imitaron. El primero me arrojó un puñado de roca fundida y me incendió los pantalones. Otros dos puñados me salpicaron en el pecho. Muerto de terror, tiré la espada y me sacudí la ropa. Las llamas empezaban a envolverme. Curiosamente, al principio sólo noté un calorcito, pero luego la temperatura empezó a subir de forma vertiginosa.
—La naturaleza de tu padre te protege —dijo uno de ellos—. Hacerte arder resulta difícil. Pero no imposible, jovencito. No imposible.
Me arrojaron más lava y recuerdo que me puse a chillar. Estaba envuelto en llamas. Aquel dolor era lo peor que había sentido en mi vida. Me consumía. Me desmoroné en el suelo y oí los aullidos extasiados de los niños demonio.
Entonces recordé la voz de la náyade del río: «El agua está en mi interior.»
Necesitaba el mar. Sentí un tirón en las entrañas, pero no tenía nada alrededor que me ayudara. Ni un grifo ni un río. Ni siquiera un caparazón de molusco petrificado. Además, la última vez que había desatado mi poder en los establos, había habido un instante terrorífico en el que casi se me había escapado de las manos.
Pero no tenía opción. Invoqué el mar. Rebusqué en mi interior y me esforcé en recordar las olas y las corrientes, la fuerza incesante del océano. Y la desaté con un espantoso grito.
Más tarde no fui capaz de describir exactamente lo ocurrido. Un explosión, un maremoto, un poderoso torbellino me atrapó y me arrastró hacia abajo, hacia el lago de lava. El agua y el fuego entraron en contacto. Estalló una columna de vapor ardiente y salí propulsado desde el corazón del volcán en una descomunal explosión: apenas una astilla impulsada por una presión de un millón de toneladas. Lo último que recuerdo antes de perder el conocimiento fue la sensación de volar, de volar tan alto que Zeus jamás me lo perdonaría. Y luego la impresión de descenso, de que el humo, el fuego y el agua salían de mí. Era un cometa que corría disparado hacia la tierra.