Participamos en un concurso mortal de enigmas
Había oscurecido ya cuando hicimos nuestra invocación ante un agujero de seis metros de largo, junto al depósito de la fosa séptica. Era un depósito de color amarillo chillón y en un lado tenía una cara sonriente y unas letras rojas que decían: «FELICES VERTIDOS S.A.» No encajaba demasiado con el ambiente de una invocación a los muertos, la verdad.
Había luna llena. Las nubes plateadas se deslizaban perezosamente por el cielo.
—Minos ya debería estar aquí —dijo Nico, frunciendo el ceño—. Es noche cerrada.
—Quizá se ha perdido —dije, esperanzado.
Él empezó a derramar cerveza de raíces y arrojó carne asada en el interior de la fosa; luego entonó un cántico en griego antiguo. Los grillos enmudecieron en el acto. En mi bolsillo, el silbato para perros de hielo estigio empezó a enfriarse y acabó congelado y pegado a mi muslo.
—Dile que pare —me susurró Tyson.
Una parte de mí sentía lo mismo. Aquello era antinatural. El aire de la noche se había vuelto gélido y amenazador. Pero, antes de que pudiera decir nada, comparecieron los primeros espíritus. Surgió de la tierra una niebla sulfurosa y las sombras se espesaron y adoptaron formas humanas. Una silueta azul se deslizó hasta el borde de la fosa y se arrodilló para beber.
—¡Detenlo! —exclamó Nico, interrumpiendo por un instante su cántico—. ¡Sólo Bianca puede beber!
Saqué a Contracorriente. A la vista del bronce celestial, los fantasmas se batieron en retirada con un silbido unánime. Pero ya era tarde para detener al primer espíritu, que había cobrado la forma de un hombre barbado con túnica blanca. Llevaba una diadema de oro en la frente; sus ojos, aunque estuvieran muertos, adquirían vida de pura malicia.
—¡Minos! —dijo Nico—. ¿Qué estás haciendo?
—Disculpadme, amo —respondió el fantasma, aunque no parecía muy apenado—. El sacrificio olía tan bien que no he podido resistirlo. —Se miró las manos y sonrió—. Es agradable poder verme a mí mismo de nuevo. Casi con formas sólidas…
—¡Estás perturbando el ritual! —protestó Nico.
Los espíritus de los muertos empezaron a cobrar un brillo de peligrosa intensidad y Nico se vio obligado a reanudar el cántico para mantenerlos a raya.
—Sí, muy bien, amo —comentó Minos, divertido—. Seguid cantando. Yo sólo he venido a protegeros de estos mentirosos que os acabarían engañando. —Me miró como si fuese una especie de cucaracha—. Percy Jackson… vaya, vaya. Los hijos de Poseidón no han mejorado mucho a lo largo de los siglos, ¿no es cierto?
Me daban ganas de arrearle un puñetazo, pero me figuré que mi puño le atravesaría el rostro sin tropezar con nada sólido.
—Buscamos a Bianca di Angelo —le dije—. Lárgate.
El fantasma rió entre dientes.
—Tengo entendido que una vez mataste a mi Minotauro con las manos desnudas. Pero te aguardan cosas peores en el laberinto. ¿De veras crees que Dédalo va a ayudarte?
Los demás espíritus se removían, inquietos. Annabeth sacó su cuchillo y me ayudó a mantenerlos alejados de la fosa. Grover estaba tan nervioso que se agarró del hombro de Tyson.
—A Dédalo no le importáis nada, mestizos —nos advirtió Minos—. No podéis confiar en él. Ha perdido la cuenta de sus años y es muy astuto. Vive amargado por los remordimientos del asesinato y ha sido maldito por los dioses.
—¿Qué asesinato? —pregunté—. ¿A quién ha matado?
—¡No cambies de tema! —gruñó el fantasma—. Estás poniendo trabas a mi amo; tratando de persuadirlo para que abandone su propósito. ¡Yo le otorgaría un gran poder!
—¡Ya basta, Minos! —le ordenó Nico.
El fantasma hizo una mueca despectiva.
—Amo, ellos son vuestros enemigos. ¡No los escuchéis! Dejad que os proteja. Llevaré su mente a la locura, como hice con los otros.
—¿Qué otros? —dijo Annabeth, sofocando un grito—. ¿No te referirás a Chris Rodríguez? ¿Fuiste tú?
—El laberinto es mío —declaró el fantasma—, y no de Dédalo. Los intrusos se merecen la maldición de la locura.
—¡Desaparece, Minos! —exigió Nico—. ¡Quiero ver a mi hermana!
El fantasma se tragó su rabia.
—Como deseéis, amo. Pero os lo advierto: no podéis fiaros de estos héroes.
Y dicho esto, se deshizo y volvió a la niebla.
Algunos espíritus intentaron adelantarse, pero Annabeth y yo los mantuvimos a raya.
—¡Bianca, aparece! —clamó Nico. Entonó su cántico más deprisa y los espíritus se agitaron aún más inquietos.
—Está a punto —murmuró Grover.
Una luz plateada parpadeó entre los árboles: un espíritu que parecía más fuerte y luminoso que los demás. Cuando se acercó, algo me dijo que lo dejara pasar. Se arrodilló a beber en la fosa. Al levantarse, vi que era el fantasma de Bianca di Angelo.
Nico vaciló e interrumpió su cántico. Bajé la espada. Los demás espíritus empezaron a arremolinarse alrededor, pero Bianca alzó los brazos y todos retrocedieron hacia el bosque.
—Hola, Percy —saludó.
Tenía el mismo aspecto que en vida: un gorro verde ladeado sobre su pelo negro y abundante, los ojos oscuros y la piel muy morena, como su hermano. Llevaba téjanos y una chaqueta plateada, el uniforme de las cazadoras de Artemisa, y portaba un arco colgado del hombro. Sonreía débilmente y su forma entera parecía temblar.
—Bianca… —dije. Me salió una voz ronca. Me había sentido culpable de su fin durante mucho tiempo, pero tenerla allí delante era mil veces peor: como si la impresión de su muerte hubiera regresado con toda su virulencia. Recordé cómo habíamos buscado entre los restos del gigantesco guerrero de bronce sin encontrar el menor rastro de ella, hasta que comprendimos que había sacrificado su vida para derrotarlo—. Lo siento mucho.
—No tienes por qué disculparte, Percy. La decisión la tomé yo. Y no lo lamento.
—¡Bianca! —Nico dio un traspié, aturdido.
Ella se volvió hacia su hermano. Tenía una expresión triste, como si temiera aquel momento.
—Hola, Nico. ¡Qué alto estás!
—¿Por qué has tardado tanto en responderme? —gritó—. ¡Lo he intentado durante meses!
—Confiaba en que te dieras por vencido.
—¿Por qué? —Parecía desolado—. ¿Cómo puedes decir eso? ¡Estoy tratando de salvarte!
—¡No puedes, Nico! No lo hagas. Percy tiene razón.
—¡No! ¡El te dejó morir! ¡No es tu amigo!
Bianca alargó un brazo, como para tocarle la cara a su hermano. Pero estaba hecha de pura niebla: su mano se evaporaba en cuanto se acercaba a la piel de un ser vivo.
—Escúchame bien —dijo—. Guardar rencor es muy peligroso para un hijo de Hades. Es nuestro defecto fatídico. Tienes que perdonar. Prométemelo.
—No. Nunca.
—Percy se ha preocupado por ti, Nico. Él puede ayudarte. Yo permití que viese lo que te proponías con la esperanza de que te encontrara.
—Así que fuiste tú —dije—. Tú me enviaste esos mensajes Iris.
Bianca asintió.
—¿Por qué lo ayudas a él y no a mí? —chilló Nico—. ¡No es justo!
—Ahora te acercas más a la verdad —señaló Bianca—. No es con Percy con quien estás furioso, Nico, sino conmigo.
—No.
—Estás furioso porque te dejé para convertirme en una cazadora de Artemisa. Estás furioso porque morí y te dejé solo. Lo siento, Nico. Lo siento de verdad. Pero has de sobreponerte a la ira. Y deja de culpar a Percy por las decisiones que tomé yo; de lo contrario, provocarás tu propia perdición.
—Es verdad —intervino Annabeth—. Cronos se está alzando contra los dioses, Nico. Atraerá a su causa a todo el que pueda.
—Cronos me importa un pimiento —soltó Nico—. Yo sólo quiero recuperar a mi hermana.
—Eso no puedes lograrlo, Nico —le dijo Bianca con suavidad.
—¡Soy el hijo de Hades! Sí puedo.
—No lo intentes —insistió ella—. Si me quieres, no…
Su voz se apagó. Los espíritus habían empezado a congregarse otra vez alrededor y parecían llenos de desazón. Sus sombras se agitaban. Sus voces cuchicheaban: «¡Peligro!»
—Algo se remueve en el Tártaro —señaló Bianca—. Tu poder llama la atención de Cronos. Los muertos deben regresar al inframundo. Para nosotros no es seguro permanecer aquí.
—Espera —rogó Nico—. Por favor…
—Adiós, Nico —se despidió Bianca—. Te quiero. Recuerda lo que te he dicho.
Su forma tembló en el aire y todos los fantasmas desaparecieron, dejándonos solos con una fosa, un depósito amarillo de Felices Vertidos S. A. y una luna redonda y glacial.
* * *
Ninguno de nosotros quería partir esa noche, así que decidimos esperar a la mañana siguiente. Grover y yo nos derrumbamos en los sofás de cuero de la sala de Gerión, lo cual resultaba mucho más cómodo que dormir sobre un petate en el laberinto. Sin embargo, ello no me evitó las pesadillas.
Soñé que estaba con Luke, caminando por el lóbrego palacio de la cima del monte Tamalpais. Ahora ya era un edificio real, no un espejismo inacabado como el que había visto el invierno anterior. A lo largo de las paredes había braseros que ardían con llamas verdosas. El suelo era de mármol negro pulido. Soplaba un viento frío por el pasillo y, sobre nuestras cabezas, a través de las claraboyas, se veían nubes grises cargadas de tormenta que se arremolinaban en el cielo.
Luke parecía listo para el combate. Llevaba pantalones de camuflaje, una camiseta blanca y una coraza de bronce; no llevaba su espada Backbiter al cinto, sino sólo una vaina vacía. Entramos en un gran patio donde se entrenaban docenas de guerreros y de dracaenae. En cuanto lo vieron, los semidioses se pusieron firmes y golpearon su escudo con la espada.
—¿Ha llegado el momento, mi señor? —preguntó una dracaena con su voz sibilante.
—Pronto —prometió Luke—. Seguid trabajando.
—Mi señor —dijo otra voz a su espalda. Kelli, la empusa, le sonreía radiante. Esta vez llevaba un vestido azul y tenía un aspecto malvado y hermoso. Sus ojos relampagueaban, a veces con un matiz castaño y otras totalmente rojos. El pelo le caía por la espalda y parecía captar el brillo de las antorchas, como si estuviera deseando convertirse otra vez en una llamarada.
El corazón me palpitaba. Estaba esperando que Kelli me viera y me ahuyentase del sueño como había hecho en otra ocasión, pero esta vez no pareció advertir mi presencia.
—Tienes una visita —comunicó a Luke, haciéndose a un lado. E incluso éste pareció quedarse estupefacto.
El monstruo Campe se alzaba ante él con todas sus serpientes siseando y retorciéndose alrededor de sus piernas. Las cabezas de animales seguían creciendo en su cintura. Tenía en las manos sus espadas chorreantes de veneno y, con sus alas de murciélago desplegadas, ocupaba todo el corredor por el que había llegado.
—¡Tú! —exclamó Luke, con voz algo temblorosa—. Te ordené que te quedaras en Alcatraz.
Campe parpadeó como los reptiles, o sea, cerrando los párpados de lado, y empezó a hablar en aquella lengua extraña y pedregosa. Pero esta vez, no sé cómo, la entendí: «He venido a servirte. Déjame vengarme.»
—Tú eres carcelera —dijo Luke—. Tu trabajo…
«Yo los mataré. A mí nadie se me escapa.»
Luke vaciló. Un hilo de sudor se le deslizó por la sien.
—Muy bien —accedió—. Acompáñanos. Puedes llevar el hilo de Ariadna. Es un encargo de gran honor.
Campe lanzó un siseo hacia las estrellas, envainó sus espadas, dio media vuelta y echó a caminar pesadamente, aporreando el suelo con su enormes patas de dragón.
—Deberíamos haberla dejado en el Tártaro —masculló Luke—. Es demasiado caótica. Demasiado poderosa.
Kelli rió suavemente.
—No has de temer el poder, Luke. ¡Utilízalo!
—Cuanto antes nos pongamos en marcha, mejor —decidió él—. Quiero acabar de una vez.
—Ah —respondió Kelli, apiadándose, mientras le recorría el brazo con un dedo—. ¿Te resulta desagradable destruir tu antiguo campamento?
—Yo no he dicho eso.
—¿No te estarás replanteando el… papel especial que te corresponde?
Luke adoptó una expresión pétrea.
—Sé cuál es mi deber.
—Estupendo —dijo la mujer demonio—. ¿Te parece que nuestra fuerza de choque bastará? ¿O tendré que pedirle ayuda a la Madre Hécate?
—Tenemos más que suficiente —replicó Luke con aire sombrío—. El trato está casi cerrado. Sólo me queda negociar un paso seguro a través de la pista de combate.
—Hummm… —dijo Kelli—. Esto suena interesante. No soportaría ver tu hermosa cabeza clavada de una lanza, si llegaras a fallar.
—No fallaré. Y tú, demonio, ¿no tienes nada que hacer?
—Sí, claro —aseguró Kelli, sonriendo—. Voy a llevar a la desesperación a nuestros enemigos indiscretos. Ahora mismo voy a hacerlo.
Fijó sus ojos en mí, sacó las garras y pulverizó mi sueño.
De repente, me encontré en otro lugar.
Me hallaba en lo alto de una torre de piedra desde la que se dominaban unos acantilados y el océano. El anciano Dédalo, inclinado sobre una mesa de trabajo, forcejeaba con un instrumento de navegación semejante a una brújula enorme. Parecía mucho más viejo que la última vez. Tenía la espalda encorvada y las manos sarmentosas. Soltaba maldiciones en griego antiguo y guiñaba los ojos como si no pudiera ver lo que hacía, a pesar de que era un día soleado.
—¡Tío! —dijo una voz.
Un chico risueño de la edad de Nico subía los escalones con una caja de madera en las manos.
—Hola, Perdix —respondió el anciano con frialdad—. ¿Has terminados tus tareas?
—Sí, tío. ¡Eran fáciles!
Dédalo lo miró ceñudo.
—¿Fáciles? ¿Hacer subir el agua por la ladera sin una bomba te ha parecido fácil?
—Ya lo creo. ¡Mira!
El chico volcó la caja y hurgó entre la chatarra. Sacó un trozo de papiro y le enseñó al viejo inventor unos diagramas y unas notas. No tenían ningún sentido para mí, pero Dédalo asintió a regañadientes.
—Ya veo. No está mal.
—¡Al rey le ha encantado! —aseguró Perdix—. ¡Ha dicho que quizá yo sea más listo que tú!
—¿Eso ha dicho?
—Pero yo no le creo. ¡Estoy tan contento de que mi madre me enviase a estudiar contigo…! Quiero saber todo lo que tú sabes.
—Sí —masculló Dédalo—. Así, cuando me muera, podrás ocupar mi puesto, ¿no es eso?
El chico abrió los ojos de par en par.
—¡Oh, no, tío! Pero he estado preguntándome… ¿por qué tiene que morir un hombre?
El inventor frunció el ceño.
—Así son las cosas, muchacho. Todo muere, salvo los dioses.
—Pero ¿por qué? —insistió Perdix—. Si pudiese capturar el animus, atrapar el alma en otra forma distinta… Tú me has hablado de tus autómatas, tío. Toros, águilas, dragones, caballos de bronce. ¿Por qué no la forma en bronce de un hombre?
—No, muchacho —dijo Dédalo, cortante—. Eres un ingenuo. Eso es imposible.
—No lo creo —persistió él—. Con un poco de magia…
—¿Magia? ¡Bah!
—¡Sí, tío! La magia y la mecánica juntas. Con un poco de trabajo, se podría hacer un cuerpo totalmente parecido al humano, sólo que mejor. He tomado algunas notas.
Le tendió al anciano un grueso rollo. Dédalo lo desplegó y estuvo leyendo un buen rato. Luego entornó los párpados, miró al chico, cerró el rollo y carraspeó.
—No saldrá bien, muchacho. Cuando seas mayor lo comprenderás.
—¿Quieres que te calibre el astrolabio, tío? ¿Se te han vuelto a hinchar las articulaciones?
El anciano apretó los dientes.
—No. Gracias. ¿Por qué no te vas por ahí un rato?
Perdix no pareció advertir el enfado de su tío. Tomó un escarabajo de bronce del montón de chatarra y corrió al borde de la torre, donde sólo había un pretil bajo que apenas le llegaba a las rodillas. El viento soplaba con fuerza.
«Retrocede», quería gritarle, pero mi voz no sonaba.
Le dio cuerda al escarabajo y lo lanzó por los aires. El artilugio desplegó las alas y se alejó con un zumbido. El chico se echó a reír, satisfecho.
—Más listo que yo —masculló Dédalo en un susurro que Perdix no llegó a oír.
—¿Es cierto que tu hijo se mató volando, tío? He oído que le hiciste unas alas enormes, pero que fallaron.
Dédalo cerró los puños.
—Ocupar mi lugar —murmuró.
El viento agitaba las ropas del chico y le alborotaba el pelo.
—Me gustaría volar —dijo—. Construiría unas alas que no fallaran. ¿Crees que sería capaz?
Quizá fuera un sueño dentro de un sueño, pero de repente me imaginé a Jano, el dios de las dos caras, flotando en el aire junto a Dédalo y sonriendo mientras se pasaba su llave plateada de una mano a otra. «Elige —le susurraba al anciano inventor—. Elige.»
Dédalo tomó otro de los bichos metálicos del chico. Sus ojos estaban rojos de rabia.
—Perdix —le gritó—. Tómalo.
Entonces le lanzó el escarabajo de bronce. Divertido, el chico intentó atraparlo al vuelo, pero el lanzamiento era demasiado largo y el artilugio pasó volando. Perdix hizo un esfuerzo, se acercó al pretil demasiado y el viento lo empujó.
Consiguió aferrarse al borde de la torre.
—¡Tío! —gritó—. ¡Ayúdame!
El rostro del anciano era una máscara inescrutable. No se movió de su sitio.
—Venga, Perdix —dijo Dédalo en voz muy baja—, fabrícate unas alas. Pero date prisa.
—¡Tío! —gritó el chico mientras le resbalaban los dedos. Y cayó a plomo al mar.
Hubo un instante de silencio. La figura del dios Jano tembló y se desvaneció. Luego un trueno sacudió los cielos y una severa voz femenina llegó de lo alto: «Lo pagarás caro, Dédalo.»
Era una voz que ya había oído antes. Era la madre de Annabeth, Atenea.
Dédalo levantó la vista con el ceño fruncido.
—Siempre te he honrado, madre. Lo he sacrificado todo para seguir tu camino.
«Pero el chico también tenía mi bendición. Y lo has matado. Habrás de pagar un alto precio por ello.»
—¡No he hecho más que pagar! —masculló Dédalo—. Lo he perdido todo. Sufriré en el inframundo, sí, no me cabe duda. Pero entretanto…
Tomó el rollo de papiro del chico, lo estudió un momento y se lo guardó en la manga.
«No lo comprendes —replicó Atenea con frialdad—. Pagarás ahora y eternamente.»
Dédalo se desmoronó de repente, presa de tremendos dolores. Sentí lo que él sentía. Un dolor ardiente alrededor del cuello, como si llevase puesto un collar al rojo vivo, que me dejó sin aliento y me sumió en un pozo negro.
* * *
Al despertar en la oscuridad, aún me agarraba la garganta con las manos.
—¿Percy? —dijo Grover desde el otro sofá—. ¿Estás bien?
Procuré respirar con normalidad. No sabía qué contestarle. Acababa de ver al tipo que buscábamos, a Dédalo, asesinando a su propio sobrino. ¿Cómo iba a encontrarme bien? La televisión estaba encendida y su luz azulada parpadeaba en la habitación.
—¿Qué… qué hora es? —farfullé.
—Las dos de la mañana —respondió Grover—. No podía dormir; estaba mirando el Canal Naturaleza. —Se sorbió la nariz—. Echo de menos a Enebro.
Me restregué los ojos para despejarme.
—Ya, bueno… pronto la verás otra vez.
Grover meneó la cabeza tristemente.
—¿Sabes qué día es hoy? Acabo de verlo en la tele. Trece de junio. Han pasado siete días desde que salimos del campamento.
—¿Cómo? No puede ser.
—El tiempo transcurre más deprisa en el laberinto —me recordó—. La primera vez que tú y Annabeth bajasteis, creíais que habían pasado sólo unos minutos, ¿verdad? Y en realidad había sido una hora.
—Ah. Cierto —asentí. Y entonces comprendí lo que estaba diciendo y noté de nuevo una tenaza ardiente en la garganta—. ¡La fecha límite del Consejo de los Sabios Ungulados!
Grover tomó el mando de la tele y le arrancó un trozo de un bocado.
—Estoy fuera de plazo —dijo con la boca llena de plástico—. En cuanto vuelva, me quitarán mi permiso de buscador. Y nunca más me darán autorización para volver a salir.
—Hablaremos con ellos —le prometí—. Haremos que te concedan más tiempo.
Grover tragó con esfuerzo.
—No aceptarán. El mundo se está muriendo, Percy. Cada día que pasa, empeora. La vida salvaje… Noto que se desvanece. He de encontrar a Pan.
—Lo conseguirás, tío. No tengo ninguna duda.
Grover me miró con ojos tristes de cabra.
—Siempre has sido un buen amigo, Percy. Lo que has hecho hoy, salvar a los animales del rancho de las garras de Gerión, ha sido asombroso. Me… me gustaría parecerme más a ti.
—No digas eso —repliqué—. Tú tienes tanto de héroe…
—No, qué va. Lo intento, pero… —Suspiró—. Percy, no puedo volver al campamento sin encontrar a Pan. Lo entiendes, ¿verdad? Si fracaso, no podré mirar a Enebro a la cara. ¡Ni siquiera podré mirarme a la cara a mí mismo!
Su voz sonaba tan infeliz que resultaba doloroso escucharla. Habíamos pasado muchas cosas juntos, pero nunca lo había visto tan hundido.
—Ya se nos ocurrirá algo —le aseguré—. Tú no has fracasado. Eres el campeón de los niños cabra, ¿de acuerdo? Enebro lo sabe. Y yo también.
Grover cerró los ojos.
—El campeón de los niños cabra —murmuró, desanimado.
Mucho después de que se durmiera, yo seguía despierto, contemplando las cabezas que Gerión había colgado como trofeos iluminadas por el resplandor azul de la televisión.
* * *
A la mañana siguiente bajamos desde el rancho hasta la rejilla de retención y nos despedimos.
—¿Por qué no nos acompañas, Nico? —sugerí sin pensármelo. Supongo que todavía tenía presente mi sueño y también lo mucho que me recordaba al joven Perdix.
El negó con la cabeza. No creo que ninguno de nosotros hubiera dormido bien en aquel rancho diabólico, pero su aspecto era peor que el de los demás. Tenía los ojos enrojecidos y la cara blanca como la cera. Iba envuelto en una túnica negra que debía de haber pertenecido a Gerión, porque incluso para un adulto habría sido tres o cuatro tallas demasiado grande.
—Necesito tiempo para pensar —respondió sin mirarme a los ojos, aunque noté que su ira aún no se había aplacado. El hecho de que su hermana hubiera salido del inframundo por mí, y no por él, no parecía haberle sentado muy bien.
—Escucha, Nico —le dijo Annabeth—, Bianca sólo quiere que estés bien.
Le puso una mano en el hombro, pero él se apartó y empezó a subir la cuesta hacia el rancho. Tal vez fueran imaginaciones mías, pero la niebla matinal parecía seguirlo a medida que caminaba.
—Me preocupa —dijo Annabeth—. Si se pone a hablar otra vez con el fantasma de Minos…
—No le pasará nada —prometió Euritión. El pastor se había lavado y arreglado. Llevaba unos vaqueros nuevos y una camisa ranchera, e incluso se había recortado la barba. Tenía puestas las botas de Gerión—. Puede quedarse aquí y meditar todo el tiempo que quiera. Prometo mantenerlo a salvo.
—¿Y tú? —le pregunté.
Euritión le rascó a Ortos un cuello y luego el otro.
—Las cosas en este rancho van a cambiar a partir de ahora. Se acabó la carne de vaca sagrada. Estoy pensando en empanadas de semillas de soja. Y voy a hacerme amigo de esos caballos carnívoros. Quizá me inscriba en el próximo rodeo.
La sola idea me dio escalofríos.
—Pues… buena suerte.
—Sí. —Euritión escupió en la hierba—. Supongo que ahora vais a buscar el taller de Dédalo.
La mirada de Annabeth se iluminó.
—¿Puedes ayudarnos?
Euritión se quedó mirando la rejilla de retención. Tuve la impresión de que la cuestión lo ponía nervioso.
—No sé dónde está. Pero seguramente Hefesto sí lo sabrá.
—Eso dijo Hera —asintió Annabeth—. Pero ¿cómo podemos encontrarlo?
Euritión se sacó algo de debajo del cuello de la camisa. Era un collar: un disco plateado y liso con una cadena de plata. Tenía una depresión en el centro, como la huella de un pulgar. Se lo entregó a Annabeth.
—Hefesto viene por aquí de vez en cuando —dijo—. Estudia los animales para copiarlos en sus autómatas. La última vez… le hice un pequeño favor. Para una bromita que quería gastarles a mi padre, Ares, y a Afrodita. Y él, en señal de gratitud, me dio esta cadena. Me dijo que si alguna vez necesitaba encontrarlo, el disco me guiaría hasta su fragua. Pero sólo una vez.
—¿Y me lo das a mí? —exclamó Annabeth.
Euritión se sonrojó.
—Yo no tengo ninguna necesidad de ver las fraguas, señorita. Me sobra trabajo aquí. Sólo hay que apretar el botón y él te encamina.
Cuando Annabeth lo pulsó, el disco cobró vida y desplegó en el acto ocho patas metálicas. Para perplejidad de Euritión, ella lo arrojó al suelo con un chillido.
—¡Una araña! —gritó la muchacha.
—Es que… las arañas le dan un poco de miedo —explicó Grover—. Una antigua rivalidad entre Atenea y Aracné.
—Ah. —Euritión parecía avergonzado—. Lo siento, señorita.
La araña se arrastró hacia la rejilla de retención y desapareció entre los barrotes.
—¡Rápido! —dije—. Esa cosa no va a esperarnos.
Annabeth no parecía tener mucha prisa, pero no nos quedaba alternativa. Nos despedimos de Euritión, Tyson sacó la rejilla y saltamos otra vez al interior del laberinto.
* * *
Ojalá le hubiera puesto una correa a aquella araña, porque se deslizaba por los túneles tan deprisa que la mayor parte del tiempo ni siquiera la veía. De no ser por el excelente oído de Tyson y Grover, no habríamos sabido qué camino elegir.
Recorrimos un túnel de mármol, giramos a la izquierda… y estuve a punto de caer en un abismo. Tyson me sujetó en el último momento y me arrastró hacia atrás. El túnel continuaba más adelante, pero no había suelo en un trecho de treinta metros; sólo se veía un hueco oscuro y una serie de travesaños de hierro en el techo. La araña mecánica ya había cruzado la mitad del abismo colgada de los travesaños, a los que iba lanzando sus hilos metálicos.
—¡Un pasamanos! —dijo Annabeth—. Se me dan muy bien.
Saltó al primer travesaño, se agarró firmemente y empezó a pasar de uno a otro balanceándose. Le daba miedo la araña más diminuta, pero no la posibilidad de caer al vacío desde un pasamanos larguísimo. A ver quién entiende eso.
Llegó al otro lado y echó a correr detrás de la araña. Me tocaba a mí. Cuando crucé el abismo, miré atrás y vi que Tyson se había subido a Grover a caballito (¿o sería a cabrallito?). El grandullón llegó al final del pasamanos en tres brazadas. Menos mal porque, justo cuando saltaba a mi lado, se quebró el último travesaño.
Seguimos adelante y pasamos junto a un esqueleto desmoronado en un lado del túnel. Llevaba aún los restos de una camisa, unos pantalones y una corbata. La araña no aminoró el paso. Resbalé en un montón de pedazos de madera, pero cuando enfoqué con la linterna descubrí que eran lápices: cientos de lápices partidos por la mitad.
El túnel se abrió de repente a una gran estancia tan iluminada que la luz resultaba cegadora. Lo primero que me llamó la atención, cuando los ojos se acostumbraron, fueron los esqueletos. Había docenas tirados por el suelo. Algunos antiguos y ya blanqueados; otros recientes y muchísimo más repulsivos. No olían tan mal como los establos de Gerión, pero casi.
En el otro extremo de la estancia vi a una criatura monstruosa subida a un estrado reluciente. Tenía el cuerpo de un enorme león y cabeza de mujer. Habría resultado guapa tal vez, pero llevaba el pelo pegado al cráneo, recogido en un moño inflexible, y se había puesto demasiado maquillaje, de manera que me recordaba a la profesora de música de tercer curso. Tenía prendida en el pecho una insignia con cinta azul que tardé unos segundos leer: «¡ESTE MONSTRUO HA SIDO DECLARADO EJEMPLAR!»
—Esfinge —gimoteó Tyson.
Yo sabía muy bien qué le daba tanto miedo. De pequeño, en Nueva York, Tyson había sido atacado por una esfinge. Aún tenía las cicatrices en la espalda.
A cada lado de la criatura, había un foco deslumbrante. La única salida era el túnel que quedaba justo detrás del estrado. La araña mecánica se deslizó entre las garras de la esfinge y desapareció.
Annabeth se adelantó para seguirla, pero el monstruo dio un rugido y le mostró los aguzados colmillos que albergaba en su boca, por lo demás de aspecto normal. De inmediato, descendieron unos barrotes y bloquearon ambas salidas: la de nuestra espalda y la que teníamos enfrente.
Entonces el gruñido del monstruo se convirtió en una sonrisa radiante.
—¡Bienvenidos, afortunados concursantes! —dijo—. Prepárense para jugar a… ¡RESOLVER EL ENIGMA!
Resonaron unos aplausos enlatados desde el techo, como si hubiese unos altavoces invisibles. Los focos hicieron un barrido por toda la estancia, reflejándose en el estrado y confiriendo a los esqueletos un resplandor de discoteca.
—¡Premios fabulosos! —proclamó la esfinge—. ¡Supere la prueba y le tocará avanzar! ¡Fracase y me tocará devorarlo! ¿Quién va a ser nuestro próximo concursante?
Annabeth me tomó del brazo.
—De esto me encargo yo —susurró—. Ya sé qué va a preguntar.
No discutí demasiado. No quería que la devorase un monstruo, pero pensé que si la esfinge iba a plantear un enigma, Annabeth era la más indicada para intentar resolverlo.
Subió al podio del concursante, sobre el que se encorvaba aún un esqueleto con uniforme escolar. Ella lo quitó de en medio de un empujón y el esqueleto se desplomó en el suelo con estrépito.
—Perdón —le dijo Annabeth.
—¡Bienvenida, Annabeth Chase! —aulló la bestia, aunque ella no había dicho su nombre—. ¿Está lista para la prueba?
—Sí —declaró—. Dígame su enigma.
—¡Son veinte enigmas, de hecho! —respondió alegremente la esfinge.
—¿Cómo? Pero si en los viejos tiempos…
—¡Hemos elevado el listón! Para pasar, debe demostrar su habilidad en los veinte. ¿No es fantástico?
Los aplausos resonaban y se apagaban bruscamente, como si alguien fuera abriendo y cerrando un grifo.
Annabeth me miró, nerviosa. Le dirigí un gesto con el puño para animarla.
—De acuerdo —contestó a la esfinge—. Estoy lista.
Resonó desde el techo un redoble de tambor. Los ojos del monstruo relucían de excitación.
—¿Cuál es… la capital de Bulgaria?
Annabeth arrugó el ceño. Durante un instante espantoso, creí que se había quedado en blanco.
—Sofía —dijo—, pero…
—¡Correcto! —Más aplausos enlatados. La esfinge sonrió tan abiertamente que volvimos a verle los colmillos—. Asegúrese por favor de marcar su respuesta claramente en la hoja de examen con un lápiz del número dos.
—¿Cómo? —Annabeth parecía perpleja. Enseguida apareció ante ella un cuadernillo y un lápiz perfectamente afilado.
—Asegúrese de que rodea cada respuesta sin salirse del círculo —dijo la esfinge—. Si ha de borrar, borre totalmente o la máquina no será capaz de leer sus respuestas.
—¿Qué máquina? —preguntó Annabeth.
La esfinge señaló con la zarpa. Junto a uno de los focos había una caja de bronce con infinidad de palancas y con la letra griega éta en un lado: la marca de Hefesto.
—Bueno —prosiguió la esfinge—, siguiente pregunta…
—Un momento —protestó Annabeth—. Aquello del animal que camina a cuatro patas por la mañana… ¿no va a preguntármelo?
—¿Disculpe? —dijo la esfinge, ahora claramente irritada.
—El enigma sobre el hombre. Camina a cuatro patas por la mañana, como un bebé; con dos a mediodía, como un adulto, y con tres por la tarde, como un viejo con su bastón. Ése es el enigma que planteaba siempre, ¿no?
—¡Y por eso justamente cambiamos la prueba! Porque los concursantes ya se sabían la respuesta. Bueno, segunda pregunta, ¿cuál es la raíz cuadrada de dieciséis?
—Cuatro —respondió Annabeth—, pero…
—¡Correcto! ¿Qué presidente estadounidense firmó la Proclamación de Emancipación?
—Abraham Lincoln, pero…
—¡Correcto! Enigma número cuatro. ¿Qué…?
—¡Un momento! —gritó Annabeth.
Habría querido decirle que dejara de quejarse. ¡Lo estaba haciendo muy bien! Tenía que limitarse a responder a las preguntas para que pudiéramos largarnos.
—Esto no son enigmas —alegó.
—¿Cómo que no? Claro que lo son. Estas preguntas han sido diseñadas especialmente…
—Son sólo un montón de datos estúpidos, escogidos al azar. Se supone que los enigmas han de obligarte a pensar.
—¿A pensar? —La esfinge frunció el ceño—. ¿Cómo se supone que voy a evaluar si es usted capaz de pensar?
¡Qué absurdo! Bueno, ¿qué cantidad de fuerza se precisa…?
—¡Basta! —insistió Annabeth—. ¡Esta prueba es una idiotez!
—Hummm, Annabeth —intervino Grover, nervioso—. A lo mejor lo que deberías hacer es, ya sabes, terminar primero y protestar después.
—Soy hija de Atenea —alegó ella—. Y esto es un insulto a la inteligencia. No pienso responder a esas preguntas.
En parte me dejó impresionado por atreverse a plantar cara de tal manera. Pero, por otra parte, tenía la impresión de que con su orgullo sólo iba a conseguir que nos mataran a todos.
Los focos nos deslumbraron con su brusca intensidad. Los ojos negros del monstruo destellaban.
—Entonces, querida, si no pasa, fracasa. Y como no podemos permitir que ningún niño se quede atrasado, ¡será DEVORADA!
La esfinge mostró sus colmillos, que relucían como si fueran de acero inoxidable, y dio un salto hacia el podio.
—¡No! —Tyson se lanzó en el acto a la carga. No soporta que nadie amenace a Annabeth, aunque me asombró que demostrara semejante valor después de la mala experiencia que había tenido con una esfinge.
Le hizo al monstruo un placaje cuando todavía estaba en el aire y los dos se desplomaron sobre un montón de huesos. Eso le dio tiempo a Annabeth para recobrar la serenidad y sacar su cuchillo. Tyson se levantó con la camisa hecha jirones. La esfinge rugía, estudiando el momento oportuno.
Saqué a Contracorriente y me situé delante de Annabeth.
—¡Vuélvete invisible! —le dije.
—¡Puedo luchar!
—¡No! —grité—. ¡La esfinge va a por ti!
Como para confirmar mis palabras, el monstruo derribó a Tyson, lo quitó de en medio y saltó de nuevo, tratando de pasarme de largo. Grover le clavó en el ojo la tibia de un esqueleto, lo que le arrancó un alarido de dolor. Annabeth se puso su gorra y desapareció en el acto. Cuando la bestia se lanzó sobre donde se hallaba un segundo antes, se encontró con las zarpas vacías.
—¡No es justo! —rugió—. ¡Tramposa!
Ahora que mi amiga no estaba a la vista, el monstruo se volvió hacia mí. Alcé mi espada, pero, antes de que pudiera darle una estocada, Tyson arrancó del suelo la máquina de puntuaciones y se la tiró por la cabeza, deshaciéndole el moño. El artilugio terminó estrellándose en el suelo y las piezas quedaron esparcidas por todas partes.
—¡Mi máquina! —gritó—. ¿Cómo voy a ser ejemplar si no puedo puntuar las pruebas?
Los barrotes de los dos túneles se alzaron en ese momento y todos corrimos hacia el fondo de la estancia. Confiaba en que Annabeth hiciera lo mismo.
La esfinge se apresuró a perseguirnos, pero Grover sacó sus flautas de junco y se puso a tocar. De repente, los lápices recordaron que habían formado parte de los árboles: se congregaron en torno a las garras de la esfinge, desarrollaron raíces y ramas, y empezaron a enredársele en las patas. El monstruo acababa desgarrando los nudos, pero aquello nos dio el tiempo que necesitábamos.
Tyson arrastró a Grover hacia el túnel y los barrotes se cerraron con estrépito detrás de nosotros.
—¡Annabeth! —grité.
—¡Aquí! —murmuró a mi lado—. ¡No te detengas!
Corrimos por el túnel mientras seguíamos escuchando los rugidos de la esfinge, que se lamentaba desolada por todas las pruebas que tendría que corregir a mano.